Introducción
Aunque en el campo de estudios internacionales persiste cierta inercia que coloca al Estado-nación como principal, si no el único, actor del espacio global contemporáneo, desde mediados del siglo XX asistimos a una progresiva multiplicación de acuerdos y procesos regionales en todo el planeta. En el último decenio del siglo XX, al regionalismo -marcado por la cooperación entre Estados- se sumó la regionalización -determinada por actores privados- (Gamble y Payne 1996). Más aún, la acción externa de regiones formalmente institucionalizadas ha llevado a la constitución del interregionalismo (Hänggi, Roloff y Rüland 2006). La región es figura central para comprender la estructuración del espacio global contemporáneo (Buzan y Waever 2003; Katzenstein 2005; Van Lagenhove 2010).
Ahora bien, si el orden regional tiene espesura y fuerza global, en Latinoamérica su explicación opera desde una óptica deductiva que sitúa la experiencia regional europea como el modelo analítico y la fuente empírica y normativa por excelencia, si no exclusividad.1 La tendencia -sostenida con generosidad desde nuestras aulas- a explicar el hecho regional según la versión europea está revestida de interpretación canónica, y pareciera complementar aquella otra práctica donde la vertiente estadounidense de la disciplina de Relaciones Internacionales deslumbra y alumbra a internacionalistas latinoamericanos.2 Empero, no sólo sabemos que para comprender la arquitectura regional del mundo conviene observar prácticas regionales disímiles de la europea (Acharya 2007); también conocemos que el regionalismo abarca diferentes acontecimientos y procesos (Hurrell 2007). Apoyado en estas argumentaciones, que sugieren comprender la regionalización del mundo de manera incluyente y universal, este artículo adopta una perspectiva global y una lectura histórica (Conrad 2016; Fazio 2009) para explicar la compleja consolidación de la región como un fenómeno empírico, estructurante del espacio mundial contemporáneo. Un enfoque de historia global ofrece a nuestra reflexión el doble presupuesto de que los intercambios entre fenómenos sociales no se producen exclusivamente en sentido único, y que desplazar la atención de los centros enriquece la comprensión de complejas relaciones, interdependencias y realidades mundiales.
El artículo inicialmente describe las líneas gruesas que caracterizan la génesis de la unión regional en diferentes franjas del mundo desde la segunda posguerra mundial del siglo XX. Enseguida, focalizado en la década 1990, destaca el hecho regional como incrustado en el proceso de integración económica mundial. Por último, argumenta que en el siglo XXI se consolida el interregionalismo -por acciones y relaciones exteriores de diversos grupos regionales- y germina el transregionalismo mediante acuerdos que trascienden regiones, formalmente constituidas o no.
Emergencia global de arreglos regionales
Distinguir la región como elemento constitutivo del espacio global contemporáneo exige considerar las primeras manifestaciones de cooperación regional de Europa y Latinoamérica. Porque fue allí donde, en los años 1940, emergieron las conceptualizaciones pioneras del regionalismo contemporáneo. Mientras que en Europa la Segunda Guerra Mundial fue propicia para una interrogación sobre las condiciones de la paz y su mantenimiento, en Latinoamérica la reflexión giró en torno a las características de su autonomía y desarrollo industrial y económico. En ambos casos, sin embargo, la integración regional fue objetivo político y económico mediado por cooperación intergubernamental.
A comienzos de los años cuarenta, David Mitrany propuso un enfoque funcionalista de la unión regional que pasó a ser el origen del método de solidaridades concretas promovido por Jean Monnet, uno de los fundadores de la integración europea. Mitrany argumentó que la cooperación iniciada en un campo específico de necesidades humanas, sociales o técnicas, sin comprometer inmediatamente la soberanía, se extendería progresivamente a otros campos adyacentes e incluiría la construcción de instituciones de coordinación que, a su turno, asumirían la función de enlace político. Así, los nacionalismos europeos se quebrarían y, en consecuencia, la amenaza de guerra disminuiría (Mitrany 1943, 335-366). Para Karl Deutsch, la unión regional europea debía traducirse en la creación, por parte de los Estados, de un sentido de comunidad, instituciones sólidas y extensas prácticas compartidas. De esta forma sería posible mantener paz y armonía entre los pueblos (Deutsch, Burrell y Kahn 1957, 4-6). En el mismo sentido, focalizado en "la integración de Europa occidental", Donald Puchala (1968) argumentó que la unidad regional debía reducir la soberanía a través de medios pacíficos, una autoridad regional fuerte, y compartir valores, políticas y objetivos entre pueblos y élites. Pero quizás sea Ernst Haas, el autor más acreditado de la construcción regional europea. Apoyado en Mitrany, Haas escribió su tesis doctoral sobre la unidad europea y llamó la atención acerca del papel de élites y burocracias transnacionales para aprender y fabricar la cooperación regional. En su razonamiento, el hábito de cooperar sobre un asunto determinado conduciría a las élites a reproducir la experiencia en otros asuntos y a retener los beneficios de la colaboración minimizando el enfrentamiento (Haas 1958). En la gestación de la configuración de la unidad europea, la integración económica fue un mecanismo para alcanzar objetivos políticos de paz y seguridad. Así, resultó fundamental que los Estados otorgasen algunas de sus prerrogativas soberanas a los organismos regionales que ellos mismos creaban. A diferencia de lo ocurrido en América Latina, donde conceptualización y práctica de la integración regional surgieron -sin el propósito o la exigencia de compartir, o discutir, soberanía pero enfatizando la cooperación económica- en medio de preocupaciones por "el desarrollo" nacional y arreglos interestatales para fortalecer la posición externa común.
Desde mediados del decenio de 1940, el problema del desarrollo socioeconómico latinoamericano y su solución fueron objeto de análisis conjuntos entre Raúl Prebisch, Víctor Urquidi, Daniel Cosío Villegas y Robert Triffin (Caravaca y Espeche 2016). Pero fue Prebisch quien, desde la Comisión Económica para América Latina (Cepal), consolidó una reflexión sistematizada sobre el desarrollo latinoamericano. Su argumentación, dirigida a los gobiernos, señaló que resultaba indispensable estimular la asociación regional intergubernamental y la industrialización, vinculándolas con el proteccionismo. De esta forma, consideraba Prebisch, también se reducirían las inequidades del comercio exterior y el deterioro estructural de los términos de intercambio. Así, una estrategia de industrialización por sustitución de importaciones debía ponerse en marcha a escala regional y ser objeto de una planificación sostenida por la complementariedad. A esta conceptualización del desarrollo (nacional e industrial) mediante cooperación intergubernamental, y adelantado principalmente por grandes economías nacionales latinoamericanas (Prebisch 1948), se sumó en los años cincuenta una dimensión comercial. Durante los años 1950 y 1960, desde la Cepal se ejerció una extensa y profunda influencia tanto en la formación de una conciencia regional como sobre la formulación de políticas gubernamentales socioeconómicas con sello latinoamericano. La Cepal suministró el sustrato epistémico que demostraba la imposibilidad de aplicar a los países latinoamericanos recetas y análisis de teorías tradicionales nutridas por y para otras realidades. En Latinoamérica, durante la segunda posguerra mundial, la conceptualización de unión regional consideró enfrentar la insuficiente competencia y las dificultades de explotación de las economías de escala, debido a la pequeña dimensión de las (pocas) fábricas que producían para mercados nacionales. Igualmente, se asumió que la integración reduciría una diversificación excesiva de las cadenas de fabricación.
Por estas características, que tenían como objetivo fortalecer el mercado nacional y sustituir importaciones mediante la construcción de un mercado regional, la integración regional en Latinoamérica fue inicialmente "cerrada". Como en Europa, donde fueron instauradas, en 1962, la política agrícola común -que protege a agricultores europeos y sus productos-, y en 1966, la política comercial común -que creó un arancel externo regional-. Pero en la génesis de la figura regional latinoamericana también se acentuó el fortalecimiento de la autonomía externa de la región y sus países miembros. En 1964, Felipe Herrera, siendo presidente del Banco Interamericano de Desarrollo, aludiendo a la integración europea, afirmó que mientras "las grandes naciones desarrolladas" progresaban creando bloques y confederaciones, la fragmentación ideológica, cultural y económica de los países latinoamericanos disminuía su "poder de decisión". De allí sus propuestas por una América integrada (Herrera 1964). Años después, José María Aragão, subdirector del Instituto para la Integración de América Latina (Intal), creado en 1965, precisó el componente de acción política de la integración al indicar que esta favorecía la diversificación de las exportaciones y aumentaba la capacidad de negociación externa de los países latinoamericanos (Aragão 1971). Más aún, el regionalismo en Latinoamérica no surgió desprovisto de la construcción de una acción común sostenida por la concertación de sus embajadores. En 1964, los gobiernos latinoamericanos crearon la Comisión Especial de Coordinación Latinoamericana para dar coherencia diplomática a sus posiciones político-económicas. Ahora bien, sobre prácticas y composiciones conceptuales de la unión regional latinoamericana desde los años 1960,3 conocemos muy poco.4
En los años 1960 y 1970, el regionalismo se posicionó en las disciplinas de la economía y la política, particularmente estadounidenses. Surgió entonces un enfoque comparativo (por ejemplo, Balassa 1961; Nye 1968), que en nuestros días continúa creciendo desde Europa (por ejemplo, De Lombaerde et al. 2010; Laursen 2010; Mattli 1999; Warleigh y Van Lagenhove 2010) y alrededor de esta.5 Pero otra mirada, sensible a interconexiones e interdependencias, devela que entre Europa y Latinoamérica, el tráfico de ideas sobre integración regional surgió en doble vía. Un examen no sistematizado de las publicaciones del Intal indica que allí fueron traducidos y difundidos textos de Haas y Deutsch, entre otros; y que europeos y latinoamericanos indagaron conjuntamente sobre el sentido del regionalismo. En 1970, por ejemplo, tuvo lugar en Roma un evento académico sobre la integración en Latinoamérica y Europa.6 De los intercambios académicos entre europeos y latinoamericanos da cuenta asimismo una somera revisión de las publicaciones periódicas de la Comisión Europea. También en 1970, por ejemplo, la Universidad de Chile y el Instituto de Estudios Políticos de París organizaron el coloquio "Europeos y Latinoamericanos frente a la nueva coyuntura mundial", donde participaron Hélio Jaguaribe, Celso Furtado y Oswaldo Sunkel.7 Si en Europa y Latinoamérica predominó la comparación (Aragão 1973; Haas 1967), en torno al regionalismo aún son vigorosos los vínculos y resonancias entre las dos áreas. Reflejo de ello son, por ejemplo, publicaciones y actividades de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales y de la Fundación EU-LAC.8
No obstante, son inexplorados y desconocidos los movimientos diacrónicos del pensamiento sobre regionalismo en Latinoamérica y Europa y sus interdependencias sincrónicas,9 a pesar de que allí la unidad regional emergió de manera simultánea. En 1957 fue firmado el Tratado de Roma, texto político fundador de la Comunidad Económica Europea (CEE); y en 1960 fueron creados la Asociación Europea de Libre Comercio (AELC), la Asociación Latinoamericana de Libre Comercio (ALALC) y el Mercado Común Centroamericano (MCC). En 1969 se suscribió el Acuerdo de Cartagena -acta constituyente del regionalismo andino que, excepción para confirmar la regla, sí incluyó una transferencia de soberanía en la cooperación-; y en 1973 surgió la Comunidad del Caribe (Caricom). Además, en los años 1960, arreglos regionales también surgieron gradualmente en África y Asia.
En África subsahariana, al igual que en Latinoamérica durante el siglo XIX, el regionalismo surgió desde los primeros años de la independencia mediante sinuosos caminos político-económicos. El proceso africano, inicialmente, buscó responder a desafíos y tensiones entre Estados. Pero la integración económica también fue un objetivo invariable (Constantin 1998). Con la salvedad de que, desde su gestación, la formación regional africana ha estado determinada por una sentida dependencia de sus países miembros con las metrópolis europeas.10 En ese contexto, en 1959 surgió la Unión Económica y Monetaria Oeste-Africana, y en 1963 fue creada la Organización de la Unidad Africana (OUA). En 1964 apareció la Unión Aduanera de los Estados de África Central, y en 1967, la Comunidad de África Oriental. Pero fue durante las décadas siguientes cuando florecieron configuraciones regionales africanas. En 1972, la Unión Económica y Monetaria de África Occidental; en 1975, la Comunidad Económica de los Estados de África del Oeste (Cedeao); en 1980, la Conferencia de Coordinación para el Desarrollo de África Austral (CCDA), y en 1983, la Comunidad Económica de los Estados de África Central (Ceeac), devinieron bloques significativos de cooperación regional (Bach 2015; Economic Commission for Africa 2004). En 1981, en el norte de continente, Arabia Saudita impulsó la creación del Consejo de Cooperación del Golfo (CCG), un organismo que formalmente incluyó crear un mercado común entre los miembros.
En Asia, el regionalismo germinó condicionado por cuestiones de seguridad pero paulatinamente amplió sus objetivos. En 1954 fue creada la Organización del Tratado del Sudeste Asiático; en 1961, la Asociación del Sudeste Asiático, y en 1966, el Consejo Asia Pacífico. En 1967, la creación de la Asociación de Naciones del Sudeste Asiático (Asean, por su acrónimo inglés) marcó una inflexión en la edificación regional asiática. Impregnada de propósitos de cooperación para la seguridad colectiva, en la Asean no se discutió la cesión de soberanía estatal sino su fortalecimiento, el crecimiento económico y la estabilidad regional. Desde su creación, la influencia de sus particularidades se ha expandido por la ribera asiática del Pacífico (Acharya 1997). En 1980, para promover la cooperación comercial entre islas-Estado del mar Índico, fue fundada la Comisión Océano Índico. Un lustro más tarde fue creada la Asociación Sud Asiática para la Cooperación Regional (SAARC, por su sigla en inglés), y, aunque las cuestiones de seguridad fueron excluidas, su matriz consistió en que las relaciones altamente acrimoniosas entre sus miembros -particularmente, Pakistán, India, Bangladesh- podían mejorarse o por lo menos apaciguarse a través de vínculos culturales y comerciales (Mukherjee 1998).
Aunque para analizar el regionalismo suele enfatizarse una particular definición de integración regional, o bien aspectos institucionales, políticos y económicos de la trayectoria regional europea, experiencias regionales en Latinoamérica, Europa, África y Asia germinaron en temporalidades próximas pero con distintos horizontes y variadas facturas internas y externas. Con todo, no son fenómenos aislados. Desplazar nuestra atención hacia la última década del siglo XX permite distinguir la mediación del fenómeno más amplio y profundo de integración económica mundial en las conexiones y dependencias mutuas entre experiencias regionales localizadas.
La región, en el contexto de integración mundial de mercados
Observar el regionalismo con una escala global no significa simplemente agregar casos disímiles o semejantes ocurridos en distintas partes del planeta en un lapso determinado de tiempo. Implica, por el contrario, situar el hecho regional en el proceso envolvente de transformaciones e interconexiones progresivas producidas por la integración mundial de mercados. Este enfoque permite resaltar por qué desde los años 1990 surgen, permanecen, mutan y se multiplican procesos regionales en diferentes partes del mundo respondiendo a cierta racionalidad compartida y según factores de cambio que les son comunes. La mirada global permite argumentar que, contrario a definiciones de manuales latinoamericanos de ciencia política, la integración regional no se limita a un fenómeno económico y es más compleja que una respuesta -originada en Europa- de Estados a la integración económica del planeta.11 Esta argumentación demanda identificar la dimensión política de la interdependencia económica global y la dimensión económica de la configuración regional.
La integración económica mundial, lejos de representar la uniformidad del planeta, contiene su diferenciación estructural. Aunque parezca perogrullada, la economía globalizada engendra desigualdades y fenómenos de exclusión que, por lo demás, son el contexto de difusión de movimientos altermundialistas. Pero en el plano político, el elemento relevante de la integración económica global consiste en que, desde finales del siglo XX, opera con celeridad un proceso de transformaciones de la autoridad de los Estados. Presionadas a interrelacionarse con otros actores, las autoridades políticas estatales experimentan la mutación de sus relaciones y políticas exteriores. En el siglo XXI, la diplomacia ha dejado de implicar simplemente cuestiones políticas, de seguridad y estrategia para incorporar la atracción o promoción de inversionistas, incidir en cuestiones culturales, ambientales, sociales, laborales, comerciales, y en cuestiones de derechos individuales y colectivos. Un resultado, en consecuencia, ha sido la confiscación de la acción diplomática por entidades internas o externas al Estado. Además, en el mundo, el creciente protagonismo de actores económicos ha estado acompañado tanto del progresivo accionar de agentes de orden moral como de la relevancia regional y global de actores ilícitos e ilegales. Tal multiplicidad de actores en el espacio mundial, reforzando sus relaciones directas mediante la innovación tecnológica, ha incrementado -sin duda- los vínculos de interdependencia planetaria. De esta situación se desprendió la redefinición de formas de asociación y cooperación, en la medida en que cualquier acción implica la participación (o la consideración) de otros actores. Del entramado de relaciones e interacciones producido por diferentes actores en el espacio mundial han proliferado instancias inéditas de regulación sobre toda suerte de sujetos y temáticas. Y en ese proceso, el fortalecimiento del regionalismo ha cumplido un papel significativo.
Durante la década de 1990, el conjunto de gobiernos del mundo estimuló movimientos y procedimientos para organizar regionalmente intercambios económicos y flujos financieros. La mayoría de países del planeta concluyeron o negociaron un acuerdo regional de cooperación, o bien un tratado de libre comercio. Pero esos arreglos asociativos no se limitaron a cuestiones económicas. Actores heterogéneos, sin las mismas capacidades ni las mismas legitimidades, encontraron en los intersticios regionales creados por los Estados un medio de acción e interrelación (Smouts 1997). Así, los bloques regionales incorporaron una multiplicidad de cuestiones que incluyen cooperación y ayuda al desarrollo, así como intercambios económicos, inversión en fortalecimiento institucional, defensa de derechos humanos, desarrollo sostenible, condiciones de trabajo, inclusión social, recursos energéticos, seguridad y acciones contra la pobreza y flujos ilegales e ilegítimos. Entretanto, una pluralidad de sujetos incluyó en su repertorio de acción esos bloques regionales; regionalismo y regionalización se fortalecieron y alimentaron en medio del impulso global hacia la preeminencia de lógicas de mercado. Así, a pesar de entusiastas vaticinios sobre el desplazamiento del Estado-nación por un Estado-región (Ohmae 1995), resultó una transformación de la práctica y acción estatales coetánea a la consolidación de otros actores. Hacia mediados de los años noventa, la integración regional ya reflejaba concentraciones de poder político y económico en competencia con múltiples flujos infrarregionales e interregionales (Mittelman 1996).
El robustecimiento empírico del fenómeno regional durante aquellos años de expansión global de la liberalización de mercados fue interpretado inicialmente como una fragmentación del mundo económico que podría obstaculizar el libre comercio (De Melo y Panagariya 1993). La proliferación de la cooperación económica regional entre Estados incluso fue percibida como preludio de una "guerra comercial" (Banco Mundial 1991, 29). Sin embargo, con la creación en 1994 de la Organización Mundial del Comercio (OMC), los bloques regionales adquirieron en el discurso de organismos económicos internacionales el papel de complemento de los movimientos nacionales de apertura económica y comercial (WTO 1995). En el contexto de interdependencia económica global y modificación de los vínculos del Estado con una diversidad de actores, la unidad regional se afirmó no sólo como respuesta, o reacción, de Estados a presiones externas provenientes de la economía neoliberal mundializada. Surgió también como figura de cooperación que, incrustada en los avatares propios de la progresiva liberación de los obstáculos del libre comercio, involucró cada vez más a las entidades estatales en agregaciones políticas y económicas que también promocionaron la desregulación de la economía. Los procesos regionales fomentaron entonces que múltiples agentes, incluido el Estado, redefinieran sus roles y abrieran sus horizontes de acción más allá del Estado-nación y las relaciones interestatales.
Esas transformaciones no tuvieron un sentido único o convergente. Pues, por una parte, actores diferentes al Estado, sin estar necesariamente subordinados al regionalismo, comenzaron a introducirse en sus dinámicas, se ligaron con entidades regionales mediante causas e intereses o en busca de financiación. Incluso, emergieron en contra de políticas y acciones de organizaciones regionales o apelando a esas organizaciones para alcanzar objetivos de justicia, igualdad, respeto por la diversidad, normas ambientales, derechos humanos o cuestiones de género (Boas, Marchand y Shaw 1999). Por otra parte, desde los años 1990, no sólo en las relaciones entre Estados la conquista del territorio o el control de recursos naturales fueron desplazados por la conquista de mercados (Stopford, Strange y Henley 1991). En paralelo, agentes estatales, infraestatales y supraestatales ampliaron su margen de acción -sin contar por ello con una similar capacidad de influencia- sobre la economía global (Strange 1995, 161). En últimas, la materia prima que moldeó los procesos de regionalismo y regionalización fueron tanto las diferencias entre Estados en la disponibilidad mundial de recursos políticos y económicos como la diversidad de roles de actores sociales (Grugel y Hout 1999).
El impulso global de los años noventa a la construcción regional -contextualizada por la integración global de mercados- fue etiquetado como "Nuevo Regionalismo" para insistir en que, a diferencia de décadas anteriores, una particularidad de la experiencia regional era involucrar múltiples temas y actores cuyas lógicas no eran esencialmente económicas. En la literatura del "Nuevo Regionalismo" puede resultar imposible establecer un punto en común entre sus diversos analistas (Dabène 2009, 9). Pero en la construcción y difusión de esa literatura, el enfoque analítico basado en la integración europea tuvo una difusión prominente. En 1994, Björn Hettne, coautor de un primer estudio comparativo mundial sobre el "Nuevo Regionalismo", explicó sobre esa obra:
El marco comparativo [...] proviene del estudio de los procesos de europeización, del desarrollo de una identidad regional europea [...] y ha sido aplicado a los casos de otras regiones [...] bajo la hipótesis según la cual, a pesar de las enormes diferencias históricas y estructurales y los diversos contextos, existe una lógica subyacente detrás de los procesos de regionalización contemporánea. (Citado por Mittelman 1996, 193)
Hettne matizó el parroquialismo de tal hipótesis (Hettne 2008), y la literatura especializada ha señalado las falencias de generalizar según un caso -el europeo- (Caporaso et al. 1997; De Lombaerde et al. 2010; Malamud 2010; Söderbaum 2016). Sin embargo, en esa misma literatura, destacados autores continúan movilizando sus argumentaciones según la asimilación de hipótesis provenientes de la integración europea como postulados epistemológicos inamovibles y universales (Botto 2015; Malamud A. 2012). Mientras que la introducción a una monumental y relevante compilación sobre la historia intelectual del regionalismo fortalece, por un lado, la interpretación de que la ontología y el pensamiento sistematizado sobre el regionalismo están atados al caso europeo y, por otro lado, la lectura de que la producción extraeuropea en la materia constituye debates o innovaciones conceptuales (De Lombaerde y Söderbaum 2013).
Ahora bien, si a partir de los años noventa la región se erige en hecho estructurante del espacio mundial, no fue siguiendo un libreto europeo sino una trama global que también incluyó ese libreto: la intensificación de la práctica sociohistórica de eliminar obstáculos al libre comercio. Desde allí es perceptible la dimensión económica de la integración regional contemporánea. En 1986, el Acta Única Europea estableció la ruta para el mercado único, institucionalizado en 1992 en Maastricht. En ese proceso, cuando la CEE se transformó primero en Comunidad Europea y luego en Unión Europea (UE), la estrategia apuntó a reforzar el mercado regional y a posicionar globalmente empresas y empresarios europeos que enfrentaban la feroz competencia de sus pares estadounidenses y asiáticos. Además, en 1994 surgió el Espacio Económico Europeo de la fusión entre la UE y la AELC. Estos cambios ampliaron preguntas y áreas de estudio del caso regional europeo. Pero siempre con la premisa de que comparar la realidad europea con otras realidades explica el regionalismo en el mundo (Laursen 2010), situando experiencias regionales de Asia, África, Latinoamérica y Norteamérica como ilustraciones de un núcleo empírico y teórico -sobre oferta y demanda de integración- construido a partir del proceso europeo (Mattli 1999), o asumiendo las características europeas como sustrato para discutir la teoría del regionalismo (Caporaso 2008).
La intensificación global de la liberalización del comercio y la economía, en estrecha interdependencia con el conjunto mundial de procesos de integración regional, dio paso a nuevos acuerdos regionales. En 1992, los países miembros de la Asean, a pesar de sus insignificantes -y poco buscados- resultados económicos, acordaron iniciar el proceso para una zona de libre comercio (Dixon 1999). En 1997 emergió el proyecto denominado Asean+3, uniendo la organización a China, Japón y Corea del Sur. Por iniciativa china, en 2000 Asean+3 exploró las posibilidades de establecer, diez años después, una zona de libre comercio. En 1993, las diferencias políticas entre los miembros de la SAARC cedieron al objetivo común de crear un organismo regional más dinámico en el plano económico bajo presupuestos de proximidad cultural y dispositivos técnicos. En Islamabad, sus miembros firmaron un acuerdo para crear una zona de libre comercio (Mukherjee 1998).
En el mundo árabe, en 1989, surgió la Unión del Magreb Árabe como proyecto político de integración, que rápidamente se convirtió en espacio vital para las empresas de la región. Mientras que en África subsahariana -según políticas concebidas de facto y dirigidas hacia la liberalización y el ajuste monetario- fueron creados de manera simultánea nuevos proyectos entre el Estado y la sociedad, particularmente liderados por instituciones regionales, y apuntando al comercio regional (Bach 2015). Bajo esas circunstancias, la Ceeac se mantuvo inactiva durante el decenio de 1990. Pero en 1994 fue firmado en Yamena el tratado constitutivo de la Comunidad Económica y Monetaria de África Central (Cemac). En 1992, la Comunidad de Desarrollo de África Austral sobrevino a la CCDA. En 1999, después de guerras civiles entre sus países miembros, la Cedeao -cuya esencia era económica- amplió sus objetivos a cuestiones de seguridad y mantenimiento de la paz. Y en 2002, la OUA mutó a la Unión Africana (UA), organización que fundó tres instituciones: Comisión, Parlamento y Consejo de Paz y Seguridad (Bach 1999).
En Latinoamérica, una vez más, la Cepal cumplió un papel en la propulsión de procesos regionales. Pero no como fuente cognitiva y programática, como fuera en las décadas 1950 y 1960, sino en la justificación de políticas que en la región se adelantaban desde finales de los años ochenta. Entre 1991 y 1994, la Cepal publicó el conjunto de informes que dieron forma, sentido y nombre a las transformaciones y tendencias que atravesaba el fenómeno regional en Latinoamérica y el Caribe: el denominado regionalismo abierto, entendido como conciliación entre integración regional y políticas nacionales de apertura económica. Así, reestructuración de organismos regionales de vieja data y creación de nuevos bloques regionales fueron recíprocas con políticas y programas nacionales de liberalización del comercio y mercados, desregulación financiera y masivas privatizaciones. En 1991, el MCC devino Sistema de Integración Centroamericano y estableció nuevas instituciones como el Tribunal de Justicia y el Parlamento centroamericanos. Simultáneamente, los países del Caricom adoptaron un arancel externo común, y en Asunción (Paraguay) fue firmado el tratado fundador del Mercado Común del Sur (Mercosur), con la rápida puesta en marcha de alcanzar una unión aduanera. En 1996, la integración andina también fue objeto de acciones de reingeniería institucional y pasó a denominarse Comunidad Andina (CAN),12 e inició la aplicación de una tarifa externa común -con excepciones- y estableció la normativa para una política externa común. Sin duda, las recomposiciones de la integración regional en Latinoamérica, Asia y África compartieron elementos presentes en la integración europea. No por ello, sin embargo, adoptaron el mismo camino que el proceso europeo (Bach 1999; Mittelman 1996; Söderbaum 2016).
En el continente americano, a inicios de los años noventa, surgió un hecho novedoso para la unidad regional. A comienzos de aquellos años, para atraer inversionistas extranjeros y promover a los locales, el Ejecutivo mexicano manifestó a su par estadounidense el interés por incorporarse al acuerdo de libre comercio Estados Unidos-Canadá. En 1994, los tres países firmaron el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (Tlcan), cuya primicia fue doble: la inserción de la estrategia regional en la política exterior estadounidense y la unión comercial, voluntaria y recíproca de un país del Sur con países del Norte. El Tlcan innovó con la inclusión, entre otros, de cuestiones relativas a servicios y temas laborales y fue proyectado -desde Estados Unidos- como punto de partida para una zona de libre comercio continental, en continuidad con la fórmula presentada en 1990 por George Bush: la Iniciativa para las Américas. La estrategia regionalista estadounidense influyó en los avatares de la economía política mundial en general y en la latinoamericana en particular, sin duda. Pero el Tlcan no absorbió per se los grupos de integración latinoamericanos, cuyos contenidos estratégicos, procesos e intereses no coincidían necesariamente con aquellos de Estados Unidos de regulación de la economía política mundial (Bouzas 2005; Tussie 1998).
En Latinoamérica, la transformación de la integración regional en los años noventa tuvo tres características: participación de tecnócratas regionales en el impulso y mantenimiento de las relaciones del Estado con agentes económicos; ingreso tardío de sindicatos, organizaciones patronales y organismos no gubernamentales en los procesos regionales; y hegemonía del sector privado en la expansión del mercado regional sin una planificación o programación proveniente de los Estados (De Lombaerde y Garay 2008).13 La renovación del regionalismo latinoamericano siguió sus propias modalidades, prioridades y crisis internas en paralelo al proyecto estadounidense de crear una zona de libre comercio desde Alaska hasta Tierra del Fuego. Ahora bien, originalmente el Mercosur se proyectó como un modelo que, determinado por factores exógenos e internos (Santander 2008), buscó equilibrar el peso continental de Estados Unidos, afrontar la proyección de la UE y reforzar la integración sudamericana en alianza con la CAN, ese proceso cuyas instituciones ofrecen a burocracias nacionales un espacio de acción e identidad colectiva regional (Prieto 2015). Pero los mayores obstáculos para estos objetivos de posicionamiento suramericano frente a Estados Unidos estuvieron en las crisis internas de cada bloque suramericano (Serbin 2009). El relevo fue asumido por otras experiencias regionales creadas en el siglo siguiente: la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA), fundada en 2004; la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur), creada en 2008 por Chile, Surinam, Guayana y los miembros de Mercosur y la CAN; y la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac), que, establecida en 2011, reúne por primera vez en la historia de la integración latinoamericana al conjunto de países continentales e insulares de la región.
Interpretar estas recientes organizaciones latinoamericanas como más ideológicas que económicas es ignorar que en ellas se mantienen los propósitos -históricos en la unión latinoamericana- de desarrollo e inclusión social para los ciudadanos, según mecanismos propios, además de la concertación para una acción externa común. Incluso, la Alianza del Pacífico, creada en 2012, manteniendo la línea de regionalismo abierto, moviliza elementos políticos de autonomía para posicionarse en el espacio latinoamericano y mundial (Nolte y Wehner 2013), e igualmente ha sido explicada según premisas ideológicas.14 Por lo demás, en la exégesis de los procesos regionales de Latinoamérica y el Caribe abundan distinciones esquemáticas y duales. Habría unos organismos regionales orientados hacia el Atlántico y otros hacia el Pacífico; unos antiestadounidenses y otros proestadounidenses; unos ideológicos y otros económicos; unos eficientes y modernos y otros atados al pasado y burocráticos. Sin embargo, son escasos los trabajos que den cuenta de las conexiones, las contradicciones y los vasos comunicantes entre los actuales arreglos regionales latinoamericanos. Observar los procesos regionales latinoamericanos y caribeños mediante las políticas exteriores y las relaciones entre sus países miembros es un campo en barbecho.
Aunque evoca un grupo o bloque de países, próximos geográficamente, entre los cuales las relaciones comerciales y económicas son privilegiadas y promovidas por los Estados, el regionalismo no se limita a cuestiones económicas ni es un asunto exclusivo del Estado. Implica también regionalización: múltiples temáticas y, por extensión, diversos actores. Desde el siglo pasado, la región se manifiesta según configuraciones intergubernamentales, supranacionales, zonas de libre comercio y asociaciones de cooperación con énfasis, pero no exclusivamente, en temáticas económicas. Se trata de un fenómeno global que contiene, para actores de todo orden, desafíos y horizontes políticos y económicos, y, al mismo tiempo, se configura como espacio de interacción y/o referencia de esos disímiles actores. Más aún, en los últimos años, acciones y relaciones externas de bloques regionales han producido el fenómeno interregional, y en paralelo han surgido acuerdos transregionales.
Interregionalismo y transregionalismo
Como en los análisis sobre regionalismo, la literatura acerca del interregionalismo se nutre principalmente de la experiencia europea y sus relaciones con grupos regionales y Estados (Baert, Scaramagli y Söderbaum 2014; Telò, Fawcett y Ponjaert 2015). Los trabajos pioneros en la conceptualización del interregionalismo, con espeso y sustancioso contenido normativo (Camroux 2010), sitúan el fenómeno alrededor del caso europeo. Desde allí se ha difundido que el interregionalismo favorece la regulación mundial de la economía y la política (Bacaria y Valle 2015; Hänggi, Roloff y Rüland 2006; Söderbaum y Van Lagenhove 2005). No obstante, si consideramos el interregionalismo como relaciones formalizadas entre grupos regionales (Robles 2008), cabe afirmar que se trata de un fenómeno construido en la interacción, y -por ende, como en cualquier otro hecho social, sin desconocer las asimetrías entre las partes- su análisis y comprensión exigen incluir el conjunto de agentes implicados.
No sólo la UE es activa en la construcción de relaciones exteriores. Tan pronto como es creada, toda organización regional establece vínculos institucionales -formales o informales- externos. La integración andina, por ejemplo, luego de su fundación, creó relaciones con Estados Unidos y las grandes economías nacionales latinoamericanas (Alcántara 1985, 284-285). Al igual que la integración europea, en su génesis, estableció vínculos con Estados Unidos, Canadá, China y las principales economías de África, Asia y Latinoamérica (Lumu 1990). Cada experiencia regional desarrolla relaciones exteriores y dispositivos de acción exterior según sus propios recursos materiales e institucionales.15
La UE es un actor relevante en la construcción del interregionalismo. Pero, como en el caso del regionalismo, la constitución global del fenómeno interregional no tiene exclusividad europea (Molano 2016b). Las primeras formaciones interregionales brotaron en 1980, cuando la Asean y la CEE firmaron un acuerdo marco de cooperación. En 1983, el Acuerdo de Cartagena y la CEE hicieron lo propio, y en 1986, el MCC y la CCDA también suscribieron un acuerdo de cooperación. Asimismo, en 1988, el CCG y la Europa comunitaria firmaron un tratado. En 1989, fue formalmente creado en Roma el Diálogo Político entre la CE y el organismo latinoamericano de cooperación Grupo de Río. La gestación del interregionalismo también estuvo enmarcada por los movimientos hacia la integración global de mercados. Los acuerdos Asean-CEE y Acuerdo de Cartagena-CEE, bajo la racionalidad de cooperación y ayuda al desarrollo, incluyeron el mejoramiento de intercambios comerciales, eliminación de barreras arancelarias y no arancelarias, y promoción de encuentros entre empresarios.16 En otras palabras, el interregionalismo se ha configurado con el regionalismo impulsado por el movimiento global de supresión de barreras al libre comercio.
En 1995, en su consolidación como polo mundial de intercambios económicos, el Mercosur firmó un acuerdo interregional de cooperación con la UE. En 1996, en medio de los efectos de la crisis financiera mexicana, los ministros de relaciones exteriores del Mercosur se encontraron en Singapur con sus homólogos de la Asean. Producto de relaciones exteriores de grupos de integración regional, el interregionalismo pasó a recubrir también un vasto campo de temas que no se limitaron a cuestiones económicas. De hecho, en el interregionalismo, los empresarios tienen participación significativa (Sánchez 1999), y actores sociales intervienen para denunciar o contrarrestar las prácticas del mundo neoliberal (Icaza 2015).
Al comenzar los años 2000, la CAN y la Asean iniciaron encuentros formales con el fin de fomentar el encuentro entre agentes económicos y cooperación en asuntos culturales y de seguridad.17 En el mismo sentido procedieron los representantes de la Cedeao y el Mercosur, y de la UA y la UE. En 2006 se realizó en Abuya (Nigeria) la primera cumbre África-Suramérica (ASA), que, además de emitir una declaración sobre cooperación en seguridad, energía, inversiones, migraciones y educación, fue ocasión para que Unasur y la UA establecieran grupos de trabajo sobre esos temas. Después de Nigeria, en 2009 la cumbre ASA se realizó en Venezuela, y en 2013, en Guinea Ecuatorial. Un proceso similar se observa entre Unasur y la Liga Árabe, con reuniones presidenciales iniciadas en 2005, cuya cuarta cumbre se realizó diez años después en Ecuador.18 En el panorama mundial, un hecho sobresaliente ha sido la transformación de la estrategia interregional europea. Desde 2007, cuando publicó su documento Europa Global, la UE busca maximizar las ventajas de sus agentes económicos según una perspectiva realista. A partir de entonces, en la carrera por el acceso a mercados, las negociaciones bilaterales destinadas a crear tratados de libre comercio son, según los documentos de Bruselas, tan importantes como las negociaciones interregionales (European Commission 2007).
A diferencia de los bloques regionales que les dan origen, las experiencias interregionales no tienen personalidad jurídica. El interregionalismo es un espacio de negociación y discusión de múltiples asuntos donde se materializan las conexiones de interdependencia originadas en la integración económica mundial. Allí se abordan tanto asuntos mundiales como cuestiones de interés común para los grupos regionales signatarios. Es decir, el interregionalismo no es producido por la integración europea pero sí es un espacio de gobernanza política mundial. Forma parte de las últimas transformaciones del multilateralismo clásico de las Naciones Unidas -desde su cénit, durante los años noventa- hacia la multiplicación de foros, encuentros y grupos ad hoc, permanentes o efímeros. Sin embargo, no es medio de estructuración de la economía global. Son acuerdos transregionales los que han implicado temáticas y características de la regulación económica mundial.
El transregionalismo consiste en tratados de cooperación económica que trascienden regiones "naturales" o explícitamente constituidas por Estados sobre la base de proximidad territorial. Aunque su manifestación se vincula con el reciente conato estadounidense de crear un tratado comercial en el Pacífico con países de Asia, Oceanía y América, y un tratado transatlántico de comercio e inversión con la UE, fue durante la década de 1990 cuando retoñó la proliferación de acuerdos entre países distantes. En 1989 apareció el leadership de la apertura económica y el libre comercio: la Cooperación Económica Asia-Pacífico (APEC, por su sigla en inglés) entre países de Asia y América, que no cuenta con instituciones sino que tiene en el diálogo directo multilateral y la coordinación política su esencia asociativa. En 1995 fue firmada la Nueva Agenda Transatlántica entre Estados Unidos y la UE,19 y el Asia Europe Meeting surgió en 1996. En 1997 fue fundada la Asociación del Océano Índico, por países de África, Asia y Oceanía. Dos años después, en la cumbre de la crisis económica asiática, apareció el Foro de Cooperación América Latina-Asia del Este. Empero, la experiencia transregional contemporánea más vigorosa es la Asociación Económica Integral Regional (AEIR), cuya negociación en curso, impulsada por China, además de este país involucra Estados de Asia y Oceanía. El transregionalismo indica procesos de cooperación e integración de amplios espacios geográficos. Pero no es (otra) integración basada en cooperar para regionalizar los intercambios sino que está encajada en el dilatado proceso sociohistórico de integración económica mundial, que por primera vez ya no tiene su centro en el Atlántico sino en el Pacífico.
El AEIR y los abortados proyectos transregionales de Estados Unidos en el Atlántico y el Pacífico comparten el propósito de autoridades estatales de crear acuerdos para gestionar asuntos de comercio e inversiones -no abordados en la OMC ni en otros acuerdos regionales- en nombre de poderosos actores económicos y bajo la contundente contestación de amplios sectores sociales. La expansión de acuerdos transregionales compromete dos dispositivos fundamentales de la economía política global: una integración plena, mediante una liberalización significativa de derechos de aduana y a través de amplias reducciones de obstáculos no aduaneros; y una formulación de normas relativas a servicios, contratación y mercados públicos, reglas para inversiones, movimiento de personas, uso de datos, comercio electrónico, política de competencia y propiedad intelectual (Rosales et al. 2013). En suma, los desafíos que implica comprender el naciente fenómeno transregional son, a nuestro juicio, tan fundamentales como el análisis y la investigación sobre interregionalismo y regionalismo desde una perspectiva histórica y global.
Conclusión
Este artículo ha ofrecido una interpretación del fenómeno empírico regional como constitutivo del espacio global contemporáneo. Nuestro análisis tomó como punto de partida el distanciamiento de tendencias hegemónicas -donde el pensamiento sistematizado sobre espacios regionales está nutrido, y sostenido, por la experiencia europea-, y se apoyó en un enfoque histórico y global. Esta elección permitió descentrar -de Europa- la mirada y el análisis del fenómeno regional y sus conceptualizaciones para indagar acerca de sus manifestaciones y pliegues en distintas zonas del planeta.
La reflexión fue desarrollada en tres momentos. La primera parte del artículo destacó cómo en la segunda posguerra mundial del siglo XX, las experiencias regionales, que aparecen primero en Europa y Latinoamérica, se realizaron con distintos sustratos cognitivos y apremiantes realidades diferenciadas. Asimismo, indicamos con qué particularidades germinaron organismos y procesos regionales en Asia y África en los años siguientes. En la segunda parte, el artículo señaló la interdependencia recíproca entre el fortalecimiento del proceso sociohistórico de integración mundial de mercados y el auge global de la figura empírica regional durante la década de 1990. Allí mismo subrayamos que el apogeo de la integración regional no es explicable únicamente según la acción de Estados, sino que su explicación y comprensión también deben incluir las transformaciones del Estado y la competencia que inicia con agentes supraestatales e infraestatales cada vez más activos en la arena mundial. Por último, sustentamos la idea de que el interregionalismo es producto de relaciones y arreglos formales entre grupos regionales, y argumentamos que, junto con el transregionalismo, conforma espacios de la gobernanza global.
En el artículo se señalaron limitaciones de las interpretaciones dominantes de la integración regional y se sugirieron campos de investigación inexplorados. Es indiscutible que tanto el enfoque comparativo como las hipótesis y preguntas originadas en la integración regional europea ofrecen -y han dejado- útiles aportes y enseñanzas para el conocimiento de la integración regional en otras latitudes. Pero es discutible que la comprensión histórica y la teoría de la integración regional estén atadas, empírica y normativamente, a una experiencia. Es necesario ampliar el conocimiento tanto de las diacronías de las configuraciones regionales como sus interconexiones. El análisis presentado también permitió indicar el escaso conocimiento que tenemos de la integración regional latinoamericana en sus propios términos, en sus variados procesos y modelos -pasados y contemporáneos-, y en sus vínculos, mediante comunidades epistémicas, con la integración regional europea. A nuestro juicio, avanzar en investigaciones novedosas que contribuyan a enriquecer nuestro saber de la integración latinoamericana, y de otras latitudes, ofrece alternativas tanto para teorizar y reteorizar el regionalismo y el interregionalismo como para conocer el transregionalismo y profundizar en la comprensión de la estructuración y las dinámicas del mundo de regiones en el cual estamos inmersos.