Introducción
En Venezuela, según las cifras del Observatorio Venezolano de Violencia (OVV, 2017) en 2016 y 2017 más de cincuenta mil personas perdieron la vida en hechos violentos. De estos, casi cuarenta mil fueron homicidios (OVV, 2017). Los casos de muertes por resistencia a la autoridad se han incrementado notablemente desde 1990 a 2017, pasando de 303 a 5.535, respectivamente, lo que representa un aumento de poco más 1700%; mientras que las averiguaciones de muerte variaron en este mismo lapso un 144%, oscilando entre 3.437 en 1991 a 4.968 en 2016 (OVV, 2017; Provea, 2010).
La tasa de homicidio en Venezuela es una de las mayores de América del Sur y del mundo, las ciudades de Caracas, Maturín y Valencia se ubican como la primera, quinta y séptima, entre las más violentas a nivel mundial, presentan tasas que superan los 50 homicidios por cada cien mil habitantes (Consejo Ciudadano para la Seguridad Pública y la Justicia Penal, 2015). Por otro lado, la poca confianza en los cuerpos de seguridad reduce la motivación a denunciar los delitos (Crespo, 2013), incluyendo la poca transparencia en el registro y la exposición de las cifras delictivas de parte de los organismos oficiales, también hace que cualquier aproximación para conmensurar la actividad delictiva en Venezuela no sea más que un acercamiento a una cantidad muy pequeña de la magnitud real.
También, es necesario resaltar que la violencia en Venezuela tiene expresiones que van más allá de las acciones interpersonales, llega a parecer como una situación cotidiana o como algo culturalmente establecido con el devenir de los años. Esta idea la han manejado diferentes autores desde hace poco más de dos décadas (por ejemplo, Briceño-León, Carmadiel, Ávila, De Armas y Zubillaga, 1997; Oppenheimer, 2014; Silva, 2006; Stelling, 2017, entre otros) para desarrollar descripciones sobre la manera como la violencia se ha expandido en el país, pasando de ser representativa de los delitos comunes a ser una acción cotidiana en las relaciones comunes e interacciones de los venezolanos entre sí y entre estos y las instituciones.
Ahora bien, ¿por qué ha ocurrido este proceso? ¿Cómo se pasa de una acción marginal en el sistema social a una acción central que orienta la conducta de los integrantes de este sistema? ¿Cómo puede una población no solo aceptarla, sino también adaptarse y aprovechar dicha situación? ¿Qué consecuencias tiene esta situación en la dinámica social del venezolano y en su capacidad de relacionarse con los demás individuos y con las instituciones?
Para responder estas interrogantes, vale la pena desarrollar una discusión sobre los cambios sociales producidos en Venezuela durante los últimos cincuenta años y su efecto en los procesos de socialización primaria y secundaria de los venezolanos; manejando como premisa que estos procesos sociales conllevaron a generar lo que se denomina una Cultura de la Violencia, esto implicó que los efectos de dicho proceso social fueron que la violencia -vista como acción lesiva de aspectos formales e informales, institucionalmente hablando- pasó a formar parte del ideario social de las conductas que vulneran las relaciones sociales, incluyéndose como una opción más para la acción en la interacción social cotidiana de los venezolanos.
Esta Cultura de la Violencia implicó cambios que gradualmente fueron apareciendo y profundizándose en la vida de las diferentes generaciones del país. Estos cambios implicaron, en primer lugar, que la representación humana que dirige el Estado venezolano, lo haga bajo esquemas en los que priman mecanismos institucionales informales sobre formales, convirtiendo al Estado en un ente criminógeno que promueve las relaciones sociales informales, con bajo grado de vinculación interpersonal e intersocial entre los individuos y entre estos y las instituciones.
De acá, se derivan los demás efectos de la Cultura de la Violencia: delincuentes cada vez más violentos, pues socializaron la informalidad y el caos institucional; una sociedad general más violenta, lo que significa que busca en las vías violentas o informales la satisfacción de sus demandas y una sociedad, en general, temerosa y desesperanzada, menos vinculada hacia los aspectos subjetivos de su relación presente y futura con la misma sociedad y su significado en esta como individuos, lo cual implica reducción de la sociabilidad, mayor emigración, aumento de los suicidios, entre otros.
Metodología
La discusión desarrollada se plantea orientada bajo el esquema de una revisión documental. Este tipo de revisión es la que consiste en emplear como fuente primaria, aunque no exclusiva, los documentos escritos bien sea derivados de la experiencia profesional, empírica o institucional de diferentes tipos de productores de conocimiento, a los cuales se les emplea un proceso sistemático de revisión, discusión y análisis, con el objetivo de apoyar, discutir, contradecir o ampliar los planteamientos hipotéticos que se proponen en una investigación (Corbetta, 2010).
Esta metodología se emplea, principalmente, cuando el tratamiento del tema de investigación requiere una discusión para su proposición teórica, más que su corroboración empírica. Esta última, se deriva de la construcción del conocimiento a través del método documental aunque es posterior. La ventaja que permite este tipo de metodologías es la posibilidad de discutir ideas y ampliar el conocimiento sobre un tema particular, al exponer las diferentes visiones científicas que se le puedan dar a una misma problemática, así como la reinterpretación de dichas visiones en el marco de las nuevas tendencias teóricas o de una disciplina particular. La desventaja, por su parte, radica en el hecho de no tener herramientas que corroboren sus postulados.
Así pues se busca proponer una visión teórica integrada desde diferentes corrientes como la sociología, la psicología y la criminología, para construir una explicación hipotética y macrosociológica de la violencia en Venezuela. Esta explicación podrá desglosarse en particularidades que, como se comentó en la sección anterior, corresponden a los efectos de la propuesta teórica que se construye sobre la Cultura de la Violencia, la cual en estudios posteriores puede corroborarse empíricamente.
Por lo tanto, la selección de los textos teóricos partió de considerar, en primer lugar, la corriente científica de la criminología, sociología, psicología y antropología, entre otros; en segundo lugar, el eje temático, fue subdividido en violencia en general, su origen y explicaciones; la violencia en Venezuela y sus explicaciones; la cultura y los procesos culturales y las reacciones individuales a los cambios sociales. En tercer lugar, los enfoques sobre la sociedad venezolana y sus cambios en los últimos cincuenta años.
Igualmente, el método de análisis de los textos fue el lógico-deductivo, procediendo con la extracción de ideas principales y derivadas de cada texto para vincularlas con las posiciones teóricas de cada corriente y de esta forma ir construyendo el apoyo teórico y dialéctico a la hipótesis propuesta.
Cultura y violencia
Para iniciar la discusión, es importante exponer la concepción sobre la violencia empleada en la presente investigación. Esta, se entiende como un fenómeno que es parte de las relaciones sociales del hombre moderno, en la que “aparece menos como un problema y más como un producto de una relación social particular del conflicto, que involucra, por lo menos, a dos polos con intereses contrarios, actores individuales o colectivos, pasivos o activos en la relación” (Carrión, 2005, p. 31); y no como una forma de predisposición biológica del individuo (González, 2012).
Entonces, desde esta óptica -para efectos de la presente discusión- la violencia se considera como:
(…) la acción o conducta individual, colectiva o abstracta, positiva o negativa, que al exteriorizarse objetivamente, con o sin intención, tiene como consecuencia directa la alteración del orden jurídico en sí mismo, como también los derechos e integridad física, psíquica, moral, social y/o económica de personas, públicas o privadas, individuales o colectivas1. (Crespo, 2010, p. 439).
Ahora, para interpretar la violencia desde esta óptica, es necesario tener en cuenta que el proceso de socialización del ser humano atravesó, de manera general, una transición importante: el paso del estado natural y no normativo a un estado legal, regido por normas formales; mediando entre ambos la conexión de la regulación de la interacción social a través de la costumbre. En el estado natural, el hombre construía aspectos culturales que le permitieran interpretar el medio ambiente y sus relaciones con los demás, pero no fue hasta que las sociedades se volvieron sedentarias que tales interpretaciones se profundizaron, volviéndose constantes, para convertirse en verdaderos patrones culturales (Cuche, 1993).
Así pues, no solo bastaba la agrupación constante de los hombres interactuando con espacios y tiempos definidos. Estos desarrollaron la capacidad de interpretar el ambiente en el que se desenvolvían y los estímulos que este le proporcionaba a sus sentidos. De esta manera, tales interpretaciones constituyeron las formas de conocimiento y, a su vez, este pasó de generación en generación; conocimientos e interpretaciones que el sedentarismo estandarizó sobre el mismo ambiente. La cultura entonces empezó a ser la suma total del éxito humano sobre el ambiente.
La cultura generada de esta forma implicó la construcción de percepciones en cada grupo social, las cuales conllevaron a los conflictos entre hombres y sociedades, conflictos que los patrones culturales como percepciones sociales no eran suficientes para controlar. Por lo tanto, era necesario reconstruir dicho orden natural, basado en los presupuestos culturales para, de esta manera, satisfacer la necesidad de paz y tranquilidad que en el nuevo orden social que el ser humano buscaba.
Se crea así la norma y un orden basado en la misma: el legal. De acuerdo con Hobbes y Rousseau (Mosterín, 2007), en el estado y bajo el orden natural, los seres humanos tenían una libertad plena, pero llena de incertidumbre, pues no podían disfrutarla en paz y con seguridad. Para Beccaria (1982) el consumo y agotamiento de los recursos obligó a los grupos humanos a buscar otras formas de satisfacer sus necesidades, lo cual implicó la invasión del territorio y el estado de guerra con otros.
Para evitar estos conflictos, los hombres decidieron sacrificar una parte de su libertad al someterse a un orden legal y al cumplimiento de la norma, para vivir la restante libertad en paz y seguridad. Estos sacrificios de libertad se conjugaron en una sumatoria que al final constituiría lo denominado como soberanía y formaría una especie de depósito común que, en última instancia, sería la base para el origen legítimo del Estado (Beccaria, 1982).
El cumplimiento de tal garantía condujo a la creación de preceptos que regularan la conducta de los individuos, representando el sometimiento a estos preceptos la libertad sacrificada por cada uno de ellos con la idea de asegurar su paz y tranquilidad frente a los demás.
Más no bastaba con formar este depósito; era necesario defenderlo de las usurpaciones privadas de cada hombre en particular, quien trata siempre de quitar del depósito no solo la propia porción, sino también la de los otros. Se requerían motivos sensibles que bastaran para eliminar el ánimo despótico de cada hombre de su intención de volver a sumergir las leyes de la sociedad en el antiguo caos. Estos motivos sensibles son las penas establecidas contra los infractores de las leyes (Beccaria, 1982, p. 72).
Entonces, la pena es el factor legitimador de la ley y del mismo Estado como ente garante de la paz y tranquilidad entre individuos. En el orden jurídico, el “caos” del estado natural es sustituido, ordenado y organizado en normas, cuyo incumplimiento arropan una sanción. Por lo tanto, la pena constituye la acción ejercida por el Estado que demuestra a los individuos que la conducta del caos o, dicho en otras palabras, delictiva, no es correcta y que el estado que prevalece es el de la paz y el equilibrio que han decidido formar en razón del sacrificio de su libertad.
Es en este contexto del equilibrio social gracias al ordenamiento jurídico en el que aparece la noción e idea de violencia como se entiende hoy día. En el estado natural no existía tal, pues la violencia aparecía como una forma particular en la que los integrantes de dicho orden, incluyendo los seres humanos, tendían a relacionarse con esta y con base en esta, aunque no era parte del equilibrio natural (Domenach, 1980; González, 2012).
Por lo tanto, debe entenderse como “una condición humana que no depende de sus características naturales, todo lo contrario, es un producto de la actividad social de los sujetos en comunidad y no de organismos individuales, es decir, es producto de la praxis y no de instintos” (González, 2012, p. 113). En consecuencia, es un fenómeno estrictamente humano, “por cuanto es una libertad (real o supuesta) que quiere forzar a otra” (Domenach, 1980, p. 36), pues solo para el ser humano existe la idea de libertad, ya que al socializarse se convierte en un prisionero de sus propias reglas (Hacker, 1973). Por lo tanto, el origen de la violencia está en el ordenamiento del ser humano como sociedad primitiva y luego como sociedad regida y orientada por un orden jurídico, el cual es una derivación y cristalización de la propia cultura.
Frente a todo lo comentado hasta el momento, vale preguntarse: si la violencia es entonces un derivado o consecuencia de la socialización cultural y jurídica del hombre, ¿puede entonces hablarse de una violencia cultural, en otras palabras, de una forma de violencia que, siendo parte del sistema social del individuo, vulnere el sistema jurídico, convirtiéndose en un valor individual de comportamiento en sociedad? En la siguiente sección se expondrá la relación entre violencia, cultura, sistema social y sistema jurídico; aludiendo al proceso según el cual este fenómeno pasa a formar parte del sistema cultural y, en consecuencia, de valores morales del individuo en el momento de relacionarse con otros individuos y el ambiente.
Sistema social y violencia: El paso de lo subcultural a lo cultural
Parsons (1951) concibió a la sociedad integrada por diferentes estructuras, con las que los individuos interactúan nutriéndolas y siendo nutridos por estas. Pero al igual que los individuos, estas estructuras son interdependientes entre sí, sin que ninguna tenga supremacía sobre la otra, todo lo cual conduce a considerar a la sociedad como un sistema constituido por subsistemas que actúan de manera homogénea para la consecución de un fin. Sin embargo, Parsons (1951, p. 25) no lo asomó tan claro, y su definición del sistema social es la siguiente:
Un sistema social -reducido a los términos más simples- consiste pues, en una pluralidad de actores que interactúan entre sí en una situación que tiene, al menos, un aspecto físico o de medio ambiente, actores motivados por una tendencia a “obtener un óptimo de gratificación” y cuyas relaciones con sus situaciones -incluyendo a los demás actores- están mediadas y definidas por un sistema de símbolos culturalmente estructurados y compartidos.
Entonces, un sistema social implica la interacción de individuos en un ambiente, con el fin de obtener un beneficio en dicha interacción, estando, además, su conducta o acción orientada o regulada por símbolos estructurados y compartidos, lo cual no es más que una alusión a la ley. En este sistema, la conducta individual se orienta y motiva sobre la base de gratificaciones y privaciones, definidas dentro del mismo sistema (Parsons, 1951). Las gratificaciones corresponden a la satisfacción de necesidades y las privaciones implican las sanciones impuestas a los individuos cuando experimentan o se motivan en razón de una conducta no compartida por los demás que integran el sistema en el ambiente específico.
Según Parsons (1951) el sistema general puede considerarse constituido por tres sistemas o subsistemas: el cultural, el individual o de la personalidad y el sistema social. El primero de estos sistemas, el cultural, es concebido por Parsons (1951) como de existencia propia, a pesar de que tiene una marcada influencia en el resto, constituyéndose como parte integrante de ambos. La cultura para Parsons es un sistema “pautado y ordenado de símbolos que son objeto de la orientación de los actores, componentes internalizados del sistema de la personalidad y pautas institucionalizadas del sistema social” (Ritzer, 1998, p. 122).
El propio Parsons (1951, p. 25) afirma que:
(…) de un modo particular, cuando existe interacción social, los signos y los símbolos adquieren significados comunes y sirven de medios de comunicación entre los actores. Cuando han surgido sistemas simbólicos que sirven para la comunicación se puede hablar de los principios de una cultura, la cual entra a ser parte de los sistemas de acción de los actores relevantes.
El sistema cultural, entonces, se presenta como aquel en el que se define todo tipo de símbolos que orientarán la conducta del individuo que estará inmerso en el sistema social en general. Estos símbolos, sin embargo, no solo definen los tipos de conductas aceptables por ser compartidos dentro del sistema, sino que también orientan las necesidades y el tipo de acción motivacional que el individuo debe desarrollar para satisfacerlas de manera aceptable. Este sistema es, en el planteamiento de Parsons (1951), el que más tendría que renovarse, puesto que los patrones culturales tienden a variar, aunque dicha variación pocas veces implica una alteración drástica de la esencia y del fondo del sistema.
En el sistema de la personalidad, Parsons (1951) incluye todas las percepciones y valoraciones que los individuos tienen sobre el medio ambiente con el que interactúan, recibiendo del sistema cultural toda una gama de opciones o símbolos para actuar, los cuales puede elegir en razón de la dinámica ya comentada de gratificaciones y privaciones. Los sistemas culturales y de personalidad interactúan en el sentido de que el primero define la simbología u opciones de conducta socialmente compartidas y, el segundo, internaliza tales símbolos, opciones o pautas, según la experiencia que le han mostrado en razón de obtener, por medio de estas, gratificaciones o privaciones.
Por último, el sistema social para Parsons (1951) es el que implica la acumulación de individuos y en el que se definen, de manera institucionalizada, los mecanismos en los que se exponen la manera cómo se deben satisfacer las necesidades. El sistema social podría considerarse como la sociedad misma, en la que no solo interactúan individuos, sino en los que, gracias a la influencia de la cultura, confluyen en una interacción determinada que se institucionaliza como la forma óptima para obtener los beneficios dentro del sistema o sociedad en general.
Dentro de este sistema se cristalizan los símbolos y preceptos culturales en leyes y aparece el control social como una forma institucionalizada de suprimir y desmotivar las conductas atípicas para el sistema que los individuos pudieran manifestar, radicando en la eficiencia de dicha desmotivación la internalización de la conducta atípica como una que le genera privaciones sociales al individuo.
De esta manera, el sistema cultural define los símbolos para actuar con el fin de satisfacer, sus necesidades. Estos símbolos y necesidades son internalizados en el sistema individual, en el que cada uno tiene la libertad de elegir la opción simbólica de acción que puede desarrollar para satisfacer sus necesidades. Tal elección incide en el sistema social, según esté o no institucionalizada como una opción válida para actuar, porque el individuo tendrá una gratificación. Mientras que si la opción es inválida, tendrá una privación que le hará internalizar dicha elección como incorrecta. De ahí, sea una u otra opción, el sistema social retroalimenta el sistema cultural, demostrando a su vez el vigor de las posturas institucionalizadas en este, para que culturalmente sigan prevaleciendo los preceptos y símbolos que orientan y mantienen la subsistencia del sistema.
Vistas así las cosas, ¿qué sentido o significado tiene la violencia dentro de estos sistemas? Parsons (1951), al igual que Durkheim (1970), afirmaron que dentro de la sociedad es bueno permitir la presencia de un margen de desviación (o violencia), la cual en la concepción de los sistemas se configuraría como un símbolo u opción de conducta que ingresa en el sistema cultural. De este, pasa como opción de conducta internalizada al sistema de la personalidad o individual, en el cual la libertad de elección de los individuos les permitirá tener a la desviación como una opción de comportamiento. Es función del sistema social, en última instancia, demostrarles a los individuos que la desviación (violencia) no está institucionalizada como una opción de conducta válida para relacionarse con los demás individuos y con el sistema o medio ambiente.
La violencia dentro del sistema social se presenta como una opción de conducta inválida, rechazada por el sistema social aun cuando puede estar internalizada por el sistema individual o de la personalidad. En este último caso, la internalización de la violencia por los individuos, la convierten en una acción subcultural, por demás marginal, a los valores o símbolos centrales que orientan el actuar o interdependencia entre los sistemas cultural y social. Aun así, la violencia como conducta subcultural puede prevalecer en el sistema, pero esta prevalencia es baja en frecuencia e intensidad, de manera que convierte a esta acción en una opción marginal para actuar (Braithwaite, 1989; Cloward y Ohlin, 1960; Cohen, 1955; Matza y Sykes, 1961).
Renovación cultural: La pérdida de legitimidad del control y la normalización de la violencia
Al hacerse constante la falla en los mecanismos de control social, la violencia pasa a adquirir otro tipo de connotación dentro del sistema, alimentando al sistema cultural con la percepción de que la violencia puede ser una opción válida (informalmente hablando), puesto que la posibilidad de privación o castigo es muy baja. Se habla entonces de que la pérdida de legitimidad en el control social (formal e informal) reduce la punibilidad a la violencia e incrementa su atractivo como un mecanismo aceptable para la satisfacción de las necesidades.
En este contexto, la norma pierde validez como máxima para orientar la conducta de los individuos. La validez de la norma radica en la percepción de obligatoriedad de acatar la norma, destacando Weber (1987, p. 265) que “sólo hablaremos de validez de este orden cuando la orientación de hecho por aquellas máximas tienen lugar porque en algún grado significativo aparecen válidas para la acción, es decir, como obligatorias o como modelo de conducta”. “El hecho de que para los actores sociales el orden aparezca como algo obligatorio, como algo que debe ser, acrecienta la posibilidad de que la acción se oriente por él y eso en un grado considerable” (Uzcátegui, 1996, p. 127). Esa obligatoriedad de una acción determina la legitimidad o, en todo caso, el prestigio de ser obligatorio no es más que “el prestigio de su legitimidad” (Weber, 1987, p. 266).
Por otro lado, la legitimidad de la norma se encuentra determinada por “la influencia real que sobre la acción empírica ejercen las ideas de validez de la norma, y tales ideas se fundan en la posibilidad del castigo o sanción de aquellas” (Weber, 1987, p. 267). Es decir, la legitimidad va más allá de la simple aceptación y reconocimiento de un orden como válido, con capacidad para obligar a quienes lo reconocen a desplegar diversas conductas o acciones. La legitimidad también depende, y en gran medida, de la fuerza con que cuente dicha autoridad para controlar todas aquellas conductas o acciones contrarias a las que se han propuesto (Bendix, 1970).
Entonces, el sistema social y sus preceptos, en especial el control social, ganan validez y, en consecuencia, legitimidad, en la medida que se muestran como potencialmente válidos para los individuos, manifestando vigor en el momento de orientarlos, según las prerrogativas y pautas, primero culturales y luego legales, que definen y orientan la conducta. Además de esto, gran parte de dicho vigor, validez y legitimidad de las pautas normativas del sistema social dependen de su capacidad para sancionar (o de privar) a los individuos que se comportan según condiciones de conducta no esperados o desviados. Esta capacidad de sanción aumenta la confianza en el sistema y “la confianza incrementa la predecibilidad al permitir que los individuos actúen con base en su percepción de que los demás tenderán a realizar acciones particulares en las formas esperables” (LaFree, 1998, p. 71).
Por lo tanto, el reconocimiento del sistema, de sus funciones y resultados institucionalizados conlleva a su legitimación y esto, a su vez, se traduce en el incremento de la predecibilidad de la conducta, es decir, de actuar según lo que el sistema y la normativa legitimada requieren. Mientras tanto, el efecto de la pérdida o crisis de legitimidad de los sistemas, puede considerarse en el desmoldeamiento de las conductas con respecto a la normativa que las regula, es decir, incrementa la impredecibilidad de las conductas prácticas.
En este orden de ideas, sostienen Booth y Seligson (2005, p. 540) que:
(…) los ciudadanos con bajos valores de legitimidad tienen una mayor tendencia a volverse en sus acciones poco convencionales y a protestar contra el sistema estatuido. Así, se expresa una relación lineal y positiva entre bajo soporte a las instituciones y participación y protestas ejecutadas fuera de los canales regulares: esto se traduce en decir, que los ciudadanos quizá pueden rebelarse o protestar, mientras que aquellos que apoyan a las instituciones no lo harán.
En conclusión, al reducirse la capacidad de control del sistema social sobre la violencia, este pierde legitimidad frente a los individuos, para quienes esta acción aparece como una opción de conducta válida para ejercerse. Esto se incrementa más cuando el mismo sistema social retroalimenta con su falla al sistema cultural, indicando que el beneficio de la violencia, en razón al costo, es alto, puesto que la probabilidad de sanción se redujo o es muy poco probable.
En consecuencia y gracias a los mismos prerrequisitos2 es que Parsons (1951) señala para los sistemas (integración y latencia), el sistema debe adaptarse a esta falla en el funcionamiento, por lo cual la violencia pasa a integrar el sistema como valor cultural, internalizado a su vez por los individuos y no controlado por el sistema social, lo cual aumenta la probabilidad de ocurrencia de esta acción dentro del sistema social. Así, los individuos asumen la violencia como un valor más del sistema, deslegitimado gracias a esta misma, y se relacionan sobre la base de esta con los demás individuos y con el sistema y sus componentes, los cuales se retroalimentan con la violencia como valor, generándose de esta manera un círculo vicioso que difícilmente se quiebra.
Entonces, la violencia pierde su connotación de acción marginal o subcultural, pasa a ser un valor más en el sistema social, socializándose en los individuos una posibilidad de acción más en el momento de actuar. En otras palabras, la violencia se vuelve parte de la cultura y es internalizada por los individuos como una opción válida, aunque no legal, para relacionarse con los demás, legitimando dicha validez en las ganancias obtenidas gracias a esta pero haciendo deficiente el control social formal e informal para contenerla.
El proceso de instalación de la cultura de la violencia
El desarrollo cronológico de los índices delictivos, presentados en las gráficas 1, 2 y 3, vistos como indicadores de violencia, más la consideración de otras variables, son la evidencia de la connotación e instalación de la cultura de la violencia en Venezuela, como un proceso histórico y social. En general, este desarrollo cronológico puede dividirse en dos grandes etapas (Crespo, 2016). La primera, que va desde principios de la década de los sesenta hasta principios de los ochenta. Esta etapa inició con bajos niveles delictivos en comparación a los observados en las décadas posteriores, pero con resultados preocupantes en relación con las décadas pasadas (ver, Araujo, 2010; Herrera, 1979). De hecho, desde 1960 a 1970 la tasa de homicidio tuvo la reducción más drástica en los últimos 60 años, pero esta tendencia se revirtió entre 1971 a 19793, acompañada también del incremento de los delitos comunes como robo, hurto y lesiones personales.
Fuente: Ministerio de Fomento, Dirección General de Estadística y Censos Nacionales, 1963 a 1973; Ministerio de Justicia, Dirección General de Prevención del Delito, 1986 a 2004; Informes Provea 2005, 2006, 2007, 2008, 2009 y 2010; cálculos propios.
* Tasa por cien mil habitantes. Fuente: Ministerio de Fomento, Dirección General de Estadística y Censos Nacionales, 1963 a 1973; Ministerio de Justicia, Dirección General de Prevención del Delito, 1986 a 2004; Informes Provea 2005, 2006, 2007, 2008, 2009 y 2010; cálculos propios.
Fuente: Ministerio de Fomento, Dirección General de Estadística y Censos Nacionales, 1963 a 1973; Ministerio de Justicia, Dirección General de Prevención del Delito, 1986 a 2004; Informes Provea 2005, 2006, 2007, 2008, 2009 y 2010; cálculos propios.
La segunda etapa va desde los años ochenta hasta la actualidad, tiene dos subetapas claramente distinguibles: una, la década de los ochenta, la que podría llamarse de transición y, otra, desde los noventa hasta inicios de la actual década (Crespo, 2016). En los ochenta, la tendencia al incremento de los delitos prosiguió y se profundizó, principalmente, con los delitos contra la propiedad -hurto, robo y robo de vehículo- y el homicidio. Mientras que a partir de los años noventa hay una aparente estabilización y posterior reducción de estos delitos, con la excepción del robo de vehículo y del homicidio. Este último creció de manera exponencial, duplicando el acumulado al final de los años noventa en relación con la década anterior y casi triplicándose en la primera década del siglo XXI con respecto a la última década del siglo XX4.
¿Qué puede interpretarse de estas etapas con respecto a los contextos sociales, políticos y económicos que se vivían en el país? Hay varias coincidencias interesantes que pueden destacarse. La primera tiene que ver con que el crecimiento de los hurtos y las lesiones personales en la década de los sesenta no fue algo espontáneo de dicha década, sino una tendencia marcada desde principios de los cincuenta que se profundizó desde 1958 (Herrera, 1979), en paralelo al crecimiento y al desplazamiento poblacional hacia las grandes ciudades5. En esta misma década, la reducción de los homicidios estuvo acompañada de la consolidación institucional, política y democrática en Venezuela6; así como del apaciguamiento de los conflictos armados, entre otros (Salamanca, 1997).
La segunda coincidencia aparece en los años setenta, cuando el boom petrolero produjo una bonanza económica sin precedentes en el país, lo cual se tradujo en múltiples beneficios sociales para la población venezolana (Ortiz, 1986; Silva y Schliesser, 1998). En este mismo lapso, se incrementaron los delitos contra la propiedad, principalmente, el robo, aunque se mantuvo el crecimiento sostenido de los hurtos, las lesiones personales y el homicidio. Esta variación en las tendencias del robo y el homicidio, más el crecimiento sostenido desde 1960 de las lesiones personales, son indicadores del proceso de instalación de la violencia como mecanismo de acción en la actividad delictiva.
Precisamente, la tercera coincidencia muestra que los mecanismos de reacción social formal, fueron inadecuados e ineficientes para contrarrestar el incremento de estos delitos7, lo cual agudizó su tendencia sostenida en la década siguiente. Y a esto se le agrega el profundo deterioro político, económico, social e institucional que se vivió en el país desde finales de los setenta y principios de los ochenta, este se profundizó en los noventa con el crecimiento del desempleo y la pobreza, por ejemplo (Torres, 2000); se tiene el caldo de cultivo para la expansión de la violencia social y delictiva en Venezuela. A mitad de los ochenta, de manera bastante premonitoria, Santos (1985, p. 39) afirmó lo siguiente:
Hemos visto crecer una serie de condiciones de carácter político, moral, económico y social que han sido los factores decisivos en la precipitación de la crisis que afecta la estructura social de Venezuela. Estos factores nos muestran una imagen de una sociedad anómica, carente de códigos normativos y morales que puedan servir como punto de referencia en la búsqueda de sentido y la identidad social. De una sociedad agotada como el nuestro, al menos, dos tipos de consecuencia se puede esperar: la propagación y el desbordamiento de la conducta criminal y la desintegración total de nuestras instituciones sociales.
El incremento en los homicidios en las décadas de los ochenta y noventa, así como las manifestaciones sociales de 1989 y los golpes de estado de 1992, pueden considerarse muestras de este desbordamiento de la conducta criminal y la desintegración de las instituciones sociales. No es casualidad que entre ambas fechas se haya experimentado la explosión de los homicidios en el país8, y de allí en adelante las convulsiones sociales e institucionales conllevaron aumentos más drásticos de los delitos. Por ejemplo, en 1998-1999-2000 cuando la tasa pasó de 19 a 25 y a 33 homicidios por cada cien mil habitantes, respectivamente, este periodo se caracterizó por un colapso en el estatus quo político, institucional y democrático, más la crisis económica acelerada y la reducción marcada en el control social formal para regular y combatir la violencia (Ministerio de Justicia, 1990; Ministerio del Poder Popular para las Relaciones del Interior, Justicia y Paz, 2012).
Aunque es difícil conmensurar el comportamiento y rendimiento del control social en Venezuela, algunos indicadores aportan alguna perspectiva sobre el asunto. Por ejemplo, entre 1975 y el 2005 se registró un total de 6.136.884 delitos, de los cuales fueron concluidos, es decir, llegaron a la individualización de un culpable, 2.557.144, lo cual implicó que el 42% de casos conocidos fueron concluidos en dicho lapso (Ministerio de Justicia, 1990; Ministerio del Poder Popular para las Relaciones del Interior, Justicia y Paz, 2012). Es decir, un 58% de los casos delictivos que se conocieron mediante denuncias en dicho lapso, ni siquiera llegó a tribunales, es decir, quedaron impunes. En este mismo periodo, el porcentaje de casos delictivos conocidos contra la propiedad -que llegaron a ser concluidos- fue del 35% entre 1975 y el 2005; bastante inferior al 80% que tuvo de conclusión los casos conocidos contra las personas en el mismo lapso.
En el caso de los homicidios es particularmente interesante, pues entre 1975 y 1990, los conocidos que se concluían pasaban el 90%, reduciéndose a un 75% entre 1991 y el 2000 y a un 53% entre el 2001 y el 2005. Es decir, en la medida que avanzó el tiempo, aumentó el número de homicidios que quedaron impunes (Ministerio de Justicia, 1990; Ministerio del Poder Popular para las Relaciones del Interior, Justicia y Paz, 2012). Con respecto a los hurtos, robos de vehículos y robos, la tendencia permanece similar en el lapso 1975-2005: apenas el 35% de los hurtos, el 16% de los robos de vehículos y el 34% de los robos conocidos se concluyeron (Ministerio de Justicia, 1990; Ministerio del Poder Popular para las Relaciones del Interior, Justicia y Paz, 2012).
Por otro lado, llama la atención el incremento constante de las muertes por resistencia a la autoridad, lo que denota la violenta reacción policial en contra de los delincuentes y es indicador de la precariedad y vulneración en las instancias de control social. En 26 años (1990-2016) su tasa creció de 2 a 17 muertes violentas por resistencia a la autoridad por cada cien mil habitantes (OVV, 2016; Provea, 2013). Además, la pérdida de confianza en las instituciones de control social formal quedó en evidencia con los resultados de las encuestas de victimización expuestos en 2006 y 2010 por la Comisión Nacional para la Reforma Policial y el Instituto Nacional de Estadística (INE), respectivamente. Según sus resultados, para el 2006 un 60% de los individuos que fueron víctimas de robo y hurto reportaron que no habían denunciado tal victimización, mientras que en 2009 un 71% de las víctimas para esos mismos delitos manifestó lo mismo (Gabaldón, Parra y Benavides, 2007; INE, 2010). Ya en 2011 la tasa de no denuncia de los delitos en general se ubicó en 69%, reportando un 78% de hurtos y un 68% de los robos (Ministerio del Poder Popular para el Interior y Justicia, 2012). En otras palabras, no se redujeron los delitos, tal como la tendencia parecía indicar en las dos últimas décadas observadas, sino que las personas no estaban denunciando estos hechos. De ahí, que toda política pública diseñada con base a las cifras oficiales sufría de un importante sesgo porque no consideraban estos datos.
La consolidación
En general, tomando en cuenta este breve panorama expuesto, puede decirse que no hubo un rendimiento efectivo por parte de las instituciones estatales, las cuales en ningún aspecto lograron transformar las demandas ciudadanas en productos para la satisfacción de sus necesidades durante los últimos cincuenta años en Venezuela.
En tal sentido,
(…) la eficacia significa verdadera actuación, el grado en que el sistema satisface las funciones básicas de gobiernos tales como las consideran la mayoría de la población y grupos tan poderosos dentro de ella como son las altas finanzas o las fuerzas armadas (Bañón y Carrillo, 1997, p. 55).
Entonces, “el rendimiento se convierte en una de las bases de legitimación de la administración”, por lo cual, “se hace necesaria una administración capaz de dotar de eficacia al sistema político en el desempeño de sus funciones, ya que en caso contrario puede contribuir a la crisis de legitimidad del sistema político” (Bañón y Carrillo, 1997, p. 59). Y esa crisis de legitimidad del sistema político, no solo condujo a las manifestaciones de 1989 y a los intentos de golpes de estado de 1992, sino también a las innumerables protestas que tanto a finales de los años noventa como durante los últimos quince años se han manifestado. Además, hay un tipo de disenso que no se manifiesta en la calle en protestas colectivas, como tradicionalmente se perciben.
Hay un disenso y protesta que es interna e individual, bastante particular, ya que lleva al individuo a la violación de la norma o de los mecanismos estatuidos formalmente para satisfacer sus necesidades u obtener un objetivo determinado -sin que necesariamente esto implique el menoscabo en los derechos o integridad de otras personas-. Precisamente, tal violación se presenta por el hecho de percibir la norma como ineficaz para obtener tal objetivo o satisfacer la necesidad, trasladándose esta percepción también a la posibilidad de castigo sobre la acción violatoria de la norma.
En consecuencia, se ha generado un fuerte desequilibrio social en el país, ampliando la diferencia entre lo que en términos culturales se ha establecido como “correcto” socialmente hablando, y lo que en realidad las instituciones sociales hacen como lo “correcto” en su desempeño. En otras palabras, creció y se profundizó en el país la diferencia entre lo que debería ser una instauración cultural y lo que es un desempeño institucional formal; y en dicha diferenciación el desempeño institucional no cubrió las pautas culturales. Estas de define lo que el individuo quiere, mientras que en las institucionales, se formalizan los canales mediante de los cuales el individuo puede optar y obtener lo que quiere. Esto también está definido culturalmente, pero la formalización y los canales institucionales definen y discriminan cuáles mecanismos son correctos y cuáles no, marginando estos últimos, por medio de la sanción que es una forma de rechazo social, a lo que se llamó como una subcultura. Tal como se describió en la sección previa.
En las sociedades en general,
(…) se conserva un equilibrio entre esos dos aspectos de la estructura social mientras las satisfacciones resultantes para los individuos se ajusten a las dos presiones culturales, a saber, satisfacciones procedentes de la consecución de los objetivos y satisfacciones nacidas en forma directa de los modos institucionalmente canalizados para alcanzarlos (Merton, 2002, p. 212).
Por lo tanto, mientras mayor sea el ajuste entre la satisfacción de las metas u objetivos que culturalmente se definan para la estructura social -justicia y seguridad, por ejemplo- y los canales que se establezcan institucionalmente para alcanzar tales metas u objetivos, hay un mayor equilibrio social entre los individuos. Ahora bien, cuando tales canales institucionales están definidos, pero no funcionan eficientemente para que el individuo consiga los objetivos establecidos tanto cultural como institucionalmente, “la cultura puede ser tal, que induzca a los individuos a centrar sus convicciones emocionales sobre el complejo de fines culturalmente proclamados, pero con mucho menos apoyo emocional para los métodos preescritos para alcanzar dichos fines” (Merton, 2002, p. 212).
En otras palabras, la misma cultura expande las opciones de conducta para que el individuo alcance los fines u objetivos, ya que al final no son más que la satisfacción de necesidades, cuando los mecanismos institucionales se comportan de manera ineficiente. Y en tal expansión conductual, aquellos canales culturalmente marginales, como la violencia, siguen apareciendo como opciones válidas de conducta que al no ser sancionada efectivamente, se legitima para el individuo que la ejecuta y para los demás que la observan.
Por lo tanto, la violencia se presenta como una acción de mayor probabilidad de elección cuando el sistema institucional formal está inmerso en una considerable crisis de legitimidad ante el individuo. En este contexto, como se comentó en las secciones previas, cuando la violencia como acción es elegida para la consecución del objetivo y este es alcanzando sin consecuencias para el individuo, tal acción no solo se legitima, sino que además cuando la reacción inefectiva contra la misma se hace perdurable, la violencia condiciona al actuar institucional a un ajuste basado en que esta no solo es tolerable, sino también necesaria para el mismo sistema.
Esta situación es llamada anomia por Durkheim (1970) y Merton (2002), indicando que más que carencia de norma formal hay un desinterés por orientar la conducta individual y social sobre la base de la norma. En el caso venezolano, esta situación se produjo, pero la prevalencia y su constancia generaron que los procedimientos culturales se impusieran sobre los institucionales, determinando de esta manera la cultura, formas de acción y proceder que aun cuando no fueran institucionalmente establecidas para la satisfacción de necesidades, se presentaban como acciones válidas. Cuando estas no fueron rechazadas o reajustadas por las instituciones formales y sus parámetros normativos, legitimaron tales acciones, reestructurando estos parámetros y flexibilizando el rigor institucional para hacer tolerable dicha acción. La violencia es una. En Venezuela se pasó de un estado de anomia a una cultura de violencia con base en lo analizado.
Así, la violencia en Venezuela dejó de ser una acción culturalmente marginal para legitimarse como una acción, primero institucionalmente formal, exteriorizada por la ineficiencia de las instituciones públicas al no generar resultados adecuados para satisfacer las necesidades de los venezolanos. Luego, pasó a ser una conducta culturalmente normal, legitimada por su baja posibilidad de sanción formal, socializándose los individuos en este marco de descontrol y bajo rendimiento institucional. En este contexto, la cultura se ha expandido y las instituciones se han renovado, incrementando ambas estructuras su tolerancia hacia la violencia, de modo que no se vea tan ampliamente afectado el comportamiento del sistema social en general. Esta expansión y tolerancia significó la asunción de la violencia como una acción válida en las relaciones sociales e institucionales del venezolano. En otras palabras, generó la Cultura de la Violencia.
Esta, al mismo tiempo, produjo un progresivo incremento de la violencia en la sociedad venezolana actual, así como la expansión de la acción violenta a escenarios en los que nunca antes se había presentado o era frecuente. Desde esta óptica se podría entender la explosión de los delitos violentos en los años noventa y su consolidación y a un mayor aumento en los últimos quince años. Además de esto, con el progresivo deterioro institucional, tanto en el plano formal como informal, se generaron nuevos marcos de socialización en los que la conflictividad social y el miedo extendido al delito son las características principales.
En resumen, desde un plano macroestructural, el bajo desempeño institucional para la satisfacción de las necesidades generales de los venezolanos, así como su deficiente control social formal produjo una crisis institucional en el país. Las instituciones sociales -dentro de esta crisis- no crearon mecanismos idóneos para la satisfacción de las necesidades de los individuos y el cumplimiento de sus objetivos; por consiguiente, los individuos, como respuesta al bajo desempeño institucional, optaron por los mecanismos o acciones alternativas -culturales o no - para la satisfacer sus necesidades. La violencia es uno de estos mecanismos o acciones.
Inicialmente se optó por esta en baja medida, pero la falta de atención y control institucional produjeron que se extendiera, afectando no solo el comportamiento individual y social, sino también el institucional. Así pues, la baja respuesta efectiva en contra de la violencia creó que esta fuera socialmente una forma de acción legitima en la interacción social entre los individuos. Se generó, entonces, un círculo en el cual institución - individuo - institución se retroalimentaban con base en la violencia, como una opción válida de acción en la construcción del Yo social de los individuos y de las instituciones.
En consecuencia, tal como se ha comentado, la violencia se expandió a niveles y en formas nunca antes vistas en el país, se sintetizaron sus efectos de la Cultura de la Violencia en tres aspectos básicos: primero, generación tras generación, los delincuentes se volvieron más violentos, se constituyeron en sujetos de vida violenta, en los que esta acción es casi su única condición para las relaciones sociales y su factor más importante para referenciarse como individuo dentro de la sociedad. Segundo, la población en general, no habituada a la vida violenta, opta con mayor probabilidad a vías violentas para resolver los conflictos interpersonales con otros individuos e incluso, para relacionarse con las instituciones formales e informales y los canales y servicios que las mismas representan. Y tercero, ha reducido su tiempo de socialización con otros individuos y espacios públicos, para evitar la victimización de la violencia generada en la sociedad, incrementando entonces sus niveles de miedo al delito y percepción negativa de la seguridad ciudadana.
¿Estado de derecho, estado anómico, fallido o forajido?
Todo lo comentado hasta el momento pareciera indicar que el Estado venezolano no ha encontrado los mecanismos apropiados y eficientes para adecuar al individuo a patrones o pautas de conductas formales a través de las cuales pueda satisfacer sus necesidades. Más aún, pareciera que el Estado en sí, como estructura orgánica general, no representa para los individuos una figura que les motive a la asunción y socialización de tales patrones. En otras palabras, podría pensarse que el Estado de derecho como tal no tiene un significado de regulación de la conducta social e individual, como tampoco representa una fuente legítima de pautas convencionales para la conducta. En algunos casos, el Estado como fuente de derecho y promotor del Estado de derecho, pareciera más bien actuar haciendo apología del delito, en el sentido, de controlarlo ineficientemente, por una parte, y funcionar erráticamente como promotor de patrones informales para acceder a sus bienes y servicios.
En situaciones como estas se habla de un estado anómico, fallido o forajido (Del Vecchio, 1968; Waldmann, 2003). Estas ideas no son sinónimas entre sí, más bien son hipótesis planteadas desde la geopolítica para el estudio de la criminalidad organizada y sus efectos sobre la actuación del Estado y la vulneración de la institucionalidad representada en este (Chabat, 2010; Tablante y Tarre, 2013); así como un recuento histórico de la configuración social del Estado como ente convertido en una estructura ineficiente para atender las necesidades sociales de la población (Checa, 2004; Waldmann, 2003). En este último caso, “los Estados latinoamericanos no representan invariablemente una garantía de seguridad y orden público. Por el contrario, son en muchas situaciones una fuente de inseguridad y de irregularidad, de ahí su carácter «anómico»” (Checa, 2004, p. 171).
Es difícil de asimilar la idea de un Estado forajido o delincuente, pues este es en primera y última instancia- el ente depositario de la soberanía del pueblo, representando también la única fuente de derecho posible, en términos de regulación de conductas y definición de parámetros institucionales para lograr los objetivos colectivos (Del Vecchio, 1968). Sin embargo, las experiencias de las últimas dos décadas y la nueva configuración mundial devenida luego de la caída del Muro de Berlín produjo que las redes de criminalidad organizada aprovecharan esta situación para estructurar nuevas formas de actuación en las que la vulneración de la institucionalidad del Estado para promover e incrementar la fuerza de la organización criminal, como forma común de actuar (Shelley, 2006).
En Venezuela, por ejemplo, el estudio de Tablante y Tarre (2013) expuso la forma en que las redes de criminalidad organizada vulneraron la institucionalidad estadal porque encontraron financiamiento, apoyo y legitimación en ella. Así, el uso de los fondos públicos en redes de crimen organizado, incluyendo la comisión de delitos de cuello blanco representan solo la punta del problema y la situación en la que la institucionalidad estadal se emplea para dar paso efectivo a la comisión de delitos en general.
Estimaron también, Tablante y Tarre (2013) que, directa o indirectamente, el 51% de los homicidios que se registraron en el país están asociados con estas redes de crimen organizado. De igual modo, la corrupción es el común denominador, a través de la cual se compran las decisiones judiciales, los lapsos procesales, se da acceso a servicios gubernamentales; todo lo cual permite un mejor desenvolvimiento de la organización delictiva para la ejecución eficiente de sus actos.
Desde esta óptica, se podría decir que Venezuela reúne las características de un estado anómico y delincuente. Ahora bien, la idea de Estado delincuente como sujeto activo en las redes de la criminalidad organizada no es algo que pareciera tan correcto, en el sentido de que, si bien desde el Estado se promueven y legitiman estas actuaciones y la vulneración de la institucionalidad, no es del Estado en sí mismo, sino de quienes lo representan.
Por esto no es lo mismo hablar de un Estado delincuente que de una delincuencia que proviene desde él. Esta idea está lejos de parecerse a la concepción de Del Vecchio (1968) sobre un Estado delincuente que como forma de política estadal promueve la violación de derechos humanos y la vulneración del individuo.
Por lo tanto, la situación social de Venezuela apunta más a un estado anómico como consecuencia de las redes organizadas de criminalidad, las cuales, por medio de la corrupción y la impunidad, vulneran la legitimidad institucional, en comparación con un estado delincuente propiamente dicho. En otras palabras, no es el Estado venezolano el delincuente, son sus representantes, algunos legítimamente elegidos por el pueblo.
Entonces, en este escenario la fuente de legitimidad del Estado como garante de los derechos constitucionales del ciudadano para la satisfacción de los servicios públicos se ve fuertemente afectado, con base en el hecho de que desde el mismo Estado se hace apología del delito. Esta situación, al mismo tiempo, incide en las personas, quienes, están socializando tales apologías y vulnera la institucionalidad porque ellas pueden acceder a estos mismos bienes y servicios -de una manera más eficiente y económica- que la establecida en los patrones formales e institucionalizados.
Conclusión
Quizá sea un atrevimiento concluir con la idea de una cultura de la violencia instalada en Venezuela. Intentando ser estrictos con la tendencia científica metodológica propuesta en el presente estudio, la idea de cultura de violencia puede considerarse como algo operacional. Es decir, no se alude a un proceso cultural propiamente, sino a una forma de llamar a un proceso social que conlleva un cambio particular en los valores sociales del individuo, los cuales le permitieron relacionarse con los demás y con su entorno; además, de definir los patrones de dichas relaciones.
Ahora bien, teniendo en cuenta estas últimas observaciones, surge una pregunta: ¿por qué no hablar de cultura de violencia? ¿Por qué disfrazar la idea tras un calificativo metodológico operacional? ¿Es que acaso la ciencia no es debate y, por lo tanto, una dinámica de ensayo y error, en la cual el error no es más que una apreciación particular sobre una situación determinada? Quizá haya que pensar en los planteamientos teóricos discutidos en las secciones previas cuando se mira y experimenta la dinámica e interacción social cotidiana del venezolano, tan llena de experiencias que denotan cómo la violencia, en el sentido amplio que se ha manejado en este estudio, constituye una acción socialmente aceptable, válida y legítima para relacionarse las personas entre sí y con las instituciones en Venezuela.
De esta manera, esa violencia no es una consecuencia que derive solo de variables coyunturales o circunstanciales. Es consecuencia de un proceso histórico que gradualmente ha afectado el proceso de socialización individual frente a la sociedad en sí y a sus instituciones. Es así pues, como se interrelaciona y retroalimenta en una asociación causal en la que fue, primero, síntoma de una inadecuada reacción institucional de control social, aunque al mismo tiempo causa de su debilitamiento, el cual se profundizó, se expandió e hizo mutar la violencia inicial, convirtiéndola en una causal más del deterioro social e institucional. Estas instituciones perdieron valor como mecanismo convencional de conducta para la satisfacción de necesidades, permitiendo que la violencia se expandiera para incluirse dentro de los patrones culturales convencionales, aun cuando es un valor no convencional de conducta.
En otras palabras, se normalizó lo anormal y se hizo ordinario lo extraordinario. Nos acostumbramos a la violencia. Y dicha costumbre nos hizo más violentos aún, no solo como actores activos que exteriorizan la acción en sí, sino también como pasivos, víctimas de la acción y desvaloración de los eventos de violencia extraordinarios, en especial cuando estos no nos afectaban directamente.