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Universitas Psychologica

Print version ISSN 1657-9267

Univ. Psychol. vol.8 no.3 Bogotá Sept./Dec. 2009

 

La legitimación como proceso en la violencia política, medios de comunicación y construcción de culturas de paz*

Legitimacy as a Process in Political Violence, Mass Media and Peace Culture Building

 

IDALY BARRETO**
Universidad Católica de Colombia, Bogotá, Colombia

HENRY BORJA
Universidad Católica de Colombia, Bogotá, Colombia

YENY SERRANO
Universidad de Ginebra, Suiza

WILSON LÓPEZ-LÓPEZ***
Pontificia Universidad Javeriana, Bogotá, Colombia

* Esta investigación hace parte del trabajo desarrollado por los Grupos de Investigación en Psicología Social y Política de la Universidad Católica de Colombia, y Lazos Sociales y Culturas de Paz de la Pontificia Universidad Javeriana de Bogotá.

** Correspondencia: Facultad de Psicología, Grupo de Investigación en Psicología Social y Política. Universidad Católica de Colombia. Avenida Caracas 47-22. Bogotá, Colombia. Correo electrónico: ibarreto@ucatolica.edu.co

*** Universidad Javeriana, Facultad de Psicología, Cr. 5 # 39-00, piso 2. Correo electrónico: lopezw@javeriana.edu.co

Recibido: marzo 14 de 2009 | Revisado: junio 26 de 2009 | Aceptado: junio 30 de 2009


RESUMEN

En este artículo, se analizan las creencias y la legitimidad social como elementos importantes en la aparición, mantenimiento y evolución de la violencia política, así como el rol de los medios de comunicación y la construcción de culturas de paz. En esta dinámica de confrontación armada y paz, los discursos construidos por grupos sociales son tan importantes como los cambios estructurales que la sociedad necesita, para desarrollar una cultura de paz, por lo que los medios de comunicación juegan un papel importante, ya que funcionan como uno de los principales instrumentos que los actores armados (estatales o fuera de la ley) emplean para difundir los discursos que elaboran en el marco de operaciones psicológicas cuyo objetivo es legitimar la violencia que ejercen para combatir al adversario.

Palabras clave autores Legitimación, violencia política, culturas de paz.

Palabras clave descriptores Violencia política, cultura de paz, legitimidad de los gobiernos.


ABSTRACT

This article examines the beliefs and social legitimacy as important elements in the emergence, maintenance and evolution of political violence and the role of the media and building cultures of peace. In this dynamic of armed conflict and peace, the discourses are constructed by social groups such as the structural changes that society needs to develop a culture of peace, so that the media play an important role, and functioning as a of the main tools that the armed (or out of state law) used to broadcast the speeches prepared in the framework of psychological operations whose purpose is to legitimize the violence engaged in combating the opponent.

Key words authors Legitimacy, Political Violence, Cultures of Peace.

Key words plus Political Violence, Culture Of Peace, Legitimacy of Governments.


Introducción

La legitimación es uno de los temas que, a lo largo de la historia, ha cobrado gran interés para las ciencias sociales. Ha sido central para disciplinas como la Sociología, las Ciencias Políticas y la Filosofía política. Sus amplias y diferentes aportaciones teóricas sirven de base, para los novedosos estudios empíricos que se desarrollan actualmente en el campo de la Psicología. En primera instancia, fue la estabilidad política (teoría de estabilidad política) lo que las teorías clásicas de legitimidad trataron de explicar. No obstante, la legitimidad no se redujo al campo político, sino que fue empleada para explicar diferentes fenómenos como las condiciones bajo las cuales los actores aceptan la recompensa como justa (teorías de justicia distributiva) o como una obligación moral para obedecer a un sistema de poder (teorías de poder y teorías de autoridad) (Zeltditch, 2001).

Inicialmente, tal y como lo plantea Zeltditch (2001), el concepto de legitimidad es analizado por Aristóteles quien estudia la legitimidad del Gobierno, argumentando que depende del constitucionalismo y el consentimiento; y analiza la estabilidad política no en términos de legitimación de los gobiernos, sino en el de la legitimidad de la recompensa. Los elementos que el autor proporciona sirven de cimiento, para una de las clásicas teorías de legitimación conocida como Estabilidad Política, que a su vez cubre las teorías de justicia distributiva y de autoridad. En la primera, teoría de justicia distributiva, se hace énfasis en las condiciones bajo las cuales los actores aceptan el pago como justo; y en la segunda, teoría de autoridad, aceptan la obligación moral para obedecer un sistema de poder. En ambas teorías, la legitimidad es aceptada como un derecho tanto para ganadores como para vencidos, y juntos reconocen la misma distribución de recompensa y poder.

Además de estas dos posibilidades, el uso del concepto de legitimación ha sido relacionado con el poder político, en la medida en que los que lo ostentan buscan un consenso que guarde la obediencia de las personas e instituciones que se encuentren o no vinculadas a ese poder. Se apela a la obediencia para que un orden sea legítimo, pero no es suficiente. Las personas dirigen sus acciones por un orden social determinado y, si éste va acompañado de un orden legítimo, sus acciones pueden probablemente estar encaminadas en el sentido de la legitimidad. Presupone, por tanto, que los individuos asumen las normas que constituyen un orden social como obligatorias o como modelos, es decir, como algo que "debe ser". Entendida de esta manera, la legitimidad es un requisito indispensable para lograr la estabilidad de un orden, así como también para mantener restringido el uso de medidas coercitivas (Serrano, 1994).

El concepto de legitimación ha sido también empleado para analizar aspectos diferentes como: poder, autoridad, influencia, incluyendo obediencia destructiva, relación del individuo con el Estado y otros sistemas sociales, movimientos de protesta, control social y violencia política por autores como Apter (1997); Barreto & Borja (2007); Borja-Orozco et al. (2008); Berger, Ridgeway, Fisek y Norman (1998); Kelman (2001); Sabucedo et al. (2004); Sabucedo et al. (2006); Yzerbyt y Rogier (2001), entre otros. Sin embargo, a la hora de delimitar su definición conceptual, la proliferación de procesos de legitimación lo torna un tanto difícil, y en ese sentido, la propuesta por Zelditch (2001) donde "la legitimación es una clase de proceso auxiliar que explica la estabilidad de una clasificación de estructura, en un nivel que emerge y es mantenido por uno u otro proceso básico social" (p. 51), resulta ser apropiada para el análisis de conflictos, violencia política, medios de comunicación y construcción de culturas de paz.

Legitimación y violencia política

Cuando una situación social de injusticia es definida por grupos sociales, es posible que se generen nuevos significados que desafíen un determinado orden social a través de creencias que son compartidas por el grupo. Estas creencias sirven tanto para la formación de la identidad del grupo como para el enmarque del adversario, promoviendo y legitimando acciones políticas que pueden caracterizarse por el empleo sistemático de la violencia, como medio para transformar la estructura política de una sociedad. Esta "combinación de interpretaciones compartidas de la realidad social junto con la posición de los grupos sociales dentro del sistema tal como es percibida por sus miembros" (Tajfel, 1984, p. 71) dirige la atención sobre las creencias grupales difundidas a través del discurso cuyo propósito es promover y legitimar acciones políticas caracterizadas por el uso de la violencia.

Es de esperar, por tanto, que los grupos que ejercen la violencia creen un discurso social que contenga creencias grupales que enmarquen la situación social como injusta con el propósito de convertir la percepción de inj usticia en motivo para participar y legitimar la violencia política y que, además, incluya creencias grupales que responsabilicen al grupo adversario de la situación en la que se encuentra y, por ende, lo deslegitime. Al respecto, se encuentran investigaciones sobre protesta social que subrayan la importancia de la identidad en el proceso de movilización (Klandermans, De Weerd, Sabucedo & Costa, 1999; Rodríguez, Fernández & Sabucedo, 1999; Sabucedo, Klandermans, Rodríguez & Fernández, 2000; Sabucedo, Seoane, Ferraces, Rodríguez & Fernández, 1996), teniendo presente que los procesos de categorización social e identidad social, son condiciones necesarias pero no suficientes, para la aparición de ciertas formas de acción política.

Así pues, el conflicto político que desencadena en la confrontación violenta, se acompaña necesariamente por la acción estratégica del grupo dirigida a construir un discurso que promueva creencias que preparen y mantengan a los miembros del grupo, y algunos sectores de la sociedad, en disposición de cometer y legitimar acciones extremas tales como asesinatos indiscriminados, detenciones en masa o inclusive genocidio, con el propósito, según el endogrupo, de disminuir la amenaza y el peligro que el adversario representa. El discurso es utilizado, en este sentido, como medio de difusión de ideologías por los diferentes grupos sociales. En él se presenta una serie de creencias y opiniones acerca de eventos o situaciones específicas que involucran, casi siempre, tanto al endogrupo como al adversario. Por tanto, el papel del discurso como práctica social es importante, ya que a través de él se influye en la forma de adquirir, aprender o modificar ideologías en la sociedad (Van Dijk, 2003).

Específicamente, en los conflictos de tipo político, el discurso tiene un objetivo abiertamente ideológico, ya que está dirigido a difundir, enseñar y mantener ciertas creencias, con el propósito de fortalecer la permanencia de los miembros al grupo, definir la identidad y la posición del grupo en la sociedad, así como fomentar la incorporación de nuevos integrantes. Y aunque sea difícil establecer unas características estables sobre la estructura del discurso político debido a las diferencias ideológicas de los grupos, es posible definir una estrategia general para el análisis del discurso ideológico, por la que optan los grupos que se enfrentan por el poder, ya sea para mantenerlo o reformarlo.

En este sentido, Van Dijk (2003) plantea que las creencias sociales que conforman el discurso tienen una estrategia básica que se fundamenta en la categorización de los grupos. A partir de ella, posteriormente, se podrán hacer atribuciones positivas o negativas. Es decir, una vez diferenciados el endogrupo y el exogrupo, la estrategia del discurso ideológico es referirse a los aspectos positivos del endogrupo y a los aspectos negativos del adversario. Una formulación más amplia, planteada por este mismo autor, está dirigida a cuatro posibilidades que son aplicables para el análisis de todas las estructuras del discurso: 1) hacer énfasis en los aspectos positivos del grupo, 2) hacer énfasis en los aspectos negativos del adversario, 3) quitar énfasis a los aspectos negativos del grupo, y 4) quitar énfasis a los aspectos positivos del adversario.

La construcción del discurso en un contexto político, por tanto, se define a partir de ciertas características que vienen a estar determinadas por el grupo que lo crea. Pero, independientemente, de quien sea el autor del discurso, en una situación de violencia política, éste es construido con una finalidad que va más allá de usar el lenguaje para informar o comunicar ideas, éste busca interactuar de manera persuasiva frente al lector o el escucha. En cualquier caso, alcanzar la legitimidad a través del discurso es una práctica que interesa tanto a instituciones del Gobierno como a organizaciones privadas.

El discurso político es, entonces, una forma de acción e interacción social que puede adoptar una perspectiva más amplia y poner en evidencia las funciones sociales, políticas o culturales del discurso dentro de las instituciones, los grupos o la sociedad y la cultura en general (Van Dijk, 2000). Este enfoque, como acción en la sociedad, implica que los miembros de un grupo o categoría social llevan a cabo acciones de índole política o social cuando construyen textos. Según Van Dijk (2000), aunque la naturaleza interactiva y práctica del discurso está generalmente asociada al uso del lenguaje como interacción oral, se considera que la escritura y la lectura también son formas de acción social, por tanto, los textos escritos se constituyen en prácticas discursivas y sociales que comunican diversas creencias y, a su vez, pueden contribuir a la reproducción de éstas en el sistema social. El objetivo de todo ello es, al igual que en cualquier otro agente de influencia, conseguir la adhesión de los sujetos a sus posiciones (Sabucedo, Grossi & Fernández, 1998).

Para ello se sirve, desde luego, de diferentes medios de comunicación a través de los cuales los grupos sociales expresan sus creencias acerca del endogrupo y del exogrupo. A menudo también, aparecen en la agenda político-social y en debates públicos debido a su estrecha relación con muchos de los aspectos relacionados por los que diferentes grupos sociales compiten. No debe perderse de vista, sin embargo, que en la difusión de creencias a través del discurso no intervienen únicamente los medios masivos de comunicación, sino, también, otras instituciones como los centros educativos encargados de proveer a los miembros de la sociedad diversa información que contribuye a determinadas visiones de la realidad.

En el caso de las instituciones políticas, éstas se sostienen mediante el uso del lenguaje persuasivo (Chilton & Scháffner, 2000). Usualmente, el discurso político de los grupos que detentan el poder, está dirigido a resaltar toda la información que los retrata en forma positiva y a restarle importancia a la información que los presenta en forma negativa (Van Dijk, 2000, p. 47). En el caso contrario, los grupos que desafían el poder encuentran en la protesta y el discurso la principal estrategia para obtener visibilidad social (Sabucedo, Grossi & Fernández, 1998), igualmente, destacando los aspectos positivos del endogrupo y resaltando los aspectos negativos del exogrupo. El discurso contra el adversario es, también, un referente fundamental, para cualquier conflicto político-social-armado. En palabras de Samayoa (1990), lo que ocurre es que "una considerable parte del esfuerzo ideativo de la sociedad, inducido por los grupos que pugnan por el poder está dirigido a la creación y reforzamiento de definiciones que puedan ser ampliamente aceptadas y utilizadas para identificar al enemigo como para justificar y promover ciertas formas de agresión contra él" (p. 56).

Creencias que legitiman el uso de la violencia política

Según Van Dijk (2003), el lenguaje del grupo se caracteriza habitualmente por una estrategia que favorece a los miembros del grupo y a la presentación positiva de éste. Básicamente, las categorías que definen de forma positiva el discurso político de la agrupación están relacionadas con los aspectos sociales del grupo, esto es, los aspectos históricos, sociales, políticos, y culturales que comparten los miembros del grupo y definen la ideología. Según Sabucedo, Rodríguez y Fernández (2002), la referencia a la existencia de un conflicto, la situación en la que se encuentra el grupo, la presentación del grupo como defensor de las vías dialogadas y pacíficas, así como el victimismo del endogrupo, son elementos básicos para justificar las acciones violentas, ya que en la medida en que se logre ese respaldo social se irá legitimando esa forma de actuación del grupo.

El victimismo del endogrupo, por ejemplo, se presenta cuando existe un conflicto caracterizado por el uso de la violencia. Según Bar-Tal (1996), las creencias de victimismo son formadas a través de un largo período de violencia como resultado del sufrimiento y de las pérdidas propias del grupo, donde la situación de injusticia, guerra y atrocidades del adversario en combinación con lo que ellos consideran una sociedad justa, moral y humana, los conduce a asumir que ellos son víctimas. Estas creencias implican que los conflictos fueron impuestos por el adversario, quién no sólo defiende metas injustas, sino además, que el uso de los medios que emplea para conseguirlas también lo es.

Por el contrario, pero con el mismo objetivo de preservar la imagen positiva del grupo, cuando el grupo se ve obligado a asumir la responsabilidad de sus acciones opta por referirse a ellas en términos jurídicos o militares propios de un ejército estatal (Véase, De la Corte, Moreno & Sabucedo, 2004). Así, se encuentra en los discursos que los grupos armados se refieren a los secuestros como detenciones, a los asesinatos como ejecuciones o bajas en las filas del adversario; éstos son sólo unos pocos ejemplos de lo que se puede encontrar en el lenguaje militar que emplean los grupos armados.

Creencias que deslegitiman el adversario

Las creencias deslegitimadoras son definidas por Bar-Tal (2000) como "estereotipos extremadamente negativos con implicaciones afectivas y conductuales claramente definidas" (p. 121). Estos estereotipos son atribuidos a otro grupo con el propósito de incluirlo en categorías sociales extremadamente negativas, para ser excluidos de los grupos humanos que actúan dentro de los límites de normas y/o valores aceptables para la sociedad. En esencia, la deslegitimación niega la humanidad del grupo categorizado (Bar-Tal, 1989, 1996, 2000).

Usualmente, como lo dice su definición, las creencias deslegitimadoras son acompañadas por emociones negativas como miedo o cólera, entre otras, derivadas del contenido extremadamente negativo de la categorización; lo cual implica, adicionalmente, conductas negativas hacia el grupo deslegitimado (Bar-Tal, 1989), entre las que no es exagerado nombrar el asesinato, el exterminio o la tortura. Y no es raro encontrar este tipo de acciones extremas si se tiene presente que los grupos que deslegitiman al adversario, lo consideran un peligro para la sociedad, por lo que el uso excesivo de la violencia está contemplado entre las medidas que buscan mantener o cambiar el orden social en donde el grupo deslegitimado no merece un tratamiento humano. Entre estos tipos de creencias existen diferentes categorías que pueden ser usadas en el proceso de deslegitimación tales como:

La deshumanización, con el propósito de rotular a un grupo como inhumano usando nombres de criaturas subhumanas (tales como raza inferior y animales), o por el contrario usando categorías de criaturas superhumanas valoradas negativamente (demonios y monstruos). Pero, sea de una u otra forma, el objetivo de estas categorías es deslegitimar al adversario atribuyéndole características diferentes de la raza humana (Bar-Tal, 1989, 1996, 2000). Ha sido ampliamente usada en toda la historia hacia varios grupos y llega a ser posible cuando el grupo objetivo puede realmente ser identificado como una categoría separada de personas que han sido históricamente estigmatizadas y excluidas por los victimizadores. A menudo, las personas se convierten en víctimas de la deslegitimación por condiciones como la distinción racial, religión, etnicidad o grupos políticos reconocidos como inferiores o siniestros (Kelman & Hamilton, 1989).

La proscripción, con el objetivo de incluir al grupo adversario en una categoría que lo considera como violador de las normas sociales (Bar-Tal, 1989, 1996, 2000) (asesinos, ladrones, paramilitares, etc.). Esta categoría tiene, por tanto, una connotación legal que implica consecuencias en la misma medida, así que quien viola las normas establecidas por el Estado, usualmente es apartado de la sociedad e internado en la cárcel. De hecho, si los delitos son cometidos o atribuidos a estos grupos proscritos, entonces sus faltas adquieren significado político como evidencia de la amenaza que representan para la sociedad.

Cuando los delitos son cometidos por grupos políticamente amenazadores, éstos son definidos, según Turk (1996), por lo general, como delitos políticos contra los que se garantizan, por lo menos, dos medidas de control extraordinarias. La primera de ellas incluye considerar a los miembros del grupo adversario como delincuentes comunes, de forma que no se presta atención a su perspectiva política y no tienen que dirigirse a ellos en estos términos.

Por el contrario, la segunda medida denuncia a los oponentes como ofensores políticos, lo cual supone, clasificarlos como una "clase peligrosa" que requiere medidas defensivas especiales.

Sea de una forma u otra, el tratamiento a los grupos que desafían el poder, generalmente están respaldados por leyes institucionales que definen a estos grupos y sus acciones como ilegales. Pero no necesariamente para tratarlos como simples delincuentes o para tomar medidas defensivas especiales, también encontramos casos excepcionales en donde estas mismas leyes que ilegalizan los grupos armados con el delito de rebelión pueden otorgar, por ejemplo, a las guerrillas el estatus de adversario político con el propósito de buscar salidas negociadas a determinados conflictos, con las implicaciones que supone que el discurso político de dicha organización sea difundido ante la opinión pública y gane apoyo para su causa.

La caracterización de rasgos, se hace por medio de la atribución de características de personalidad que son evaluadas como extremadamente negativas o inaceptables en una sociedad dada. El uso de rótulos como agresores, idiotas, etc., ejemplifica este tipo de deslegitimación, y el uso de rótulos políticos es un tipo de deslegitimación que categoriza al adversario dentro de grupos políticos que son considerados totalmente inaceptables por los miembros de la sociedad deslegitimadora (Bar-Tal, 1989, 1996, 2000). Además, son generalmente tomados de la historia política del mundo. Así, grupos políticos caracterizados por diferentes metas o ideologías que se han denominado nazis, fascistas, imperialistas, etc., sirven para mostrarle a la sociedad que el adversario tiene características comunes con estos grupos y que amenaza a la sociedad. A diferencia de las categorías anteriores, en las que existe un cierto consenso social sobre el carácter negativo de los delitos o características personales en la sociedad, el uso negativo de los rótulos políticos depende del contexto cultural de cada sociedad, más particularmente, del tipo de Gobierno que dirige un país.

La comparación de grupos consiste en comparar y unir al adversario con el nombre de un grupo deslegitimado que simboliza a un grupo indeseable, y sirve como ejemplo de maldad en una sociedad dada. El uso de categorías como vándalos o Hunos, es un ejemplo de este tipo de deslegitimación (Bar-Tal, 1989, 1996, 2000). En contraste con la categoría de uso de rótulos políticos en donde la comparación se hace con un grupo político, esta categoría se dirige a grupos que son reconocidos por varias sociedades o por una en particular como símbolos de maldad con una connotación diferente. Un ejemplo reciente de ello, es el grupo Al Qaeda que pertenece al denominado "eje del mal", por los Estados Unidos.

Legitimación y Medios de Comunicación

Los medios de comunicación juegan un papel central en la difusión de los discursos legitimadores de la violencia política, y por lo tanto en la visibilidad que un grupo puede llegar a tener en la sociedad, por la capacidad que tienen los mismos de transmitir un mismo mensaje a miles o millones de personas al mismo tiempo. Por otro lado, los efectos de agenda y de encuadre de los medios de comunicación describen su influencia en la percepción que los individuos tienen de la realidad, seleccionando ciertos temas en detrimento de otros y seleccionando las palabras e imágenes con las que se describen y explican los fenómenos sociales (Iyengar, 1991; Sabucedo & Rodríguez, 1997). En consecuencia, el potencial de difusión de los medios y su influencia -sutil y limitada- (Esquenazi, 2002; Sabucedo & Rodríguez, 1997) en el comportamiento de las personas, hace que los grupos en conflicto tengan especial interés en acceder a los medios de comunicación para imponer su propia definición de la realidad, en la que el endogrupo es víctima y el exogrupo victimario. En este sentido es importante diferenciar el punto de vista de los profesionales de la información que acuden a los actores armados como fuentes informativas, y el punto de vista de los actores armados, ya que los intereses que defienden unos y otros no son necesariamente los mismos.

Por su carácter violento, una confrontación armada provee a los medios realidades interesantes desde el punto de vista mediático, ofreciendo hechos dramáticos que llaman la atención de las audiencias, suministrando a los medios la materia prima ideal para elaborar relatos noticiosos que se prestan fácilmente a la simplificación de roles de los actores implicados (el bueno, el malo, el héroe, la víctima) y que, por su evolución, proporcionan historias que dejan en suspenso, suscitando así, un interés particular en los receptores que desean conocer el desenlace de la historia (Abello, 2001; Bonilla, 2002; Bougnoux, 1999).

Desde el punto de vista de los actores en conflicto el objetivo es ganar la guerra con la menor inversión posible, para esto la estrategia militar prevé acciones armadas y acciones psicológicas. En el marco de las operaciones psicológicas, los grupos que ejercen violencia política armada elaboran discursos mediante los cuales construyen su identidad de endogrupo, reforzando las diferencias con el exogrupo al que se señala como responsable y merecedor de la violencia que se ejerce. Las acciones psicológicas que incluyen la propagación de información falsa, la censura, la propaganda, la intimidación, entre otras, se caracterizan porque no utilizan la violencia física, sino que combaten al adversario en el terreno discursivo (Géré, 1997). Por su bajo costo y eficacia, estrategas militares como Clausewitz o Sun Zi, a lo largo de la historia han destacado la importancia de este tipo de acciones, que permiten obtener victorias militares sin tener que invertir en operaciones armadas costosas (Chaliand, 1992). A través del discurso, las acciones psicológicas legitiman la violencia que se ejerce, satanizan la imagen del adversario, convencen a la población civil de la legitimidad de la guerra y buscan la adhesión de nuevos combatientes mediante las estrategias de categorización de grupos (Van Dijk, 2003) y las creencias que legitiman y deslegitiman el uso de la violencia política (Bar-Tal, 1989, 1996, 2000; Sabucedo, Rodríguez & Fernández, 2002), mencionadas anteriormente.

La aparición de los medios de comunicación y especialmente de los medios masivos, marcó un punto importante en la comunicación de guerra que se pone de manifiesto en la profesionalización de las prácticas de comunicación de los ejércitos, con el fin de ganar visibilidad mediática y restringir al mismo tiempo el acceso del adversario a los medios. Sin embargo, como lo señala Arnaud Mercier (2004), mientras que los actores armados profesionalizan y adaptan constantemente sus comunicaciones y relaciones con la prensa, los profesionales de la información que cubren guerras y confrontaciones armadas carecen de formación en el tema y por lo mismo son víctimas de la instrumentalización de los actores en conflicto (Abello, 2001; Bonilla, 2002; Mercier, 2004; Serrano, 2007).

Esta instrumentalización se traduce en el manejo y control estratégico de los medios de comunicación, en donde el objetivo es lograr que los medios difundan discursos legitimadores de las acciones del endogrupo y deslegitimadoras del exogrupo. Los actores sociales que ejercen violencia política y especialmente aquellos que cuentan con mayores recursos se percataron rápidamente de que, en las sociedades occidentales, los medios funcionan bajo una doble lógica: comercial y democrática (Charaudeau, 2005; Serrano, 2006) según la cual aún cuando éstos reivindican y defienden su función informativa deben asegurar la rentabilidad de sus actividades. Es así como los actores armados se apropiaron del estilo discursivo que los periodistas emplean para "informar objetivamente"1 (Prestat, 1992) buscando tomar ventaja sobre los medios con los que compiten por la audiencia. Este estilo hace referencia al uso de frases cortas, descriptivas, estereotipadas, redactadas en estilo impersonal y que puedan captar la atención del público receptor (Chalaby, 1998). Además del estilo discursivo, en su rol de fuentes informativas, los actores armados instrumentalizan los medios de comunicación, estableciendo relaciones sólidas con los periodistas y directivos de medios importantes y afines a su causa.

Esta situación plantea la necesidad de analizar el rol que juegan los medios de comunicación en la legitimación de la violencia política de los grupos que tienen acceso a dichos medios y la deslegitimación de aquellos que tienen acceso limitado. Igualmente, es necesario considerar las estrategias profesionales con las que los periodistas responden para distanciarse o por el contrario para asumir la versión suministrada por las fuentes. Uno de los problemas es que, en su práctica profesional, pocos periodistas hacen pública la "instrumentalización" de la que son objeto, dadas las condiciones laborales precarias y/o las presiones que reciben. La reflexión que se propone debe darse también a nivel del papel que juegan directivos y propietarios de prensa, radio y televisión quienes, en su posición de poder, tienen la oportunidad de asumir y defender una postura a favor de uno u otro de los actores en conflicto.

Un ejemplo claro de la instrumentalización de la que los medios de comunicación son objeto, es que la mayor parte de ellos (prensa, televisión y radio) emplean el término terroristas en condiciones particulares, esto es, cuando los medios de comunicación se refieren a personas que están real o presuntamente vinculadas con grupos armados. Pero en algunos casos, por mucho que se amplíe el concepto, sólo unas cuantas acciones podrían considerarse propiamente como terroristas por el alcance indiscriminado de las acciones violentas contra la población en general (Cortina, 1996). De igual manera, por mucho que se restrinja el concepto de terrorismo, se podrían incluir en él muchas acciones del ejército y cuerpos de seguridad, a los que algunos medios de comunicación no se refieren como terroristas.

Por tanto, es preciso señalar que el calificativo 'terrorismo' es empleado contra todos los medios armados de acción política, para descalificar dichas acciones y grupos. Con no menos énfasis, de la misma manera que Aróstegui (1996), debemos mencionar que el uso del apelativo 'lucha contrainsurgente' representa en algunas circunstancias "la conversión de asesinatos en ejecuciones y los secuestros en detenciones, para ennoblecer éticamente y optimizar políticamente acciones terroristas" (p. 28), lo que corresponde a una estrategia discursiva implementada en el marco de una estrategia militar que busca enfatizar los aspectos positivos del grupo, para restar importancia a la violencia que se ejerce.

Legitimación y construcción de culturas de paz

Hasta el momento se ha mencionado el papel que cumplen tanto los procesos de legitimación en la organización y el mantenimiento del control social como el de los medios, mediando esta relación con diversos grupos, siendo evidente la dificultad de concebir la construcción de una cultura de paz sin dilucidar el tipo de legitimación que se hace en relación con la paz. Teóricamente, las conceptualizaciones sobre paz han girado en torno a dos propuestas centrales (Christie, 2006; Fisas, 2002, 2004; Galtum, 1969, 1993, 1995; Reettberg, 2003). Por una parte, la noción de paz negativa o como ausencia de guerra y conflicto. Esta posición implica necesariamente que uno de los actores sea obligado por vía de la fuerza a salir del conflicto y, en términos del discurso, a desaparecer la idea de que está ante un conflicto o una guerra. Desde esta perspectiva, el objetivo es lograr que uno de los actores termine por ser "eliminado" del panorama y así terminar la guerra. Esta propuesta supone entonces, la legitimación de acciones de fuerza y violencia de los actores de un grupo y la deslegitimación de las acciones y miembros del otro.

Por otra parte, se encuentra la denominada propuesta de paz positiva que es la asumida por la UNESCO, en sus diversas declaraciones, y el Peace Global Index. Esta postura apuesta por una paz como proceso de carácter estructural y cultural, es decir supone que la paz no es un estado, sino un proceso en el cual la ausencia de guerra es sólo un elemento y está atado a variables de carácter estructural de tipo psicosocial, económico, político y cultural (Basabe &Valencia, 2007; De-Rivera, 2004; Romeva i Rueda, 2003). Obviamente, legitimar una perspectiva de paz positiva en contextos de conflicto ha implicado deslegitimar una perspectiva de paz negativa y viceversa, porque supone que no es posible legitimar acciones violentas, por ninguno de los actores, como vía para encontrar formas pacíficas de gestión de conflictos. En este sentido, de lo que se trata cuando se legitima la búsqueda de una cultura de paz, es asegurar que los diversos actores sean legitimados en la medida en que no actúen en forma violenta. De esta manera, se entiende que la violencia no sólo es un conjunto de acciones de eliminación física, sino que compromete la exclusión psicosocial, económica y política. Un asunto que compete principalmente a los estados, como garantes de sistemas incluyentes que permitan y faciliten la gestión de conflictos por vías pacíficas. En este sentido, se asumen como legítimos los discursos que promueven la profundización de la democracia en sus diversas expresiones (electoral, social, política, económica), para fortalecer estados sociales de derecho que garanticen el acceso a la alimentación, la salud, la educación, la seguridad, la justicia y las libertades de acceso a la información plural y a la diversidad en la expresión de opiniones y creencias.

Pero el problema de la paz no sólo ha girado en torno a estos dos extremos (paz negativa o positiva), existen además perspectivas intermedias orientadas al seguimiento de los planes y programas que se sitúan en la perspectiva de paz positiva mostrándola como una salida utópica y por tanto irrealizable (Reettberg, 2003). En este sentido, es claro que ni la gestión en medio del conflicto, ni del postconflicto suele lograrse en el mediano y largo plazo, si no se asume una perspectiva estructural donde el discurso legitimador de la exclusión de un grupo supone un conjunto de realidades estructurales de tipo socioeconómico, jurídico y político, que no pueden obviarse. Cuando un grupo, por ejemplo, ha sido atacado en forma sistemática, no encuentra seguridad y ve su supervivencia en riesgo, es poco probable que acepte comprometerse con escenarios de gestión no violenta de los conflictos (más aún sí se ha intentado en el pasado y ha fracasado); o, si parte de su discurso legitimador, supone que él representa a un grupo que no puede acceder a esos recursos estructurales mínimos y no observa acciones que se encuentren en esta dirección.

La construcción de un discurso legitimador de una cultura de paz presupone por tanto, legitimar el Estado social de derecho incluyente en todos sus ámbitos: la profundización de la democracia estructural; el fortalecimiento de un sistema de justicia (formal y alternativa) incluyente que asegure espacios de gestión no violenta de diferencias entre grupos y actores diversos; la erradicación de la pobreza; el cuidado por las víctimas que promueva un discurso donde la participación ciudadana, el compromiso solidario y la cooperación son fundamento de la paz; la deslegitimación del uso de la fuerza y la violencia en cualquiera de sus formas o de acciones de corrupción que estén orientadas a burlar el sistema de justicia. Supone además, un discurso donde el fin no justifica los medios y, en especial, no lo justifica en manos de actores a quienes se les ha confiado por vía democrática (es decir legitimado no solo psicosocialmente sino jurídica y políticamente) el cuidado del Estado democrático social de derecho que deslegitiman las acciones de comunicación e incentivan discursos de odio, exclusión y ataque entre grupos e intragrupos justificando la impunidad y la violencia.

Como afirman López y Sabucedo (2007), se trata, en definitiva, de crear una nueva cultura, una cultura que incorpore discursos, valores, representaciones y actitudes al servicio de unas relaciones intergupales más justas y solidarias. Este objetivo pasa necesariamente por comprometer acciones de construcción de discursos legitimadores de esta propuesta y de la movilización de los medios para su logro.

Discusión

Es claro que el discurso legitimador que construyen diferentes actores sociales es relevante para entender las dinámicas de acción política de los grupos. En este sentido, un discurso de paz negativa implica un discurso guerrero que tenderá a legitimar sus acciones en búsqueda de su perspectiva de paz que expresan intereses de orden económico y político. Es evidente, también, que las espirales de violencia favorecen a un conjunto de intereses económicos, sociales y políticos de un grupo, desfavoreciendo a otros, donde los medios a su vez juegan un papel determinante por cuanto fortalecen y expresan sus compromisos con espirales de silencio o con construcción de agendas persuasivas que legitiman o deslegitiman uno u otro actor junto con sus agenda políticas.

De acuerdo con lo anterior, el acceso y control de los medios de comunicación es parte de esa estrategia discursiva de legitimación-deslegitimación, por lo que la distinción entre información y comunicación, planteada por Moisy (2001), parece pertinente: la información se refiere a la búsqueda de contenidos, mientras que la comunicación hace referencia a la promoción de los intereses que defiende aquel que comunica (Bougnoux, 1995). Si se aplica esta distinción al caso de una confrontación armada quiere decir que los ejércitos comunican, más no informan. Su meta, en las relaciones que establecen con los medios de comunicación no es buscar la "verdad" de los hechos, ni describir la "realidad" para que la población se mantenga informada, de lo que se trata, más bien, es de ganar una guerra al menor costo posible y para ello la promoción de sus propios intereses es indispensable (Moisy, 2001) y los medios de comunicación les ofrecen un valioso potencial.

Esta estrecha relación entre violencia política, medios de comunicación y construcción de culturas de paz, transversal en la psicología de la legitimidad, pone de relieve que cualquier grupo que ejecute acciones violentas o pacíficas, incluidos los estados, necesitan realizar una justificación constante ante la sociedad. Así pues, tanto para comprender la violencia política que proviene del Estado o de cualquier grupo social, como la presentación de los grupos como adalides de la paz, es de vital importancia ahondar en las creencias y significados orientados a la acción que inspiran y legitiman las actividades del grupo social. En otras palabras, la cuestión es conocer la ideología de los grupos. Una ideología de importancia social dado que a través de ella se construyen marcos de interpretación de determinada situación, con los que se pretende influir en la adquisición y modificación de ideologías en la sociedad, a través de uno de los medios de difusión de ideologías más importante, el discurso.


1 Respecto a cómo definir la "objetividad" de la información en términos de práctica profesional, véase Chalaby, 1998; Serrano, 2007.


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