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Revista Colombiana de Psiquiatría
Print version ISSN 0034-7450
rev.colomb.psiquiatr. vol.30 no.2 Bogotá Apr./June 2001
ARTÍCULO ORIGINAL
CON CETRO DE INSIGNE MARFIL EDMUNDO RICO TEJADA (1899-1966)
EDMUNDO RICO TEJADA WITH AN IVORY SCEPTER
RAFAEL SALAMANCA RODRÍGUEZ *
* Médico Psiquiatra. Exdirector Revista Colombiana de Psiquiatría. Escritor. Miembro del Comité Editorial de la Revista Colombiana de Psiquiatría.
El profesor Edmundo Rico Tejada, médico internista y psiquiatra, nacido en Sogamoso el 8 de Febrero de 1899, fue una de las personalidades del mundo médico que más sedujo al vasto público a lo largo de su vida, antes de morir el 2 de Marzo de 1966.
Formó una generación de discípulos en la más clásica tradición de la medicina clínica francesa y de la psiquiatría constitucionalista del siglo XIX. Entabló pleitos conceptuales con el movimiento psicoanalítico local y participó con pluma adornada e irreverente en los debates médicos y humanísticos de su época. Fue un personaje brillante y polémico que con su febril actividad estimuló a toda una generación médica.
Palabras Clave: Historia de la psiquiatría; Edmundo Rico Tejada.
The professor Edmundo Rico Tejada, medical internist and psychiatrist, born in Sogamoso, February 8, 1899, was one of the personalities of the medical world that more seduced the vast public to the long of their life, before dying March 2, 1966.
He formed a generation of pupils in the most classic tradition of the French clinical medicine and of the constitutionalist psychiatry of the XIX century. He began conceptual cases with the local psychoanalytical movement and he participated with adorned and irreverent feather in the medical and humanistic debates of his time. He was character brilliant and polemic that stimulated to an entire medical generation with his feverish activity.
Key Words: Psychiatry, History; Edmundo Rico Tejada.
"Sólo una cosa no hay. Es el olvido". J.L. Borges.
EVOCACIÓN INTRODUCTORIA
Algo inusual en él, papá llegó a casa tarde, achispado y contento: venía de compartir unos tragos con su amigo el profesor Edmundo Rico. En compa ñía de un grupo de paisanos el profesor los había invitado a su quinta "La Esperanza", y allí, luego de ense ñarles su vasta biblioteca en varios idiomas sobre medicina, literatura e historia, como un prestigitador le analizó y diagnosticó el carácter a mi tío Hernando Rodríguez basándose en un pliegue profundo de la frente, les hizo una detenida y brillante exposici ón sobre las diferentes clases de locura existentes a la época y los divirti ó con deliciosas y picantes anécdotas, hasta que se quedó dormido de la borrachera en su regio y mullido sillón de patriarca.
El relato de papá se me antojó novedoso y fascinante, y me impresionó sobretodo que contara que les había tocado limpiarle los mocos de las barbas. El contraste entre la sagrada y umbría biblioteca en varios idiomas que acreditaba la brillante erudición del profesor, y su vulnerable caída en una embriaguez vulgar y dionisíaca, determinó desde entonces mi idea esencial sobre la textura del psiquiatra: un médico humanista, bohemio y excéntrico.
Edmundo Rico era considerado entonces el psiquiatra por antonomasia, algo así como el psiquiatra del país. Y he aquí que algunos lo veían como una especie de excéntrico o de loco. De cualquier manera constituía para mí un motivo de identificación y orgullo, pues era, como yo, raizal de Sogamoso.
Años más tarde cuando, por los años sesenta, estudiaba yo medicina en la Universidad Nacional, un compañero mío lo consultó por lo que entonces calificábamos como una "neurosis a deux" exacerbada por la agitada y vana lectura de Marx, Freud y Sartre. El profesor Rico lo atendió paternalmente, le prescribió Tofranil (toda una novedad, recuerdo) y le obsequió dos delgados libritos en rústica dedicados de su puño y letra, uno para él y otro para mí, su paisano. Se trataba de La Depresión melancólica en la Vida, en la Obra y en la Muerte de José Asunción Silva, editada en 1964 por la Imprenta Departamental de Tunja. Me impresionó la delicada caligrafía como de mujer- de su dedicatoria y el que a mi compañero le pareció que el profesor ese día estaba algo ebrio. Los dos, con aquel gesto, creímos alcanzar el Olimpo mismo de las ciencias, pues el profesor Rico era ya una figura de renombre en Colombia. Por hondas y diversas razones, incluida ésta, años más tarde, mi amigo y yo, terminamos estudiando psiquiatría y soñando con ser gloriosos escritores.
A mí, Rico se me convirtió en una obsesión literaria recurrente, aunque humanamente cada vez menos clara. Alguna vez aspiré a novelar su biografía. Se han reducido tales pretensiones. Acatando la obligada brevedad de este artículo, me referiré al profesor en sus tres aspectos primordiales: médico, escritor y hombre de mundo, tomando para ello prestada la voz de quienes lo conocieron mejor: colegas, familiares y amigos.
ESTUDIANTE, PROFESOR Y JEFE DE CLÍNICA
«Nací en Sogamoso y allí pasé mi infancia -declaró mi personaje para Lecturas Dominicales de El Tiempo-. No confieso mi edad porque el que la dice es capaz de confesarlo todo. Me hice médico porque mi padre, el doctor Abel de J. Rico era un médico notable y probablemente de allí surgió mi vocación por la medicina, pese a que mi padre insistía mucho en enviarme a Italia a estudiar derecho penal». En aquella villa apacible naci ó el 8 de febrero de 1899, en el respetable hogar de Abel de J. y su se- ñora Rebeca Tejada.
El doctor Abel de J. Rico fue un galeno ilustre y bondadoso, propietario de la "Botica Nueva" situada en un costado de la plaza central, en la que atendía a sus numerosos pacientes y, a renglón seguido, les despachaba sus fórmulas magistrales. Era un personaje "venerado y querido por todos, apóstol de la caridad y del consuelo; orgulloso del espíritu público y de la erudición humanística, símbolo de honradez y médico en la más significativa esencia del vocablo". Su pío nombre perdura en una placa conmemorativa en la capilla que domina el Valle de Iraca y a la que yo subía trotando en mi adolescencia por una empinada escalera de piedra.
Lo exaltó su hijo en numerosos escritos. En Grandes clínicos del pasado en 1954 escribió: «En Boyacá, aunque ignorados como allí acaece frecuentemente hubo grandes clínicos tales como Severo Torres, Edmundo Murillo, Cristóbal Camargo, Abel de J. Rico, Aristóbulo y Félix M. Archila y Julio Sandoval>. Lo quería mucho, (le decía papacito) hablaban de medicina y de humanidades hasta altas horas de la noche y coinciden quienes lo conocieron que lo prefería a la madre, mujer altiva y algo complicada. Ella era prima de Eduardo Caballero Calderón.
Otto Rico (sobrino del profesor) la recuerda así: «Mi abuela no se dejaba coger la mano de mi abuelo antes de que se bañara tres veces con jabón y se echara alcohol, porque como él era médico, decía que la contagiaba».
Sin embargo, hablando de Luis Eduardo Nieto Caballero, se expresa noblemente su hijo: «Mutua inextinguible simpatía, lo ligó desde el principio con mis progenitores: la ecuanimidad, erudición y altruismo de mi padre, así como la gracia, desenvoltura y belleza de mi madre».
Como sogamoseño y exalumno del colegio Sugamuxi, con menudo esfuerzo puedo imaginar al joven Edmundo, mocetón espigado e hiperactivo, atormentando, curioso, por bre- ñas y caminos a mirlos y copetones entre la agreste vegetación de cactus, sauces y eucaliptus de los montes cercanos, y asaltando en sus días libre los brevos, manzanos y ciruelos de los solares tapiados del pueblo. Entre semana alarmaba ya en las aulas provincianas del viejo claustro con su precoz inteligencia.
El médico historiador Andrés Soriano Lleras lo evocaba así en un homenaje: <Estudió Edmundo Rico sus primeras letras en el Colegio de Sugamuxi, regentado entonces por el doctor Santiago F. Losada, eminente educador huilense que introdujo al país técnicas de enseñanza hasta entonces aquí desconocidas y quien influy ó mucho en la educación del car ácter independiente de sus alumnos. Durante su vida de escolar Rico se mostró siempre inquieto, pendenciero, rebelde; era muy conversador y simpático y gustaba de hacer versos, frecuentemente hirientes, lo que le trajo entonces numerosos disgustos>.
Genio y figura, pensamos. Muchos años después, su mordaz columna en el Heraldo Médico y en El Tiempo, la Balanza del caduceo, sería unas veces apasionada trinchera intelectual desde la que zahería a sus enemigos circunstanciales con ácidos sarcasmos, echando mano de la psicopatología y la retórica como de filosas armas, y otras, inspirada excusa para elogiar en adornada prosa y en páginas magistrales a sus maestros, amigos y compatriotas.
Una vez salió de la provincial Sogamoso, <una provincia asentada en la concavidad hechicera y fecunda de un valle cuyo cielo, imperturbablemente azul, tan azul como algunos cielos de Italia, convida a la paz y ayuda, como pocos a la meditación>, el joven Rico cursó estudios secundarios en el colegio del Rosario de Bogot á y medicina en la Facultad Nacional. <Me gradué de bachiller en el Colegio del Rosario. Monseñor Carrasquilla deseaba que estudiase Filosof ía. Terminé la carrera de medicina muy joven, a los veinte años, pero no pude graduarme sino a los veinticinco porque mi padre y el doctor Pompilio Martínez consideraron que estaba muy joven>.
Se graduó en 1926 con la tesis La Rabia en Colombia (denso folleto de 77 páginas), recomendada así por el doctor José María Lombana Barreneche al rector de la Universidad doctor Roberto Franco: <La importancia científica de este estudio sobre la rabia, su utilidad práctica para combatir tan terrible flagelo, y el carácter de presidente de tesis de que me ha investido el señor Rico Tejada, me hacer informar a usted, señor rector, que tal producción se eleva a un plano superior que la hace acreedora de una honorífica mención especial y a su clasificación entre las tesis que merecen conservarse y consultarse y por consiguiente publicarse>. No era sólo un cortés formalismo. La tesis es sesuda, amena y sorprendentemente bien escrita.
No son claras las razones por las cuales salió del país. Pero su desatada ambición intelectual debió ser una de ellas. Viajó a Francia y perfeccionó allí sus estudios de clínica médica y neuropsiqui átrica en París en donde permaneci ó cerca de un lustro: <había nutrido allí mi mente con la savia jugosa de Widal y Abrami, Chavrol y Claude, de Milian, Sicard y Laignel- Lavastine>. Asistió a las clases de medicina interna de maestros del temple de Ferdinand Widal y cirugía de Henri Mondor, y a las de psiquiatr ía de Georges Dumas, Henri Claude, Levi Valensi y Séller, y concurrió a los afamados hospitales de la Salpetri ère, Bicêtre y Sainte Anne.
El contacto con los grandes clínicos y maestros dejó en él huellas profundas que siempre reconoció con gratitud. De Henri Mondor, se expresó así en su discurso de posesión de la presidencia de la Academia Nacional de Medicina en 1961: «Mondor, cirujano intelectual por antonomasia, es calificado por sus pares como uno de los cirujanos que hacen retroceder a la muerte». Para comprender, por lo demás, esta admiración por el insigne cirujano, escuchemos su respuesta a la pregunta de por qué estudió psiquiatría: «A mi padre le gustaba la Psicología y yo leía sus libros, pareci éndome que esta era una rama interesante. Operaba bastante bien cuando era jefe de clínica del servicio del profesor Pompilio Martinez, pero al morírseme el primer paciente me pasó lo que a los toreros: tuve mi baño de sangre. Me explico. Cuando el torero sale dispuesto a hacer maravillas, si lo coge el toro y no es ésta su vocaci ón, se asusta y hasta ahí llega. Eso me ocurrió a mí. Me decidí entonces por la psiquiatría y la medicina interna ».
Fue en la nutricia Europa donde el futuro profesor leyó y asimiló con deleitoso provecho la Introducción a la medicina experimental de Claude Bernard; las Lecciones de clínica médica de Trousseau, Dieulafoy y Peter; los Trabajos de Pasteur, Roux, Potain y Charcot entre otros. En cuanto a sociología y psicología, Durheim, Ribot, Richete, Taine y Bergson dejaron en él sólidas y fecundas semillas.
A su regreso, y establecido definitivamente en Bogotá, no tardó mucho esta metrópoli estirada y europeizante en acogerlo con admiración como a uno de sus más conspicuos hijos y profesionales. Su fama de clínico y de curador certero de cuerpos y de almas no sólo se extendió por la geograf ía nacional, sino que traspasó pronto las fronteras nacionales. Otto Rico, su sobrino recuerda que una vez fue llamado de Brasil a practicar un experticio de un millonario a quien, con sindicación de demencia, querían despojar alevemente sus herederos. Rico lo declaró cuerdo y capaz de dirimir sus asuntos.
A la usanza médica de la época nuestro personaje dedicó su juvenil entusiasmo y su preparación a trabajar en instituciones públicas y en consulta privada. Así, al fallecimiento del doctor Julio Manrique, fue designado director del manicomio de mujeres, que funcionaba en la calle quinta, institución que él modernizó y administr ó de manera ejemplar por muchos años. En 1949, fallecido el profesor Pablo A. Llinás, Director del manicomio de Sibaté, el doctor Rico fue encargado por poco tiempo de la dirección de ambos asilos y al año siguiente se produjo su renuncia a la dirección del frenocomio de mujeres.
Su muy visitado consultorio, por otra parte, quedaba en la calle 24 con carrera 9 y después en la calle 24 con carrera 13.
Alfonso Agusti Pastor: «Redactaba peritazgos médico legales o de psiquiatr ía forense y no era óbice esta insomne actividad, para atender a una numeros ísima clientela, habiendo llegado a decirse que todo enfermo mental había sido visto o lo estaba viendo o lo vería el profesor Edmundo Rico».
Carlos Castaño: <Era un gran médico internista y atendía a los millonarios de Bogotá. Le hacían regalos suntuosos. Camacho, por ejemplo, en agradecimiento de que no le pasó cuenta, le regaló un automóvil Chrysler. Edmundo cuidó mucho a ese carro, pese a todas sus borracheras, nunca lo estrell ó>.
Luis Jaime Sánchez: «Poseía lo que se llama el ojo clínico. Casi sin mirar al paciente le hacía un diagnóstico muy preciso. Tenía la sabiduría de un libro y con su intuición clínica le decía al paciente qué tenía>.
En aquella época Santa fé de Bogotá era aún una ciudad sin pretensiones excesivas de metrópoli. Nada más natural y esperable entonces que el distinguido clínico iniciara un pronto y meritorio ingreso a la cátedra universitaria.
Alfonso Agusti Pastor: «De regreso al país se acogió a los concursos en buena hora implantados en le facultad de medicina por el rector Carlos Esguerra, de quien fue Jefe de Clínica en un servicio de Medicina Interna. Posteriormente obtuvo el título de Profesor Agregado en Psiquiatría en un concurso en que el jurado examinador fue presidido por el entonces profesor de la materia, doctor Maximiliano Rueda».
Humberto Rosselli: «Fue profesor de psicología en el Externado de Derecho y en la Universidad Nacional. En 1934 presentó concurso para profesor Agregado de Clínica Neurológica y Psiquiátrica. En 1938 fue elevado a la categoría de Profesor Titular de Clí- nica Médica, cargo que desempeñó hasta 1953».
Y la cátedra le proporcionó a este hombre esencialmente verbal y pedagogo nato, la oportunidad de ense- ñarle a los suyos, en el estilo brillante que lo caracterizaría siempre. En aquella oportunidad, con motivo de su nombramiento, comenzó así su discurso: «A semejanza de aquellos centinelas descritos por Lucrecio en las fiestas nocturnas de Grecia, centinelas apostados de trecho en trecho, y cuyo papel consistía en recibir la antorcha simbólica para transmitirla luego en manos del relevo próximo, así, tócame ahora recibir la antorcha profesoral de la Clínica Médica, exhibida y transmitida sucesivamente, con brillantez meridiana, en este devenir breve y fugaz como el rito hel énico de las lampadoforias por Josu é Gómez, por Lombana Barreneche y Canales, entre los muertos, por Carlos Esguerra y Miguel Jiménez López, entre los vivos».
Personalidad exuberante e histriónica, Rico solía a veces asistir a sus conferencias vestido de un atuendo que le prestaba majestad profesoral y mefistofélica: largo capote y alón sombrero negro y en su diestra un blanco indicador de marfil. Preguntado sobre el por qué del gesto, respond ía que así debía enseñarse la gaya ciencia «con cetro de insigne marfil»".
Luis Jaime Sánchez: «Como profesor fue muy brillante, un catedrático que sabía de literatura, filosofía, arte y hacia su clase muy agradable porque no sólo era un médico sino un humanista. Cualquiera fuera el tema, él siempre buscaba una manera amena con anécdotas, ejemplos a veces mordaces, hasta el punto de que uno a veces se salía a reír de las cosas ingeniosas que decía».
Padre Benjamín Agudelo: «Tenía una voz atiplada. Cualquier día dictó una conferencia y se la grabamos. Unos meses más tarde cuando estábamos en una reunión escuchamos la cinta y el doctor Rico preguntó quién era el marica que estaba hablando. La gente se sonrió y cuando le dijeron soltó la carcajada. Es que tenía apuntes geniales. Una vez se fue de la Plaza de Bolívar a la Plaza de Santander y al regreso me dijo: Me encontré con una multitud de individuos. Pásmese usted: el 98% tienen cara de asesinos ».
Andrés Soriano Lleras: «Sus enseñanzas eran famosas. Además de las citas de los grandes maestros de la literatura, especialmente de la francesa, solía poner ejemplos, muy cáusticos a veces, de personas actuantes en nuestros círculos políticos, médicos o sociales, no siempre favorables a quienes, sin saberlo, servían para recordar a los estudiantes del notable psiquiatra, una neurosis o una psicopatía».
Humberto Rosselli: «El doctor Rico continu ó en la docencia de la Facultad de Medicina en su cátedra de clínica médica hasta 1953 en que su disposici ón reglamentaria se opusó a que un mismo docente ejerciera dos asignaturas como profesor titular, y en su cátedra de clínica psiquiátrica hasta 1959, en que renunció junto con un buen número de los antiguos profesores en protesta por las reformas universitarias que entonces implantó el decano Raúl Paredes Manrique. La Universidad Nacional le confirió el título de profesor honorario en 1962». Fue por esta época que fue llamado como director de la Clínica La Paz por los hermanos de San Juan de Dios, posición que conservó hasta su muerte.
Carlos Castaño: «Luego que salimos todos del asilo de locas en 1950 el doctor Rico se dedicó a dirigir la Clí- nica de La Paz, de los hermanos de San Juan de Dios. Me pidió que lo ayudara en la organización de esa institución y lo acompañé dos años como subdirector. Era una clínica muy grande y muy linda. El doctor Rico siguió de director».
Padre Benjamín Agudelo: «Nosotros lo llamamos a trabajar con la Comunidad y cuando pasé allí de superior nos entendíamos muy bien y nos trataba con mucho respeto. Estuvo con nosotros hasta que murió. Jamás pensamos en prescindir de él. Lo seleccionamos por su prestancia, era no sólo un gran médico sino un hombre de letras y tal vez la primera autoridad en psiquiatría del país».
Parece una breve parábola laboral y académica. Había transcurrido en verdad medio siglo en el cual el profesor, en plena madurez, ejerció como médico y catedrático en el país, despertando controversia siempre, pasando desapercibido nunca.
PSIQUIATRÍA Y PSICOANÁLISIS
Por aquellos años, importantes figuras de la psiquiatría descollaban en el panorama médico del país: Alfonso Martínez Rueda, Mario Camacho Pinto, Félix Enrique Villamizar, Alfonso Agusti Pastor, Hernán Vergara, entre otros. Y empezaba a consolidarse una nueva y brillante generaci ón, formada a la sombra inevitable y generosa del profesor Rico. En uno de sus artículos dedicado a Mario Camacho Pinto dice: <Pláceme sobremanera reconocer públicamente las cualidades de Mario Camacho. Cómo me siento orgulloso de tenerlo nuevamente como colaborador en el frenocomio de mujeres en cuyos servicios y en los tres años que llevo como director, se ha logrado formar contra tirios y troyanos, psiquiatras y auxiliares de psiquiatría dignos de este nombre, tales como Marco A. Castro Rey, Ariel Durán, Ricardo Azuero, Luis Callejas Arboleda, Enrique Darnalt, Carlos Castaño Castillo, Hernando Groot, Alvaro Rojas García, Andr és Rosselli, Augusto Palacio y Luis Martín Dávila>. Omitió en esa lista -¿olvido inconsciente?- a Alvaro Ló- pez Pardo, Alvaro Villar Gaviria, Guillermo Arcila Arango, Roberto Serpa Flórez, J. Andrés Didier, Carlos Plata, Humberto Rosselli, Tufik Meluk y otros maestros que ahora se me escapan.
Porque simultáneamente y bajo la égida de los doctores José Francisco Socarrás y Arturo Lizarazo se creaban entonces la Sociedad Colombiana de Psicoanálisis (1956) y posteriormente la Asociación Psicoanalítica Colombiana (1962), escuelas que revolucionaron las ideas en boga sobre la enfermedad mental en el país y por supuesto el modo de ejercer la profesi ón psiquiátrica en Colombia.
En pleno auge mundial del prestigio de Freud, introducían, con medio siglo de retraso, el ejercicio formal de la psicoterapia psicodinámica, a trav és de un grupo entusiasta de psicoanalistas colombianos, entre ellos algunos discípulos de Rico. Este, siendo básicamente un internista formado en la escuela clínica francesa, esc éptico a rabiar de las poco tangibles y verificables teorías freudianas y celoso de su propio poder, habría de librar feroces batallas académicas y verbales contra los advenedizos psicoanalistas, hasta el punto que rompi ó finalmente con algunos de sus discípulos más queridos, por la grave falta de apostasía.
Luis Jaime Sánchez: «Edmundo era un hombre de pasiones muy fuertes. A él había que quererlo u odiarlo, no había término medio. Tenía una manera de pensar muy propia en todo: en política, en religión, en literatura. El que no pensara como él, el que le caía mal, Edmundo lo volvía pedazos. La gente le tenía pánico».
Temperamentalmente apasionado Rico cultivaba, con el mismo voluble ardor que dedicó al conocimiento, amores y odios. El psicoanálisis constituy ó históricamente uno de sus odios. Con el profesor José Francisco Socarrás, por ejemplo, terminó distanciado y enfrentado. Mientras en 1944, a raíz del prematuro fallecimiento del Doctor Gómez Pinzón, Rico llamara a Socarrás a remplazarlo como encargado de la cátedra de psiquiatría, más tarde, en 1952, cuando Socarrás volvió de su entrenamiento psicoanalítico en Francia, en un artículo satírico titulado Psicoaná- lisis y Lobotomía -escrito a propósito de un sonado debate público-, no dudó en llamarlo la "Josefina Baker del Psicoanálisis".
Satirizó desde entonces implacablemente a los psicoanalistas: «El más profundo y erudito a mi entender es Ariel Durán Solano -escribía-. Tambi én está dando pruebas de pericia freudiana el doctor Angel Villegas y bien entendido que los doctores Lizarazo y Socarrás trasiegan con provecho y constancia por los fructíferos socavones de la vida interior>. Y agregaba: <La inmensa mayoría de los discípulos de Freud son intocables, particularmente los pontífices o autopontífices, porque en psicoaná- lisis también hay auto nombramientos «.
A lo largo de 1959, en artículos polé- micos la emprendía contra los psicoanalistas bogotanos: <Quienes pensamos, con algún fundamento idealista, que los psiquiatras del mañana serán más comprensivos y desinteresados con la locura universal, confiamos, igualmente en que los psicoanalistas venideros, despojados entonces del untuoso culto mitológico y arcaico rendido al demiurgo Freud, se acerquen hasta las cavernas abismales de lo inconsciente con menos inmodestia que hogaño, ofrendando ya sin ambages, su egolatría postiza al servicio de la humanidad>.
Esta batalla intelectual perdida con los psicoanalistas fue una de las tantas, grandes y chicas, que al final lo fueron aislando de colegas y amigos. Mientras el país lo leía, consultaba y admiraba, entre sus colegas era estigmatizado e incluso ridiculizado. Abiertamente se llamaba a su columna "La balanza del caduco".
En 1980 al calor de unos tragos y de una chimenea, Carlos Castaño Castillo, uno de los pocos amigos que lo acompañó hasta último momento, me confesaba con tristeza: «Cuando Edmundo murió estaba completamente solo».
Luis Jaime Sánchez: «Sus enemigos fueron los psicoanalistas. El doctor Rico siempre se opuso a la filosofía del psicoanálisis por la sexofronía de Freud. Cuando empezaron a llegar los primeros psicoanalistas, Pastrana y Carlos Plata entre otros, vimos el peligro con Edmundo de cómo el psicoan álisis venía a invadir el país. Nosotros considerábamos en esa época que el psicoanálisis había sido creado para otra gente, pero no para nosotros, países subdesarrollados, en los que no tenía nada qué hacer. Lo consider ábamos peligroso por sus planteamientos.
Entonces planeamos una serie de conferencias en la Universidad Javeriana sobre por qué el psicoanálisis no era para Colombia. Fue un escándalo. Hubo conferencias contra los psicoanalistas y peleas académicas muy interesantes entre los pros y los contras. Fuimos muy ingenuos en creer que con unas conferencias se iba a parar la ola de psicoanalistas que eran ya un fenómeno mundial. Les hicimos fue un bien porque el psicoaná- lisis empezó a difundirse por culpa nuestra. Fue una batalla perdida>.
Alvaro Villa Gaviria: «Rico era una persona muy brillante, pero de una cultura bastante superficial, porque no sabía profundamente de nada. Conoc ía algo de literatura, un poco de historia, algo de poesía y nada de música, había viajado algo por Europa. Era un hombre sumamente inteligente, pero muy despiadado con los colegas y con los alumnos. Yo creo que hizo mucho en contra de la evolución de la psiquiatría porque, poseído por odios muy violentos, se opuso profundamente al psicoanálisis».
Carlos Plata: «Es una paradoja que Rico haya atacado tanto al psicoaná- lisis, si los psicoanalistas nos formamos con él, como es el caso de Rosselli, Plata, Ayala, etc, que fue como la segunda generación del psicoanálisis. Conmigo no se peleó, pero por otras razones, de gratitud, por un paciente ».
Humberto Rosselli: «En sus concepciones psiquiátricas se guiaba especialmente por las obras de Achiles Delmas y Marcel Boll (La personalidad humana: su análisis) y Maurice de Fleury (La angustia humana y Los locos, los pobres locos y la sensatez que nos ense- ñan). Aceptaba entonces que en la constitución humana existen como disposiciones efectivo-activas (originada en las tendencias instintivas) la avidez, la bondad, la emotividad, la actividad y la sociabilidad, cuyas fluctuaciones, en el sentido de hipertrofias o atrofias, unidas a las aptitudes intelectuales, memoria, imaginaci ón y raciocinio, dan el temperamento de cada uno».
En 1959, a propósito de la aparición del libro La Misión de Sigmund Freud, Rico escribió en su Balanza del Caduceo: «Así, de esta manera, desgarrado el telón olímpico de la idolatría del venerado santuario del demiurgo austríaco, ha venido a saberse que Freud, a despecho de su inteligencia inmensa, era un ser de carne y hueso, un hombre como los otros. Un ser psicasténico, aquejado de obsesiones y fobias, inseguro y ansioso, cuya existencia osciló entre amenazas, peligros imaginarios y supuestas traiciones; un hombre en fin, según lo afirma Fromm, víctima de la neurosis. Cabe suponer que con la lectura del sensacional e impresionante libro sobre la Misión de Sigmund Freud, la iracundia, el furor sagrado, las explosiones y contorsiones fanáticas de los psicoanalistas ortodoxos del orbe entero, será catastrófica».
Descontados los elementos visibles de su vanidad y su poder heridos, ¿qué otros alimentaron su fiera oposici ón al freudismo?
Vemos hoy que Rico fue pues un protagonista de la crisis del naturalismo y del racionalismo cartesiano a ultranza. El panorama psiquiátrico se repartía entonces entre la orientación clínica heredada de los alienistas del siglo anterior y las afirmaciones psicopatol ógicas de Freud y sus discípulos. Entre ambos sectores reinó en el mundo entero una franca oposición y sus miembros se combatían con acritud.
La filosofía, desde un siglo antes, hab ía comenzado a flaquear en su certeza de una concepción antropológica centrada en la razón y en el conocimiento claro y preciso. Para Rico aceptar la movediza realidad de lo inconsciente y su influencia psíquica, suponía toda una novedad: el hombre no era como parecía o decía ser. Arrogante profesor de una psiquiatr ía constitucionalista, descriptiva y fenomenológica enraizada dentro del corpus médico clásico, insertada en el biologismo y en el cientifismo reinante, se opuso con todas sus armas a que de tan seguros predios la sacara el vaporoso psicoanálisis.
En Colombia él lideró valientemente la defensa de la psiquiatría médica y clínica. Hoy, a comienzos del nuevo siglo, el colosal progreso del nuevo biologismo, triunfante frente al idealismo de un psicoanálisis que, habiendo legado al mundo lo mejor de sí, languideció con el siglo, pareciera darle en parte la razón a este aguerrido maestro.
LITERATO, PERIODISTA Y HOMBRE PÚBLICO
Aunque Rico no fue un escritor prol ífico (sólo publicó un pequeño libro), figuró a nivel nacional como columnista y escritor brillante y polémico. Incisivo, adornado y eficaz comunicador, cautivó a una diversa generaci ón de leales lectores. Rico escribía con donosura, con un estilo linajudo y clásico, grávido de citas, metáforas e ironías.
¿Cuáles fueron, pues, sus fuentes prístinas, sus cardinales influencias literarias? El mismo nos lo dice. En "La Voz de Bogotá", del radio semanario de la época dirigido por Felipe Lleras Camargo, oigámoslo de viva voz:
«Desde muy niño, apenas supe leer despertóseme una verdadera obsesi ón por la lctura. Julio Verne, Gaboriau y el vizconde Ponson Duterrail, eran mis autores predilectos. Años más tarde influyeron, definitivamente en mi afición a la literatura, con sus bondadosos consejos y estímulos Eduardo Santos y Calibán. El gestor de la Danza de las Horas posee una estupenda cualidad: presta los libros y luego no los reclama. Sin embargo, y lo confieso sin falsa modestia, no soy literato. De aquí que los facultativos digan, a este respecto, que soy mejor literato que médico, al paso que los literatos, o los que tales se creen, afirman que soy mejor médico que literato. Estimo, pues, que ambos bandos tienen la razón».
¿Cuál fue el primero de sus escritos que vio la luz pública?
«Un cuento titulado La Venganza del Toro, aparecido en Bogotá Cómico, de Víctor Martínez Rivas y que ilustró Pepe Gómez. Recuerdo que al ver en letra de molde esta primera producci ón mía, la leí el mismo día más de cincuenta veces. A la tarde siguiente invité al famoso cronista taurino Valerio Grato para leérsela al calor de unas cervezas. A la octava o novena lectura mi amigo me puso un ojo negro a tiempo que me decía: "esta no es la venganza del toro, sino de la vaca».
¿Cuáles han sido, a su juicio, los colegas de usted que sin abandonar la ciencia han tenido grande éxito en la literatura universal?
«El porcentaje es bastante crecido. Básteme con citar a Osler, Aldous Huxley, Xavier Bichat, el filósofo fisi ólogo y escritor admirable acerca de las investigaciones sobre la vida y la muerte; a Sherington y a Cushing; al alemán Virchow en su apasionante libro sobre la Anatomía celular; al italiano Pende en sus asombrosas páginas científico literarias atinentes a esa tierra de promisión que son las glándulas de secreción interna; a Charles Nicole y al ruso Pavlov en el realismo novelesco de sus reflejos condicionados; a Georges Duhamel, Ram ón y Cajal y a don Gregorio Mara- ñón; a las geniales páginas clínicas de Trousseau, Charcot y Maurice de Fleury; a Axel Munthle, a Henry Mondor y René Leriche, y en fin, al argentino José Ingenieros, de quien dijera el cirujano escritor Ramón Mej ía que "acompaña en sus excursiones terroríficas a Dante, medita con Spencer, delira con Nietzche, y se embruja con D´Annuncio».
¿Cuáles son sus autores predilectos nacionales y extranjeros?
«Para referirme únicamente a los actuales, admiro a Hernando Téllez y a Calibán. Asimismo soy un fervoroso de Eduardo Caballero Calderón, de Klim, de Maya y de Juan Lozano; del maestro Sanín Cano y de Luis Eduardo Nieto Caballero; de López Narv áez y Jaime Posada, así como de don Luis Zulueta a quien y todos consideramos como un hijo de Colombia. Entre los autores extranjeros profeso culto inextinguible por Balzac, Dostoyevsky, Shakespeare y Tolstoi. Así mismo admiro intensamente a don Benito Pérez Galdós, a Dickens, a Paul Bourget, a Tomas Mann, Proust, Somerset Maugham, Anatole France, Zweig, Colette y André Gide».
¿Cuál le parece la figura más sustantiva de cada una de las cuatro últimas generaciones colombianas?
«De la generación del centenario, ninguna tan sustantiva y serena como la del profesor López de Mesa. De la generación de los nuevos tengo la más alta predilección por Alberto Lleras Camargo. En poesía por Maya y Juan Lozano, por Ángel Montoya y López Narváez. De los piedracielistas aprecio a Carranza, Camacho Ram írez y Jorge Rojas. Y en cuanto a los cuadernícolas ignoro cuál ha sido su suerte, porque hace ya tiempo que no visito el manicomio de Sibaté".
En Anales Neuropsiquiátricos nos da otra clave: «A Luis Eduardo Nieto Caballero debo mis esporádicos escarceos periodísticos. Y aunque no soy ni he pretendido nunca autobautizarme literato, ello no es óbice para que la gratitud sea eterna con este hidalgo amigo". Gaya lección, cuenta, le dio LENC, cuando hacía sus primeros pinitos: "Siga trayéndome siluetas de los profesores de la Facultad de Medicina le dijo-, si considera que debe atacarlos o criticarlos, hágalo, pero con elegancia, decencia e ironía y defiéndase si sus adversarios replican en la misma forma". Vaya si el aventajado discípulo siguió al pie de la letra su consejo.
Humberto Rosselli paisano y amigo de familia dice a este propósito en su Historia de la Psiquiatría en Colombia:
«Sus numerosos escritos pueden agruparse en cuatro campos: trabajos clínicos y científicos, estudios psiqui átricos y literarios de personalidades históricas (que él llamó psicosiluetas); semblanzas de grandes mé- dicos colombianos y extranjeros, y comentarios periodísticos y críticos de la actualidad médica nacional. Entre sus interpretaciones histórico psiqui átricas, en que se movía con verdadera delectación al reconstruir el pasado temperamental y circunstancial de sus personajes para colocarlos bajo su lente clínico, fueron notables sus estudios sobre Stefan Zweig, Ricardo Rendón, Eduardo Castillo, Luis Ignacio Andrade, Savonarola, Edgar Alan Poe, Simón Bolivar».
«Respecto a las semblanzas de grandes médicos colombianos y extranjeros, casi no hubo antiguo profesor de la facultad a quien él no retratara literariamente. Entre elogios académicos y artículos necrológicos son memorables los que dedicó a Francisco Gómez Pinzón, Zoilo Cuellar Durán, Rafael Ucrós, Roberto Franco, Maximiliano Rueda, Julio Manrique, entre los nacionales y entre los europeos a su antiguo profesor Henry Mondor, Gregorio Marañón y al distinguido oftalmólogo español José Ignacio Barraquer, quien le practicó iridectomía bilateral para cataratas en 1957 y cuya candidatura sometió vanamente a la Academia Nacional de Medicina».
Constituye con sólo un placer de rememoraci ón histórica la lectura de sus columnas de Balanza del Caduceo, en las que aborda todos los temas, mas a mi juicio algunas sus mejores páginas -sin límite de extensión- se encuentran en los Anales Neuropsiqui átricos, revista creada y publicada por él y que sobrevivió en 60 números interrumpidos desde 1942 hasta 1960. Allí publicó discursos y ensayos que por su extensión no tenían cabida en las páginas de El Tiempo o El Espectador.
En la prosa de Rico adivinamos adem ás algunos de sus lectores, sin pretensiones críticas, entre muchas otras influencias ignoradas, como lo decía alguno de sus amigos, la amenidad de Maurois, la sutileza y minuciosidad de Proust, la crudeza hiperbólica de Rabelais, la ironía filosófica de Voltaire, la lógica gala de Descartes, la guasona pero profunda humanidad de Molière, la sublimidad de Corneille y de Bossuet. En fin la de Francia, su segunda patria.
Rico era como todo gran lector, insomne, ávido y desordenado.
Carlos Castaño Castillo: «Edmundo ten ía una particularidad, que no dorm ía. Y esto era fabuloso para él. Ten ía libros de todos los temas y se pasaba las noches leyendo y subrayando los libros y escribiendo anotaciones al margen. Él todo lo asimilaba, con una gran inteligencia. Amanecía leyendo. Tenía una vasenilla grande que amanecía llena de orines y de colillas de cigarrillo. Fue un bibliófilo que leía cuantos libros que llegaban al país. Gran lector de los autores franceses, tenía una biblioteca científica maravillosa y otra fabulosa de poetas románticos».
Así pues, su fama de clínico riguroso y afortunado lo había llevado a la cá- tedra, y allí, al expresarse libre y calculadamente como un actor, sus palabras dejaban ecos, resonancias, porque no era simple charla lo que ofrec ía, sino lenguaje, idioma puro, conocimiento bellamente expresado. Literatura, en síntesis, por antonomasia. Su éxito verbal lo condujo entonces al periodismo y éste a un prestigio de erudito y humanista que celebrado y reconocido en su pueblo, lo llevaría inevitablemente a la participación en política. Así, dentro de su faceta de hombre público de la época, no pod ía faltar su activa incursión en polí- tica: fue parlamentario por su tierra, de 1936 a 1943.
Carlos Castaño Castillo: «El fue representante a la cámara por Boyacá. Gozó mucho esa época que para él fue maravillosa. Iba a la cámara echaba sus discursos, tomaba trago con los otros representantes, conoció mucha gente. Claro que nunca lo volvieron a reelegir».
Humberto Rosselli: «Era muy amigo del doctor Alonso López Pumarejo, del doctor Eduardo Santos, del doctor López de Mesa, de los políticos de esa época. Como representante a la cámara participó como opositor en el debate del certificado médico prenupcial que querían imponer, lo combati ó y no lo dejó aprobar. Participó en el debate de la Universidad Nacional una vez que hubo una huelga universitaria y cayeron el decano de medicina, el rector y el ministro de educación, él llevó la voz cantante en la cámara. Era muy buen parlamentario, excelente orador, no le ayudaba mucho la voz que era como chillona, pero así como escribía hablaba».
Tuvo muchos amigos en la política. Con Gabriel Turbay fue condiscípulo de la Facultad de Medicina, Cuando viajó a Francia una segunda vez, él lo remplazó en su consultorio privado ubicado entonces en la carrera 9 entre calles 16 y 17.
La política fue otra plataforma pedag ógica. Siempre estaba hablando: con el amigo, con el discípulo, en el peri ódico y en el parlamento. Y ense- ñando siempre.
BAJO EL SIGNO TRÁGICO DE BACO
Edmundo Rico era, en consenso, un hombre bien parecido. De elevada estatura, de mirada viva y de complexi ón robusta, bien formado, algo encorvado y con una frente dilatada y enérgica. Con su nariz recta, su tez pálida, sus dedos alargados, tenía una figura aristocrática, distinguida y una simpatía desbordante y atrayente para hombres y mujeres. Era un hombre refinado y gentil, un personaje de sociedad, delicado en sus maneras, un intelectual de salón. Vanidoso en extremo, a este varón selecto le gustaba vestir muy bien, elegante, con ropa, camisas y corbatas finas, casi siempre corbatín.
Alfonso Agusti Pastor: «Era un hombre apuesto, de modales señoriales y de verbo irreverente y mordaz. A pesar de ser leptosómico, su psicología correspondía a un extrovertido con ribetes de excitación constitucional; este rasgo psicológico explica su prodigiosa actividad».
El doctor Alberto Lleras, su amigo de vieja data, lo había definido acertadamente como un hombre pasional.
Pero esta exuberancia de animal social lo llevó a ser un bebedor fuerte. De chispa rápida y de verbo lúcido, con el fuego de los primeros whiskies se convertía en el centro obligado de atención social, gárrulo y encantador, hasta que se emborrachaba.
Carlos Castaño Castillo: «Entonces comenzaba a decir bobadas y cosas desagradables y si había comenzado a beber en el Jockey o en el Gun Club, terminaba en cafés o donde fuera. En el Café Victoria, el Café Inglés, el Café de La Paz, el Café Martinón. Se emborracha en el Jockey, sitio dilecto de sus simpatías sociales, y se venía caminando por la séptima, entraba a los cafés y molestaba a los estudiantes sentándose en las mesas, les daba trago, les decía cosas, echaba discursos. Hablaba mucho, nunca dejaba de hablar. Le gustaba esa vida de bohemio ».
Humberto Rosselli: «Era un individuo muy sociable, muy simpático, muy agradable, de una conversación chispeante. Claro que cuando se pasaba de tragos se ponía necio, y la gente le sacaba el cuerpo porque se ponía pesado en sus bromas, pero aparte de esos momentos era un individuo de gran éxito social, de gran mundo y la sociedad bogotana lo quería y lo consent ía".
Calibán: «Tenía Edmundo Rico una abscóndita vena sarcástica de fino y amargo humor, que en veces se le exaltaba. Era entonces un espectáculo intelectual lo incisivo de sus certeras críticas. En veces se dejaba llevar por su temperamento e incurría en excesos violentos. Pero tenía la hidalgu ía de rectificar y la gallardía de confesarse equivocado. Porque en medio de ese aparato emocional de sus vehemencias, había un alma de niño sorprendido cada día ante el milagro de la vida. Y se acercaba a las gentes sobre toda a sus pacientes con piedad y comprensión».
Otto Rico: «Lo que más le gustaba eran sus reuniones sociales en el apartamento. Le gustaba el whisky. Y escribir. Recuerdo cuando yo vivía con él, lo oía hasta altas horas de la noche con la máquina de escribir. Leía much ísimo. Le gustaba comer muy bien, platos especiales, internacionales, yo nunca lo vi comiendo cocina colombiana, mazorca o sancocho, ni siquiera ajiaco. Le hacían muchos souflés y le gustaban mucho sí las brevas con arequipe. Siempre tomaba el vino y el agua en copas de plata, decía que así sabía más agradable todo. Le agradaba la música clásica sobre todo Bethoveen, a quien le decía Luisito. Siempre, durante el almuerzo, ponía a Bethoveen o la radiodifusora nacional. Pero en la tarde no le podía faltar el whisky».
El culto a Baco dejó huellas en su vida y ayudó a minar su vida familiar y su salud física. Su señalado temperamento volcánico, su inteligencia, su distinción y su erudición de insomne fueron los elementos que catapultaron, sin duda, su envidiable éxito social. Pero estos mismos rasgos, condimentos esenciales de su encanto, le acarrearon terrenales problemas, cuando el dios le atizaba las entretelas indomeñables de su carácter.
Carlos Castaño Castillo: «Él llegaba muy borracho y nunca tenía llaves de la casa. A las dos o tres de la mañana empezaba a timbrar y a gritar: Francisca ábrame, Francisca me orino y llegaba Francisca al fin y le decía, Francisca me oriné y ella tenía que ba- ñarlo. Francisca era una mujer vieja, fea, india, abnegada, una sirvienta de la época. Le tenía mucha confianza. Toda la plata de la consulta la guardaba ella en un baúl y Edmundo le decía: Francisca una botella de whisky, saque del baúl y mande por una, Francisca venga hacemos cuentas. En ese tiempo la consulta costaba veinte pesos. Cuando murió Edmundo la esposa echó a Francisca ese mismo día, se encerró en el apartamento, se apoderó de todo, alegando que como su hija se había muerto ella era la heredera ».
Su accidentado matrimonio había durado poco. Luego de separarse de su esposa Isabel Camacho, sostuvo con ella una continuada batalla campal y legal por su la custodia de su hija Amparito, a quien adoraba. Se relatan violentas anécdotas. El abogado de la esposa, el "sapo" Gómez estaba una vez en la "Terraza Pasteur ", cuando fue avistado por Rico. Se le abalanzó sobre éste y le mordió una oreja, como vesánico y alterado Van Gogh. Después al abogado ya no le dijeron "sapo" Gómez, sino "sobrado de Rico".
Rico descubría en las cosas su lado humorístico, lo que revelaba, su sentido trágico. Y la tragedia golpeó cruel y paradójicamente la vida del profesor con el suicidio de su hija Amparito en un hotel de ciudad de México. Había sido su niña mimada, la luz de sus ojos, pero quiso el destino que desarrollara un maligno proceso esquizofrénico, para el cual ni siquiera su padre, el magnífico curador y psiquiatra, pudo hallar alivio.
Padre Benjamín Agudelo: «Su esposa se llamaba Isabel. Se separaron. Una vez en un hotel elegante de esa época (Hotel Granada) le pegó a ella delante de toda la gente. No sé los motivos. Pero en cambio adoraba a la hija. La niña era loca y se suicidó. Un día él me llamó y me dijo padre, se me murió la niña, se suicidó. Fue muy duro para él».
Carlos Castaño Castillo: «El doctor Rico la quiso muchísimo, él vivió para esa muchachita y peleó por ella. Se separ ó cuando la niña estaba muy chiquita, demandó a la señora, quiso quitarle la niña y finalmente se la quitó y la mandó para el Canadá a estudiar y luego a México. La muchachita era muy linda, consentida y desquiciada. Se aprovechó mucho del papá, lo fregó mucho, fue un desastre en su vida que lo afectó enormemente».
Pese a todo el profesor hasta sus últimos días conservó su fino sentido de humor, sus lúcidos sarcasmos y una espléndida apariencia.
SU MUERTE
No llegaba a los setenta años cuando Edmundo Rico murió inesperadamente el 2 de marzo de 1966.
Carlos Castaño Castillo: «Un buen día él creyó que le había pasado algo en la cara, un médico le dijo doctor Rico, ¿por qué está tan colorado, qué le pasa? El se asustó mucho, se miró al espejo, el colega imprudente le reiter ó que estaba muy colorado. El doctor Rico era muy aprensivo, se afanaba mucho por todo, era muy vanidoso y naturalmente que le dijeran que estaba mal le produjo una reacción, se tomó un antialérgico, un Fenergán posiblemente, siguió preocupado y se fue para la casa y se tomó una pastilla y otra. Por la tarde se mandó aplicar de Francisca una morfina y parece que entró en coma hepático. Entonces los curas de San Juan de Dios le mandaron un catre de enfermo al apartamento y dos enfermeros que le colocaron suero. El catre estaba en la sala pero no llamaban a un médico, hasta que Francisca me avisó al consultorio y fui a verlo. Lo encontré muy malo y pregunté qué le estaban haciendo, quién lo estaba viendo. El doctor Rico estaba grave, yo sabía que él era capitán retirado del ejército y tenía derecho al Hospital Militar. Lo llevé al hospital y allí estaba el doctor Agustín Pastrana su discípulo. Se hospitalizó en el Militar y ahí lo vieron otros médicos, entre ellos el doctor Hernando Rubiano, otro alumno de él".
Luis Jaime Sánchez: «Un día me llamó Francisca muy temprano, me dijo véngase ya para la casa. A mí se me hizo muy raro, pregunté qué paso. Se había muerto. Cuando llegué estaba recostado en la cama, antes de mí había llegado el doctor Carlos Casta- ño Castillo. El médico que lo vio verific ó que la muerte se había debido a un coma hepático».
La noticia de su muerte conmovió al país. El día de sus funerales, se citaron en nutrida y emocionada concurrencia más de mil personas de diversa condición social en la capilla de la clínica Nuestra Señora de la Paz. Emocionados oradores amigos lo despidieron ante el féretro haciendo cada uno una elogiosa aproximación a la personalidad de Rico y echando al vuelo los ecos de su leyenda: Guillermo Uribe Cualla, Jorge Cavelier, Humberto Rosselli, Pío Gómez, Rafael Peralta, pronunciaron sentidas palabras. Manuel Prada Sarmiento le dedicó el siguiente poema:
"Vete tranquilo por los caminos donde ya no hay huellas. Tus pasos las dejaron bien grabadas en el sendero de tu vida plena. Vivas están esas tortuosas sendas por las que tantos se apoyaron En la muleta de tu inmensa ciencia".
Calibán escribió en los días siguientes: «La inteligencia de Edmundo Rico no cabía dentro de lo normal. Era un abismo luminoso. No fue un hombre feliz. Sufrió grandes amarguras. La trágica muerte de su hija única, a la que adoraba, fue un golpe del cual nunca pudo recuperarse. Edmundo tenía un demonio interior que torcía su voluntad y su mente. Había en él, como en todos los psiquiatras y los genios, cierta brizna de locura. Lo cual no le impidió, sino todo lo contrario, ser uno de los profesionales que dejó en la medicina colombiana huella más luminosa».
Me parece que citaba a Tirso de Molina: «No hay sabio que un poco, si a Platón damos fe, toque en loco». Y de alguna manera la estrofa de Manuel Machado: «Fue elegante, fue hermoso y fue artista, inspiró amor, temor y respeto».
Al terminar sus funerales, sobrecogidos y llorosos los presentes vieron partir la carroza mortuoria que conduc ía su cuerpo a la tierra de sus ancestros, cumpliendo así su voluntad de ser enterrado en las amadas tierras de su finca «La Esperanza», junto a la tumba de su perrita "Frufrú", que él mismo había cavado amorosamente.
La finca es hoy propiedad de la empresa Bavaria y, cuando hace años la visité para conocer sus aposentos y husmear los aires tranquilos del pasado, había sido remodelada, aunque conservaba aún algunos muebles y armarios con las iniciales de su antiguo dueño: E.R.T.
En su salón biblioteca, ahora despojado de libros y de obras de arte, aún permanecía vivo, como un fantasma, el ambiente sacro e intemporal de largas horas de conversación, meditaci ón y estudio.
Al frente se levantan en la actualidad las instalaciones de la inmensa cervecer ía que le restan, por contraste, majestad a la hermosa quinta. La casona se divisa a la derecha de la angosta carretera que conduce de Duitama a Sogamoso y cada vez que paso de visita al terruño, contemplo su tumba jardín, pequeña y rectangular, cercada por una verja y oculta ahora por un tupido y oscuro bosque de pinos y eucaliptos. Y recuerdo que un día, en aquella casona colonial, el profesor enseñó a mi padre su biblioteca, sus objetos de arte, su verbo, su brillo y su miseria, dando origen sin saberlo, a través de una de esas misteriosas hendijas del tiempo, a otra accidentada vocación médica y literaria y a este breve y afectuoso recuerdo, muchos años después.
AGRADECIMIENTOS
A los doctores Humberto Rosselli, Carlos Castaño Castillo, Carlos Plata, Otto Rico, Jorge Sánchez, Manuel Prada Sarmiento, Alvaro Villar Gaviria, Luis Jaime Sánchez, Alfonso Agusti Pastor, Hernán Vergara y al padre Benjamín Agudelo por sus amables entrevistas.
Al señor Jorge Villa por su investigaci ón periodística de 1986 a 1987.
BIBLIOGRAFÍA CONSULTADA
"Balanza del Caduceo", 145 artículos publicados en el Diario El Tiempo entre 1937 y 1966. [ Links ]
Revista "Anales Neuropsiquiátricos", 50 artículos. [ Links ]
"Revista Médica" de la Academia Nacional de Medicina. [ Links ]
"Revista Colombiana de Psiquiatría". [ Links ]
Rico Tejada Edmundo. La Rabia, Estudio de la enfermedad y de su tratamiento científico en Colombia, Universidad Nacional. [ Links ]
Rico Tejada Edmundo. La Depresión Melancólica en la Vida, la Obra y en la Muerte de José Asunción Silva". Imprenta Departamental de Tunja; 1964. [ Links ]
Rosselli Q. Humberto. La Historia de la Psiquiatría en Colombia. Bogotá: Editorial Horizontes; 1968. [ Links ]
Saurí Jorge J. Historia de la Ideas Psiquiátricas. Buenos Aires: Ediciones Carlos Lohlé; 1969. [ Links ]