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Ideas y Valores

Print version ISSN 0120-0062

Ideas y Valores vol.56 no.134 Bogotá May/Aug. 2007

 

LOS ASPECTOS ÉTICOS DE LA COMUNIDAD EN CHARLES S. PEIRCE

(THE ETHICAL ASPECTS OF COMMUNITY IN CHARLES S. PEIRCE)

ANDRÉS CRELIER
UNIVERSIDAD NACIONAL DE MAR DEL PLATA, ARGENTINA
pcrelier@mdp.edu.ar

 


Resumen: El trabajo recorre el trayecto teórico que conduce de algunas cuestiones epistemológicas involucradas en la noción peirceana de comunidad a otras de carácter ético. Se sostiene que, si bien esa noción posee en Peirce un importante potencial para la ética –especialmente si se relaciona con su semiótica-, ciertas concepciones del propio autor relacionadas con su noción de comunidad resultan difíciles de admitir a la luz de una ética moderna que tenga en cuenta los derechos del individuo e incorpore una noción fuerte de intersubjetividad.

Palabras clave: Ch. S. Peirce, comunidad, ética, intersubjetividad

 


Abstract: The paper examines the conceptual path from the epistemology of Peirce´s idea of Community to its ethics. It is argued that although Peirce’s idea has significant ethical potential –especially when related to Peirce’s Semiotics-, some developments of that idea proposed by Peirce himself are difficult to accept if one assumes a modern ethics which incorporates a strong notion of intersubjectivity and which defends individual rights.

Key Words: Ch. S. Peirce, community, ethics, intersubjectivity

 


Introducción

El presente trabajo toma como objeto de análisis la idea de comunidad en el filósofo pragmatista Charles S. Peirce, con la intención de exponer y examinar críticamente los aspectos éticos que esa noción envuelve. La relevancia de esta idea para la ética se evidencia, en el contexto de la filosofía práctica contemporánea, en la propuesta teórica que Jürgen Habermas y Karl-Otto Apel desarrollaron a partir de los años setenta del siglo XX. La “comunidad ideal de comunicación” es un concepto central para la ética discursiva y ha sido tomado expresamente de Peirce, aunque se trata de una interpretación que destaca algunos puntos de la filosofía peirceana y deja a otros de lado.

En el contexto del filósofo norteamericano, la noción de comunidad se presenta en principio como parte central de la epistemología. Se trata de una noción que le permite a Peirce definir los conceptos de verdad y realidad, a la par que funciona como criterio de verdad.

Pero posee, además, implicaciones de carácter ético-normativo, específicamente resaltadas por el propio autor.1

Este trabajo tiene precisamente la intención de recorrer, asumiendo lo inabarcable del campo textual y crítico abordado, el camino que conduce de las cuestiones epistemológicas a las ético-normativas. Con respecto a las primeras, no es la intención realizar una crítica de aquellos puntos oscuros o contradictorios de la teoría de la verdad y de la realidad que Peirce propone, aunque resulte necesario presentar con cierto detalle la función epistemológica de la noción de comunidad. Esto último permitirá entender mejor las cuestiones específicamente éticas tratadas en segundo lugar.

La crítica del sentido y la idea de comunidad

La idea de comunidad en Peirce está estrechamente vinculada con su teoría de la verdad y con su peculiar versión del realismo. Lector y deudor reconocido de Kant, el pensador norteamericano reacciona, sin embargo, contra una de las tesis centrales de la filosofía trascendental, la distinción entre fenómeno y cosa en sí. En lugar de este par de conceptos que opone lo que se puede conocer a lo que por principio no se puede conocer, Peirce insiste en que no tiene sentido conceptualizar lo incognoscible. El rechazo de postular una cosa en sí más allá del alcance del conocimiento significa un claro rechazo del esquema filosófico kantiano. Este rechazo a suponer algo en sí incognoscible lleva a Peirce a identificar a la realidad con lo cognoscible. Es decir, no se trata de reducir el conocimiento a lo de hecho conocido, ya sea en la forma de una reducción de la realidad a lo percibido –como sucede en Berkeley-, ya sea de una reducción de la misma a los fenómenos ya constituidos por ciertas facultades subjetivas, como en Kant2.

La propuesta peirceana consiste en pensar la realidad como lo cognoscible, que no está, por definición, más allá del alcance de nuestro esquema conceptual, ni eventualmente del de otros seres con la capacidad intelectual de conocer. Por el contrario, hablar de lo incongnoscible, es decir, de algo que esté fuera del alcance del conocimiento, carece por completo de sentido. Lo no cognoscible, según Peirce, tiene la forma de una autocontradicción, o dicho de otro modo, más allá de todo conocimiento posible sólo existe autocontradicción (cf. CP 5.257). En eso consiste la “crítica del sentido” que el iniciador del pragmatismo lleva a cabo (cf. Apela: 48ss).

Peirce, por así decirlo, da vuelta a este argumento crítico y lo transforma en una teoría sobre la realidad. Si no tiene sentido hablar de lo incognoscible, la realidad debe ser entonces cognoscible, más aún, el ser debe definirse como lo cognoscible (cf. CP 5.257). Una condición de posibilidad para que algo sea real es que podamos conocerlo. Esta tesis, que puede parecer a simple vista demasiado extrema, se vuelve más plausible con la introducción de la dimensión del futuro. En el concepto mismo de cognoscibilidad está implícita la idea de que el conocimiento puede progresar alumbrando las zonas oscuras de lo que hasta el momento permanece más allá del alcance de la investigación. Lo no conocido hoy en día puede llegar a ser conocido en un futuro indeterminado. Dicho de otro modo, mientras que no tenemos razones para suponer que lo aparentemente incognoscible lo es por principio y para siempre (tesis que lleva a autocontradicciones), podemos advertir que el conocimiento, por su propia naturaleza, vuelve conocido lo que antes no lo era. Y podemos, a partir de esto, plantear una relación entre el conocimiento y el tiempo expresada en la idea de que el conocimiento “avanza”.

Aquí Peirce no parece referirse a cuestiones históricas, ya que de hecho ha habido vaivenes en la cantidad y calidad del conocimiento elaborado por las diferentes culturas a lo largo del tiempo. Las civilizaciones se desarrollan y “progresan”, pero también mueren, y no hay garantías de que la raza humana en su conjunto no desaparezca alguna vez. Reconociendo estas evidencias, Peirce orienta su reflexión por una lógica implícita en la investigación misma, de modo que la naturaleza de la “opinión última” no resulta alterada por los avatares de la historia, ni por la destrucción misma de las condiciones materiales del conocimiento (cf. CP 5.408). Dadas estas condiciones, la realidad es sinónimo de lo cognoscible.

Con otras palabras, para Peirce la creencia y el conocimiento tienen una “lógica” de acercamiento a la verdad. Este acercamiento puede demorarse, o incluso anularse, si se destruyen sus condiciones de posibilidad, por ejemplo, si se destruye la raza humana, pero no se puede alterar una vez que la lógica de la investigación está operando. Si hay creencia y conocimiento, tarde o temprano se produce de manera inevitable y necesaria un acercamiento a la verdad -aunque en rigor hay que expresar esto al revés, ya que el conocimiento que resulta de esta lógica de la investigación es justamente para Peirce, por definición, lo que llamamos “verdad” y “realidad”.

Ahora bien, al hacer depender a la realidad del conocimiento posible proyectado al futuro –siguiendo en esto la “revolución copernicana” iniciada por Kant-, Peirce se acerca peligrosamente al idealismo, pero como realista convencido debe buscar la manera de evitar ese acercamiento. Para salvar el realismo, Peirce lo relaciona conceptualmente con la dimensión de futuro –como acabamos de ver- y con la idea de comunidad. No es el conocimiento de hecho en un momento dado lo que determina qué es real, sino el conocimiento que tendrá una comunidad localizada en el futuro.

Nuevamente, para no reducir la realidad a un conocimiento de hecho, esta vez por parte de una comunidad futura determinable Peirce señala que ésta no tiene límites definidos espacio-temporales. La realidad no depende de ninguna idea que un conjunto concreto de seres pueda formarse, sino que es independiente, “no del pensamiento en general, sino sólo de lo que yo o tú o cualquier número finito de hombres puedan pensar acerca de ella” (CP 5.408)3, y ni siquiera está restringida a los hombres (cf. CP 8.13). Pero no es independiente de la comunidad futura, sin límites definidos, capaz de incrementar el conocimiento (cf. CP 5.311). La imagen es tanto la de un conjunto de científicos que realiza operaciones técnicas sobre la naturaleza, como también, de acuerdo con la semiótica peirceana, la de una “comunidad de interpretación” que se comunica lingüísticamente y convierte su comprensión de los símbolos en reglas de comportamiento (cf. Apela: 53).

Una condición indispensable para que el conocimiento que esa comunidad indefinida posee sea efectivamente determinante de lo real, es que debe existir en ella un consenso completo acerca de la verdad. En el caso de Peirce, este consenso no es un resultado secundario del conocimiento verdadero de algo independiente, sino que es en parte el criterio mismo de la verdad. Paradójicamente, este filósofo defiende a la vez una noción fuerte de realismo (la realidad como independiente del conocimiento), la idea de que lo real se define mediante el conocimiento (la opinión última de la comunidad futura de investigadores), y la de que el consenso con respecto a la opinión última es uno de los criterios de verdad. Entre otras cuestiones discutibles, estas dos últimas ideas parecen contradecir al realismo.

Dejando a un lado los problemas que surgen de su plantamiento epistemológico, solamente anotamos aquí que Peirce intenta solucionarlos con la proyección a futuro de la comunidad. Dicho grosso modo, la lógica de la investigación supone una comunidad futura en la que se haya alcanzado un consenso perfecto acerca del conocimiento de lo real. Esa comunidad permite definir lo que es real, y señala, a la vez, un criterio para evaluar el acercamiento a la “opinión última”.

Destino, esperanza o ideal regulativo

La comunidad indefinida que Peirce ubica en el futuro posee un carácter ambiguo, oscilante entre la noción kantiana de “ideal regulativo”, por un lado, y ligado a un sentimiento de esperanza que la comunidad real de investigadores debe poseer, por el otro. Esta última opción, que se analizará en primer lugar, está ligada a la posibilidad de que la comunidad efectivamente se realice, y es, según sostendremos aquí, más difícil de aceptar que la primera. Peirce asume en varios pasajes que la comunidad indefinida es algo destinado a realizarse. Para mostrar que la pretensión de conocer el futuro no resulta necesariamente supersticiosa, acota con razón que hay hechos que resultan ineludibles, como, por ejemplo ,la muerte (cf. CP 5.407n). De un modo análogo, la opinión final sobre cualquier cuestión particular va a ser alcanzada indefectiblemente si la investigación es llevada adelante el tiempo suficiente (cf. CP 5.407ss, 8.113). Y, dicho sea de paso, Peirce cree que la vida intelectual en el universo no terminará nunca (cf. CP 8.43).

Lo real, entonces, es definido como aquel conocimiento al que la comunidad de investigadores llegará inexorablemente (cf. CP 5.311). Como indicación provisoria está el hecho de que ya se saben muchas verdades sobre un gran número de cosas (cf. CP 5.311), por lo que no resulta descabellado afirmar que estamos a mitad de camino de un proceso tan inevitable como el destino. ¿Quién puede adivinar, se pregunta Peirce, cuál será el resultado de continuar la tarea científica diez mil años más con el ritmo de los últimos cien? ¿Quién aseguraría que entonces no se encontraría respuesta para cualquier cuestión aún irresuelta? (cf. CP 5.409) Por ello los científicos pueden tener una “alegre esperanza” (cheerful hope) en que la investigación los llevará a las soluciones de los problemas que están tratando como una fuerza que viene desde fuera, como la operación del destino (cf. CP 5.407).

Además de la pregunta de por qué habría que depositar grandes esperanzas en que ocurra aquello que sucederá de todos modos, ante diversas objeciones, Peirce se ve obligado a admitir que ninguna existencia inevitable es propuesta por su filosofía, y que, por ende, no podemos estar seguros acerca de que una comunidad resolverá definitivamente alguna cuestión determinada, y se refugia finalmente en el derecho a tener esperanza en ello (cf. CP 6.610, 2.654). Dicho de otro modo, si bien la lógica de la investigación no puede asegurar la existencia efectiva en el futuro de la comunidad que resolverá cualquier problema específico (Peirce reconoce que no podrá resolver el conjunto completo de todos los problemas), dicha lógica resulta suficiente como fundamento de la esperanza de que hacia allí se dirige la investigación4.

La realización inexorable de una comunidad que alcanzará la opinión última resulta difícil de admitir, ya que implica saber de antemano cómo se desarrollará el futuro, pero la idea de esperanza no resulta menos problemática. Si bien nadie puede quitar el derecho a tenerla –como sostiene con razón Peirce-, nadie puede tampoco exigir ese sentimiento, de modo que la idea de la comunidad corre el riesgo de convertirse en un mero desideratum.

Este doble callejón sin salida puede evitarse, sin embargo, si se interpreta a la comunidad como un ideal regulativo, lo cual no carece de apoyo textual en el corpus peirceano. Apel entiende de este modo a Peirce, quien a diferencia de los representantes del pragmatismo clásico no está dispuesto a rechazar toda noción de principio regulativo (cf. Apela: 90). En este pragmatista, la problemática kantiana de la cosa en sí incognoscible se transforma en la de una aproximación indefinida a la verdad (cf. Apelb: 175). En vez de plantear su existencia futura a la manera de un destino necesario, según esta interpretación la comunidad se presenta como un límite ideal que se sabe inalcanzable (cf. CP 5.311n). Se trata para Apel de un principio regulativo al estilo kantiano al que nada empírico puede corresponder (cf. Apela: 77)5.

Este ideal resulta necesario para establecer una definición con sentido de la verdad y la realidad, y puede ser un fundamento para la esperanza en la realización de la comunidad y para la creencia en un destino inexorable. En efecto, si sólo podemos definir la verdad y la realidad sobre la base de la creencia en una comunidad futura de investigadores que llegará a una opinión última, la lógica misma de la investigación nos llevará a la mencionada esperanza, e incluso a postular un destino ineludible.

La relevancia normativa de la comunidad peirceana

Se habrá advertido ya que la idea peirceana de comunidad no resulta neutral desde un punto de vista normativo. Si la entendemos como destino, se trata de un destino que debemos realizar. Si la entendemos como esperanza, no se trata tanto de un sentimiento contingente, como de una actitud que debemos guardar (al menos según Peirce) en tanto nos percatamos de ciertos hechos o de la lógica misma de la investigación. Finalmente, si la consideramos como un ideal regulativo –lo cual parece más aceptable-, su función no será otra que la de guiar los pasos de aquella investigación que pretenda acercarse a la verdad.

Para Peirce, sin embargo, no se trata solamente de que la comunidad indefinida marque una orientación epistemológica en alguna de las formas recién indicadas, de modo que, si queremos alcanzar la verdad, debemos postular esa idea regulativa. Este autor subraya fuertemente los aspectos éticos de una propuesta que parecía en principio estar restringida a la investigación científica. Dicho con algo más de rigor, para él lógica y ética se presuponen mutuamente. El proceso de la investigación exige de los miembros de la comunidad ilimitada un compromiso moral sin garantías de éxito (cf. CP 2.655). Mediando entre teoría y praxis, este pensador se opone a la distinción kantiana entre razón teórica y práctica, dado que el proceso de conocimiento es un proceso social objeto tanto de la lógica como de la ética.

Se establece así un ideal éticamente relevante para todo miembro de la comunidad de investigadores. El proceso de conocimiento determina un compromiso moral, en el sentido de un “socialismo lógico” que fuerza a la solidaridad como única manera de alcanzar el fin de la investigación. El que quiere comportarse de modo lógico debe dejar de lado sus intereses privados y sacrificarse a la comunidad ilimitada y, por el contrario, quien no quiera realizar ese sacrificio resulta ilógico en todas sus inferencias. De este modo, el “principio social” se encuentra intrínsecamente arraigado (rooted) en la lógica (cf. CP 5.354). El extraño vínculo entre la lógica de la investigación y la ética puede entenderse, al menos en parte, si se recuerda que, como pragmatista, Peirce postula un enlace interno entre conocer y actuar. El ideal que guía el conocimiento debe también guiar a la acción. A esto, y no a otra cosa, es justamente a lo que llamamos ética6.

Para volver plausible la exigencia de que el individuo se identifique con los intereses de la comunidad, Peirce critica la creencia infundada de que el hombre es egoísta por naturaleza. De hecho, señala con razón, hablamos constantemente de nuestro destino como república, o discutimos con inquietud acerca del enfriamiento del sol dentro de millones de años, entre otros ejemplos que muestran que nuestras preocupaciones exceden con mucho a nuestros intereses personales (cf. CP 2.654).

Pero del mismo modo que la orientación hacia la verdad no es sólo algo indicado por los hechos –que podrían después de todo contradecir los pronósticos más optimistas-, tampoco la orientación moral tiene su base última en una comprobación empírica. Ambas cosas se fundan en la lógica de la investigación, ya que a largo plazo el proceso determinado por esa lógica será constitutivo, no sólo de la opinión teórica verdadera, sino también de la realización práctica de hábitos de conducta que se correspondan con la creencia verdadera (cf. Apela: 144).

Así llegamos a que la lógica de la ciencia es para Peirce la autoridad máxima con respecto a la disposición del corazón que el hombre debe tener (cf. CP 2.655). Con otras palabras, la idea regulativa de comunidad constituye el único criterio normativo para el conocimiento y para la acción. Como el objeto que guía la acción es algo tan indefinido como la postulada comunidad futura, constituye en tal medida una hipótesis no contradicha por los hechos, aunque no por ello menos indispensable para que una acción sea racional (cf. CP 5.357).

Las exigencias ético-normativas están, como se puede ver, fuertemente ancladas en la idea regulativa de la comunidad. Los intereses individuales, en el contexto de esta “ética comunitaria” y de acuerdo con el “principio social”, no deben prevalecer o, visto desde otro ángulo, deben abrazar a toda la comunidad. Ésta, por su parte, tampoco debe limitarse a una comunidad histórica determinada, sino que debe extenderse a todas las razas con las que podamos tener una relación intelectual (cf. CP 2.654). Peirce se inspira para su idea de una comunidad de investigadores, al menos en parte, en el consensus catholicus de la “iglesia universal”. En “The Fixation of Belief” se explaya en el “método de la autoridad”, no sin una cierta admiración por su capacidad para lograr el consenso absoluto sin escatimar los recursos más crueles (cf. CP. 5.379).

Es cierto que este método debe ser superado por el “método a priori” y luego por el científico, pero queda (en la filosofía de Peirce) sin embargo un aspecto del mismo vigente, si se permite la generalización. Se trata de la identificación del individualismo con la falsedad. Todo lo que hace de una persona un individuo es definido negativamente en términos de error y separación egoísta de la comunidad. Para citarlo textualmente: “El hombre individual, puesto que su existencia separada se manifiesta sólo a través de la ignorancia y el error, en tanto es algo aparte de sus congéneres, y de lo que él y ellos van a ser, es sólo una negación” (cf. CP 5.317). Incluso admitiendo que el individuo puede alcanzar la verdad, Peirce insiste en que hay un residuo de error en sus opiniones, y en que la opinión final es independiente de lo que haya de individual en el pensamiento (cf. CP 8.12). Finalmente, en el contexto de la metafísica el principio de continuidad y el holismo acentúan la identificación entre individualismo y falsedad (cf. CP 5.402n).

Esta desconsideración de la individualidad tiene entonces la forma de un rechazo de los intereses del individuo en favor de los de la comunidad. Pero no tener en cuenta al individuo resulta cuestionable justamente desde un punto de vista ético. Si bien es posible aceptar que las acciones individuales estén regidas por la idea regulativa de una comunidad indefinida, resulta inadmisible pensar una ética en la que el individuo deba renunciar completamente a sí mismo. En contra de esto último, la modernidad ha puesto en evidencia que la autonomía del sujeto es una de las condiciones necesarias para la acción moral. Encontramos en este punto, entonces, un aspecto normativo de la idea de comunidad peirceana que riñe con las consideraciones éticas modernas más ampliamente aceptadas por la filosofía moral contemporánea.

La tematización y depreciación de la intersubjetividad

Como acabamos de ver, en la filosofía peirceana la acción individual no sólo se encuentra regulada por un ideal comunitario, es decir, por un criterio que determina la moralidad de las acciones, sino que tiene además un signo negativo en sí misma. El individuo debe regirse por los intereses de la comunidad futura hasta el punto de que debe sacrificarse a sí mismo. La completa identificación de los propios intereses con los de la comunidad reviste una necesidad lógica, de modo que para “redimir la logicidad de todo hombre” se exige un completo autosacrificio (cf. CP 5.356). La “ética comunitaria” se acerca así a una ética del sacrificio en donde no tiene lugar el individuo.

Esta depreciación moral del individuo no tiene sus raíces, sin embargo, en los aspectos más específicamente semióticos de la filosofía peirceana. Para verlo con más claridad, seguiremos de cerca los comentarios de Jürgen Habermas sobre algunas cuestiones centrales de la semiótica del filósofo norteamericano (cf. Habermas). Si bien este representante de la ética discursiva no es, como él mismo admite, un especialista en Peirce, las críticas que esboza resultan adecuadas para completar el examen de los aspectos éticos de la idea peirceana de comunidad.

Para empezar, una tesis central de la semiótica peirceana es que un signo no puede establecer una relación epistémica con respecto a algo en el mundo sin estar dirigido hacia un intérprete (cf. Habermas: 90). Esta tesis exige la consideración de una dimensión pragmática de la que ningún proceso mediado por signos puede prescindir, y habilita en tal medida a que se considere a Peirce como el iniciador del llamado “giro pragmático”. Justamente, la actitud hacia una segunda persona es incorporada en la doctrina peirceana del “tuismo”, según la cual todo pensamiento se dirige a un receptor. En toda aserción podemos distinguir un hablante (speaker) y un oyente (listener) (cf. CP 2.334). Este último puede tener una existencia “problemática”, como cuando se encuentra alojado “dentro” del propio emisor, o se postula en un futuro posible, por ejemplo, cuando se arroja al mar un mensaje que narra un accidente (cf. CP 2.334). Pero aún en estos casos todas las aserciones realizadas requieren que el “lugar” o la función del receptor estén ocupados.

Asimismo, una aserción no es otra cosa que una argumentación rudimentaria (cf. CP 2.344). La argumentación hace explícito lo que estaba implícito en la proposición, en tanto el hablante ofrece siempre, al menos implícitamente, una razón o argumento y espera un asentimiento por parte del oyente. El discurso racional, en el cual se defienden pretensiones de validez frente a objeciones, es simplemente, tal como lo indica Habermas, la forma más desarrollada del proceso semiótico (cf. Habermas: 95, 102).

Este autor pone el acento, apoyándose claramente en la obra de Peirce, en las relaciones intersubjetivas que se generan mediante el intercambio de razones en el seno de la comunidad de investigadores. La verdad de un enunciado debe ser medida, tanto frente a la relación con el objeto, como frente a las razones para su validez que puedan ser aceptadas en una comunidad de interpretación (cf. Habermas: 96). Dicho de otro modo, el fin esencial de la comunidad de investigadores es comprobar la verdad mediante razones (cf. Habermas: 104). En ella cada uno demanda explicaciones del otro para llegar a un acuerdo sobre algo en el mundo, y el lugar de la subjetividad es asumido por una práctica intersubjetiva que busca alcanzar un acuerdo (cf. Habermas: 96).

Integrando semántica y pragmática, la perspectiva de Peirce ofrece la ventaja de examinar expresiones desde el punto de vista de su posible verdad representativa y, a la vez, de su comunicabilidad o interpretabilidad (cf. Habermas: 90). El ideal regulativo de una comunidad que tendrá la opinión última cumple justamente la función de mediar entre ambas dimensiones semióticas. Si bien en la argumentación cada conocimiento es falible, para creer que somos capaces de la verdad necesitamos la referencia a una opinión final, de modo que sólo son verdaderas las aserciones que serían reafirmadas en una comunidad sin límites definidos (cf. CP 5.311). En la comunidad ideal el plano pragmático del acuerdo coincide con la dimensión semántica de la referencia verdadera: la verdad es lo consensuado y viceversa. No hay círculo en esto último, ya que se trata de una comunidad ideal proyectada en un futuro indefinido, aunque anticipada “contrafácticamente”, es decir, presupuesta en oposición a las condiciones materiales o efectivas. De este modo, en el punto ideal de la comunidad coinciden el consenso y la verdad en el sentido correspondentista.

Por otro lado, si bien nos movemos necesariamente en el seno de comunidades concretas, y no podemos escapar del lenguaje y de un proceso argumentativo siempre abierto a nuevas razones, la naturaleza misma de la verdad exige una relación con algo que trasciende a este horizonte inescapable. Por ello Habermas propone hablar de una “trascendencia desde adentro”, siguiendo el concepto contrafáctico de “opinión final” o de consenso bajo condiciones ideales (cf. Habermas: 103).

Pero dejando de lado esta peculiar teoría de la verdad y todas las dificultades que –como vimos someramente- conlleva, interesa aquí la interpretación de Habermas en tanto destaca el desarrollo, por parte de Peirce, de una semiótica esencialmente intersubjetiva (cf. Habermas: 93). Esto permite a su vez el desarrollo de una ética, en principio debido a que toda propuesta normativa consiste precisamente en alguna clase de regulación de las relaciones entre las personas. Y, como sostiene la ética discursiva, la necesidad de reconocer al otro en el contexto de una comunidad tiene implicaciones fuertemente igualitaristas. Más específicamente, el reconocimiento recíproco de los miembros de la comunidad en el intercambio de razones, en el contexto de un proceso semiótico intersubjetivo, lleva implícito el reconocimiento de los derechos del otro.

Sin embargo, esta posible interpretación de la intersubjetividad parece estar poco desarrollada por el propio Peirce. La tesis de Habermas es justamente que este pensador tendió a apartarse de los aspectos intersubjetivos del proceso semiótico. Ante todo, Peirce conceptualiza el proceso comunicativo de un modo abstracto, según el cual el interpretante es entendido como la impresión que el signo provoca en la mente del intérprete, y llega al extremo de eliminar al intérprete en favor de una secuencia de signos en la que cada uno refiere a otro. Si bien interviene una mente, ésta permanece anónima y resulta absorbida por la propia estructura del signo (cf. CP 2.303; cf. Habermas: 90-91). En suma, el Peirce maduro –a diferencia del joven- pretende definir la estructura semiótica sin recurrir a formas de intersubjetividad.

En segundo lugar, el acuerdo con el otro no es entendido ya como un proceso mediado por signos, sino como una fusión emocional (cf. CE 1:498; cf. Habermas: 110). Esto, sumado al énfasis en un consenso perfecto, implica la disolución de las contradicciones y la extinción de la individualidad. Y como sostiene Habermas, si se cierra la dimensión de una posible contradicción y diferencia, entonces la comunicación lingüística se reduce a una comunión que no precisa ya del lenguaje como medio del acuerdo (cf. Habermas: 110). El problema es que este momento de “segundidad” -es decir, de diferencia y contradicción- se encuentra en toda comunicación, y resulta en tal medida difícilmente eliminable de la relación con el otro, de modo que la propuesta de anularlo resulta algo utópica. Además, si bien Peirce ve con claridad que la simpatía rompe el aislamiento individual y posee una clara relevancia ética, quizás no advierte que resulta difícil considerar a la simpatía o a la fusión con el otro como deberes morales. En todo caso, si se acepta que las relaciones humanas se mueven en medio de conflictos y diferencias, resulta mucho más adecuado pensar a partir de la noción de un medio semiótico intersubjetivo constituido a partir de sujetos, cuyas relaciones conflictivas es preciso regular, más que superar por completo.

Finalmente, facilitado por la despersonalización del intérprete y el privilegio de la función representativa del signo, Peirce entiende que el proceso semiótico es una continuación de la evolución natural. Pero si el proceso de aprendizaje humano es una continuación reflexiva de ese proceso, el poder persuasivo del mejor argumento pierde su valor específico, y se transforma en un fenómeno secundario con respecto a la fuerza igualadora de un proceso de “inferencia natural” (cf. Habermas: 109). Con otras palabras, este naturalismo no deja espacio para una ética cuyos argumentos aspiren a justificar normas de acción. En efecto, para que una ética tenga sentido, la validez de las normas que propone mediante argumentos no puede derivarse de un hecho como la evolución natural. Si sucede esto último, se llega a una confusión entre vigencia fáctica y validez ,que anula el plano específicamente ético-normativo, de modo que hechos como el de la evolución natural terminan constituyendo una instancia incuestionable desde un punto de vista ético.

Habermas considera, en suma, que la semiótica peirceana brinda un importante apoyo teórico para el desarrollo de una noción de intersubjetividad, lo cual tiene a su vez un gran potencial para el desarrollo de una ética. Sin embargo, desde varios puntos de vista la filosofía de Peirce le quita relevancia al “tuismo”, al intercambio de razones en el contexto de proceso argumentativo y, en definitiva, a la posibilidad de afianzar un concepto de intersubjetividad que se apoye en el de sujeto. Si a esto se le suma la exigencia “lógica”, señalada más arriba, de que el individuo se sacrifique por completo en aras de intereses comunitarios que no son los suyos, llegamos a la conclusión de que se hace difícil pensar desde aquí una propuesta ética, al menos una que no descuide lo que en lenguaje contemporáneo se ha llamado derechos individuales. En efecto, a la noción de intersubjetividad, para tener relevancia moral, debe corresponderle una concepción fuerte de sujeto, cosa que aquí parece faltar. Veremos esto con algo más de detalle en las conclusiones.

Conclusiones

La idea de comunidad en Peirce posee un gran potencial para la ética, como lo han destacado especialmente los representantes de la ética discursiva. Sin embargo, la filosofía del pragmatista norteamericano posee también algunos aspectos que la vuelven difícil de admitir, si se quiere defender una ética moderna que tenga en cuenta los derechos del individuo e incorpore a la vez una noción fuerte de intersubjetividad.

Para llegar a esta conclusión general, hemos partido de la teoría de la verdad y de la realidad propuesta por Peirce, y del singular concepto de comunidad indefinida que esta teoría desarrolla. La hipótesis de nuestro trabajo fue, justamente, que existe en el contexto de ella una vinculación muy estrecha entre los aspectos epistemológicos y los ético-normativos. Así, este autor sostiene que la lógica de la investigación y la ética no sólo se vinculan, sino que se presuponen mutuamente.

Recapitulando brevemente los puntos principales de esta vinculación, Peirce señala que no tiene sentido hablar de lo incognoscible, y que la realidad misma se define como lo que se puede llegar a conocer. El sujeto que permite definir lo real es una comunidad de investigadores capaz de incrementar el conocimiento. No una comunidad determinada de manera espacio temporal, sino una indefinida y proyectada en el futuro, cuyos miembros no tienen por qué restringirse al género humano. De este modo, para Peirce el conocimiento posee una “lógica” intrínseca según la cual –si se dan las condiciones materiales para que funcione- el proceso de investigación científico se acerca inevitablemente a la solución de cualquier problema todavía irresuelto. La definición y el criterio de verdad son elaborados a través de la idea de una comunidad futura en donde el consenso acerca del conocimiento verdadero es total.

Peirce avala en sus textos, sin embargo, dos maneras diferentes de entender a esta comunidad futura. Según la primera, los científicos pueden tener esperanza, si observan el progreso dado en muchos ámbitos del conocimiento, en que la comunidad indefinida se realizará. Esta noción de esperanza alude a un sentimiento contingente, y en cierto modo superfluo, si es que la comunidad –como insiste Peirce- está destinada a realizarse, algo también cuestionable. Por ello parece más aceptable entender a la comunidad en el segundo sentido, como un ideal regulativo al que no puede corresponder nada empírico. La función de este ideal es tanto dar un fundamento a la esperanza mencionada, como permitir una definición y un criterio de verdad.

Hasta aquí los aspectos puramente epistemológicos, los cuales dan lugar, como vimos, a las consideraciones ético-normativas. En efecto, la noción de comunidad es pensada por Peirce como una generadora de exigencias: o bien un destino que hay que realizar, o bien una esperanza que debemos tener, o bien, finalmente, un ideal que debe guiar nuestros pasos en la investigación. Pero la normatividad no se restringe a la investigación, sino que la lógica presupone una ética en la forma de un compromiso moral. Comportarse de modo lógico, según esta peculiar “ética comunitaria” –tal como la hemos llamado-, implica sacrificar los propios intereses a los de la comunidad indefinida. El ideal regulativo de la comunidad se convierte, como se ve, tanto en un criterio para el conocimiento, como en uno para la acción.

Pero no se trata sólo de que el individuo debe guiar sus acciones de acuerdo con un ideal comunitario –lo cual no implicaría rechazar sus intereses y deseos-, el “socialismo lógico” va más allá y asimila toda individualidad a error, y en tal medida a inmoralidad, la cual está representada básicamente por el egoísmo. Este rechazo total de los intereses individuales vuelve difícil sostener una ética, no tanto, entonces, por la exigencia de que las acciones se regulen por un ideal comunitario, sino por la radicalidad con que esta regulación debe anular la propia individualidad.

Hemos visto que esta desconsideración del individuo, algo que desde la modernidad se ve como inaceptable, no es avalada por la propia semiótica peirceana, conclusión que Habermas ha subrayado. En el contexto de esta semiótica, las relaciones entre los sujetos –y en tal medida la noción de individuo- no se pueden eliminar sin que se anule el sentido mismo del proceso sígnico. La postulación de una segunda persona para todo pensamiento (“tuismo”), la idea de que toda aserción es una argumentación rudimentaria, y la concepción de la comunidad como un conjunto de investigadores que intercambian razones, hablan a favor de la necesidad de tener en cuenta el plano pragmático intersubjetivo como una dimensión que reconoce a la subjetividad.

Una semiótica de esta clase, indica Habermas, permite extraer una serie de importantes conclusiones para la ética. En efecto, si no podemos hacer abstracción de las relaciones entre los sujetos sin que pierda sentido la idea de comunidad, ésta ya no podrá exigir el sacrificio del individuo, que se torna de este modo una pieza necesaria del tejido intersubjetivo. Asimismo, en tanto idea regulativa, la comunidad ideal de interpretación podrá orientar la conducta ética con base en el criterio de respeto por los restantes miembros de la comunidad. La acción moral debe, según esta interpretación, estar orientada por la idea de una comunidad en la que cada miembro defiende sus intereses argumentativamente, lo cual implica que debe tener en cuenta los intereses e incluso los derechos de los demás miembros de la comunidad. Estas ideas constituyen justamente la elaboración teórica principal que la ética discursiva de Apel y Habermas desarrolla a partir de la semiótica peirceana.

En el filósofo norteamericano, en cambio, las consideraciones éticas de esta clase parecen encontrarse poco desarrolladas o incluso desplazadas. En efecto, el intérprete del proceso semiótico llega a eliminarse por completo en favor de una secuencia anónima de signos. Si Peirce mantiene de todos modos el ideal de la comunión, se trata ahora de una fusión emocional no mediada por el lenguaje y que anula las diferencias individuales. Pero, como hemos sostenido, este tipo de fusión pierde de vista que la conflictividad es constitutiva de las relaciones intersubjetivas y no resulta exigible desde un punto de vista ético. Por otro lado, en el contexto del evolucionismo, el proceso semiótico se transforma en un proceso secundario que continúa el devenir natural, lo cual tiende a quitarle espacio a la argumentación ética como instancia desde donde asumir una postura crítica frente a los resultados fácticos de la evolución natural.

Como conclusión general, entonces, podemos ver que la noción de comunidad en Peirce, si es entendida como un ideal regulativo y elaborada con las herramientas teóricas de la semiótica, puede dar lugar a un criterio ético válido para guiar la conducta individual. Pero si se toman en cuenta otros desarrollos de la filosofía peirceana, este respeto es desplazado por un énfasis en el sacrificio individual o incluso en la fusión emocional, lo cual dificulta la posibilidad de elaborar una ética en el sentido moderno.

Afortunadamente, no es necesario reducir una filosofía tan rica y compleja como ésta, de la que sólo hemos destacado unos pocos hilos, a una sola interpretación. En el caso particular de Peirce, como se intentó mostrar, cada línea teórica posee un grado tal de independencia, rigor y desarrollo, que permite abrir nuevas perspectivas teóricas por sí misma, y no resulta opacada por las supuestas contradicciones con otros desarrollos teóricos del mismo autor.

 


1Agradezco los comentarios del evaluador propuesto por Ideas y Valores para este trabajo, quien ha señalado, entre otras cosas, que la epistemología es de por sí una disciplina normativa en tanto aspira a proporcionar normas epistémicas. Teniendo en cuenta esto, la intención de este trabajo es discutir aquellos aspectos de la noción peirceana de comunidad relacionados más con lo ético-normativo que con lo espitemológico- normativo, o, más precisamente, recorrer el trayecto que va de lo último a lo primero.

2Véase la recensión de Peirce a la edición de Fraser de la obra de Berkeley (cf. CP 8: 7-38). Esta última sigla refiere a la edición de los Collected Papers citada en la bibliografía, y la utilizaremos a su vez en las referencias del cuerpo del trabajo.

3En esta y las otras citas de los Collected Papers la traducción es mía.

4De manera significativa, en “How to make our ideas clear” (1878) Peirce sustituye en la redacción el concepto de “ley” por el de una “gran esperanza” (great hope) en la solución de los problemas aún no resueltos (cf. CP 5.407).

5Para Apel, Peirce reconstruye a Kant. El “punto más alto” no es ya para el filósofo norteamericano la unidad objetiva de las representaciones en una “conciencia en general”, sino la interpretación consistente de signos en la unidad del acuerdo alguna vez alcanzable en un consenso ilimitado intersubjetivo (cf. Apelb: 164, 173 y passim).

6Asimismo, desde una perspectiva metafísica, Peirce sostiene que los hábitos humanos complementan a la evolución natural en un proceso de racionalización del universo.


Bibliografía

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