Introducción
La recepción de Karl Heinz Bohrer del romanticismo alemán no puede ser entendida más allá de su disputa con lo que él llama "la falta de estilo" del pueblo alemán. Este déficit estético se refleja tanto en las debilidades del poder gubernamental germánico, como en la tendencia de la filosofía y de la literatura de posguerra en Alemania a someter la dimensión estética a imperativos de carácter moral. Según Bohrer, esta tendencia alcanza un dramatismo particular en aquellos intelectuales que conformaron el grupo 47 y en algunos de los continuadores de la teoría crítica tradicional. Entre estos ocupa un lugar central Jürgen Habermas, ya que este subordina la dimensión estética a principios propios de una racionalidad de carácter comunicativo (cf. Bohrer 1988 218).
No obstante, la insistencia de Bohrer en la capacidad de la esfera estética para dislocar las determinaciones de orden racional tampoco se inscribe en la línea del posestructuralismo francés. Desde su punto de vista, la tesis "neoestructuralista"1 acerca de la muerte del sujeto resulta tan problemática como la propia tendencia de Habermas a neutralizar la autorreflexión estética por medio de una perspectiva pragmático-comunicativa. Para Bohrer, el neoestructuralismo francés acaba objetivando, sin quererlo, "al sujeto en una naturaleza arcaica reconstruida" (1988 216), y neutraliza, de esta forma, aquella protesta de lo particular frente a lo general que se escondería detrás de la propia crítica neoestructuralista a la filosofía racionalista occidental.
En este contexto problemático, la referencia de Bohrer al concepto de subjetividad estética se presenta como un intento de contrarrestar, por un lado, la idea habermasiana de una integración de lo estético en el proyecto filosófico de la modernidad y, por otro, la postura pos-moderna del posestructuralismo francés. Frente a Habermas, Bohrer intenta desarrollar una interpretación de la subjetividad que permita remitir a la propia modernidad estética aquellos rasgos antiilustrados que, desde la perspectiva habermasiana, deberían ser identificados con el planteamiento antimoderno del posestructuralismo francés.2 Contra este último, su objetivo consiste en desarrollar una concepción más amplia de la subjetividad que no obligue a superar, por medio de la disolución de toda posible instancia de orden subjetivo, las exigencias desmesuradas de una subjetividad de carácter instituyente.
Desde su perspectiva, los primeros indicios de esta concepción alternativa de la subjetividad se encontrarían en el pensamiento de Friedrich Schlegel. A diferencia de autores como Schiller o Hegel, aquel no reemplazaría las determinaciones teológicas o metafísicas de la apariencia estética por medio de un discurso de carácter histórico-filosófico. En este sentido, Schlegel asumiría la autonomía de la dimensión estética en un sentido verdaderamente radical. Pero Bohrer no realiza una recuperación integral del pensamiento schlegeliano, sino que se concentra en el periodo romántico y, aun en este caso, no deja de hacer referencia a las limitaciones de las que adolecerían algunas de las obras de Schlegel en lo que respecta al desarrollo de una concepción adecuada de la subjetividad estética. Según Bohrer, tras rechazar las determinaciones espurias del ámbito estético, Schlegel recrearía una nueva instancia de carácter extrasubjetivo (cf Bohrer 1989c 62), que tendría como único objetivo neutralizar la crítica radical de la posibilidad de una fundamentación última a la que habría dado lugar la propia autonomización del ámbito estético.
Para Bohrer, este peligro vendría a ser superado por la segunda generación de románticos, es decir, por autores como Heinrich von Kleist, Clemens Brentano o Karoline von Günderrode (cf Bohrer 1989a 7 y ss.). Como tendremos oportunidad de observar hacia el final de este trabajo, estos autores asumirían el carácter infranqueable del principio de la autorreflexión y evadirían, de esta forma, la tendencia de Schlegel a reinstaurar alguna imagen mítica de las relaciones intersubjetivas. Hasta qué punto esta concepción de la subjetividad estética continúa teniendo vigencia en el marco de la producción estética contemporánea es algo que intentaremos indagar en los pasajes finales de este artículo. Paralelamente, procuraremos determinar allí algunos de los límites que presenta la lectura del pensamiento de Schlegel que propone Bohrer.
La autonomía del arte
Desde el punto de vista de Bohrer, las obras que produce Schlegel durante su periodo romántico ocupan un lugar privilegiado en el proceso de autonomización de la dimensión estética con respecto a los presupuestos histórico-filosóficos (cf Bohrer 1989c 52-55). En estas obras, Schlegel se aparta de la tendencia de los pensadores posrevolucionarios a concebir lo estético como un mero momento en el marco de un proceso histórico-formativo. Para Bohrer, este planteamiento no solo se encontraba presente en el proyecto schilleriano de una educación estética de la humanidad, sino que atravesaba las obras de juventud del propio Schlegel. De hecho, el objetivo de Sobre el estudio de la poesía griega (Studium-Aufsatz) (KFSA I 205-366), la primera obra de importancia de Schlegel, había consistido en inscribir la historia de la literatura en el marco de un desarrollo general que tenía como meta el perfeccionamiento infinito de la humanidad.3
Según Bohrer, esta aproximación traía aparejada la negación de la protesta subjetiva frente a lo general y desfiguraba, además, la única dimensión que se hubiera encontrado en condiciones de ofrecer una respuesta adecuada frente a la experiencia moderna de la contingencia, esto es, la dimensión estética (cf 1989d 129-130). No obstante, Schlegel lograría advertir a tiempo estas dificultades y abandonaría rápidamente los presupuestos histórico-filosóficos del Studium-Aufsatz.4 En este sentido pueden ser entendidas las afirmaciones con respecto al proyecto de una nueva mitología que realiza Schlegel tres años más tarde de la publicación de su trabajo sobre la poesía griega.
Para Bohrer, la concepción schlegeliana de la nueva mitología radicaliza el pensamiento de la autonomía del arte y hace estallar, de esta forma, la lógica sacrificial del presente que atravesaba el planteamiento histórico-filosófico de su obra de juventud. Esto último se aprecia con claridad a partir de la comparación que introduce Bohrer entre la perspectiva schlegeliana y el proyecto de "El más antiguo programa del idealismo alemán" (cf 1989c 52-60). Si el carácter mitológico de este programa se derivaba de la pretensión de sensibilizar las ideas de la razón, la propuesta de Schlegel estaría orientada a rechazar la posibilidad de una subordinación de la fantasía a imperativos de orden racional. Para Schlegel, el eje del proyecto de una nueva mitología remite a la necesidad de liberar la imaginación de todo tipo de determinación de carácter extraestético. Al respecto, Schlegel sostiene: "¿y qué es toda bella mitología sino una expresión cifrada de la naturaleza circundante transfigurada por la fantasía y amor?" (KFSA I 318).
Como puede observarse, la dimensión estética ya no opera aquí como mediadora en el proceso de formación ética de la humanidad, tal como sucedía en el caso de Schiller o en la propia obra de juventud de Schlegel. Por ello mismo, las reflexiones de Schlegel acerca del problema de la nueva mitología constituyen para Bohrer un verdadero aporte en la historia de la progresiva autonomización de la esfera estética. Dichas ideas son la primera manifestación de una filosofía del arte que, como sostiene Schlegel en el fragmento 252 de Athenaum, se encuentra dispuesta a empezar "con la independencia de lo bello" y a mantenerse "separada de lo verdadero y de lo moral" (KFSA I 207).
Sin embargo, el proyecto romántico de Schlegel solo representa para Bohrer una acuñación temprana de la "reducción estética" de la utopía. Schlegel rechaza toda posible subordinación de la dimensión estética a objetivos de carácter formativo y, de este modo, manifiesta la crisis de aquellos contenidos sociales asociados hasta el momento al concepto de utopía. A pesar de este rechazo, Schlegel no logra temporalizar la anticipación utópica hasta el punto de reducirla al instante subjetivo de la percepción y, en tal sentido, no consigue liberar la fantasía estética de los imperativos éticos contenidos en la concepción histórico-filosófica del idealismo alemán (cf Bohrer 1982 303). Esto resulta particularmente evidente si se tiene en cuenta que en el fragmento 116 de Athenaum "la perfectibilidad del hombre", que era propia del esquema idealista de la progresión, aparece bajo la forma de la progresividad que caracteriza, según Schlegel, a la obra de arte romántica. Con esta modificación conceptual, Schlegel busca superar las aporías a las que conducía la idea fichteana de un perfeccionamiento infinito de la humanidad.
De este modo, en cuanto que poesía universal-progresiva, la obra de arte se presenta, para Schlegel, como la manifestación acabada del proceso infinito de perfeccionamiento de la humanidad, esto es, de aquel proceso que, según Fichte, daba lugar a un esfuerzo inacabable por conciliar la existencia empírica de la subjetividad con la imagen idealizada de su libertad. El problema aquí radica en el hecho de que, al concebir el plano estético a partir de la idea de una progresión infinita, Schlegel traslada a este la misma lógica de rebasamiento que se encontraba en la perspectiva histórico-filosófica del Studium-Aufsatz. Podría decirse que, en vez de salvar la felicidad en el instante subjetivo de la percepción extática, la obra de arte progresiva asume la tarea de producir una forma que supere el carácter limitado de las experiencias subjetivas y que prefigure, de esta forma, la imagen de un ordenamiento verdaderamente universal.
En efecto, la poesía progresiva explicita la tensión entre los momentos activo y representativo que se encontraba en la caracterización fichteana del yo originario como acción de hecho (Tathandlung). Así el concepto de progresividad hace referencia a la capacidad que tiene la poesía romántica, en la medida en que es poiésis, para superar la finitud de toda posible representación poética de carácter particular. La poesía romántica, sostiene Schlegel, "puede flotar sobre las alas de la reflexión poética, entre lo representado (Dargestellten) y lo representante (Darstellenden), libre de todo interés real e ideal, potenciar (potenzieren) continuamente esta reflexión y multiplicarla como en una cadena infinita de espejos" (KFSA I 182).
En este sentido, afirma Bohrer, Schlegel acaba sosteniendo una concepción estética de carácter heterónomo, ya que convierte la figura del espíritu que reflexiona acerca de sí mismo -esto es, al ideal racionalista de una humanidad de carácter plenamente autoconsciente- en modelo de la poesía romántica y, de esta manera, proyecta sobre la dimensión estética una noción de subjetividad que tiene su origen fuera de los límites del ámbito propiamente estético (cf Bohrer 1989c 55). Bohrer sostiene que esta noción de subjetividad privilegia el momento de la identidad personal y encuentra su fundamento, por ello mismo, en la necesidad de autoconservación del yo.
La nueva mitología
Pero Bohrer no está dispuesto a equiparar sin más la posición de Schlegel con el programa de una "poesía universal progresiva" que aparece en el fragmento 116 de Athenaum. En este punto, Bohrer prefiere recurrir al Discurso acerca de la nueva mitología, escrito un año más tarde que los fragmentos y publicado en el contexto de Conversación sobre la poesía. Desde su perspectiva, en este texto Schlegel deja de lado los resabios histórico-filosóficos que aún subyacían en el concepto de una poesía de carácter progresivo y, en su lugar, asume de manera radical la inmediatez de la fantasía poética. Este viraje del pensamiento de Schlegel queda plasmado en Conversación sobre la poesía, precisamente en el desplazamiento de la ironía por medio del arabesco. De hecho, si la ironía se definía en función de su tendencia progresiva, el arabesco es presentado por Schlegel como la forma "originaria de la fantasía humana", es decir, como una forma que se halla ligada a una dimensión preconsciente de la humanidad: "A diferencia de la ironía, como potencia autorreflexiva, racionalmente determinada, que supera lo que el sujeto ha establecido y se orienta de manera inmediata hacia la progresión en lo infinito, el arabesco carece de connotaciones analíticas, negativas e histórico-filosóficas" (Bohrer 1989c 70).5
De manera tal que, con su nueva propuesta, Schlegel no solo renuncia a la posibilidad de convertir al arte en un medio para la realización de principios ético-formativos, sino que rechaza la dimensión emancipadora que se hallaba en la progresividad y reflexividad de la ironía. Dicho en otros términos, la primacía que asume la figura del arabesco en la Conversación sobre la poesía pone en evidencia hasta qué punto la dignidad del arte ya no se encuentra ligada, para Schlegel, a la capacidad de la representación artística para superar el carácter finito de lo dado y para ofrecer, de este modo, una anticipación utópica de un orden realmente abarcador. El valor del arte radica, más bien, en la producción de un éxtasis momentáneo y remite, así, a "las fuerzas invisibles de la humanidad", esto es, a la constitución del hombre en un sentido antropológico-natural (cf Bohrer 1989c 57).
Así entendida, la propuesta de Schlegel introduce en la tradición alemana una concepción del placer estético que enfatiza tanto el anclaje de este en la existencia corporal como su irreductibilidad en términos conceptuales. Según sostiene Bohrer, se trata de una concepción que tiene su origen en la estética anglosajona de corte sensualista y que, desde la Crítica de la facultad de juzgar en adelante, fue sistemáticamente combatida por las diferentes tendencias del idealismo alemán. Para Bohrer, Schlegel "inaugura aquella sospecha del espíritu en nombre de la naturaleza que en Nietzsche y Flaubert (Salambó) alcanza su punto culminante y que fue continuada en la poética moderna" (1983 68).
Si bien Schlegel insiste en el carácter preconceptual de la experiencia estética, su fundamentación de la poesía moderna en la nueva mitología se halla en tensión con el énfasis de su planteamiento en el principio de la subjetividad. Por cierto, Schlegel remite la nueva mitología a la acción productiva de la fantasía. En este sentido, aquella no presupone la recuperación de ninguna instancia de orden primitivo. Sin embargo, "el abigarrado hervidero de los dioses antiguos" no solo asume la tarea de "trasladarnos de nuevo a la bella confusión de la fantasía, al caos originario de la naturaleza humana" (Schlegel kfsa ii 318). Más allá de este hecho, la mitología debe cumplir las mismas funciones aglutinantes que desempeñaba en el mundo antiguo; debe recrear un centro o un punto medio para la producción poética de la modernidad. A esto mismo se refiere Schlegel cuando afirma:
A nuestra poesía le falta un punto medio, como lo fue la mitología para los antiguos, y todo lo esencial en lo que la poesía moderna está a la zaga de la antigua se puede sintetizar con estas palabras: no tenemos una mitología. (KFSA II 312)
Como puede observarse, la argumentación de Schlegel adolece de cierta circularidad. En principio, la nueva mitología se presenta como un producto poético, pero aquella debe convertirse, además, en un fundamento adecuado para sostener el desarrollo de la propia poesía moderna. Para Bohrer, la inconsistencia lógica de este argumento evidencia en qué medida Schlegel continúa aferrado a la necesidad de introducir una instancia situada más allá de la propia acción de la subjetividad momentánea y particular. Concretamente, al ser identificada con la nueva mitología, la poesía es "hipostasiada como una magnitud objetiva, autónoma" (Bohrer 1989c 58), en torno a la cual es posible volver a fundar algún tipo de comunidad. Esta comunidad no está constituida por la esfera pública republicana, como sucedía en los escritos tempranos de Schlegel (cf KFSA VI 1-25), sino que remite a un grupo de elegidos, a una "nueva iglesia" de características místicas. El sujeto de la nueva mitología es, sostiene Bohrer, un "fantasma colectivo, la certeza preconsciente" (1989c 71). No obstante, esto solo contribuye a tornar aún más problemática la posición de Schlegel, dado que la subjetividad se disuelve en algo "ya-no-subjetivo" que se coloca ahora incluso más allá de las reglas generales del diálogo racional.
El romanticismo revolucionario
Según lo expuesto, para Bohrer, Schlegel tiene el mérito de haber redescubierto la dimensión estética, de haberla rescatado del sometimiento a aquellas perspectivas que la concebían como un momento en un proceso de orden formativo. Pero Schlegel no logra mantener la altura de este hallazgo y transforma "la recién redescubierta dimensión estética en un artefacto de carácter místico" (Bohrer 1989c 72). A esto se refiere Bohrer cuando caracteriza la posición de Schlegel en términos de "utopía de la obra de arte" o, en palabras de Bernhard Lypp, de un "absolutismo estético" (10).
Como ya mencionamos, Bohrer considera que la segunda generación de románticos saca las consecuencias de la defensa de la subjetividad particular que se encuentra en el distanciamiento de Schlegel con respecto a la filosofía de la historia. Dicho en pocas palabras, estos autores no conciben lo estético como el producto de una subjetividad autoconsciente -como sucedía en la concepción schlegeliana de la ironía-, ni como la obra de un fantasma colectivo en el cual se disuelve la conciencia subjetiva -como postulaba Schlegel en el Discurso acerca de la nueva mitología-, sino que lo remiten, más bien, a la toma de conciencia de la crisis de todo proyecto de orden fundacional.
La ponderación que realiza Bohrer de autores políticamente conservadores, como Clemens Brentano, supone una crítica al tipo de rehabilitación del pensamiento del romanticismo temprano que tiene lugar en Alemania desde mediados del siglo XX.6 Para Bohrer, esta rehabilitación reproduce la misma desconfianza frente al fenómeno estético que había caracterizado a la historia decimonónica alemana de la literatura. En términos más concretos, si esta relegaba el movimiento romántico por considerarlo políticamente reaccionario, la defensa contemporánea de autores como Schlegel o Novalis se fundamenta en el descubrimiento de sus rasgos ilustrados. Al respecto, sostiene Bohrer: "O bien buscan en los pensadores románticos particulares ideas ilustradas de carácter revolucionario o diferencian una línea progresiva prerromántica de una restauradora, tardío romántica" (1994 9).
Por su parte, Bohrer considera que el momento propiamente moderno del romanticismo alemán remite a su posicionamiento con respecto al fenómeno estético. Más aún, lo propiamente moderno del romanticismo alemán sería su apuesta por una concepción de la subjetividad que, por medio de la fantasía y la radicalización de la contingencia, rompe con el imperativo de la autoconciencia y con la tendencia del sujeto moderno hacia la autoconservación. En la concepción romántica de la subjetividad estética se combinarían, en opinión de Bohrer, dos elementos significativos (cf 1989a 11). Por una parte, el rechazo de toda posible represión extraestética del potencial estético. Por otra, la resistencia a la negación, propia de las construcciones histórico-filosóficas de la modernidad, de la temporalidad y la contingencia. En este sentido, el reconocimiento del carácter radicalmente efímero de la subjetividad estética iría de la mano con la liberación de lo estético respecto a toda posible referencia de orden teológico-metafísico e histórico-filosófico, pues las pretensiones de continuidad y de identidad subjetiva solo tendrían su origen en necesidades de carácter lógico, político o moral. La subjetividad estética, por el contrario, viviría "instantes sin un concepto de futuro, sin autoconciencia" (Bohrer 1989a 228).
La subjetividad estética
Como puede advertirse, Bohrer rechaza todas aquellas perspectivas que vinculan el reconocimiento de la autonomía estética con el surgimiento de la estética idealista. Para el autor, la autonomía del arte no obtiene su modelo de la figura de una subjetividad soberana, que contiene en sí misma sus propias condiciones de posibilidad, como podría inferirse a partir de las ideas de Schiller o Fichte (cf Henrich 128-132; Menke 2000 764). Por el contrario, la autoliberación del ámbito estético es impulsada por el pensamiento romántico y supone una ruptura radical con la concepción racionalista de la subjetividad autónoma, en la medida en que esta busca garantizar la autoconservación del yo y se fundamenta, en tal sentido, en consideraciones de orden extraestético.
Sin embargo, la afirmación romántica de la autonomía del arte tampoco supone la disolución de la intencionalidad subjetiva en el mero juego de "los significantes" (cf Bohrer 1989a 246). Aquí Bohrer se aparta de la tendencia de la filosofía contemporánea a identificar la liberación del discurso estético con respecto a la autoridad subjetiva del autor con la muerte de este. Para Bohrer, con la autonomización del lenguaje literario se disuelve el núcleo de una autoconciencia que era capaz de hablar acerca de sí, pero surge una nueva figura de la subjetividad que, lejos de disponer sobre sí misma, se encuentra en el límite de su propia descomposición. Esta nueva figura es denominada por Bohrer subjetividad estética y es asociada con la fundación de la literatura moderna que tiene lugar en el marco de la carta literaria romántica (cf 1989a 12).
Como puede inferirse de lo señalado, esta subjetividad no posee una existencia previa a su manifestación estética. Ciertamente, los textos literarios dejan intuir la presencia de un yo como "prima causa" de sí mismos. Bohrer considera que, sin este presupuesto, "al estatuto estético le sería robada una característica estética central, esto es, el velamiento" (1989a 246). No obstante, la subjetividad estética carece de una identidad prefigurada que pudiera ser expresada en el plano literario. Ella se desprende, más bien, de la propia experiencia de sí que hace posible la autonomización del lenguaje literario. Por ello mismo, el surgimiento de la subjetividad no puede ser entendido a partir del modelo de la autenticidad que propone Richard Sennett.7 La subjetividad, afirma Bohrer, "se origina en el acto mismo de la conversación epistolar: el yo no sabe nada de sí mismo, no habla acerca de sí, sino que se inventa recién en el habla" (1989a 217).
En este punto, la argumentación de Bohrer asume un fuerte matiz histórico, pues remite el surgimiento de la subjetividad estética a la exclusión del yo con respecto al mundo de los acontecimientos objetivos, a la que da lugar el proceso moderno de racionalización (cf 1989a 216-217). Como lo destaca de manera paradigmática la versión hegeliana de la filosofía de la histórica, este proceso eliminaría la posibilidad de toda mediación objetiva del ámbito subjetivo. De manera tal que, separada de los acontecimientos históricos, la subjetividad solo conservaría su derecho a la existencia bajo la forma peyorativa del sentimiento (cf Bohrer 1973 41).
En este contexto, el lenguaje imaginativo se presentaría como el único medio capaz de acoger el dolor de ese individuo que ya no puede reconciliarse con ninguna instancia de carácter general. Naturalmente, este escape hacia el ámbito literario solo sería posible porque una de las consecuencias de la crisis de toda posible fundamentación de orden objetivo, que ha empujado al yo hacia la pura autorreferencialidad, sería la propia liberación de la fantasía con respecto a aquellas determinaciones que tradicionalmente habían regulado el ámbito de la producción artística. En la "corriente de imágenes bizarras", a la que es reducida la fantasía tras la autonomización radical de la dimensión estética, emergería, según Bohrer, la imagen cifrada de un nuevo yo de carácter absolutamente autorreferencial (cf 1989a 246).
El sujeto estético surge en el acto de la imaginación y olvida entonces las condiciones autobiográficas e históricas. Él trasciende la identidad del yo según las leyes inmanentes del texto literario. Pero el yo no se pierde de esta forma, sino que es asumido por el lenguaje y su duelo. (1989a 267).
En este texto no podemos reconstruir de una manera exhaustiva la interpretación bohreriana del intercambio epistolar de la segunda generación de románticos. En cualquier caso, resulta necesario hacer una breve mención de algunos de los rasgos que Bohrer le atribuye a la concepción romántica de la subjetividad, pues estos ponen en evidencia hasta qué punto el autor está dispuesto a llevar la idea de la autorreferencialidad del ámbito estético. De esta forma debe ser entendido tanto el rechazo del principio de autoconservación, al que nos hemos referido más atrás, como la ruptura de la carta romántica con la orientación dialógica que era propia de la tradición epistolar clásica. Según Bohrer, a diferencia de esta última, que se definía en virtud de su carácter comunicativo, las cartas románticas constituyen verdaderas escenificaciones narcisistas del yo. En ellas la curiosidad por el otro, que había caracterizado a la carta del siglo XVIII, es sustituida por una construcción monológica que tiene como referente un yo que ya no se encuentra interesado en recibir ningún tipo de respuesta. Lejos de dirigirse a un destinatario verdaderamente existente, la carta romántica convierte al otro en un espejo de la propia subjetividad. En virtud de la propia radicalización del proyecto de la autocomprensión, el destinatario termina siendo reducido a aquella instancia que posibilita la autorreflexión de la subjetividad o que, dicho con mayor precisión, simplemente permite que esta se constituya a sí misma por medio de la permanente autorrepresentación (cf Bohrer 1989a 47).
Para Bohrer, esta ruptura con el ideal ilustrado de la comunicación remite a otro rasgo distintivo de la carta romántica. Si esta ya no está atravesada por el imperativo clásico de la comunicación, es porque la propia subjetividad ha dejado de ser pensable a partir de un concepto genérico de humanidad. El poeta romántico abandona el presupuesto de que los hombres se encuentran unidos por algún tipo de interés común y, a su vez, deja de concebirse a sí mismo como un verdadero representante de la humanidad. Renegando hasta de las propias formas lingüísticas convencionales, el yo romántico solo se reconoce en la absoluta autorreferencialidad, en la "pura autorreferencia del yo sagrado sin reaseguros externos" (Bohrer 1989a 57). En este sentido, la segunda generación de autores románticos llega a oponerse incluso a la idea prerromántica de una Symphilosophie. De hecho, esta ponía en evidencia en qué medida el romanticismo temprano había concebido el aislamiento social como una mera estrategia destinada a garantizar el surgimiento de un nuevo tipo de comunidad, y no como el punto culminante de la propia autorreflexividad de la subjetividad.
Sin embargo, quizás el rasgo más llamativo de la subjetividad romántica remita a su modo de ser temporal. En este punto la interpretación de Bohrer toma como referencia la afirmación de Brentano acerca de su incapacidad para identificarse completamente con una cosa (cf Bohrer 1988 166). Según Brentano, la mayor desgracia del romanticismo consistiría en "poder hacer todo de tantas maneras diferentes que podría volverse loco y hacerlo ciertamente de diferentes maneras" (278). Esta es, para Bohrer, la definición más temprana del hombre radicalmente estético, cuya historia se prolonga durante el siglo XIX y llega a la obra temprana de Hugo von Hofmannsthal o al Hombre sin características de Robert Musil. De acuerdo con ella, la subjetividad estética es caracterizada por su exceso de fantasía, por su capacidad para poder realmente todo, pero, justamente por ello, está privada de la capacidad para asumir algún tipo continuidad o de identidad personal. El exceso de fantasía que define a la subjetividad estética se encarga de destruir todas aquellas ideas que podrían ofrecer un anclaje objetivo para la configuración del yo:
La fantasía de Brentano impide que la conciencia llegue a la formación unívoca del yo, pues esta fantasía destruye el presupuesto de esta formación de la fantasía, es decir, las ideas a las que la conciencia se podría vincular de una manera identificadora. (Bohrer 1988 167)
Así entendida, la constitución de la subjetividad estética se vincula con la emergencia de una nueva concepción de la temporalidad. Esta fue anticipada por la revolución francesa y por la progresiva aceleración de los procesos históricos a los que ella dio lugar. Por cierto, lo que caracteriza a la subjetividad estética es justamente su capacidad para asumir de manera radical la experiencia de la temporalidad que inauguraba dicho acontecimiento histórico. A diferencia de autores como Schiller, que le otorgaron al arte la tarea de superar el tiempo en el tiempo (cf Bohrer 1989c 54), la segunda generación romántica se aferra al carácter repentino de la experiencia intransferible del ahora; ella percibe, en palabras de Bohrer, la tensión que existe entre el aislamiento temporal de la vivencia y las tendencias estabilizadoras del discurso racional y privilegia, de esta forma, la intensidad del instante perceptivo por sobre la posibilidad de una perspectiva de larga duración. La disolución del yo, que caracteriza a la subjetividad estética, se presenta entonces como el resultado del descubrimiento de que "la vida diseñada originariamente en función de objetivos se desintegra al final en la mera suma de momentos que varían con rapidez y que incluso en el recuerdo no pueden ser comprendidos por medio de la categoría de continuidad" (Bohrer 1988 179).8
Modernidad estética, modernidad racional
En función de lo expuesto, es posible decir que con su rehabilitación del romanticismo alemán Bohrer busca contraponer la concepción estética de la subjetividad, que defiende aquella corriente del pensamiento, a la interpretación objetivista de este concepto que postulan las perspectivas de corte ilustrado o racional. A diferencia de estas, que identifican el sujeto con el principio de autoconservación del yo, la absoluta autorreferencialidad de la subjetividad estética rompe con la primacía del principio de realidad. Por ello mismo, la subjetividad estética se determina de manera exclusivamente negativa a partir de la pérdida de la identidad normal, la previsibilidad, la comunicación y la relación con los otros. Sobre este punto afirma Bohrer: "la subjetividad estética es una alternativa frente al conformismo del subjetivismo burgués con respecto al principio de realidad" (1989a 14).
Todo esto no obsta para que Bohrer considere que el momento artísticamente revolucionario del romanticismo alemán poseería también una significación de carácter extraestético. Desde su perspectiva, con la radicalización de la autonomía del arte, surge un tipo de subjetividad que se encuentra en mejores condiciones que la subjetividad racionalista a la hora de responder de una manera adecuada al vacío de fundamentos que produce el proceso moderno de secularización. De hecho, la única respuesta que ofrecen las concepciones racionalistas ante la disolución moderna de todos los fundamentos es la integración histórico-filosófica de la subjetividad enajenada en un desarrollo general, esto es, la negación de su carácter subjetivo. La dimensión estética, en cambio, posee mejores herramientas para enfrentar la crisis de todas aquellas instancias que, tradicionalmente, habían contribuido a atenuar el problema de la finitud. Esta dimensión permite un tipo de experiencia que se caracteriza por interrumpir el tiempo secular y hacer estallar, de esta forma, esa cadena de instantes homogéneos y vacíos que desemboca de manera indefectible en la propia aniquilación. En este sentido, la experiencia estética ofrece un momento de felicidad realizada (cf. Bohrer 1988 228). Como ya sostenía Bohrer en su Ästhetik des Schreckens, "el instante coincide siempre con la vivencia de la felicidad. Los momentos eróticos de Proust, Joyce o Musil son [...] ataques de un sentimiento extremo de felicidad" (1983 216).
El tipo de interrupción del tiempo histórico a que da lugar la experiencia estética no supone, sin embargo, la irrupción en la historia de una instancia extrahistórica. En este punto cobra relevancia el intento de redefinición del concepto de epifanía que emprende Bohrer a lo largo de su obra. Lejos de vincular la intensidad de la dimensión estética con algún tipo de referencia de orden transcendente, Bohrer la caracteriza en términos estrictamente retórico-efectuales y la identifica con la propia interrupción del sentido que introduce el modo metafórico de hablar (cf 1981 126). Desde su perspectiva, la aparición repentina de una alteridad, que tiene lugar en la apariencia estética, no posee un carácter representativo.
A partir de una referencia explícita a la estética de Nietzsche, Bohrer remite dicho momento epifánico a los efectos estimuladores o vivificadores que se desprenden de la fijación del lenguaje metafórico a la instancia del significante (cf 1981 111 y ss.). Para él, si la obra de arte se eleva más allá de la materialidad que le da duración, es por el hecho de que, en función de sus propias características semánticas, ella es capaz de producir una experiencia de naturaleza repentina, esto es, absolutamente presente, y de interrumpir, de este modo, la cadena de renuncias y postergaciones que ha hecho posible el establecimiento del orden social. Su carácter epifánico no se desprende, entonces, de la efectiva aparición de una alteridad, sino del tipo de experiencia de la temporalidad que posibilita la ruptura con los actos de la conciencia intencional.
Refiriéndose a Momentos vividos de Virginia Woolf, Bohrer sostiene: "Se trata de aquellos instantes infrecuentes que se destacan en el flujo convencional de instantes [...]. Es decisivo sobre todo el aislamiento de estos con respecto al continuum de perspectivas ligadas al pasado y al futuro" (1994 162). Por ello mismo, la dimensión estética pone a nuestro alcance una experiencia inusitada de la felicidad, ya que, en virtud de su propio carácter repentino, desactiva los modelos de pensamiento establecidos y propicia una experiencia sensorial particularmente intensa. Según Bohrer, "Se trata de una aprehensión inmediata de la realidad, de su pura presencia" (id. 163).9
No obstante, dado que la intensidad de la dimensión estética se vincula con la experiencia de la radical discontinuidad del tiempo, ella es indisociable del estado del duelo, es decir, de la conciencia del carácter irremediablemente efímero de dicho estado de felicidad.10 "Todo llega al final antes de comenzar" (1997 3), afirma Bohrer para asegurar que "la felicidad porta en sí misma su final" (id. 2). Pero justo por ello la reducción estética de la utopía, que supone la concepción romántica de la subjetividad, es el único aspecto del proyecto moderno que, desde la perspectiva de Bohrer, resulta verdaderamente rescatable. Así pues, al asumir el núcleo utópico de las perspectivas histórico-filosóficas pero desvinculándolo del tiempo real, la subjetividad estética evade la postergación del placer que se hallaba en la interpretación histórico-filosófica de la dimensión estética. Ella no ve colmados sus deseos de felicidad pero, al rechazar la posibilidad de pensar la realidad objetiva como una realidad utópicamente modificable, se opone al apaciguamiento histórico-filosófico de aquellos. Dicho en otros términos, la subjetividad estética es capaz de enfrentar la contingencia sin verse obligada a hipotecar en el futuro sus profundas ansias de felicidad.
Consideraciones finales
La reivindicación de la concepción romántica de la subjetividad que realiza Bohrer es heredera de la crítica del posestructuralismo a la filosofía idealista en su conjunto. De hecho, esta crítica contribuyó a desmantelar aquella identificación de la verdad con el establecimiento de un sentido de carácter objetivo, en función de la cual había sido posible estigmatizar el énfasis romántico en el principio de la subjetividad. Sin embargo, Bohrer no está dispuesto a admitir ni la negación poses-tructuralista de la subjetividad ni su apología de la desdiferenciación estética. De acuerdo con este autor, la noción de subjetividad estética ofrece una alternativa frente a la contraposición aparentemente cerrada que se da entre la interpretación racionalista del sujeto y la tesis poses-tructuralista de la muerte de este. De igual modo, dicha concepción de la subjetividad permitiría evadir la desdiferenciación de la dimensión estética que propiciarían tanto Derrida, al interpretar la indeterminación de la significación como un elemento propio de la estructura lingüística en general, como Richard Rorty o Wolfgang Welsch, al remitir dicha indeterminación al proceso general de secularización.
Para Bohrer, todos estos planteamientos procuran salvaguardar a la dimensión estética de las pretensiones universalistas de la filosofía. Lamentablemente, pierden de vista que si lo estético es capaz de subvertir el discurso extraestético, es porque este "no posee ningún elemento de carácter propiamente estético" (Bohrer 1992 8). Para Bohrer, la desdiferenciación de lo estético solo supone su banalización, esto es, su adecuación a determinaciones de orden extraestético, así como la consecuente supresión de su potencial subversivo frente a la normativa social. Desde su perspectiva, este efecto se refleja en el creciente desarrollo del gran negocio europeo de las exposiciones y en la proliferación de programas destinados a popularizar el acceso al arte por medio de su "ofrecimiento en el gran envoltorio de la historia de la cultura" (id. 2). Según Bohrer:
La estetización del mundo de la vida está completamente orientada en el sentido de una comprensión higienista del arte que hace que los elementos irracionales, provocativos, sean absorbidos por el arte dentro de la sociedad moderna del progreso para poder integrarlos así de una manera más fácil en el programa racional: la esfera del arte se ha adaptado de una forma funcional y simétrica a la esfera del no-arte. (ibd.)
En este contexto, uno podría preguntarse hasta qué punto la reducción estética de la anticipación utópica, que propone Bohrer, no acaba dando lugar también a una neutralización de las potencialidades críticas de la dimensión estética. Ciertamente, la defensa de la autonomía artística que realiza el autor está orientada a cuestionar aquellas perspectivas que le atribuyen al arte funciones de carácter compensatorio. Para Bohrer, el arte se presenta como una instancia capaz de desestabilizar las formas sociales instituidas y no como un refugio frente a la presunta disolución del sentido a la que ha dado lugar el proceso de modernización social. No obstante, para justificar su rechazo de toda posible interpretación que le atribuya al arte un efecto correctivo o transformador sobre el ámbito extraestético, Bohrer ontologiza el estado de alienación que caracteriza a las relaciones sociales existentes (cf 1973 66). De forma tal que si este autor logra inhibir la posibilidad de una instrumentalización política de la dimensión estética, lo hace al precio de tornar superfluo su propio efecto desestabilizador. En última instancia, Bohrer solo parece estar dispuesto a admitir el derecho a la existencia de la subjetividad estética si su influjo subversivo no trasciende los límites del ámbito propiamente estético.
Esto último pone en evidencia el costo que tiene la lectura anti-idealista del romanticismo alemán que propone Bohrer.11 Podría decirse que, en su intento por disociar el pensamiento romántico de toda posible perspectiva histórico-filosófica, Bohrer acaba desvinculando la autonomía de la obra de arte del reconocimiento de su carácter soberano, esto es, de su potencial crítico sobre las demás esferas de la vida social (cf Menke 1997 13). En el pensamiento romántico, la autonomización radical de la obra de arte no había tenido como consecuencia la transformación de la dimensión estética en una esfera de carácter aislado. Este aspecto resulta particularmente visible en el caso de Friedrich Schlegel, ya que, pese a sus discusiones con la filosofía idealista, continuaba concibiendo la autonomización progresiva de la obra de arte como un momento del propio proceso de mediación reflexiva de lo real.
Esta referencia a la capacidad del pensamiento romántico para articular las dos exigencias antinómicas que pesan sobre la reflexión estética moderna -esto es, la defensa de la autonomía del arte, en cuanto que, por una parte, ámbito distanciado de la vida prosaica y, por otra, resguardo de la capacidad de lo estético para trasgredir la racionalidad de las dimensiones extraestéticas de la realidad sociocultural- no debería ser interpretada como una apología de aquel. De hecho, en el contexto actual ya no resulta posible adscribirse al optimismo ontológico que sustentaba la concepción romántica de una progresiva romantización de la realidad. En este sentido, la desconfianza de Bohrer con respecto a la categoría idealista de totalidad parecería encontrarse completamente justificada.
Sin embargo, en su intento por rechazar toda posible perspectiva de carácter teleológico, Bohrer acaba asumiendo una concepción objetivista de la autonomía del arte, cuya adecuación a la producción artística contemporánea resulta al menos cuestionable. Desde nuestra óptica, Bohrer hace suyas, en este punto, las críticas de autores como Kierkegaard, Nietzsche, Simmel o el primer Lukács a la resolución idealista de las aporías de la ilustración y presupone, de esta forma, una oposición radical entre la historia, en cuanto que dimensión racional y universal, y el ámbito estético-subjetivo de lo particular. Por ello mismo, Bohrer se ve obligado a interpretar la diferencia entre arte y no-arte como una distinción de carácter ontológico. Así pues, una vez asumida la oposición radical entre la esfera objetiva y la subjetiva, el arte solo puede convertirse en un refugio para la subjetividad frente a los impulsos totalizadores de la razón si se conciben la dimensión estética y el ámbito social como dos espacios objetivamente separados (cf. Jauss 75).
Como lo pone de manifiesto la propia estructura de Der romantische Brief,12 la concepción de la autonomía del arte que defiende Bohrer encuentra su modelo en la tendencia de la literatura modernista hacia una autorreferencialidad de carácter radical. No obstante, la producción artística contemporánea ha dejado de vincularse positiva o negativamente con la historia entendida como un colectivo singular. De hecho, fenómenos como la apertura de la obra hacia la figura del espectador evidencian que la literatura y el arte contemporáneos solo se relacionan con alguna de las infinitas historias particulares a las que ha dado lugar la disolución del concepto moderno de historia. Desde nuestra perspectiva, esto no significa que sea posible atribuirle un carácter culinario a la totalidad de la proyección artística contemporánea, como sugiere Bohrer, sino más bien que la categoría de autonomía estética ya no puede ser pensada en términos objetivistas, esto es, bajo el supuesto de que el arte integraría una esfera que se encontraría ontológica-mente separada de lo social (cf Rebentisch 10). Más aún, a la luz de la tendencia del arte contemporáneo a la desdiferenciación, la negación radical de la historia, que presupone la concepción bohreriana de la autonomía del arte, asume un carácter problemático. En este sentido, no sería desacertado pensar que, una vez incorporada la perspectiva del espectador y asumida la diseminación de los horizontes interpretativos, la postulación de un punto de vista, a partir del cual sería posible negar la totalidad de la realidad prosaica, no puede presentarse más que como una nueva interrupción arbitraria del imperativo moderno de la autorreflexión.