El libro de Luciana Cadahia, Mediaciones de lo sensible: hacia una economía crítica de los dispositivos, se propone reactivar el concepto de dispositivo desde una perspectiva foucaultiana, la cual, en lugar de contraponer enteramente las nociones de poder y emancipación, entiende las operaciones de contaminación y de mutua potenciación entre ambas. Con ello, la perspectiva de Cadahia le permite pensar en una crítica política del presente que, en lugar de entender la resistencia política como resistencia al poder, busca más bien entender los modos como, al interior del derecho y del Estado, se puede configurar también un espacio productivo de resistencia. Para hacerlo, Cadahia traza una genealogía del concepto de dispositivo en los autores del idealismo alemán Friedrich Schiller y G. W. F. Hegel, en la que encuentra una posibilidad de rescatar la potencia mediadora del concepto de dispositivo vis a vis una interpretación exclusivamente negativa del mismo en autores contemporáneos como Giorgio Agamben y Roberto Esposito.1 Mi propósito a continuación no es hacer un recuento detallado de los pasos que sigue la autora a lo largo de su libro, sino más bien destacar una serie de elementos que me parecen muy originales y productivos de la propuesta de Cadahia, a la vez que formular una serie de preguntas que me ha suscitado la lectura de su libro.
Comienzo por rescatar los múltiples gestos de Cadahia a lo largo de su libro, y la manera como su modo de trabajo determina de maneras muy productivas su aproximación al tema propuesto. Intervengo aquí y allá (pasajes en cursivas) con algunas preguntas que me quedan abiertas con respecto a ciertas decisiones interpretativas de la autora: (i) El primer gesto que me interesa resaltar aquí es uno que comparto profundamente con Cadahia y que considero muy valioso en el trabajo con la historia de la filosofía, esto es, el de buscar en la historia de la filosofía herramientas conceptuales para una crítica del presente, en lugar de referirse a ella solo como aquello que debe ser superado, de-construido, desactivado. Creo, como Cadahia, que vale la pena insistir aún en una vía contemporánea para el pensamiento moderno y el proyecto ilustrado. Sin dejar de estar alertas a los posibles riesgos y peligros que puedan estar implicados en cierto modo (moderno) de concebir lo político, habría que revisar si las múltiples caras que adquiere la violencia en el presente son, en algunas ocasiones, como creo que nos lo muestra Cadahia muy lúcidamente en el libro, el resultado de una traición a -y no la traición de- el proyecto moderno y la "razón ilustrada".2 Así, en tono benjaminiano, nos dice Cadahia al final del primer capítulo: "Si la representación que nos hacemos de nuestra actualidad se ha vuelto irrespirable, quizá se deba a nuestra incapacidad para liberar las imágenes del pasado y convertirlas en un modo de interpelación de nuestro presente" (108). La apuesta es, pues, la de establecer un diálogo productivo del pasado con el presente que no se dé ya bajo el modelo de la necesidad de su superación -modelo que obliga a "renunciar a los conceptos y problemas de la Modernidad" (67), como si esta fuese el lugar de origen no solo del fracaso sino de toda violencia política contemporánea-, sino más bien como una búsqueda por "apreciarlos desde una perspectiva diferente" (ibd.), nos dice Cadahia, comprendiendo al presente, a la vez, como lugar fructífero de encuentro de dicotomías y modulaciones del poder en constante proceso de resignificación, más que "como el signo de lo que debe ser rechazado" (ibd.).
(Cadahia, a propósito, asocia esta actitud de rechazo de la modernidad con autores como Agamben y Esposito (y lo que ella denota como un "heideggerianismo" en el pensamiento de ambos autores), en particular dadas las consecuencias que en ambos autores trae una visión crítica de la modernidad para una concepción puramente negativa del "dispositivo". Me pregunto si en efecto esta lectura es enteramente "justa" con estos autores, para quienes el espectro de Martin Heidegger no solo implica el rechazo de la historia de la filosofía, sino su "des-tructuración" (la conocida Destruktion heideggeriana), término que para Heidegger no significa enteramente destruir sino reencontrarnos con la historicidad del presente y, por tanto, de-solidificar una tradición que de lo contrario, de no ser cuestionada y pensada siempre críticamente, ejerce efectos paralizadores sobre el presente. Este gesto de la Destruktion heideggeriana es, por lo demás, muy cercano a la idea de positividad hegeliana que tanto le interesa a Cadahia rescatar).
(ii) Esto conduce a otro gesto fundamental que veo con claridad tras la propuesta de Cadahia: la búsqueda por reconfigurar las geografías del pensamiento, esto es, por producir un diálogo horizontal no solo entre modernidad y pensamiento contemporáneo, sino una mirada transversal y archipeláica, como lo diría el pensador Édouard Glissant, entre Latinoamérica y Europa. Lo primero, mucho más presente y desarrollado a cabalidad en este libro, conduce, por ejemplo, a proporcionarnos, entre otros, una lectura schilleriana y hegeliana de Michel Foucault, a la vez que también entrevemos una posibilidad de entender tanto a Schiller como a Hegel como foucaultianos avant la lettre. Lo segundo, menos desarrollado explícitamente a lo largo del proyecto, aporta la posibilidad de leer la tradición europea desde Latinoamérica, no con el ánimo de distanciarnos de ella y cortar con aquello que ha impedido pensarnos "desde nosotros mismos" (un gesto que, como Cadahia, considero que fue históricamente necesario, quizás, pero que actualmente transpira una profunda ingenuidad tanto histórica como conceptual), sino más bien con lo que Cadahia describe en la introducción a su libro como una antropofagia filosófica, a saber, permitiendo que el pensamiento se alimente y se construya de todas las tradiciones que nos intersectan y de las múltiples raíces subterráneas que constituyen nuestra historia. Escribe Cadahia:
Nuestro desafío es estar a la altura de nuestro tiempo. Pero esto no significa renunciar a la tradición, sino llevar a cabo un verdadero ejercicio de antropofagia que nos permita volvernos interlocutores activos. No se trata de hacer encajar tal o cual tradición de pensamiento a nuestra coyuntura histórico-política, sino de ver cómo nuestra realidad política conduce la tradición hacia otros cauces, la pone a prueba y la transforma en otra cosa. (17)
(Con respecto a este segundo gesto, creo que la crítica que le hace Cadahia a Agamben y a Esposito en la primera parte del libro resulta de una mirada no europea, atenta a la ingenuidad y quizás, diría yo, al "elitismo" de un pensamiento europeo que todavía puede atreverse a pensar en universalismos abstractos; a entender, además, los problemas de nuestro tiempo como enteramente conectados con una historia de la soberanía moderna y sus lógicas que pertenecen geográfica e históricamente casi exclusivamente al continente europeo. Si bien Cadahia no lo hace explícito en su libro, creo que valdría la pena pensar en qué lugares del argumento la mirada desde Latinoamérica se convierte precisamente en esa mirada aguda capaz de ver las limitaciones de un pensamiento incapaz de incluir el sur global en las lógicas neoliberales y las condiciones políticas contemporáneas).
(iii) Finalmente, quisiera destacar también el énfasis que Luciana pone en leer a Schiller y a Hegel como pensadores capaces de movilizar otros modos de pensamiento político que conciben posibilidades de resistencia y reconfiguración del poder, aunque quizás no desde la revolución y un pensamiento anarquista -insistente en cortar con todo lazo con la tradición política del Estado y el derecho-, sino, precisamente, desde el interior de una tradición que, de manera realista, entiende la importancia y la necesidad de habitar estos espacios desde adentro. Así entiendo la propuesta de Cadahia de concentrarse en las posibilidades aún subyacentes de un pensamiento que ella, a lo largo del libro, llama dialéctico, y que quiere poner en relación con la comprensión del mecanismo del dispositivo (a partir de su historia, y de una genealogía alternativa de este concepto), no solo como un mecanismo de dominación y subyugación del sujeto, sino como una operación de mediación, como lo sugiere el título del libro.
Es a este último gesto, y más específicamente a las concepciones de dialéctica y de mediación que están en juego en el argumento, al que quisiera dirigir algunas de mis preguntas. Todo, claro, con el ánimo de establecer un diálogo con un proyecto que me ha hecho pensar muchísimo, me ha permitido ver aspectos de los autores en los que no había pensado antes, y me ha permitido entender el movimiento del pensamiento de Foucault desde una perspectiva muy novedosa. Todo esto quisiera agradecérselo a Cadahia, y es desde allí que formulo algunas de mis preguntas, críticas y sugerencias.
Quisiera, en primer lugar, entender mejor a qué se refiere la autora con "dialéctica". Y, si hago esta pregunta, es porque creo que habría quizás diferencias importantes entre la dialéctica de Schiller y la de Hegel, y lo que cada uno de ellos concibe como mediación, pero también porque creo que allí donde Cadahia ve en Esposito y Agamben un pensamiento antidialéctico, o un pensamiento que renuncia de antemano a la posibilidad de mediación, yo veo quizás un movimiento más complejo, que encuentra sus bases precisamente en una comprensión y aplicación de la dialéctica que trae, en todo caso, sus propios problemas. No puedo detenerme en todos los lados y posibles aspectos de estas lecturas e interpretaciones propias, pero me permito señalar por ahora, muy esquemáticamente, las siguientes inquietudes:
(i) En el caso de Schiller, hay algo del momento de la mediación estética que no se deja comprender enteramente desde el movimiento dialéctico hegeliano, al menos en el sentido en el que lo entiende Cadahia. Dice la autora:
Así, aquello que el entendimiento pone de modo unilateral, fijo e inmóvil, la razón dialéctica lo niega, invierte y abre, mientras que el pensamiento especulativo lo muestra en su unidad constitutiva. Lo que el entendimiento separa y excluye, la razón lo asume e incorpora concretamente. (38)
Si se leen las Cartas para la educación estética del hombre desde la perspectiva del trabajo previo de Schiller en las Cartas a Kallias, hay un aspecto de lo que posteriormente Schiller llamará impulso de juego que sale mucho más claramente a la luz. Me refiero aquí al hecho de que, para Schiller, lo que el momento estético permite es precisamente una operación de suspensión, la resistencia a una relación de subsunción usualmente efectuada por el entendimiento en el proceso de relación del sujeto con el mundo. Schiller aquí está leyendo directamente la Crítica del Juicio kantiana, y, si bien su interpretación del texto da mucho qué discutir (incluyendo la crítica que Paul de Man trae de esta lectura, una crítica que yo quisiera sugerirle a Cadahia que se tomara un poco más en serio, pues señala los riesgos precisamente de leer a Schiller como un pensador dialéctico -como un pensador que habría cooptado la posibilidad de crítica en Kant al traducirla nuevamente a un pensamiento de las dualidades y la mediación dialéctica-), es en todo caso muy productiva para entender la trayectoria posterior del pensamiento schilleriano. Porque, si bien Schiller habla aquí de auf-heben, es verdad, habla también de tensión en el balance de fuerzas, de equilibrio en tensión, lo cual no es, por tanto, ni se deja leer enteramente bajo el movimiento de la dialéctica hegeliana, pues los dos lados en equilibrio no son subsumidos, sino justamente puestos en suspenso. Hay aquí a mi parecer una posibilidad de pensar un momento de crítica schilleriana a la luz de una idea de resistencia, que, no obstante, no es quizás dialéctica, y la idea de mediación desde una perspectiva que no conduce a un tercer término, sino que, precisamente, como bien lo muestra Cadahia en su lectura de las transiciones que lleva a cabo Schiller a lo largo de las Cartas, termina más bien entendiendo el medio como fin en sí mismo, y a la mediación estética como una disposición de apertura y determinabilidad activas.3
(ii) Ahora bien, todo lo anterior dejando de lado que, en todo caso, es también posible hacer una lectura de la misma dialéctica hegeliana en esta dirección, y desestabilizar lo que se ha entendido por el término en una interpretación tradicional de Hegel que no deja entrever la suspensión y la interrupción como gestos esenciales de la Aufhebung.4 En este sentido, en Hegel podría hacerse una lectura de la dialéctica que no se deja leer del todo en términos de economía (un término sobre el que, a propósito, me gustaría que Cadahia nos hablara un poco más, porque aparece en el título pero no lo encuentro del todo justificado a lo largo del libro), sino más bien, y justamente, en términos de interrupción de toda posible economía. Y aquí me iría yo nuevamente a los Escritos de juventud de Hegel, como lo hace Cadahia en su libro, pero esta vez quizás para rescatar una genealogía del dispositivo que, remontándose también, como lo hace la autora, a la noción de positividad, podría ayudar a mostrar que la dicotomía que Cadahia sugiere entre la positividad en Hegel y lo que Agamben rescata como otro origen distinto de la idea de "dispositivo" en el pensamiento cristiano-teológico quizás no es tal, y, por lo tanto, que estas dos tradiciones no están necesariamente tan separadas.
Para Agamben, nos dice Cadahia, el modo como funciona el dispositivo en Foucault encontraría su origen "en los primeros dos siglos de la historia de la Iglesia cristiana, a través de la función decisiva del problema del gobierno (oikonomía) en la teología" (28). Se produce así, según Agamben
una escisión en Dios entre ser y acción, ontología y praxis, y esto [...] daría lugar a "la esquizofrenia que la doctrina teológica de la oikonomía dejó en herencia a la cultura occidental", dado que allí "la acción, la economía, pero también la política, no tienen ningún fundamento en el ser". (Cadahia 28)
También para Hegel en los Escritos de juventud, especialmente en los fragmentos escritos en la época de Frankfurt y conocidos como "El espíritu del cristianismo y su destino", la noción de positividad se relaciona con esta acción de separación tajante entre el ser y la acción, entre la ley y la esfera de los asuntos humanos en la que la primera debe llegar a efectuarse, y que Hegel en sus escritos más tardíos de Jena relacionará más concretamente con el papel que en su sistema cumplirá el movimiento de la abstracción. La positividad surge en el momento en el que dicha separación busca superarse de manera inmediata, esto es, por ejemplo, en el momento en el que la ley se da a sí misma un contenido contingente de manera arbitraria para poder investirse de poder (cf. Hegel 1Q78 31Q), un poder que no tiene en la medida en que se ha evacuado completamente de contenido para legitimar su universalidad.
Positividad es aquí entonces en el joven Hegel, como bien lo señala Cadahia, "el surgimiento de un poder que se hace cargo de la vida y la neutraliza" (125). Es el momento de la fijación del movimiento de la vida y por tanto el momento de paralización de toda posibilidad de dialéctica y mediación entre el poder y la vida. Pero esto está enteramente conectado, y no desconectado como creo que lo sugiere Cadahia, del gesto económico que encuentra su origen en la tradición del cristianismo temprano con el que también Hegel se está confrontando en estos escritos de juventud. Así, para Hegel, la operación de la Aufhebung en estos primeros escritos está relacionada justamente con la desactivación de este mecanismo de fijación que se traduce en violencia sacrificial (Hegel hace una conexión aquí compleja pero muy interesante entre la operación de la autoridad positiva del Estado y la lógica económica del sacrificio). Agamben nuevamente es aquí el que proporciona la clave para esta lectura: Aufhebung, nos recuerda, es el verbo que utiliza Lutero para la traducción del griego katargein, compuesto de kata y de ergon, y traducible entonces como 'desobramien-to' o 'inoperatividad'. La Aufhebung hegeliana encuentra así su origen (y Hegel está leyendo aquí el comentario de Lutero a la Carta de Pablo a los Romanos, hecho que Jorge Aurelio Díaz justamente me hizo notar hace ya algún tiempo cuando estaba comenzando yo a trabajar con estos textos de Hegel) como una desactivación e interrupción de la positividad, que busca recobrar, en efecto, la posibilidad de mediación dialéctica, pero que en sí misma no es solo mediación, sino interrupción de la violencia que la impide, esto es, la violencia de la positividad y la economía del sacrificio.5 (iii) En este mismo sentido, y para dar el tercer paso de este recorrido, habría que reconocer también una posibilidad de continuidad entre el gesto agambeniano y el gesto hegeliano (y por tanto quizás también entre Hegel y Esposito). Dice Cadahia:
[Para Agamben y para Esposito] la relación fundamental de dominio que subyace a la separación y unificación de la relación sujeto/objeto moderna [...] habría sido el resultado de una serie de metamorfosis religiosas en el corazón del proceso de secularización. Así, todo el devenir de Occidente estaría atravesado por esta forma fundamental de dominio entendida como un poder que separa lo que unifica y unifica lo que separa. De alguna manera, tanto Agamben como Esposito radicalizan el relato heideggeriano al mostrar que para salir de una filosofía del sujeto sería necesario comprender el núcleo teológico que alberga en su seno. ¿Pero el abandono de los términos sujeto/objeto supone realmente una liberación? Ambos filósofos, al buscar una forma de pensamiento que interrumpa la separación entre sujeto y objeto, abandonan la mediación como un tipo de práctica filosófica y consideran que el nuevo estado de indiferenciación posibilitaría un nuevo modelo de libertad. ¿Pero es esto así? El peligro de este abandono descansa en la ilusión de considerar sus propuestas filosóficas exentas de cualquier forma de poder. [...] Al igual que en Heidegger, estos nuevos perfiles de ontología rechazan la dialéctica y parecen reiterar [...] la vieja idea de la inmediatez. Como si el retorno a la unidad indiferenciada del sujeto y el objeto tuviera una prioridad ontológica frente a la mediación. Desde esta perspectiva, la muerte del sujeto ha sido percibida como una manera de liberarnos de las relaciones de dominación, pero esto también ha dado lugar a una apología del relativismo, a una cuestionable reivindicación acrítica de la diferencia y a una preocupante brecha entre la praxis y la filosofía. Probablemente, la actitud de renunciar a estos términos no sea otra cosa que el espejo deformado de la indiferencia a la que nos ha conducido el progresismo ilustrado. Mientras que el optimismo ilustrado habría puesto todos sus esfuerzos en encontrar una reconciliación que posibilitase la anhelada unidad entre el sujeto y el objeto, lo cual se ha revelado como una de las formas más monstruosas de pensamiento identitario, las propuestas de Agamben y Esposito buscarían protegerse de ese dominio mediante un retorno al lugar donde no se puede distinguir entre ambos términos. (63-64)
En Agamben y en Esposito, siguiendo lo mencionado anteriormente acerca de la lógica que está puesta en juego en el pensamiento de la interrupción como inoperatividad, la interrupción o desactivación es precisamente la desactivación de la operación que suspende la dialéctica, aquella operación que en términos de Hegel separa, fija y arbitrariamente reconcilia de manera inmediata, ejerciendo violencia sobre aquello sobre lo que opera. La desactivación es, pues, justamente la desactivación de la positividad, la desactivación de una cara del dispositivo en el que este, en lugar de reconocerse como mecanismo unilateral de imposición de poder, esconde su propia unilateralidad bajo la idea de legitimidad. Esto significa que, desde cierta perspectiva, la inoperatividad de la que hablan Agamben y Esposito se relaciona con el gesto que, al interrumpir la positividad, reactiva las condiciones de posibilidad de la dialéctica, de la mediación como lugar de exposición de las violencias subyacentes a toda operación de poder (de sus unilateralidades). Con ello, lo que queda descartado no es, pues, la dialéctica, sino justamente su suspensión soberana (positiva). Y la única cara posible de esta desactivación no es la renuncia a la posibilidad de la acción política (aunque sé y concuerdo con Cadahia en que esta renuncia termina siendo muchas veces el tono de la propuesta política de Agamben y de lo que Esposito llama "la impolítica"), sino el reconocimiento de que toda acción tendrá que llevarse a cabo en ese espacio de contaminación. En este, el poder y la emancipación no son dos operaciones mutuamente excluyentes; en cambio, este es el espacio de negociación permanente entre resistencia y poder. Así, habría quizás una lectura de Agamben y Esposito o, al menos, si no de ellos, de la idea de dialéctica como inoperatividad, que sería compatible con la propuesta que quiere hacernos Cadahia al final de su libro, esto es, "pensar la resistencia como reconocimiento contaminante de la legalidad jurídica y gestión de lo posible" (231), a saber, un pensamiento de la resistencia en la que "ni esta es lo otro del derecho", ni el derecho "lo otro de la resistencia" (ibd.).