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Ideas y Valores

Print version ISSN 0120-0062

Ideas y Valores vol.70 no.175 Bogotá Jan./Apr. 2021  Epub May 19, 2021

https://doi.org/10.15446/ideasyvalores.v70n175.68484 

Artículos

Antígona, de mito androcéntrico a símbolo feminista. Una reflexión

Antigone, from Androcentric Myth to Feminist Symbol. A reflection

María Isabel Peña Aguado* 

*Universidad Diego Portales - Santiago de Chile - Chile, maria.pena@udp.cl


Resumen

La repercusión que el mito de Antígona ha tenido en la teoría feminista es comparable a la que ha tenido en la historia de la cultura y del pensamiento occidental. Pero, ¿cómo llega la figura de Antígona, una ficción indudablemente masculina, a convertirse en insignia feminista?, ¿podría perder sus reflejos de masculinidad y entrar a formar parte de una genealogía femenina? Atadas, como estamos, a una representación y lenguaje masculinos, se impone la necesidad de sacarla del mundo y lógica edípicos para leerla bajo una perspectiva más cercana a la figura central, aunque invisible, de Yocasta.

Palabras clave: Antígona; feminismo; mito

Abstract

The impact that the myth of Antigone has had on feminist theory is comparable to the one it has had on the history of Western culture and thought. But how does the figure of Antigone, an undoubtedly masculine fiction, become a feminist badge? Could it lose its reflections of masculinity and become part of a female genealogy? Tied as we are to a masculine representation and language it becomes necessary to take it out of the Oedipal world and logic, to read it in keys that bring it closer to the central yet invisible figure of Yocasta.

Keywords: Antigone; feminism; myth

Los mitos representan creencias insoslayables en la construcción del sistema simbólico y toda reviviscencia de ellos a lo largo de la historia refuerza los conceptos instituidos por el patriarcado.

Pilar Errázuriz Vidal, Misoginia romántica, psicoanálisis y subjetividad femenina

Preámbulo1

La importante repercusión que el mito de Antígona ha tenido en la teoría feminista desde los años ochenta, justamente en el momento álgido del llamado feminismo de la segunda ola, es sin duda comparable a la que ha tenido en la historia de la cultura y del pensamiento occidental.2 Desde que Luce Irigaray la escogiera como plataforma para poner de manifiesto el antropocentrismo de la filosofía de Hegel3, el eco que ha tenido y que sigue teniendo la figura de Antígona ha sido formidable. Fanny Sönderbäck, en la introducción de Feminist Readings of Antigone, subraya esa vuelta a Antígona así como la actualidad de su figura frente a otros personajes femeninos de las tragedias griegas (cf. 1-14). Explica esa coyuntura enumerando la cantidad de temas, centrales para el feminismo, que pueden ser tratados teniendo como modelo su historia (“her story”) y su mito. Sin embargo, resulta notable que Sönderbäck, que sí menciona brevemente la misoginia de autores como Hegel o Lacan, en ningún momento plantee la cuestión de cómo es que dichos autores se interesen tanto por la figura de Antígona y, sobre todo, hasta qué punto sus lecturas del mito de Antígona no son algo más que meras lecturas. Es decir, hasta qué punto esas lecturas no son las que han contribuido a conformar la imagen de Antígona, su mito. Esta cuestión no es baladí, tal y como recuerdan Vanda Zajko y Miriam Leonard, editoras de Laughing with the Medusa. Classical Myth and Feminist Thought quienes en la introducción del libro se hacen eco de las dificultades a las que se enfrenta la teoría feminista cuando recurre a los mitos clásicos. Dichas dificultades son una constante en el trabajo feminista a la hora de abordar las figuras femeninas de la tradición occidental, tanto históricas como mitológicas, provocando tensiones dentro del mismo feminismo con respecto a cómo enfrentar dichos mitos. Según señalan Zajko y Leonard, algunas autoras, como Helen Cixous, reivindican las formas narrativas antiguas de los mitos, cuya poética se diferencia del discurso teórico tradicional, como una forma de disidencia ante el discurso lógico propio de la teoría; mientras que otras, como Luce Irigaray, ponen en evidencia hasta qué punto los mitos se encajan en el discurso teórico de la filosofía, justificando una visión del mundo androcéntrica y patriarcal (cf. 2-4).

Esta diferente valoración de lo que la teoría feminista puede ganarles a los mitos revela una diferencia también en el modo en el que se entiende el término mito. Término cuyas acepciones van desde el nombrar la narración extraordinaria de los hechos de algún héroe o heroína, hasta la referencia a la idealización -a menudo engañosa- de una persona o figura (cf. RAE). Así pues, la cuestión se plantea de forma diferente cuando se trata de atender al mito como una forma narrativa alternativa o cuando se atiende al mito como idealización de una determinada figura a la que se atribuyen cualidades o comportamientos extraordinarios, tal y como sucede con algunas de las figuras femeninas que aparecen en las narraciones mitológicas y que, como es el caso de Antígona, han tenido un fuerte eco en la teoría feminista. Lo que sorprende es que Zajko y Leonard consideren que se puede analizar de qué modo el pensamiento feminista ha estado influido por la mitología clásica, sin tener en consideración que gran parte de esa influencia se debe a la recepción de determinados mitos femeninos (cf. 3). En otras palabras, sería posible separar la virtual influencia de la mitología en el pensamiento feminista de la recepción que dicho pensamiento hace de los mitos concretos, sobre todo de los personajes femeninos de la mitología clásica, particularmente si se tiene en cuenta hasta qué punto los mitos reflejan un conjunto de valores e ideologías culturales que imponen la mirada y el orden masculino, así como la importancia que han tenido en el imaginario occidental no solo de las mujeres sino también de su propia historia (cf. Burian 191; Cartledge 30; Hall 103-110; Pomeroy 1).

Consciente del poder simbólico del mito y, sobre todo, de su influencia a la hora de crear una ficción llamada “mujer”, Simone de Beauvoir dedicó la tercera parte del primer volumen de su ya clásico libro El segundo sexo a la formación de los mitos. De Beauvoir no estudia ningún mito clásico en concreto, ni tampoco considera la influencia de los mismos en la historia de las mujeres. Lo que sí hace es analizar el carácter del mito en relación con la constitución misma del mito-ficción “mujer” y su importancia como representación de la mujer como lo Otro. Según ella, el mito responde a una estructura dialéctica, por una parte, y a la ambigüedad con la que se presenta dicha estructura, por otra. La estructura dialéctica implica un “[s]ujeto que proyecta sus esperanzas y temores hacia un cielo trascendente” (184) y una cosa otra, otredad que, debido a su condición negativa (es decir, de no-ser Sujeto), queda relegada a servir como pantalla reflectante. Mientras que los hombres representan su mundo como el mundo y lo “describen desde su punto de vista, al cual confunden con la verdad absoluta”, las mujeres, La mujer, es “definida siempre como Otro. Y su ambigüedad es la misma de la idea de Otro: es la de la condición humana en tanto se define en su relación con el Otro” (ibd.). Dicha ambigüedad se refleja en la constitución de los mitos femeninos cuya estructura dialéctica no es algo evidente, sino que está envuelta en un velo de indeterminación y maleabilidad que, como apunta De Beauvoir, “no se deja captar ni cercar, y acosa a las conciencias sin ser planteado nunca enfrente de ellas como un objeto fijo. El mito es tan ondulante y contradictorio que en principio no se descubre su unidad […]” (ibd.). Del acertado análisis que hizo De Beauvoir se desprende hasta qué punto el concepto de mujer, atravesado por esa continua ambigüedad de idealización y negación al mismo tiempo, se sostiene -y tambalea- en la repetida narración y creación de mitos de lo femenino.

Más recientemente, Teresa de Lauretis, señalaba igualmente la tensión permanente que existe entre la idealidad del concepto de mujer y las mujeres reales. Un concepto de mujer -entendido como “una construcción ficticia, un destilado de los discursos diversos pero coherentes que dominan en las culturas occidentales […], que funcionan a la vez como su punto de fuga y su peculiar condición de existencia”- que queda atrapado, petrificado, en un imaginario teórico cuya relación con las mujeres como “seres históricos reales […] no es ni una relación de identidad, correspondencia biunívoca, ni una relación de simple implicación. Como muchas otras relaciones que encuentran su expresión en el lenguaje, es arbitraria y simbólica, es decir, culturalmente establecida” (1992 15-16). De Lauretis va más allá al considerar que dicha tensión no es fruto de un conflicto, sino que manifiesta una paradoja, “the paradox of woman”, que además marcaría el quehacer de la misma teoría feminista que no podría ignorarla (cf. 2007 153-154). La diferencia está en que el conflicto podría resolverse, mientras que la paradoja expresa una imposibilidad, una tensión permanente que, en contra de lo que pensaba De Beauvoir, no podría ser superada, porque dicha paradoja se reflejaría “en la propia teoría feminista, a la vez excluida del discurso, pero aprisionada en el” (De Lauretis 1992 18). Así las cosas, y si damos crédito a De Lauretis, valorar la influencia de la mitología clásica en el pensamiento feminista nos obliga, insisto, a atender tanto a la narración de este como a las imágenes que resultan de él. “Atender” significa aquí tener en cuenta, hacerse cargo de, esa imposibilidad siendo conscientes de la misma y de lo que significa para las mujeres y su realidad. Se trata de un ejercicio de “concienciación” con cuya ayuda la teoría feminista puede mantener su potencial crítico y además la capacidad de moverse en un discurso que no las contempla como sujeto de este (cf. 1992 17-18, 291-293).4

Dicho ejercicio se impone a la hora de retomar las figuras o mitos femeninos, ya sean históricas o de ficción, cuya estructura muestra igualmente un carácter paradójico, pues, además de reflejar un mundo androcéntrico, justifican y apuntalan al mismo tiempo una estructura patriarcal de la sociedad. De ahí que la teoría feminista deba manejar la tradición transmitida con una cautela que se impone finalmente como estrategia de “pre-visión” en el doble sentido de lo que significa, pero también sugiere, la palabra. Es decir, que expresa una atención a lo que se transfiere al futuro, sugiriéndola igualmente, por la constitución del verbo; el atender a una visión anterior, a la procedencia, aparición y contexto de esas figuras femeninas que se retoman.

En el caso de las figuras femeninas de la mitología griega o judeocristiana, la prudencia que se impone es mayor, si cabe. Precisamente porque se trata de mujeres cuyas historias en la mayoría de los casos se desarrollan en un contexto masculino -a menudo conflictivo- y cuyas acciones se han interpretado desde una trama marcada por un pensamiento, una acción y, sobre todo, un modo de experimentar el mundo propiamente masculino. Se trata de mujeres “excepcionales”, lo que puede entenderse en el sentido de que son “mujeres de excepción”, es decir que no representan directamente a las otras mujeres porque están excluidas. Su excepcionalidad no expresa pues ningún tipo de excelencia. Al contrario, esa excepcionalidad tiene un regusto a lo insólito y anormal. La excepción es un estado indicativo más bien de un desplazamiento: se trata de mujeres que están indudablemente “fuera de lugar” -lo que podría interpretarse también como un “estar fuera de sí”- contaminando la escena con códigos de su lugar de origen y que en el nuevo lugar no se aceptan o reconocen como tales.5

La figura de Antígona, su mito, es sin duda un ejemplo claro de este carácter excepcional y de dicho desplazamiento. Su valor, su desacato a la ley que prohíbe enterrar a su hermano sabiendo que puede morir si lo hace, su confrontación con Creonte, la convierten en una verdadera heroína. Una heroína que, como apunta Sarah Pomeroy en Goddesses, Whores, Wives, and Slaves, tiene que adoptar una actitud masculina para poder llevar a cabo sus propósitos (cf. 98). Esta presunta masculinidad de Antígona, como veremos más adelante, se señala una y otra vez, formando parte del mito mismo de Antígona.6 Es esa misma atribución de masculinidad la que la sitúa cerca de Edipo y el resto de sus hermanos, alejándola de la línea femenina de Yocasta e Ismene. Pero ¿es la joven Antígona la que adopta esa actitud masculina? O ¿no será más bien que la “masculinidad” que se le atribuye representa un ideal de mujer cuya virtud o valentía solo puede ser tal si se la considera en la línea masculina?7 ¿Quién es esa Antígona a la que mira la teoría feminista? Y ¿con qué “pre-visión”? En otras palabras, ¿cómo llega la figura de Antígona, un mito -esto es, una ficción- indudablemente masculino a convertirse en insignia feminista? ¿Podría Antígona perder sus reflejos de masculinidad y entrar a formar parte de una genealogía femenina?

Con estos interrogantes en el trasfondo de la argumentación, en las páginas siguientes, pretendo mostrar cómo la recepción del mito de Antígona ha ignorado el manto de masculinidad que recubre esta figura. Para eso tomaré como referencia a la psicoanalista y filósofa Luce Irigaray. La razón para hacerlo no es solo que fue Irigaray quien con su crítica a Hegel contribuyó a que la teoría feminista volviera su mirada sobre la figura de Antígona, sino que la misma pensadora ha retomado el tema de Antígona recientemente. Ahora, Antígona ya no es esa figura sujeta por la mirada masculina a una “subjetividad femenina, una especie de eterno femenino” (2016 132), sino aquella superviviente que al tomar la decisión de enterrar a su hermano favorece la restauración de una “genealogía materna” (147) ya que le concede más importancia a la unión por el vientre materno que a otra cosa.

Dicho de otra manera, de lo que se trata aquí es de examinar si la recepción del mito de Antígona por parte del feminismo hace gala de una complicidad con la tradición masculina del mito o si más bien es expresión y reflejo de esa paradoja lauretiana.

Hablando de Antígona y de Antígona8

El escenario es Tebas. Antígona, junto con su hermana Ismene, son las últimas descendientes de Edipo, padre/hermano, y de Yocasta, su madre/abuela. Las últimas en sufrir aquella maldición que Pelope, rey de Corintio, lanzó a Layo y a sus descendientes después de que este hubiera violado al hijo de aquel. Dos hermanas viviendo en el palacio a cargo, siendo casi prisioneras de su tío/abuelo Creonte, hermano de su madre, y ahora rey de Tebas. Dos mujeres jóvenes e inocentes que viven con la carga de la maldición y destrucción familiar.9 Las maldiciones masculinas se repiten y arrastran a las mujeres de la familia. Ahora son los hermanos, Eteocles y Polinices, que han muerto en una lucha mano a mano por el trono que los enfrenta, tal y como Edipo, su padre/hermano, les vaticinó. En la madrugada, después de la sangrienta batalla, las dos hermanas se lamentan de su suerte y toman decisiones: Antígona no está dispuesta a aceptar el edicto de Creonte según el cual uno de sus hermanos, Eteocles, tendrá un funeral honorable mientras que el otro, Polinices, será tratado como un traidor y su cuerpo abandonado a las fieras fuera de los muros de la ciudad de Tebas. Antígona no quiere que Polinices sea expulsado de Tebas de nuevo. No enterrar su cuerpo supone no solo no cumplir la ley de los dioses que obliga al linaje, sino que condena además a su hermano a sufrir una segunda muerte, una muerte social, por quedar fuera de la polis. Su hermana Ismene le hace ver el peligro de la desobediencia y le recuerda la cantidad de sangre, muerte y violencia que las acompaña desde niñas, lo cual podría interpretarse como una apelación a terminar con tanto desatino. Indignada por lo que considera una falta de lealtad tanto a la familia como a los dioses por parte de su hermana, Antígona la repudia y decide actuar por su cuenta, enterrando a su hermano, aunque sabe que arriesga su vida, a lo cual está dispuesta.

Así comienza la tragedia de Antígona que Macinto escribió hacia el 442 a.C. y cuya importancia en el desarrollo de la cultura y el pensamiento occidentales ha sido, hasta la actualidad, profunda e intensa. Esta influencia, además de al contenido en su conjunto de la tragedia, se debe sin duda a la figura de Antígona misma. Es esa muchacha, ese personaje, quien termina convertido en uno de los mitos más influyentes del pensamiento, literatura y cultura occidentales.10

A la hora de hablar de Antígona se abren pues dos preguntas que pueden ser de ayuda para acercarnos a ella. La primera surge inmediatamente y es obvia: ¿quién es Antígona? La segunda -y de importancia en este contexto- es: ¿quién habla de Antígona? Diferenciar entre estas dos preguntas nos ayuda a distinguir entre el mito de Antígona propiamente tal y la tragedia Antígona.11 Esta distinción nos permite además observar cómo la creación del mito de Antígona la aísla en buena parte del resto de los personajes de la tragedia. Un aislamiento casi comparable al que sufre el personaje, tal y como se nos narra en la tragedia, con la diferencia de que en caso del mito más que las sombras, es la sobreexposición la que la aleja de los otros. Antígona sola es como ese espéculo -al modo que describe Irigaray en su famoso libro Espéculo de la otra mujer- que refleja, a menudo, más de quien lo maneja que de la tragedia misma. En el mito de Antígona, la tragedia Antígona queda relegada, pues aquel no habla solo del personaje de Sófocles. A través del mito habla de forma indirecta la voz de quien la actualiza. Así, la cuestión de quién es Antígona termina por ser la de quién habla de o quién actualiza a Antígona. Su superficie, en tanto mito, refleja a todos los que lo manejan; su figura, flexible, se adapta prácticamente a cada expresión y a las preocupaciones de cada tiempo.12 Quizá por eso Steiner consideró que el título de su ya clásico libro no podía ser otro sino Antígonas (cf. 9). En este subraya que es tal la cantidad de variantes que ha tenido la tragedia desde la Antigüedad hasta nuestros días que “[…] no Ur-Antigone can exist for us” (296). Esta afirmación es aceptable si nos referimos a Antígona, la tragedia, que ha tenido diferentes y variadas versiones a lo largo de la historia, ya sea en la literatura, la música o la pintura (cf. Meyer 254-279). Si atendemos al mito de Antígona, sin embargo, y a pesar de que lo escrito hasta ahora, podría sugerir lo contrario, lo cierto es que su imagen está marcada por una lectura y por una voz -si obviamos, claro está, la de Sófocles, autor de la tragedia- a saber, la que se impone en la filosofía a través de la interpretación de Hegel que va acuñar la marca “Antígona” para la posterior recepción del mito en la historia reciente del pensamiento occidental.13

El mito androcéntrico de Antígona

La “Antígona-Hegel” ha sido el eje alrededor del cual el mito de Antígona se ha colocado en la tradición reciente del pensamiento occidental y, dado que Hegel se sirve de Antígona para definir y corroborar el espacio de las mujeres diferenciado del de los hombres (cf. Jagentowicz Mills 78-82), no es difícil suponer que con la transmisión del mito “Antígona-Hegel”, con la imposición de su mirada, se transmite igualmente toda una visión sobre y acerca de las mujeres, no solo acerca de su lugar, sino sobre su misma condición de sujeto.14 En ambos casos, Hegel confina a la mujer a un solo ámbito (la familia es su lugar, la inmanencia su condición) y subraya su inmovilidad, incapaz de ir entre lo privado y lo público e igualmente incapaz de transcenderse como conciencia (cf. Benhabib 29-31). Dicha inmovilidad impregna la condición femenina en su totalidad, inhabilitándola para sobrellevar cualquier tipo de ambigüedad o combinación de espacios, así como para lidiar con cualquier dilema intelectual o ético. El carácter excepcional que Hegel concede a Antígona no hace, pues, sino subrayar por contraste la posición que el filósofo concede a las mujeres dentro de su sistema.

Ateniéndome a lo que he apuntado más arriba, la cuestión se plantea pues en estos términos: ¿quién es la Antígona de Hegel? o, lo que es lo mismo, ¿de qué habla Hegel cuando habla de Antígona?

Es ya sabido que Hegel consideraba Antígona como la “obra de arte más excelente, la más satisfactoria” (Hegel 2011 871).15 Su entusiasmo es compartido por muchos de sus coetáneos y va a servir de palestra para la emergencia de una Antígona creada a imagen y semejanza de los filósofos y pensadores del siglo XIX. Steiner sitúa el cenit de la idealización del mito de Antígona entre 1790 y 1905, justamente el año en que Freud convierte a Edipo en eje vertical de la formación de la subjetividad moderna provocando de este modo un cambio en el punto de interés, centrado a partir de ahora en la tragedia de Edipo rey (cf. 1-3).16 Pero si el mito de Edipo se centra en un triángulo relacional entre el, el padre al que asesina y la madre a la que desposa, el mito de Antígona nos presenta el ideal de hermana. Ya Goethe la había declarado la hermana por excelencia y, a partir de ese momento, el motivo de la sororidad se vuelve el sello del personaje y base fundamental del mito.17

La primera expresión de su actuar siguiendo un principio de sororidad, la leemos en Edipo en Colono, una tragedia escrita por Sófocles después de Antígona si bien la acción que se desarrolla en ella precede en el tiempo a la que se narra en esta última.18 Es el momento en que Edipo llega a las puertas de Atenas para morir, tal y como le ha sido predicho por los dioses, y recibe la visita de Ismene para comunicarle la disputa por el trono entre los dos hermanos, Eteocles y Polinices. Poco después llega Polinices para pedir el apoyo y la bendición de Edipo ante la lucha con su hermano. Edipo los maldice a los dos y anuncia a Polinices que morirán uno a manos del otro. Antígona le pide a su hermano que renuncie a la lucha y le expresa la desesperación en la que se vería sumergida sin tenerlo a él. Este le responde que no hay vuelta atrás y le suplica -en realidad la súplica va dirigida a las dos hermanas- que, llegado el momento, le hagan un entierro digno: “¡Oh, hermanas mías, hijas de este! […] y si regresáis a casa, no permitáis, al menos, mi deshonra, antes bien depositadme en una tumba y tributadme honras fúnebres” (Ant. 1405-1410).

Movida por el amor, así como por la promesa que le hace a su hermano, Antígona, ya huérfana, le pide a Teseo que las envíe, a ella y a su hermana, de vuelta a Tebas “por si podemos impedir la muerte que avanza sobre nuestros hermanos” (Ant. 1770-1773), renunciando así a la protección de Teseo y desafiando al mismo tiempo la maldición de Edipo. La Antígona de Edipo en Colono, si bien se nos presenta en los diálogos con una actitud prudente -casi similar a la que va a mostrar Ismene en la tragedia de Antígona- ya hace honor a una determinación y comportamiento “viril” que el mismo Edipo había atribuido a sus hijas con cierto reconocimiento (cf. EC. 340-345, 445-450). Este carácter viril va a ser, sin duda, una de las marcas del mito de Antígona, el cual presenta un doble aspecto: en una primera instancia la presenta como capaz de aceptar la responsabilidad familiar que también sería propia de los varones, sobre todo en cuanto se trata de tomar decisiones que afectan a la relación familiar con la comunidad19; y, en una segunda, porque solo desde esa “virilidad” Antígona sería capaz de enfrentar el mundo de la polis -que representa Creonte- y hacer oír su voz en él. Pero, además de su valor y valentía, habría otro aspecto que añadir a la sororidad viril de Antígona: la predilección por su hermano Polinices. Esta parte es sin duda la más problemática y contradictoria, por lo tanto, la que más ha contribuido a la creación de Antígona como mito.

Un mito que, repito, nos presenta esa doble cara: la de la hermana amante y solícita, por una parte y la mujer exaltada, rebelde y desafiante, por otra. Hasta qué punto no es quizá demasiado “amante” y solícita - también con su “hermano-padre” Edipo a quien acompaña al exilio- es un aspecto interesante desde el telón de fondo de la particular estructura incestuosa de la familia de la que procede. La sospecha de que el amor de Antígona por su hermano Polinices comparte esa dinámica incestuosa, forma parte igualmente del imaginario que rodea el mito de Antígona.20 En ese punto, la lectura de Hegel va a contracorriente de la de sus contemporáneos al tomar precisamente a esa hermana y ese hermano como referencia y ejemplo de la relación más pura que pueda haber, dentro de las relaciones familiares, pero sobre todo dentro del marco de la diferencia sexual. Entre el hermano y la hermana hay, según Hegel, un vínculo de sangre libre de deseo (esposos) y de obligación (hijos), “una sangre que ha alcanzado en ellos su quietud y su equilibrio” (Hegel 1966 268-269).21 Sin embargo, esta sangre serena no es la que proporciona a Hegel los elementos para elegir la figura de Antígona como hermana modelo. Lo que está en el trasfondo de su interpretación es la suposición implícita de la diferencia sexual. No hay duda de que la lectura que hace Hegel de la tragedia de Antígona se apoya en una división entre un mundo de lo masculino y otro de lo femenino, la cual es paralela y, al mismo tiempo, sostenedora de la diferencia entre el ámbito de la polis, de lo público por lo tanto, y el de la familia, el de lo privado. Así, en su Filosofía del derecho, Hegel distribuye los papeles y ámbitos y afirma:

El hombre tiene por ello su efectiva vida sustancial en el Estado, la ciencia, etcétera, y en general en la lucha y el trabajo con el mundo exterior y consigo mismo; solo a partir de su duplicidad puede conquistar su independiente unidad consigo, cuya serena intuición y el sentimiento subjetivo de la eticidad tiene en la familia. En ella encuentra la mujer su determinación sustancial y en esta piedad su interior disposición ética. (2004 §166, §171).

Solo así, y no desde la sangre sosegada, tiene sentido el conflicto al que hacen frente tanto Antígona como Creonte en la tragedia. Ella, la heroína que arriesga su vida por enterrar a su hermano desatendiendo el edicto de Creonte que amenaza con la muerte por lapidación a quien la desoiga, es también la rebelde. Una rebelde desafiante que, como bien entiende Creonte, no solo ha desobedecido sus órdenes, sino que además se enfrenta a él justificando su acción en nombre de los dioses, cuyas leyes son diferentes de las de la ciudad. En este gesto, Antígona ofende doblemente a Creonte al desafiar la autoridad de la polis que representa, primero, y, segundo, al aparecer como representante de otro tipo de autoridad: la autoridad de los dioses, sus preceptos y su justicia, recordándole además que dicho orden divino está por encima de cualquier ley del hombre. Es justamente en esta falta de reconocimiento mutuo donde radica el conflicto. Así pues, tanto Creonte como Antígona cometen el mismo error. Ninguno de ellos reconoce ni muestra respeto por el orden al que a su vez apela cada uno de ellos. Ni Antígona reconoce el orden que rige la polis, ni Creonte atiende a las objeciones de Antígona en nombre de la ley divina. Un respeto que, según Hegel, tiene que ser mutuo por el bien de la comunidad y de la familia cuyos ámbitos subsisten gracias a la correspondencia entre ellos. (cf.Hegel 1970 549; 2011 871; Stewart 393).

La tragedia de Antígona, que tanto juego da a Hegel para exponer dos órdenes éticos diferentes -el de la familia y el del Estado-, erige igualmente, y por esa misma dialéctica de oposiciones binarias, el mito de Antígona como el de la hermana virginal que representa el lugar de la mujer en la familia y sus obligaciones con ella y, al mismo tiempo, la osada rebelde que no solo desobedece, sino que representa el conflicto irreconciliable entre la ley de los hombres y la de los dioses. Precisamente, al señalar dicho conflicto, Antígona comete una transgresión adicional, la de su condición de “mujer viril” que le daría derecho a moverse, a traspasar y, por tanto, a desfigurar los límites entre esos dos órdenes. Así se entiende que Creonte la condene argumentando, entre otras cosas, que no podría consentir que una mujer rigiera los asuntos de la polis. De este modo, Antígona y Creonte se erigen en representantes de esos dos órdenes que finalmente se superponen, y por los que, cada uno de ellos paga un alto precio.22

Sí, ciertamente el precio que pagan es alto, y los dos lo hacen. Los dos pierden sus vidas, de uno u otro modo. Sin embargo, el crimen de Antígona es mayor. Hegel considera a Antígona -y todo lo que ella representa: “la ley divina, lo inmediato, lo femenino, lo particular” (Stewart 399)- como culpable y responsable del conflicto. Así se pone de manifiesto una nueva contradicción en la estructura del mito: pues su comportamiento valiente y leal con su familia la lleva a ser considerada un peligro para la comunidad. Su acción es un crimen.23 A diferencia de Edipo, quien actúa sin saber qué es lo que está haciendo, Antígona, al alzar su voz contra Creonte en nombre de la ley divina, contamina la polis, consciente de que su requerimiento no puede ser atendido en ese espacio. El mismo Coro se lo explica así a Antígona: “Ser piadoso es una cierta forma de respeto, pero de ninguna manera se puede transgredir la autoridad de quien regenta el poder. Y, en tu caso, una pasión impulsiva te ha perdido” (Ant. 872-887).

Tal vez haya sido esa “pasión impulsiva” la que termina enterrando viva a la Antígona de Sófocles en una tumba, alejándola de vivos y muertos (cf. Ant. 850-852). La “Antígona-Hegel” sucumbe a una sororidad viril.24 Al tiempo que a la mirada del filósofo que construye un mito con el que ejemplificar cuál es el lugar de las mujeres y el peligro que constituye para una comunidad de varones el que ellas abandonen su lugar. Su crimen, no es otro que el de la transgresión de los distintos órdenes; su osadía, alzar la voz como un varón, disputando un espacio en el que no hay lugar para ella. “Nuestra Antígona”, como la denomina Kierkegaard (cf. 109), es fruto de una representación masculina del mundo; el resultado de una creación e idealización masculinas. Realidad que, por otra parte, el filósofo danés no solo no tiene ningún problema en reconocer, sino que además pone a disposición de la imaginación y deseos de sus congéneres: “Ella es mi obra y, sin embargo, sus contornos son tan indefinidos, su silueta tan nebulosa, que cada uno de ustedes puede enamorarse de ella y podría amarla a su modo” (103, énfasis agregado). Esa disponibilidad del mito de Antígona que se desprende de las palabras de Kierkegaard, esa confianza en un enamoramiento compartido, son pruebas más que evidentes de la complicidad masculina para crear sus mitos y propias tradiciones, dejando siempre otra mirada en la sombra. La mirada y experiencia de las mujeres, la de las mujeres mirando a otras mujeres, sin intermediarios en su mirar. La pregunta se repite de nuevo: ¿quién es Antígona para las mujeres? o, lo que es lo mismo, ¿de qué hablan las mujeres cuando hablan de Antígona?

Antígona. ¿Un modelo para el feminismo?

El interés y la admiración que provoca la figura de Antígona lo comparten también las mujeres.25 Su historia trágica ha seducido a muchas escritoras, pensadoras y artistas, entre otras. Antígona sigue siendo la hermana, pero despojada de ese talante, esa heroicidad de la que la mirada masculina la ha revestido. La experiencia femenina -todavía no estoy hablando de teoría feminista- se identifica con una Antígona que paga un alto precio por su desafío. Con esa Antígona que, ya en manos de los soldados de Creonte, se lamenta de su desgracia. Con la que está más cerca de la vida, consciente de haber renunciado a una vida de mujer, que ahora va a perder de nuevo, y, esta vez, definitivamente. Con esa Antígona que duda, pero que entra en la cueva-tumba, con esa que prefiere morir por su mano que seguir a merced de Creonte. Es una Antígona-mujer que no interesa a los hombres y que permanece a la sombra de los reflejos masculinos, oculta de nuevo en la oscuridad. La hermana Antígona se convierte en la compañera a la que vuelven su mirada muchas mujeres intelectuales, ya que en ella encuentran expresada su propia situación, además de sus conflictos y sufrimientos.26

Como ya he señalado al comienzo, la teoría feminista retomó desde los años setenta el personaje de Antígona provocando un giro radical en la forma de entender su mito. El impulso fundamental para este giro lo provoca sin duda el capítulo que Luce Irigaray le dedica a la filosofía de Hegel en Espéculo (cf. 2007 195-205). Estas diez páginas son un ejemplo más de la estrategia que Irigaray desarrolla en ese libro y están enmarcadas en la dinámica de este.27 La preocupación de Irigaray, en ese momento, está más centrada en desenmascarar la supuesta neutralidad y asexualidad del pensamiento occidental que por la figura concreta de Antígona. El proceso de desenmascaramiento Irigaray no implica necesariamente enfrentarse a los mitos que sobre lo femenino ha creado la misma tradición occidental. En este aspecto, Irigaray recoge el testigo de manos de Simone de Beauvoir.

Así, al enfrentarse a Hegel, mostrando una vez más que “toda teoría del sujeto es masculina” (Irigaray 2007 119-131), Irigaray pone en evidencia la ambigüedad del mito del ideal femenino en el que la “[…] mujer no tiene mirada ni discurso de su especularización específica, que le permita identificarse consigo (como) misma -volver a sí- ni desprenderse de su dominio inmediato en un proceso especular natural: salir de sí” (2007 204). En el caso concreto de la figura “Hegel-Antígona”, Irigaray muestra que el papel que le corresponde a Antígona es el de ser “la guardiana de la sangre” (ibd.) y su lugar, su caverna, no es otro que “el suelo en el que el espíritu manifiesto tiene sus raíces oscuras y del que saca sus fuerzas” (ibd.). La mujer es ese suelo y es su feminidad la que da soporte y “certidumbre” al mundo masculino y a la polis, en este caso (cf. ibd.). Con esta lectura de Hegel, Irigaray revela -y denuncia al mismo tiempo- el papel y lugar que le corresponde tanto a la mujer como a lo femenino en el orden simbólico al que está abrazado el pensamiento occidental. Pero ¿y Antígona?, ¿de qué Antígona habla Irigaray?

La forma en que Irigaray narra la tragedia de Sófocles nos muestra ya un desplazamiento, propio de la mirada feminista, en la forma de entender el mito. Al acentuar la relación sanguínea, Irigaray retoma la figura materna, a Yocasta, y además la sitúa como el origen de la familia y, por lo tanto, en el centro de la tragedia. De este modo, cuando Antígona defiende su acción en nombre de su obligación de sangre con su hermano, no está haciendo sino atender al orden y linealidad maternos. Lo curioso es que dicha linealidad no convierte a todos sus hermanos en iguales con relación con ella. No todos los hermanos lo son de la misma forma: Ismene es hermana de sangre, Polinices por haber nacido de la misma madre y Etéocles de madre y padre (cf.Irigaray 2007 198) y, quizá por eso, Antígona está dispuesta a morir solo por su hermano, “pero no por todos sus parientes” (Butler 25). Y ese hermano, por el que está dispuesta a morir, es Polinices, aquel al que se considera hermano por haber nacido de la misma madre y, por tanto, del mismo vientre. Es esta Antígona-hermana la que habla cuando, sacrificando su vida y dispuesta a renunciar a su papel de futura esposa y madre, apela al hecho de que una puede encontrar otro esposo y tener otros hijos, pero no otro hermano nacido del mismo vientre. El hermano es, pues, único e insustituible al igual que la madre que comparten.28 A pesar de subrayar la importancia de la figura materna, Irigaray no parece salir del marco de esa “sororidad viril” de la que he hablado más arriba y que estaría en consonancia con la lectura de Hegel pues anularía de algún modo la diferencia sexual. Lo mismo sucede cuando Irigaray insiste en que Antígona, en su voluntad de querer enterrar el cuerpo de su hermano, no está salvando solo el hijo de su madre, sino que, y según Irigaray, Antígona está salvando el “deseo” de su madre, que no es otra cosa que el hijo (cf. 2007 199). Si bien la figura de la madre está presente, su deseo, ese del que al parecer se hace cargo Antígona, solo puede ser tal leído desde una estructura edípica29, lo que a la postre enmarca el mito dentro de una dinámica masculina y sigue manteniendo su aspecto androcéntrico.

En un libro mucho más reciente, En el principio era ella, Irigaray recupera la figura de Antígona y la sitúa en un contexto muy diferente. La diferencia radica en que esta vez la filósofa ya no está en diálogo con la tradición de pensamiento antropocéntrico ni falocéntrico. Al contrario, lo que reconstruye Irigaray en este texto es la vuelta al origen de la sabiduría que sería indudablemente femenino: “[E]l principio es un ella -la naturaleza, mujer o Diosa- quien inspira la verdad al sabio” (2016 10). Ahora, la reflexión sobre la figura de Antígona se presenta como una “meditación”, en la cual Irigaray reconoce su identificación personal con la figura de Antígona, lo que implica reconocer que es su voz en parte la que habla por ella (cf. 2016 135). Interesante para el argumento que aquí se está desarrollando es el hecho de que Irigaray reconoce explícitamente hasta qué punto las lecturas que se han hecho de Antígona no son sino

proyecciones de los hombres en o sobre el misterio que para ellos sigue siendo la mujer, un misterio que no quieren considerar y respetar como tal: es decir como señal de pertenencia a otra identidad, a otro mundo, otra cultura que no es la suya, que nuestra tradición occidental ha reprimido, olvidándola de hecho. (2016 132)

Su análisis se centra en tres aspectos relacionados entre ellos que serían los que Antígona estaría protegiendo al defender su deber ante una ley no escrita: “[E]l respeto del orden del universo, y de los seres vivos, el respeto del orden de la generación y no solo de la genealogía, el respeto a la diferencia sexuada” (Irigaray 2016 137).

En este orden, que podríamos llamar “orden del respeto”, Antígona se nos presenta primero como una defensora de la vida, pero, sobre todo, como alguien que quiere vivir y ser. No hay ningún deseo de pertenencia, nada que vaya más allá de la vida (cf. 2016 145-146). Segundo, su respeto al orden de la generación tiene que ver con el seguimiento de una “genealogía materna” que peligra ante el patriarcado que se impone “de un modo arbitrario y represivo” (cf. 147) y que estaría representado por la figura de Creonte, incapaz de aceptar que hay otro orden que respetar. En este segundo aspecto es muy sugerente el breve desarrollo que hace Irigaray de la idea de incesto. Es interesante porque es parte importante de la tragedia de Antígona y lo que desatará la situación que, al final, la dejará huérfana. Pero también porque el suicidio de su madre, Yocasta, hace que el personaje desaparezca absolutamente del mito de Antígona, como si de algún modo el incesto fuera responsabilidad no solo de la fatalidad, sino también del deseo femenino. Irigaray defiende que “el incesto […] no resulta del orden materno […]” y lo considera más bien fruto de “una regresión a la indiferenciación provocada por un establecimiento verdaderamente problemático del patriarcado. Es entonces cuando la madre pierde su identidad y los amantes su diferencia” (149). El tabú del incesto no solo significaría la entrada en el orden de la cultura, sino que conllevaría igualmente “la represión del orden materno” (148). En lo que al tercer aspecto se refiere, y en contra de lo que afirma Hegel, Irigaray afirma que es justamente en la relación hermano/hermana donde la diferencia sexuada aparece. Claro que ella matiza que no se trata de una diferencia “sexual” (cf. 137, 151-152) ni mucho menos de unos roles o funciones sexuales. En el caso de la relación entre hermana y hermano, donde existe una horizontalidad30, hay lugar para que surjan dos identidades sexuadas diferentes que transcienden una identificación sexuada del cuerpo (cf. 153). Aquí, curiosamente, Irigaray se vuelve hegeliana en su lectura, pues su insistencia en que se trata de una diferencia sexuada y no sexual nos trae reminiscencias de esa sangre que une a los hermanos, pero en la serenidad de la falta tanto de deseo como de necesidad. Su insistencia en que “la identidad masculina y femenina corresponden a dos mundos diferentes -y no a dos roles, funciones y caracteres- irreductibles entre sí” (155) podría entenderse, igualmente, desde una lectura hegeliana. Al igual que cuando sugiere que puede haber un tercer mundo como espacio relacional entre las dos diferencias “que no pertenece ni a uno ni a otro, pero que ambos generan con respeto por su(s) diferencia(s)” (ibd.). Sin embargo, la diferencia radica en que, de otro modo que Hegel, esos dos mundos no conllevan una valoración que sitúa a uno por encima del otro. Más que entenderse como partes en conflicto de una única identidad que en el fondo tiende a anular la diferencia -y el feminismo sabe ya lo que significa esa “anulación”, la imposición de la universalidad masculina- se trata de mantener la conciencia de la diferencia sexuada; una conciencia en la que impere un horizonte relacional que no obvie las diferencias ni las particularidades (cf. 156). A este respecto se impone un prudente escepticismo ante un mundo en el que verdaderamente todas las diferencias vayan a tener un lugar propio, así como el temor a que ese tercer espacio no suponga una síntesis que inevitablemente produzca otra unidad. Mantener la conciencia de la paradoja o imposibilidad -como he apuntado más arriba- puede ser un buen camino para manejar las diferencias irreductibles. Podría pensarse que Irigaray apunta en esa dirección cuando habla de la “tragedia insuperable”, precisamente en relación con el respeto a la “pertenencia sexuada” (cf. ibd.). La observancia de esa pertenencia conlleva la aceptación de la limitación de que solo podemos acceder a la “verdad de la propia identidad.” Esta “verdad sexuada” la entiende Irigaray como el “destino sexuado” que debe cumplir cada uno y que es “más alto que penetrar meramente en el mundo como cuerpo anónimo” (2016 156). La figura de Antígona representaría este momento trágico de la conciencia de la diferencia individual y sexuada, pero, al mismo tiempo, por exigir el respeto de la otra ley, sería un modelo de esa actitud relacional.

Antígona y una genealogía femenina. A modo de cierre

La reflexión seguida en las páginas anteriores muestra las dificultades que la teoría feminista enfrenta, una y otra vez, cuando quiere recuperar para su propia tradición aquellas figuras femeninas, sean mitológicas o históricas, que han jugado una parte importante en el establecimiento del mundo simbólico cultural de occidente.

La recepción por parte del feminismo de la figura de Antígona no ha permanecido ajena ni a los cambios ni a las nuevas perspectivas que se han abierto dentro del propio discurso feminista. Retomando la cuestión acerca de lo que hablan las mujeres cuando hablan de Antígona, observamos que el mito de Antígona se ha leído desde diferentes claves que reflejan a su vez las diferentes tendencias y preocupaciones de dicho discurso. Así, la Antígona de los discursos feministas se va conjugando -y perfilando a la vez- a través de las diferentes posiciones que adoptan las autoras. Aun así, puede afirmarse que ha sido en el ámbito de la teoría política feminista y en el repetido forcejeo del feminismo con el psicoanálisis donde más repercusión han tenido el mito y la figura de Antígona.

Como ya se ha señalado, Antígona aparece en el horizonte feminista de la mano de Luce Irigaray como denuncia del ocultamiento de una subjetividad femenina que se presenta como ausencia, siendo al mismo tiempo sostén del orden de la polis. No mucho después, “el punto de vista de Antígona” (“the standpoint of Antigone”) surge en la teoría política feminista como un modelo de acción política que reflejaría la realidad vital de las mujeres.31 Antígona, defensora de la ley familiar y sus dioses reflejaría esa mayor cercanía de las mujeres al ámbito de lo privado, así como su actitud una forma diferente de abordar la acción política. Judith Butler, sin embargo, duda de que la figura de Antígona nos remita sin más al mundo de la familia y el parentesco. Más bien al contrario, lo que ella representaría sería “los límites de la inteligibilidad expuestos en los límites del parentesco” es decir la “deformación y desplazamiento” de la idea idealizada -y a su vez naturalizada- de parentesco (cf. 41-42). Fruto de una relación incestuosa y actuando movida quizá por un amor desmedido que la expone a ella igualmente a ese incesto, la transgresión de Antígona es, a los ojos de Butler, múltiple: defiende su causa apelando a las leyes familiares, aunque su familia represente la aberración de dichas leyes (cf. 41-42, 81); se apropia del habla y gesto político de Creonte para hablar de algo que no cabe en la polis (cf. 23-27, 110). Su virilidad va más allá de su rechazo a vivir como una madre o esposa, llevándola incluso a ser una posible sustituta de su hermano y continuadora en el acto de rebeldía (cf. 27, 85). Butler insiste en la ambigüedad de la posición de Antígona tanto en lo que al “orden” y “normalidad” familiar como a las que al género se refiere, por ello termina abriendo una puerta a una Antígona desde la que podría cuestionarse tanto la normatividad del parentesco como el orden heterosexual (103). 32

Precisamente esta ambigüedad -acaso sea la ambigüedad de su posición lo que constituye el delito mayor de Antígona- es la que a su vez podría convertir la figura de Antígona en un modelo alternativo a una subjetividad conformada y narrada desde el modelo de Edipo. Luce Irigaray y Julia Kristeva coinciden en señalar la proximidad de Antígona con un orden materno. Las dos autoras apuntan al hecho de que Antígona se suicida del mismo modo en que se suicida Yocasta, su madre. Así, su muerte sería una réplica de la muerte materna, un gesto mimético. Sin embargo, mientras que Irigaray entiende la relación de Antígona con su madre como una “identificación”, hasta el punto de que muere “para que su hermano, el deseo de su madre, viva eternamente” y la presenta marcada por el complejo de Edipo como una “cautiva […] de un deseo cuyo camino ya no está o nunca ha sido trazado” (2007 199), Kristeva resalta el conflicto que se da entre una hija, Antígona, que vence a su madre, Yocasta, arrebatándole al hijo e incluso la capacidad de alumbrar, sustituyéndola. Más allá de ser un vehículo del deseo de la madre, Antígona es ahora la madre de un “discordant Oedipus, finally appeased in the form of a dead baby” (221).

Es Kristeva quien en su lectura de Antígona realiza algo más que un desplazamiento del mito de Edipo a la figura de Antígona. Kristeva abandona el modelo triangular propio del complejo de Edipo para entrar en un modelo -¿el “complejo de Antígona” ?-33 que atiende a una relación entre hermanos en la que “the maternal blood produces amorous and murderous identities because, like the blood these siblings are doomed to procreation and carnage, never one without the other” (219). Leer el mito de Antígona desde la relación con la invisible figura de Yocasta ayuda sin duda a una interpretación diferente fuera del mundo y lógica edípicos (cf. Pollock 67-117). Abandonar la lógica edípica supone atender a otra lógica relacional. Una lógica, la de los hermanos (siblings), que ya no se centra en el eje vertical de la relación del niño/niña con los padres, sino en una relación horizontal entre los hermanos (siblings) que provocarían otra dinámica psíquica y por ende otra construcción de la subjetividad individual y también colectiva.34 Dos cuestiones se plantean: la primera es hasta qué punto el mito de Antígona podría encajar en esa lógica, y la segunda, si esa lógica diferente terminaría o no con la condición masculina de la figura de Antígona que se ha mostrado a lo largo de estas líneas.35

Como hemos visto, el mito de Antígona ha dado pie a muchas Antígonas que siguen revestidas de ese manto de masculinidad que ha marcado su condición mítica. Incluso cuando se la lee como crítica de una visión del mundo y de una estructura social masculinas, la figura de Antígona sigue unida a la estructura del mito viril; estructura que las lecturas feministas no terminan de cuestionar en sus raíces. Atadas como estamos a una representación y lenguaje masculinos, se impone la necesidad de mantener una conciencia que se haga cargo de la paradoja y ambigüedad que eso conlleva. Paradoja que nos ata, pero que al mismo tiempo abre las posibilidades para el desplazamiento y apertura.

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1Agradezco al profesor y colega Wolfhart Totschnig y al doctorando Víctor Ibarra el acompañamiento, la lectura y comentarios durante el proceso de escritura de este artículo. Igualmente agradezco a la profesora Carolina Bruna su generosidad y sus sugerencias al leer el manuscrito.

2George Steiner, en su ya clásico libro Antígonas, da cuenta pródigamente del significado, del desarrollo, así como de la repercusión, del mito de Antígona dentro de la cultura occidental. Para una visión de conjunto sobre el feminismo de la segunda ola (cf. Nicholson).

3Y, por lo tanto, de la tradición del pensar occidental al tratarse de uno de los pensadores que más repercusión ha tenido en el posterior desarrollo de la historia de la filosofía (cf.Irigaray 2007).

4Utilizo el término conciencia feminista en el sentido en el que lo entiende y expone Catherine MacKinnon en su texto Hacia una teoría feminista del Estado, es decir, como “método feminista”, así como también sello de identidad del llamado feminismo de la “segunda ola.” Asimismo, Teresa de Lauretis señala la importancia de esa “concienciación” como “instrumento crítico original” de las mujeres (cf. 1992 292).

5Tal y como apunta Dorothy Willner, en relación con la mitología griega: “the woman who is a hero cannot be a wife or mother. The message is also communicated in myths in which women wives figure […] the women who chose to and act cannot live out their lives as wives and mothers. If they are already wives and mothers, they cannot act as heroes and still stay alive” (72). En este sentido, Sarah Pomeroy señala: “The mythology about women is created by men and, in a culture dominated by men, it may have little to do with flesh-and-blood women” (95).

6“The portrayal of the masculine woman as heroine was fully developed in Sophocles’ Antigone” (Pomeroy 99). La frecuencia con que, en la tragedia de Antígona, se utiliza el pronombre masculino para referirse al personaje de Antígona se ha señalado a menudo (cf. 100).

7Hay un ejemplo que considero clásico de esa idealización que corresponde al mundo masculino. Se trata del delicioso texto La ciudad de damas de Christine de Pizan. Un texto publicado al comienzo del Renacimiento por una mujer, humanista y culta, en el que daba cuenta de su propio proceso en el despertar de una conciencia “feminista.” La ciudad creada para las damas no parece, sin embargo, estar concebida para todas las mujeres, sino que “sólo la habitarán damas ilustres y mujeres dignas, porque aquellas que estén desprovistas de estas cualidades tendrán cerrado el recinto de nuestra Ciudad” (De Pizan 32). El interrogante que se plantea es cómo entender ese ser “ilustre” y esa “dignidad”, lo que nos lleva a cuestionar si las mujeres ejemplares, cuyas historias narra De Pizan en su libro, no son las de figuras femeninas que se amoldan a un patrón muy masculino de lo que debe de ser lo virtuoso, lo ilustre y lo valiente. Ni siquiera la lectura positiva y reivindicativa que hace De Pizan oculta que tanto esas mujeres excepcionales como sus hazañas son tales sobre la base de unos parámetros que no provienen de la experiencia femenina. Sus mujeres ejemplares, los mitos a los que ella apela, incluso leídos a contrapelo, siguen representando un ideal femenino creado solo y exclusivamente desde y para lo masculino. Así pues, sin querer y tratando de reescribir la historia, Christine de Pizan reproduce en su texto buena parte de la visión masculina del mundo y el orden cósmico de su época. Marie-José Lemarchand, traductora al español y editora del libro La ciudad de las Damas, afirma que el texto De claris mulieribus de Boccacio fue la fuente principal del texto de De Pizan. Efectivamente, la lectura de De Pizan difiere sustancialmente de la de Boccacio, quien cuenta las historias de mujeres ejemplares para, al final, desacreditarlas aduciendo siempre su debilidad sexual. La misma “intención” deconstructiva del libro hace que De Pizan tenga que estar en diálogo constante con los “pre-juicios” masculinos con respecto a las mujeres y si bien su intención es reescribir sus historias presentando a las protagonistas como virtuosas y sabias hasta el final, no cuestiona -y este es el problema que quiero señalar- la mirada y “patrón” masculinos. A lo que me refiero es a que no se cuestiona si la concepción de lo que es “ser ilustre” o “virtuosa” que expone Boccacio es compatible con la experiencia de las mujeres (cf. De Pizan 31-43).

8Para efectos del presente artículo, las citas de las tragedias de Sófocles han sido extraídas de la traducción castellana de Assela Alamillo Sanz, quien ha seguido -salvo contadas excepciones, en que ha adoptado otras versiones del griego- la misma edición de Alfred Chilton Pearson. Se han cotejado de todas formas las notas de Sir Richard C. Jebb y traducciones tan diversas y alejadas en el tiempo como la de Francis Storr y las de Anne Carson (Antigone, Antigonick), así como el texto griego. Aunque sin duda la revisión del original puede nutrir significativamente cualquier lectura de la figura de Antígona, este trabajo, centrado en la recepción y discusión del mito dentro del marco de la teoría feminista actual, no ha pretendido una reconstrucción de naturaleza filológica, ni mucho menos literario-filológica como el que ha desarrollado Anne Carson, por ejemplo, en Variations on the Right to Remain Silent, a propósito de su propia tarea como traductora y la riqueza que ofrecen aquellos términos que se resisten a ser dichos en otra lengua, por una parte. Por otra parte, no se han encontrado salvedades significativas que justifiquen un desvío -es decir, una sección exclusiva dedicada- a la discusión acabada del original. Finalmente, agradezco a Víctor Ibarra su colaboración para elaborar esta nota.

9Si bien, y según la versión más extendida, la maldición que lanza Pelope se dirige exclusivamente contra la descendencia masculina de Layo, finalmente también la sufren las descendientes femeninas.

10En la línea que sigue este artículo es significativo que sea esta tragedia la que se impone a la hora de crear el mito de Antígona y se silencien otras otras narraciones del mismo. Para más información sobre el origen y distintas versiones véase la introducción y notas de Sir Richard C. Jebb.

11Con el fin de marcar la diferencia entre la tragedia y la figura de Antígona, he optado por usar itálicas para referirme a la tragedia y redonda cuando me refiero a la figura y mito de Antígona. Debo esta reflexión acerca de la diferencia entre la tragedia y la figura de Antígona a la lectura de Stefani Engelstein, “Sibling Logic; or, Antigone Again.”

12The angles of perception from which the play can be approached, the principles of selection or emphasis which are brought to bear on the text’s multiple components when one seeks to arrive at a working model of unity, are as diverse as are the linguistic sensibilities, the cultural inheritance, the pragmatic interests, of different individuals” (Steiner 288).

13Steiner encuentra razones de la preeminencia del mito de Antígona durante todo un siglo en varios hechos de relevancia cultural, histórico-filosófica y político-social, si bien reconoce la particular influencia que tuvo el discurso estético-filosófico del idealismo y romanticismo alemanes para la concepción del mito masculino de Antígona, particularmente de las lecturas de Hegel y de la traducción (más bien transposición) e interpretación que hace Hölderlin de la tragedia de Sófocles (cf. 7-19). Peter Burian señala igualmente cómo Hegel ha marcado no solo la recepción del mito de Antígona, sino también la de la tragedia misma, al considerar que el conflicto tiene que ser parte central de la tragedia, algo que no se consideraba así hasta Hegel, pero que desde entonces es un concepto inseparable de nuestra concepción de lo que es central para la construcción de la tragedia (cf. 199). Fiona Macintosh explica que es en Alemania, hacia mediados del siglo XIX, donde empieza a representarse la tragedia griega y cómo desde allí se expande al resto de Europa. En ese contexto señala igualmente que el hecho de que sea Antígona la primera tragedia que se representa, tiene que ver indudablemente con la influencia de la lectura que hizo Hegel de dicha tragedia (cf. 286-287). En lo que a la recepción contemporánea de la figura de Antígona se refiere, no hay que olvidar otra voz que se suma, sin duda y en el mismo sentido, a la de Hegel; me refiero a Lacan y su Antígona.

14“Hegel’s interpretation of the Antigone is pivotal for understanding woman’s role in his system” (Jagentowicz Mills 11).

15“Von allem Herrlichen der alten und modernen Welt […] erscheint mir nach dieser Seite die Antigone als das vortrefflichste, befriedigendste Kunstwerk” (Hegel 1970 550).

16S. E Wilmer y Audrone Zukauskaite, editoras de Interrogating Antigone in Postmodern Philosophy and Criticism, recogen la pregunta de Steiner a propósito de lo que habría sucedido si el psicoanálisis hubiera elegido la figura de Antígona en lugar de la de Edipo y afirman en la introducción que, si bien la figura de Antígona ha tenido un peso cultural similar al de Edipo, no se la reconoce ni acepta dentro del modelo de normas culturales. Según ellas, esta falta de reconocimiento se debería tanto a la lectura de Hegel como a la de Lacan que sitúan a Antígona “at the margins of universal values” (1).

17En el poema titulado “Euphrosyne”, Goehte (1988) habla de Antígona en uno de los versos, definiéndola como “die schwesterlichste der Seelen” ‘La más hermana de todas las almas’ (traducción propia). Siguiendo a Goethe, Steiner afirma sobre Antígona: “She incarnates sisterhood” (12). Interesante en este contexto es igualmente la apreciación de Goethe quien, en conversación con Johann Peter Eckerman, da su parecer sobre la interpretación que hace Hegel de Antígona. De nuevo surge el tema de la Antígonahermana y Goethe subraya que dicha relación es más pura entre Antígona e Ismene (cf.Eckerman 264).

18Se supone que Sófocles escribió Antígona hacia el 442 a.C., mientras que Edipo en Colono se representó por primera vez hacia el 401 a.C., unos cinco años después de la muerte del dramaturgo (cf. Ant. 7-112).

19El rito funerario es uno de los pocos ritos en los que las mujeres griegas tenían permiso para abandonar el oikos y “participar en la vida social del exterior” (Bruit Zaidman 395). Por lo demás, son ellas las que desde “la esfera privada de la casa […] administran toda una parte de la vida ritual, en particular la que concierne a los dominios del nacimiento y la muerte, como si los hombres les asignaran el dominio de lo sagrado, en el que les parece que afloran las fuerzas menos controlables en nombre de una especificidad implícitamente reconocida” (Bruit Zaidman 394). Lo interesante en este contexto es que, si bien son las mujeres las que están a cargo de los rituales citados, es el “jefe de la familia quien asegura el vínculo del oikos con la comunidad cívica, él es quien cumple los gestos decisivos de integración. Él es el señor de los sacrificios que se ofrecen bajo su techo” (Bruit Zaidman 436). Así pues, Antígona, al decidir hacer el rito funerario está cumpliendo con su papel de mujer, pero dado que ya no hay varón en su casa, excepto su tío, quien además es justamente quien rige la ciudad y ha prohibido expresamente el rito, Antígona está tomándose licencias que no le corresponden como mujer y por lo tanto está, una vez más, actuando como un varón.

20Isabelle Torrance recalca que la relación de Antígona con su hermano Polinices es “exclusive and disturbing before his death” (253). Con respecto a lo que esa relación ha supuesto para la creación del mito de Antígona, subraya: “The unsettling nature of Antigone’s relationship with Polynices, which manifests itself both before his death and afterwards, is not an issue stressed by those who find Antigone largely sympathetic, but it is an aspect of Antigone’ persona which, as we have seen, is consistently reflected in her mythological and dramatic legacy” (252).

21Sie sind dasselbe Blut, das aber in Ihnen in seine Ruhe und Gleichgewicht gekommen ist” (Hegel 1980 257).

22“Tanto para Antígona como para Creonte su culpa y su sufrimiento son universales. Antígona sufrió por su violación de la ley comunitaria universal así como por ser miembro de la familia Labdakos. […] De la misma manera Creonte sufre por mantener el universal comunitario, por hacer lo correcto” (Stewart 399).

23Antigone’s act is the holiest to which woman can accede. It is also ein Verbrechen: a crime” (Steiner 34).

24“[…] some heroines -like Clytemnestra, Antigone, and Hecuba- adopt the characteristics of the dominant sex to achieve their goals” (Pomeroy 98).

25En este contexto no deja de ser significativo que en un libro como el de Antigonas, Steiner -hasta donde yo he podido apreciar tras la lectura atenta del libro- solo cita cuatro obras de mujeres en relación con Antígona: De Milles Antigones (1979) de Charlotte Delbo, Le Mythe d’ Antigone (1974) de Simone Fraisser, la referencia a Antígona en Les cent hystoires de Troye (1522) de Christine de Pizan, y Feux (1936) de Marguerite Yourcernar. Comparadas con la cantidad de autores citados, sus nombres se pierden en las más de trescientas páginas del libro.

26Dos ejemplos de esta lectura son la filósofa española María Zambrano, quien dedica mucha atención a la figura de Antígona y a su condición de hermana y publica en 1967 La tumba de Antígona, así como la escritora alemana, de origen judío, Grete Weil que en 1982 publica Meine Schwester Antigone (Mi hermana Antígona). En ambos casos, la figura de Antígona es el reflejo de experiencias donde lo político y lo privado, lo racional y lo irracional se entretejen irremediablemente por causa de la historia incontrolable e imprevisible. En el caso de María Zambrano es la guerra civil española y su experiencia del exilio junto con su hermana Araceli. Grete Weil, por su parte, habla de su experiencia como judía y sobreviviente de los campos de concentración nazis. Los dos acercamientos tienen en común que las autoras se sirven del mito de Antígona para expresar el modo en que las mujeres sufren estos violentos sucesos en la historia y en los que de ser víctimas tuvieron que pasar a ser agentes. A pesar de tratarse de dos autoras que no cuestionan directamente la “masculinidad” del mito que irremediablemente absorben, es interesante observar que la lectura que hacen cada una de ellas ya lleva implícita una nueva mirada. Zambrano insiste en que la vida verdadera de Antígona comienza realmente en su tumba, pues finalmente puede ser ella misma, lejos de las imposiciones de la polis. Weil se pregunta por qué si Antígona estaba dispuesta a cualquier sacrificio, no se decidió a matar a Creonte, en vez de “poner en escena” el entierro de su hermano. Y aunque describe una Antígona mártir, arrogante, con una tendencia a la autodestrucción y una pasión incestuosa por su hermano con la que no acaba de congraciarse, no por ello consigue olvidarla. Sin saberlo -o al menos sin declararlo abiertamente- Zambrano y Weil han cambiado ya a Antígona precisamente porque su mirada cambia, al menos en parte, el perfil del mito.

27En Espéculo, cuya edición en francés se publica en 1974, Irigray se dedica en una primera parte a desmantelar la fuerte masculinidad del psicoanálisis freudiano y lacaniano poniendo en evidencia el olvido al que el psicoanálisis ha sometido a lo femenino. En una segunda parte, la autora rastrea el camino que ha seguido el pensamiento occidental y a exponer cómo y por qué razones se construye y, sobre todo, se mantiene un imaginario femenino del que las mujeres reales están excluidas. Exclusión que por otra parte es condición sine qua non para la existencia y supervivencia de dicho imaginario.

28Heródoto narra la historia de la mujer del general persa Intafernes. Dicha mujer, una vez que las tropas el rey Darío se llevan presos a todos los varones de su familia, marido e hijos incluidos, acude a diario a las puertas del Palacio a llorar y lamentar su situación. Conmovido por su dolor y persistencia, el rey Darío le concede la gracia de salvar a uno de ellos. Para sorpresa del rey, ella elige a su hermano justificando su elección con el mismo argumento que utiliza Antígona. Sófocles, amigo de Heródoto, conocía esta historia y es muy probable que la retomara (cf. Heródoto §119-120; Pomeroy 101).

29Julia Kristeva lee el mito de Antígona subrayando el papel de la madre a la que, según ella, Antígona trataría de sustituir (cf. 215-222).

30Este es un aspecto relevante que puede ayudar a dar un giro a la recepción del mito masculino de Antígona. En ese sentido, son iluminadores e innovadores los trabajos de Juliet Mitchell sobre la relación con los hermanos que, en contraste con el plano vertical edípico, abre el plano horizontal materno; de Stefani Engelstein que lo relaciona directamente con la tragedia de Antígona; así como Bracha Ettinger que introduce la idea de un espacio fronterizo matricial (matrixial Borderspace) y sitúa la figura de Antígona en esas coordenadas.

31Elshtain, en “Antigone’s Daughters”, cree que dicha realidad vital, es decir el modo de estar en el mundo de las mujeres, podría ganarse desde un pensamiento maternal, aludiendo en este punto a la idea del “maternal Thinking” de Sara Ruddick (cf. Elshtain)

32Si bien Butler no termina de desarrollar esta lectura de la figura de Antígona, sus sugerencias han encontrado campos en los que ir creciendo. No cabe duda de que la lectura de Butler, hecha desde el prisma de su crítica al feminismo que ya exponía en Gender Trouble (1990), ha influido en la recepción contemporánea de la figura de Antígona. Actualmente reaparece en los marcos de los posfeminismos y teorías queer en los que se da una intersección con cuestiones de raza y colonialismo (Tina Chanter Whose Antigone? The Tragic Marginalization of Slavery, 2011) o políticas alternativas a la del lamento y como modelo de un humanismo agonista (Bonie Honig Antigone, interrupted, Cambridge, Cambridge University Press, 2013).

33Cecilia Sjöholm introduce la idea de un “complejo de Antígona” (The Antigone complex. Ethics and the Invention of Femenine Desire, 2004)

34A este respecto la influencia de la psicoanalista y feminista Juliet Mitchell ha sido fundamental. En su libro, Siblings: Sex and Violence (2003), Mitchell, sin renunciar al modelo vertical edípico-freudiano, señala la importancia de un eje horizontal que vendría dado por la relación entre los hermanos (siblings) y que sería igualmente fundamental para la constitución de la subjetividad.

35El trabajo de la artista visual, psicoanalista y autora Bracha L. Ettinger (The Matrixial Borderspace. Ed. Brian Massumi. Minneapolis: U of Minnesota P, 2006) y el desarrollo de su concepto “maternal-matrixial subjectivity” (Demeter-Persephone complex, entangled aerials of the psyche, and Sylvia Plath, 125)

Cómo citar este artículo:

MLA: Peña, M. I. “Antígona, de mito androcéntrico a símbolo feminista. Una reflexión.” Ideas y Valores 70.175 (2021): 47-72.

APA: Peña, M. I. (2021). Antígona, de mito androcéntrico a símbolo feminista. Una reflexión. Ideas y Valores, 70 (175), 47-72.

Chicago: María Isabel Peña Aguado. “Antígona, de mito androcéntrico a símbolo feminista. Una reflexión.” Ideas y Valores 70, n.° 175 (2021): 47-72.

Recibido: 24 de Octubre de 2017; Aprobado: 12 de Marzo de 2018

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