Los mitos representan creencias insoslayables en la construcción del sistema simbólico y toda reviviscencia de ellos a lo largo de la historia refuerza los conceptos instituidos por el patriarcado.
Pilar Errázuriz Vidal, Misoginia romántica, psicoanálisis y subjetividad femenina
Preámbulo1
La importante repercusión que el mito de Antígona ha tenido en la teoría feminista desde los años ochenta, justamente en el momento álgido del llamado feminismo de la segunda ola, es sin duda comparable a la que ha tenido en la historia de la cultura y del pensamiento occidental.2 Desde que Luce Irigaray la escogiera como plataforma para poner de manifiesto el antropocentrismo de la filosofía de Hegel3, el eco que ha tenido y que sigue teniendo la figura de Antígona ha sido formidable. Fanny Sönderbäck, en la introducción de Feminist Readings of Antigone, subraya esa vuelta a Antígona así como la actualidad de su figura frente a otros personajes femeninos de las tragedias griegas (cf. 1-14). Explica esa coyuntura enumerando la cantidad de temas, centrales para el feminismo, que pueden ser tratados teniendo como modelo su historia (“her story”) y su mito. Sin embargo, resulta notable que Sönderbäck, que sí menciona brevemente la misoginia de autores como Hegel o Lacan, en ningún momento plantee la cuestión de cómo es que dichos autores se interesen tanto por la figura de Antígona y, sobre todo, hasta qué punto sus lecturas del mito de Antígona no son algo más que meras lecturas. Es decir, hasta qué punto esas lecturas no son las que han contribuido a conformar la imagen de Antígona, su mito. Esta cuestión no es baladí, tal y como recuerdan Vanda Zajko y Miriam Leonard, editoras de Laughing with the Medusa. Classical Myth and Feminist Thought quienes en la introducción del libro se hacen eco de las dificultades a las que se enfrenta la teoría feminista cuando recurre a los mitos clásicos. Dichas dificultades son una constante en el trabajo feminista a la hora de abordar las figuras femeninas de la tradición occidental, tanto históricas como mitológicas, provocando tensiones dentro del mismo feminismo con respecto a cómo enfrentar dichos mitos. Según señalan Zajko y Leonard, algunas autoras, como Helen Cixous, reivindican las formas narrativas antiguas de los mitos, cuya poética se diferencia del discurso teórico tradicional, como una forma de disidencia ante el discurso lógico propio de la teoría; mientras que otras, como Luce Irigaray, ponen en evidencia hasta qué punto los mitos se encajan en el discurso teórico de la filosofía, justificando una visión del mundo androcéntrica y patriarcal (cf. 2-4).
Esta diferente valoración de lo que la teoría feminista puede ganarles a los mitos revela una diferencia también en el modo en el que se entiende el término mito. Término cuyas acepciones van desde el nombrar la narración extraordinaria de los hechos de algún héroe o heroína, hasta la referencia a la idealización -a menudo engañosa- de una persona o figura (cf. RAE). Así pues, la cuestión se plantea de forma diferente cuando se trata de atender al mito como una forma narrativa alternativa o cuando se atiende al mito como idealización de una determinada figura a la que se atribuyen cualidades o comportamientos extraordinarios, tal y como sucede con algunas de las figuras femeninas que aparecen en las narraciones mitológicas y que, como es el caso de Antígona, han tenido un fuerte eco en la teoría feminista. Lo que sorprende es que Zajko y Leonard consideren que se puede analizar de qué modo el pensamiento feminista ha estado influido por la mitología clásica, sin tener en consideración que gran parte de esa influencia se debe a la recepción de determinados mitos femeninos (cf. 3). En otras palabras, sería posible separar la virtual influencia de la mitología en el pensamiento feminista de la recepción que dicho pensamiento hace de los mitos concretos, sobre todo de los personajes femeninos de la mitología clásica, particularmente si se tiene en cuenta hasta qué punto los mitos reflejan un conjunto de valores e ideologías culturales que imponen la mirada y el orden masculino, así como la importancia que han tenido en el imaginario occidental no solo de las mujeres sino también de su propia historia (cf. Burian 191; Cartledge 30; Hall 103-110; Pomeroy 1).
Consciente del poder simbólico del mito y, sobre todo, de su influencia a la hora de crear una ficción llamada “mujer”, Simone de Beauvoir dedicó la tercera parte del primer volumen de su ya clásico libro El segundo sexo a la formación de los mitos. De Beauvoir no estudia ningún mito clásico en concreto, ni tampoco considera la influencia de los mismos en la historia de las mujeres. Lo que sí hace es analizar el carácter del mito en relación con la constitución misma del mito-ficción “mujer” y su importancia como representación de la mujer como lo Otro. Según ella, el mito responde a una estructura dialéctica, por una parte, y a la ambigüedad con la que se presenta dicha estructura, por otra. La estructura dialéctica implica un “[s]ujeto que proyecta sus esperanzas y temores hacia un cielo trascendente” (184) y una cosa otra, otredad que, debido a su condición negativa (es decir, de no-ser Sujeto), queda relegada a servir como pantalla reflectante. Mientras que los hombres representan su mundo como el mundo y lo “describen desde su punto de vista, al cual confunden con la verdad absoluta”, las mujeres, La mujer, es “definida siempre como Otro. Y su ambigüedad es la misma de la idea de Otro: es la de la condición humana en tanto se define en su relación con el Otro” (ibd.). Dicha ambigüedad se refleja en la constitución de los mitos femeninos cuya estructura dialéctica no es algo evidente, sino que está envuelta en un velo de indeterminación y maleabilidad que, como apunta De Beauvoir, “no se deja captar ni cercar, y acosa a las conciencias sin ser planteado nunca enfrente de ellas como un objeto fijo. El mito es tan ondulante y contradictorio que en principio no se descubre su unidad […]” (ibd.). Del acertado análisis que hizo De Beauvoir se desprende hasta qué punto el concepto de mujer, atravesado por esa continua ambigüedad de idealización y negación al mismo tiempo, se sostiene -y tambalea- en la repetida narración y creación de mitos de lo femenino.
Más recientemente, Teresa de Lauretis, señalaba igualmente la tensión permanente que existe entre la idealidad del concepto de mujer y las mujeres reales. Un concepto de mujer -entendido como “una construcción ficticia, un destilado de los discursos diversos pero coherentes que dominan en las culturas occidentales […], que funcionan a la vez como su punto de fuga y su peculiar condición de existencia”- que queda atrapado, petrificado, en un imaginario teórico cuya relación con las mujeres como “seres históricos reales […] no es ni una relación de identidad, correspondencia biunívoca, ni una relación de simple implicación. Como muchas otras relaciones que encuentran su expresión en el lenguaje, es arbitraria y simbólica, es decir, culturalmente establecida” (1992 15-16). De Lauretis va más allá al considerar que dicha tensión no es fruto de un conflicto, sino que manifiesta una paradoja, “the paradox of woman”, que además marcaría el quehacer de la misma teoría feminista que no podría ignorarla (cf. 2007 153-154). La diferencia está en que el conflicto podría resolverse, mientras que la paradoja expresa una imposibilidad, una tensión permanente que, en contra de lo que pensaba De Beauvoir, no podría ser superada, porque dicha paradoja se reflejaría “en la propia teoría feminista, a la vez excluida del discurso, pero aprisionada en el” (De Lauretis 1992 18). Así las cosas, y si damos crédito a De Lauretis, valorar la influencia de la mitología clásica en el pensamiento feminista nos obliga, insisto, a atender tanto a la narración de este como a las imágenes que resultan de él. “Atender” significa aquí tener en cuenta, hacerse cargo de, esa imposibilidad siendo conscientes de la misma y de lo que significa para las mujeres y su realidad. Se trata de un ejercicio de “concienciación” con cuya ayuda la teoría feminista puede mantener su potencial crítico y además la capacidad de moverse en un discurso que no las contempla como sujeto de este (cf. 1992 17-18, 291-293).4
Dicho ejercicio se impone a la hora de retomar las figuras o mitos femeninos, ya sean históricas o de ficción, cuya estructura muestra igualmente un carácter paradójico, pues, además de reflejar un mundo androcéntrico, justifican y apuntalan al mismo tiempo una estructura patriarcal de la sociedad. De ahí que la teoría feminista deba manejar la tradición transmitida con una cautela que se impone finalmente como estrategia de “pre-visión” en el doble sentido de lo que significa, pero también sugiere, la palabra. Es decir, que expresa una atención a lo que se transfiere al futuro, sugiriéndola igualmente, por la constitución del verbo; el atender a una visión anterior, a la procedencia, aparición y contexto de esas figuras femeninas que se retoman.
En el caso de las figuras femeninas de la mitología griega o judeocristiana, la prudencia que se impone es mayor, si cabe. Precisamente porque se trata de mujeres cuyas historias en la mayoría de los casos se desarrollan en un contexto masculino -a menudo conflictivo- y cuyas acciones se han interpretado desde una trama marcada por un pensamiento, una acción y, sobre todo, un modo de experimentar el mundo propiamente masculino. Se trata de mujeres “excepcionales”, lo que puede entenderse en el sentido de que son “mujeres de excepción”, es decir que no representan directamente a las otras mujeres porque están excluidas. Su excepcionalidad no expresa pues ningún tipo de excelencia. Al contrario, esa excepcionalidad tiene un regusto a lo insólito y anormal. La excepción es un estado indicativo más bien de un desplazamiento: se trata de mujeres que están indudablemente “fuera de lugar” -lo que podría interpretarse también como un “estar fuera de sí”- contaminando la escena con códigos de su lugar de origen y que en el nuevo lugar no se aceptan o reconocen como tales.5
La figura de Antígona, su mito, es sin duda un ejemplo claro de este carácter excepcional y de dicho desplazamiento. Su valor, su desacato a la ley que prohíbe enterrar a su hermano sabiendo que puede morir si lo hace, su confrontación con Creonte, la convierten en una verdadera heroína. Una heroína que, como apunta Sarah Pomeroy en Goddesses, Whores, Wives, and Slaves, tiene que adoptar una actitud masculina para poder llevar a cabo sus propósitos (cf. 98). Esta presunta masculinidad de Antígona, como veremos más adelante, se señala una y otra vez, formando parte del mito mismo de Antígona.6 Es esa misma atribución de masculinidad la que la sitúa cerca de Edipo y el resto de sus hermanos, alejándola de la línea femenina de Yocasta e Ismene. Pero ¿es la joven Antígona la que adopta esa actitud masculina? O ¿no será más bien que la “masculinidad” que se le atribuye representa un ideal de mujer cuya virtud o valentía solo puede ser tal si se la considera en la línea masculina?7 ¿Quién es esa Antígona a la que mira la teoría feminista? Y ¿con qué “pre-visión”? En otras palabras, ¿cómo llega la figura de Antígona, un mito -esto es, una ficción- indudablemente masculino a convertirse en insignia feminista? ¿Podría Antígona perder sus reflejos de masculinidad y entrar a formar parte de una genealogía femenina?
Con estos interrogantes en el trasfondo de la argumentación, en las páginas siguientes, pretendo mostrar cómo la recepción del mito de Antígona ha ignorado el manto de masculinidad que recubre esta figura. Para eso tomaré como referencia a la psicoanalista y filósofa Luce Irigaray. La razón para hacerlo no es solo que fue Irigaray quien con su crítica a Hegel contribuyó a que la teoría feminista volviera su mirada sobre la figura de Antígona, sino que la misma pensadora ha retomado el tema de Antígona recientemente. Ahora, Antígona ya no es esa figura sujeta por la mirada masculina a una “subjetividad femenina, una especie de eterno femenino” (2016 132), sino aquella superviviente que al tomar la decisión de enterrar a su hermano favorece la restauración de una “genealogía materna” (147) ya que le concede más importancia a la unión por el vientre materno que a otra cosa.
Dicho de otra manera, de lo que se trata aquí es de examinar si la recepción del mito de Antígona por parte del feminismo hace gala de una complicidad con la tradición masculina del mito o si más bien es expresión y reflejo de esa paradoja lauretiana.
Hablando de Antígona y de Antígona8
El escenario es Tebas. Antígona, junto con su hermana Ismene, son las últimas descendientes de Edipo, padre/hermano, y de Yocasta, su madre/abuela. Las últimas en sufrir aquella maldición que Pelope, rey de Corintio, lanzó a Layo y a sus descendientes después de que este hubiera violado al hijo de aquel. Dos hermanas viviendo en el palacio a cargo, siendo casi prisioneras de su tío/abuelo Creonte, hermano de su madre, y ahora rey de Tebas. Dos mujeres jóvenes e inocentes que viven con la carga de la maldición y destrucción familiar.9 Las maldiciones masculinas se repiten y arrastran a las mujeres de la familia. Ahora son los hermanos, Eteocles y Polinices, que han muerto en una lucha mano a mano por el trono que los enfrenta, tal y como Edipo, su padre/hermano, les vaticinó. En la madrugada, después de la sangrienta batalla, las dos hermanas se lamentan de su suerte y toman decisiones: Antígona no está dispuesta a aceptar el edicto de Creonte según el cual uno de sus hermanos, Eteocles, tendrá un funeral honorable mientras que el otro, Polinices, será tratado como un traidor y su cuerpo abandonado a las fieras fuera de los muros de la ciudad de Tebas. Antígona no quiere que Polinices sea expulsado de Tebas de nuevo. No enterrar su cuerpo supone no solo no cumplir la ley de los dioses que obliga al linaje, sino que condena además a su hermano a sufrir una segunda muerte, una muerte social, por quedar fuera de la polis. Su hermana Ismene le hace ver el peligro de la desobediencia y le recuerda la cantidad de sangre, muerte y violencia que las acompaña desde niñas, lo cual podría interpretarse como una apelación a terminar con tanto desatino. Indignada por lo que considera una falta de lealtad tanto a la familia como a los dioses por parte de su hermana, Antígona la repudia y decide actuar por su cuenta, enterrando a su hermano, aunque sabe que arriesga su vida, a lo cual está dispuesta.
Así comienza la tragedia de Antígona que Macinto escribió hacia el 442 a.C. y cuya importancia en el desarrollo de la cultura y el pensamiento occidentales ha sido, hasta la actualidad, profunda e intensa. Esta influencia, además de al contenido en su conjunto de la tragedia, se debe sin duda a la figura de Antígona misma. Es esa muchacha, ese personaje, quien termina convertido en uno de los mitos más influyentes del pensamiento, literatura y cultura occidentales.10
A la hora de hablar de Antígona se abren pues dos preguntas que pueden ser de ayuda para acercarnos a ella. La primera surge inmediatamente y es obvia: ¿quién es Antígona? La segunda -y de importancia en este contexto- es: ¿quién habla de Antígona? Diferenciar entre estas dos preguntas nos ayuda a distinguir entre el mito de Antígona propiamente tal y la tragedia Antígona.11 Esta distinción nos permite además observar cómo la creación del mito de Antígona la aísla en buena parte del resto de los personajes de la tragedia. Un aislamiento casi comparable al que sufre el personaje, tal y como se nos narra en la tragedia, con la diferencia de que en caso del mito más que las sombras, es la sobreexposición la que la aleja de los otros. Antígona sola es como ese espéculo -al modo que describe Irigaray en su famoso libro Espéculo de la otra mujer- que refleja, a menudo, más de quien lo maneja que de la tragedia misma. En el mito de Antígona, la tragedia Antígona queda relegada, pues aquel no habla solo del personaje de Sófocles. A través del mito habla de forma indirecta la voz de quien la actualiza. Así, la cuestión de quién es Antígona termina por ser la de quién habla de o quién actualiza a Antígona. Su superficie, en tanto mito, refleja a todos los que lo manejan; su figura, flexible, se adapta prácticamente a cada expresión y a las preocupaciones de cada tiempo.12 Quizá por eso Steiner consideró que el título de su ya clásico libro no podía ser otro sino Antígonas (cf. 9). En este subraya que es tal la cantidad de variantes que ha tenido la tragedia desde la Antigüedad hasta nuestros días que “[…] no Ur-Antigone can exist for us” (296). Esta afirmación es aceptable si nos referimos a Antígona, la tragedia, que ha tenido diferentes y variadas versiones a lo largo de la historia, ya sea en la literatura, la música o la pintura (cf. Meyer 254-279). Si atendemos al mito de Antígona, sin embargo, y a pesar de que lo escrito hasta ahora, podría sugerir lo contrario, lo cierto es que su imagen está marcada por una lectura y por una voz -si obviamos, claro está, la de Sófocles, autor de la tragedia- a saber, la que se impone en la filosofía a través de la interpretación de Hegel que va acuñar la marca “Antígona” para la posterior recepción del mito en la historia reciente del pensamiento occidental.13
El mito androcéntrico de Antígona
La “Antígona-Hegel” ha sido el eje alrededor del cual el mito de Antígona se ha colocado en la tradición reciente del pensamiento occidental y, dado que Hegel se sirve de Antígona para definir y corroborar el espacio de las mujeres diferenciado del de los hombres (cf. Jagentowicz Mills 78-82), no es difícil suponer que con la transmisión del mito “Antígona-Hegel”, con la imposición de su mirada, se transmite igualmente toda una visión sobre y acerca de las mujeres, no solo acerca de su lugar, sino sobre su misma condición de sujeto.14 En ambos casos, Hegel confina a la mujer a un solo ámbito (la familia es su lugar, la inmanencia su condición) y subraya su inmovilidad, incapaz de ir entre lo privado y lo público e igualmente incapaz de transcenderse como conciencia (cf. Benhabib 29-31). Dicha inmovilidad impregna la condición femenina en su totalidad, inhabilitándola para sobrellevar cualquier tipo de ambigüedad o combinación de espacios, así como para lidiar con cualquier dilema intelectual o ético. El carácter excepcional que Hegel concede a Antígona no hace, pues, sino subrayar por contraste la posición que el filósofo concede a las mujeres dentro de su sistema.
Ateniéndome a lo que he apuntado más arriba, la cuestión se plantea pues en estos términos: ¿quién es la Antígona de Hegel? o, lo que es lo mismo, ¿de qué habla Hegel cuando habla de Antígona?
Es ya sabido que Hegel consideraba Antígona como la “obra de arte más excelente, la más satisfactoria” (Hegel 2011 871).15 Su entusiasmo es compartido por muchos de sus coetáneos y va a servir de palestra para la emergencia de una Antígona creada a imagen y semejanza de los filósofos y pensadores del siglo XIX. Steiner sitúa el cenit de la idealización del mito de Antígona entre 1790 y 1905, justamente el año en que Freud convierte a Edipo en eje vertical de la formación de la subjetividad moderna provocando de este modo un cambio en el punto de interés, centrado a partir de ahora en la tragedia de Edipo rey (cf. 1-3).16 Pero si el mito de Edipo se centra en un triángulo relacional entre el, el padre al que asesina y la madre a la que desposa, el mito de Antígona nos presenta el ideal de hermana. Ya Goethe la había declarado la hermana por excelencia y, a partir de ese momento, el motivo de la sororidad se vuelve el sello del personaje y base fundamental del mito.17
La primera expresión de su actuar siguiendo un principio de sororidad, la leemos en Edipo en Colono, una tragedia escrita por Sófocles después de Antígona si bien la acción que se desarrolla en ella precede en el tiempo a la que se narra en esta última.18 Es el momento en que Edipo llega a las puertas de Atenas para morir, tal y como le ha sido predicho por los dioses, y recibe la visita de Ismene para comunicarle la disputa por el trono entre los dos hermanos, Eteocles y Polinices. Poco después llega Polinices para pedir el apoyo y la bendición de Edipo ante la lucha con su hermano. Edipo los maldice a los dos y anuncia a Polinices que morirán uno a manos del otro. Antígona le pide a su hermano que renuncie a la lucha y le expresa la desesperación en la que se vería sumergida sin tenerlo a él. Este le responde que no hay vuelta atrás y le suplica -en realidad la súplica va dirigida a las dos hermanas- que, llegado el momento, le hagan un entierro digno: “¡Oh, hermanas mías, hijas de este! […] y si regresáis a casa, no permitáis, al menos, mi deshonra, antes bien depositadme en una tumba y tributadme honras fúnebres” (Ant. 1405-1410).
Movida por el amor, así como por la promesa que le hace a su hermano, Antígona, ya huérfana, le pide a Teseo que las envíe, a ella y a su hermana, de vuelta a Tebas “por si podemos impedir la muerte que avanza sobre nuestros hermanos” (Ant. 1770-1773), renunciando así a la protección de Teseo y desafiando al mismo tiempo la maldición de Edipo. La Antígona de Edipo en Colono, si bien se nos presenta en los diálogos con una actitud prudente -casi similar a la que va a mostrar Ismene en la tragedia de Antígona- ya hace honor a una determinación y comportamiento “viril” que el mismo Edipo había atribuido a sus hijas con cierto reconocimiento (cf. EC. 340-345, 445-450). Este carácter viril va a ser, sin duda, una de las marcas del mito de Antígona, el cual presenta un doble aspecto: en una primera instancia la presenta como capaz de aceptar la responsabilidad familiar que también sería propia de los varones, sobre todo en cuanto se trata de tomar decisiones que afectan a la relación familiar con la comunidad19; y, en una segunda, porque solo desde esa “virilidad” Antígona sería capaz de enfrentar el mundo de la polis -que representa Creonte- y hacer oír su voz en él. Pero, además de su valor y valentía, habría otro aspecto que añadir a la sororidad viril de Antígona: la predilección por su hermano Polinices. Esta parte es sin duda la más problemática y contradictoria, por lo tanto, la que más ha contribuido a la creación de Antígona como mito.
Un mito que, repito, nos presenta esa doble cara: la de la hermana amante y solícita, por una parte y la mujer exaltada, rebelde y desafiante, por otra. Hasta qué punto no es quizá demasiado “amante” y solícita - también con su “hermano-padre” Edipo a quien acompaña al exilio- es un aspecto interesante desde el telón de fondo de la particular estructura incestuosa de la familia de la que procede. La sospecha de que el amor de Antígona por su hermano Polinices comparte esa dinámica incestuosa, forma parte igualmente del imaginario que rodea el mito de Antígona.20 En ese punto, la lectura de Hegel va a contracorriente de la de sus contemporáneos al tomar precisamente a esa hermana y ese hermano como referencia y ejemplo de la relación más pura que pueda haber, dentro de las relaciones familiares, pero sobre todo dentro del marco de la diferencia sexual. Entre el hermano y la hermana hay, según Hegel, un vínculo de sangre libre de deseo (esposos) y de obligación (hijos), “una sangre que ha alcanzado en ellos su quietud y su equilibrio” (Hegel 1966 268-269).21 Sin embargo, esta sangre serena no es la que proporciona a Hegel los elementos para elegir la figura de Antígona como hermana modelo. Lo que está en el trasfondo de su interpretación es la suposición implícita de la diferencia sexual. No hay duda de que la lectura que hace Hegel de la tragedia de Antígona se apoya en una división entre un mundo de lo masculino y otro de lo femenino, la cual es paralela y, al mismo tiempo, sostenedora de la diferencia entre el ámbito de la polis, de lo público por lo tanto, y el de la familia, el de lo privado. Así, en su Filosofía del derecho, Hegel distribuye los papeles y ámbitos y afirma:
El hombre tiene por ello su efectiva vida sustancial en el Estado, la ciencia, etcétera, y en general en la lucha y el trabajo con el mundo exterior y consigo mismo; solo a partir de su duplicidad puede conquistar su independiente unidad consigo, cuya serena intuición y el sentimiento subjetivo de la eticidad tiene en la familia. En ella encuentra la mujer su determinación sustancial y en esta piedad su interior disposición ética. (2004 §166, §171).
Solo así, y no desde la sangre sosegada, tiene sentido el conflicto al que hacen frente tanto Antígona como Creonte en la tragedia. Ella, la heroína que arriesga su vida por enterrar a su hermano desatendiendo el edicto de Creonte que amenaza con la muerte por lapidación a quien la desoiga, es también la rebelde. Una rebelde desafiante que, como bien entiende Creonte, no solo ha desobedecido sus órdenes, sino que además se enfrenta a él justificando su acción en nombre de los dioses, cuyas leyes son diferentes de las de la ciudad. En este gesto, Antígona ofende doblemente a Creonte al desafiar la autoridad de la polis que representa, primero, y, segundo, al aparecer como representante de otro tipo de autoridad: la autoridad de los dioses, sus preceptos y su justicia, recordándole además que dicho orden divino está por encima de cualquier ley del hombre. Es justamente en esta falta de reconocimiento mutuo donde radica el conflicto. Así pues, tanto Creonte como Antígona cometen el mismo error. Ninguno de ellos reconoce ni muestra respeto por el orden al que a su vez apela cada uno de ellos. Ni Antígona reconoce el orden que rige la polis, ni Creonte atiende a las objeciones de Antígona en nombre de la ley divina. Un respeto que, según Hegel, tiene que ser mutuo por el bien de la comunidad y de la familia cuyos ámbitos subsisten gracias a la correspondencia entre ellos. (cf.Hegel 1970 549; 2011 871; Stewart 393).
La tragedia de Antígona, que tanto juego da a Hegel para exponer dos órdenes éticos diferentes -el de la familia y el del Estado-, erige igualmente, y por esa misma dialéctica de oposiciones binarias, el mito de Antígona como el de la hermana virginal que representa el lugar de la mujer en la familia y sus obligaciones con ella y, al mismo tiempo, la osada rebelde que no solo desobedece, sino que representa el conflicto irreconciliable entre la ley de los hombres y la de los dioses. Precisamente, al señalar dicho conflicto, Antígona comete una transgresión adicional, la de su condición de “mujer viril” que le daría derecho a moverse, a traspasar y, por tanto, a desfigurar los límites entre esos dos órdenes. Así se entiende que Creonte la condene argumentando, entre otras cosas, que no podría consentir que una mujer rigiera los asuntos de la polis. De este modo, Antígona y Creonte se erigen en representantes de esos dos órdenes que finalmente se superponen, y por los que, cada uno de ellos paga un alto precio.22
Sí, ciertamente el precio que pagan es alto, y los dos lo hacen. Los dos pierden sus vidas, de uno u otro modo. Sin embargo, el crimen de Antígona es mayor. Hegel considera a Antígona -y todo lo que ella representa: “la ley divina, lo inmediato, lo femenino, lo particular” (Stewart 399)- como culpable y responsable del conflicto. Así se pone de manifiesto una nueva contradicción en la estructura del mito: pues su comportamiento valiente y leal con su familia la lleva a ser considerada un peligro para la comunidad. Su acción es un crimen.23 A diferencia de Edipo, quien actúa sin saber qué es lo que está haciendo, Antígona, al alzar su voz contra Creonte en nombre de la ley divina, contamina la polis, consciente de que su requerimiento no puede ser atendido en ese espacio. El mismo Coro se lo explica así a Antígona: “Ser piadoso es una cierta forma de respeto, pero de ninguna manera se puede transgredir la autoridad de quien regenta el poder. Y, en tu caso, una pasión impulsiva te ha perdido” (Ant. 872-887).
Tal vez haya sido esa “pasión impulsiva” la que termina enterrando viva a la Antígona de Sófocles en una tumba, alejándola de vivos y muertos (cf. Ant. 850-852). La “Antígona-Hegel” sucumbe a una sororidad viril.24 Al tiempo que a la mirada del filósofo que construye un mito con el que ejemplificar cuál es el lugar de las mujeres y el peligro que constituye para una comunidad de varones el que ellas abandonen su lugar. Su crimen, no es otro que el de la transgresión de los distintos órdenes; su osadía, alzar la voz como un varón, disputando un espacio en el que no hay lugar para ella. “Nuestra Antígona”, como la denomina Kierkegaard (cf. 109), es fruto de una representación masculina del mundo; el resultado de una creación e idealización masculinas. Realidad que, por otra parte, el filósofo danés no solo no tiene ningún problema en reconocer, sino que además pone a disposición de la imaginación y deseos de sus congéneres: “Ella es mi obra y, sin embargo, sus contornos son tan indefinidos, su silueta tan nebulosa, que cada uno de ustedes puede enamorarse de ella y podría amarla a su modo” (103, énfasis agregado). Esa disponibilidad del mito de Antígona que se desprende de las palabras de Kierkegaard, esa confianza en un enamoramiento compartido, son pruebas más que evidentes de la complicidad masculina para crear sus mitos y propias tradiciones, dejando siempre otra mirada en la sombra. La mirada y experiencia de las mujeres, la de las mujeres mirando a otras mujeres, sin intermediarios en su mirar. La pregunta se repite de nuevo: ¿quién es Antígona para las mujeres? o, lo que es lo mismo, ¿de qué hablan las mujeres cuando hablan de Antígona?
Antígona. ¿Un modelo para el feminismo?
El interés y la admiración que provoca la figura de Antígona lo comparten también las mujeres.25 Su historia trágica ha seducido a muchas escritoras, pensadoras y artistas, entre otras. Antígona sigue siendo la hermana, pero despojada de ese talante, esa heroicidad de la que la mirada masculina la ha revestido. La experiencia femenina -todavía no estoy hablando de teoría feminista- se identifica con una Antígona que paga un alto precio por su desafío. Con esa Antígona que, ya en manos de los soldados de Creonte, se lamenta de su desgracia. Con la que está más cerca de la vida, consciente de haber renunciado a una vida de mujer, que ahora va a perder de nuevo, y, esta vez, definitivamente. Con esa Antígona que duda, pero que entra en la cueva-tumba, con esa que prefiere morir por su mano que seguir a merced de Creonte. Es una Antígona-mujer que no interesa a los hombres y que permanece a la sombra de los reflejos masculinos, oculta de nuevo en la oscuridad. La hermana Antígona se convierte en la compañera a la que vuelven su mirada muchas mujeres intelectuales, ya que en ella encuentran expresada su propia situación, además de sus conflictos y sufrimientos.26
Como ya he señalado al comienzo, la teoría feminista retomó desde los años setenta el personaje de Antígona provocando un giro radical en la forma de entender su mito. El impulso fundamental para este giro lo provoca sin duda el capítulo que Luce Irigaray le dedica a la filosofía de Hegel en Espéculo (cf. 2007 195-205). Estas diez páginas son un ejemplo más de la estrategia que Irigaray desarrolla en ese libro y están enmarcadas en la dinámica de este.27 La preocupación de Irigaray, en ese momento, está más centrada en desenmascarar la supuesta neutralidad y asexualidad del pensamiento occidental que por la figura concreta de Antígona. El proceso de desenmascaramiento Irigaray no implica necesariamente enfrentarse a los mitos que sobre lo femenino ha creado la misma tradición occidental. En este aspecto, Irigaray recoge el testigo de manos de Simone de Beauvoir.
Así, al enfrentarse a Hegel, mostrando una vez más que “toda teoría del sujeto es masculina” (Irigaray 2007 119-131), Irigaray pone en evidencia la ambigüedad del mito del ideal femenino en el que la “[…] mujer no tiene mirada ni discurso de su especularización específica, que le permita identificarse consigo (como) misma -volver a sí- ni desprenderse de su dominio inmediato en un proceso especular natural: salir de sí” (2007 204). En el caso concreto de la figura “Hegel-Antígona”, Irigaray muestra que el papel que le corresponde a Antígona es el de ser “la guardiana de la sangre” (ibd.) y su lugar, su caverna, no es otro que “el suelo en el que el espíritu manifiesto tiene sus raíces oscuras y del que saca sus fuerzas” (ibd.). La mujer es ese suelo y es su feminidad la que da soporte y “certidumbre” al mundo masculino y a la polis, en este caso (cf. ibd.). Con esta lectura de Hegel, Irigaray revela -y denuncia al mismo tiempo- el papel y lugar que le corresponde tanto a la mujer como a lo femenino en el orden simbólico al que está abrazado el pensamiento occidental. Pero ¿y Antígona?, ¿de qué Antígona habla Irigaray?
La forma en que Irigaray narra la tragedia de Sófocles nos muestra ya un desplazamiento, propio de la mirada feminista, en la forma de entender el mito. Al acentuar la relación sanguínea, Irigaray retoma la figura materna, a Yocasta, y además la sitúa como el origen de la familia y, por lo tanto, en el centro de la tragedia. De este modo, cuando Antígona defiende su acción en nombre de su obligación de sangre con su hermano, no está haciendo sino atender al orden y linealidad maternos. Lo curioso es que dicha linealidad no convierte a todos sus hermanos en iguales con relación con ella. No todos los hermanos lo son de la misma forma: Ismene es hermana de sangre, Polinices por haber nacido de la misma madre y Etéocles de madre y padre (cf.Irigaray 2007 198) y, quizá por eso, Antígona está dispuesta a morir solo por su hermano, “pero no por todos sus parientes” (Butler 25). Y ese hermano, por el que está dispuesta a morir, es Polinices, aquel al que se considera hermano por haber nacido de la misma madre y, por tanto, del mismo vientre. Es esta Antígona-hermana la que habla cuando, sacrificando su vida y dispuesta a renunciar a su papel de futura esposa y madre, apela al hecho de que una puede encontrar otro esposo y tener otros hijos, pero no otro hermano nacido del mismo vientre. El hermano es, pues, único e insustituible al igual que la madre que comparten.28 A pesar de subrayar la importancia de la figura materna, Irigaray no parece salir del marco de esa “sororidad viril” de la que he hablado más arriba y que estaría en consonancia con la lectura de Hegel pues anularía de algún modo la diferencia sexual. Lo mismo sucede cuando Irigaray insiste en que Antígona, en su voluntad de querer enterrar el cuerpo de su hermano, no está salvando solo el hijo de su madre, sino que, y según Irigaray, Antígona está salvando el “deseo” de su madre, que no es otra cosa que el hijo (cf. 2007 199). Si bien la figura de la madre está presente, su deseo, ese del que al parecer se hace cargo Antígona, solo puede ser tal leído desde una estructura edípica29, lo que a la postre enmarca el mito dentro de una dinámica masculina y sigue manteniendo su aspecto androcéntrico.
En un libro mucho más reciente, En el principio era ella, Irigaray recupera la figura de Antígona y la sitúa en un contexto muy diferente. La diferencia radica en que esta vez la filósofa ya no está en diálogo con la tradición de pensamiento antropocéntrico ni falocéntrico. Al contrario, lo que reconstruye Irigaray en este texto es la vuelta al origen de la sabiduría que sería indudablemente femenino: “[E]l principio es un ella -la naturaleza, mujer o Diosa- quien inspira la verdad al sabio” (2016 10). Ahora, la reflexión sobre la figura de Antígona se presenta como una “meditación”, en la cual Irigaray reconoce su identificación personal con la figura de Antígona, lo que implica reconocer que es su voz en parte la que habla por ella (cf. 2016 135). Interesante para el argumento que aquí se está desarrollando es el hecho de que Irigaray reconoce explícitamente hasta qué punto las lecturas que se han hecho de Antígona no son sino
proyecciones de los hombres en o sobre el misterio que para ellos sigue siendo la mujer, un misterio que no quieren considerar y respetar como tal: es decir como señal de pertenencia a otra identidad, a otro mundo, otra cultura que no es la suya, que nuestra tradición occidental ha reprimido, olvidándola de hecho. (2016 132)
Su análisis se centra en tres aspectos relacionados entre ellos que serían los que Antígona estaría protegiendo al defender su deber ante una ley no escrita: “[E]l respeto del orden del universo, y de los seres vivos, el respeto del orden de la generación y no solo de la genealogía, el respeto a la diferencia sexuada” (Irigaray 2016 137).
En este orden, que podríamos llamar “orden del respeto”, Antígona se nos presenta primero como una defensora de la vida, pero, sobre todo, como alguien que quiere vivir y ser. No hay ningún deseo de pertenencia, nada que vaya más allá de la vida (cf. 2016 145-146). Segundo, su respeto al orden de la generación tiene que ver con el seguimiento de una “genealogía materna” que peligra ante el patriarcado que se impone “de un modo arbitrario y represivo” (cf. 147) y que estaría representado por la figura de Creonte, incapaz de aceptar que hay otro orden que respetar. En este segundo aspecto es muy sugerente el breve desarrollo que hace Irigaray de la idea de incesto. Es interesante porque es parte importante de la tragedia de Antígona y lo que desatará la situación que, al final, la dejará huérfana. Pero también porque el suicidio de su madre, Yocasta, hace que el personaje desaparezca absolutamente del mito de Antígona, como si de algún modo el incesto fuera responsabilidad no solo de la fatalidad, sino también del deseo femenino. Irigaray defiende que “el incesto […] no resulta del orden materno […]” y lo considera más bien fruto de “una regresión a la indiferenciación provocada por un establecimiento verdaderamente problemático del patriarcado. Es entonces cuando la madre pierde su identidad y los amantes su diferencia” (149). El tabú del incesto no solo significaría la entrada en el orden de la cultura, sino que conllevaría igualmente “la represión del orden materno” (148). En lo que al tercer aspecto se refiere, y en contra de lo que afirma Hegel, Irigaray afirma que es justamente en la relación hermano/hermana donde la diferencia sexuada aparece. Claro que ella matiza que no se trata de una diferencia “sexual” (cf. 137, 151-152) ni mucho menos de unos roles o funciones sexuales. En el caso de la relación entre hermana y hermano, donde existe una horizontalidad30, hay lugar para que surjan dos identidades sexuadas diferentes que transcienden una identificación sexuada del cuerpo (cf. 153). Aquí, curiosamente, Irigaray se vuelve hegeliana en su lectura, pues su insistencia en que se trata de una diferencia sexuada y no sexual nos trae reminiscencias de esa sangre que une a los hermanos, pero en la serenidad de la falta tanto de deseo como de necesidad. Su insistencia en que “la identidad masculina y femenina corresponden a dos mundos diferentes -y no a dos roles, funciones y caracteres- irreductibles entre sí” (155) podría entenderse, igualmente, desde una lectura hegeliana. Al igual que cuando sugiere que puede haber un tercer mundo como espacio relacional entre las dos diferencias “que no pertenece ni a uno ni a otro, pero que ambos generan con respeto por su(s) diferencia(s)” (ibd.). Sin embargo, la diferencia radica en que, de otro modo que Hegel, esos dos mundos no conllevan una valoración que sitúa a uno por encima del otro. Más que entenderse como partes en conflicto de una única identidad que en el fondo tiende a anular la diferencia -y el feminismo sabe ya lo que significa esa “anulación”, la imposición de la universalidad masculina- se trata de mantener la conciencia de la diferencia sexuada; una conciencia en la que impere un horizonte relacional que no obvie las diferencias ni las particularidades (cf. 156). A este respecto se impone un prudente escepticismo ante un mundo en el que verdaderamente todas las diferencias vayan a tener un lugar propio, así como el temor a que ese tercer espacio no suponga una síntesis que inevitablemente produzca otra unidad. Mantener la conciencia de la paradoja o imposibilidad -como he apuntado más arriba- puede ser un buen camino para manejar las diferencias irreductibles. Podría pensarse que Irigaray apunta en esa dirección cuando habla de la “tragedia insuperable”, precisamente en relación con el respeto a la “pertenencia sexuada” (cf. ibd.). La observancia de esa pertenencia conlleva la aceptación de la limitación de que solo podemos acceder a la “verdad de la propia identidad.” Esta “verdad sexuada” la entiende Irigaray como el “destino sexuado” que debe cumplir cada uno y que es “más alto que penetrar meramente en el mundo como cuerpo anónimo” (2016 156). La figura de Antígona representaría este momento trágico de la conciencia de la diferencia individual y sexuada, pero, al mismo tiempo, por exigir el respeto de la otra ley, sería un modelo de esa actitud relacional.
Antígona y una genealogía femenina. A modo de cierre
La reflexión seguida en las páginas anteriores muestra las dificultades que la teoría feminista enfrenta, una y otra vez, cuando quiere recuperar para su propia tradición aquellas figuras femeninas, sean mitológicas o históricas, que han jugado una parte importante en el establecimiento del mundo simbólico cultural de occidente.
La recepción por parte del feminismo de la figura de Antígona no ha permanecido ajena ni a los cambios ni a las nuevas perspectivas que se han abierto dentro del propio discurso feminista. Retomando la cuestión acerca de lo que hablan las mujeres cuando hablan de Antígona, observamos que el mito de Antígona se ha leído desde diferentes claves que reflejan a su vez las diferentes tendencias y preocupaciones de dicho discurso. Así, la Antígona de los discursos feministas se va conjugando -y perfilando a la vez- a través de las diferentes posiciones que adoptan las autoras. Aun así, puede afirmarse que ha sido en el ámbito de la teoría política feminista y en el repetido forcejeo del feminismo con el psicoanálisis donde más repercusión han tenido el mito y la figura de Antígona.
Como ya se ha señalado, Antígona aparece en el horizonte feminista de la mano de Luce Irigaray como denuncia del ocultamiento de una subjetividad femenina que se presenta como ausencia, siendo al mismo tiempo sostén del orden de la polis. No mucho después, “el punto de vista de Antígona” (“the standpoint of Antigone”) surge en la teoría política feminista como un modelo de acción política que reflejaría la realidad vital de las mujeres.31 Antígona, defensora de la ley familiar y sus dioses reflejaría esa mayor cercanía de las mujeres al ámbito de lo privado, así como su actitud una forma diferente de abordar la acción política. Judith Butler, sin embargo, duda de que la figura de Antígona nos remita sin más al mundo de la familia y el parentesco. Más bien al contrario, lo que ella representaría sería “los límites de la inteligibilidad expuestos en los límites del parentesco” es decir la “deformación y desplazamiento” de la idea idealizada -y a su vez naturalizada- de parentesco (cf. 41-42). Fruto de una relación incestuosa y actuando movida quizá por un amor desmedido que la expone a ella igualmente a ese incesto, la transgresión de Antígona es, a los ojos de Butler, múltiple: defiende su causa apelando a las leyes familiares, aunque su familia represente la aberración de dichas leyes (cf. 41-42, 81); se apropia del habla y gesto político de Creonte para hablar de algo que no cabe en la polis (cf. 23-27, 110). Su virilidad va más allá de su rechazo a vivir como una madre o esposa, llevándola incluso a ser una posible sustituta de su hermano y continuadora en el acto de rebeldía (cf. 27, 85). Butler insiste en la ambigüedad de la posición de Antígona tanto en lo que al “orden” y “normalidad” familiar como a las que al género se refiere, por ello termina abriendo una puerta a una Antígona desde la que podría cuestionarse tanto la normatividad del parentesco como el orden heterosexual (103). 32
Precisamente esta ambigüedad -acaso sea la ambigüedad de su posición lo que constituye el delito mayor de Antígona- es la que a su vez podría convertir la figura de Antígona en un modelo alternativo a una subjetividad conformada y narrada desde el modelo de Edipo. Luce Irigaray y Julia Kristeva coinciden en señalar la proximidad de Antígona con un orden materno. Las dos autoras apuntan al hecho de que Antígona se suicida del mismo modo en que se suicida Yocasta, su madre. Así, su muerte sería una réplica de la muerte materna, un gesto mimético. Sin embargo, mientras que Irigaray entiende la relación de Antígona con su madre como una “identificación”, hasta el punto de que muere “para que su hermano, el deseo de su madre, viva eternamente” y la presenta marcada por el complejo de Edipo como una “cautiva […] de un deseo cuyo camino ya no está o nunca ha sido trazado” (2007 199), Kristeva resalta el conflicto que se da entre una hija, Antígona, que vence a su madre, Yocasta, arrebatándole al hijo e incluso la capacidad de alumbrar, sustituyéndola. Más allá de ser un vehículo del deseo de la madre, Antígona es ahora la madre de un “discordant Oedipus, finally appeased in the form of a dead baby” (221).
Es Kristeva quien en su lectura de Antígona realiza algo más que un desplazamiento del mito de Edipo a la figura de Antígona. Kristeva abandona el modelo triangular propio del complejo de Edipo para entrar en un modelo -¿el “complejo de Antígona” ?-33 que atiende a una relación entre hermanos en la que “the maternal blood produces amorous and murderous identities because, like the blood these siblings are doomed to procreation and carnage, never one without the other” (219). Leer el mito de Antígona desde la relación con la invisible figura de Yocasta ayuda sin duda a una interpretación diferente fuera del mundo y lógica edípicos (cf. Pollock 67-117). Abandonar la lógica edípica supone atender a otra lógica relacional. Una lógica, la de los hermanos (siblings), que ya no se centra en el eje vertical de la relación del niño/niña con los padres, sino en una relación horizontal entre los hermanos (siblings) que provocarían otra dinámica psíquica y por ende otra construcción de la subjetividad individual y también colectiva.34 Dos cuestiones se plantean: la primera es hasta qué punto el mito de Antígona podría encajar en esa lógica, y la segunda, si esa lógica diferente terminaría o no con la condición masculina de la figura de Antígona que se ha mostrado a lo largo de estas líneas.35
Como hemos visto, el mito de Antígona ha dado pie a muchas Antígonas que siguen revestidas de ese manto de masculinidad que ha marcado su condición mítica. Incluso cuando se la lee como crítica de una visión del mundo y de una estructura social masculinas, la figura de Antígona sigue unida a la estructura del mito viril; estructura que las lecturas feministas no terminan de cuestionar en sus raíces. Atadas como estamos a una representación y lenguaje masculinos, se impone la necesidad de mantener una conciencia que se haga cargo de la paradoja y ambigüedad que eso conlleva. Paradoja que nos ata, pero que al mismo tiempo abre las posibilidades para el desplazamiento y apertura.