Introducción
Dos son al menos las preguntas que ninguna teoría justificatoria del castigo debería ignorar: por un lado, qué cosa está llamada a justificar (p1); y, por el otro, de qué modo ha de hacerlo (p2). Responder p1 implica delimitar el ámbito objetual de la indagación ético-filosófica. Responder p2, por su parte, implica delinear su compromiso metodológico. Dada la importancia de estas preguntas, difícilmente se encuentren teorías justificatorias del castigo no dispuestas a lidiar con ellas. Por cierto, la teoría consensual de la pena desarrollada por C. S. Nino no es la excepción.
Nino intentó abordar ambas preguntas, fundamentalmente en Los límites de la responsabilidad penal (LRP), su obra penal cumbre, aunque también en otros trabajos dispersos. A los efectos de responder p1, lo que hizo fue poner en correlación el castigo con “la extensa familia de medidas que implican la privación de derechos normalmente reconocidos, usando medios coactivos si es necesario, ejercida por instituciones oficiales” (Nino 1980 209). Obrando así, aparentemente Nino conseguía quitarse un gran peso de encima. O acaso ¿quién pensaría que las cuarentenas o las requisas de bienes en tiempos de guerra, claros representantes de aquella extensa familia de medidas, deberían someterse a escrutinios filosóficos profundos? (cf. ibd.) “Hasta un escolar -escribe- sostendría que tales medidas son justificables en tanto en cuanto ellas sean necesarias y efectivas para la protección de la sociedad en su conjunto” (ibd.). Esta suerte de intuición moral, aquí consagrada (o im1), para la que Nino halla verdadero respaldo empírico (cf. 2005 64), lo conduce a postular como principio justificatorio general un derivado directo del utilitarismo ético. Así, suponiendo que se satisfaga una serie de consideraciones prudenciales y de justicia, este es el principio (pr1) que postula como moralmente justificado privar de ciertos derechos a un individuo en procura de proteger a la sociedad de ciertos males o perjuicios.1
Semejante empresa justificatoria, sin embargo, enfrenta una objeción apremiante, deudora directa de una intuición moral que Kant recogió en la formulación de su Segundo Imperativo Categórico (cf. 4:429). Conocida con el nombre de Fórmula de la Humanidad, lo que esta intuición (o im2) expresa, es que ningún ser humano debe ser tratado solamente como medio, sino también como fin. Retomando algunos análisis llevados a cabo por Rawls y Nozick, Nino sostiene que, aún si llegara a demostrarse que la pena responde al principio utilitarista, respetándose las consideraciones de prudencia y justicia antes citadas, e incluso contando con la garantía de que ninguna persona inocente sea condenada con fines disuasorios, la objeción kantiana se mantendría en pie (cf. 1980 218-222). ¿Qué hacer, pues, para desactivarla? Su tesis es la que le otorga el nombre distintivo a su teoría penal:
El individuo que ejecuta un acto voluntario -un delito- sabiendo que la pérdida de inmunidad jurídica contra la pena es una consecuencia necesaria de su acto, consiente en esta consecuencia normativa, del mismo modo que un contratante consiente una consecuencia normativa que resulte del contrato y una persona que asume un riesgo consiente en perder la acción resarcitoria que de lo contrario tendría. (Nino 1980 233)
Este principio consensual (o pr2), independientemente de las variadas interpretaciones que ha motivado (cf. Zaffaroni 2005; Honderich 2006; Boonin 2008; Malamud Goti 2008; Imbrisevic 2010), se alzaría con la virtud de acoger la inquietud despertada por im2 para compensar la falencia justificatoria que una aproximación exclusivamente utilitarista a la práctica sancionatoria conlleva.
En cuanto a p2, la solución que Nino ensaya es un corolario directo de su respuesta a p1. Él abraza, imitando nuevamente a Rawls, la metodología o técnica del equilibrio reflexivo, la cual consiste, expresada en sus propias palabras,
en contrastar ciertos principios y teorías prima facie sólidos con intuiciones acerca de las soluciones justas para determinados problemas, revisando sucesivamente los principios que no dan cuenta de nuestras intuiciones más firmes y abandonando las intuiciones que no puedan justificarse en principios plausibles, hasta llegar a un equilibrio entre principios generales y convicciones particulares. (Nino 1980 32)
Como se adivinará, esta es justamente la técnica a la que apela Nino para poner en correlación las intuiciones morales im1 e im2 con los principios morales pr1 y pr2 recién descritos. Desde luego, ni unas ni otros son los únicos que habrán de citarse llegada la hora de ensayar una justificación integral de la institución sancionatoria. Existen intuiciones y principios de otro calibre, como los vinculados a problemas específicos; tal es el caso de las actitudes mentales que deben requerirse para asignar responsabilidad penal, el de cómo ha de tratarse la imprudencia o la negligencia, o el de la punición de la tentativa, por ejemplo (cf. Nino 1980 27). De cualquier modo, Nino parece convencido de que este doble binomio de intuiciones y principios es perfectamente capaz de sostener al resto del edificio jurídico-penal, proporcionándole un encuadre y una coherencia normativa que no se hallarían presentes en otras teorías justificatorias.2
Hasta aquí he pretendido realizar una reconstrucción de la teoría consensual de la pena que refleje su estructura interna con la mayor fidelidad posible. De aceptarse, y solo en tal caso, ella nos dará pie para presentar el objetivo central que persigue el presente trabajo. Sin más preámbulos, digamos que este consiste en intentar demostrar que la coherencia o equilibrio, supuestamente alcanzados por la teoría, no serían más que una engañosa apariencia. Para ese fin, procederé de la siguiente manera: me valdré no ya de lo que Nino expresa explícitamente en LRP y en algunos de los trabajos afines a esta obra, sino de todo lo que puede derivarse implícitamente de ellos una vez que nos disponemos a leerlos a la luz de los principales presupuestos en los que descansa su teoría ética. Dos de los conceptos que desempeñarán un rol clave en este recorrido son, sin lugar a dudas, los de “protección social” y “autonomía”. El primero pertenece a la teoría penal de Nino. El segundo, en cambio, corresponde a su teoría ética. En la medida en que se vaya poniendo en evidencia de qué manera el primer concepto resultaría deudor del segundo, confío en que comenzarán a hacerse cada vez más claros una serie de desacoples internos que vician la argumentación de Nino y, en particular, desestabilizan la estrategia justificatoria correspondiente a su teoría penal. Mi intención excluyente consistirá en mostrar que la teoría consensual de la pena enfrenta una difícil encrucijada. Cuál sea el camino que le convenga tomar para salir indemne, sin embargo, es algo que solo podremos apreciar cuando lleguemos al final de este recorrido.
El significado ético de la fórmula de la humanidad
Comencemos centrando la atención en la intuición moral im2, consagrada en la Fórmula de la Humanidad. ¿Qué significado posee para Nino? La clave interpretativa viene dada por el modo en el que esta fórmula se hace corresponder con el principio moral pr2, punto neurálgico de la teoría consensual de la pena: tratar a alguien como fin significa ni más ni menos que tratarlo de acuerdo con lo que él decida o elija, siempre y cuando esta elección sea compatible con una elección similar en los demás. Ahora bien, ¿qué significa exactamente para Nino dispensar este trato a otro ser humano?
Puesto que LRP no ofrece demasiadas pistas al respecto, para elucidar este interrogante estamos obligados a remitirnos a las obras de filosofía moral del autor.3 Aquí convendrá ir por partes. Antes que nada, es necesario detenerse por un momento en el elemento primordial que caracteriza a la teoría ética de Nino, que no es otro que la denominada “práctica social del discurso moral”. Si no se comprende su importancia, será muy difícil entender qué significa que un ser humano merezca ser tratado en conformidad con pr2. Definida en EDH como “una técnica para convergir en ciertas conductas y en determinadas actitudes” (Nino 2007a 103), esta es precisamente la práctica de la cual Nino deriva todo el orden de razones que gobiernan nuestras relaciones intersubjetivas, permitiéndonos justificarnos de cara a los otros. En ce, a ella le adjudica no solo la función irremplazable de ampliar el conocimiento y permitir la detección de fallas de razonamiento, sino también la de “determinar la satisfacción del requisito de atención imparcial de los intereses de todos, bajo el presupuesto de que no hay mejores jueces de los intereses involucrados que los mismos afectados que participan en el proceso colectivo de discusión” (Nino 1989 105). Sin recurrir en última instancia a esta práctica, Nino piensa que ninguna decisión humana que tuviera repercusiones públicas o intersubjetivas -tal, por ejemplo, las decisiones que toman nuestros políticos y jueces- podría encontrarse justificada.
Luego de tomar distancia de un pensador como Habermas, para quien “la validez de los principios morales intersubjetivos está dada por el consenso efectivo que se logre en una discusión real que satisfaga ciertos presupuestos”(1994 169) -constitutivos de lo que él llama una “situación ideal de comunicación”-, Nino defiende una tesis epistemológica sobre el conocimiento moral según la cual “la validez de los principios morales sustantivos está dada por la satisfacción de los presupuestos, cualquiera que sea el consenso efectivo que se conforme en una discusión real” (id. 169-170). Estos presupuestos que conforman la práctica deliberativa de justificar acciones y decisiones, como también los llama, y entre los que figuran “las condiciones formales de generalidad, universalidad, superveniencia, publicidad y finalidad que todo principio debe satisfacer, el valor de la autonomía en la adopción de los principios y la imparcialidad que define la validez de los principios intersubjetivos” (Nino 1994 169-170), le permiten a Nino derivar por lo menos tres principios sustantivos que establecen un conjunto de derechos fundamentales. El primero es el principio de autonomía de la persona, que se opone al perfeccionismo y establece como valioso que cada uno se conduzca, sin interferencias ajenas, por los ideales de excelencia humana que le parezcan valiosos. El segundo es el principio de la inviolabilidad de la persona, que se opone a cualquier visión holística de la sociedad y proscribe reducir la autonomía de un individuo, por acción u omisión, en función de una ampliación de la autonomía del resto. Y, finalmente, está el principio de la dignidad de la persona, que aconseja tomar en cuenta el consentimiento de las personas como antecedente válido de la reducción de su propia autonomía, posibilitando así el manejo dinámico de los derechos.
Para Nino, además, “es distintivo de los principios morales el que ellos constituyen razones finales en la justificación de una acción: ninguna razón de otra índole puede prevalecer sobre ellas, y ellas desplazan a cualquier otra razón, cuando son aplicables” (2007a 111); a lo que añade:
Por cierto que puede haber razones prudenciales que justifiquen sin más una acción, pero cuando hay razones morales aplicables al caso, las razones prudenciales divergentes dejan de proveer justificación para la conducta. Hay quienes se sienten tentados a hablar de una justificación moral, otra jurídica, otra prudencial, etc., como si se tratara de justificaciones independientes de las acciones. Esto implicaría una desintegración del razonamiento práctico que frustraría el objeto de la pregunta acerca de la justificación de las acciones: alguien podría saber que su conducta no está justificada moralmente pero que sí lo está jurídica o prudencialmente, y no saber aún cómo, en definitiva, debe actuar. El razonamiento práctico presupone una jerarquización de razones que evita esa situación: las razones prudenciales justifican acciones solo cuando no son desplazadas por razones morales. (2007a 112)
Pues bien, volviendo ahora a retomar el hilo inicial de esta sección, debe decirse que solo el funcionamiento conjunto de esta tríada axiológica es el que posibilitará una explicación exhaustiva del significado que para Nino posee la Fórmula de la Humanidad. Recuérdese la manera en la que Nino había delimitado el ámbito objetual de su teoría justificatoria (p1): el castigo, de modo semejante a otros tipos de medidas, comporta una privación coactiva de derechos amparada en un propósito de protección social. ¿A qué equivale, entonces, la intuición moral im2? Sin dudas, a aquélla consagrada en “principio de inviolabilidad de la persona”, que es el que, al proscribir imponer a los hombres, contra su voluntad, sacrificios y privaciones que no redunden en su propio beneficio (cf. Nino 2007a 239), se encarga precisamente de desplazar a la razón utilitarista o prudencial aducida en favor de la pena. Por su parte, sobre pr2 tampoco puede haber dudas. Él encuentra su equivalente perfecto en el “principio de dignidad de la persona”, el cual “prescribe que los hombres deben ser tratados según sus decisiones, intenciones o manifestaciones de consentimiento” (id. 287) y, por ese preciso motivo, faculta a dejar de lado el principio de inviolabilidad cuando el sacrificio o privación que sufre el beneficiario de un derecho aparece como el producto de su libre consentimiento. Ergo, tratándose la acción en cuestión de la pena impuesta por el Estado, no habrá razonamiento justificatorio que salga bien parado si esta jerarquización de razones no se respeta plenamente.
Utilitarismo penal y teoría ética
¿Una relación complementaria?
Aunque todavía es temprano para ensayar un diagnóstico de las relaciones mutuas que podrían trazarse entre la teoría consensual de la pena y la teoría ética de Nino, las anteriores evidencias textuales parecen acercarnos a la idea de que efectivamente habría una relación, si no de equivalencia, por lo menos sí de complementariedad. No de equivalencia, cabe notar, porque los ámbitos objetuales sobre los que cada teoría proyecta su área cobertura son incomparables: así, mientras la teoría consensual está destinada a justificar el castigo estatal, la teoría ética ha sido pensada para cubrir la gama más variada de fenómenos, entre los cuales debería incluirse -desde ya- al propio castigo estatal. Sí de complementariedad, pareciera, por algo que se deduce del extenso pasaje antes citado. Nino divide el universo de razones justificantes de una medida o acción como la sancionatoria en un hemisferio prudencial y un hemisferio moral. Según esta distinción, cabría decir que la parte de la razón utilitarista que remite al propósito de protección social (im1) corresponde al hemisferio prudencial, al tiempo que la parte de la razón consensual (pr2) corresponde al otro hemisferio. Si esta división es plausible, podríamos calificar a la teoría consensual de la pena como una teoría que contempla un doble orden de razones: prudenciales y morales, oficiando la teoría ética de Nino de respaldo de estas últimas. La complementariedad, a fin de cuentas, estaría garantizada. No obstante, ¿resulta justificada esta impresión?
Todo depende, una vez más, de cómo delimitemos el ámbito objetual de la teoría penal, es decir: aquello que necesita ser justificado. Luego de asimilar el castigo a aquellas medidas que comportan una privación coactiva de derechos amparada en un propósito de protección social, Nino agregará -para matizar su posición- que si bien tal privación suele implicar una dosis de sufrimiento para quien la padece, “el sufrimiento que la pena implica es un efecto intencional del acto de recurrir a ella (ya que se lo persigue como fin o como medio para otro fin)” (Nino 1980 203). Esto no ocurre con otras medidas coactivas impuestas por el Estado, que “también producen habitualmente sufrimiento y efectos desagradables para sus destinatarios”, aunque lo hacen como quien genera un subproducto o efecto no deseado (cf. ibd.). Como sea, el interrogante se abre a propósito de qué es lo que genera y/o define este sufrimiento. En principio, no parecería tratarse de un mero padecimiento físico o psicológico, pues sabemos que Nino ha excluido de antemano de su análisis cualquier forma de tormento. Consecuentemente, debe estar relacionado con la misma privación de derechos que el castigo vehiculiza. Lo que resta definir, pues, son los tipos de derechos cuyo cercenamiento resulta prima facie admisible.
Supongamos ahora que Nino hubiera sido explícito en proclamar que el castigo consiste específicamente en la privación de la libertad ambulatoria, una de las modalidades sancionatorias más universalmente reconocidas. El derecho a moverse sin restricciones, contenido sustantivo de la autonomía personal, podría verse limitado total o parcialmente siempre y cuando hubiera razones apremiantes para dicha limitación y su titular la hubiera consentido.4 ¿Pero qué cuenta como una razón apremiante? Adviértase que la formulación de esta pregunta nunca acontece en un vacío normativo sino en el contexto de un sistema jurídico que se supone debidamente codificado y satisface ciertos estándares de justicia. El caso es que allí, salvando las dificultades legislativas, procesales o probatorias que pudieran presentarse, llegada la hora de justificar el diseño y la aplicación de una medida sancionatoria, no habrá razón apremiante que no sea, o bien prudencial, o bien moral. Pensemos, sin embargo, que a fin de que el hemisferio prudencial de la teoría consensual resulte complementario con respecto a su par moral, solo la primera opción resultará admisible. Por el contrario, si la razón para limitar la autonomía de una persona fuera susceptible de elucidación en términos morales, la pretendida complementariedad daría paso a una superposición de ámbitos de cobertura, con lo cual la totalidad del objeto prefigurado por la parte utilitarista de la teoría consensual de la pena se disolvería al servicio del área objetual gobernada por la teoría ética.
¿Un equilibrio reflexivo inestable? A propósito de los conceptos de protección social y autonomía
Antes de comprender de qué manera la superposición de dos realidades objetuales tan distintas representaría un problema para la teoría penal de Nino, debe explicarse si la idea de que una razón moral pudiera ser la encargada de justificar por sí sola una medida sancionatoria -o, por lo demás, cualquier medida privativa de derechos- conserva algún sentido reconocible.
Afortunadamente, la literatura filosófica reciente ha explotado con gran éxito esta idea. John Rawls, por ejemplo, sostuvo que la razón para defender un determinado arreglo institucional que desfavorezca a ciertos individuos no ha de buscarse en los beneficios agregativos que él podría redundar para el mayor número de personas. Debería buscarse, por el contrario, en el mayor beneficio posible de los que salgan de él menos favorecidos. A juicio de Rawls, sin embargo, la razón definitiva no es proporcionada por la idea de beneficio que se refleja en el principio anterior -denominado principio de la diferencia (cf. 1999 392)- sino por las condiciones procedimentales que tornan a dicho principio en un principio racionalmente elegible por todos los posibles afectados (cf. 1971 §3 y §4; 1980 523 565). Casualmente, tal es la razón que representa una auténtica razón moral. Otros filósofos contemporáneos, como Thomas Scanlon, se las ingeniaron para desarrollar planteos similares, intentando desacoplar la idea de beneficio de la idea de razón. Por supuesto que obtener beneficios o no salir perjudicados de la adopción de una medida puede proporcionar -según el propio Scanlon reconoce- una razón en favor de la misma (cf. 1998 216). Sin embargo, a menudo no será lo que proporcione la razón definitiva. En su lugar, lo que debe garantizarse es que dicha medida sea justificable frente a otros sobre la base de presupuestos que nadie pudiera rechazar razonablemente (cf. Scanlon 218). Y aquí, al decir de Scanlon, puede que consideraciones no necesariamente vinculadas al bienestar personal, como las que apelan a valores impersonales, por ejemplo, sean las definitivas (cf. Scanlon 1998 218).
Como fruto de estos esfuerzos, hoy no solo sabemos -como constataba Nino- de qué modo la típica razón prudencial de cariz utilitarista puede ceder ante una razón moral, sino que también sabemos de qué modo una razón moral podría justificar una decisión sin necesidad de apelar a razones de otra índole. El paso que dimos en la sección §2 consistió en reinterpretar la Fórmula de la Humanidad que Nino cita en su teoría penal en los términos proporcionados por su teoría ética. A continuación, el paso que daremos consistirá en mostrar que el principio de protección social que forma parte inescindible de la teoría consensual de la pena también puede interpretarse en términos similares. De resultar plausible, esta demostración indicaría que existe, sin más, una razón moral apremiante para justificar la imposición de una sanción; de lo cual podría inferirse, a su vez, que la parte más característica de la teoría consensual -i.e., el principio pr2 que recoge la fórmula kantiana- ya no sería necesaria en tanto fuente definitiva de justificación.
En LRP, Nino se refiere en numerosas ocasiones al propósito de protección social que cabe imputarle a la institución penal y justifica su existencia. Aunque el lenguaje que allí emplea resulta un tanto vago o impreciso, nunca deja de reconocer que hablar de protección “indudablemente requiere valorar qué es lo que merece ser protegido y qué es lo que puede sacrificarse en su lugar” (Nino 1980 210). El segundo objeto de este juicio de valor consiste, como ya hemos visto, en la “privación coactiva de derechos” que el castigo trae consigo (ibd.), lo cual define precisamente su naturaleza negativa o sacrificial. ¿Qué será, no obstante, lo que merece ser protegido? Razonando a contrario, todo parece indicar que se trata del concepto de autonomía.
Cierto es que a lo largo de LRP esta noción apenas si se menciona. En el índice analítico que cierra la obra, la palabra autonomía brilla por su ausencia, sin siquiera figurar en el listado de palabras que acompañan a la noción general de principio. Excepto en aquellas ocasiones -nada infrecuentes, por cierto- en que Nino se refiere al principio de dignidad personal y a la fórmula kantiana, o quizá también cuando habla de “autodeterminación” (cf. Nino 1980 328-329), una manera un tanto indirecta de invocar la autonomía, su omisión es manifiesta. Por todo ello, bien cabría decir que el concepto de autonomía dista de detentar en LRP la posición que luego terminará adquiriendo en obras posteriores. Nada autoriza a concluir, sin embargo, que el concepto no se halle jugando allí un rol determinante.
En mi opinión, a menos que apelemos explícitamente al concepto de autonomía y al principio moral en él fundado, el “principio liberal de autonomía de la persona” -según Nino lo denomina (cf. 2007a 199)-, nunca llegaremos a comprender en qué consiste lo malo contra lo cual la institución del castigo nos preservaría y en qué consiste lo bueno a lo cual ella nos acercaría. Desde luego que el concepto de autonomía y el principio en él fundado poseen una formulación compleja, altamente cambiante, en la trayectoria intelectual del autor. En sus orígenes, como lo muestra “Libertad, igualdad y causalidad”, un ensayo de 1984, este principio liberal
establece que es valioso que los individuos elijan libremente sus propios planes de vida y modelos de virtuosidad personal y que, en consecuencia, el estado (y otros individuos) no debería interferir con tal elección, y debería limitarse a la adopción de medidas que faciliten la promoción por parte de los individuos de sus planes de vida, en ausencia de interferencia mutua. (Nino 2007b 56)
En este mismo ensayo, Nino defiende una concepción objetiva y monista del bien, según la cual “la autonomía de elegir y materializar planes de vida es valiosa en sí misma, más allá de cualquier preferencia subjetiva de las personas por tal autonomía” (2007b 58). Esto es lo que da sustento, expresa a continuación, a la idea de que “el criterio fundamental que debe ser tenido en cuenta por terceros -como el Estado- para favorecer algunos planes de vida sobre otros es la preferencia subjetiva de la persona de cuyo plan de vida se trate” (ibd.). En contraposición a lo manifestado en este ensayo, Nino comprobará algunos años más tarde no solo por qué simples hechos como las preferencias no pueden proveer razones para justificar acciones o decisiones, sino también por qué el Estado no puede ser insensible al costo de satisfacción de las distintas preferencias individuales. Más aún, frente a un enfoque que prescribe que los individuos deben ser tratados igualitariamente en la dimensión que toma en cuenta el resultado del ejercicio de autonomía (con la consecuencia de que cualquier elección preferencial, siempre que sea autónoma, debería ser protegida), Nino defenderá un enfoque que prescribe tomar en cuenta la creatividad de los individuos para conducir su vida de acuerdo a los recursos disponibles. La autonomía, dirá Nino en “Autonomía y necesidades básicas” -un ensayo de los años 90-, “es parte de una concepción más amplia del bien personal”, la autorrealización, conformada por ciertas condiciones o prerrequisitos que tienen que ver con los recursos para satisfacer las necesidades básicas (2007c 108).
Más allá de las variaciones que el concepto de autonomía fue experimentando con los años hasta adquirir finalmente la consabida articulación igualitarista de cariz rawlsiano, lo importante de todo esto estriba en apreciar por qué su significado nuclear debía permanecer incólume. A mi juicio, este significado se da por la función que el concepto siempre desempeñó a la hora de determinar sobre qué bienes actúan los derechos cuya función es proteger a sus tenedores, así sea de las medidas que persiguen algún objetivo colectivo, como de las acciones de terceros que pudieran llegar a perjudicarlos. El principio de autonomía, dice Nino en EDH, “permite identificar dentro de ciertos márgenes de indeterminación, aquellos bienes sobre los que versan los derechos cuya función es ‘atrincherar’ esos bienes contra medidas que persigan el beneficio de otros o del conjunto social o de entidades supraindividuales” (2007a 222-223). Y agrega que esos bienes -entre los que menciona, por ejemplo, la libertad de realizar cualquier conducta que no perjudique a terceros, la vida consciente, la integridad corporal y psíquica o las libertades de expresión y asociación- “son indispensables para la elección y materialización de los planes de vida que los individuos pudieran proponerse” (ibd.).
De la provisión de estos bienes -continuará -emerge como un bien de segundo nivel el de la seguridad personal, o sea el de no verse privado de los bienes anteriores -sobre todo la vida, la integridad física y mental y la libertad de movimientos -por actos arbitrarios de autoridades. (Nino 2007a 222-223)
Dos capítulos más adelante, el autor explica en qué condiciones esa privación no es arbitraria, a saber: “cuando un daño o sacrificio ha sido querido o consentido por el individuo que lo padece” (ibd.). En virtud de lo ya señalado, se adivinará que el principio aquí operante consiste en el principio de dignidad de la persona, cuyo funcionamiento ha de estar supeditado, según también ya se viera, a la necesidad de que el “marco de prohibiciones, obligaciones, responsabilidades y derechos establecidos por el orden jurídico” sea justo (cf. ibd).
Ahora bien, lo realmente notable del caso es que, de acuerdo con Nino, solo puede ser justo un ordenamiento que satisfaga, al menos en cierto grado, los desidarata nacidos del mismo principio de autonomía. Semejante constatación resulta notable porque ella nos fuerza a rever la necesidad de apelar al principio de dignidad para justificar moralmente la afectación de la seguridad personal cuando esta sea una medida efectiva y necesaria en pos de un propósito de protección social. Y resulta más notable aún si tenemos en cuenta que el argumento tendiente a mostrar lo innecesario de este principio ha sido desarrollado por el propio Nino. Dos clases de liberalismo concitan su atención en EDH: un liberalismo holista, orientado al incremento de la autonomía global de un grupo como si se tratara de un solo individuo; y un liberalismo conservador à la Nozick, el cual pretende que la autonomía se distribuya espontáneamente. En contra de ambas clases de liberalismo, Nino defiende lo que allí denomina un liberalismo genuinamente igualitario, consistente en “maximizar la autonomía de cada individuo por separado en la medida en que ello no implique poner en situación de menor autonomía comparativa a otros individuos” (2007a 344-345). Y luego acota:
La política de maximizar la autonomía de cada individuo siempre que no se haga a costa de una menor autonomía comparativa de otros individuos, al mismo tiempo que satisface el principio de autonomía propendiendo a la expansión de esta, no lo hace en desmedro del principio de inviolabilidad al no permitir el sacrificio de ciertos individuos en beneficio de otros. Esto es así porque yo trato a otro como un mero medio para mis propios fines solo cuando mis actos hacia él implican que yo le reconozco menos autonomía de la que reclamo para mí. En cambio, yo no utilizo a otro como un instrumento cuando dejo de reconocerle un grado de autonomía de que él solo podría gozar si yo u otra persona tuviéramos menos autonomía que él. ¡En este caso yo me estaría usando a mí mismo, o estaría usando a la tercera persona, como un mero medio! (2007a 345)5
Lamentablemente, Nino no aclara cómo interpretar la expresión “dejar de reconocer”, con lo cual el sentido cabal que posee el pasaje no alcanza a emerger de las sombras. De cualquier modo, la comprensión ensayada aquí de la Fórmula de la Humanidad no parece encajar con la idea de consentimiento consagrada por el principio de dignidad personal. Es más, tampoco parece hacerlo con la manera en la que este principio es utilizado para censurar la justificación utilitarista de la pena. Así, mientras el error por el que antes censuraba al utilitarismo penal constituía un derivado directo de la intuición moral capturada en la Fórmula de la Humanidad, el error por el que ahora se lo censura ya no tiene que ver con la utilización de otras personas como medios, sino una cuestión más general -autorreferencial en sentido amplio, si se quiere- vinculada a lo que está permitido hacernos a nosotros mismos cuando los otros vulneran nuestra autonomía.
Si el mal, perjuicio o sufrimiento que mediante el castigo se inflige sobre una persona es definido como tal -esto es, en tanto que mal- solo porque con él se sacrifica al menos una parte de su autonomía, luego, en tanto y en cuanto ese mal sea equiparable a un dejar de reconocerle a ese destinatario un grado de autonomía del que solo podría gozar si yo u otra persona tuviéramos menos autonomía que él, ya no importará que, en primera instancia, el castigo haya recibido una justificación de cariz prudencial o utilitarista. O, para decirlo de otra manera, aunque esto siguiera importando y la pena todavía cumpliera una función preventivo-general o preventivo-especial, los reparos morales que se desprendían de la intuición im2, contracara del principio pr1, parecen haber desaparecido. Al contrario, lo que parece haber es una intuición moral diferente, que no solo nos llama a maximizar nuestra autonomía individual, sino que, por lo visto, censura cualquier omisión que evite hacer lo necesario en pos de preservar nuestra autonomía comparativa. Por mor de la conveniencia notacional, llamémosla de aquí en más im4.
Decididos a respaldar im4, es posible que la institución sancionatoria sea lo único que tengamos a disposición, independientemente de las razones -filosóficas o históricas, lo mismo da -que explican este fenómeno. También es posible que en el proceso de conseguir que im4 se plasme en la práctica, el utilitarismo sea el único capaz de proveer mecanismos realmente transparentes de acción. Pero si esto es así, entonces el principio utilitarista pr1 no solo parece responder a la intuición original im1 en torno a la sanción, sino, antes bien, a la intuición más general im4. Luego, a fin de refrendar la posición que define de modo esencial a su teoría consensual, habrá de garantizarse al menos que entre la intuición im4, la intuición im2 y el principio moral que respalda esta intuición, es decir, pr2, se instaure una relación de equilibrio reflexivo. ¿Hay motivos para esperar semejante relación? En principio, parecería que no, porque mientras sea el principio de autonomía (o pr4, digamos) el que defina el propósito de protección social consagrado en pr1, respaldando así a la intuición im4, no habrá razón alguna para pensar que una intuición como im2 podría estar siendo vulnerada. Si im2 no corre riesgo alguno, ¿por qué apelar al pr2 e introducir la noción de consentimiento como razón justificatoria final para aplicar una sanción?
Consecuencialismo y teoría ética. Derivaciones interpretativas
El motivo principal que explica el paradójico resultado hasta aquí alcanzado tal vez obedezca al hecho de que no se haya encontrado todavía un bien o valor que sea capaz de retraducir la noción de protección social de manera tal que pr2 no sea condenado a la irrelevancia moral. ¿Constituye, pues, la autonomía el único bien que caracteriza a la teoría ética de Nino? ¿Reconoce esta teoría otro u otros bienes relevantes? En esta sección intentará mostrarse que aún si no existe ese bien que re-signifique la noción de protección social que Nino presupone en LRP como la primera condición justificante del castigo, hay un bien alternativo al de autonomía que podría brindar una salida de la paradoja. En “Autonomía y consecuencias”, M. Farrell se atrevió a abordar esta difícil cuestión. Nino, según Farrell, siempre le adjudicó a la autonomía un valor supremo. Sin embargo, esto no significaba que para él la autonomía fuera el único bien a maximizar. A juicio de Farrell, la teoría ética de Nino sería compatible con un consecuencialismo pluralista en el que la autonomía estuviera incluida solo como uno de los bienes a maximizar (cf. 2004 82). Farrell no se detiene a analizar detalladamente qué otros bienes podría incluir el consecuencialismo de Nino, aunque menciona como ejemplos posibles de un consecuencialismo así concebido, además de la autonomía, los valores de la felicidad y el conocimiento. Siguiendo a Nagel, Farrell distingue entre “razones agencialmente neutrales” y “razones agencialmente relativas”. Las primeras son aquellas que nos exigen aspirar imparcialmente al bien intrínseco, pudiendo valer por tales bienes precisamente cualquiera de los que acaban de mencionarse.
Las segundas abarcan las razones de autonomía y las deontológicas: las primeras, según él las define, emanan de deseos, proyectos, compromisos y lazos personales del agente, y su importancia se deriva del hecho de que estos deseos, proyectos y compromisos contribuyen al carácter del agente;6 las segundas, en cambio, derivan de la exigencia de no maltratar a otras personas de determinadas maneras (cf. Farrell 82-83).
Sobre la base de estas distinciones, hagamos de cuenta que la teoría ética de Nino, fundada sobre el concepto de autonomía, sea compatible -como dice Farrell- con un consecuencialismo no ortodoxo, esto es, con un tipo de consecuencialismo que, “sin rechazar las razones agencialmente neutrales como base del cálculo consecuencialista, desagrega las razones agencialmente relativas de autonomía” (Farrel 87). ¿Qué otro bien podría otorgar una razón agencialmente neutral para justificar la institución penal sin tornar irrelevante el consentimiento del individuo? ¿Debe existir un bien así? ¿Acaso no es posible que haya un bien que, a pesar de no acoplarse al valor de la autonomía personal, igualmente pueda aportar una razón agencial relativa para evitar que alguien sea maltratado de cierta manera? Aunque Farrell no alude a esta opción, Nino habría alcanzado a entreverla con total nitidez.
Expuesta grosso modo, la clave viene dada por el principio que en EDH Nino define como “hedonista” y “según el cual el placer y la ausencia de dolor son prima facie valiosos” (Nino 2007a 227). Este principio, sostiene Nino con cierta oscilación, sería capaz de ofrecer una fuente de valor independiente del principio de autonomía, una fuente sin la cual no sería posible entender la importancia que poseen los denominados bienes hedonistas -básicamente, “verse libre de dolor y tener la oportunidad de sentir placer” (ibd.), esto es: en esencial aquellos bienes que serían irreductibles a los recursos que el principio de autonomía reconoce como contenido de los derechos. Entiéndase que la vía que abre el principio hedonista no está destinada a proveer una justificación de la pena que sea independiente del concepto de autonomía. Este concepto, junto con el principio de protección social (pr1) que en él descansa, seguirán desempeñando sus roles originarios. En realidad lo que esta vía parece abrir en su lugar es la posibilidad de que el principio moral pr2, núcleo sustantivo de la estrategia consensualista de Nino, conserve un espacio. Sabido es que cuando alguien es sometido a una sanción jurídica, además de sufrir el menoscabo de ciertos derechos, también sufre, como producto de este menoscabo, la inflicción de dolor. La pena constituye, como lo vio el propio Nino apoyándose en Feinberg (1980 205), un símbolo de la desaprobación que suscita la conducta del ofensor, y es esta desaprobación expresada la que resulta dolorosa para su destinatario. Puesto que, según ya se ha visto, la restricción que la pena produce en la autonomía de su destinatario no necesita recibir su beneplácito para encontrar justificación, ¿no podría ser entonces que este beneplácito fuera necesario para justificar el padecimiento al que se lo somete?
Hay, en efecto, una tentación irresistible a interpretar la exigencia consensual en esta dirección. El principio hedonista captura una intuición moral bastante extendida entre nosotros (llamémosla im5) que no solo no se opone a pr1, sino que resulta conciliable con pr2. Desafortunadamente, si aquí se trata de guardar fidelidad a las intenciones declaradas del autor, debe decirse que nada podría alejarse tanto de las mismas como una interpretación semejante. La noción de consentimiento que Nino presupone en su fórmula, más allá de las dos notas distintivas -a saber: la voluntariedad de la acción delictiva y el conocimiento de parte de su autor de las consecuencias normativas que esta traería aparejadas- que dan cuenta de su aspecto expresivo, posee un contenido semántico por demás reducido. Nino es absolutamente transparente en este punto: consentir una pena de ninguna manera implica aceptar la pérdida de libertad que esta implica o su mensaje de reprobación. Consentir una pena tan solo implica renunciar a una inmunidad, que no es sino el derecho que alguien tendría para demandar de parte de las autoridades estatales una suerte de resarcimiento o compensación por ser privados de cierto derecho (cf. Nino 1980 233). Cuando alguien comete un acto delictivo de manera voluntaria, siendo consciente de las consecuencias normativas que este trae consigo, lo que esta persona hace no es ni más ni menos que ceder ese derecho. El consentimiento, pues, no versa sobre el dolor que el individuo padece. Pero tampoco versará sobre ningún otro bien que pudiera encontrarse en juego.
Un instructivo ejercicio indagatorio podría ensayarse aquí para terminar de comprender por qué razón Nino se empecina en dotar a su noción de consentimiento de un significado tan reducido. Por ejemplo, ¿por qué para él un individuo no podría renunciar a su libertad ambulatoria o a su bienestar psíquico, suponiendo que estos sean dos de los bienes que irremediablemente se pierden con la sanción? La razón por la cual un individuo no puede renunciar a estos bienes simplemente se debe a que no tiene la potestad normativa para hacerlo. Desde el punto de vista fáctico, las capacidades con las que cuenta un individuo son evidentes. Si uno goza de cierta salud, por ejemplo, podrá hacer muchas cosas a fin de reducir su libertad ambulatoria: desde amputarse las piernas hasta mudarse a una localidad superpoblada. Pero es desde el punto de vista normativo que ciertos cursos de acción nos están vedados. Así, suponiendo que uno fuera declarado culpable de una acción delictiva, es la autoridad estatal la única en condiciones de ordenar mi detención, básicamente porque detenta una potestad normativa de la que yo carezco. Por eso es que al momento de concebir a qué equivale el consentimiento a la sanción, Nino es sumamente cuidadoso: quien comete un acto delictivo, renuncia mediante este acto a la única potestad normativa que le ha sido conferida, referida a “las acciones, que de otro modo tendría, para obtener compensación o querellar criminalmente a los funcionarios por la privación de derechos que la pena supone” (Nino 1980 232-233).
Ahora bien, siendo esta la única interpretación que le corresponde a la fórmula consensual, el motivo de insatisfacción cae de maduro. Después de todo, la empresa justificatoria en la que nos embarcamos desde un comienzo consistía en ofrecer razones morales que permitieran entender tanto el sufrimiento como la privación de derechos que el castigo conlleva. Pero lo único que ahora aparece como digno de justificación es esta clase de inmunidad normativa a la que se renunciaría de manera voluntaria. De pronto, el ámbito objetual (p1) se reduce considerablemente. De por sí, el hecho de que la justificación del castigo presuponga esta renuncia no es un motivo de alarma. Es más, probablemente es cierto que tal cosa sea, en efecto, lo primero que expresa el acto delictivo. Sin embargo, lo que aquí parece plasmarse es -para decirlo a la manera de Honderich- una segunda acepción de “consentimiento” [consenting in a secondary sense], que tiene más que ver con una manifestación voluntaria del delincuente en torno a lo que sería una condición necesaria de su castigo, que con un acto de voluntad dirigido a la misma pena que se le hará efectiva (cf. 2006 52).
Reflexiones finales
En el presente trabajo he intentado realizar una aproximación a la teoría consensual de la pena que Nino desarrolla en LRP, sobre la base de los principales lineamientos contenidos en su teoría ética. Tal como han quedado las cosas, la teoría consensual parece enfrentarse a una doble encrucijada: i) abrazar un consecuencialismo monista -centrado en la noción de autonomía- que provea de razones agencialmente neutrales para justificar una medida (sancionatoria, se entenderá), aunque desplazando definitivamente del plano justificatorio a la noción de consentimiento; ii) o bien, inclinarse por un consecuencialismo pluralista que, incorporando otros bienes -como los proclamados por el principio hedonista- al ámbito evaluativo, sea capaz de proporcionar razones agencialmente relativas que justifiquen en última instancia la apelación al consentimiento.
A estas dos opciones, quizá convendría sumar una tercera, consistente en resignarse a dejar las cosas tal como están, manteniendo incólume el concepto de protección social como aparece en LRP, con toda la indefinición que lo caracteriza. Aunque esta opción no fuera mencionada siquiera en el desarrollo de mi trabajo, personalmente pienso que no hay demasiado para decir a su favor. En cierto sentido, nos compelería a hacer de la teoría penal de Nino algo equivalente a una pieza de museo, y no creo que tal cosa sea lo que un autor de su inmensa envergadura intelectual hubiera deseado de sus intérpretes. En cuanto a la opción i), baste decir que ella le representa a la teoría penal de Nino un costo tan alto que debe ser descartada de plano. ¿Qué hay, sin embargo, de la opción restante (ii)?
Por razones de espacio, aquí no puedo detenerme a analizar todo lo que debería desecharse de la noción de consentimiento tal cual Nino la concibió si esta noción hubiera de jugar un rol efectivo en una teoría justificatoria del castigo (cf. Malamud Goti 2008 227-255; Boonin 2008 156-171; Parmigiani 2013 y 2017). Una nota excluyente de la misma, no obstante, merece traerse a colación. Cuando Nino se refiere a la actitud subjetiva que debería constatarse en el ámbito penal para que la aplicación de una medida sancionatoria halle justificación, la expresión que emplea es, desde luego, la de consentimiento. Ahora bien, cuando se dispone a analizar si dicha actitud se corresponde con aquélla que típicamente opera en el ámbito del derecho contractual, aclara que la noción de consentimiento empleada no tiene más que un significado estipulativo (cf. Nino 1980 228).7 ¿Pero no se parece esto a ensayar un “mero esquema notacional” para reinterpretar nuestras conductas delictivas, más que a ofrecer una razón auténticamente normativa, que sería lo apropiado en el actual contexto justificatorio?
Las dudas se acrecientan aún más en función de que la misma noción de consentimiento que suele justificar en el ámbito contractual la desposesión de un recurso por parte de su detentor no tendría ningún valor si ella no constituyera, de uno u otro modo, una manifestación del conocimiento personal que este posee de sí mismo, así como de sus valores, gustos, preferencias, intereses o elecciones auténticas (cf. Barnett 1992; Malamud Goti 2008 254-255). Excluida esta dosis de realismo agencial, digamos, no hay nada que explique lo que H. Hurd denominara alguna vez “la magia moral de consentimiento” [the moral magic of consent] (cf. 1996). Lamentablemente, esta misma exclusión es la que explicaría por qué la teoría penal de Nino ha tendido a mostrarse tan monolítica e inerte desde el punto de vista justificatorio.