Julius Müller (1801-1878) fue un teólogo protestante alemán cuya actividad académica se desarrolló en las Universidades de Göttingen, Marburgo y Halle. Su libro, en dos volúmenes, titulado La doctrina cristiana del pecado, publicado en 1839/1844 en Breslau (Breslavia), hoy Polonia, fue considerado por el teólogo reformado, Karl Barth, como lo mejor que se había escrito sobre el tema.
Para nadie es un misterio la importancia que el concepto de maldad 'das Böse' tiene para el cristianismo como punto neurálgico de sus doctrinas; importancia que vino a potenciarse, en cierto sentido, con el acento puesto por la doctrina luterana, al señalarlo como tema neurálgico de la revelación de Dios en Cristo. Ahora bien, si para la teología cristiana es fuente de cruciales discusiones sobre el sentido del designio redentor de Dios en Cristo, sus consecuencias se extienden también al campo mismo de la filosofía, en tanto la idea de pecado, que implica la idea de una voluntad humana capaz de querer lo malo, es decir, aquello que por su misma naturaleza es lo no deseable, no solamente resulta inaceptable para la razón pura, para hablar en términos kantianos, sino que implica una concepción radicalmente novedosa del ser humano.
En efecto, mientras que, para la antropología naturalista de raíces griegas, fundamentada en la mera razón, la voluntad humana no puede ser más que una facultad apetitiva al servicio del intelecto, de modo que obra en realidad únicamente cuando sigue sus dictados, la antropología cristiana, por el contrario, invierte esa relación, considerando que es el intelecto el que está al servicio de la voluntad. Esto, ya que la voluntad no solamente es libre cuando obra siguiendo los dictados del intelecto, sino que lo sigue siendo, y casi que más radicalmente, cuando se opone a ellos. No es difícil ver, entonces, cómo el concepto de voluntad, y por consiguiente de pecado, que según muchos comentaristas estuvo ausente del pensamiento griego, y que hoy de nuevo parece hallarse en vías de extinción, forma parte fundamental de la raíz misma de la cultura occidental, hallándose presente en los grandes problemas que la atraviesan, aunque no siempre se tenga conciencia de ello.
El texto de Müller analiza en forma minuciosa dichos problemas, por supuesto que desde una perspectiva teológica o, como dice él, de teología filosófica, buscando presentar la doctrina cristiana en toda su complejidad, con las inevitables consecuencias y problemas para la antropología que ella conlleva. Si en algún lugar la teología y la filosofía se encuentran y se contraponen, es precisamente en lo que respecta a la concepción de la libertad humana. Tal vez en ningún otro lugar las divergencias y convergencias entre estas dos formas de pensamiento salen a relucir con tan diáfana claridad. De ahí el interés, para quienes desde la filosofía analizan la acción humana, de conocer la opinión de la teología, sobre todo la teología protestante. Cabría decir que ha sido la idea de pecado y la concomitante conciencia de culpa las que le han introducido una verdadera fuente inagotable de problemas a la antropología filosófica; Spinoza diría que se trata de problemas inútiles.
Para situar el texto que he considerado interesante traducir al español, presentaré una visión global del libro de Müller. Esto permite ver el contexto dentro del cual emprende su evaluación de la doctrina kantiana acerca de la maldad.
El libro se compone de dos tomos. El primero de ellos está compuesto, a su vez, por dos partes. En la primera de ellas se analiza la realidad del pecado: su esencia o naturaleza, y la cuestión acerca de la imputación y el sentimiento de culpa. En la segunda parte se pasa revista a las cuatro principales teorías que se han presentado para explicar el origen del pecado. Este ha sido visto: a) como una imperfección metafísica de los seres humanos; b) como la consecuencia de su carácter sensible; c) en el caso de Friedrich Schleiermacher (1768-1834), se lo ha identificado con la conciencia de culpa; d) finalmente, se lo ha interpretado como una de las oposiciones que configuran la vida individual debidas a la composición dialéctica del universo. Müller sitúa la interpretación kantiana en el segundo grupo, mostrando las contradicciones que parecen derivarse de allí.
LA RELACIÓN ENTRE LA CONCEPCIÓN DE KANT ACERCA DEL ORIGEN DE LA MALDAD1 Y LA DEDUCCIÓN DE ESTA A PARTIR DE LA SENSIBILIDAD ANEXO (1867)
JULIUS MÜLLER
[464]2 Así como la deducción de la maldad a partir de la sensibilidad se halla profundamente arraigada en toda la cultura del siglo pasado [s. xvii], permeando sus formulaciones y su pensamiento, tal deducción ha considerado con frecuencia encontrar su expresa confirmación [465] en el producto más destacado de dicho pensamiento en el ámbito de la filosofía, a saber, en el criticismo kantiano. A primera vista este juicio parece estar plenamente justificado. ¿Acaso no nos dice Kant una y otra vez que la maldad consiste únicamente en la máxima torcida de someter la ley de la razón práctica a los impulsos sensibles, de establecer, como condición para el cumplimiento de la ley, la satisfacción de las inclinaciones sensibles, que él considera subjetivamente bajo el concepto de amor propio y, según su objeto, bajo el concepto de felicidad? ¿Y acaso no es para él la libertad del ser humano otra cosa que la capacidad de determinarse a obrar con independencia de todos los impulsos sensibles, más aún, en contraposición a ellos, únicamente mediante la representación de la ley de la razón práctica? ¿No es para él la libertad como tal igualmente, junto con esa forma precisamente de una ley universal a la que ella está esencialmente adherida, lo único que puede saberse de la esencia inteligible del ser humano, y esto únicamente hasta donde sea necesario para el interés práctico? Según esto, si la maldad no puede tener para nada su fundamento en la libertad, absolutamente no puede tenerlo en el ser inteligible del ser humano, ¿qué otra cosa queda sino deducirla de la sensibilidad misma?
Lo anterior, desde este punto de vista, difícilmente puede llevarse a cabo si no es buscando el origen de la maldad en un impedimento que la naturaleza sensible del ser humano le pone a su esencia espiritual y a la manifestación de esta en el mundo fenoménico, por consiguiente, desde el otro punto de vista, en una incapacidad del carácter inteligible del ser humano para manifestarse claramente en el mundo empírico. Con esto concuerdan muy bien muchas formulaciones en la Crítica de la razón práctica y en la Fundamentación para la metafísica de las costumbres; más aún, en los Principios metafísicos del derecho [466] se considera expresamente como una incapacidad la posibilidad de apartarse de la legislación interior de la razón, y se descarta cualquier deducción de ello a partir de la libertad.3 Ahora bien, es claro que con ello la maldad se reduce a una mera privación, así como en Leibniz, y se reduce en verdad de tal manera que, así como en este último su origen propiamente tal lo tiene en la imperfección metafísica de la criatura, en Kant lo tiene en la incapacidad de esta para manifestar claramente su carácter inteligible en su existencia empírica, al estar condicionada temporal y espacialmente, -con lo cual, en la evaluación de la verdadera vida, resulta inevitable la disolución de la oposición entre lo bueno y lo malo en una mera diferencia de grado. Ello está estrechamente ligado a que Kant busca siempre afanosamente quitarle al ser humano la esperanza de avanzar, en algún desarrollo futuro, hasta la meta de la santidad, más allá del nivel en el que el respeto por la ley moral por el deber y la virtud son lo máximo; y está ligado a que él considera que un estado en el que el ser humano cumple las exigencias de la ley, resulta incompatible con la naturaleza de un ente sensible y racional, de modo que, al arrebatarnos la perspectiva de una verdadera solución al desgarramiento, nos indemniza con la dicha tantálica de un acercamiento infinito a la meta de la perfección moral.
Ahora bien, si con estos resultados vamos a [467] aquel entre los escritos de Kant en donde él toma expresamente como objeto de investigación la maldad, esto es, a su Religión dentro de los límites de la mera razón, nos sorprenderemos con el desarrollo de una tesis que parece oponerse diametralmente a aquellas proposiciones. En esta obra se rechaza expresamente la deducción de la maldad a partir de la sensibilidad, y esto por dos razones: porque las inclinaciones sensibles no tienen relación directa con la maldad, y porque con ello se anularía la imputación; de modo que, para mantener esta última, el origen de la maldad se traslada a la cosa en sí, al ser inteligible del ser humano, por consiguiente, a la libertad que se determina con independencia de todas las condiciones de tiempo; libertad que le corresponde al ser humano precisamente como noúmeno.
Solo que, ¿cómo debemos compaginar afirmaciones tan contradictorias? ¿No tendremos que darles la razón a aquellos seguidores de Kant que no han sabido cómo encontrarse en ese mal radical, y buscan descartarlo como un desliz inexplicable del maestro, como una especie de transformación mística en un momento de debilidad, como un extraviarse del camino de un sobrio entendimiento, cuyas cuestionables consecuencias se habrían desarrollado en la Apología del diablo, de Ehrhard, y también en el Judas Iscariote, de Daubs?4 Incluso el mismo [468] Schelling, aunque naturalmente su evaluación del valor de esa tesis de Kant se contraponga directamente a aquella teoría de la sensibilidad, parece favorecer la opinión de que Kant llegó a esta solo más tarde, contradiciendo la manera de pensar que hasta entonces tenía.
Sin embargo, también esta salida nos está vedada, porque ya la Crítica de la razón pura contiene, en sus investigaciones sobre la relación de la libertad con la necesidad natural, el fundamento inconfundible de aquel primer pasaje de la Religión dentro de los límites de la mera razón.5 Se puede ver también sin dificultad que Kant, partiendo de los principios supremos de su sistema, [469] no podía llegar a ningún otro resultado, porque, ¿cómo podría ser pensable que el mundo de los fenómenos pudiera tener autonomía y ejercer alguna reacción en contra del mundo de los noúmenos, siendo aquel únicamente el reflejo de este bajo las formas de la intuición espacio y tiempo? Si el ser humano como noúmeno, por consiguiente fuera y por encima de todo tiempo, estuviera en real unidad con la ley de la razón práctica, ¿cómo habría que entender que él, como fenómeno, pudiera encontrase en contradicción con ella? ¿Qué otra cosa puede ser el carácter empírico del ser humano, según sus elementos buenos y malos, sino el fenómeno de su carácter inteligible, totalmente determinado por este? -lo que la Crítica de la razón pura reconoce también expresamente. Entonces, si Kant parte siempre del axioma cuya mediación tiene que abrir también el paso que va de la conciencia de una ley de la razón práctica al concepto de libertad, a saber, lo que el ser humano debe, eso también tiene que poder, entonces, el hecho de que él ciertamente no siempre haga lo que debe, claramente no puede tener su fundamento en debilidad e incapacidad, sino únicamente en un no-querer, que solo es explicable por libertad; pero esta, en tanto que independiente de la ley natural, no puede corresponder al ser humano sino como noúmeno. Incluso, si para la perfecta unificación del ser humano con la ley hubiera que considerar la maldad como mero impedimento perteneciente al fenómeno, este impedimento, sin embargo, no podría ser considerado como un ser-impedido, sino únicamente como auto-impedimento sin más -como pecado de omisión de la libertad que debería ser idéntica con la razón. La necesidad de que la maldad provenga de la libertad inteligible puede también probarse así, en sentido kantiano. Según los [470] principios fundamentales del criticismo, es precisamente la exigencia de la razón práctica, y solo ella, la que, gracias a su carácter incondicional, eleva al ser humano por encima del mundo del fenómeno al reino de lo inteligible. Si el obrar efectivo del ser humano se acompasara plenamente con esa exigencia, no habría aquí ningún choque. Ahora bien, la realidad moral del ser humano cae en muy diversas contradicciones con la idea moral. Si esta contradicción tiene ahora que ser explicada porque la libertad del ser humano, en tanto que correlato necesario de aquella exigencia racional inteligible, no tiene el poder de realizarla adecuadamente, entonces se renuncia a esta misma libertad como inteligible, pero con ello también a la posibilidad de reconocer la ley racional práctica en su incondicionalidad, y, por consiguiente, junto con el único paso del mundo sensible al inteligible, se renuncia al principio fundamental kantiano según su aspecto afirmativo. Así, pues, la maldad tiene que ser deducida a partir de la libertad inteligible misma.
Si, por otra parte, Kant, en la Religión dentro de los límites de la mera razón, con tanta decisión como en sus escritos anteriores considera la maldad como una subordinación de la exigencia de la ley al impulso sensible, tenemos entonces que establecer como punto de vista fundamental de Kant, en relación con nuestra cuestión, la siguiente proposición: es verdad que el objeto que el ser humano busca en el pecado pertenece al mundo sensible, pero su fuente pertenece al mundo inteligible; la maldad no tiene su origen en la sensibilidad, sino en un hecho inteligible del espíritu humano que se halla por encima de la existencia sensible y que la determina, y por el cual él ha asumido en su voluntad la máxima de subordinar ocasionalmente los incentivos de la ley moral a los impulsos sensibles.6
En efecto, la distinción entre noúmeno y fenómeno corresponde por completo, en esta visión kantiana, a su dualismo entre deber e inclinación, virtud y felicidad; solo que el hecho de que el fenómeno, bajo la forma de búsqueda de la felicidad, se oponga y se subordine al noúmeno, no proviene de sí mismo y por una necesidad originaria, sino que lo adquiere por una autoperversión del noúmeno.
No hay duda de que con ello se nos exige, ante todo, que hagamos pensable lo simplemente impensable, a saber, cómo puede una entidad puramente inteligible proponerse sin más como máxima el otorgarles a los impulsos e inclinaciones sensibles -cuyos objetos no tienen para ella, en tanto que meramente inteligible, ninguna realidad- una primacía sobre su ley, es decir, sobre sí misma. Si esto impensable tuviera que justificarse mediante la trascendencia de lo inteligible, entonces ciertamente se tendría toda la razón para protestar en contra de un procedimiento que introduce en la esencia del ser humano contradicciones arbitrarias, y que necesita luego la X de la cosa en sí como refugio para sustraerse a la exigencia de solución. Resulta a la vez claro que haya sido un desarrollo esencial de esta teoría, el que Schelling, ya en su escrito Filosofía y Religión, y siguiendo sus pasos Daub, en Judas Iscariotes, le hayan dado a ese hecho-originario inteligible otro contenido ciertamente pensable, a saber, el de una caída desde lo absoluto al ser-para-sí. En efecto, es sólo una conclusión de premisas que se hallan presentes claramente en Kant para quien quiera verlas, el que, desde este punto de vista, se haya considerado la existencia del mundo fenoménico como consecuencias de aquella caída originaria.
[472] Además, según la anterior observación, sigue habiendo, en la visión fundamental de Kant, una contradicción por completo irresuelta, cuando él, por una parte, conecta de manera tan estrecha e indisoluble la libertad con la ley de la razón práctica, como lo está la causalidad natural con la ley natural; cuando afirma que es tan necesario que aquella ley práctica tenga causalidad con respecto al obrar libre del ser humano, como que en la naturaleza nada pueda suceder sin una causa que obra según leyes; y que una libertad que no obre según la ley de la razón práctica ofrecería el concepto de efectos sin causa y sería así un absurdo; y cuando él, por otra parte, se ve sin embargo obligado a considerar la libertad de la voluntad como una capacidad de la cual brota no solamente lo bueno, sino también lo malo, por consiguiente, de la cual brota el antagonismo con la ley moral. Esta ambivalencia desconcertante en la utilización del concepto de libertad, que atraviesa toda la parte práctica de esta filosofía, ha sido ya expuesta de manera concisa por Herbart. Lo contradictorio en este manejo del concepto de libertad se oculta en cierta forma, porque Kant, donde se habla del origen de la maldad, evita por lo general esa expresión, y prefiere hablar de una perversión de los impulsos en la máxima universal del arbitrio y de un enraizamiento de la maldad en el arbitrio, etc. Ahora bien, si es cierto que la acción malvada debe tener su fundamento en el carácter inteligible del ser humano, ¿en dónde más puede entonces radicar ese arbitrio sino en su [473] libertad en tanto que noúmeno? ¿O acaso tenemos que tomar en serio la distinción entre arbitrio y libertad en este contexto, de modo que el concepto de libertad habría que pensarlo realmente sólo en unidad con la ley?, ¿no tendríamos, entonces, que colocar necesariamente en la esencia inteligible del ser humano, además de la libertad, una facultad de arbitrio, únicamente de la cual, además, podría surgir la maldad? Ahora bien, para quien resulta escandalosa una libertad inteligible que tenga en sí misma la posibilidad del bien y de la maldad, ¿cómo podría no parecerle totalmente insoportable ese arbitrio inteligible? ¿No vendrían a acrecentarse, con una más, las irritantes contradicciones que, según esta teoría, arruinan ya el reino de lo inteligible, en cuanto que, junto con la ley moral y la obediencia a su mandato, en ese reino encuentran también su origen el quebrantamiento de la ley e igualmente la negación de este último mediante la contrición y el mejoramiento?
Los momentos profundos y verdaderos de la doctrina kantiana sobre la maldad los encontraremos en otros lugares de nuestra investigación, junto con los errores que ellos ocultan. Aquí solo nos interesaba exponer de manera sucinta la relación de esta doctrina con la deducción de la maldad a partir de la sensibilidad.