Del arte de la paz, del profesor Francisco Cortés Rodas, compila siete artículos que ofrecen unas reflexiones profundas sobre la justicia transicional, enmarcadas particularmente en el reciente proceso de paz entre el gobierno colombiano y la guerrilla de las FARC-EP (2012-2016). Los artículos que componen el libro ya fueron publicados en otras revistas y libros (excepto uno, que ya ha sido aceptado para su publicación), pero su presentación en un único volumen permite tener una mirada general de los distintos problemas que se alzan cuando se piensa la justicia transicional más allá del estricto plano jurídico. En lo que sigue, trato de retomar los temas centrales del libro, pero, sobre todo, pongo en evidencia las preguntas que su lectura suscita.
El punto de partida del autor es una reflexión sobre los fundamentos conceptuales de la justicia transicional:
La justicia transicional surge en determinados momentos políticos de crisis o de transición, y tiene que resolver la difícil tarea de encontrar un punto de equilibrio entre quienes reclaman castigar a todos los criminales [...] y quienes exigen impunidad absoluta y pretenden que no haya ningún tipo de castigo [...]. (20)
Quienes se adscriben al primer grupo defienden un "enfoque retributivo", es decir, afirman que "quien comete un crimen debe ser tratado como un criminal y privado por un tiempo prudencial de la libertad y la comunicación con los otros seres humanos, de acuerdo con la gravedad de la falta cometida" (Cortés Rodas 21). Esta posición, dominante en tiempos de normalidad, es puesta en suspenso cuando la normalidad también lo es, es decir, en tiempos de transición:
En una sociedad en transición de la guerra a la paz se produce una contradicción entre las demandas de justicia y las exigencias de paz, de manera que ambos valores deben ser ponderados de forma tal que los imperativos de justicia no hagan imposible la negociación del fin del conflicto. (Cortés Rodas 93)
En este sentido, admitir que en Colombia, al firmarse un acuerdo de paz entre el gobierno y la guerrilla de las FARC-EP, se entró en un proceso de transición de la guerra a la paz, implica, entre otras, aceptar un enfoque transicional restaurativo para juzgar los delitos cometidos durante el conflicto: "el [enfoque] transicional considera que, para que una sociedad pueda alcanzar la paz, es necesario un cierto sacrificio de la justicia" (Cortés Rodas 21).
Lo anterior obedece a dos argumentos principales. En primer lugar, el enfoque penal ordinario es inaplicable en el contexto del conflicto colombiano. Su magnitud, en términos de tiempo y de actores involucrados, imposibilita que se pueda exigir justicia retributiva en sentido estricto: "No sería viable usar una concepción retributiva de justicia, en el sentido del modelo penal kantiano, con persecución penal masiva e individualizada frente a una criminalidad de grandes proporciones" (Cortés Rodas 35). Por esto es preciso concebir modelos de justicia alternativos. Como se sostiene, más adelante:
En la medida en que es imposible, en una situación como la de Colombia, la persecución penal y el juzgamiento de todos los miembros de la guerrilla por la justicia penal ordinaria, en el marco teórico de la justicia transicional se despliega un modelo de justicia penal alternativa. (Cortés Rodas 60)
En segundo lugar, si el fin último que se busca es alcanzar la paz, un enfoque retributivo ordinario es insuficiente: "Quienes trabajan en defensa de la justicia restaurativa buscan, antes que todo, que se repare el daño social causado, antes que imponer un castigo sobre el victimario, pero está contemplado el castigo penal flexible" (Cortés Rodas 35). Así, en tiempos de transición de la guerra hacia la paz, el papel de la justicia no se debe restringir al castigo de los criminales, sino que debe potenciar una restauración del tejido social fracturado por la guerra, aun si esto implica flexibilizar el castigo.
Abogar por un modelo de justicia alternativo al enfoque retributivo ordinario puede suscitar, en quienes no comparten esta perspectiva, inquietudes respecto a la amenaza de una impunidad total para quienes cometieron crímenes en el marco del conflicto (preocupación que, como lo recuerda Cortés, ha sido manifestada por diversos sectores políticos y sociales tanto en Colombia como en la comunidad internacional).
Esta cuestión es abordada por el autor a lo largo de los primeros cuatro capítulos: a la luz de una revisión profunda de los pilares modernos de la filosofía del derecho, de una constatación de los límites del modelo de la justicia retributiva, y considerando el derecho penal internacional y las normativas colombianas (incluidas aquellas derivadas del acuerdo final), el autor concluye que una flexibilización de la pena en el marco de una justicia transicional no necesariamente implica impunidad, pues "[e]sta solamente se da cuando los criminales quedan libres de toda culpa y responsabilidad, no cuando ellos están sujetos a un sistema alternativo para averiguar quién es el criminal, poder acusarlo públicamente y establecer las responsabilidades" (Cortés Rodas 126). Así, el diseño institucional del Sistema Integral de Verdad, Justicia, Reparación y No Repetición no se traduce en impunidad, pues se contempla una flexibilización del componente del castigo, pero en el marco de un robustecimiento del de la verdad y la reparación: Se propone una concepción de justicia penal en la cual las sanciones son establecidas en una escala de acuerdo con el reconocimiento de la responsabilidad y el compromiso con la verdad, y esta se articula con una concepción de justicia restaurativa. (Cortés Rodas 59)
La lectura de estos capítulos suscita una pregunta interesante respecto al momento de transición que se vive actualmente en el país, y, particularmente, sobre el alcance de los acuerdos de paz con la guerrilla de las FARC-EP. En varios pasajes del libro se hace una caracterización "de largo alcance" del acuerdo final: [...] el Acuerdo Final busca dar respuesta a algunas de las causas de la guerra, y, en este sentido, expresa la necesidad de emprender una profunda transformación de la democracia en el país. Es decir, el Acuerdo Final no apunta simplemente a la definición de unas condiciones mínimas que permitan que las FARC se transformen en un partido o movimiento político; tampoco se reduce a establecer las condiciones de seguridad que permitan el ejercicio de la política desde la oposición, lo cual es definitivo para superar situaciones como el exterminio de la Unión Patriótica. El Acuerdo, hay que destacarlo, por primera vez en la historia de Colombia habla de democracia de manera seria y profunda. (Cortés Rodas 36)
Ante esta caracterización amplia del alcance del acuerdo de paz, la cual llevaría a la "fundación de un nuevo orden político" (id. 36), en cuanto se trata del "fundamento prejurídico para la construcción de un nuevo orden político" (id. 159), cabría preguntarse en qué se distinguiría este proceso de paz con las FARC-EP de tantos otros que se han llevado en el país,1 de manera que se le pudiera atribuir ese carácter inédito.
Sin embargo, las consideraciones del autor se encuentran en tensión al sostener, también, una lectura más restringida del acuerdo:
El proceso de negociación se ha concentrado en los aspectos relacionados con la impunidad, la conformación del Sistema Integral de Verdad, Justicia, Reparación y no Repetición, entre otros, y se han dejado de lado las cuestiones que han causado el conflicto, como la desigualdad económica, el papel de la concentración de la propiedad, la cuestión agraria, la debilidad institucional y la precaria presencia del Estado en todo el territorio nacional. (Cortés Rodas 69)
Desde esta lectura restringida del acuerdo, se concluiría que "en el proceso de justicia transicional en Colombia se busca una solución política, pero los problemas de justicia social y económica quedan en parte postergados" (Cortés Rodas 71). Esta segunda lectura estaría en consonancia con el hecho de que, como sostiene más adelante Cortés, además de que las conversaciones en la Habana están enmarcadas en la Constitución de 1991 (cf. 99), y a pesar de los problemas estructurales que padece Colombia, el contexto de las negociaciones de paz difícilmente podría ser considerado como el escenario de un nuevo momento fundacional de nuestro país, propio de una constituyente:
El poder constituyente es atribuido a los sujetos naturales que conforman el pueblo como titular de la soberanía. Estos sujetos no pueden ser los miembros de la organización armada, ni de ningún grupo político, aunque proclamen representar los verdaderos intereses del pueblo. Estos sujetos solamente pueden ser los miembros de una comunidad política cuando se agrupan en un momento fundacional. Así pues, en estas negociaciones se trata básicamente de un acuerdo de paz, no de una constituyente. Es importante no confundir estos dos asuntos. (Cortés Rodas 100)
Si bien, a mi parecer la respuesta a la pregunta por el alcance del acuerdo final queda abierta, Cortés parece plantear también una caracterización intermedia que resolvería esta tensión entre una lectura de largo alcance (el fundamento de un "nuevo orden político") y una más restringida ("un acuerdo de paz que no es una constituyente"). Esto lo logra al interpretarlo como "las condiciones mínimas de una paz por medio del derecho que permitirá superar algunas de las graves injusticias económicas y sociales a que han sido sometidos los sectores más pobres del país" (Cortés Rodas 160). Desde esta óptica, el acuerdo no sería ni el inicio de un nuevo acuerdo fundacional de la nación colombiana, ni un simple protocolo de desmovilización y sometimiento a la justicia transicional, sino una serie de condiciones mínimas para terminar un conflicto y abrir la puerta a reformas necesarias encaminadas a robustecer -no refundar- la democracia colombiana. Esta misma posición se anticipa desde la presentación del libro: "El primer paso fue la consolidación de un acuerdo de paz, los pasos que se deben dar en adelante son la justicia social y la profundización de la democracia" (Cortés Rodas 16).
La reflexión sobre la transición en Colombia está directamente vinculada con las preguntas sobre la memoria y el perdón, componentes estructurales de un enfoque de justicia restaurativa, los cuales son abordados por Cortés en el capítulo quinto.
Retomando los argumentos de David Rieff frente a los riesgos que supone el "deber de memoria" en contextos de violencia -"La memoria colectiva, que resulta de instituciones como las comisiones de la verdad, se basa en el despertar del dolor de las heridas históricas, que conduce al aumento del odio, la violencia y la guerra" (Cortés Rodas 136)-, pero reconociendo también el íntimo vínculo que existe entre la memoria y la justicia - " [e]n la medida en que hubo injusticias en el pasado y no habían sido saldadas, la memoria proclama la vigencia de esa injusticia" (id. 137)-, Cortés encuentra, en la distinción propuesta por Tzvetan Todorov, una alternativa viable. Esta consiste en distinguir dos usos de la memoria: el uso literal, que ahonda en el dolor que produjo en el pasado un determinado daño; y el uso ejemplar, que parte de ese dolor particular hacia una generalización que lo configura como una lección para el presente. De esta manera, el uso literal condena a la víctima a someter su presente a la literalidad de su pasado violento, mientras que el uso ejemplar le permite utilizar ese pasado para extraer de él herramientas para enfrentar mejor su presente y su futuro (cf. Cortés 49-52). De ahí que, como lo recuerda Cortés, Todorov sostenga que el uso literal de la memoria, llevado al extremo, es portador de riesgos, mientras que el uso de la memoria ejemplar es potencialmente liberador (cf. 138).
De esta manera, Cortés le da respuesta a su pregunta: "¿qué tipo de memoria podría conducir a la justicia?" (137): se debe propender por un uso ejemplar de la memoria que, en lugar de profundizar las heridas y generar nuevas violencias, se enfoque en comprender el pasado con el propósito de restaurar el presente; esa es la tarea a la que, según Cortés, se consagrará la Comisión de la Verdad (cf. 138-39).
Sin embargo, estas consideraciones abren la puerta para nuevas inquietudes. Si bien se puede conceder que, en un contexto de transición como el colombiano, el uso ejemplar de la memoria es más deseable que el uso literal, no se debe perder de vista, precisamente, que lo que está en juego es un uso de la memoria encaminado a conseguir un fin. Por solo mencionar un ejemplo, en otro lugar he intentado documentar los usos que los tres distintos presidentes de Colombia, que ocuparon el cargo entre 2002 y 2017, han hecho del recuerdo de la masacre de Bojayá (ocurrida en 2002), para legitimar nacional e internacional-mente sus políticas frente al manejo de la violencia interna (cf. Giraldo Jaramillo). En este sentido, la reflexión de Cortés, más que cerrar la cuestión de la memoria de la violencia en Colombia, reafirma la necesidad de estar alerta ante el uso de nuestro pasado por parte de cualquier actor, pues todo uso está situado en un lugar y motivado por un fin. Así como habrá usos ejemplares de la memoria encaminados a restaurar los daños causados por nuestra violencia, también es de esperar usos ejemplares motivados por la consecución de otros fines.
En la medida en que la justicia restaurativa tiene la mirada puesta en el futuro, más que en el pasado (o mejor, en la reconstrucción de un tejido social fracturado, más que en el castigo a quienes lo fracturaron), el perdón de las víctimas hacia los victimarios juega un rol fundamental. A partir del planteamiento de Margaret Walker, Cortés parte de una comprensión del perdón en el marco de una sociedad liberal:
Como lo señala Walker, en una sociedad basada en principios liberales, las relaciones morales estables se garantizan por medio de reglas y normas que establecen expectativas mutuas y fundamentan prácticas sociales basadas en la responsabilidad. [...] El resentimiento y la indignación expresan que otros son culpables porque han roto una expectativa normativa y, a través de ellos, les exigimos que nos den una respuesta apropiada. Así, podemos interpretar el perdón como una forma de reparación moral. (140-41)
Más adelante se puntualiza que el perdón no puede estar mediado por regulaciones jurídicas, pues "se limita a la experiencia con el otro, donde solamente están la víctima y el victimario" (Cortés Rodas 141). El perdón, así comprendido, estaría enmarcado en una concepción eminentemente privada, "interpersonal", inscrita en el encuentro entre víctima y victimario, y ningún otro actor tendría cabida allí. Incluso, lo que Cortés llama el "perdón político", cuya posibilidad se abre cuando se han satisfecho demandas mínimas de justicia, depende necesariamente de la generosidad de las víctimas hacia sus victimarios. La justicia puede allanar el terreno para que se dé el perdón político, pero de ninguna manera lo garantiza: "Donde se han alcanzado los límites de la justicia, el perdón político tiene su papel" (id. 146). O, dicho de otro modo, el perdón en última instancia solo se da cuando la víctima decide ofrecerlo al victimario.
Ante esta comprensión del perdón, emerge la pregunta por la posibilidad de perdonar "atrocidades -delitos de lesa humanidad, genocidio, violaciones sexuales, tortura y ejecuciones extrajudiciales", los cuales "nos dejan sin habla, apaleados, horrorizados, asqueados", en contraste con los "daños ordinarios" como lo son "insultos, traiciones e in-equidades" (Cortés Rodas 143).
Si bien Cortés sugiere que el perdón, bajo ciertas condiciones, puede darse como esta "reparación moral", incluso ante las peores atrocidades (cf. 145), no puede perderse de vista que este se ha configurado como un acto estrictamente privado cuya condición de posibilidad es el encuentro entre víctima y victimario. Si esto es así, ¿qué ocurre cuando las víctimas han sido asesinadas? ¿No hay perdón posible cuando el ofensor, que ha asesinado a su víctima, no puede enfrentarla y arrepentirse ante ella? ¿Qué ocurre cuando no hay posibilidad alguna de restablecer la dignidad del ofendido? Asimismo, ¿qué ocurre si el victimario ha muerto? ¿Acaso las víctimas sobrevivientes de atrocidades no tienen cómo restablecer su dignidad ante la imposibilidad de que el victimario se arrepienta ante ellas? En suma, ¿no es posible hablar de "perdón" cuando no es posible el encuentro entre el ofendido y el ofensor? Y si no es posible, ¿en qué quedaría la apuesta de la justicia restaurativa? ¿Es posible hablar de una restauración del tejido social roto, cuando los victimarios o sus víctimas han desaparecido?
Un último tema que se aborda en el libro es la relación entre el populismo y la democracia. Como lo recuerda el autor, desde hace varias décadas el mundo ha sido testigo del surgimiento y resurgimiento de tendencias populistas, tanto de derecha como de izquierda; Colombia, por supuesto, no ha sido la excepción. A partir de una caracterización conceptual del populismo (de la mano de los planteamientos, principalmente, de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe), y de ahondar en los rasgos distintivos tanto del populismo de derecha como de izquierda, Cortés pretende dar respuesta a la pregunta: "¿El populismo es una amenaza o es positivo para la democracia?" (171). Si bien un tratamiento a esta pregunta y a la respuesta que ofrece el autor ameritaría un ensayo independiente, sí me permitiré dejar planteada una inquietud respecto a ellas.
En términos generales, la respuesta que ofrece Cortés a esta pregunta es la siguiente:
Considero que el populismo de izquierda de América Latina es una fuerza positiva para la democracia, porque la radicaliza y extiende a todos los sectores de la sociedad, y les da voz a grupos que no se sienten representados por las élites; por el contrario, el populismo de derecha es una amenaza para la democracia, porque excluye a grupos específicos de la sociedad, debilita las instituciones políticas y socava los derechos y la protección a las minorías. (184)
Lo que se encuentra en el fondo de la respuesta de Cortés es que el proyecto populista de izquierda, al configurar un "pueblo" que incluye a los "excluidos del disfrute de la participación política y el bienestar económico", robustece la democracia al superar las falencias de la democracia representativa: "Este populismo mejora la calidad de la democracia en la medida en que le da participación a grupos que no se sienten representados en el sistema político" (Cortés Rodas 185). La pregunta que surge, entonces, es si es posible recoger los elementos positivos del populismo de izquierda de América Latina sin por ello tener que asumir también sus aspectos negativos, los cuales, como lo sugiere Cortés a través de un ejemplo preciso, se revelan en los fracasos de la trayectoria populista en Venezuela bajo los gobiernos de Chávez y Maduro (cf. 180-84).
La respuesta del autor, de nuevo, es positiva: "La democracia populista de izquierda puede ser concebida como una radicalización de las instituciones democráticas existentes, con el resultado de que los principios de libertad e igualdad se hagan efectivos en un creciente número de relaciones sociales" (Cortés Rodas 186). Agrega más adelante: "El populismo sustituye la debilitada democracia representativa por una nueva representación incluyente y con una ciudadanía activa" (id. 187).
Sin embargo, a pesar de que el autor apoya, hasta cierto punto, las pretensiones del populismo (cf. Cortés Rodas 97), también es claro respecto a los riesgos que este, tanto de izquierda como de derecha, implican para la democracia: varias experiencias recientes en América Latina serían prueba de que "las masas, motivadas por las expectativas de salvación, estimuladas por el carisma del líder populista, consideren que su poder y el del líder que las representa de modo directo está por encima de la sociedad y sus instituciones" (Cortés Rodas 98), desembocando en la configuración de autoritarismos (cf. id. 101). Como sostiene más adelante, "el problema complicado del populismo ha sido la deriva de la soberanía popular a la autoridad del líder carismático de izquierda o de derecha, que termina necesariamente en cualquier tipo de autoritarismo" (id. 188).
En este sentido, la tarea que queda pendiente para las democracias latinoamericanas es pensar un modelo político intermedio que admita las pretensiones legítimas de inclusión que busca el populismo de izquierda, sin que ello lleve a un sistema autoritario que desconozca los fundamentos de la democracia, la libertad y los derechos humanos:
Considero que el tipo de democracia que requerimos en nuestros países es aquella que haga posible la participación de todos, como lo reclama el populismo. Pero el gobierno legítimo debe ser democrático, popular y liberal, y la democracia debe articular los mecanismos de participación directa con los representativos. (188)
Permanece la inquietud sobre si, ante la evidente necesidad de robustecer la democracia colombiana (que concedo sin reservas), el mejor camino para lograrlo es el rescate de ciertos elementos de un proyecto populista. Tiendo a pensar que el populismo, en cualquiera de sus formas e independientemente de su orilla política, pasa necesariamente por una negación (o, en todo caso, un menosprecio) de la institucionalidad democrática: su intrínseca vocación a prometer soluciones inmediatas a los problemas y aspiraciones de la ciudadanía lleva, necesariamente, a un rechazo hacia las vías democráticas marcadas por los ritmos propios de la deliberación, la discusión, las concesiones, el control político, entre otros (cf. Hermet). En ese sentido, no resulta claro de qué manera se podría apelar a un proyecto populista para profundizar una institucionalidad democrática cuya negación, a mi parecer, se encuentra en el corazón mismo de cualquier populismo. Sin embargo, un desarrollo más detallado de esta cuestión queda pendiente.
Del arte de la paz ostenta la virtud de encontrar un justo equilibrio entre la exposición de los planteamientos teóricos de la filosofía del derecho y el análisis de las particularidades de la justicia transicional en Colombia. Y, si bien este es un libro enmarcado en el más reciente proceso de paz con las FARC-EP, su aporte a la filosofía política colombiana excede por mucho ese ámbito de reflexión. Sus reconstrucciones conceptuales, sus argumentaciones juiciosas y sus agudos análisis constituyen -como lo he intentado dejar en claro en esta reseña- una renovada invitación a pensar y repensar, desde la disciplina filosófica, no solo la justicia transicional, sino los cimientos mismos y las trayectorias de nuestra realidad política.