María del Rosario Acosta (en adelante MRA): Quisiera comenzar retomando la idea que dio origen al título de este libro, y que surgió en una de nuestras conversaciones en el verano de 2013 durante el seminario que organizamos con estudiantes de Colombia y otros lugares de América Latina. Al hablar de la noción de interrupción y de su relación con tus ideas sobre la comunidad y la inoperancia (desouvrement), mencionaste que es justo en la interrupción -es decir, en la interrupción de la comunidad entendida como Obra- que algo como un murmullo acontece entre todes nosotres, "el incesante murmullo de estar juntos". "Tan solo traten de imaginar lo que pasaría si ese murmullo cesara", nos dijiste. He estado pensando en esta idea desde entonces. Me pregunto si se relaciona con algo que mencionas de paso un par de veces en La comunidad inoperante, a saber, que la comunidad (el ser-en-común como comunidad inoperante) es precisamente lo que resiste toda fusión, todo impulso totalitario; que el ser-en-común es aquello que resiste su propia destrucción al resistir cualquier impulso que intente destruirlo (cf.Nancy 2000). Pienso que es justo esto lo que le otorga a la comunidad su carácter ontológico: el hecho de que no podemos dejar de estar juntos, no podemos no ser en común. Y, aun así, yo diría que es justo esto también lo que hace que el ser-en-común sea la base -base desfondada, base sin fundamento- de un pensamiento sobre la comunidad como resistencia. ¿Qué piensas sobre las posibles conexiones entre estas ideas?
Jean-Luc Nancy (en adelante JLN): La resistencia de la comunidad es la resistencia de su murmullo. No es la resistencia obstinada, decidida, valiente y armada que resiste un ataque o una amenaza y así defiende cierta integridad -la integridad de un pueblo, un país, una "comunidad" en el sentido habitual del término-. Se trata de una resistencia que se parece más a cierta evasión, como si fuera casi una fuga, casi un disimulo: es la resistencia del hecho de que, como dices, no podemos no ser en común.
Esta resistencia no parece ser gran cosa, pero lo esencial se juega en el sentido de ese no poder no. ¿Decimos esto con un tono de lamento o arrepentimiento, como sucede cuando digo "no puedo no partir esta tarde, lo siento, hubiera preferido pasar la tarde contigo"? En ese caso esta expresión significa que ser en común es una obligación, una coerción, una carga y un límite. Todo el pensamiento occidental funciona un poco de esa manera: los otros, el grupo, los vínculos son desafortunados, lamentables. En el fondo son accidentes con respecto a una esencia individual, subjetiva, autónoma. El otro, lo otro, es inoportuno, incluso intrusivo. Y, sin embargo, hay que arreglárselas con su presencia, ya que sin duda muchas necesidades nos ligan a ella. Cuando estamos totalmente solos somos débiles y es justo esto lo que es lamentable...
¿Por qué no soy autosuficiente, self-made man, self-employed status?.1 Tal es la demanda o la espera exigente, impaciente, nerviosa que ha obsesionado a nuestra cultura hasta el punto en que los niños de hoy tienen cada vez menos el estatus de menor que todas las sociedades han reconocido antes como una etapa evidente en el camino de la vida.
El ser-en-común parece secundario, adventicio e indeseable (pese a que no pueda ser reducido a ser un objeto de deseo, sea ese deseo sexual, interesado o de poder). Y, no obstante, el ser-en-común resiste este relegamiento, puesto que su carácter primario, originario, es indudable e irreducible. Si yo no hablara no sería un ser humano y, sin embargo, nadie accede al lenguaje en soledad. No solo tengo acceso a él a través de los demás, sino que el lenguaje llega a todos y cada uno de nosotros como una capacidad, una aptitud o una competencia que no se despierta, no existe, sino en y por (y para...) la comunidad. El animal que habla es un animal cuya habla (parole) inerva su propia constitución tanto como su postura erguida, su pulgar oponible, el volumen de su cráneo y todas las otras características ligadas a la comunicación, es decir, al ser-en-común.
Aquello que yo he llamado murmullo pertenece a esta constitución originaria. El murmullo es sonoro, pero su naturaleza es infralingüística. Podemos hablar del murmullo del viento entre las hojas de los árboles, del murmullo del oleaje cuando el mar está en calma. Cuando se trata del habla, el murmullo tiende al límite de lo audible: es un habla susurrada en la oreja del otro, un habla reservada incluso para mí mismo, para mí solamente. Con todo, el murmullo designa también un discurso que circula en voz baja, un rumor, un "ruido". El "ruido de fondo" del que hablan los expertos en acústica, y del que ninguna resonancia está exenta, es quizás su mejor analogía. Esta resonancia casi inaudible precede al lenguaje mismo y pertenece al ser-en-común de los animales parlantes.
Esta resonancia originaria se repite y se diferencia de sí misma en prodigiosa diversidad de gestos, expresiones y signos, mudos o sonoros, que no dejan de intercambiarse entre los hablantes. Ellos los transforman en comportamientos, vestimentas y ademanes, así como en maneras de hablar, acentos, entonaciones. Salgo de mi casa, saludo a mi vecina, saludo al conductor del bus, quien enseguida me saluda al perforar mi boleto. Al ver mi bastón, un hombre joven me cede su asiento. "Gracias", le digo. La gente a mi alrededor me ofrece miles de señas y signos de su situación, de su cansancio o de sus sueños, de su misterio. No tenemos nada qué decirnos, pero si se produjera un incidente intercambiaríamos comentarios, etc.
Sin la posibilidad de ese murmullo prelingüístico, presocial y pre-afectivo -vale decir, significante, sociopolítico y sensible (emotivo, estético, erótico y evaluador) desde siempre-, no habría lenguaje ni sociabilidad. Ese murmullo es la condición de posibilidad a priori de una vida común: es el ser-en-común que no se conoce ni reconoce a sí mismo como tal. Con sus ojos grandes dentro del coche, el bebé de un mes ya participa de él.
He ahí aquello que constituye un suelo de resistencia absoluta. Prueba de ello es que el odio y la violencia son necesarios para quebrar esta resistencia: un egoísmo capaz de destruir también al ego que quiere encerrarse, aislarse al quebrarla. Puede que nuestra civilización se haya construido en gran medida en contra de esta resistencia. Y, si ese es el caso, nuestra civilización va a autodestruirse.
(Salí a caminar un poco justo después de decidir que quería parar por un momento en este punto. En el camino me crucé con una pareja que estaba paseando a su perro. El hombre me dijo "Buen día" y yo respondí lo mismo. Él no habló muy duro, sus palabras fueron casi un murmullo.).
MRA: Tu respuesta abre muchos caminos posibles para seguir pensando. Está, por un lado, la idea del murmullo como la condición de posibilidad del ser-en-común, como el "ruido de fondo" que puede ser imperceptible pero que siempre está allí, resistiendo en su incansable e "incesante" insistencia. Una resistencia que, en lugar de presentarse en la forma, digamos, de un grito poderoso, permanece en el límite de lo audible, casi silente, aunque fuerte y "ruidosa" justo por su sutileza. Esta idea nos sugiere mucho acerca de la forma de resistencia -y, tal vez, la forma de crítica y de interrupción- que se despliega en tu pensamiento sobre la comunidad. ¿Estarías de acuerdo con esto? ¿Qué noción de crítica -qué formas de su capacidad de interrumpir- estaría implicada en un "pensamiento sobre el murmullo"?
Por otro lado, tu respuesta nos remite al registro de lo audible, el cual tiene también un papel predominante en tu trabajo. Y quizás lo tiene justo porque nos dirige inmediatamente a otra idea que surge en tu respuesta: la presencia inevitable de les otres y su función en el pensamiento occidental como un "obstáculo", un bloque o tropiezo que interrumpe -es decir, que resiste sin fin- el "retorno" obsesivo al sujeto. ¿Qué sucede en la escucha -en la escucha del murmullo, del límite de lo audible que es su propia condición de posibilidad-, qué hay en ella que exige una apertura más radical, tal vez, que la del registro de lo visual? ¿Qué hace la voz de otres -qué exige, qué reclama, a qué nos invita- que su mirada no puede hacer?
JLN: Tu primera pregunta me invita a detenerme en uno de los sentidos de "murmurar" que dejé de lado para adherirme a su valor sonoro. Se trata de un sentido de "criticar" que este verbo tiene tanto en inglés como en francés. Justo porque es casi sordo, atenuado y poco audible, el murmullo es conveniente para la expresión de críticas, quejas o reproches que no nos atrevemos o no tenemos el derecho de hacer audibles en voz alta, es decir, en una voz inteligible. Este sentido se ha olvidado un poco hoy en francés (no sé si ese sea el caso en español), pero está presente en la lengua clásica. Se encuentra con frecuencia en situaciones que tratan sobre gente del pueblo que "murmura" contra las injusticias de sus superiores.
Un ejemplo particularmente sorprendente se encuentra en la oración fúnebre de Luis XV, pronunciada en 1774 por el abad de Beauvais en presencia de Luis XVI. Se trata de una declaración bastante crítica que da testimonio del enorme descontento que el difunto rey había suscitado entre la gente del pueblo por mucho tiempo. Esta es la frase que me interesa: "Indudablemente el pueblo no tiene derecho a murmurar, pero, indudablemente también, sí tiene derecho a callarse y su silencio es la lección de los reyes".
Probablemente pensarás que esta frase es prerrevolucionaria. De hecho, Mirabeau retomó más tarde la conclusión, que se transformó con el tiempo en una especie de máxima. Aquí "murmurar" tiene el valor de una declaración perceptible que puede ser prohibida, lo que confirma la carga crítica que se asocia forzosamente a aquello que busca permanecer inaudible. La verdad del murmullo se vuelve silencio, el cual se hace audible como la fuerza de una crítica que se sabe prohibida. Podríamos decir, entonces, que quien pronuncia la oración hace audible el murmullo que el pueblo retiene. Quisiera sugerir que el aspecto más familiar, cotidiano, banal del murmullo como infracomunicación continúa del grupo guarda, por otro lado, esta expresión casi inaudible de la crítica. Es el ser-en-común mismo, en suma, el que denuncia las mutilaciones y las trabas que nosotros le imponemos.
"Nosotros": ¿quiénes, entonces? De cierta manera, en nuestro mundo todas las estructuras, instituciones y leyes tienden a aislar al individuo, a ponerlo en el lugar del "sujeto" (de sus actos, de sus intenciones, de sus producciones), lo que vuelve a desamarrarlo del tejido más o menos continuo en el que él está inserto y sin el cual sería tan absurdo como una malla o tejido que no corresponde a su textura. Y es justo por ello que el tejido resiste. Cuando un pueblo se levanta contra la opresión, su sublevación le otorga de nuevo una textura que ya no percibíamos. Observa lo que está pasando hoy en Sudán o en Hong Kong, lo que sucedió recientemente en Francia. Es cierto que estos levantamientos pueden ser engañosos, que pueden terminar estancándose o extraviándose. Pero siempre hay en ellos un momento o aspecto en el que el murmullo -vuelto estruendo, bramido, rugido- da testimonio de su fuerza inalterable. No se trata de una crítica elaborada, analítica ni incluso a menudo de una operación crítica: no es un proyecto político construido, sino más bien un recordatorio, una advertencia prepolítica. Cuando, al contrario, la opresión triunfa, cuando la coerción policial, ideológica, económica se lo llevan por delante, el murmullo deviene imperceptible. La sospecha, la desconfianza y la rivalidad entre los individuos lo recubren y nada grandioso sale nunca de esta forma de embrutecimiento.
En cambio, todas las formas de expresión -literaria, artística, festiva, de moda, etc.- tienen en ellas algo del murmullo. Ciertamente pueden alterarlo, forzarlo o hacerlo espectacular, pero lo más verdadero de un poema o una pieza musical es aquello que proviene de lo discreto y lo inacabado del murmullo: las señales sin significado definido, los gestos suspendidos. Es también esto lo que marca la diferencia entre las obras. Para valerme de un ejemplo bastante sencillo, considera la diferencia entre la sonata de primavera y la novena sinfonía en la obra de Beethoven.
Si quisieras saber ahora cómo podríamos pasar a la operación crítica, yo diría que hoy sabemos que no hace falta tener un modelo social como criterio, esto es, la proyección de una forma de justicia y de una forma de igualdad cuyos instrumentos podrían ser identificados. Cualquier modelo contiene el principio de su propia insuficiencia. Por supuesto que hay reglas simples: sabemos qué es la injusticia cuando conocemos una existencia digna de esa palabra. Sin embargo, el incremento de las injusticias no tiene límites cuando el principio doble de la riqueza y del desempeño técnico es en sí mismo su propia ley de crecimiento indefinido.
No tenemos ninguna razón profunda para volver a ese doble principio o para someterlo a otros o acaso a uno más fundamental. No hay razón para hacerlo pues toda racionalidad parece incapaz de acceder por sí misma a lo razonable. Por ejemplo: es sin duda razonable desacelerar el aumento de la población mundial, pero ¿cómo hacerlo? ¿Por cuáles medios? ¿En qué partes de esta población? Y, sobre todo y más que nada, ¿'con qué fines? ¿Con qué idea de humanidad en la mira? Estas son las preguntas primordiales, preguntas que no hallan respuesta más que en los movimientos profundos de la humanidad misma. ¿Siente el ser humano realmente algún tipo de aprecio por sí mismo? Nuestra civilización no ha dejado de hablar de "un hombre nuevo", e incluso esto parece ahora anticuado. ¿Podría acaso el murmullo humano desaparecer?
Tu segunda pregunta trata sobre el privilegio de lo audible. Privilegiar uno de los sentidos es un asunto delicado, muy difícil: cada uno de ellos tiene cierto privilegio sobre los otros y, al mismo tiempo, cada uno coincide de alguna manera con los demás en una especie de poliarquía irreducible. Hay algo de lo visible en lo gustativo o en lo audible, así como algo de lo sonoro en lo olfativo o en lo visible. No intentaremos desplegar aquí toda esta combinatoria, a la cual habría que agregar que el tacto está involucrado en todos los sentidos, ya que tiene, por su parte, el privilegio de expresar lo que se juega en la proximidad sensible: el sintiente (sentant) y el sentido (senti) están más cerca en la distancia o más distanciados en la cercanía, allí donde la proximidad se identifica con la diferenciación. La sensibilidad es aquello por lo cual lo mismo es afectado por lo otro en sí mismo fuera de sí mismo. Mi piel toca el tacto del teclado cuya elasticidad se comunica a mi dedo: la misma superficie de contacto es el lugar en el que ellos se distinguen y se confunden.
Ahora bien, en el caso de la audición, la superficie de contacto es una superficie interna -un tímpano, es decir, un tambor, una superficie que resuena cuando algo la toca-. Que sea una superficie "interna" del cuerpo implica que ella delimita dos espacios de los cuales el más interior sigue teniendo, por así decirlo, forma de exterior. Aquello que pertenece a todos los sentidos en cuanto reverberación (contragolpe, rebote, repercusión, reflexión) mutua de lo sintiente y lo sentido, se privilegia aquí como un reenvío o una remisión a sí: la vibración del aire reverbera en vibraciones que se propagan incluso más allá del aparato auditivo y que tienden a extenderse a lo largo del cuerpo entero. Lo sonoro es lo sensible "reflectante" por excelencia (incluso si hallamos vibraciones y frecuencias en los otros sentidos) que, al mismo tiempo, se propaga en todas las direcciones. Por esta razón, el sentido auditivo es aquel en el que la distinción-confusión de lo sintiente y lo sentido, es decir, del sentir mismo tiene la mayor complejidad e intensidad posibles. Podría decirse en algunas lenguas romances: el sentir hace valer aquí su naturaleza de sentimiento, de experiencia y afectación (ressentir), esto es, hace valer el hecho de que es una relación infinita consigo mismo. Sentir no consiste simplemente en integrar cierta información, por ejemplo, "el cielo es azul". Sentir es, más bien, probar, experimentar la vibración singular e ilimitada de "lo" azul que no es ningún otro azul ni es tampoco idéntico a sí mismo, ya que él mismo reverbera en una sucesión interminable de matices, variaciones, indecisiones.
Lo sonoro destaca esta alteridad intrínseca de lo sensible. Podría decirse que, en la resonancia, el sonido resuena alterándose a sí mismo. Esta sencilla física sensorial (que bien podría refinarse) no es una analogía de la relación con el otro: ella misma constituye la realidad fundamental de esa relación, del mismo modo en que los sonidos emitidos alrededor de la madre son la primera manifestación del afuera para el embrión (y aquí debo remitirme a El canto de las musas, de Philippe Lacoue-Labarthe).
El otro es de entrada el afuera, está de entrada afuera: es otro cuerpo. Si no hubiera otro cuerpo, no habría cuerpo en absoluto. No habría más que un silencio replegado sobre sí mismo, privado de sentido, insensible por su absoluta carencia de toda resonancia.
MRA: Detengámonos un momento aquí, pues, una vez más, hay mucho para explorar en tu respuesta. Estas múltiples asociaciones entre el murmullo, la resonancia, la fuerza de la resistencia y sus relaciones con la tarea y el poder de la crítica abren muchos caminos. Quisiera volver primero a una diferencia que planteas en tu respuesta y que, me parece, puede aclararse un poco. Quisiera ir paso a paso aquí para desenredar algo que tal vez tú quieres que permanezca indiferenciado -tú me dirás si estoy en lo cierto-. Me refiero a la diferencia entre, por un lado, la resistencia que está siempre allí, que está teniendo lugar en todo momento -ese murmullo callado, ese "ruido sordo"-, cuya fuerza crítica pareciera quedar atada algunas veces a su silencio. Se trata, pues, de una forma de silencio activa y resistente que se rehúsa a ser abatida, esto es, a ser cómplice de un régimen de inteligibilidad impuesto, decidido de antemano y excesivamente sobredeterminado. Y, por otro lado, el discurso o la forma de expresión capaz de hacer a este silencio audible, inteligible -capaz, al menos, de traducirlo como un reclamo inevitable e inescapable, ruidoso e incluso ensordecedor-. ¿Cómo pasar de ese momento inoperante de la interrupción, ese momento de la crítica en silencio y a través del poder del silencio -o de un murmullo constante, incesante, que sin embargo es ininteligible, casi inaudible, la mayor parte del tiempo- a una exigencia sonora, a una demanda definitivamente audible? En otras palabras, ya que no me gusta la dualidad implícita en mi formulación anterior, ¿cuándo es el murmullo capaz de redefinir y redistribuir el régimen de lo audible y lo inteligible? ¿Cuándo es el murmullo, en breve, capaz de redistribuir la circulación del sentido?
Me pregunto si esta es la tarea, por ejemplo, de lo que en tu respuesta propones acerca de las artes en un sentido amplio, esto es, como formas de expresión que, dices, son capaces de transmitir de alguna manera la naturaleza infinita e inacabada del murmullo -la naturaleza infinita e indetenible de su comunicación, de su resonancia-. ¿Pertenecerían las artes, entonces, a este segundo nivel de articulación del murmullo más allá del poder del silencio, sin caer por ello en una forma de operatividad decidida, rígida, que se blindaría a sí misma de toda posibilidad de crítica?
Esto nos lleva a la segunda parte de tu respuesta, a tu respuesta a mi segunda pregunta, a saber, ¿qué es lo propio del campo de la audibilidad que lo distingue de los otros sentidos? Me gusta la idea de una "poliarquía irreducible" de los sentidos, en la que ninguno tiene prioridad sobre los demás, y en la que, precisamente, en su actuar en concordancia con los otros, cada uno, y el conjunto, encuentran su máxima expresión. Ahora bien, me gusta también la idea de su singular especificidad, así como tu invitación a pensar que lo que distingue a lo audible de los otros sentidos es, tal vez, una cierta forma de apertura que solo allí se hace posible: una experiencia, o un intercambio complejo, en el que lo sintiente (du sentant) y lo que es sentido (du senti ) se entrelazan de modos que hacen imposible diferenciarlos y que, a su vez, dan lugar a una forma de resonancia entre ellos que también hace imposible concebirlos -percibirlos- como uno y el mismo. En ese sentido, sugieres, la escucha sería el más "reflectante" de los sentidos precisamente por la reflexión infinita que solo ella provoca y por la forma de resonancia que este diferimiento infinito supone. Teniendo en mente estas sugerencias, ¿podríamos pensar en lo auditivo/lo audible no como un sentido entre otros, sino quizás como el punto de partida de un pensamiento sobre la forma de resonancia que, en última instancia, atravesaría a todos los sentidos si pensamos en ellos a partir de su conexión con el ser-en-común? Más allá, ¿podría ser lo auditivo/audible, a su vez, el punto de partida de un pensamiento sobre la forma de resistencia que todos los sentidos pueden ejercer contra una especie de sordera implicada en cualquier intento de totalizar o encerrar lo absoluto, el sujeto, el sentido, en sí mismo?
JLN: Empecemos con tu primera pregunta y comencemos con lo siguiente: el murmullo no es totalmente inaudible, sino que se hace audible a través de intermitencias. De ahí que, durante una guerra, mientras escuchamos sin cesar los rumores del conflicto, las declaraciones de los jefes, las lágrimas de quienes son cercanos a los muertos y la amargura de quienes regresan, en licencia o heridos -y todo esto incluso durante guerras que, como sucede a menudo hoy, atraviesan el espacio y la vida de los "civiles", guerras más o menos "civiles" o guerrillas de grupos disidentes-, mientras escuchamos, entonces, cómo esta conmoción y estos lamentos lo dominan todo, todavía podamos percibir momentos de relaciones, de intercambios, de encuentros que nos devuelven un sonido completamente diferente, completamente otro, a veces como el de niños que juegan en medio de ruinas. Por supuesto que hay un límite: cuando ya no se sabe dónde encontrar abrigo, cuando ya no podemos alimentarnos, cuando es necesario huir, exiliarse, arriesgarlo todo antes que aguantar el fuego incesante de las armas o de las violencias, entonces el murmullo es estrangulado. Solo entonces se entra en una especie de humanidad en la que no subsiste sino el dolor ininterrumpido que devasta a cada uno. Solo entonces no hay ya más resistencia que aquella de la mirada -de una lágrima o de una palabra que, en este punto, es la última-. E incluso esta resistencia no vale si ella no es percibida, recogida y transmitida por un testigo.
Es por esto que los testimonios de violencias, desolaciones y atrocidades son importantes: ellos restauran el lazo a partir de lo desgarrado, lo audible a partir de lo mudo. Podemos, además, preguntarnos hasta qué punto el testimonio hoy no llega a hacer falta... Hay tantas heridas de guerra, tanta violencia, tanto odio, tanto aplastamiento de la dignidad y tanta destrucción de la vida; hay tantas situaciones requeridas por tales trasformaciones económicas y técnicas que uno puede preguntarse si todavía es posible dar testimonio de ellas en el sentido más fuerte del término, es decir, si es posible hacerlas entrar en el lenguaje, en la circulación del habla.
Yo incluso estaría dispuesto a preguntarme si es que no estamos hoy ante cierta borradura del murmullo. Quizás estemos ante un recubrimiento del murmullo por una "comunicación" que no pone en relación a las existencias sino a los emisores-receptores-transmisores de información, cuyo contenido, además, no concierne a la relación misma (como sucede cuando nos saludamos, cuando nos contamos noticias sobre nuestras familias), sino a unos regímenes predeterminados de opiniones, denuncias, revelaciones y cualificaciones (trátese de las virtudes de un protector solar o las características de una tribu...). Si ese es el caso, esto quiere decir que hay una cierta consistencia y, por lo tanto, una cierta resistencia de lo "común" en cuanto tal que desfallece. Tal vez la vida de las megalópolis favorece este desfallecimiento. En un sistema de transporte masivo hay muy poco del murmullo y, por el contrario, hay mucho ruido, mucho brillo de "com" en el sentido en que en francés se abrevia "comunicación", es decir, en el sentido de publicidad, de "advertising", que yo volcaría al registro de la palabra "avertir" en francés -el registro del aviso o la advertencia, como cuando se dice "¡No empuje!", "¡Cállese!", "La siguiente estación es Rochambeau", "¡Mire a esa mujer! (con un silbido)", etc.-. El murmullo deviene entonces solo algo vulgar, trivial, mecánico. Y esta es ciertamente una amenaza presente en el murmullo mismo que, aun así, es también la marca de la proximidad y del intercambio.
Ahora, con relación a las artes. Precisamente porque lo común contiene siempre el riesgo de lo banal y de lo vulgar, el riesgo de que la proximidad derive en promiscuidad, esto es, en confusión e indistinción, hay un riesgo que es inherente al murmullo mismo: el riesgo de la indistinción, pero también aquel del odio que, aunque le es cercano, es también su opuesto. El arte consiste siempre, quizás, en evitar ese riesgo. Está, por ejemplo, el arte de la cortesía, que comprende también al arte de la discreción. Todas las sociedades cultivan formas elaboradas de cortesía, pero la "masa" las degrada. Hay algo de cortesía siempre en el arte, cierta forma de dar la bienvenida, de recibir, de dejar que el otro se comporte según su voluntad. Escucha una pieza para piano o una pieza de malunga: nada te restringe, todo en ella te invita a participar, a comunicar según tu manera de resonar. Lo mismo puede decirse de los tambores japoneses (odaiko): su poder no impide ni la ligereza ni el ritmo. En contraste, estoy tentado a decir que hay cierta música militar (o de caza) que pertenece más al registro de las órdenes que al sentido musical, y que a veces contamina la música sinfónica volviéndola restrictiva e indiscreta. Pero es que, en efecto, hay formas de arte que están cargadas de significados, de ideas y de finalidades...
En contraste, el murmullo no tiene una finalidad -es sin finalidad-. Su finalidad es la relación, aunque la relación no es un fin, sino un medio (milieu) de existencia. De un modo parecido, el arte intensifica las relaciones, no tiene otro fin. Esta es ciertamente la razón por la que ninguna sociedad carece de arte y por la que toda sociedad se da formas que le son propias en cada campo artístico, es decir, formas que pertenecen a un régimen de relaciones (signos, símbolos, inflexiones, matices, tonos, modulaciones, etc.).
Por último, con relación a los sentidos, tu pregunta toca una cuestión extensa y de enorme interés: aquella de la distinción y la transversalidad de los sentidos. Cada sentido es perfectamente sui generis y, a la vez, cada uno atraviesa a los demás por un rasgo común. En esa vía, podríamos decir que la vista pone la línea y el color en cada uno de los otros sentidos, que el olor pone el perfume y el aroma, el gusto pone el sabor, el tacto pone el contacto y el oído pone la resonancia en los demás. O bien podríamos decir, en el sentido inverso, que estas cualidades sensibles pertenecen en su conjunto a toda sensación y, a su vez, se elaboran del modo que les es propio en su respectivo registro. Tendríamos que analizar con precisión cada una de estas cualidades para hacerlas más claras (y al mismo tiempo más complejas, incluso más confusas, puesto que ellas se recubren mutuamente, se mezclan.). En cualquier caso, la resonancia pertenece a toda sensación: hay siempre un reenvío a sí (de un color, de un sabor.), pero este reenvío tiene lugar antes que nada en el sonido. Un sonido "resuena", "reverbera", "repercute": se da a sí mismo y a su mismidad con él, está hecho de esta separación de sí en sí. Es a esto a lo que nos referimos cuando hablamos de la propagación del sonido: el sonido atraviesa el espacio y hace del oyente un espacio atravesado. De tal forma, el sonido actualiza la condición general de ser-atravesado, que es la condición del ser sensible. Y en el fondo es de esto de lo que estamos hablando: del ser-atravesado como la condición más general de la existencia... Esto significa no solo ser atravesado del modo en que un túnel es atravesado por un tren, sino ser en tanto ser atravesado ("étre en tant que traversé").
MRA: Ser en cuanto ser atravesado, sí. Esto describe de manera muy adecuada, y muy bella también, lo que creo que está en el corazón de tu pensamiento -y en el pensamiento también sobre el corazón que te atraviesa, el corazón de otro que late ahora en ti-; pero, sobre todo, se refiere a ese motivo con el que siempre me quedo de tus reflexiones sobre la escucha, cuando nos describes, en el acto de escucha, como cajas de resonancia. Y es ahí quizás que yo sí encuentro algo singular y quizás privilegiado de lo audible en tus reflexiones sobre los sentidos, aunque entienda por qué de lo que se trata no es de privilegiar un sentido sobre otro, sino de pensarlos todos como modalidades de la relación que nos constituye.
Para ir cerrando esta conversación -aunque, como dices, el punto no es cerrarla, sino permanecer dentro de ella, dejar que nos atraviese-, quisiera volver unos pasos atrás y preguntarte acerca del testimonio. Lo has mencionado brevemente a partir de su relación, me parece, con una forma muy específica de murmullo: a saber, una forma de murmurar que puede ser necesaria para recordar el tipo de resistencia que debe reactivarse cada vez que la existencia se ve amenazada en su condición más originaria. Como mencionas al final de tu respuesta, esta condición es aquella de dejar que la existencia misma, nuestro ser-en-común, nos "atraviese". Te preguntas, entonces, si el testimonio es siquiera posible en estos días, si su capacidad de adentrarnos en una circulación genuina del sentido es todavía posible. Esto es particularmente importante en un mundo en el que hay tanta destrucción que queda muy poco espacio para volverse contra ella y reclamar nuestra capacidad para sobrevivirla -al menos es así como yo entiendo tu preocupación-. Quisiera entender mejor a qué te refieres cuando hablas de "un testimonio en el sentido más fuerte de esta palabra". ¿Podrías desarrollar un poco este punto?
Esta pregunta, por supuesto, no surge de improviso, pues, como bien sabes, está completamente conectada con mi trabajo. Lo fundamental para mí no es tanto si puede o no haber testimonio -pienso que siempre lo hay, que siempre está allí-. La pregunta para mí es, más bien, si tenemos las herramientas adecuadas para hacerlo audible, para escuchar verdaderamente tanto sus exigencias como su resistencia a adecuarse a un lenguaje dado de antemano. Para mí, el testimonio, como el murmullo, exige un reordenamiento absoluto del sentido que es necesario no solo para hacer que este pueda circular de nuevo, sino, sobre todo, para redefinir qué entendemos por "sentido" en primer lugar. El sentido se destruye completamente cada vez que acontece una atrocidad. El testimonio "en el sentido más fuerte de esta palabra" se relaciona con lo que significa ser testigo de esta destrucción -dar cuenta de ella, escuchar realmente lo que se ha destruido-, así como con la capacidad de sobrevivir y redefinir el mundo que emerge de sus heridas. El testimonio, en este sentido específico del término, sería acaso la última forma de resistencia; sería, entonces, el murmullo que debe resonar en nuestro tiempo para evitar la renuncia a nuestra existencia como ser-en-común-la renuncia a nuestra existencia o, en tus palabras, a nuestro ser en cuanto ser atravesado.
JLN: Un testimonio, en el sentido más fuerte y pleno de esta palabra, se deriva de una certeza (assurance) absoluta en la que el conocimiento de los hechos viene acompañado de una comprensión de las disposiciones y las intenciones. Un testigo ordinario ha visto a un carro desviarse; un mejor testigo es el que ha percibido una señal de dolor en el rostro del conductor (víctima de un derrame cerebral) o, en contraste, un gesto brutal de un pasajero que agrede al conductor. Otro testigo es, incluso, aquel que conoce el estado de salud o la situación familiar del conductor y puede reportar el accidente a su familia. En cualquier caso, el testigo pone en práctica cierta convicción que es solo suya y que solo es garantía de la certeza que él mismo declara: el testigo da testimonio "por su honor", "a conciencia".
La certeza del testigo no es, pues, la certeza de la prueba. Es, más bien, aquella de su convicción, de su sinceridad o del honor que él mismo compromete al jurar que dice la verdad. El testigo es el garante absoluto de esta verdad; en cierto sentido, él mismo es esa verdad. Es en ese sentido, de hecho, que el testimonio de la resurrección de Cristo juega el papel fundamental que ha tenido en la historia del cristianismo: solo los testigos pueden dar fe de ese evento decisivo e increíble, un evento del que no hay prueba posible. La transmisión de la confianza en y entre los testigos es, de cierta manera, aquello que constituye a la fe misma.
El testigo es testigo de su fe -de ahí las palabras de Celan, "Nadie testimonia por el testigo [Niemand zeugt für den Zeugen]". Es por esta razón que quisiera decir que, cuando hoy hablamos del testimonio de la destrucción -sea la que sea: la guerra, la tortura, la violación, la deforestación, el envenenamiento físico y moral-, ya no estamos hablando de eventos misteriosos que requerirían la sensibilidad de cierta fe. Se trata, al contrario, de una especie de misterio oscuro, increíble y demasiado manifiesto a la vez; un misterio revelado por sus millones de testigos, víctimas y verdugos ellos mismos, analistas de sustancias cancerígenas, de operaciones nucleares o de manipulaciones financieras.
Este no es ya el testimonio de una fe; es dar cuenta (attestation) de una evidencia. La cuestión no es, en efecto, si este o aquel individuo ha torturado a alguien -esto es muy secundario-, sino el grado de sistematicidad con el que todos los agentes policiales del mundo, tanto políticos como morales, practican la tortura. Por ejemplo, no es siempre claro si un comportamiento médico que el progreso ha hecho posible no es también una forma de tortura que está al servicio de una progresión interminable y ciega de medios para "curar".
En contextos específicos, y a nivel local, sin duda es importante denunciar, revelar y, por lo tanto, tener testigos que permitan detener tal o cual actividad. Pero la realidad no deja de ser aquella de la complejidad y el tecnicismo de las realidades sociopolíticas en las que ases opresivos, mutiladores, desesperados siguen siendo perpetrados por sistemas o maquinarias de las que, en el fondo, no hay testimonio. ¿Quién es testigo del desastre ecológico y cultural? ¿Quién es testigo de la transformación del Estado como soporte de enormes aparatos dedicados al desarrollo y el enriquecimiento? ¿Quién es testigo del nihilismo? Nadie, solo el nihilismo mismo.
Hay, por supuesto, muchas acciones locales que son muy valiosas, que permiten mitigar algunos sufrimientos -pero, pese a todo, la certeza del sufrimiento general, global, es invencible-.
Aquello que muy pronto hará falta es el testimonio de lo inédito, de un por-venir (l'á-venir) totalmente increíble, totalmente otro... O bien de aquello de lo que no haya que dar testimonio jamás.