Introducción
El principio de la simpatía es un aspecto de la filosofía de David Hume que ha sido ampliamente estudiado en relación con su teoría moral. Sin embargo, aún no se ha explorado en profundidad cuáles son los alcances de este principio en lo referente a su potencial comunicativo. En otras palabras, resta investigar si es posible que la simpatía, en el marco de la filosofía de Hume, opere como condición de posibilidad para la comunicación de todo estado y contenido mental: no solo de emociones y pasiones, sino también de creencias. Esta cuestión cobra relevancia porque su elucidación permite aportar elementos para responder a ciertas acusaciones que recaen tanto sobre Hume como sobre otros pensadores modernos que se ocuparon del estudio de la mente, en cuanto a que existe un sesgo individualista en su epistemología (cf.Baier 1991 32-33; Pitson 1996 260; Haakonssen 2004 100-102). La acusación de individualismo consiste en postular que los contenidos mentales solo son accesibles a la mente que los piensa, lo que implica que son de carácter intrínsecamente intransferible. Por el contrario, el análisis del principio de la simpatía nos permitirá mostrar que esos contenidos mentales no son inherentemente privados sino pasibles de ser compartidos con los demás.
Con este propósito, revisaremos en primer lugar la definición que Hume ofrece de la simpatía y los fundamentos sobre los que la apoya: la universalidad de la naturaleza humana y el carácter inherentemente social del hombre. En segundo lugar, estableceremos una serie de distinciones vinculadas con la simpatía que ayudarán a comprender cómo es posible comunicar no solo emociones y pasiones sino también creencias. Esto revelará un hecho que no ha sido subrayado lo suficiente, que consiste en que Hume considera que los sentimientos y las opiniones están interconectados en cada acto mental. Finalmente, nos ocuparemos de la relación entre la experiencia y la simpatía. Contrariamente a la opinión de diversos autores, buscamos poner de relieve que, dado que lo que permite comunicar nuestros contenidos y estados mentales reside en características inherentes a la naturaleza humana antes que en la posibilidad de contar o no con cierto tipo de conocimiento acerca de las emociones, pensamientos y pasiones en general, la experiencia no es condición de posibilidad para que se ponga en acto el principio de la simpatía. A la inversa, gracias a la simpatía es posible aceptar los sentimientos y creencias que el otro busca comunicarnos, sin que sea un prerrequisito el contar con una experiencia similar.
Los fundamentos de la simpatía
La noción humeana de simpatía presenta diversos matices y sufrió ciertas modificaciones respecto de su función en la transición desde el Tratado de la naturaleza humana a la Investigación sobre los principios de la moral. En esta oportunidad, no nos interesa profundizar en el rol que Hume le otorga a la simpatía en el marco de la ética, ni establecer si su función se modificó y en qué medida,1 sino más bien centrarnos en los rasgos que la convierten en uno de los dispositivos clave para posibilitar la comunicabilidad de todo contenido mental.
Hume entiende la simpatía como un principio operativo que nos permite recibir de los demás, "al comunicarnos con ellos, sus inclinaciones y sentimientos, por diferentes y aún contrarios que sean a los nuestros" (T 2.1.11.1 SB 316 [495]).2 Esto se lleva a cabo básicamente a través de un proceso mediante el cual la observación del comportamiento de los demás, de los "efectos y signos externos" de esos sentimientos e inclinaciones, que constituyen impresiones complejas, causa en nosotros ideas vivaces de aquello que el otro está sintiendo (T 2.1.11.3 SB 317 [496]). Estas ideas pueden convertirse en nosotros en las impresiones mismas que representan. Hume denomina "simpatía" tanto al principio causante del proceso como al proceso mismo y al producto resultante, que es el sentimiento de simpatía (cf.Vitz 2004 263-264; 2016 313-314).
En el proceso de simpatía intervienen los tres principios de asociación natural. La causalidad es la que "nos lleva a convencernos de la realidad de la pasión con que simpatizamos" (T 2.1.11.8 SB 320 [499]), en la medida en que es el único tipo de relación que nos permite afirmar la existencia de algún hecho, así como también interviene en la conversión de la impresión original en idea, y en la de la idea en impresión. La semejanza y la contigüidad son importantes porque la simpatía se origina a partir de la relación que los objetos tengan con nuestro yo.3 Con respecto a la semejanza, Hume señala que "nuestro yo nos está siempre presente de un modo íntimo" (T 2.1.11.8, SB 320 [p. 499]), lo que hace que cualquier objeto que se relacione con nosotros sea considerado "con una parecida [like] vivacidad de concepción" (T 2.1.11.4, SB 317 [p. 496]). Hume sostiene que es evidente que todos los seres humanos presentan una gran semejanza entre sí, tanto respecto de su estructura y composición corporal como mental. Esta semejanza es la que contribuye "en tan gran medida a hacernos partícipes de los sentimientos de los demás, y a aceptarlos con gusto y facilidad" (T 2.1.11.5, SB 318 [497]; T 2.2.5.12, SB 362; T 2.2.7.2, SB 369). Pero no solo es relevante una semejanza de orden físico y mental para que exista la simpatía, sino que tener en común cierta forma de ser, de carácter, de lenguaje o de nacionalidad, facilita la posibilidad de compartir nuestras inclinaciones y sentimientos (T 2.1.11.5, SB 318). Por otra parte, la contigüidad contribuye a fortalecer la simpatía, ya que cuanto más cercanas sean las personas a nosotros, tanto más se facilitará la comunicación de sus sentimientos (T 2.1.11.6, SB 318 [497]). Por ese motivo, los lazos de sangre y los vínculos de amistad facilitan la simpatía (cf. T 2.1.11.6, SB 318; T 2.2.4.4-5 SB 352-353). Todos estos factores hacen que las ideas, los sentimientos y las inclinaciones de los demás puedan estar presentes en nuestro yo de manera más viva e intensa, de modo tal que puedan convertirse en impresiones.
El principio de simpatía tiene por fundamento la universalidad de la naturaleza humana, la que no debe entenderse en el sentido de una esencia o algo similar, sino como un hecho que se infiere a partir de la observación de analogías tanto mentales como físicas entre los seres humanos, de manera similar al modo en que puede establecerse la regularidad de la naturaleza (Demeter 2012 586-587).4Otro factor fundamental que favorece el desarrollo de la simpatía es el carácter gregario del ser humano, que lo lleva a vivir en sociedad, a establecer y compartir un lenguaje, un modo de organización, y ciertas costumbres.
[El] hombre es absolutamente incapaz de bastarse a sí mismo, y [...] si se desatan todos los lazos que lo unen con los objetos externos, se hundirá inmediatamente en la más profunda desesperación y melancolía [...] A esto se debe que la compañía de los demás sea tan naturalmente grata, en cuanto que hace manifiesto el más vivo de los objetos: un ser racional y pensante igual que nosotros, que nos comunica todas las acciones de su mente, nos confía sus más íntimos sentimientos y afecciones, y nos permite observar en el instante mismo en que se producen, todas las emociones que puedan ser causadas por un objeto. (T 2.2.4.4, SB 352-353 [540-541])
Si bien podemos notar en este pasaje que el carácter gregario del ser humano parece encontrar sustento en la uniformidad de la naturaleza humana, ya que es la semejanza con los demás lo que nos lleva a buscar su compañía, Hume considera que las sociedades humanas tienen un rasgo distintivo que las diferencia de las comunidades animales: la capacidad de establecer y respetar convenciones (T 3.2.2.9-10, SB 489-490). La sociedad es el ámbito donde se crean las condiciones adecuadas para que podamos desarrollar plenamente nuestras aptitudes naturales. Entre ellas está justamente la simpatía. Así,
la costumbre y la relación, familiar o amistosa, nos hacen participar profundamente de los sentimientos de otras personas, y sea cual sea la suerte que les acompañe, la tendremos presente gracias a la imaginación, actuando sobre nosotros como si originariamente se tratara de nuestra propia suerte. (T 2.2.9.20, SB 389 [584])
La vida en comunidad, que es favorecida por el carácter gregario del ser humano, hace que el intercambio entre sus integrantes sea más frecuente, y esto, sumado a un lenguaje común, los lleva a desarrollar un modo de ser compartido y un carácter nacional, favoreciendo además la comunicación de emociones, sentimientos y pasiones. Hume explica que la misma disposición a la sociabilidad es la que nos permite entrar en los sentimientos del otro (ESY - NC, 202 [200]). Sin embargo, es indudable que la posibilidad de poner en acto el principio de la simpatía justamente depende, como vimos en el pasaje que citamos antes (T 2.2.4.4, SB 352-353), de que nos encontremos inmersos en un entorno social. Por lo tanto, la sociedad es condición para que el principio de simpatía, que es inherente a la naturaleza humana, pueda dar lugar al proceso de simpatía y generar el consecuente sentimiento homónimo. En el hipotético caso de que nos encontrásemos completamente aislados, nunca nos enteraríamos de que contamos con ese principio. Pero cuando estamos rodeados de otros seres humanos, parece casi inevitable que se desencadene el proceso mediante el cual podemos comunicarnos recíprocamente nuestras inclinaciones, sentimientos y estados de ánimo (cf. T 2.2.5.15, SB 363).
Finalmente, cabe señalar que, así como Hume reconoce que muchas especies de animales comparten con nosotros la tendencia a ser gregarios, de la misma manera reconoce en ellos el principio de simpatía (cf. T 2.2.12.6, SB 398). Sin embargo, la simpatía natural que compartimos hombres y animales es parcial y limitada, es decir que alcanza a quienes tienen lazos de sangre o cercanía afectiva entre sí en el momento presente, ya que es influida de manera determinante por el principio de contigüidad (cf. T 2.1.11.4, SB 318). A diferencia de los animales, cuyo pensamiento no es tan activo como para rastrear relaciones más allá de su contexto inmediato (T 2.2.12.4, SB 397), el hombre es capaz de extender la simpatía de dos maneras posibles. Por un lado, puede tener una sensación vivaz de todas las circunstancias que rodean a la otra persona, tanto pasadas como presentes y futuras, posibles, probables o ciertas. Esto se debe a que la vivacidad de la impresión de sensación que nos genera la pasión que siente el otro no queda circunscripta al objeto actual, sino que difunde su influencia a todas las ideas relacionadas (cf. T 2.2.9.13-14, SB 385-386). Por otro lado, es posible extender la simpatía de manera que abarque a muchas personas al mismo tiempo (T 3.3.1.23, SB 586, ver EPM 5.45).
Tipos de simpatía
Los especialistas han distinguido diversos tipos de simpatía (cf.Pitson 1996; Kirby 2003; Baier y Waldow 2008; Agosta 2014). De entre ellos, nos centraremos en destacar dos distinciones entre tipos de simpatía -entendida como proceso- que se vinculan con la posibilidad de comprender de qué modo pueden comunicarse las opiniones. La primera distinción consiste en el modo en que se produce la simpatía: espontánea o reflexivamente, y la segunda se refiere a la clase de resultado que se obtiene: empático o no empático, según se alcance la empatía o se llegue únicamente a la comprensión de los sentimientos, emociones u opiniones de los demás. Ambas distinciones, como veremos, nos llevarán a reconsiderar o refinar la explicación básica del proceso de simpatía con la que hemos comenzado el apartado anterior (cf T 2.1.11.1, SB 316-317).
Encontramos diversos ejemplos de simpatía espontánea a lo largo de la obra de Hume, en los que se refiere a ella como una especie de respuesta instintiva frente a la manifestación externa de los contenidos mentales de los demás, que suele adoptar la forma de un "contagio emocional." En este caso, la simpatía conduce directamente a la producción de emociones, sin que, al parecer, exista un reconocimiento consciente o una reflexión deliberada acerca de los efectos de los estados mentales de los otros que se manifiestan en sus "signos externos." Así lo deja traslucir cuando afirma que la alegría, al igual que otras "cualidades mentales", tiene la capacidad de trasmitirse produciendo satisfacción en los espectadores: "Su sensación inmediata, para la persona que las posee, es agradable; los demás participan del mismo humor y captan el sentimiento por [un] contagio o simpatía natural" (EPM 7.2 [209-210], 7.21). Tal vez, el ejemplo más claro sea el que aparece en el ensayo "De los caracteres nacionales":
La mente humana es [de una naturaleza muy imitativa], y no es posible que un grupo de personas converse con frecuencia sin adquirir una cierta similitud en sus maneras, y sin comunicarse unos a otros sus vicios tanto como sus virtudes. La propensión a la compañía y la sociedad es fuerte en todas las criaturas racionales, y la misma disposición que produce en nosotros esta propensión, hace que penetremos a fondo en los sentimientos de los otros, y que las mismas pasiones e inclinaciones, por así decirlo, discurran por contagio, por el mismo club o grupo de compañeros. (ESY - NC 202 [200]; cf. T 2.1.11.2, SB 317)
Esta cita parece darnos a entender que la simpatía por contagio se produce no solo teniendo por fundamento la universalidad de la naturaleza humana, sino también la naturaleza imitativa de los seres humanos, lo que nos lleva a entrar en el mismo estado de ánimo que los demás por medio de una suerte de mímesis. Por ese motivo, tanto Anthony Pitson (1996 264-266) como Jacqueline Taylor (2015 44-45) sostienen que se trata de una forma instintiva o primitiva de simpatía, que consiste en una respuesta más o menos involuntaria frente a los que nos rodean. Consideran además que es el tipo de simpatía que compartimos con los animales, ya que es una propensión a captar los sentimientos de los demás independientemente de cualquier afirmación explícita de lo que creemos que esos sentimientos son a la luz de lo que observamos en el comportamiento ajeno.
En el mismo sentido, Lou Agosta (2014 10) señala que lo que distingue a la simpatía por contagio de la que implica reflexión, es que en el primer caso nos formamos una sola representación: la de lo que el otro está sintiendo, mientras que, en el segundo caso, nos formamos además una representación del otro como la fuente de la primera representación, es decir una representación de que la causa de los sentimientos propios es el otro. En definitiva, la principal diferencia reside en que en el contagio se adopta un estado mental de manera involuntaria e imitativa, mientras que en la simpatía reflexiva se registra conscientemente el origen de esos sentimientos, pasiones, opiniones, etc. como externo al propio yo, y se observan e interpretan de manera cuidadosa los signos mediante los cuales ellos se manifiestan. Hume explica cómo funciona la simpatía reflexiva en este pasaje:
Cuando se infunde por simpatía una cierta afección, al principio es reconocida solamente por sus efectos y signos externos, presentes en el gesto y la conversación, y que dan una idea de esa pasión. Esta idea se convierte entonces en una impresión, adquiriendo de este modo tal grado de fuerza y vivacidad que llega a convertirse en pasión, produciendo así una emoción idéntica a la de una afección original. Ahora bien, por instantáneo que pueda ser este cambio de la idea en impresión, está originado por ciertas concepciones y reflexiones que no escaparán al análisis riguroso del filósofo, aun cuando pueda haber sido esa misma persona quien haya hecho antes tales reflexiones. (T 2.1.11.3, SB 317 [496])
Este tipo de procedimiento, por otra parte, es lo que nos permite poner en práctica la simpatía propia de los seres humanos -diferente de la "natural" que compartimos con los animales-, ya que supone la posibilidad de considerar pormenorizadamente las circunstancias en las que el otro se encuentra o puede llegar a encontrarse. Para poder comprender -y no solo adoptar miméticamente- los motivos, razones y propósitos del otro, debemos hacerlo en sus propios términos y de acuerdo con sus propias concepciones de sí mismo (cf. T 3.3.2.2, SB 592).
La simpatía reflexiva parece ponerse en juego sobre todo cuando las relaciones de semejanza y contigüidad son más débiles, o bien, cuando se expresan los sentimientos u opiniones disimuladamente, empleando "signos más singulares e infrecuentes" en lugar de recurrir a "signos generales y universales" para expresarlos abiertamente (T 1.3.13.14, SB 151 [273]). En ambos casos, la menor familiaridad con los signos externos y efectos mediante los cuales los demás expresan sus contenidos mentales requiere un mayor esfuerzo interpretativo de nuestra parte. Inclusive, Hume afirma que "si recorremos todo el globo o revolvemos en los anales de la historia, descubriremos toda clase de señales de simpatía o contagio de modales" (ESY - NC, 204 [201]). Esto implica que los signos externos que conducen a la simpatía no solo se leen en la expresión viva y presente del otro, sino que también pueden extraerse del testimonio histórico.5 En este caso, parece imprescindible emplear la reflexión, pues hay que reconstruir formas de vida muy diferentes o alejadas de las nuestras en el tiempo y en el espacio (Farr 1978 292, 299-301), lo que dificulta el accionar espontáneo del principio de la simpatía.
La simpatía reflexiva resulta fundamental al momento de realizar evaluaciones estéticas o morales, las cuales requieren que hagamos un esfuerzo por hacer a un lado nuestras circunstancias particulares de tiempo y espacio, de amistad o enemistad con quien está siendo objeto de nuestro juicio. Es necesario adoptar "algún punto de vista estable y general, de modo que en nuestros razonamientos nos situ[e] mos siempre en él, con independencia de nuestra real situación en ese momento" (T 3.3.1.15, SB 581-582 [828-829]; cf. EPM 5.42). Esta perspectiva estable y general es lo que Hume denomina "punto de vista general," y nos permite, cuando debemos formular juicios morales o estéticos, "corregir" nuestra simpatía natural, que como hemos visto, es limitada, para considerar de la misma manera una acción que ocurrió hace cientos de años en un país remoto y otra similar que tuvo lugar el día anterior en nuestra ciudad (T 3.3.1.14, SB 581; cf. EPM 5.42).6
La segunda distinción que cabe hacer entre tipos de simpatía surge a partir de discernir dos pasos en el proceso de simpatía: el de la comprensión y el de la empatía (Farr 1978 292-294; Debes 2007 319; Baier y Waldow 2008; Bohlin 2009 138), los que se manifiestan claramente en el pasaje que citamos más arriba (T 2.1.11.3, SB 317 [496]). El primer paso consiste en reconocer el sentimiento o emoción del otro a partir de sus efectos y signos externos, lo que nos lleva a formarnos una idea acerca de lo que está sintiendo y, probablemente, junto con ella, también de los motivos por los que siente de esa manera, o de las convicciones que sostiene y los motivos que lo llevan a sostenerlas. El segundo paso consiste en compartirlo empáticamente cuando estamos en presencia del otro y podemos investigar directamente la expresión de sus sentimientos. En este paso, la idea que nos hemos formado del sentimiento de la otra persona adquiere un grado superior de vivacidad, convirtiéndose en un caso del mismo sentimiento al vincularse con la idea que tenemos de nuestro yo.
Annette Baier y Anik Waldow (2008 76-77) hacen notar que no en todos los casos son necesarios los dos pasos para simpatizar con el otro. Podemos simpatizar de diversas maneras y no todas conducen a la conversión de la idea en un sentimiento empático. Para que los dos pasos se cumplan se requiere de la contigüidad, pero es posible simpatizar con un completo extraño o con un personaje de la historia aún sin llegar a convertir sus emociones en las mías (cf. T 3.3.1.16, SB 582), a partir de la semejanza general que existe entre todos los seres humanos. Por otra parte, las autoras (2008 70, 78-79) señalan que tampoco es necesario llevar a cabo los dos pasos para adoptar un punto de vista general con el propósito de hacer evaluaciones morales, ya que, si tuviéramos que sentir lo que cada una de las partes involucradas en un conflicto moral siente, correríamos el riesgo de quedar emocionalmente quebrados. En estos casos, solo es necesario comprender las distintas emociones y puntos de vista, pero no así llegar a sentirlos.
La comunicación de creencias
Hemos señalado al comienzo que nos interesa investigar si Hume considera que no solo es posible comunicar sentimientos, pasiones o afecciones, sino también creencias. Esto implica que la opinión del otro puede hacer que una idea particular tenga una cierta influencia sobre nosotros al adquirir mayor vivacidad, llevándonos a adoptar una creencia sostenida por esa persona.7
La posibilidad de compartir opiniones por medio del mismo proceso a través del cual compartimos sentimientos aparece desde el momento en el que Hume presenta el principio de simpatía y se ratifica en diversos pasajes subsiguientes. El primer ejemplo que ofrece sobre cómo funciona la simpatía es el de los niños, "que admiten implícitamente cualquier opinión que se les proponga." A continuación, añade que esto también se da en los adultos: "hombres de gran juicio y entendimiento encuentran muy difícil seguir su propia razón e inclinaciones cuando éstas se oponen a las de sus amigos y compañeros habituales" (T 2.1.11.2, SB 316 [495]). Estos ejemplos iniciales parecen ser casos de simpatía espontánea o por contagio, ya que, en el caso del niño, hay una admisión de cualesquiera opiniones que su entorno les trasmita, y en el del adulto, hay una inclinación a compatibilizar su propio modo de pensar o incluso a mimetizarse con las opiniones de sus afectos y entorno cercano. En ambos casos tienen un peso fundamental los principios de la semejanza y la contigüidad, que facilitan la comunicación de los contenidos mentales.
Algunos intérpretes han señalado que por medio de este tipo de simpatía espontánea solemos adoptar creencias que no en todos los casos cuentan con un adecuado fundamento en la experiencia, sino que se originan en fuentes tales como la elocuencia de los charlatanes, la inculcación o la superstición (cf. Butler 1975, 18; Vitz 2014). Estas creencias surgen como fruto de la "credulidad":
No hay debilidad de la naturaleza humana más universal y patente que lo que comúnmente llamamos credulidad, o confianza excesivamente ingenua en el testimonio de los demás [...] Y no existe otra cosa que pueda darnos seguridad alguna en la veracidad de los hombres que no sea nuestra experiencia de los principios rectores de la naturaleza humana. Ahora bien, aunque sea la experiencia el verdadero criterio de este juicio, así como de todos los demás, raramente nos regimos enteramente por ella, antes bien, mostramos una notable inclinación a creer todo lo que se nos cuenta, aunque se refiera a apariciones, encantamientos y prodigios, y por contrario que sea a nuestra experiencia y observación cotidianas. (T 1.3.9.12, SB 112-113 [226-227])
Esto se debe a que, para Hume, las creencias pueden tener múltiples orígenes, de entre los cuales la experiencia es solo uno más, aunque es el único que le brinda una adecuada justificación a aquello que creemos.
Esta tendencia a creer aun cuando no contamos con un adecuado sustento empírico o, inclusive, en contra de lo que la experiencia nos muestra, se explica por el hecho de que las creencias y las pasiones son mutuamente dependientes: "así como la creencia es requisito casi indispensable para despertar nuestras pasiones, del mismo modo éstas [son muy favorables] para la creencia" (T 1.3.10.4, SB 120 [236]). De esta manera, los hechos que nos brindan emociones tanto agradables como dolorosas, se convierten fácilmente en objeto de opinión, por más que las creencias resultantes no tengan la "solidez y fuerza que [...] acompaña a las ideas establecidas gracias a razonamientos por causalidad" (T 1.3.10.6, SB 121 [237]). Más aún, cuando escuchamos juicios relativos a nuestro carácter y mérito personal,
tales juicios están siempre acompañados de pasión; y nada tiende más a perturbar nuestro entendimiento, precipitándonos en toda serie de opiniones por irrazonables que sean, que la conexión de estos juicios con una pasión, pues esta se difunde por toda la imaginación y confiere una fuerza adicional a toda idea relacionada. (T 2.1.11.9, SB 321 [500])
Estos pasajes ponen de manifiesto por qué Hume considera posible trasmitir mediante el mismo procedimiento de la simpatía tanto opiniones como sentimientos. Sentir y pensar no son dos aspectos de la mente humana que circulan por carriles independientes, sino que están íntimamente conectados (T 2.3.3.3, SB 416). Los objetos que nos señalan la razón y la experiencia no nos resultan indiferentes porque las emociones se extienden también hacia ellos: "casi toda clase de ideas está acompañada de alguna emoción, aún tratándose de las ideas de número y extensión; con mucha mayor razón lo estarán, pues, las ideas de objetos considerados de interés para la vida" (T 2.2.10.9, SB 393 [588]). Por lo tanto, "nunca nos concerniría en lo más mínimo el saber que tales objetos son causas y tales otros son efectos, si tanto las causas como los efectos nos fueran indiferentes" (T 2.3.3.3, SB 414 [616]). Las emociones y las pasiones acompañan todas las operaciones del entendimiento, y si las emociones se comunican por medio de la simpatía, ¿por qué no podrían comunicarse los razonamientos de la misma manera?
Como podemos notar, desde la perspectiva más amplia que supone la interconexión entre pensamientos y sentimientos, entre razón y pasiones, es posible plantear que las opiniones que se comunican mediante el proceso de simpatía no son solo aquellas que carecen de un adecuado fundamento en la experiencia, sino que, además, en tanto que nuestras inferencias causales conllevan emociones, sus conclusiones son susceptibles de ser trasmitidas de la misma manera. Por lo tanto, la simpatía no es únicamente un medio para alimentar el fanatismo religioso, la credulidad o la aceptación ciega de preceptos escolares, sino también una forma de comunicación de opiniones bien fundadas, lo que puede garantizarse por medio de un proceso reflexivo como el que hemos descrito en el apartado anterior. Hume afirma explícitamente esta interconexión entre razonamiento y simpatía:
Nada nos es más natural que el admitir las opiniones de los demás [...] tanto por simpatía, que hace que nos estén íntimamente presentes todos los sentimientos de esas personas, como por razonamiento, que nos lleva a considerar su juicio como una especie de argumento a favor de sus afirmaciones. Estos dos principios de autoridad y simpatía influyen en casi todas nuestras opiniones. (T 2.1.11.9, SB 320-321 [500])
Aquí podemos observar que, al estar las creencias y los sentimientos mutuamente acompañados, es posible admitir y aceptar las opiniones de los demás tanto por la vía de la simpatía como por la del razonamiento, y que inclusive ambos actúan conjuntamente influyendo en nuestras opiniones. Al parecer, entonces, los contenidos mentales que no son pasiones, emociones o sentimientos, son comunicables por medio de la simpatía en tanto que van aparejados a emociones, pasiones, etc. Por lo tanto, podemos inferir que lo que Hume quiere mostrarnos es que las emociones y sentimientos facilitan la comunicación de contenidos de tipo "informativo," no obstante lo cual es posible, como afirma la cita, aceptar las opiniones de otro también por la vía del razonamiento. Sin embargo, no parece que fuera posible separar tajantemente las emociones de los razonamientos, por lo que resulta plausible sostener que para Hume no se trata de una disyunción exclusiva entre ambas vías, sino inclusiva, la cual puede tornarse en una conjunción.
Finalmente, cabe preguntarnos si en el proceso de recibir por comunicación las opiniones de los demás se cumplen los dos pasos que distinguimos en la sección anterior o no. Este interrogante, que hasta donde llega nuestro conocimiento del tema no ha sido formulado por ningún intérprete, surge a raíz de que una opinión o una creencia no son más que ideas que se conciben y se sienten de una manera particular, manera que Hume caracteriza con varios adjetivos tales como vivacidad, fuerza, estabilidad y firmeza (EHU 5.12-13; cf. T 1.3.8.15, SB 105; T 1.3.9.2, SB 107; App. SB 624-625, entre otros), lo que nos permite distinguirlas de una mera ficción de la imaginación. Por lo tanto, en principio, sería suficiente para simpatizar con la opinión del otro que se cumpliera el primer paso -el de la comprensión-, mediante el cual nos formamos una idea acerca de ella, sin que esa idea se transformase luego en una impresión, en tanto que las opiniones son solo ideas. Sin embargo, Hume sostiene que la forma en que "participamos tan profundamente de las opiniones y pasiones de los demás cuando las descubrimos" consiste en la transformación de una idea en impresión, lo que "es más notable en las opiniones y afecciones, y es sobre todo en estos casos donde una idea vivaz se transforma en impresión" (T 2.1.11.7, SB 319 [498]), por lo cual, al menos en este pasaje, parece afirmar que en la comunicación de opiniones se cumplen ambos pasos del proceso de simpatía: tanto la comprensión como la empatía.
Ahora bien, la posibilidad de que la idea de una creencia ajena se convierta en una impresión propia nos remite al problema más amplio de cómo discernir una impresión de una creencia, si adoptamos como criterio de distinción entre ambas solo la vivacidad,8 que es justamente lo que Hume hace al momento de presentar por primera vez el principio de la simpatía. En esa ocasión, sostiene que ideas e impresiones
solamente se distinguen por sus distintos grados de fuerza y vivacidad. Y como esta diferencia puede hasta cierto punto suprimirse mediante una relación entre impresiones e ideas, no es extraño que la idea de un sentimiento o pasión pueda de esta forma ser avivada hasta convertirse en ese mismo sentimiento o pasión. (T 2.1.11.7, SB 319 [498])
Si bien en la cita solo se habla de ideas de sentimientos y pasiones, unas líneas más adelante aparece el pasaje que acabamos de citar respecto de que esta transformación "es más notable en las opiniones y afecciones". El problema parecería ser más subsanable si se tratara solo de ideas de emociones o pasiones,9 porque tienen una vinculación directa con las impresiones de reflexión (en tanto son ideas de reflexión), y porque Hume mismo considera que este tipo de impresiones son "secundarias", en tanto que surgen "de las impresiones originales o de las ideas de estas últimas" (T 2.1.1.1, SB 276 [444]). Sin embargo, no sería de tan fácil solución en el caso de una creencia, que es una idea que incluso -y generalmente- puede ser compleja, lo que significa que no necesariamente guarda una correspondencia exacta con una impresión compleja (cf. T 1.1.1.4, SB 3).
Si asumimos, como quiere Hume al momento de explicar el proceso de simpatía, que ideas e impresiones son entidades mentales diferentes, aunque la diferencia fundamental entre ambas radique en su grado de fuerza y vivacidad,10 lo que igualmente permite la "conversión de una idea en impresión por medio de la fuerza de la imaginación" (T 2.3.6.8, SB 427 [632]), ¿de qué manera podríamos explicar consistentemente la simpatía de opiniones? Como acabamos de hacer notar, esto no resultaría problemático en el caso de la relación entre ideas e impresiones de reflexión, pero sí lo es al momento de pensar cómo la idea de una opinión puede convertirse en una impresión. Ni Hume ni sus intérpretes se ocupan de esta cuestión. Sin embargo, podemos dar cuenta de este fenómeno si alteramos en cierta medida la explicación del proceso de simpatía. Tomando en cuenta que el pensamiento y los sentimientos están siempre interconectados y que ambos influyen por igual en la adopción de las opiniones ajenas, podríamos pensar que, en este caso puntual, lo que se convierte en impresión no es la idea de la opinión propiamente dicha -ya que eso conlleva las dificultades que hemos señalado- sino el sentimiento que acompaña la creencia original del otro y que ayuda a suscitar en mí esa misma opinión. Entonces, para formarme una idea de la opinión del otro solo basta con el cumplimiento del primer paso del proceso -la comprensión-, sin embargo, para que esa idea se vivifique en mí y se convierta en creencia, debe completarse también el segundo paso, la empatía: el sentimiento que acompaña a la opinión original debe convertirse en mí en una impresión de reflexión, ya que, como vimos más arriba, las pasiones favorecen la formación de creencias, confiriéndole una fuerza adicional a toda idea relacionada con ellas (cf T 2.1.11.9, SB 321). De esta manera, por vía de la simpatía podemos salvar la comunicación de opiniones de caer en serias dificultades, siendo coherentes, además, con los principios explicativos establecidos por el propio Hume.
En otras ocasiones, Hume sí contempla la posibilidad de que el proceso de comunicación de opiniones solo se limite al primer paso, lo cual no generaría el problema que acabamos de señalar, ya que no sería necesario elucidar cómo podría completarse esa comunicación mediante la transformación de la idea de una opinión en una impresión de reflexión:
Tan cercana e íntima es la correspondencia de las mentes humanas, que no bien se me ha acercado una persona cuando ya difunde sobre mí todas sus opiniones e influye en mi juicio, en mayor o menor grado. Y, aunque en muchas ocasiones mi simpatía por esa persona no llegue hasta el punto de cambiar completamente mis sentimientos y forma de pensar, pocas veces es tan débil que no perturbe el curso ordinario de mis pensamientos y no confiera alguna autoridad a esa opinión que me viene avalada por el asentimiento y aprobación del otro. (T 3.3.2.2, SB 592 [841-842])
La simpatía y la experiencia
Por último, nos resta abordar cuál es el rol de la experiencia en el proceso de simpatía. Algunos autores consideran la experiencia como una condición para la comunicación de sentimientos y opiniones, porque asumen que solo proyectando la experiencia propia a la situación en la que los otros se encuentran, podemos simpatizar con ellos (cf. Butler 1975).
Veamos la cuestión con más detalle. Diversos autores coinciden en afirmar que la experiencia es aquello que nos permite involucrarnos en el proceso de simpatía, de la misma manera que lo hace en el marco de las inferencias causales. Encontramos planteos más o menos estrictos al respecto. En primer lugar, desde una postura que podríamos calificar como estricta, Brian Kirby (2003 307, 323) afirma que, si no hemos tenido "experiencia o impresión" alguna de una determinada pasión o emoción, no podemos formarnos la idea de esa pasión o emoción. Fundamenta su afirmación a partir de un pasaje en el que Hume señala que "un hombre de conducta moderada no puede hacerse idea del deseo inveterado de venganza o de crueldad, ni puede un corazón egoísta vislumbrar las cimas de la amistad y la generosidad" (EHU 2.7 [ 35-36]). Sin embargo, para ser justos con Hume, es necesario reponer el contexto de la cita. En este párrafo está explicando el principio de la copia, por lo que busca ilustrar que no hay idea simple que no tenga su impresión simple correspondiente. En primer lugar, lo afirma respecto de las impresiones de sensación, diciendo que aquel que tenga algún defecto en sus órganos será incapaz de contar con las impresiones de sensación que estos generan y por ende carecerá de las ideas correspondientes. Luego, respecto de las impresiones e ideas de reflexión, dice
Y aunque hay pocos o ningún ejemplo de una deficiencia de la mente que consistiera en que una persona nunca ha sentido y es enteramente incapaz de un sentimiento o pasión propios de su especie, sin embargo, encontramos que el mismo hecho tiene lugar en menor grado. (EHU 2.7 [35])
A continuación, sigue el pasaje que cita Kirby. Al ubicar el pasaje en contexto, queda claro que para Hume se trata de un hecho excepcional, lo cual resulta más coherente con su postura respecto de que las mentes de los hombres son espejo de las de los demás (T 2.2.5.21, SB 365) y, como veremos a continuación, de que no hay pasiones que no encuentren al menos las primeras semillas y principios en las mentes de todos los seres humanos (EPM 5.30). Pero según la lectura de Kirby, la simpatía con los demás parece depender del espectro de emociones y sentimientos que abarque la experiencia propia de quien observa, es decir, de que haya observado y reconocido previamente en sí mismo deseos de venganza y sentimientos de crueldad o egoísmo, los haya clasificado y sistematizado para posteriormente aplicarlos como patrones para reconocer esos sentimientos en los demás mediante sus efectos y signos externos. En este caso, suele afirmarse que la simpatía se produce a partir de la proyección de la experiencia propia, de carácter privado, sobre los demás.11
En segundo lugar, desde una postura menos estricta, Baier y Waldow (2008 72-73) afirman que la experiencia nos provee de las ideas de las pasiones mediante las cuales podemos establecer una relación empática con los demás. Las autoras consideran que esa experiencia no necesariamente se limita a los casos de pasiones y emociones que hemos observado en nosotros mismos, sino que puede conformarse también a partir del testimonio de las pasiones de otros, o por haber presenciado obras de teatro que nos enseñen acerca de las emociones y su expresión, entre otras fuentes que nos permiten ampliar nuestra experiencia personal.
Independientemente de su perspectiva más o menos estricta, el lugar que estos autores le otorgan a la experiencia en el proceso de simpatía se relaciona con la concepción de que esta última, al menos la de índole reflexiva, se basa en un tipo de asociación entre impresiones e ideas que es análoga a la de la inferencia causal. Partiendo de esta analogía, dado que toda inferencia causal requiere de la experiencia como aquello que nos permite asociar una impresión o recuerdo presentes de un tipo de objeto con la idea de otro tipo de objeto que suele presentarse como su acompañante habitual, de la misma manera afirman que se requiere haber tenido experiencia de la conjunción de cierto tipo de pasiones, emociones o sentimientos con los modos en que suelen manifestarse, para poder asociar, por semejanza, la idea de cierta pasión propia con la impresión presente que observamos en los gestos, tonos de voz, etc. de la otra persona (Baier y Waldow 2008 64). En este caso, a diferencia de lo que sucede con las inferencias causales -donde adoptamos todo el tiempo el punto de vista de un tercero-, lo que se asocia son ideas referidas a la propia experiencia de sentimientos, emociones y pasiones con impresiones del comportamiento de otros, es decir que en la asociación por simpatía hay un cambio de perspectiva desde la tercera persona a la primera (Baier y Waldow 2008 70).12
Esta explicación presupone que el modelo para comprender los estados mentales del otro y llegar a simpatizar con él es aquello que yo observo en mí mismo o bien, desde una perspectiva menos estricta, que he incorporado de fuentes tales como el testimonio o la dramatización, porque los estados mentales del otro me son inaccesibles de manera directa. Al igual que sucede con las inferencias causales, sería necesario contar con experiencia de tipos de objetos similares observados en relaciones similares como requisito para ir más allá de lo que los sentidos y la memoria nos ofrecen, en este caso, para asociar las impresiones de los "efectos y signos externos" de lo que otro piensa o siente, con las correspondientes ideas de dichos pensamientos y sentimientos en nosotros, y luego poder transformarlos en impresiones propias.
Desde esta perspectiva, la simpatía ofrece la posibilidad de compartir los estados mentales que ya tenemos, en tanto, al parecer, solo podríamos reconocer aquellas pasiones, emociones y opiniones de los demás que cuentan con un correlato en aquellas que hemos adquirido primero mediante la experiencia. Por lo tanto, la comunicación que pudiésemos llegar a tener con otras personas estaría restringida por los alcances y límites de la experiencia propia. Si bien esta posibilidad no es menor, porque permite afirmar que los contenidos y estados mentales en general, y la experiencia en particular -en tanto contenido mental-, pueden ser públicos, podemos avanzar un paso más y preguntarnos si es posible ampliar nuestra experiencia por medio de la simpatía. Es decir, lo que nos interesa elucidar es si la experiencia es únicamente la condición necesaria para que se lleve a cabo el proceso de simpatía, o si podemos llegar a recibir de los demás sentimientos y opiniones para los que no contamos con experiencia personal previa. Esta posibilidad nos permitiría eliminar las restricciones que la interpretación que estamos analizando le impone a la simpatía. Ahora bien, la interpretación restrictiva no carece de sustento en ciertas afirmaciones de Hume, tales como esta:
La única forma en que los sentimientos ajenos pueden afectarnos es convirtiéndose, hasta cierto punto, en nuestros propios sentimientos, en cuyo caso actúan sobre nosotros incrementando nuestras pasiones y oponiéndose a ellas, exactamente del mismo modo que si se hubieran derivado originalmente de nuestro propio carácter y disposición. Mientras esos sentimientos estén ocultos en la mente de los demás, nunca podrán ejercer influjo sobre nosotros. Y aún si fueran conocidos, pero no pasaran de la imaginación o comprensión, esa facultad está tan acostumbrada a objetos de toda clase que una mera idea no sería capaz de afectarnos nunca en lo más mínimo por contraria que fuera a nuestros sentimientos e inclinaciones. (cf. T 3.3.2.3, SB 593 [842-843])
Si bien es cierto que, estrictamente hablando, cuando le adscribimos sentimientos al otro no podemos estar seguros de que realmente siente del modo en que pensamos que siente, no consideramos que en este pasaje Hume esté afirmando que el sentimiento del otro no puede afectarnos si no hemos pasado por algo igual, es decir, que la aceptación y comprensión de la experiencia de otro depende de que yo cuente previamente con una experiencia similar. Por el contrario, entendemos que sostiene que el proceso de simpatía no puede completarse si los sentimientos del otro no se vuelven, en cierta manera, propios. Pero esto no se logra proyectando la experiencia propia sobre lo que consideramos que el otro siente, sino recibiendo por comunicación sus sentimientos y generando en nosotros unos similares. Así comenzarán a operar en nosotros de la misma manera que si se hubieran generado originalmente en nuestra mente. Lo que Hume busca enfatizar es que para que esto ocurra es necesario que los otros manifiesten directa o indirectamente lo que sienten o piensan, ya que no podemos acceder a aquello que los demás no expresan externamente de algún modo u otro, porque entonces esos estados mentales no pueden convertirse en objeto de nuestra observación.
Por lo tanto, la posibilidad de que los sentimientos del otro se vuelvan propios no depende necesariamente de la proyección de la experiencia propia sobre los demás, sino de que el otro nos ofrezca signos de sus estados y contenidos mentales por alguna vía, lo que nosotros, a su vez, podremos observar, interpretar y comprender sobre la base de la universalidad de la naturaleza humana. Esta universalidad es lo que permite que, en la mayoría de los casos, mis sentimientos e ideas se asemejen a lo que los otros sienten o piensan en situaciones similares. Por supuesto que, si además de tener como base común la naturaleza humana, añadimos aspectos sociales, culturales e históricos compartidos, la simpatía se facilita enormemente, ya que como hemos señalado varias veces, los principios de la semejanza y la contigüidad desempeñan un papel relevante para que esto suceda. Pero el carácter universal de la naturaleza humana garantiza que siempre existirá un mínimo de semejanza como para reconocer en nosotros el tipo de emoción, sentimiento o pensamiento que el otro alberga:
Sin duda, participamos más fácilmente de sentimientos que se asemejan a aquellos que sentimos diariamente. Pero ninguna pasión, cuando está bien representada, puede sernos enteramente indiferente, porque no hay ninguna cuyas semillas y primeros principios, al menos, no los tenga consigo todo hombre. (EPM 5.30 [174])
Estas "semillas y primeros principios" nos permiten reconocer en nosotros los motivos que han llevado a los demás a sentir o pensar lo que efectivamente sienten o piensan, tanto en nuestra propia cultura y tiempo como en otros más distantes y lejanos. Cuando la semejanza y la contigüidad se dan en alto grado, esto resulta más sencillo de alcanzar; cuando esto no sucede, la simpatía requiere un mayor esfuerzo, pero en ningún caso es imposible de lograr (Farr 1978 300).
Entonces, el carácter del proceso de simpatía puede delinearse más como una forma de comunicación, es decir de intercambio de sentimientos y opiniones, que de proyección de experiencias propias sobre la situación de los demás (cf Butler 1975 12; Farr 1978 295), ya que si nos retrotraemos a la primera definición de simpatía que Hume formula, destaca justamente que es posible recibir las inclinaciones y sentimientos de los demás "por diferentes y aún contrarios que sean a los nuestros" (T 2.1.11.2, SB 316 [495]). Más aún, lo enfatiza al decir que "experimento las pasiones del odio, resentimiento, aprecio, amor, valor, júbilo y melancolía más por la comunicación con los demás que por mi propio carácter y temperamento" (T 2.1.11.2, SB 317 [495-496]).
Podemos concluir entonces que el mecanismo de asociación que tiene lugar en la simpatía no es estrictamente analogable a una inferencia causal, ya que como Hume sostiene, todos los seres humanos, por el solo hecho de serlo, contamos con las "semillas y primeros principios" que nos permiten participar de los estados mentales de los demás.13 Por lo tanto, la experiencia no estaría jugando aquí un rol decisivo como condición necesaria para la simpatía, como sí sucede en el caso de los razonamientos causales, porque en tanto somos seres humanos, de alguna manera está garantizado que podremos comprender y llegar a empatizar con el otro, aun cuando no hayamos transitado específicamente por el mismo tipo de sufrimiento o goce particular, o albergado la misma clase de opiniones que él. Si bien es cierto que los principios de asociación a partir de los cuales hacemos inferencias causales son tan connaturales a nosotros como el principio de la simpatía, para que se lleve a cabo la inferencia causal debemos necesariamente contar con experiencia, ya que, en el ámbito de las cuestiones de hecho, cualquier cosa puede ser causa de cualquier otra, y la falta de experiencia nos ubicaría en una situación similar a la de Adán (EHU 4.6). Por el contrario, para que tenga lugar el proceso de simpatía, no es necesario contar con experiencia. Si bien las cuestiones que compartimos mediante la simpatía son cuestiones de hecho, al partir de una naturaleza humana común, todos contamos con, por así decirlo, un mínimo indispensable que garantiza un nivel básico de comprensión y empatía con todo otro ser humano, aún antes de haber tenido experiencia al respecto.
Esto se ratifica también en el caso de la simpatía espontánea o por contagio. El ejemplo de los niños que "admiten implícitamente cualquier opinión que se les proponga" (T 2.1.11.2, SB 316 [495]) muestra claramente que para adoptar una opinión ajena no se requiere como condición previa la experiencia, sino que, al parecer, la simpatía se apoya enteramente tanto en la universalidad de la naturaleza humana como en la naturaleza imitativa que nos caracteriza (ESY - NO, 202). Hume reafirma esta idea en una carta a Hugh Blair, donde le comenta que "parece obvio que los niños adoptan ciegamente todas las opiniones, principios, sentimientos y pasiones de sus mayores, como así también dan crédito a su testimonio" (L 1.188, 349). Añade que esta "propensión a creer" puede ser corregida posteriormente por la experiencia (L 1.188, 349). Así, vemos que, en este caso, no solo la experiencia no es una condición necesaria para la simpatía sino que es un recurso que, en muchos casos, empleamos después de haber aceptado los sentimientos y emociones de los demás con el propósito de revisar y corregir aquellas creencias que encontramos que son mero resultado de la credulidad y carecen de una adecuada justificación. Podemos usar la experiencia para evaluar y corregir las creencias a partir de que gradualmente la interacción entre la práctica de la observación y la sistematización de los contenidos observados nos permite desarrollar una actitud reflexiva. Así, el desarrollo paulatino de la razón y el incremento de la experiencia nos dan elementos para desarrollar una actitud crítico-reflexiva que nos permite evaluar lo heredado para aceptarlo o rechazarlo. Sin embargo, no en todos los casos necesariamente llevamos a cabo esta evaluación, ya que muchas veces la mayoría de la gente conserva una actitud pre reflexiva respecto de gran parte de las creencias que sostiene, aún en la madurez.
Conclusión
Podemos concluir entonces que el principio de la simpatía sienta las bases para comunicar tanto sentimientos y pasiones como opiniones, ya que Hume sostiene que no existe una disociación entre emociones y pensamientos, sino que ambos están interconectados en todas nuestras operaciones mentales y en el intercambio social. Por otra parte, a medida que adquirimos experiencia, esta no solo contribuye a evaluar y corregir las opiniones adoptadas mediante el proceso de simpatía espontánea, sino que también nos ayuda a comprender mejor los sentimientos y opiniones de los demás, al menos en el caso de la simpatía reflexiva, en tanto implica el desarrollo de capacidades más refinadas de observación e interpretación de la conducta y el discurso ajenos. De esta manera, podemos concebir la interacción entre la experiencia y la simpatía como una suerte de espiral creciente que nos permite ir incorporando esas opiniones y sentimientos y comprendiéndolos cada vez más, tanto a partir de nuestra capacidad comunicativa originaria como del incremento de la experiencia, lo que, sumado a nuestra condición inherentemente social, favorece el intercambio.
A la luz de estos señalamientos, consideramos haber aportado elementos para disipar en buena medida las acusaciones de individualismo que se ciernen sobre la epistemología humeana, y haber ofrecido argumentos para mostrar claramente cómo nuestros contenidos mentales pueden ser compartidos con nuestros semejantes.