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Ideas y Valores

Print version ISSN 0120-0062

Ideas y Valores vol.71  supl.9 Bogotá Dec. 2022  Epub June 25, 2024

https://doi.org/10.15446/ideasyvalores.v71n9supl.96742 

Artículos

LA DOBLE NATURALEZA DEL ARTE Y EL DESTINO DE LO HUMANO

THE DUAL NATURE OF ART AND THE DESTINY OF THE HUMAN

* Universidad de Granada - Granada - España, jfzuniga@ugr.es


RESUMEN

Partiendo de un análisis de la posición ambigua que tiene el arte en el mundo actual (entre la autonomía y la heteronomia), se formulan dos tesis. En primer lugar, se propone una tesis ontológica, según la cual el arte está constituido por un doble impulso: por un lado, un impulso constructivo, presente en toda praxis social y humana; por otro, un impulso destructivo, que actúa en los márgenes de la razón y de la sociedad y los sobrepasa. En segundo lugar, se propone una tesis práctica, según la cual la adecuada tensión entre ambos impulsos es la condición de posibilidad de la libertad humana. Mediante una confrontación entre Hegel y Kafka, teniendo presentes ambas hipótesis, planteo un desplazamiento en la definición del ser humano como animal racional. Para finalizar, hago ver que se trata, en el fondo, de un debate sobre el destino del ser humano.

Palabras clave: G. W. Hegel; F. Kafka; arte; ser humano

ABSTRACT

The Double Nature of Art and The Destiny of Humans Starting from an analysis of the ambiguous position that art has in today’s world (between autonomy and heter-onomy), two theses are formulated. Firstly, an ontological thesis, according to which art is constituted by a double impulse: on the one hand, a constructive impulse, present in all social and human praxis; on the other, a destructive impulse, which acts on the margins of reason and society and exceeds them. Secondly, a practical thesis, according to which the adequate tension between both impulses is the condition of possibility of human freedom. Through a confrontation between Hegel and Kafka, keeping both hypotheses in mind, I propose a displacement in the definition of the human being as rational animals. To conclude, I point out that it is, ultimately, a debate about the destiny of the human being.

Keywords: G. W. Hegel; F. Kafka; art; human being

Defiendo en este trabajo una ampliación de la idea del ser humano como animal racional, como animal que tiene logos, hacia la idea del ser humano como animal artístico. No se trata evidentemente de negar nuestra naturaleza racional, “lógica”; no se trata de negar que somos animales que buscan la verdad. Las impresionantes construcciones filosóficas de Kant y Hegel son imprescindibles para nuestra comprensión de nosotros mismos. La libertad, pensada como sujeción a la estructura trascendental de la razón o como culminación de las formas por las que pasa el Espíritu Absoluto, sigue siendo el fundamento de la estructura racional que soporta las instituciones y los modos de vida que hacen posible nuestra existencia.

Sin embargo, en el interior de esas estructuras de pensamiento se encuentra también el germen que permite ampliar una concepción demasiado estrecha de nuestra naturaleza racional. En el caso de Kant, el germen se encuentra en la Crítica del juicio, entendiendo que esta obra trata propiamente del ser humano (cf. Duque 125-147) y de su relación con la razón “divina” tratada en la Crítica de la razón pura y en la Crítica de la razón práctica. En el caso de Hegel, el germen se encuentra en las Lecciones sobre la estética, en la explicación del momento en que el arte deja de ser la exposición de lo absoluto (cf. Hegel 2007 441-446), justo al final de la forma artística romántica, cuando lo sagrado (hasta ese momento único contenido del arte) es sustituido por lo humano en toda la amplitud de sus manifestaciones. En el presente trabajo, mencionaré al principio brevemente las vías que la Crítica del juicio abre para ampliar una concepción racional, demasiado estrecha, de nosotros mismos; además, para reforzar mis argumentos usaré, en la última parte, el lugar que ocupa lo humano como “contenido” del arte en las lecciones de Hegel mencionadas, una vez que el arte ha dejado de ser, en nuestro tiempo, la exposición de la verdad. Frente a una concepción de lo humano en la que este deja de tener una función relevante para el destino de la razón, defiendo el carácter netamente rebelde del ser humano y tomo la figura de Prometeo como prototipo de lo que nos constituye verdaderamente como seres humanos, en un doble sentido: como rebelión frente a la “primera” naturaleza, frente al orden natural en general, origen de la razón y elevación sobre nuestra condición animal (no hay, a mi juicio, un continuum entre la razón y la naturaleza, contra lo afirmado en el “naturalismo” de McDowell o Bertram); y como rebelión frente a la segunda naturaleza.

Pero no me quedo en esa interpretación griega del destino trágico de lo humano. Ni tampoco en la transformación moderna de ese destino trágico, que culmina en Kafka, Beckett, Adorno y Menke. Estos artistas y estos pensadores representan la culminación de la comprensión moderna, radical y negativamente crítica, del destino del hombre; representan la comprensión más desarrollada del ser humano, más allá incluso de la comprensión trágica de Nietzsche. El cuento “Prometeo” de Kafka es quizá la más penetrante captación, artística y pensante, de nuestro estar atrapados por la naturaleza, nuestro estar atrapados por la razón y -lo más terrible de todo- nuestro estar atrapados en la rebelión que forja nuestro destino. No obstante, apunto al final a Sócrates como modelo para una praxis social y humana que deje espacio a la doble condición del arte postulada en el presente trabajo.

Autonomía y heteronomia del arte

Históricamente, se pueden definir tres posiciones filosóficas ante el arte (cf. Zúñiga 2017 11-17). La primera defiende la autonomía del arte y suele aparecer vinculada al pensamiento kantiano y al concepto de desinterés introducido en el primer momento de la analítica del juicio de gusto (cf. KU B3-BI6 151-160): el desinterés es, según Kant, la nota característica que diferencia los juicios estéticos de los morales y los cognoscitivos. Correspondientemente, desde este punto de vista, se deriva la corriente que defiende que el arte sería autónomo frente a otros ámbitos de la actividad humana, como la ciencia o la moral, que a su vez serían también autónomas respecto de la actividad artística.

La segunda posición señala, frente a la autonomía del arte, la vinculación del arte con la verdad, y está estrechamente ligada a la heteronomía que ha afectado al arte desde sus inicios hasta la Modernidad. Aquí se puede incluir el pensamiento de Hegel, el del primer Nietzsche y, claramente, el del principal representante de la hermenéutica clásica, Gadamer; pero también, paradójicamente, el de Heidegger. La tercera posición procede de Nietzsche, quien, desde su crítica al vínculo que la tradición filosófica establece entre el bien, la verdad y la belleza, sostiene que tenemos el arte para defendernos de la verdad y postula, frente al esencialismo platónico, que “la verdad es fea”, teniendo presente el trasfondo nihilista de la realidad: la inevitable presencia de la nada en el ser. Se puede, pues, a partir de aquí, señalar un claro posiciona-miento en el que se postula la discrepancia entre el arte y la verdad, que está pensada contra las dos anteriores. La reflexión de Nietzsche se dirige también contra la vinculación de la belleza con lo absoluto (con la verdad en el sentido hegeliano de la palabra). Su propuesta, por un lado, vincula la belleza con el sentimiento de fortaleza y perfección del ser humano, y postula que este nada tiene que ver con un supuesto orden ontológico esencialista; y, por otro lado, une el sentimiento de lo feo con la debilidad y la falta de fuerza, lo cual le permite postular análogamente que este tampoco tiene nada que ver con un orden de esencias metafísicas (cf. Nietzsche 1007 §488).

La oposición de Nietzsche a la relación que la tradición filosófica establece entre el bien, la verdad y la belleza se condensa en la tesis que afirma la fealdad de la verdad, antes mencionada. La afirmación es, por una parte, metafilosófica y refiere al estatus de la filosofía (la “voluntad de verdad” es un síntoma de degeneración). Y, por otra, es metaartística, afecta al papel que la tradición filosófica le ha asignado al arte como mediador entre lo sensible y lo suprasensible (el carácter simbólico del arte, como puerta de entrada a lo imperecedero desde lo perecedero, a lo incondicionado o absoluto desde lo condicionado), y proporciona una apertura teórica al espacio soberano que, tal y como postularé más adelante, juega el arte en las sociedades actuales.

Se pueden identificar tres grandes direcciones del hacer humano: i) la orientada a la conservación de lo transmitido, ii) la orientada a la transformación de lo recibido y iii) la orientada a la quiebra revolucionaria de lo establecido. El marco estable de nuestras sociedades democráticas fundadas en un Estado de Derecho necesita del espacio del arte como lugar donde la praxis humana pueda seguir experimentando con nuevas formas de afrontar la realidad, aboliendo la necesidad de las revoluciones, que siempre implican guerra y violencia desmedida, pero flexibilizando igualmente la tendencia inmovilista de la conservación de lo transmitido. La transformación hacia lo mejor es posible siempre, presuponiendo la perfectibilidad de la vida humana y tomando como claves tanto la prudencia como el inconformismo. Definir el espacio de la autonomía del arte en las sociedades democráticas basadas en el Estado de Derecho es la mejor contribución que se puede hacer desde el pensamiento estético a la supervivencia de estas sociedades, hoy, de nuevo, gravemente amenazadas en sus fundamentos.

En algunos trabajos previos, he tomado como centro la primera posición y establecido como contrapunto crítico las otras dos (cf. Zúñiga 2º15, 2018, 2010a, 2010b). He seguido la propuesta de Georg W. Bertram (2016) de tomar las posiciones de Arthur C. Danto y Christoph Menke (dos de los principales teóricos de las tradiciones analítica y continental, respectivamente) como dos ejemplos conspicuos de la pujanza de lo que él denomina el “paradigma de la autonomía” en la teoría y la filosofía del arte actuales. Ambas perspectivas condensan dos de las principales tradiciones de pensamiento vigentes en el presente. Los estudios de Bertram han mostrado que la herencia de Adorno ha determinado, en buena parte, el desarrollo de posiciones teóricas que defienden una radical autonomía del arte; y han mostrado también que, incluso desde posiciones muy alejadas del pensamiento adorniano (la teoría institucional de Dickie o la filosofía del arte de Danto), se defiende algo análogo: en todos los casos se refleja la pervivencia del concepto de arte autónomo en nuestra sociedad, a pesar de la heteronomía que, desde las vanguardias históricas, se viene abriendo paso en el mundo del arte.

Aceptando, pues, la propuesta de tomar las posiciones de Danto y Menke como ejemplos sobresalientes para discutir el alcance del paradigma de la autonomía, he esbozado en los estudios previos mencionados el lugar que cada una de ellas asigna al arte, y he mostrado que Danto y Menke no pertenecen al paradigma de la autonomía en el mismo sentido: el sentido en que se puede decir que Danto pertenece al paradigma de la autonomía deriva de la autonomía que adquirió el arte en la Modernidad; el sentido en que se puede decir que Menke pertenece al paradigma de la autonomía, en cambio, deriva de una posición posvanguardista que deja claramente atrás la autonomía moderna del arte. Pero lo realmente interesante de estas teorías del arte es que muestran las limitaciones del paradigma de la autonomía y la apertura a una posición dominante en relación con el papel que el arte juega hoy en nuestras sociedades: la heteronomía del arte.

Dos tesis acerca de la naturaleza del arte

En su obra La soberanía del arte. La experiencia estética según Adorno y Derrida (1007), Menke sostiene que el arte hace posible un tipo de experiencia que, aislada de otras, constituye un evento singular y distinguido en sus propias vidas, y consecuentemente autónomo en relación con otro tipo de experiencias capaces de ser vividas por cada sujeto. Esa autonomía de lo estético implica que la experiencia estética es posible en el campo del arte gracias al despliegue de una legalidad propia que le pertenece y en el que se limita a la “esfera de la experiencia basada en el valor específicamente estético de lo bello” (Menke 1007 i4). Así pues, la teoría de Menke abre un espacio a la comprensión adecuada de la naturaleza del arte y del ser humano al distinguir la praxis humana de la praxis social (racional). Sin embargo, a mi juicio, no consigue explicar la naturaleza del arte, al defender la estética de la fuerza frente a la estética de la facultad (cf. Menke 2020 XIX-XXIII). Desde esta posición, el arte queda siempre en una posición externa a lo social y a lo racional. La insuficiencia de la tesis de Menke radica en una comprensión deficitaria de la relación entre la praxis racional, la social y la humana. No se puede, como hace Menke, tomar partido unilateralmente por la estética de la fuerza frente a la estética de la facultad.

La posición neohermenéutica de Bertram, que defiende la continuidad entre el arte y las demás prácticas humanas (consiguiendo, con ello, hacerse cargo de la incapacidad del paradigma de la autonomía procedente de Kant para dar cuenta del acontecer reciente del arte -cosa que no hizo, aunque lo pretendió, la hermenéutica filosófica clásica-), presenta, por su parte, algunas insuficiencias derivadas de su confusión de los diferentes sentidos en que se puede atribuir autonomía al arte, a los que he aludido anteriormente. Por todo ello, he llegado a la conclusión de que esta nueva figura del pensamiento, en el fondo hegeliana, no da cuenta suficientemente de lo que le confiere al arte su lugar en la vida humana y lo distingue de ella (cf. Zúñiga 2018 227-220).

Además, sostengo que, por otro lado, las posiciones que defienden la continuidad entre el arte y las demás prácticas humanas (y consiguen, con ello, superar la incapacidad del paradigma de la autonomía para dar cuenta del acontecer del arte desde las vanguardias) presentan algunas deficiencias argumentativas. Estas derivan de que en ellas se confunden los diferentes sentidos en que se puede atribuir autonomía al arte, a los que también he aludido anteriormente, y, sobre todo, de los riesgos implícitos en confundir el arte con la sociedad, con la política, con la crítica (cf. Menke 2017 11-15).

Partiendo, pues, de la existencia de dos espacios normativos en los que se mueve el arte en el mundo contemporáneo (autonomía y heteronomía); considerando que la autonomía del arte en su versión moderna necesita del contrapunto crítico de la vinculación del arte con la praxis humana -tesis sostenida, en su versión moderada, por Bertram (2016) y, en su versión radical, por Rancière (2014)-; considerando también los peligros que se derivan de la heteronomía del arte actualmente vigente, sostengo las siguientes tesis:

Tesis ontológica. El arte está constituido por un doble impulso: por un lado, un impulso centrípeto, que está en la base de toda praxis social y humana -es, incluso, el fundamento del conocimiento y de la razón práctica normativa-; por otro, un impulso centrífugo, que revela en el arte la presencia de una fuerza que se sitúa en los márgenes de la razón y de la sociedad, sobrepasándolas -es, en este sentido, soberano de su propia práctica, de su sentido y alcance-.

Tesis práctica. La tensión entre ambos impulsos es la condición de posibilidad de la libertad, sin la cual las sociedades, en particular las sociedades democráticas, se estancan y colapsan.

Hegel, Kafka y el destino de lo humano

La segunda naturaleza del hombre es su naturaleza racional. No se trata de negar esto, por supuesto. ¿Qué otra cosa somos sino seres racionales? Nuestra gran tradición filosófica -desde Sócrates hasta las grandes construcciones de pensamiento de Kant y Hegel, que todavía nos sostienen- ha consistido en concebir nuestro ser racional. Es la mejor expresión de todo ese entramado de civilización y cultura que hemos ido construyendo a lo largo de la historia.

No se trata de negar todo esto, sino de colocarlo en su lugar, en una de las caras del arte que hemos postulado. Pero si solo tenemos en cuenta esta cara, si solo tenemos en cuenta el carácter racional del ser humano, descuidamos otra parte importante de nuestro ser. Para mostrar esto es significativo, como dije al principio, el papel que Hegel asigna en sus Lecciones sobre la estética al arte “después” del fin del arte, tras finalizar la exposición de la última gran forma del arte, la forma romántica (cf. 2007 441-447). La última forma del arte es “última” en relación con el papel que Hegel le asigna al arte como uno de los modos del espíritu absoluto. El arte, la religión y la filosofía son formas necesarias de la manifestación del espíritu, es decir, son las formas en que necesariamente se ha ido manifestando el espíritu hasta llegar a su exposición total. Ahora bien, en tanto que Hegel considera que la forma artística de manifestación del espíritu es superada por la forma religiosa y esta, a su vez, finalmente es superada por la forma filosófica, el arte es, necesariamente, algo que pertenece al pasado (cf. Hegel 2006 61).

¿Qué queda, entonces, propiamente del arte una vez que ha cumplido su destino necesario? (cf. Zúñiga 2015 40-61). Si seguimos la lógica que Hegel imprime a su pensamiento, hemos de contestar que de espíritu, de verdad, de razón, necesariamente, no queda nada. La verdad racional, expuesta en la filosofía, ya no necesita ni de la religión ni del arte como formas de exposición de su contenido. Una vez que todo el contenido “sagrado” ha quedado expuesto en la verdad racional filosófica, el modo artístico de exposición, igual que el religioso, es superfluo. Esto significa que cualquier contenido racional expuesto a través del arte es externo al arte mismo y pertenece, propiamente, a la filosofía. Y esto acontece necesariamente.

Pues bien, en su forma final, piensa Hegel, el arte llega a trascenderse a sí mismo, pues deja de referirse a la verdad absoluta, a lo “divino en y para sí” (2007 444). En esta “trascendencia del arte a sí mismo” (ibd.), el hombre retorna a sí mismo y desciende “al interior de su propio pecho” (ibd.). Ahora, cuando el arte se ha trascendido a sí mismo y se ha disuelto, hace de lo humano (humanus) su contenido: “la profundidad y la altura del ánimo humano como tal, lo universalmente humano en sus alegrías y sufrimientos, sus afanes, sus actos y sus destinos” (ibd.). O también:

La apariencia y el operar de lo imperecederamente humano en su más multilateral significado e infinita expansión es lo que [...] puede constituir ahora el contenido absoluto de nuestro arte. (Hegel 2007 445)

Cuando el arte se trasciende a sí mismo, es decir, cuando deja de ser arte en el sentido filosófico de la palabra, entonces, paradójicamente, tiene como “contenido” lo humano. Ahora bien, todos los avatares de lo humano ya no son, propiamente, racionales. Así que cuando la esencia de la razón ya ha sido realizada, lo propiamente humano aparece como el resto que sobra. Cada ser humano realiza su vida en el interior de una verdad cumplida, ya realizada. Los destinos particulares sustituyen el contenido esencial, pero no afectan al destino del ser humano, porque su destino ya ha sido determinado como destino racional.

Desde la posición de Hegel no se puede admitir que ese arte que se ha trascendido a sí mismo pueda impugnar la totalidad por él pensada. Sin embargo, Kafka, casi un siglo después, pudo reformular radicalmente, desde ese arte supuestamente trascendido, el destino intrascendente que Hegel había pensado para todo ser humano. En su cuento “Prometeo”, Kafka no solo vuelve a pensar el destino trágico que los griegos habían imaginado para el ser humano, sino también el destino racional que Hegel había establecido en su colosal sistema. Para la interpretación del texto, tendré en cuenta la confrontación de Menke con la interpretación de Blumenberg (cf. Menke 1996 142-149). El cuento dice lo siguiente:

Cuatro leyendas nos informan sobre Prometeo: según la primera, fue encadenado en el Cáucaso porque traicionó a los dioses en favor de los hombres, y los dioses enviaron águilas que devoraban su hígado, que crecía sin cesar.

Según la segunda, Prometeo, ante el dolor de los picos que lo desgarraban, fue hundiéndose en el peñasco hasta confundirse con él.

Según la tercera, su traición se olvidó en el curso de milenios, los dioses olvidaron, las águilas y él mismo también.

Según la cuarta, se cansaron de que todo había perdido su razón de ser, los dioses se cansaron, las águilas se cansaron y, cansada, la herida se cerró.

Quedó el inexplicable peñasco.

La leyenda intenta explicar lo inexplicable. Como nace de un fondo de verdad, tiene que retornar a lo inexplicable. (Kafka io86 74)

Blumenberg lo interpreta del siguiente modo:

Se pueden contemplar las versiones ficticias que da Kafka de esta leyenda como la parodia formal de una colación filosófica. Sin embargo, por su contenido, se aproxima más bien a lo que Nietzsche ha intentado al ampliar el mito de Prometeo: incorporar lo histórico a lo no histórico y disolverlo ahí. Kafka hace desaparecer la “acción” en la naturaleza, en la forma absolutamente inmóvil, indestructible, antihistórica del peñasco. [...] Solo lo inorgánico sobrevive a la historia. Por eso es inexplicable, pues no hay nadie que exija una explicación. (0170 687-688)

El texto de Kafka se divide en dos partes, separadas por un espacio (recogido en la cita del cuento). La primera expone cuatro versiones de la leyenda de Prometeo, y va desde la primera frase introductoria (“Cuatro leyendas nos hablan de Prometeo”) hasta el “resultado” (“Quedó el inexplicable peñasco”). La segunda parte es un comentario de dos frases que, “al parecer” (Menke 1007 143), refiere a la primera parte (“La leyenda intenta explicar lo inexplicable. Como nace de un fondo de verdad, tiene que retornar a lo inexplicable”). Esta sería una exposición, por así decir, “neutral” del cuento. Frente a ella, Blumenberg interpreta, según Menke, de manera „ciega“ (cf. De Man), al considerar el comentario final del texto como su explicación adecuada. ¿Cuál es el error de la interpretación de Blumenberg? En realidad se trata, como sostiene Menke, de dos errores: en primer lugar, considerar que el comentario final habla de la primera parte del texto; en segundo lugar, establecer una hipótesis sobre la relación entre las cuatro variantes de la leyenda (suponer que el cuento de Kafka es una parodia formal de una conversación filosófica y que, por su contenido, se aproxima a la interpretación que hace Nietzsche del mito griego, incorporando lo histórico a lo ahistórico y disolviendo lo primero en lo segundo). Blumenberg encuentra una “estructura significativa realizada en el texto”, encuentra una unidad del texto, su interpretación establece una continuidad en el texto. Y ese es el problema: “Tal interpretación, por plausible que parezca, es ciega con relación a la experiencia estética a propósito del texto” (Menke 1007 143). ¿Por qué?

En principio, sin estar del todo de acuerdo con Blumenberg, después de una primera lectura del texto de Kafka, aun sabiendo que hay siempre en todo texto sentidos que al principio pasan desapercibidos, es difícil no encontrar una estructura significativa en el texto, aunque no sepamos dar una explicación. A mi juicio, hay en efecto una cierta unidad en el texto. Entiendo que las cuatro versiones pueden tener una relación entre sí, que al final queda el peñasco, aunque no entiendo muy bien de primeras qué significa que el peñasco sea inexplicable (no me convence del todo la explicación de Blumenberg a este respecto). Pero, de hecho, después de pensarlo con detenimiento, voy encontrando un sentido en lo que plantea. En mi cabeza aparecen recuerdos de ideas que no están ciertamente en el texto, pero que me ayudan a entenderlo: son muchas ideas, pero mi comprensión del texto se mueve fundamentalmente en la oposición entre la visión griega trágica nietzscheana del mito y la visión que Kafka, como judío (o como judío que cuestiona lo judío), puede ofrecerme de ella. Ahora bien, esta es la dirección que yo doy a mi interpretación. Veamos antes cuáles son, según Menke, los problemas que presenta la interpretación de Blumenberg:

La interpretación de Blumenberg se basa no sólo en el hecho de que considere el autocomentario del texto -por hermético que sea- como su explicación adecuada, sino también en ciertas hipótesis referidas a la relación existente entre las cuatro variantes de la primera parte. La tesis de Blumenberg, según la cual el texto de Kafka expresa una “melancolía escatológica” sobre la posibilidad de un lenguaje mítico con sentido, sólo puede justificarse mediante cierta interpretación de la “pluralidad” de las cuatro leyendas contadas por Kafka. Blumenberg parte de la idea de que tal serie no ha de entenderse de modo relativista sino como un cuadro completo de posibilidades que suscita irremisiblemente la pregunta: “¿qué otra cosa se podría decir?” La afirmación “quedó el inexplicable peñasco [roca]” es el sello que testimonia el agotamiento de la palabra. Si las posibilidades de la palabra se agotan, permanece, sin embargo, el lugar del suceso, el peñasco [roca] mismo como “metáfora del protoestrato de todos los sucesos, que ya no necesita justificación ni teodicea”. La pluralidad de las cuatro leyendas de Kafka no es, según Blumenberg, relativista, porque no son “arbitrariamente intercambiables”, sino que constituyen “una secuencia que representa formalmente un proceso hasta su final”. Es esta comprobación de una estructura significativa realizada en el texto, lo que posibilita la interpretación de Blumenberg; señala así el punto en el que la unidad del texto, proyectada por la continuidad de la interpretación, encuentra su momento “ficticio” (Adorno) o “ciego” (De Man). Tal interpretación, por plausible que parezca, es ciega con relación a la experiencia estética a propósito del texto. (Menke 1007 143, traducción parcialmente modificada)

No entraré inmediatamente en la exposición de Blumenberg, que parece un tanto extraña (aunque, cuando la analicemos más detalladamente, veremos que entronca con un sentido profundo del texto, del que al principio no se tiene conciencia), sino en la crítica de Menke a esta. ¿Dónde está la ceguera de querer entender el texto? ¿Por qué la interpretación de Blumenberg (o cualquier otra interpretación) no capta el texto? Para justificar su posición, Menke echa mano de la distinción adorniana entre prisma y caleidoscopio:

La manera de enfrentarse Blumenberg con Kafka podría calificarse con un apelativo tomado de Adorno: “prismático”. Se utilizan textos estéticos como prismas en los que los rayos de nuestra mirada se refractan de modo característico. Ahora bien, la experiencia estética se distingue de esa manera de utilizar los textos, como un caleidoscopio de un prisma. Un prisma es un dispositivo intemporal, al que la rotación del caleidoscopio añade el transcurso, destruyendo un primer prisma y recomponiendo in mediatamente otro. La tarea del discurso interpretativo no consiste pues en la ubicación de las obras de arte como prismas, sino en retrotraer cada una de las refracciones prismáticas de la obra (al servicio de, y posibilitadas por, lo no estético) al proceso que liga la destrucción de una con el surgimiento de otra. (1997 143-144)

Veamos, pues. Según Menke, la visión prismática de Blumenberg usa el texto de Kafka para que refracte su propio pensamiento, lo que él mismo cree. Frente a esa visión, el “ensayo” (cf. Adorno 19-21) -esto es, la manera de interpretar que propone Adorno- también lo pule como un prisma. Pero utilizando el “ensayo”, se sabe que la visión prismática es solo una interpretación, es solo un “elemento de la rotación prismática”:

El ensayo es una interpretación que establece cierto sentido, sosteniendo, con su mismo lenguaje, la conciencia del abismo de todo sentido, tal como lo señala cada instante del desplome en el caleidoscopio. (Menke 1997 144)

Así que se puede hacer una interpretación prismática, pero sabiendo que el caleidoscopio se va a mover en seguida y va a transformar la interpretación. Ahora bien, a mi juicio, es claro que las interpretaciones son interpretaciones, que cambian con el paso del tiempo, que incluso cambian en cuanto uno las hace y, a continuación, las repasa y encuentra algún error de interpretación o algún matiz que la cambia, pero eso no significa que en el cambio, en el desplazamiento, desaparezca la primera lectura o interpretación de la que habíamos partido. A veces ocurre, si realmente lo nuevo o lo distinto que ha aparecido en nuestra relectura no es coherente con lo que habíamos entendido al principio. Pero a veces sí. Menke afirma que, desde Adorno, no se puede plantear una continuidad de este tipo, sino siempre discontinuidad:

Para que puedan ser interpretaciones estéticas, las lecturas como la de Blumenberg han de ser vistas como las fases de un caleidoscopio, es decir, como el punto que se muestra en su centro como la mancha ciega a la que remite el proceso de la experiencia estética. Debemos contemplarlas, en términos de Adorno, como elementos de una configuración de enunciados interpretativos que remiten a la experiencia estética no por su continuidad significativa, sino por la discontinuidad de sus elementos. (1997 144-145)

¿Por la discontinuidad de sus elementos? ¿Por qué insistir tanto en que no haya continuidad? Ver, como hace Blumenberg, que las cuatro leyendas conducen a un final es una interpretación ciega, porque no ve que esta es una interpretación posible entre las ofrecidas por el texto. También hay al menos otra, según Menke, “incompatible con la primera”:

Si examinamos el texto con más atención, se verá que hay al menos dos maneras de relacionar entre sí las cuatro variantes de la leyenda. Pueden entenderse como una serie que culmina en un final de la leyenda, o como diferentes maneras de un relato completo con su principio y final. Solamente en la primera de estas dos posibilidades se apoya la interpretación de Blumenberg, cuya lectura lineal contradice la segunda posibilidad, que es, según la terminología de Adorno, “discontinua”. Se puede proceder así a una segunda interpretación a partir de la ordenación de las cuatro versiones en términos de complementariedad y no de linealidad, interpretación que estará en relación de indecidibilidad con la de Blumenberg, y que verá en el texto de Kafka no una escenificación del final de la leyenda, sino un juego con elementos descontextualizados de la misma. (1997 146)

Aceptar que dos interpretaciones son posibles es aceptar que cada una de ellas es inevitablemente ciega respecto a estructuraciones alternativas del texto, “que le son discontinuas”. Así que, según Menke, solo captamos el sentido del texto de Kafka si renunciamos a nuestra interpretación, puesto que “sabemos” que hay otra interpretación incompatible del texto de Kafka que procede del texto mismo. Hemos de aceptar que nuestra interpretación es indecidible o discontinua respecto del texto y abrirnos a las estrategias de discontinuidad del propio texto. Esto muestra la ceguera de nuestra interpretación con relación a la estrategia estética (del texto) que ellas pretenden reconstruir (sin poder agotar su potencial). La tesis general es la siguiente: toda interpretación es ciega si se ve desde el punto de vista del “juego estético” (Menke 1997 147) que procede del texto mismo (de su estrategia), que consiste en componer y disolver estructuras, es decir, en componer y disolver interpretaciones (igual que en un caleidoscopio en movimiento al mismo tiempo que se está formando una imagen se está destruyendo). Según Menke, esta tesis general se corrobora en el cuento de Kafka:

Puede confirmarse esto en la primera parte del texto de Kafka en el hecho de que el texto propone (y revoca) una ordenación interpretativa [formulada por Blumenberg] que pertenece al mismo orden que la estructura cuya destrucción significativa quiere comprender tal ordenación: la leyenda. (1997 148)

Ahora bien, desde mi punto de vista, el texto de Kafka no hace eso, es decir, no revoca la ordenación interpretativa de Blumenberg. El texto de Kafka no destruye el significado de la leyenda (querer comprender lo incomprensible), sino que lo lleva a su cumplimiento “lógico”: si la leyenda quiere explicar lo inexplicable, el texto de Kafka es el que lo lleva verdaderamente a su cumplimento. Si lo inexplicable es inexplicable, cualquier intento de explicar lo inexplicable debe desembocar en lo inexplicable. Y ese es su fondo de verdad.

Resumiendo la interpretación continuista de Blumenberg, dice Menke:

La serie de las cuatro variantes tiene, no obstante, un estatuto particular. Si, como dice Kafka, una leyenda es un intento de explicar lo inexplicable, la ordenación de las cuatro variantes constituye una leyenda sobre la desaparición de lo legendario, es decir, un intento de explicación del fracaso de la tentativa de explicar lo inexplicable. El hecho de que sea un final, y no de un simple fin de la leyenda, se inscribe en el orden mismo de la leyenda que así acaba. El orden procesual de las cuatro leyendas en un movimiento que termina es la aplicación paradójica de la forma de la leyenda a su propio fin. (1997 145)

En cambio, a mi juicio, esta es una lectura muy interesante del texto, que permite a Blumenberg proponer su interpretación acerca de la “melancolía escatológica” de Kafka. Es verdad que esta interpretación proyecta el texto de Kafka tan fuera del texto que lo aleja de la experiencia de lo que puede decirnos el texto desde él mismo. Frente a ello, Menke insiste en la necesidad de la discontinuidad y la negatividad de la experiencia estética del texto de Kafka. Pero, desde mi punto de vista, al insistir tanto en la discontinuidad y en la negatividad, el sentido del texto de Kafka desaparece. A fuerza de insistir en que no podemos fijar el texto en una interpretación, dejamos de tener experiencia alguna del texto. La negatividad que Adorno piensa para la experiencia estética está, en el caso del texto de Kafka, en la paradoja de la definición de lo que es la leyenda, pero no la leyenda en general, sino la leyenda de Prometeo. La leyenda de Prometeo intenta explicar lo inexplicable, y la experiencia estética que podemos tener del cuento de Kafka, su belleza, radica en la concisión de este, en esa capacidad de sintetizar el sentido de la leyenda de Prometeo. “¿Qué otra cosa se puede decir?”, pregunta Blumenberg. En efecto, qué otra cosa se puede decir respecto del destino y la condición del hombre. Desde el punto de vista de Kafka, que es el de alguien que no supone ya que haya un sentido trascendente (nihilismo, condición moderna), parece que no se puede decir otra cosa. Si la leyenda intenta explicar lo inexplicable, tiene que acabar en lo inexplicable. El cuento de Kafka señala una dirección de sentido de la leyenda, da que pensar. El pensamiento llega así más allá del concepto y aparece el sentido del lenguaje, del decir humano, de la razón, del logos.

La interpretación de Blumenberg introduce continuidad entre las cuatro versiones, porque sostiene que esta visión kafkiana de Prometeo está en la línea de la interpretación de Nietzsche: “incorporar lo histórico a lo no-histórico y disolverlo ahí” (Blumenberg 1979 687). Esta interpretación resulta interesante porque la acción, el drama de la acción humana, de nuestros esfuerzos por hacer cosas y por no conformarnos con nuestro destino, que el mito de Prometeo interpreta en clave trágica (el destino del hombre es siempre sufrir trágicamente su rebelión, pero al menos nuestra libertad está en rebelarnos contra él, no a la manera de Unamuno, que consideraba que su tragedia consistía en tenerse que morir, en no poder ser inmortal, sino en rebelarnos aun sabiendo que tenemos perdida la partida), puede ser matizado y entendido de otra manera. Es lo que hace Kafka. Así, la segunda versión de la leyenda de Prometeo, superando la interpretación griega, pone en cuestión la visión del eterno dolor. El dolor, igual que el placer, es finito. Por lo tanto, tiene más sentido pensar, con la segunda leyenda, que Prometeo acabe fundido con el peñasco. O, de acuerdo con la tercera versión, tiene más sentido pensar que el paso del tiempo acabará con esa situación, como con cualquier situación. O, finalmente, que el cansancio acaba con cualquier propósito, de manera que al final solo quede el inexplicable peñasco.

Además, puesto que “leyenda” se dice en alemán Sage (de sagen: “decir”), tiene sentido que Blumenberg dé un paso adelante y busque un sentido más profundo en la leyenda, pensando que Kafka está diciendo también algo sobre el sentido (o falta de sentido) de nuestro decir o hacer.

Así pues, no es, a mi juicio, descabellado suponer que hay alguna relación entre las distintas versiones de las leyendas. Ni tampoco que esa relación sea la de una demolición de la imagen mítica trágica del Prometeo encadenado, de Esquilo1 que habla de la justicia de que Prometeo sea condenado por enfrentarse a los poderes cósmicos. Si las tres versiones posteriores nos hablan de la inutilidad del esfuerzo de Prometeo (disuelto en el paso del tiempo, en la necesaria desaparición del dolor o en la inevitable aparición del cansancio en cualquier actividad que emprendamos), se puede establecer una relación entre ellas, y pensar que el cuento de Kafka desvela un “mesianismo desolado”, que por tanto tiene que ver con un punto de vista judío,2 aunque invertido, como la visión del ángel nuevo en el cuadro del mismo nombre de Paul Klee, que casa bien con el comentario que en cierta ocasión le hizo Kafka a su amigo Max Brod en relación con la posibilidad de esperar algo más allá de la apariencia de este mundo: “Oh, abundante esperanza, infinita cantidad de esperanza, pero ninguna para nosotros” (cf. Pego Puigbó). El comentario enlaza bien con los matices que introducen las demás versiones de la leyenda: Prometeo desapareciendo ante el dolor, ante el paso del tiempo (todo pasa, todo se olvida), ante el cansancio -“Todas las cosas cansan, nadie es capaz de explicarlas” (Eclesiastés 1:8)-. ¿Es esto “mesianismo desolado” o “catolicismo desolado”: esperar sabiendo que nada llegará? Esta última interpretación se acerca a la de Blumenberg acerca de la “melancolía escatológica”.

Ahora bien, la condición racional del hombre nos exige no quedarnos sometidos a las pasiones, por muy nobles que sean. Es nuestro destino, también. Por ello, aunque ya no puedo desarrollarlo aquí, frente a Kafka, apunto a la figura de Sócrates como prototipo de lo humano en su sabia combinación de sentido común (la necesidad de atenernos a la razón y de dar cuenta de por qué hacemos lo que hacemos) e ironía respecto de nuestros comportamientos racionales.

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1Magníficamente expuesta por Nietzsche en El nacimiento de la tragedia (1984 88-95, cap. o). Prometeo protege a los hombres revelándoles “secretos de los dioses”. Fundamentalmente, entregándoles el fuego (con todo lo que eso significa) y protegiéndolos de la destrucción, entregándoles esperanza (cf. Graves). Nietzsche insiste, además, en otros dos aspectos del mito que son constituyentes de lo humano: por un lado, el levantamiento contra los dioses (el sacrilegio; el conflicto entre los seres humanos y los dioses); por otro lado, la condición creadora (formar hombres a su imagen, ser como dios).

2Alejado de la interpretación semita del destino del hombre a la que alude Nietzsche en El nacimiento de la tragedia, donde opone dos interpretaciones del pecado: la interpretación griega ("aria") y la "semita" (Nietzsche 1984 93-94).

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MLA: Zúñiga, José F. “La doble naturaleza del arte y el destino de lo humano.” Ideas y Valores 71. Supl. 9 (2022): 57-73.

APA: Zúñiga, J. F. (2º22). La doble naturaleza del arte y el destino de lo humano. Ideas y Valores, 71(Supl. 9), 57-73.

CHICAGO: Zúñiga, José F. “La doble naturaleza del arte y el destino de lo humano.” Ideas y Valores 71, Supl. 9 (2022): 57-73.

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