Introducción
La investigación teológica ha sido objeto en los últimos años de diversas indagaciones sobre su mismo estatuto, tanto epistemológico como metodológico, preguntas que, más allá de esperar respuestas recetarias, manifiestan el interrogante sobre cómo hacer teología hoy (Vélez Caro, 2017). Esta no es una inquietud de tipo procedimental respecto de cómo seguir una secuencia de pasos, sino que en el mismo marco de las ciencias sociales se piensa la tarea de construir nuevo conocimiento en la actualidad desde la investigación (Pérez-Vargas y Nieto-Bravo, 2020), de tal forma que sea posible superar la instrumentalización de los sujetos, se aporte a los contextos abordados y no sea colonizada la metodología por los lenguajes positivistas (Nieto-Bravo et al., 2021).
Este punto de partida sirve para materializar la pregunta por el quehacer de la teología en tiempos de metamorfosis de las sociedades actuales posmodernas (Santamaría, 2002). De ahí que se proponga una perspectiva investigativa para la teología desde la pregunta por las relaciones subsistentes entre la fenomenología, las representaciones y la espiritualidad, pues tales categorías han sido abordadas por los autores en los últimos cinco años a partir de distintos ejercicios investigativos que mostraron la pertinencia de articular una única reflexión por los métodos de investigación teológica que puedan responder a las necesidades actuales (Acuña y Sánchez-Castellanos, 2019). Por eso, el objetivo de este artículo será inferir la articulación entre la fenomenología y las representaciones sociales en la investigación teológica cuando se circunscriben a la pregunta por la espiritualidad en diversos contextos y horizontes de comprensión, y así poder dar algunas pistas sobre el método fenomenológico.
Para el cumplimiento de este objetivo, se expondrán, en primer lugar, las bases teóricas sobre las cuales se entenderá la fenomenología, pues se intenta hacer una superación de la propuesta husserliana para proyectarse hacia nuevos enfoques y propuestas fenomenológicas, en especial, desde los postulados de Maurice Merleau-Ponty; en segundo lugar, se presenta la teoría de las representaciones sociales, principalmente, desde la perspectiva de Serge Moscovici puesta en diálogo con los argumentos de Merleau-Ponty; en tercer lugar, se da paso a la visibilización de diversas comprensiones sobre la espiritualidad humana a partir de diferentes posturas epistemológicas emergentes, pues no se está comprendiendo como una realidad etérea, sino que está articulada con realidades humanas concretas (López, 2019). Para finalizar, se presentan algunas conclusiones a manera de una prospectiva investigativa, en la que se muestra el punto corolario de la discusión a partir de la propuesta como tal de esta entrada metodológica apropiada para la investigación teológica.
A continuación, se exponen las bases teóricas de las tres categorías que sostienen la reflexión epistemológica de este escrito, en la que la fenomenología es entendida como el método y la perspectiva epistemológica que indaga las representaciones sociales de los sujetos en sus contextos naturales, de tal forma que sea posible identificar la identidad, elementos e implicaciones de la espiritualidad humana que es visible en las interacciones, las prácticas y los relatos de los sujetos abordados en un proyecto de investigación orientado desde el campo teológico.
La fenomenología
La hermenéutica, pensada desde Ricoeur (2003) en sus inicios en "la simbólica del mal", se entiende como el campo de comprensión de la interpretación de los símbolos desde un contexto histórico y cultural en el que el símbolo se inserta. Sin embargo, esta definición se percibía desarticulada precisamente porque a la interpretación de los símbolos en la simbólica del mal le hacía falta una comprensión más fenomenológica y relacional con la comprensión e interpretación de lo que llamamos realidad. En un texto más reciente, Ricoeur (2000) hace una re-interpretación de esa definición y cae en cuenta de esta debilidad epistemológica, al reconocer que uno de los campos de acción del sujeto no es lo hermenéutico (reflexivo), sino lo fenomenológico, pues la realidad desde lo hermenéutico puede quedar en zonas de interpretación de textos y de generación de discursos reflexivos (Torres Muñoz, 2017); pero la interacción con el sujeto necesita una materialidad que enriquezca la simbología más allá de lo cultural y tradicional que se vio en las primeras publicaciones de Ricoeur.
Desde esta perspectiva, la interpretación de la realidad implica la relación de un sujeto con el mundo, al tiempo que a la concepción fenomenológica de un ser-siendo y de un mundo (del lenguaje) al que Heidegger (1997) denomina la "casa del ser", donde habita el ser. Podría decirse que ese mundo es el que se ha considerado por la tradición fenomenológica mundo de la vida (Lebenswelt). Un mundo al que se llega, como ser-siendo, a comprender una realidad, a volverse histórico, cultural y simbólico (Ricoeur, 2000). Una realidad que puede ser percibida a la manera como la pensó Merleau-Ponty (1975): "La realidad está por describir, no por construir o constituir" (p. 10). Porque la realidad de la que habla Merleau-Ponty es la del mundo de la percepción, y esta se convierte en una realidad distinta para el sujeto cada vez que interactúa con el mundo donde habita su ser-siendo. "En cada momento, mi campo perceptivo está lleno de reflejos, de fisuras, de impresiones táctiles fugaces que no estoy en condiciones de vincular precisamente con el contexto percibido y que, no obstante, sitúo desde el principio en el mundo, sin confundirlos nunca con mis ensueños" (Merleau-Ponty, 1975, p. 10).
En esa misma línea de Merleau-Ponty (1975), en la que se busca tener una comprensión de la realidad material del mundo, un teólogo como Karl Rahner (1963), desde una teología fenomenológica, comprende la fe como una "piedad encarnada": "A theological phenomenology of an 'incarnational' piety, valid now and always, would not only have significance for the doctrine of the spiritual life; it would also be important as a means of removing the basic causes which have led to a demand for 'demythologization'" (p. 189).
Esta piedad encarnada es válida para encontrar los significantes del mundo que relacionan lo totalmente otro en el mundo de la vida. La representación que se tiene presente es la de una fe que debe encarnarse, tal como lo expresaría Henry (2001) con su fenomenología encarnada, como una fe que conlleva historicidad, temporalidad y relación. Hablar de una fe encarnada desde una teología fenomenológica es hablar desde los campos de comprensión que conducen al creyente a la acción.
Así, la comprensión de la realidad incluye categorías como percepción, representación, impresión, mundo de la vida y demás. Categorías que provienen de un juego del lenguaje en el que el ser-siendo va comprendiendo la realidad a partir de las narrativas. Por tal motivo, es necesario ubicar el escenario donde el mundo de la vida se hace narratividad, es decir, donde pone como personaje central la dialéctica del ser. Hoyos Vásquez (1993) expresó que el mundo de la vida se encuentra entre la consciencia inmanente de Husserl y la búsqueda por el sentido del ser de Heidegger. Y, por eso, sugiere que el tratamiento del mundo de la vida debe darse según lo propuesto por Habermas como cambio de paradigma. Porque el mundo de la vida y la consciencia inmanente del ser no pueden ser tratados como iguales, sino como momentos indispensables, necesarios y reales en toda la discusión filosófica de la contemporaneidad.
¿Qué es la fenomenología entonces? Una pregunta que todavía tiene sus matices ambiguos después de más de un siglo de haber sido tratada a su plenitud por Husserl y, sin embargo, ocasiona pudor y desaliento en otros espacios filosóficos, teológicos y científicos para su tratamiento. El mismo Merleau-Ponty (1975) inicia con esta pregunta en su obra Fenomenología de la percepción y cuestionaba que después de medio siglo de su aparición todavía esta pregunta estuviera lejos de haber encontrado una respuesta satisfactoria.
El concepto de fenomenología tiene inicios un tanto sombríos, pues autores como Kant (que abordó el fenómeno), Hegel (con su fenomenología del espíritu) y otros comenzaron una aproximación a este término; pero solo sería Husserl quien lo abordó desde la perspectiva expuesta. Con este autor, el concepto de ciencia se traslada al fenómeno, concibiendo la fenomenología no solo como un método de descripción esencial de las articulaciones fundamentales de comprender las relaciones con el mundo en la experiencia (perceptividad, imaginación, analogías, mitos, alegorías, etc.), sino también como la consciencia de un mundo que debe ser intencional, es decir, que la consciencia intencional siempre está referida a algo. Esta consciencia intencional del mundo de la vida hace que la fenomenología de Husserl (1996) se centre en el sujeto que, desde un enfoque situado, se convierte en un acto reflexivo, cognitivista, psicológico de comprender y representarse el mundo.
Esta fenomenología husserliana es reinterpretada por la tradición fenomenológica francesa que rescata el sentido de la experiencia de mundo en la comprensión existencial de lo otro. Por eso, aunque se trata de describir la función de la fenomenología y su impacto en los ambientes teológicos, lo que se busca es comprender la cuestión fenomenológica que conlleva pensar la teología dentro de una fenomenología material, encarnada, que apunta hacia las representaciones sociales. El interés de este encuentro categorial se centra en dos mundos distintos de pensar la fenomenología: la fenomenología pensada como teoría trascendental del conocimiento (fenomenología trascendental de Husserl) y la fenomenología material o encarnada que se pone como punto de contradicción al historicismo filosófico, que ha sido vinculado en la corriente fenomenológica del siglo pasado como problemas de la facticidad.
Con estas concepciones fenomenológicas abordadas desde Husserl (1996) con su propuesta cartesiana y de las esencias, en las que Merleau-Ponty (1975) incluye el pensamiento de Husserl, las representaciones sociales conducen a un ejercicio hermenéutico con perspectiva teológica para comprender e interpretar la realidad como fenomenología de la consciencia que tiene su incidencia en el mundo de la vida, lugar donde viven las experiencias que generarán las representaciones sociales. Una propuesta fenomenológica que tiene el carácter de contraponer la fenomenología trascendental y psicologista al pensamiento fenomenológico material (corporal), encarnado. En últimas, es llevar a la praxis las condiciones de posibilidades que se muestran para ejecutar una acción. En esta fenomenología teológica que, con la acción, busca la transformación de vidas, de contextos, del medio ambiente, de sociedades, de representaciones intrínsecas y culturales de los escenarios simbólicos de lo humano, se hace extensivo el enfoque situado de transformación en el paso del sentido a la acción.
Siguiendo con la idea de describir lo que el historicismo filosófico ha comprendido de las distintas formas de interpretar los discursos sobre la fenomenología, Merleau-Ponty (1975) define la fenomenología como "el estudio de las esencias y, según ella (la fenomenología), todos los problemas se resuelven en la definición de esencias: la esencia de la percepción, la esencia de la consciencia, por ejemplo" (p. 7). Dos tipos de esencias que cita Merleau-Ponty para problematizar la cuestión fenomenológica como problema de la percepción. Pensamiento fenomenológico que se distancia del iniciado por Husserl (1996), quien describe la constitución fenomenológica como la constitución de un objeto intencional. Este discurso fenomenológico iniciado por Husserl se arraigó a la idea de ser que concibe la fenomenología como una fenomenología de la consciencia o fenomenología intencional, pues tratar la fenomenología como esencia de la consciencia es considerarla como una consciencia dirigida a su intención. Una consciencia intencional que sitúa al mundo y al ser humano en un espacio condicionado por la esencia de la consciencia: la consciencia intencional.
Esta idea de intencionalidad es la que tanto Lévinas como Henry y Ponty quieren ir en contra. El pensamiento de una "trascendencia" desde la intencionalidad no es muy objetiva en el pensamiento de Husserl. El yo se transforma en la fuente misma del sentido, de manera que se presenta como una trascendencia en la inminencia, es decir, una trascendencia que parte de la subjetividad. Conceptos en que, en una propuesta teológica de Henry o Lévinas, la trascendencia no puede partir de la subjetividad sino de la alteridad, lo otro que se hace trascendente, y no desde el sujeto en su estado reflexivo.
Representaciones sociales
Ahora bien, urge tejer un diálogo inter- y transdisciplinar entre las tres perspectivas epistemológicas propicias para el análisis de los fenómenos sociales y religiosos de la realidad humana, y reconocer los aportes significativos desde su especificidad: la fenomenología abordada por Merleau-Ponty, la teoría de las representaciones sociales, la propuesta inicialmente por Moscovici, y la espiritualidad desde el horizonte construido en las últimas décadas; la primera surgida en el ámbito de la filosofía, la segunda desde el campo de la psicología social y la tercera desde el ámbito teológico y de los estudios de la religión (Moncada Guzmán, 2020). Entre estos campos, es posible seguir estableciendo relaciones complementarias de orden conceptual, que permitan la construcción de unas bases teóricas para comprender la estructura de la realidad que rodea al ser humano, al mismo tiempo que entender el papel activo propio de su subjetividad (Nieto-Bravo, 2022).
Frente a lo mencionado, cabe una pregunta inicial por la relación entre las representaciones sociales y el saber teológico, sobre todo, porque desde una perspectiva tradicional de la disciplina teológica pueden emerger cuestionamientos de gran envergadura, como los siguientes: ¿dónde está lo teológico en una investigación sobre representaciones sociales, imaginarios, creencias o conceptos afines? y ¿acaso las representaciones sociales son objeto de estudio de la teología? (Vergara, 2004).
Entendido de este modo, se estaría hablando de un conocimiento fragmentado, parcelado y simplificado (Morin, 1992), en el que el saber teológico es sencillamente espectador de los discursos sobre los fenómenos sociales y se vale de ellos para poder hacer posteriormente reflexiones "desde lo hallado o encontrado por las demás ciencias sociales" (Vergara, 2004, p. 137). En consecuencia, la ruta elegida ha sido la de construir un discurso inter- y transdisciplinar, lo cual implica que no es exclusivamente un estudio psicológico, filosófico, teológico o sociológico, sino que lo que se va construyendo busca incluir los componentes desde narrativas transversales que traspasan y se dejan traspasar por los conocimientos puestos en diálogo.
Inicialmente propuesta por Moscovici (1979), la teoría de las representaciones sociales se ha ido constituyendo con el paso del tiempo en un enfoque importante para el estudio de los fenómenos sociales actuales (Piñero, 2008, p. 3). A partir del concepto de representaciones colectivas propuesto por Durkheim en el campo sociológico, Moscovici aborda la reflexión conceptual sobre las representaciones sociales, lo que a su vez ha permitido su comprensión y profundización teórica desde la psicología social y otros campos de conocimiento (Jodelet, 2018; Quintero, 2021; Rateau y Lo Monaco, 2013), junto con el desarrollo de un abordaje metodológico a partir de perspectivas tanto de corte cualitativo como de orden cuantitativo. En este sentido, Moscovici y sus sucesores lograron desplegar la reflexión teórica, conceptual y metodológica en el estudio de las representaciones sociales (Jodelet, 1986).
Moscovici (1979) considera fundamentalmente las representaciones sociales como una forma de conocimiento compartido socialmente, con lo que afirma no solo el carácter predominantemente social de las representaciones, sino también su naturaleza individual y psicológica. Al respecto, el mismo Moscovici (1979) afirma:
La representación social es una modalidad particular del conocimiento, cuya función es la elaboración de los comportamientos y la comunicación entre los individuos [...] es un corpus organizado de conocimientos y una de las actividades psíquicas gracias a las cuales los hombres hacen inteligible la realidad física y social, se integran en un grupo o en una relación cotidiana de intercambios, liberan los poderes de su imaginación. (pp. 17-18)
Al ubicarla en la intersección entre conceptos psicológicos y sociológicos que demandan reflexión y aclaración, Moscovici (1988) resalta la versatilidad del concepto de representación social. En coherencia con lo anterior, y puesto que desde la teoría de las representaciones sociales se afirma que no es posible dividir el mundo interior y exterior de individuos y grupos, como consecuencia esto da lugar a que la distinción entre sujeto y objeto se disuelva en un espacio común indeterminado. Según Moscovici (2004), el objeto "está inscrito en un contexto activo, móvil, puesto que, en parte, fue concebido por la persona o la colectividad como prolongación de su comportamiento, y solo existe para ellos en función de los medios y métodos que permiten conocerlo" (p. 33).
Lo anterior describe el proceso mediante el cual el objeto se deriva de la aptitud representativa del sujeto y a su vez este último se establece desde la estructuración de las representaciones sociales que determinan su universo material y social. En otras palabras, el sujeto es definido por las representaciones del objeto y este, al mismo tiempo, es resultado de la construcción de las representaciones sociales, lo que, según Araya Umaña (2012), se refiere a los componentes constituido y constituyente de la representación social. A este respecto, la representación en tanto guía del comportamiento dispone para la acción y modela los elementos del contexto en el que la representación tendrá lugar. Dicho de otra manera, "en la medida que el sujeto o colectivo tiene una imagen u opinión del objeto formulada con anterioridad a la experiencia en sí misma, las representaciones anteceden a la vivencia del fenómeno" (Oré Kovacs, 2020, p. 2).
Según lo mencionado, sobre la base de las funciones dadas a las representaciones sociales y según la forma en que sean representados los objetos1 y las imágenes que circulan sobre ellos, se van constituyendo órdenes de discurso, de praxis y de organización que significarán efectos sobre los sujetos. En este sentido, representar es un fenómeno complejo porque involucra imágenes, pero también discursos. Estos hacen parte de la estructura de la representación social, puesto que las representaciones se establecen narrativamente, "siendo el pensamiento narrativo el que trata sobre la intención humana y la acción, así como las vicisitudes y consecuencias que marcan su curso" (Rodríguez Cerda, 2003, p. 75).
En consideración a lo anterior, y antes de continuar con el abordaje teórico sobre las representaciones sociales, conviene hacer una mención a una consecuencia importante en relación con el papel actual de la teología. La disciplina teológica estaría llamada a "generar un discurso y una praxis instituyente de otra forma de imaginación radical intentando que el teólogo haga parte de un sujeto social que encarne posibilidades emergentes de cara a una institución-sociedad diferente" (Vergara, 2004, p. 143). Desde esta perspectiva, el papel de la teología será identificar representaciones para deconstruir aquellas de las que se pueden posibilitar nuevas representaciones a partir del reconocimiento del otro y de la realidad social. Para esto, se debe acudir a nuevas narrativas que salen de las mismas voces de los sujetos, que no sean solo las de ellos, porque también están atravesados por ciertas representaciones instituidas, sino de una manera polifónica para construir nuevas representaciones.
Posteriormente, Jodelet (1986), quien ha recogido significativamente las enseñanzas de Moscovici, resaltó el componente psicológico de la representación social al definirla como "una forma de conocimiento específico, el saber de sentido común, cuyos contenidos manifiestan la operación de procesos generativos y funcionales socialmente caracterizados. En sentido más amplio, designa una forma de pensamiento social" (p. 474). De acuerdo con esto, la representación social se constituye en un tipo de pensamiento social que nace en un contexto de relaciones cotidianas de pensamientos y acciones sociales entre los sujetos de un colectivo social; por esto, "también es un conocimiento de sentido común que, si bien surge y es compartido en un determinado grupo, presenta una dinámica individual, es decir, refleja la diversidad de los agentes y la pluralidad de sus construcciones simbólicas" (Piñero, 2008, p. 4).
Otra característica de las representaciones sociales es que, en tanto producto de un conjunto de procesos cognitivos, le confieren un sentido de coherencia al contexto vital de las personas (Jodelet, 2000). Como consecuencia, además de la coherencia como resultado de la proyección de las representaciones sociales en la realidad, estas hacen posible entender, controlar y predecir los contextos vitales y, como consecuencia, se instituyen fuentes guía y de orientación para los sujetos. Al respecto, Jodelet (1993) ha afirmado sobre las representaciones sociales:
En tanto que fenómenos, las representaciones sociales se presentan bajo formas variadas, más o menos complejas. Imágenes que condensan un conjunto de significados; sistemas de referencia que nos permiten interpretar lo que nos sucede, e incluso, dar un sentido a lo inesperado; categorías que sirven para clasificar las circunstancias, los fenómenos y a los individuos con quienes tenemos algo que ver; teorías que permiten establecer hechos sobre ellos. Y a menudo, cuando se les comprende dentro de la realidad concreta de nuestra vida social, las representaciones sociales son todo ello. (p. 472)
Como complemento a lo mencionado, Farr (1986) afirma que "las representaciones sociales tienen una doble función: hacer que lo extraño resulte familiar y lo invisible, perceptible. Lo que es desconocido o insólito conlleva una amenaza, ya que no tenemos una categoría en la cual clasificarlo" (p. 503). Por tanto, las representaciones sociales son útiles para ordenar la diversidad de situaciones que el ser humano experimenta, de tal modo que la interrelación con estas y los procesos de elección y decisión procedan sin dificultades (Rateau y Lo Monaco, 2013).
Dicho lo anterior, y con la intención de continuar profundizando en la comprensión de las representaciones sociales, es preciso señalar que las disposiciones teóricas posteriores a la de Moscovici designan y resaltan variados componentes de la representación social (Rateau y Lo Monaco, 2013). Verbigracia, el modelo sociogenético busca explicar el nacimiento espontáneo de una representación a partir de la información, focalización y derivación de esta, elementos que a su vez se constituyen desde los procesos de objetivación y anclaje.2 Metodológicamente, esta perspectiva adopta diseños emparentados a la descripción, en especial, desde una orientación cualitativa de análisis del discurso y de las prácticas sociales (Quintero Torres, 2021).
Por otro lado, el modelo estructural busca profundizar en el proceso de objetivación y, para ello, estudia la representación social a partir del reconocimiento de su núcleo central (contenido que da a la representación su especificidad y permanencia y, a la vez, da significado y valor a los elementos que la constituyen [Abric, 2001a] y los elementos periféricos (parte concreta y operacional de la representación social que se une a la contingencia cotidiana y permite adaptarla a las diversas situaciones sociales; en estos elementos, se integran las experiencias e historias individuales, que proveen a la representación de un carácter flexible y heterogéneo [Abric, 2001b]. Este componente de las representaciones les permite a los sujetos adecuarse a los cambios en su contexto y, en este sentido, este modelo posibilita estudiar las representaciones sociales, de tal manera que el método experimental sea el más adecuado para tal objetivo (Jodelet y Balduzzi, 2011).
En oposición a los modelos mencionados, el modelo sociodinámico formula una teoría a partir del proceso de anclaje propio del modelo sociogenético para entender y explicar la implantación de las representaciones en los contextos ideológicos y sociales. En consecuencia, este enfoque se concentra en el reconocimiento de las representaciones compartidas por un grupo de personas que asumen una postura y ordenan diferencias personales por medio de metodologías cuantitativas, multidimensionales y multivariadas (Rateau y Lo Monaco, 2013).
En consideración a lo anterior, y frente a las reflexiones críticas que se han generado en torno a la comprensión de las representaciones sociales, así, por ejemplo, el análisis propuesto por Gaviria Cuartas (2012), según el cual "la concepción tradicional de las representaciones sociales, estaría validando implícitamente la condena a lo distinto pues aquella presupone el consenso social amplio a partir de una postura condescendiente y justificadora de la realidad social" (p. 86), es preciso enfatizar en tres elementos que destacan el carácter flexible y heterogéneo de las representaciones sociales (Abric, 2001b), y que, a su vez, posibilitan su estudio desde otras áreas del conocimiento.
El hecho de que las representaciones emerjan y se compartan socialmente no significa que sean genéricas, es decir, que existan representaciones sociales universales a todos los objetos de la realidad social; antes bien, "las representaciones surgen respecto a objetos específicos y varían según su naturaleza" (Piñero Ramírez, 2008, p. 5). Asimismo, con respecto al carácter compartido de las representaciones sociales, es preciso esclarecer que este no involucra que las representaciones sobre un objeto establecido sean idénticas para todos los individuos, sin importar su vinculación a un determinado grupo; al contrario, como indican Doise et al. (2005):
La idea de conocimiento compartido se encuentra ahora calificada por lo menos de dos maneras. Primero, del consenso como acuerdo entre individuos que se manifiesta por la similitud entre respuestas, pasamos a los puntos de referencia y tomas de posición compartidos. Estas tomas de posición implican [...] la multiplicidad, la diversidad, la oposición. Después [.] del consenso se llega a la idea de la pluralidad de dimensiones (o de tomas de posición) relativamente independientes unas de las otras. (citados en Piñero Ramírez, 2008, p. 5)
Finalmente, las representaciones sociales no forman objetos que se localizan como suspendidos de manera etérea en el espacio social; antes bien, están incorporadas, en el sentido que están integradas en un cuerpo simbólico, en el pensamiento de un sujeto por un proceso de construcción. Se pueden instaurar diferenciaciones entre representaciones sociales en torno a una gran variedad de objetos o acontecimientos sociales, debido a la individualidad del ser humano, es decir, su subjetividad, y según la particularidad de su contexto sociocultural (Ibáñez, 1994).
Lo anterior permite superar una visión homogénea, preestablecida e inamovible de las representaciones sociales. Si bien es cierto que las representaciones sociales hacen posible aproximarse a la realidad social, ellas no limitan la comprensión de la realidad; en este sentido,"contemplar los objetos que rodean a cada individuo sirve para darle un punto de referencia y orientación en medio de ellos; son ellos los soportes de una intención práctica orientada hacia otra parte y que nada más se dan como significaciones" (Gaviria Cuartas, 2012, p. 86). Concebir las representaciones sociales de esta manera reduce la brecha con la posición fenomenológica en la que a cada momento "lo propio de lo percibido es la admisión de la ambigüedad, lo movido, el dejarse modelar por el contexto" (Merleau-Ponty, 1975, p. 33).
Espiritualidad
En el lenguaje coloquial, el concepto de espiritualidad está presente de una forma polisémica para referirse a variadas maneras de expresión religiosa que viven los sujetos (Naranjo Higuera y Moncada Guzmán, 2019), tal es el caso de su mención en tanto la asistencia y el desarrollo de diversas formas cúlticas como liturgias, morales, oraciones, meditaciones, entre otras formas de encuentro con lo santo y la idea de Dios (Otto, 1996). Es evidente una tendencia presente con mayor fuerza en los contextos colombianos: su definición exclusiva desde la experiencia religiosa cristiana, en que se define como una función integradora de la identidad a manera de camino interior que permite el fortalecimiento de la propia opción fiducial, no de forma solipsista, sino en apertura al otro y al absoluto de la trascendencia desbordante: Dios (Gamarra, 1994).
Esta determinación es posible cuando el sujeto se ha adherido existencialmente a un sistema religioso en específico, en el caso de Gamarra (1994) sería el cristianismo, pues el estilo de vida del sujeto es transformado por la figura de Cristo, encontrándolo como respuesta a esa realidad que lo sobrepasa y que percibe como mayor que sí mismo (Ramírez y Merchán, 2015). Empero, si bien esta argumentación resulta válida para los cristianismos, e, incluso, para otros sistemas religiosos que solo deban cambiar el nombre de Jesús por su equivalencia homeomórfica (Panikkar, 1990), queda aún una deuda con quienes no pertenecen al mundo de las creencias y han construido una comprensión y una praxis propia de la espiritualidad desde el horizonte de las increencias: ateísmo, agnosticismo, panteísmo y escepticismo (Beltrán, 2019).
Así es como en las últimas décadas del siglo XX y en los comienzos de este siglo XXI, han emergido diferentes propuestas para la comprensión de la espiritualidad no necesariamente desde una perspectiva creyente, tal es el caso de Foucault (1987), quien la define como el conjunto de búsquedas, prácticas y experiencias que permiten la búsqueda de la verdad, en que en el camino se comprende el sujeto a sí mismo y se transforma; Benavent Vallés (2003, p. 12), quien la define desde la vitalidad humana, el sentido y la trascendencia, pero a partir de una perspectiva del bienestar de la persona; Hadot (2006, p. 24), quien la usa para definir la filosofía como un ejercicio espiritual debido a su perspectiva del todo, una totalidad psíquica que tiene alcances prácticos; Comte-Sponville (2006), quien enfatiza en la condición de apertura al infinito del ser humano; Corbí (2007, p. 149), quien la conceptualiza a partir del cultivo de la dimensión absoluta de la realidad; Remolina Vargas (2017, p. 288), quien, si bien es sacerdote jesuita, responde desde la filosofía de la religión a la obra de Richard Dawkins (2006)El espejismo de Dios, afirmando que el espíritu es la subjetividad humana que permite la construcción del significado de la vida, por lo cual la espiritualidad viene a ser el cultivo de esta interioridad.
De ahí que en la actualidad sea común en escritos académicos y de investigación teológica encontrar que la espiritualidad no se reduce a las prácticas que un sujeto pueda llevar en el contexto de su sistema religioso, pues, si bien no se está negando la importancia de tal praxis, lo que se pretende es ampliar el horizonte de comprensión desde un criterio de interculturalidad y apertura a otras formas de creencias e increencias. Esto es evidente en estudios como los de Zohar y Marshall (2001), Francesc Torralba (2015), Camilo Cañón Loyes (2017) , Pico et al. (2018), Mahecha et al. (2021), en los que el centro de la espiritualidad está en la búsqueda del cultivo del sentido de la vida.
Entonces, la espiritualidad puede ser entendida como la praxis natural del cultivo de la interioridad humana, no como intimismo o individualismo, sino como búsqueda del conocimiento de sí mismo y el cuidado del desarrollo personal, fundamentados en las construcciones de sentido de vida, horizonte que manifiesta la epifanía de la apertura humana a la comprensión de sus distintas realidades, de tal forma que posibilita a todos la resignificación, emancipación, vinculación y transformación de la cotidianidad, movidos por la propia autonomía y hacia la conquista de la verdad y la libertad. (Naranjo Higuera y Moncada Guzmán, 2019, p. 116)
Este nuevo horizonte permite evidenciar cuatro elementos fundamentales a la hora de hablar de espiritualidad desde una perspectiva más holística e incluyente, a saber: en primer lugar, el autoconocimiento como lugar de indagación por la propia identidad, el cuidado de sí desde la perspectiva del bienestar holístico de la persona, la búsqueda de sentidos de vida y la resignificación de la vida a partir de una experiencia fundante, categorías que permiten un diálogo intercultural, pues no están atadas a una única forma de comprensión y praxis desde un sistema religioso; más aún, también implican a quienes se entiendan como increyentes, pues a la base está la pregunta por la autodeterminación y no por una adherencia fiducial exclusiva (Moncada Guzmán, 2021).
Esta nueva perspectiva conduce a la necesidad de hacer de la espiritualidad una nueva forma de investigar en la teología, como lo afirma la teología de la liberación, desde la perspectiva de un evangelio liberador de la pobreza y la marginación (Gómez Díaz et al., 2016), en que el rostro del sufriente no es excluido, sino comprendido como sujeto de derechos (Ordóñez Echeverría, 2021); pero sin perder de vista que la finalidad no es solo lo concerniente a lo cúltico y a lo moral, sino que también se vincule la pregunta por el bienestar humano general, pues los ejercicios litúrgicos, de reflexión, meditación o introspección siempre conducirán a la configuración de un estilo de vida saludable (Bueno Castellanos et al., 2020; Pérez-Vargas et al., 2019) y a la puesta en marcha de una espiritualidad desde la perspectiva de la acción (Parra Mora, 2021, p. 140).
Así las cosas, el punto de partida del concepto de espiritualidad es su reconocimiento como cualidad del ser humano, posible de desarrollar en creyentes e increyentes, por lo cual la teología y los estudios de la religión tienen una voz de autoridad para reflexionar sobre ella, y en que, además, la propuesta cristiana ha buscado ser integral y abarcadora de la historia, el cuerpo y la propia interioridad humana (Espinosa Arce, 2021), sin con ello negar que otras ciencias puedan aproximarse a su estudio.
Este giro en la comprensión de la espiritualidad no es nuevo, pues es posible señalar en la historia algunas transformaciones en la forma de su conceptualización y praxis, tal es el caso de mística de san Juan de la Cruz, santa Teresa de Ávila, santa Teresita del Niño Jesús o san Ignacio de Loyola, quienes en sus respectivas épocas y contextos ya habían propuesto nuevas formas que permitieran un florecimiento de la espiritualidad más allá de las estructuras tradicionales (Gamarra, 1994).
Sin embargo, solo será hasta la irrupción de la teología de la liberación en que se podrá visibilizar una transgresión mayor a las estructuras tradicionales, pues serán varios de los autores inscritos en esta perspectiva teológica quienes manifiesten nuevos lugares y formas desde donde comprender la vida espiritual (Estupiñán et al., 2013). Tal es el caso de autores como Gutiérrez, Boff, Sobrino, Ellacuría, Galilea y Maccise , quienes proponen a la espiritualidad desde horizontes de reconocimiento de la experiencia de la trascendencia en el pobre, el sufrimiento, la marginación y la exclusión presentes en la historia humana, de ahí que esta espiritualidad de la liberación no solo sea un ejercicio de contemplación, sino principalmente de acción, un estilo de vida cristocéntrico que busca la construcción del Reino (Estupiñán et al., 2013, pp. 414-416).
De esta forma, la investigación teológica en este campo de la espiritualidad, desde una perspectiva fenomenológica que indaga las representaciones sociales, tiene como tarea hacerse la pregunta sobre los conocimientos religiosos de sentido común evidenciados en construcciones simbólicas de los sujetos que está abordando, teniendo claro que no es un ejercicio meramente exploratorio que conduce a la enunciación de una lista de características, sino que desde un horizonte más práxico conduce al teólogo a reconocer las categorías sociales del contexto con la intención de concienciar a los sujetos para luego empoderarlos hacia caminos de cultivo de sentido y construcción del Reino.
Conclusiones
La exposición teórica presentada sobre la fenomenología, en especial, desde la perspectiva de Merleau-Ponty (1975), la teoría de las representaciones sociales de Moscovici (1979) y las propuestas emergentes sobre la espiritualidad (Naranjo Higuera y Moncada Guzmán, 2019) permite cerrar con algunas aproximaciones a modo de prospectiva para evidenciar las particularidades de la epistemología y la metodología del método fenomenológico propuesto a la hora de investigar en teología.
El punto de partida epistemológico es el reconocimiento de la espiritualidad, en este caso, como el objeto de estudio que se ha propuesto, por una parte por la actualidad de sus discusiones desde distintas perspectivas teóricas y prácticas, pero también por su papel fundamental en la tarea teológica. Esto hace que no sea definido lo espiritual como una realidad etérea, sino que esta está articulada a realidades humanas concretas, de tal forma su comprensión puede desarrollarse desde una teología que a su vez no es ajena a los dinamismos sociales y culturales.
La aproximación fenomenológica que se hará sobre la espiritualidad se propone desde los postulados de Merleau-Ponty, quien propende a una indagación de la percepción como reconocimiento de los significados y del otro que no es en su totalidad intencional como en el caso husserliano, sino que supone que las realidades abordadas son aprehendidas por el sujeto, pues de cierta forma es a priori en tanto esta realidad existe antes del sujeto, pero no desde la perspectiva cartesiana, pues no está predeterminada en la consciencia, sino en las interacciones sociales, por lo cual también es a posteriori, pues el sujeto se encuentra con ella al abrirse al exterior antes de dotarla de sentido.
En esta dinámica de apertura, emergen las representaciones sociales como un tipo de conocimiento, en este caso religioso, pero que se fundamenta en el sentido común de las comunidades, el cual se evidencia en construcciones simbólicas de los sujetos que están abordando en el ejercicio investigativo. Este tipo de contenido no solo son imágenes, sino que también se presentan como discursos y narrativas. Ahora bien, desde la perspectiva de Segundo-Ortin (2022), podría despreciarse el concepto de representaciones sociales, ya que afirma que el sujeto cuando va al mundo tiene una percepción de este, lo cual genera una representación; pero, una vez su intencionalidad haya sido educada, la representación desaparece, pues ya no se necesita. Sin embargo, a efectos investigativos de cualquier estudio, es fundamental reconocer y comprender dicha representación.
En este contexto, la investigación teológica se puede abrir a la indagación de diversas formas de representaciones sociales sobre la espiritualidad que subyacen en las interacciones de los sujetos y comunidades abordadas, desde la perspectiva de la fenomenología de la percepción, de tal forma que sea posible identificarlas, analizarlas, comprenderlas e, incluso, hasta propender a un ejercicio de deconstrucción si fuese el caso, ya que su existencia no implica una universalidad e inmutabilidad, sino que por la misma definición asumida existe la posibilidad de construir nuevas representaciones que partan del reconocimiento del otro y de la realidad social, de tal forma que el sujeto no caiga en un solipsismo, sino que la preocupación política y comunitaria siempre esté presente en su praxis.
Esto es posible en orden a que las realidades sí configuran de cierta forma al sujeto a partir de los procesos de socialización con los cuales interactúa en su cotidianidad, lo cual no significa que los seres humanos están condenados a un modelo preestablecido, puesto que la representación social es constituida y constituyente, esto último (constituyente) en tanto está en el mundo y aporta al proceso de autodeterminación del sujeto; pero es constituida también, pues el sujeto tiene un papel activo, por lo cual la representación no es eterna e inmutable, no limita la comprensión de la realidad, sino que como cuerpo simbólico está sujeta a la configuración del devenir humano.
Para finalizar, bastaría aclarar que con esta propuesta no se aspira a continuar con un ejercicio de reducciones como las propuso Husserl, sino que se necesitaría de una nueva estructura dinámica y procesual, la cual inicie, en primer lugar, con un ejercicio de concienciación que permita al investigador el reconocimiento de las particularidades de las realidades de los sujetos abordados, así como sus propias limitaciones a la hora de investigar: juicios de valor, verdades de Perogrullo, sesgos, preferencias, descontextualización, lecturas colonialistas y hegemónicas, etc.
En segundo lugar, se propone la opción por la apertura al fenómeno, un ir y volver que no debe ser al infinito, sino que tiene por intención la captación holística del problema abordado, de la experiencia de los otros sujetos que componen la comunidad, es la preocupación y disposición a compartir su contextualidad, es una invitación abierta a la vivencia de la intersubjetividad.
En tercer lugar, aparece la construcción de sentidos, es decir, la codificación y sistematización que indaga la categorización de los significados que posibilitan el encuentro con las representaciones sociales de los sujetos. Sentido no solo en su aspecto direccional, como proyecto, sino también en tanto la identificación de circunstancias de sensibilidad, búsqueda de verdad y disposición de lugares de valor (Grondin, 2012).
Por último, la conducción a la praxis, pues no se debe conformar con la mera identificación, comprensión y categorización del fenómeno abordado, ya que la teología tiene por tarea conducir a la liberación y transformación de los contextos. De esta forma, la investigación no instrumentaliza a los sujetos, sino que los mueve a nuevos caminos para la autorrealización, la emancipación y la construcción del Reino, acciones que dependen de la experiencia espiritual de los sujetos.