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Franciscanum. Revista de las Ciencias del Espíritu
Print version ISSN 0120-1468
Franciscanum vol.53 no.156 Bogotá July/Dec. 2011
Claude Romano**
Traducción de Enoc Muñoz y Patricio Mena Malet***
"Aquello que yo soy" es una espera permanente,
general... -{...}-Vivimos en una preparación o
disposición perpetua.
Valéry, Cahiers, i, p. 1270.
** Es maître de conférences de la Universidad de la Sorbonne, Paris IV En el año 2010 recibió el Gran Premio Moron de la Academia Francesa por el conjunto de sus obras de fenomenología. Algunas de sus obras son: L'événement et le monde (Paris: PUF, 1998), Lévénement et le temps (Paris: PUF, 1999), Le chant de la vie. Phénoménologie de Faulkner (Paris: Gallimard, 2005), Lo posible y el acontecimiento. introducción a la hermenéutica acontecial (Santiago de Chile: Ediciones Universidad Alberto Hurtado, 2008), au cœur de la raison, la phénoménologie (Paris: Gallimard, 2010), Laventure temporelle. Trois essais pour introduir à l'herméneutique événementiale (Paris: PUF, 2010).
*** Enoc Muñoz es Licenciado en Filosofía por la Universidad Católica de Valparaíso y Doctor en Filosofía por la Universidad de Chile. Contacto: enocman@gmail.com. Patricio Mena Malet es Doctor en Filosofía por la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso, profesor auxiliar de la Universidad Alberto Hurtado y coordinador del Grupo de investigaciones fenomenológicas (GIF). Contacto: pa-menam@uahurtado.cl.
¿Qué es lo que la espera puede enseñarnos acerca de la fenomenología? ¿Qué es lo que la fenomenología puede enseñarnos acerca de la espera? En el quiasmo de estas preguntas, ya se hace a la luz algo del desafío de una fenomenología de la espera. Una fenomenología de la espera es también, y a la vez, una fenomenología del tiempo. La acometida fenomenológica consiste en la efectuación de una descripción de nuestra experiencia en el sentido vivo de su aparecer; y el aparecer como tal, la fenomenicidad de los fenómenos, se caracteriza por la novedad. Por esto, examinar una cosa, volver a verla, es verla, solamente ahora, por primera vez. Lo que aparece, aquello de lo que hago experiencia, en cierto sentido es siempre inédito, sorprendente. ¿Pero en qué sentido? Toda apresentación, inversamente, no es del orden de una protención1. Por ejemplo, existe el mentar vacío que se dirige no hacia algo invisible (o imperceptible) actualmente -hacia potencialidades implicadas en las actualidades de la conciencia, que diseñarían así los horizontes de una compleción posible-, sino hacia algo invisible o imperceptible absolutamente. Como sucede con aquello que es objeto de los análisis de la quinta de las meditaciones cartesianas de Husserl, donde la otra conciencia, el alter ego, es apresentada -sin poder jamás ser presentada- sobre la base de su donación como carne. Además, conviene precisar que, a los ojos de Husserl, la anticipación vacía de la protención difiere por principio de la espera, pues mientras que la espera es un vacío ocasional, toda conciencia es en todo instante protencional. La protención pertenece a su constitución temporal inmanente. ¿Nos permiten estas descripciones precisar la naturaleza y el estatuto de las anticipaciones que acompañan por ejemplo a toda percepción en cada uno de sus momentos constitutivos? Nada es menos seguro. Puesto que, cualquiera sea la relación que mantienen la protención y la apresentación, generalmente entrelazadas la una a la otra en el proceso teleológico de la percepción, ellas platean un mismo tipo de problema.
En efecto, lo que define a estas dos modalidades del mentar vacío de la conciencia, es que ambas son a la vez determinadas e indeterminadas. La apresentación que, en la percepción actual de un cubo, se remite a sus caras disimuladas, debe enfocarlas a la vez como caras en número determinado, susceptibles de presentarse de un modo determinado, con sus aristas de ángulo recto, sus proporciones idénticas, etc., y de una manera relativamente indeterminada: en la aparición presente del cubo, nada permite anticipar, por ejemplo, el color de sus otras superficies. ¿Pero se puede dar cuenta de esa determinación y de esta indeterminación, si se piensa la apresen-tación a la manera de una conciencia de objeto? ¿Qué se entiende, en efecto, por "conciencia de objeto"? El objeto -sea sensible o ideal-, es para Husserl algo dado, a lo menos potencialmente. Pero todo aquello que se da en la conciencia posee una cierta completud intuitiva. Si el objeto es algo dado potencial, debe ya estar determinado por la conciencia que lo mienta. Y, sin embargo, este objeto es mentado en vacío, es decir en la ausencia de tal determinación. Pero entonces, ¿cómo una misma conciencia puede ser a la vez determinada y vaga? ¿Cómo ella puede ser saturada por "el mismo objeto" que ella mienta y mentarlo de manera "vacía"? Porque es requisito para toda la conceptualidad de Husserl que se pueda hablar aquí del "mismo objeto": es el mismo objeto el que debe ser mentado en vacío y el que proporcione la compleción intuitiva de este mentar. ¿Pero qué quiere decir aquí "el mismo objeto"? ¿Cómo el objeto de mi mentar vacío puede ser el mismo que el objeto intuido, si el primero es indeterminado en varios aspectos desde el punto de vista de su contenido, mientras que el segundo se caracteriza por su riqueza y su plenitud intuitivas? Desde la partida, son excluidas aquí dos soluciones: aquella que consistiría en pensar la anticipación como una predonación, ya intuitiva, del objeto (por ejemplo en el modo de una conciencia imaginaria que se diera por anticipado el futuro bajo la forma de fantasmas2). Esto significaría dotar a la conciencia de un poder demiúrgico de adelantarse a toda percepción posible y, literalmente, de pre-verla. También se excluye aquella que consistiría en negar que la conciencia se caracterice, no obstante, por anticiparse a ella misma, en situación de previsión y de espera. ¿De cuál solución podemos disponer entonces? ¿Cómo caracterizar ese "vacío" de nuestro mentar que corresponde, en Husserl, a la indeterminación de nuestras esperas?
En el marco de la fenomenología husserliana no encontraremos respuesta a estas preguntas. La razón de esto, es que los análisis de Husserl dejan de lado el momento lingüístico inherente a todo esperar... cuya consideración, únicamente, permite formular el problema con claridad. Aquello que anticipo, lo que espero cuando percibo un cubo, corresponde a lo que yo puedo decir a propósito de esta espera. Por ejemplo, que aquello que percibo es precisamente un cubo. Al decir esto, describo el contenido de mi anticipación de sentido, y este contenido es rigurosamente definido por el empleo del término "cubo" en la frase; y diciendo que yo percibo un cubo, no digo todavía nada del color de sus caras ocultas. Asimismo, si digo que yo espero que el suelo no se quite bajo mis pies cuando me desplazo en tierra firme, yo expreso muy exactamente el grado de indeterminación y de determinación que posee mi espera: yo espero que el suelo soporte mi peso, pero no espero que su textura o su composición sean tales o cuales. En rigor, el grado de determinación y de indeterminación de mis expectativas es aquel que puedo expresar por medio de frases dotadas de sentido; no aquel de un "objeto" en el sentido como lo entiende Husserl, el que tendría que ser a la vez enteramente determinado, puesto que susceptible de darse intuitivamente, y en parte indeterminado, puesto que mentado solamente "en vacío". En otros términos, la metáfora del vacío y de la compleción, que sostiene todo el análisis husserliano del esperar... en tanto que conciencia de objeto, de ningún modo permite concebir hasta dónde mi espera es indeterminada y en qué medida ella permanece vaga. Esta frontera solo puede ser trazada por el lenguaje. Nuestras expectativas a nivel perceptivo corresponden a aquellas que podemos decir de nuestra percepción actual cuando acometemos su descripción. Su objeto no es del orden de un dato potencial, que no podría ser determinado más que en algunos de sus aspectos, ni de un vacío integral que impidiera la concepción de mi mentar como una espera de sea lo que fuere.
Estas consideraciones se aplican, por lo demás, lo mismo a la segunda modalidad de la espera que examinaremos más adelante, aquella de una actitud que puedo adoptar con respecto a un hecho futuro. Cuando cito a alguien a una hora determinada, a un lugar determinado, son muchos los hechos que pueden corresponder a mi espera: "Yo espero a Emily en el Café Torre hacia las 18 horas" se satisface por la llegada de una Emily alegre o triste, vestida de traje o de impermeable, a las 17 horas con 59 minutos o a las 18 con 2. El grado de determinación de mi espera es rigurosamente definido por el grado de determinación de la frase que le expreso, y no por el grado vacuidad (suponiendo que esta expresión tenga un sentido) de actos de conciencia silenciosos que mientan en vacío un contenido intuitivo potencialmente dado o "donable".
Así, al pensar la apresentación y la protención (e incluso la espera en general) como actos de conciencia, y esta conciencia como una conciencia de objetos, Husserl cae en la dificultad según la cual nuestro mentar o pre-mentar debiera, a pesar de todo, ser en parte determinado, puesto que él debiera poder ser ya sea completado de alguna manera conforme a lo que mienta, ya sea contradicho por la experiencia. Pero Husserl no nos dice en qué consisten esa determinación y esa indeterminación. Y no puede decírnoslo debido a los principios que sostienen su descripción. Pues hablar aquí de "determinación" y de "indeterminación" no tiene sentido más que en relación a las expresiones posibles de esta espera. No hay expectativas para una conciencia muda, sino solamente para un ser humano cuyo ser-en-el-mundo se encuentra determinado esencialmente por la palabra. Como lo dice Wittgenstein: "Es en el lenguaje que la espera y su compleción entran en contacto"3. ¿Se quiere decir con esto que el objeto de nuestras esperas sería de naturaleza intrínsecamente lingüística? Es preciso resistir a esta conclusión. Aquello que yo espero y me demora, es la llegada de Emily y no la expresión de la llegada de Emily por medio de una frase citada. Es un estado de cosas posible, y no la proposición que le corresponde en el lenguaje. Más precisamente, es un hecho del mundo o un estado de cosas posible en cuanto que estos no pueden ser circunscritos y determinados más que por su expresión. Esta observación nos permite extender la noción de anticipación más allá de los seres provistos de palabra (una fiera puede acechar su presa, esperar a que ella se desplace en tal o cual dirección, anticipar su movimiento), a condición de precisar que la descripción de una conducta animal en términos de previsión y de anticipación, sobre la base de sus aspectos característicos (inmovilidad, preparación para la persecución), permanece una "manera de hablar". Pero sobre todo, estas consideraciones conducen a dos conclusiones de orden más general. Primeramente, si el objeto de la espera no puede ser determinado más que por medio del lenguaje, de ello no se sigue que la espera sea una actitud lingüística o "pro-posicional": puedo esperar algo sin haber formulado por ello lo que yo espero, y sin ninguna necesidad de tener que hacerlo. Espero que el suelo no desaparezca bajo mis pies, que mi experiencia prosiga sin hiato, y sin embargo, jamás pienso en esto (y si lo he pensado, lo ha sido únicamente en tanto que filósofo). La espera -en el sentido de la anticipación o del esperar que...- de ninguna manera se deja reducir a comportamientos lingüísticos determinados. Incluso si ella no es pensable independientemente de la posibilidad de todo comportamiento lingüístico. Ella no es de orden lingüístico, es una aptitud que sostiene numerosos comportamientos (lo que muestra que aquello que yo espero no es solamente lo que digo, sino también todo aquello que hago: por ejemplo, caminar sin temor sobre tierra firme), y, por consiguiente, una modalidad de nuestra relación con el mundo. Su análisis no puede satisfacerse únicamente con los recursos de una filosofía del lenguaje -ello compete a una fenomenología, pero a una fenomenología atenta a la dimensión lingüística de nuestra presencia con las cosas y los entes-. En segundo lugar, puesto que el objeto de nuestras expectativas no puede ser determinado más que por medio de determinaciones lingüísticas, el "sujeto" de la espera no puede ser sino un sujeto comprometido prácticamente en el mundo y provisto de aptitudes, de capacidades (entre las cuales la aptitud para la palabra) que poseen necesariamente un basamento corporal. En ningún caso es del orden de la conciencia representativa, que se presenta a ella misma los objetos, ni, por otro lado, de una conciencia lingüística (suponiendo que algo así sea pensable). Para pensar la previsión y la anticipación, no nos queda sino tomar como punto de partida a un existente que se remite prácticamente al mundo y a él mismo. Por tanto, no podemos hacerlo de otra manera que adoptando la inflexión que Heidegger ha hecho sufrir a la fenomenología husserliana en el sentido de una fenomenología hermenéutica.
Esta inflexión se revela aún menos posible de esquivar si nos interrogamos sobre las relaciones que la espera mantiene con la memoria. En efecto, ¿qué es lo que permite anticipar los aspectos disimulados de un objeto, sus horizontes interno y externo, y, más generalmente, las determinaciones del mundo como aquella de la solidez del suelo para el caminar, la relativa estabilidad de las cosas, la permanencia de los entes, etc.? La respuesta no puede sino ser: "la memoria". ¿Pero cuál memoria? ¿Cómo pensar la memoria para así dar cuenta de esas anticipaciones a la vez elementales y arquitectónicas que confieren a la experiencia, por ejemplo perceptiva, su estilo y su continuidad? Aquí, la insuficiencia de la caracterización husserliana de nuestras anticipaciones tiene por correlato la insuficiencia de su caracterización de la memoria. En efecto, lo profundo de la aproximación de Husserl a este problema no está tanto en la solución por él aportada, sino más bien en haber sido uno de los primeros en formularlo en toda su claridad. Problema que radica en esa forma de anticipación permanente que pertenece al estilo de la experiencia como tal, y que confiere a ésta su coherencia, su unidad -estilo al que se debe que aquello que nos sorprende, aquello que decepciona nuestras esperas particulares, no rompa la unidad de la experiencia, no introduzca en ésta un hiato absoluto, sino que precisamente aquello aparezca como lo inesperado sobre el fondo de una espera más fundamental-. Pero, ¿cómo pensar justamente esas anticipaciones perceptivas, esa espera que de ningún modo es una espera particular de esto o de aquello, sino más bien la espera general e indeterminada según la cual la experiencia continuará desarrollándose siguiendo el mismo "estilo constitutivo"? Es manifiesto que las nociones de protención y de apresentación no alcanzan la medida del problema planteado. No solamente porque ellas nos arrastran a dificultades inextricables -¿de cuántas protenciones estamos hablando? ¿Cómo enumerarlas? ¿Hay una que corresponda a cada uno de los aspectos de lo real, y de lo que pudiera decir, llegado el caso, que yo lo esperaba? Y si así fuere, ¿cómo se organizan esas intenciones (visées) en número casi infinito las unas con las otras?-, sino, más fundamentalmente, porque la anticipación en cuestión no es del orden de un dato de la conciencia; su orden es de naturaleza esencialmente práctica. No solamente no tengo conciencia de anticipar tal o cual aspecto de mi experiencia por venir, sino que además soy incapaz de decir todo aquello que anticipo, de establecer la lista bajo la forma de aserciones. Voy al encuentro de la experiencia por medio de una prolepsis que es primeramente e indisociablemente gestual y perceptiva, y que frecuenta las potencialidades mismas de mi cuerpo. Dicho de otro modo, la memoria aquí solicitada, que habita las potencias de mi cuerpo y me confiere este asidero indiviso en el mundo, es una memoria práctica que se sustrae a toda rendición de cuenta explícita y exhaustiva. Las creencias y certezas que frecuentan mi percepción y mi manera de moverme en el mundo no son ni intenciones de conciencia de las que podría tomar íntegramente conciencia, ni "datos" lingüísticos de los que podría formular exhaustivamente su contenido. Ellas son aptitudes que dependen de una memoria encarnada y en conformidad a las cuales mi pasado está presente en cada instante, en las disposiciones mismas de mi cuerpo, sin por ello estar a mi disposición de una manera expresa. Esto nos obliga a pensar la memoria de una manera distinta a como lo ha hecho Husserl: no, en primer lugar, como retención y recuerdo, relación intencional con objetos y episodios pasados, sino como capacidad encarnada bajo la forma de aptitudes y hábitos. Esta memoria no tiene ninguna necesidad de una conciencia temática del pasado; no reposa sobre ésta. Anterior a toda forma de relación consciente, esta memoria no reproduce el pasado bajo una forma cualquiera, incluso lingüística; es una forma de la atención y de la apertura al presente. Mi reconocimiento de los rostros y de las cosas, mi capacidad de orientarme en el espacio dependen de una familiaridad ciega que es la fina punta de una memoria disimulada -y sin embargo lúcida-, de un olvido obrante que resume y condensa toda nuestra experiencia bajo una forma sustraída y subterránea; consiste en esta memoria activa que vive de inconsciencia y olvido. Anticipamos el porvenir porque somos de alguna manera nuestro pasado, porque él se instala en los arcanos de nuestro cuerpo vivo y vibrante o, más bien, porque él nos hace, en cada instante, lo que somos, a la manera de ese cuerpo encaramado sobre los zancos del tiempo, del que Proust forjó la imagen.
Lo inesperado
Quizás estamos ahora en condiciones de responder a una de las principales dificultades de una fenomenología de la espera y de la sorpresa. ¿Cómo pensar a la vez la anticipación permanente que sostiene la menor de nuestras percepciones y la posibilidad de la sorpresa? ¿Cómo conciliar el carácter regular de nuestra experiencia, el carácter "pre-esbozado" de nuestros horizontes perceptivos con el surgimiento de fenómenos imprevisibles?
Un primer elemento de respuesta nos lo proporcionó la tesis de acuerdo a la cual el "objeto" de la espera es algo que yo debo poder expresar, algo que moviliza mis capacidades lingüísticas, y de ninguna manera un "objeto" concebido como un dato potencial de la conciencia. Ni objeto determinado por anticipado, ni objeto indeterminado (pues, ¿qué podría significar "objeto indeterminado" si el objeto se define como aquello que es susceptible de ser dado en una conciencia?), aquello no es del todo un objeto en el sentido de un contenido de conciencia que me sería necesario pre-ver para en seguida verlo. Con razón Wittgenstein subrayó que la metáfora visual que sostiene generalmente las concepciones de la espera -y que es tan típica de la concepción husserliana de la intencionalidades una fuente de confusiones: "Yo quiero decir: 'Si alguien pudiera ver el proceso de la espera, debiera ver lo que es esperado'. Cuando más correcto sería: aquel que ve la expresión de la espera ve lo que es esperado. ¿Y de qué otra manera, en qué otro sentido podría vérselo?"4. Si aquello que espero no tuviera a la vez la determinación y la indeterminación que le confiere el lenguaje, no sería posible ni que mi anticipación fuera satisfecha (pues las caras del cubo que se ocultan actualmente serían siempre otras, más brillantes o más mates, más claras o más oscuras que todo lo que yo había anticipado), ni que mi anticipación fuera contradicha (pues ella sería siempre contradicha, y por lo tanto, jamás lo sería). El paisaje que se extiende más allá de un promontorio, ¿es ondulado, como yo lo espero, o es plano? Si la espera fuera del orden del "ver", si ella tuviera que pre-ver y pre-darse su objeto cualquiera sea el sentido de éste, es claro que ninguna ondulación particular podría corresponder a mi espera, pues sería siempre diferente de aquella que habría anticipado. Pero si nada puede satisfacer mi espera, nada podría ya contradecirla: no habría jamás ni sorpresa ni confirmación. Por el contrario, si solamente es por la intermediación del lenguaje que la espera y su compleción se reencuentran, entonces deviene a la vez posible decir que mi espera es confirmada -pues se trata de un paisaje ondulado- y que la sorpresa de lo descubierto es total: ese paisaje particular es así tan nuevo e inaudito como aquel que podría pintar un Ruysdael o un Courbet. La posibilidad de compleción de mis expectativas y aquella de su no-compleción son, por tanto, estrechamente solidarias la una de la otra: es preciso poder pensar juntos el hecho de que mi experiencia se efectúe de manera coherente en la compleción continua de sus horizontes perceptivos, y el que ella da lugar, sin cesar, a lo irreductiblemente nuevo. O más bien, el sentido de lo nuevo, del novum, se desdobla: hay una novedad que es, en cierto modo, de derecho y que pertenece a la fenomenicidad del fenómeno, incluso si éste no provocara ninguna sorpresa, no desbaratara ninguna espera; hay una novedad que es aquella de la sorpresa cuando nuestras esperas, en lo que ellas tienen sin embargo de indeterminado, son asaltadas por una experiencia insólita. ¿Cómo dar cuenta de este último fenómeno?
¿Qué es una espera contradicha? ¿Cómo pensar lo inesperado? Al menos, ahora comprendemos como no puede ser pensado. La dificultad en la que se encierran la mayor parte de las concepciones de la espera es, en efecto, la siguiente: si bien es claro que es la realidad futura lo que es esperado, ¿cómo puede ella ser esperada, si ella es siempre nueva, si ella sorprende nuestras esperas? Pero esta dificultad reposa sobre un mal entendido. Aquello que constituye el objeto de nuestras esperas, como lo hemos subrayado, no es la realidad futura tomada en ella misma -que permanece, en efecto, inanticipable-, sino que es esa realidad en cuanto que ella es determinada por lo que yo puedo decir de mi espera. De manera que es posible sostener a la vez que lo que es esperado es el futuro (y no, por ejemplo, una representación mental que me la presentaría por anticipado), pero que no es el futuro tal como él se producirá de hecho -del cual, verdaderamente, ignoro todo-. Es el futuro y no es el futuro: lo es en tanto que objeto de pensamiento, es decir por lo que de él puede ser circunscrito mediante su expresión lingüística. En otros términos, el objeto de la espera no es el mismo objeto que el objeto perceptible que vendrá a completarla; pero tampoco es un objeto diferente. El asunto es que aquí, más bien, tenemos dos acepciones de la palabra "objeto". El futuro tal como él se producirá no se abulta con el objeto de mi espera, con el futuro-en-tanto-que-esperado, porque el primero es un fenómeno siempre nuevo y el segundo es un "objeto de pensamiento", es decir, algo que no "se da" más que a través de la descripción que lo expresa. Se puede decir entonces, que todo fenómeno, con igual derecho, es inesperado, si con esto se quiere decir que es imposible preverlo en el detalle, en su riqueza y concreción inanticipables, y que él puede ser esperado -y habitualmente lo es, de hecho- si se le considera esta vez en su relación con la formulaciones posibles de la espera. Si no se hace esta distinción, se está obligado a decir ya sea que todo es siempre por principio inesperado, ya sea que nada puede serlo, puesto que el objeto de la espera es el futuro mismo -y entonces, se llega inevitablemente a la conclusión desastrosa de Husserl que deniega toda especificidad al futuro, y según la cual la protención de la conciencia no es sino una retención invertida-5.
¿Cómo puede el presente conformarse con nuestras anticipaciones y aparecer sin embargo nuevo -por tanto imprevisto-? Es que no es anticipado y sorprendente bajo la misma referencia. Por lo tanto, es posible sostener sin contradicción, con Bergson, que la fenomenicidad es siempre nueva e imprevisible, que esa novedad define el presente; y que el presente se conforma muy a menudo con nuestras esperas cuando su novedad no suscita ninguna sorpresa. Es importante subrayar que la anticipación no tiene que ser formulada para ser una anticipación "efectiva". Es necesario y basta con que pueda serlo. Ciertamente, habríamos podido decir que el cubo tiene seis caras, que más allá del promontorio el paisaje sigue siendo ondulado, como el que hemos atravesado para llegar hasta este punto panorámico. Pero generalmente es con posterioridad, una vez que la sorpresa ha desgarrado la trama de nuestras esperas, que nos damos cuenta que habríamos podido decirlo, expresar esas esperas -que entre tanto se han revelado falsas-, aunque no hayamos experimentado hasta entonces ninguna necesidad de hacerlo. Es la sorpresa misma la que nos revela las disposiciones que la precedieron y que cogió en falta. Pues, si experimentamos la necesidad de expresar nuestra sorpresa, nuestras esperas, se trata con ellas de algo que va de suyo. El mundo se reanuda a solas, sin cesar, indiferente a nosotros, luego de los ínfimos choques que por un instante lo sacudieron.
Por tanto, hay la novedad de toda percepción presente -incluso si fue esperada- y hay la novedad de lo que contradice nuestras esperas: ellas no se sitúan en el mismo plano. Pero incluso esta última novedad ¿sorprende enteramente nuestras esperas? Es manifiesto que no. Supongamos que, para nuestra sorpresa, el paisaje que se extiende más allá del promontorio no sea ni llano ni ondulado: supongamos que es un paisaje marino. Nosotros no sabíamos que el mar estaba tan cerca, nada nos había preparado para ello, ni este olor yodado que reconocemos bien, ahora, ni ese grandioso viento de alta mar que habíamos tomado equivocadamente como una brisa común. Y, sin embargo, el mar, el vasto mar que se extiende a nuestros pies se integra en seguida a nuestra experiencia, se vuelve parte integrante de ella, y no amenaza ni su continuidad ni su integridad. Es así que la sorpresa que él nos procura sigue vinculada a nuestras esperas, no ciertamente a esa espera particular que era la nuestra -desembocar en nuevas colinas, en un paisaje semejante-, sino a una espera más vasta y más indeterminada, la del tipo de paisaje que, en general, puede suceder a las colinas de una región con borde costero, expectativa que resulta del conjunto de nuestras experiencias pasadas y que se prolongan en el presente.
Tratamos aquí, por tanto, con un sentido débil de sorpresa, con un sentido débil de lo inesperado. Lo inesperado, lo que desbarata nuestras esperas, sigue siendo una modalidad de lo esperado: desbarata una espera parcial, se integra a una espera general. No la hace entrar en crisis. ¿Sucede siempre así? ¿No hay acaso un sentido fuerte de lo inesperado, el cual pone en crisis no solo una espera parcial, sino nuestras esperas globales, nuestros hábitos e incluso nuestras aptitudes (por ejemplo, en esas situaciones cuando nos preguntamos ¿qué ocurre?), desgarrando la experiencia, desestructurando su unidad, introduciendo allí un hiato imposible de colmar? Tales pueden ser las experiencias traumáticas, marcadas con el sello del estupor: el encuentro palpable con una muerte omnipresente en un campo de batalla, por ejemplo, experiencia invivible, imposible de contar, que trastorna nuestros vínculos de familiaridad con el mundo, irrealizándolo hasta conferirle una atmósfera cuasi-onírica. El estupor no es solo una sorpresa más intensa. Destruye la posibilidad de la sorpresa por el exceso de lo sorprendente, vuelve imposible toda apropiación del acontecimiento traumatizante y arremete contra las bases de nuestra presencia en el mundo. En el estupor perdemos el mundo como base. Lo que se revela a nosotros con el peso de lo insostenible, en un cara a cara aplastante, lo que nos alcanza y nos descompone, una realidad tan real que linda con la irrealidad, es por ejemplo la muerte de los otros en su espantosa materialidad. Por tanto también nuestra muerte. El estupor a menudo viene con el pavor en el que nos encontramos heridos de impotencia, incapaces de la menor respuesta frente a lo que nos petrifica. Esta experiencia en los límites de toda experiencia posible se vuelve por lo mismo inasimilable a la experiencia anterior: la suspende y la quiebra -por exceso-.
Pero esto no es propio solo de las experiencias traumáticas. Experiencias muy insólitas pueden hacer que el suelo sobre el que edificamos nuestras vidas tambalee con una intensidad comparable. El nacimiento de una vocación artística, por ejemplo. Alberto Giacometti cuenta el siguiente recuerdo: a los diecinueve años, hace un viaje por Italia donde descubre la pintura de los grandes maestros, Tintoret en Venecia y Giotto en Padua; al salir de una iglesia, todavía choqueado por lo que había visto, no lograba ya percibir a los que paseaban por la calle bajo su aspecto ordinario: "La misma tarde, todas esas sensaciones contradictorias se trastornaron por la visión de dos o tres muchachas que caminaban delante de mí. Ellas me parecieron inmensas, más allá de toda noción de medida, y de todo su ser y todos sus movimientos estaban cargados de una violencia espantosa. Yo las miraba alucinado, invadido por una sensación de terror. Fue como un desgarramiento en la realidad. Todo el sentido y la relación con las cosas había cambiado"6. El terror, la alucinación dicen lo inesperado en su sentido fuerte, próximo al estupor. Los cuerpos humanos se vuelven aerolitos en un espacio galáctico, despojado de todo reparo. Ya a nada se arriman en el espacio continuo; flotan, desproporcionados, tan inmensos, tan ínfimos. El estupor no es ya una espera negativa, una sorpresa que una nueva continuidad podría esfumar: es una ruptura, una brecha en la cohesión y la unidad de sentido de la experiencia. Para el escultor, el espacio no está dado de una vez por todas ante la escultura, es esa Esfinge que no deja de interrogar y que no aporta a toda respuesta más que la reiteración de su enigma. No es sorprendente que en el nacimiento de la vocación de un escultor ocurra esta renovada percepción de un espacio sin profundidad medible, literalmente inmenso y espantoso en su ausencia de proporciones. Un poco más tarde, tendrá lugar una experiencia análoga: "La verdadera revelación, el verdadero choque que hizo tambalear toda mi concepción del espacio, y que me ha puesto definitivamente en la vía en la que ahora estoy, yo la recibí en la misma época, en 1945, en un cine. Me encontraba mirando las noticias. Bruscamente, en lugar de ver figuras, personas que se movieran en un espacio de tres dimensiones, vi machas sobre una tela plana. No podía creerlo. Miré a mi vecino. Fue fantástico. En contraste, él adquirió una profundidad enorme. Repentinamente, tenía conciencia de la profundidad en la que nos encontramos todos sumergidos y que no destaca porque estamos habituados a ella. Salí de allí. Descubrí un bulevar desconocido en Montparnasse, onírico. Todo era distinto. La profundidad metamorfoseaba a las personas, a los árboles, a los objetos"7. Esta mirada metamorfoseada lanzada al mundo entorno no revela nada asimilable a una experiencia común. El mundo se revela allí fuera de alcance e inesperado. No se trata aquí de una espera particular que aparece rota o suspendida, sino de una espera más vasta, general, inmemorial, aquella de nuestra memoria práctica encarnada, la que vuelve nuestro mundo habitual y habitable. No solo no habríamos podido prever lo que hizo irrupción bajo la figura de lo inaprehensible, además nos encontramos imposibilitados de decir, incluso posteriormente, qué se puede esperar de ello, pues permanecemos impedidos, desprovistos, incapaces de reacción: son algunas de nuestras capacidades fundamentales las que aparecen repentinamente indisponibles, y el conjunto de los posibles que se ordenan a partir de ellas. Y puesto que nuestros cimientos en el mundo son precisamente los que conducen nuestras aptitudes y nuestros hábitos, es la estabilidad del mundo la que se revela aquí amenazada, el zócalo de nuestras posibilidades, la textura misma de nuestra relación con las cosas. Un mundo inhabitable, absolutamente enigmático, sobreviene en este naufragio generalizado.
Si lo estupefacto es la figura de lo inesperado que revisten un cierto número de acontecimientos, sería sin embargo inadecuado sostener que todo acontecimiento se nos anuncia con este rostro. Hay acontecimientos que a primera vista no nos sorprenden de ningún modo -o muy poco-. No tienen nada de excepcional; parecen integrarse sin dificultad a nuestras existencias. Un encuentro que se revelará capital puede parecer al comienzo anodino; una enfermedad incurable puede tomar al comienzo la forma de una afección benigna; una decisión cuyas consecuencias parecen limitadas puede modificar de punta a cabo el curso de una existencia. Sin embargo, ¿hay algo común entre estos acontecimientos casi silenciosos y las experiencias sobrecogedoras de hace un rato? Seguramente. Lo que ha cambiado, en un caso como en otro, no es tal o cual posibilidad, es lo posible en total. Más precisamente, no es solo lo posible tal y como lo esperamos y anticipamos, sino también y primeramente lo posible tal y como lo proyectamos y nos proyectamos en él, lo posible como lo que estructura nuestra existencia misma como proyecto de sí lo que aparece afectado de imposibilidad, presentándose a nosotros con una nueva luz. Esta metamorfosis de lo posible -y del mundo tal como articula lo posible- no se efectúa de golpe, incluso parece excluido que se produzca de esta manera. Es solamente con posterioridad que un acontecimiento deviene el acontecimiento que era. Un acontecimiento no es; habrá sido un acontecimiento. Su tiempo es el futuro anterior: contrariamente a las apariencias, esta nota se aplica también a las experiencias más sobrecogedoras. Que se presente al comienzo como apabullante o anodino, no es la intensidad o novedad apercibidas y reconocidas en el momento lo que confiere a un hecho su carácter de acontecimiento. El acontecimiento no aparece como tal sino retrospectivamente, en concordancia con el trastorno de los proyectos por él suscitado -y esto, cualquiera que haya sido la intensidad con la que se ha manifestado al comienzo-. Así, para retomar nuestro ejemplo, es toda la reforma del espacio tal como la pone en obra la escultura de Giacometti lo que permite comprender el acontecimiento que reporta, y no a la inversa. Es ese rebozar, en él, de posibilidades aún no realizadas, lo que a posteriori lo aclara y le confiere su carácter inaugural -por tanto destinal-. El exceso de una experiencia con relación a nuestras esperas y a nuestros proyectos no es del orden de una demasía de manifestación que pudiésemos acoger inmediatamente, sino más bien el de una laguna, de un suspenso, de una falla. Lo que es eminentemente fenómeno, lo que encubre en él, a título eminente, el sello de la novedad en su surgimiento anárquico e inanticipable, es justamente lo que no aparece sino retrayendo y aplazando su propia fenomenización. Mientras más nueva es una experiencia, más perturba lo esperado, más trastorna nuestros proyectos y nuestros posibles, y mientras más se sustrae a la experiencia, la demasía se invierte en falta, en inapariencia. Como lo escribe Levinas, "hablando propiamente, las grandes 'experiencias' de nuestra vida no han sido nunca vividas"8. Porque la temporalidad del acontecimiento es la de una novedad que ya ha pasado cuando se anuncia, la de una memoria que, cuando retorna a sí, está ya siempre excedida por lo que se hurta al recuerdo, la de una experiencia que, en el momento que comienza a recoger el sentido de aquello que la ha atravesado y descompuesto, por todo esto, el acontecimiento ya no puede ser contemporáneo: irreductiblemente dia-crónico, el acontecimiento es lo que desarticula toda sincronía de la conciencia, toda presencia infalible de lo que lo hizo presente; él no habrá sido presente más que posteriormente, por la metamorfosis misma del presente y de la presencia al mundo entero que suscitó. Presencia en instancia de presente ausentándose de él mismo y presentándose por primera vez en la posterioridad de su retrospección. Y, sin embargo, incluso esta presencia diferida, a contrapelo de lo que afirma a veces Levinas, depende todavía de una fenomenología, pues solo una concepción ingenua del fenómeno puede igualarlo al presentemente presente.
A través de estos análisis, un nuevo sentido de lo inesperado se hace claro. El acontecimiento es sorprendente de otro modo a como lo es un hecho inesperado. Como su sobrevenida, la sorpresa que lo acompaña es, también, retrospectiva, lo que tiene por consecuencia que dura siempre. Los grandes acontecimientos de nuestra vida no pierden nunca su carácter sorprendente, esta sorpresa perenne es su sello inalienable. Incluso una vez que el asombro "pasó", los acontecimientos continúan sobrepasándonos. Más aún, sucede que no nos asombran al comienzo. Esta paradoja se atiene al hecho de que la sorpresa que los acontecimientos provocan no es del orden de una espera decepcionada. Ella corresponde más bien al orden de una conmoción crítica de nuestros posibles en total, no solo de nuestras esperas, sino también y primeramente de nuestros proyectos articulados y coordinados unos con otros. Es una ruptura del sentido en la cohesión de nuestra historia. Esta sorpresa, que no cesa una vez que nuestras esperas son restablecidas, es acompañada de la evidencia inmemorial de lo que está ahí desde siempre.
Esperar algo - no esperar nada
Podemos ahora venir al análisis de la segunda modalidad de la espera. Hasta aquí, en efecto, hemos privilegiado la espera entendida como disposición permanente (esperar que...), que es co-extensiva a nuestra presencia en el mundo en tanto que tal. Existir es constantemente esperar que..., por tanto estar expuesto por esencia a lo inesperado. Pero lo inesperado ha revestido tres formas principales: lo irreductible a una espera determinada (bien que parcialmente indeterminada, y determinable solamente por intermedio del lenguaje); lo irreductible a la espera general e indivisa que se confunde con nuestras aptitudes en general, con la manera misma como habitamos el mundo, por tanto lo inesperado en el sentido fuerte, lo estupefacto, lo imposible a la mirada, no de tal o cual posible, sino de nuestros poderes en total, y que a menudo, en el pavor, nos afecta de impotencia; por último, lo que pone en crisis nuestra existencia en proyecto en tanto que tal, por tanto nuestra manera de vincularnos a nosotros mismos y de comprendernos nosotros mismos a la luz de nuestros posibles: lo inesperado en el sentido de lo indefinidamente sorprendente, el acontecimiento, sea vistoso y sobrecogedor o, al contrario, "portado en pies de paloma".
La espera, en el sentido que la hemos examinado, es una prolepsis permanente de nuestras existencias, no es del orden de una actitud que podríamos tomar o no tomar, adoptar o rechazar: ella guía nuestros gestos y nuestras percepciones, es inherente a todas nuestras conductas. Sucede de otro modo con la espera en su sentido más corriente, en la que podemos colocarnos o no, que es una manera de ser o una actitud.
Yo espero algo. Yo espero por ejemplo la llegada del tren de las 11:15 hrs. La espera así entendida reposa sobre una previsión, una expectativa: solo aquel que espera algo puede también, y por ello mismo, esperar. Nadie puede esperar algo sin esperar que eso advenga. Es al menos lo que parece primeramente. Se puede anhelar lo imposible, desear lo imposible, no se puede esperar lo imposible. Considerar algo como imposible excluye la espera de esta cosa. No hay espera sino de lo posible, e incluso de lo probable.
Sin embargo, la espera de algo no se confunde sin más con la previsión de que esta cosa se producirá. Mis previsiones (como mis creencias) no tienen que ser formuladas: yo vivo en ellas, están amalgamadas a mi ser. Pero esperar es una actitud que yo tomo en determinadas circunstancias. No atañe sino a mí esperar o no esperar. ¿Se sigue, sin embargo, que la espera examinada en este sentido sea del orden de una actividad, de un comportamiento? La espera no es un comportamiento. Si existen comportamientos característicos de la espera, ninguno de ellos define a la espera ni se confunde con ella. Puedo hacer como que espero, tomar la pose. Inversamente, puedo fingir no esperar mientras continúo esperando. La espera tampoco es un estado o una disposición afectiva en las que se encuentra aquel que espera. Se puede esperar alegremente o abrumado por el tedio, y el tedio y la alegría podrían repentinamente desaparecer, pero la espera no "desaparece" a menos que deje (je cesse) de esperar. No confundamos la espera con la agitación dolorosa que la acompaña a veces. La espera es una actitud en la que me sitúo. Ciertamente, puede suceder que no pueda impedirme esperar, que espero por así decir contra mi voluntad. Las estrategias para disuadirme de la espera, las distracciones fracasan. Pero, incluso en este último caso, el simple hecho que las distracciones existan pone de manifiesto, a pesar de todo, que la espera es de mi resorte, incluso cuando lo hago a regañadientes. Esta actitud está vuelta y tendida hacia el futuro, hacia un hecho o una acción por venir que me absorben. La espera en que espero algo es una tensión de mi ser que no me deja respiro, de ahí su permanente riesgo de volverse tedio e insensibilidad al presente.
De seguro, el tedio no amenaza a toda espera. Hay esperas alegres que son acompañadas más bien de entusiasmo y de impaciencia. Sin embargo, sobre todo cuando tiende a prolongarse más allá de un cierto punto, la espera está íntimamente expuesta a ese riesgo. El tedio sitia: revela indirectamente, por eso mismo, algunos rasgos fenomenológicos. El tedio nos coagula con el tiempo en su languidez, en su lentitud: "extensión de tiempo" sin paciencia, impaciencia y elongación del tiempo, que son un estancamiento, un estasis (stasis) de la existencia. En el tedio, encontramos el tiempo largo; el tedio es siempre "largo", es el largor mismo del tiempo, su estancamiento paralizante. Aún más, ninguna ocupación parece ya por lo mismo llenar el odre roto del presente, pues ninguna cosa, ninguna tarea, ningún ser nos retiene. Ya no tenemos gusto por nada. El tedio suspende nuestras curiosidades ordinarias y nos sumerge en una monótona atonía. Es una "monótona incuriosidad"9, según la expresión de Baudelaire, monótona o morosa, pues, como Aristóteles lo había ya señalado a propósito de la melancolía en la que la angustia se profundiza, ella nos afecta de môrôsis, de embotamiento10, no deja más que un presente vacío, desierto, y una conciencia desligada de todo anclaje en las ocupaciones y los intereses del momento. Es porque nada puede colmar ese vacío que huimos del tedio ocupándonos en diversiones que nos lo vuelven, en verdad, más sensible y más pesado. Esas diversiones, estos pasatiempos que sirven para "burlar al tedio", no son sino su expresión palpable: pues no solo nos atediamos de lo fastidioso, como cuando el tedio se profundiza y alcanza al conjunto de nuestra existencia, nos atediamos también de lo entretenido, de lo agradable, de lo divertido. Las pasiones, los asuntos, las aplicaciones aumentan el vacío del tedio en lugar de aliviarnos; solo llenan el presente para mejor evacuar el tonel de las Danaides. No engañan al tedio, lo intensifican, pues este tedio más profundo no recae sobre tal o cual ocupación con la que sería posible distraerse, o como dice el francés, desatarse; su desinterés engloba todo y no deja nada fuera de él. Lo que nos distrae es siempre, en el fondo, lo tedioso, lo que prolonga y profundiza el tedio, lo que no lo disipa sino solo en apariencia y, de hecho, lo perpetúa. En el tedio (inodium), todo me es odioso (est mihi in odio) comprendido allí y primeramente los pasatiempos que me alejarían de él. La languidez mortal del tedio recubre la existencia con una bruma persistente donde no atraviesa ya ningún resplandor. Su vacío es un vacío que oprime y hace del tiempo distendido y suspendido una parodia de eternidad.
El riesgo del tedio se insinúa en toda espera incluso si no es tan penosa. En ella, "ya no tenemos lugar". Todo se desliza y nada colma el presente, nada despierta nuestro interés, no nos empeñamos en nada, a excepción de lo que vendría a colmarla o realizarla. Tendida enteramente hacia lo esperado, lo que espera hace difícil cualquier otra actitud, casi imposible: la reduce a la insignificancia. Nos ocupa al punto que nada más puede ocuparnos, pues esta ocupación misma es una desocupación. La espera tiende así a desertar el presente para no poblar más que un porvenir momentáneamente inaccesible. Es una tensión de todo nuestro ser, un tropismo donde el tiempo es deportado en dirección del único futuro, o más bien de lo que, en él, nos retiene y nos obsesiona. Para la espera, no hay más que los mañanas; pero esos mañanas ya no son aprehendidos sino como el emplazamiento de una novedad relativa: todo lo que no satisface a los requerimientos de la espera se vuelve generalmente indiferente, la novedad del futuro ya no es medida con la vara de un solo posible. Se comprende que Heidegger haya podido decir que esta espera tiende a realizar de antemano el futuro y por ello mismo a "desposibilizarlo". La espera no enfrenta lo posible en general con la vara de lo posible esperado, es una obnubilación, una anquilosis de la existencia.
Pero hay otro tipo de espera. ¿No es posible, en efecto, rescindir toda espera de algo, incluso una espera de algo enteramente vago e indeterminado, y esperar puramente y simplemente? Ya no esperar algo, sino esperar simplemente, ¿sumergirse en una espera vacía, decantada, neutra, vasta, insondable, incesante y sin comienzo?
¿Esperar, no hacer más que esperar, estar enteramente en espera, pero no esperar nada, esperar sin más, aceptar que la espera misma se estire y no se estire hacia... nada. Situarse en una espera vacía y sin objeto que no es sino retornar de la espera, como la ola es el retornar insistente del mar, una espera tendida hacia nada, escapada de todas nuestras esperas? "La espera comienza cuando ya no hay nada que esperar, escribe Blanchot, ni incluso el fin de la espera. La espera ignora y destruye lo que espera. La espera no espera nada"11. Pero ¿es posible una modalidad tal de la espera? Y si lo es, ¿qué nos enseña de la espera y de su relación con lo posible, con el futuro?
Una tal espera es seguramente posible. Nos invita a reconsiderar la idea de que no hay espera más que de lo que se espera. Al contrario, hacia lo que está tendida esta espera, no es un hecho futuro por indeterminado que pueda ser; es hacia lo inesperado en el sentido fuerte de lo que puede conmocionar el conjunto de nuestros proyectos, reconfigurando lo posible en total, el mundo. Esta espera que no espera nada nos alivia y nos libera de nuestras esperas, entendidas como esperas de algo, nos abre a lo inesperado que deshace nuestras esperas, a lo imposible que estremece nuestros posibles y que es, de la posibilidad, el nombre más puro. Nos dispone no solo para lo que no podemos esperar, sino a lo que es imposible de esperar. Nos prepara no solamente para lo que no nos encuentra preparados, sino también para lo que nada puede prepararnos. Esta espera que no está tendida hacia nada se asemeja más a un esparcimiento; porque no anticipa nada, está abierta a todo; porque no excluye nada, puede acoger todo. Podemos llamarla "disponibilidad". Mientras que la espera de algo se despliega siempre en la vecindad del tedio, puesto que desertando del presente lo vuelve indiferente, distrayéndose y alejándolo no le presta atención y le da la espalda, la disponibilidad es una presencia renovada del presente, una atención a este en su novedad inanticipable, una vigilancia. Mientras que la paciencia de la espera de algo se despliega siempre al borde de la impaciencia, esta espera que no espera nada nos conduce a los confines de una vacante y de una vigilancia que son lo opuesto al estar el ojo alerta, y que son más bien del orden de la paz. Esta espera que absorbe y nos absorbe en ella, en su vacío autosuficiente, es desde entonces lo que nos aleja del tedio. Lo que espero aquí no es nada; sin embargo, esta nueva figura del vacío tiene un sentido opuesto al de antes. Hay un vacío que nos oprime y otro que nos serena. No es ya el reposo mortal del estancamiento del tiempo, sino que es el reposo profundo que aleja a la espera de ella misma, que le permite olvidarse, la vuelve contra sí misma en dirección de lo inesperado. Aquí, lo inesperado ya no es solo lo que contradice la espera -es decir, lo que continúa dependiendo de ésta- sino aquello que es sin proporción con ella. Tal disponibilidad es sin garantías, desprovista de certezas. No es una actitud que se adopta, sino más bien la actitud de renuncia a toda actitud que se podría tomar o decidir tomar. Es alojándonos en su centro que podemos por ejemplo comenzar a pensar: "Saber cuestionar significa: saber esperar, incluso toda una vida"12, escribe Hölderlin. ¿No es este también el precio de la creación artística? "El poeta encuentra su expresión ya no buscando palabras, escribe Claudel, sino al contrario poniéndose en estado de silencio y haciendo pasar en él la naturaleza"13. Esta espera que no espera nada ¿no está en el trasfondo de toda plegaria? La verdadera plegaria ¿no es aquella en la que no se pide nada, no se espera nada, no se le plantea a Dios sus peticiones y esperas?
La filosofía no dice gran cosa del esperar confiado (espoir). Sin duda debido al aroma teológico que posee este término. El esperar confiado está omnipresente en toda vida humana: es difícil remitirse a lo porvenir de otro modo que confiando siempre. Pero este esperar -que hay que distinguir de la esperanza (espérance)- ¿está en condiciones de dar a nuestras existencias su sostén y su oriente? Si cuento con la espera, ¿no cuento también con esa espera paradojal que habita el más grande desamparo y que conduce a la renuncia? Pues la espera engañada y traicionada puede llegar a desear (espérer) no esperar (espérer) más. Si nada es más fuerte que la espera, como se dice a veces, entonces, nada es más fuerte que el desesperar. Pero, ¿no es posible volverse, por breves momentos al menos, más acá de este esperar y desesperar, a un más acá de pura neutralidad, que es el de la espera intransitiva o, mejor, de la disponibilidad? Lo que en medio de las peores experiencias puede conferir un resplandor a nuestras vidas no es tanto ese esperar (espoir) como sí la disponibilidad, esta antena de nuestra frágil libertad -y finita-. Esta espera (attente) que, habiendo renunciado a lo prometido (espoir), y justamente porque ha renunciado a ello, puede permanecer abierta a lo inesperado en medio de las peores experiencias. Pues es cuando no se espera lo inesperado, para invertir la fórmula de Heráclito, que todavía se le puede esperar -sin esperárselo-.
Esta disponibilidad, ¿no es el verdadero nombre de la esperanza? La esperanza ¿no es más próxima a la disponibilidad que la confianza? Estas preguntas desbordan lo que una filosofía puede responder. No le pertenece a ésta intentar una respuesta -incluso tampoco, por otra parte, sin duda, plantearlas-. Pero si la esperanza es siempre esperanza de esto o aquello, si ella no está despojada de sus restos de expectativa, si no ha alcanzado el apaciguamiento y la ligereza, absorbida en una espera que no espera nada, ¿no arriesga constantemente a convertirse en su contrario? Con semejante pregunta (que incluso no es del todo una pregunta), hemos llegado a los límites de lo que la filosofía puede pensar -esperar pensar-. Tal vez el lector está en el derecho de esperar que yo me aventure más lejos.
Esta espera, debo confesarlo, será decepcionada.
Pie de página
1 Ni, a fortiori, de una espera. Cf. Husserl, Recherches logiques, VI, §10, trad. de A. L. Kelkel y R. Schérer (París: PUF, 1974), tomo III, 56 : "Intención no es espera, no le es esencial estar orientada hacia una realización futura. Cuando veo un diseño incompleto, por ejemplo aquel de este tapis que está parcialmente cubierto de muebles, el pedazo que veo está, de alguna manera, cargado de intenciones que remiten a complementos (sentimos, por así decirlo, que las líneas y las formas coloreadas continúan en el 'sentido' de aquello que fue visto); pero no esperamos nada. Podríamos esperar si el movimiento nos permitiera ver más lejos. Pero las esperas posibles o las ocasiones de espera no son ellas mismas, claro está, esperas".2 Husserl rechaza expresamente la "construcción fenomenológicamente ingenua" según la cual las intenciones vacías que apuntan a los aspectos disimulados del objeto harían intervenir actos de la imaginación inconscientes o desapercibidos como tales, pues esta afirmación, en el caso de la imaginación de una cosa espacial, nos llevaría a una regresión al infinito, ya que haría necesario suponer que el mentar vacío en la imaginación hacen intervenir, a su vez, compleciones imaginarias, con lo cual se aboliría la diferencia entre intenciones completas e intenciones vacías, es decir, la diferencia misma que se quiere explicar: Ding und Raum, Vorlesungen 1907, Hua, Bd. XVI, p. 56; trad. De J.-F. Lavigne, Chose et Espace, Leçons de 1907 (Paris: PUF, 1989), 80.
3 L. Wittgenstein, Philosophische Untersuchungen, Blackwell Publishers Ltd, 1953; trad. de F. Dastur, M. Élie, J.-L. Gautero, D. Janicaud y É. Rigal, Recherches philosophiques (Paris: Gallimard, 2004), § 445.
4 L. Wittgenstein, Philosophische Grammatik (Oxford: Basil Blackwell, 1969); trad. De M.-A. Lescourret, Grammaire philosophique, §86, 178.
5 E. Husserl, Leçons pour une phénoménologie de la conscience intime du temps, trad. de H. Dussort (Paris: PUF, 1964), § 26.
6 Esto es relatado por Charles Juliet, Giacometti (Paris: Hazan, 1985), 9. Cf. También Giacometti, Écrits (Paris: Hermann, 1990-1997), 247.
7 Esto es referido por Jean Clay, in "Alberto Giacometti...", Réalités, n.° 215 (1963): 143.
8 E. Levinas, "Énigme et phénomène", in En découvrant l'existence avec Husserl et Heidegger (Paris: Vrin, 3e éd., 1982), 211.
9 Baudelaire, Les Fleurs du mal, Spleen LXXXVI, in OEuvres complètes, tome I (Paris: Gallimard, Bibliothèque de la Pléiade, 1975), 73.
10 Aristóteles, Problemata, XXX, 953 b5-6.
11 M. Blanchot, L'attente, l'oubli (Paris: Gallimard, 1962), rééd. « L'imaginaire », 39.
12 Carta de enero de 1799 a su madre.
13 Paul Claudel, Prefacio a Rimbaud, Choix de poèmes (Paris: Gallimard, 1960).