Introducción
En este artículo se discute la perspectiva de José Antonio Zamora que reivindica la propuesta de Adorno y Horkheimer con respecto al análisis estructural que emprenden en Dialéctica de la Ilustración2. Este enfoque confronta la visión más extendida en las últimas décadas según la cual estas obras iniciales, de la primera etapa de la teoría crítica, bloquean el camino hacia una comprensión positiva de nuestro presente que permita actuar en consecuencia. Si la crítica a la Ilustración y la formación moral del sujeto están ligadas a partir del dominio técnico sobre la naturaleza, este termina revirtiéndose sobre sí mismo, primero con la barbarie que va dejando a su paso el progreso y, en segundo lugar, el dominio técnico interiorizado por parte del sujeto, que deja en este una estela de sufrimiento y de restricción. El sujeto moral moderno está imbricado en el mismo proceso de patogénesis de la Modernidad. La moralidad empieza en la crítica de este proceso como una crítica de resistencia, que no requiere solo de racionalidad, sino de acoger los impulsos que han sido sacrificados, como el impulso de solidaridad con los otros sufrientes. Siguiendo esta interpretación de Dialéctica de la Ilustración, Zamora resalta que la frialdad es un principio objetivo que se ha instalado en los sujetos modernos en medio de las estructuras sociales, que frenaron la libertad y la autonomía y que hicieron posible Auschwitz. Se ha eliminado la memoria de la constitución del sujeto y, por ello, Adorno trata de responder a las condiciones que hicieron posible la catástrofe y cómo puede evitarse su repetición. La propuesta de Adorno busca desvelar las estructuras sociales, económicas, que frenaron la potencialidad de libertad y autonomía de los sujetos, no solo de las víctimas, sino de todas las personas que vieron con indiferencia los acontecimientos.
En el segundo apartado se expone cómo la memoria surge como una forma de ver la historia, con el fin de explorar el sentido que ha cobrado en el ámbito de las ciencias humanas y su relación con la ética y la justicia. ¿Qué características ha tomado la memoria desde la perspectiva de la Teoría Crítica que llega a replantear la historia, la política e incluso la filosofía? Este segundo punto se referirá inicialmente al debate con la historia, para luego pasar a observar los efectos que este debate ha tendido en la ética y en la justicia. Finalmente, en el último apartado se explora la discusión de Adorno sobre la ética que, según Zamora, en la negatividad se configura una perspectiva que devela a las víctimas, como el punto de partida en contraposición al sujeto autónomo. Esta perspectiva debería advertir que la producción masiva de víctimas, más allá de la confrontación bélica, pueda convertirse en una característica negativa de la sociedad.
1. Dialéctica de la Ilustración y formación moral
En el análisis estructural que Adorno emprende junto con Horkheimer3 en Dialéctica de la Ilustración, encuentran que la teoría del conocimiento es también una crítica a la sociedad pues, cuando el sujeto domina la naturaleza por medio de la técnica, la dominación del mundo será al mismo tiempo la dominación del conocimiento y de la propia subjetividad. Si la crítica a la Ilustración y formación moral del sujeto están ligadas partir del dominio técnico sobre la naturaleza, es necesario desentrañar cómo este dominio termina revirtiéndose sobre sí mismo4.
El objeto central del libro resalta también una aporía: la autodestrucción de la Ilustración que aceptan sin dudarlo la asumen como petitio principii; que la libertad en la sociedad es inseparable del pensamiento ilustrado y, sin embargo, de manera simultánea, que el concepto de pensamiento ilustrado y las instituciones sociales donde se halla inmerso, contienen el germen de la regresión, es decir, su perversión5. Este punto de partida ha sido cuestionado por Rolf Wiggershaus6, quien afirma que la postura de Adorno y Horkheimer es una interpretación parcializada de la historia europea. La visión más aceptada decía que la Ilustración había superado las etapas anteriores mediante la razón ilustrada, la técnica, la ciencia y las instituciones modernas. Por el contrario, Zamora se adhiere a la postura de Theodor Adorno y Max Horkheimer cuando afirma que la barbarie que surgió en el siglo xx no es el resultado de la irrupción de la irracionalidad sino el resultado de los procesos de emancipación ilustrada7.
Efectivamente, bajo la primera interpretación, la Ilustración ha conducido a la sociedad al desarrollo de la técnica por medio de las ciencias positivas, ofreciendo a la gran población información sobre el mundo, así como la capacidad de transformación de las condiciones de vida. Pero esa información masificada no va acompañada de una reflexión mínima sobre las consecuencias de la superación de la ignorancia, ni las consecuencias que tiene la verdad en la realidad. Por ello, advierten Horkheimer y Adorno, la verdad se desconecta del instrumento técnico, del dato preciso sobre el objeto, quedando esta información a la deriva a disposición de manipulaciones populistas o despóticas. Con las distintas aproximaciones que contiene este libro, llamados también «Fragmentos filosóficos», los autores quisieron mostrar que la misma Ilustración se ha paralizado por miedo a la verdad y, por tanto, la regresión de la razón en Mitología no debe ser buscada en las modernas mitologías nacionalistas, paganas y similares, ideas a propósito con fines regresivos. Por ello afirman que: «ambos conceptos, el de Ilustración y el de verdad, han de entenderse aquí no solo en el sentido de la historia de las ideas, sino en sentido real»8.
Este énfasis en la verdad como conciencia racional comporta también el papel de esa conciencia en la configuración de las instituciones, en la conformación de la subjetividad, en la relación de los individuos con la naturaleza y con la sociedad. Adorno y Horkheimer resaltan que esta sencilla relación se evade en la civilización moderna, en tanto que la percepción de los hechos está preformada por los usos más frecuentes de la ciencia, alejando la realidad de la verdad. Así, la claridad que debería estar presente en el arte, la filosofía, las ciencias humanas y naturales, se esconde tras representaciones formales enrevesadas que son más bien expresión del mito, en el sentido de ser expresiones falsas y oscuras de la realidad que se dispensan del trabajo del concepto.
La caída del hombre actual bajo el dominio de la naturaleza es inseparable del progreso social. El aumento de la productividad económica, que por un lado crea las condiciones para un mundo más justo, procura por otro, al aparato técnico y a los grupos sociales que disponen de él una inmensa superioridad sobre el resto de la población. El individuo es anulado por completo frente a los poderes económicos. Al mismo tiempo, éstos elevan el dominio de la sociedad sobre la naturaleza a un nivel hasta ahora insospechado. Mientras el individuo desaparece frente al aparato al que sirve, este le provee mejor que nunca9.
Esta situación de normalidad en el sentido de la historia, que avanza en su camino hacia el progreso de la mano de la ciencia, la innovación, la información, ha ido creando, a su paso, un aparato, un sistema productivo, que domina tanto a la naturaleza como al hombre, provee tanta riqueza a unos como miseria a otros, pues la elevación del nivel de vida de quienes están abajo es solo apariencia reflejada en una difusión de la cultura para todos, educación para todos, diversión para todos. Pero la intensión de esa expansión cultural no es elevar el espíritu de la población sino negar a los sujetos bajo la cosificación10.
«La Ilustración, en el más amplio sentido de pensamiento progresivo, ha perseguido desde siempre el objetivo de quitar a los hombres el miedo y convertirlos en señores»11. El sentido de la Ilustración se hace evidente, siendo su programa el desencantamiento del mundo al disolver los mitos, derrocar la imaginación y sustituir estas maneras primigenias de entender el mundo por el conocimiento. El proceso histórico que ha llevado al nominalismo desde la baja Edad Media a superar la metafísica y la escolástica con «operaciones y procedimientos eficaces», no pretende encontrar la verdad en sí misma, sino dominar su objeto para ayudarse en la vida práctica12. Ahora el lenguaje científico define el orden natural sin recurrir a los lugares sagrados, ni a los héroes, ni a los rituales, ni a los misterios:
todos ellos son residuos de unas concepciones míticas que han sido racionalizadas, por medio de la espiritualización de las exuberantes formas mitológicas en entidades ontológicas; más tarde Platón incorporó a los dioses del Olimpo a su mundo de las ideas. Pero la Ilustración persiguió a los antiguos universales como herencia de los antiguos poderes míticos, pues allí creyó ver a los demonios y los rituales mágicos con que los hombres pretendían dominarlos. El pensamiento ilustrado sospecha de todo aquello que se resiste al cálculo y a la utilidad, ya que puede proceder sin recurrir a cualidades ocultas o la presencia de fuerzas superiores o inmanentes.
Zamora reflexiona con respecto a la forma que asumen los autores para no sucumbir ante la crítica misma. Se trata de una autorreflexión que sea capaz de desencantar a la Ilustración que se vuelca en mitología. Dice Zamora que no pueden adoptar un punto de vista exterior, es decir, de observadores, sino adoptar un punto de vista radical tomando «la negación determinada pero desprovista de la seguridad que se obtiene desde la afirmación especulativa de una totalidad lograda y sin poder arrancar de la referencia concreta a lo negado más que la seguridad de la necesaria negación»13. Esta autorreflexión no pretende salvarse sino señalar la necesidad de la crítica ante una realidad irreconciliada, entendiendo que las catástrofes del siglo xx no permiten dejar tranquilo el proyecto emancipador de la Modernidad.
Es en este punto cuando los lectores esperamos que Horkheimer y Adorno nos muestren la superación de la antigua tradición mítica, es decir, la Ilustración como producto de la historia del progreso, pero a cambio, nos descubren su momento dialéctico cuando la Ilustración se adhiere a los principios míticos que ella misma ha combatido. Si la racionalidad ilustrada se fortalece con principios míticos en su conformación, entonces se convierte en totalitaria. La forma que asume el pensamiento ilustrado es la unificación, pues sin importar cuál versión de ejercicio científico se trata, se estructuró bajo la unidad de métodos, criterios de validez y verdad, dejando la multiplicidad de fenómenos, de formas, logrando que la diversidad de hechos se redujera a unas cuantas fórmulas lógicas y leyes naturales14. Podemos esperar que de esta unificación de los mitos y tradiciones hayan sido desterrados del pensamiento ilustrado, y solo sean el residuo de la prehistoria, la evidencia de mundos desaparecidos ya superados. A continuación, los autores exponen una de las tesis centrales de este texto:
Pero los mitos que caen víctimas de la Ilustración eran ya producto de esta. En el cálculo científico del acontecer queda anulada la explicación que el pensamiento había dado de él en los mitos. El mito quería narrar, nombrar, contar el origen: y con ello, por tanto, representar, fijar, explicar. Esta tendencia se vio reforzada con el registro y la recopilación de los mitos. Pronto se convirtieron de narración en doctrina15.
Por tanto, la ciencia y la filosofía se encargaron de reescribir los mitos que provenían de la tradición oral, resaltando su pretensión explicativa, racionalizando al mito y alterando su sentido por medio del registro o el intento de recopilación del literato o del historiador. Las narraciones más antiguas perdieron sus elementos mágicos y rituales particulares, sus representaciones propias cuando fueron asimilados por los conceptos y categorías provenientes de las ciencias; por ello, el lugar de los espíritus particulares de una determinada tradición aparece en la recopilación de la jerarquía del cielo; en vez de los rituales propios del mago o chamán, surge un sacrificio conocido bajo un orden reconocible. De esta manera se unifica la diversidad posible que pudiera brotar en los distintos pueblos, por ello «Si se dejan de lado las diferencias, el mundo queda sometido al hombre»16. Es también en este momento cuando aparece el sujeto, en la medida en que es posible comparar la religión olímpica y la religión judía, por cuanto los relatos se homogenizan tras las mismas categorías estilizando las diferencias. El elemento central que prevalece es el sometimiento.
El mito queda subordinado a la razón, disuelve su interpretación del mundo, sus rituales, sus contradicciones en la Ilustración, delegando a los hombres el poder sobre la naturaleza. Ahora los hombres gozan de un poder acrecentado, cuyo costo tiene que pagar bajo la alienación de aquello sobre lo cual ejercen el poder. A partir de ahora, el hombre aliena la naturaleza que domina, y aliena a los hombres que trabajan sobre ella para extraer sus recursos a aquellos que la conocen con el fin de dominarla. La consecuencia de esta relación implica una extensión de su dominio:
La Ilustración se relaciona con las cosas como el dictador con los hombres. El hombre de ciencia conoce las cosas en la medida que puede hacerlas. De tal modo, el en sí de las mismas se convierte en para él. En la transformación se revela la esencia de las cosas siempre como lo mismo: como materia o substrato de dominio. Esta identidad constituye la unidad de la naturaleza. Una unidad que, como la del sujeto, no se presuponía en el conjuro mágico17.
La transposición entre conocimiento natural e identidad del hombre le otorga al sujeto una máscara, siguiendo los rituales que ha tenido el chamán en su culto. En la antigüedad los ritos se dirigían a los elementos naturales con una máscara que variaba de acuerdo con los diversos espíritus malignos o benignos. El mundo mágico premoderno mantenía diferencias en la narración de los mitos, en la ejecución de los rituales, en la interpretación de las tradiciones; así, la magia perseguía sus fines por medio de la mímesis a diferencia de la ciencia, que orienta sus fines por medio de una distancia creciente entre sujeto objeto. ¿Cómo se produjo este distanciamiento? La ciencia ha sustituido los procedimientos rituales al independizar el pensamiento del objeto, así como le ocurre al sujeto frente a la realidad. Para que las prácticas del chamán y su eficacia sobre el mundo pudieran ser sustituidas por la técnica industrial, era necesario que el pensamiento se independizase de los objetos, como efectivamente se ha venido dando en la adaptación del sujeto a la realidad18.
De nuevo la dialéctica aparece moviendo la historia y, por tanto, esa distancia entre pensamiento y objeto queda atrapada en la marcha de la mitología que se entremezcla en la marcha del progreso; la marcha de la teoría y de los avances de la ciencia caen bajo la crítica de ser una mera creencia, verdad provisional, necesidad de reemplazar a cada paso una técnica con otra nueva. Esa necesidad por la que mueren los héroes del relato mítico, se asimila, se transforma en la coherencia de la lógica formal, que aplicada a la ciencia positivista le reclama a la metafísica la honestidad, la corrección y la buena fe: la Ilustración quiere escapar al destino, a la venganza que el oráculo obliga, pero termina ejerciendo la venganza sobre su propio proceso, sobre su propia historia. Por tanto, el pago que el mito exige por cada suceso también se extiende a la historia cuando cada hecho paga con su propia aniquilación; ahora el pensamiento no se sorprende ante nada nuevo, los experimentos pueden anticipar los resultados, las grandes teorías ya fueron pensadas, los sujetos, entretanto, solo tienen que adaptarse a las condiciones de sobrevivencia, logrando que aquello que podía ser distinto, sea igualado. Pareciera que la Ilustración pudiera superar las antiguas desigualdades que produjeron dominación ejercida por reyes y sacerdotes sobre el pueblo; pero si su manera de conocer el mundo se unifica en una sola vía, entonces cada elemento tiene que ver con otro, cada concepto se iguala con su opuesto y las formas distintas de pensar quedan anuladas.
Ante esta situación de homogenización, la dialéctica puede contrarrestar esta lógica, una dialéctica que significa pensar en contradicciones debido a la contradicción experimentada en la cosa y en contra de ella. «Siendo contradicción en la realidad, es también contradicción a la realidad. Pero dicha dialéctica no es conciliable con Hegel. Su movimiento no tiende a la identidad con la diferencia de cada objeto con su concepto, más bien desconfía de lo idéntico»19. Se trata de la propuesta de dialéctica negativa que pretende desmoronar las figuras armadas y objetualizadas que el sujeto tiene frente a sí, en tanto que esas figuras son en realidad falsas. La igualdad producto de la homogenización se realiza en el mercado, que no pregunta al sujeto por sus cualidades particulares adquiridas en su nacimiento, pues lo importante es el intercambio de su mercancía por otra. El sí mismo de los hombres que ha sido dado como propio distinto de los demás, se convierte en el mercado en igual, pero esa igualdad la alcanza por medio de la coacción. Los colectivos que la sociedad de mercado desarrolla consisten en la negación de cada individuo singular, que para alcanzar esa anulación requiere de una igualación represiva. De ahí que:
La horda, cuyo nombre aparece sin duda en la organización de las juventudes hitlerianas, no es una recaída en la antigua barbarie, sino el triunfo de la igualdad represiva, la evolución de la igualdad ante el derecho hasta la negación del derecho mediante la igualdad. El mito de cartón piedra de los fascistas se revela como el mito auténtico de la prehistoria, pues mientras este desveló la venganza, aquel, el falso, la ejecuta ciegamente sobre sus víctimas20.
Adorno y Horkheimer nos muestran de manera directa que la igualdad y la identidad no son conceptos modernos, conceptos ilustrados que superen la medievalidad oscura o la antigüedad perdida. Por el contrario, vienen desde entonces siguiendo un camino de progreso que repite los mismos esquemas, las mismas formas de poder. Así el mito pretendía superar el miedo con el terror que infunde la amenaza de lo desconocido. El relato y el ritual ponían límites a lo conocido y amenazaban a quien se aventure afuera. El mito identificaba la vida con la muerte, así también la Ilustración identifica lo viviente con lo no viviente, asimilando esta identidad mediante la lógica y los conceptos establecidos a la universalidad del objeto, estableciendo límites al conocimiento: «Nada absolutamente debe existir fuera, pues la sola idea del exterior es la genuina fuente del miedo»21. Si el mundo guiado por los mitos es un mundo cerrado, entonces nada puede escapar a su destino; y si el mundo mítico y el ilustrado no han logrado separarse, sino que guardan una relación dialéctica, la justicia mítica y la ilustrada se relacionan en una ecuación de equivalencia.
Por tanto, el sujeto que espera seguridad y justicia en una sociedad moderna de mercado, productora de mercancías y de conocimientos y técnicas nuevas, identifica esta producción con la justicia. Espera que la justicia sea igual para todos, pero en realidad la justicia termina siendo dominación y ajuste con el destino. A cambio de justicia, los sujetos tendrían que seguir a Spinoza, quien ya habría condensado la máxima de la civilización occidental: «conservar el principio de la unidad como fundamento»22, que calma las divergencias religiosas y filosóficas de la burguesía.
El sí mismo, que tras la metódica eliminación de todo signo natural como mitológico no debía ser ya cuerpo, ni sangre, ni alma ni siquiera yo natural, constituyó, sublimado en sujeto trascendental o lógico, el punto de referencia de la razón, de la instancia legisladora del obrar (...). El impulso es en sí mítico, como la superstición; servir a un Dios a quien el sí mismo no postula, resulta absurdo como la embriaguez. El progreso ha reservado la misma suerte a ambas cosas: a la adoración y a la inmersión en el ser inmediatamente natural. Ha cubierto de maldición al olvido de sí tanto en el pensamiento como en el placer23.
En efecto, el sujeto se ha visto obligado a eliminar sus impulsos en tanto puedan allegarse a la prehistoria mágica que debe ser olvidada. El olvido de sí mismo terminará siendo el olvido de gran parte de su memoria, de su propia historia que le mostraría otras formas de ser, la diversidad de su propia constitución y de su sociedad.
La interpretación de Zamora de Dialéctica de la Ilustración retoma la idea de sacar a la luz las aporías de la Modernidad, llevando al extremo aquellas figuras que permitan recordar lo invisible y olvidado. Esta manera de proceder de Adorno y Horkheimer ha sido muy criticada por su exageración, que lleva a creer que estos pensadores solo querían figurar o escandalizar. Pero Zamora recuerda que su intención ha sido sacar a flote el sufrimiento que produce la normalización, la igualación de la identidad que se impone sobre lo otro diferente. Este sufrimiento lo padecen los sujetos dominados obligados a esconder su propia historia, a ejercitar la indiferencia y la amnesia ante la catástrofe: «Desde esta perspectiva es posible leer la Dialéctica de la Ilustración de otra manera y no como una filosofía negativa de la historia, sino como el recuerdo crítico de lo reprimido, como declaración de guerra al olvido»24. Ante esta situación aparentemente extrema, Adorno y Horkheimer han tenido que comparar la Ilustración con la dictadura y echar mano de recursos argumentativos que retoman imágenes dialécticas aparentemente sinsentido para interrumpir el avance de un pensamiento que sustenta el progreso de la historia, que en vez de civilización reproduce dominación e injusticia25.
2. Historia y memoria
Ante el olvido de la propia historia del sujeto que la Ilustración pretende, se ha abierto un debate en torno a la relación entre memoria e historia, que ha cobrado una importancia notoria, en cuanto puede marcar una referencia desde donde ver una perspectiva distinta de esta relación. De acuerdo con el profesor Zamora, ese punto de referencia es Auschwitz, es decir, el genocidio judío durante la Segunda Guerra Mundial, en la medida que el genocidio judío perpetrado por los nazis «está en el origen de buena parte de los replanteamientos actuales de esta relación y constituye un acontecimiento en torno al cual cristalizan y adquieren auténtica virulencia muchos de los problemas que se derivan de ella»26.
El diálogo propuesto entre memoria e historia implica que las dos guerras mundiales no deben considerarse solamente como confrontación entre naciones y sus ejércitos, sino que se hace necesario considerar seriamente por qué un régimen puede conformarse de manera totalitaria y decidir el exterminio de una parte de su población civil, desplegando una violencia estatal planificada, el asesinato administrado. Por ello, los acontecimientos sucedidos en los campos de exterminio han conducido a reflexionar a los historiadores acerca de los límites de las confrontaciones bélicas actuales y su capacidad de destrucción.
Para el autor, resulta incontrovertible que Auschwitz «representa una cesura histórica, una quiebra que marca en el devenir de Occidente una línea roja, un antes y un después. Analizar los retos que esta marca temporal impone tanto a la memoria como a la historia es, esta sería la tesis, la condición de un diálogo verdaderamente fructífero entre ambas»27. Pero no solo desde la singularidad que ha representado la industria de la muerte organizada por los nazis, sino la relación contradictoria entre la modernización con las formas de inhumanidad que han acompañado su desarrollo y su progreso, que obliga a prestar atención al lado oscuro del proceso de modernización y encarar la pregunta por su relación con las formas de inhumanidad y barbarie que han acompañado a la Modernidad. Se pregunta Zamora:
¿Podemos considerar dichas formas como fenómenos marginales, meros incidentes, anomalías en un proceso de desarrollo «normal» o más bien mantienen una relación constitutiva con el proyecto de la Modernidad que los procesos sociales de modernización han reclamado como su referente cultural y al que han pretendido dar cumplimiento?28.
El asunto central de la reflexión sobre la manera como comprendemos la historia contemporánea se sitúa en dos puntos críticos de este proceso, Auschwitz e Hiroshima, dos catástrofes que impiden que la promesa de la civilización occidental se haya cumplido: la Modernidad y el progreso se unirían en una sociedad en paz, el progreso de la ciencia y la técnica nos conducirían a superar la pobreza, las enfermedades, las carencias, a dominar la naturaleza para evitar los fenómenos extremos. Sin embargo, el gran relato de progreso ha quedado cuestionado ante la barbarie de estos dos sucesos catastróficos, que marcan por ello una línea roja. La historia evolutiva de la Modernidad ha desplegado estrategias para inmunizar su relato de la crítica, calificando a los otros como bárbaros y al considerar bajo dicho adjetivo sus formas de vida; además, como la superación de momentos históricos que se han dejado atrás, por tanto, se considera que estos otros pueblos o personas son susceptibles de desaparecer. Estas estrategias han servido para ocultar las formas de barbarie inherentes a la Modernidad y también han servido «para identificar y estigmatizar a grupos sociales dentro de las sociedades industrializadas, objeto de procesos de exclusión, explotación o exterminio; y (...) ha permitido legitimar la lucha, en muchos casos exterminadora, contra formas definidas previamente como bárbaras, empleando medios y conduciendo a efectos que sobrepasan en mucho la barbarie atribuida a los supuestos incivilizados»29.
El vínculo entre Modernidad y barbarie se constata en los horrores del proceso colonizador, en los costos humanos de la industrialización, las guerras cada vez más sofisticadas técnicamente hablando, los múltiples genocidios de la Era Moderna; y son estos últimos hechos los que develan las formas más extremas de sufrimiento humano producidos por formas de violencia que llevan a la humanidad al límite. Los genocidios no son igualados por las guerras convencionales o regulares, sino que demuestran las formas más extremas de barbarie en una época de la Ilustración que pretendía superar la muerte violenta y en cambio, «puede pasar a la historia como la "época de los genocidios"»30.
La mirada que propone Zamora pone atención a las estructuras, las instituciones, los comportamientos culturales que han originado y llevado a cabo estos fenómenos de violencia que no solo han asesinado a grandes poblaciones de seres humanos, sino que han liquidado y destruido a sus víctimas sin dejar rastro de ellas. Por tanto, lo importante es resaltar «el carácter colectivo de la barbarie, con el orden social, político y cultural con el que está imbricada, con las tendencias sociales dominantes y hegemónicas que la hicieron posible. Y, si está permitida la expresión, con la "normalidad" de la vida cotidiana»31.
La pregunta que sugiere Zamora tiene carácter cualitativo: ¿qué ha posibilitado en la Modernidad los genocidios y cómo afecta a quienes hacen la pregunta? Es decir, ¿hasta dónde se ven afectados los herederos de esta historia reciente de barbarie por estas heridas abiertas que han dejado y siguen dejando estos genocidios? La búsqueda de respuestas las rastrea el filósofo español de la mano de Theodor W. Adorno, teniendo como punto de partida los testimonios de las víctimas y los retos que estos plantean32.
2.1 El campo de concentración
Una de las razones para que la catástrofe de Auschwitz tenga un significado notorio para la relación entre historia y memoria, es el carácter propio de los acontecimientos que allí ocurrieron.
Si miramos la larga historia criminal de los Estados modernos, los campos de concentración constituyen uno de los exponentes más destacados. A diferencia de otras formas de internamiento, los campos de concentración establecen intencionalmente unas condiciones de existencia cuyo objetivo fundamental es la destrucción de la subjetividad de los internados. (.) Su organización se propone la humillación permanente y la destrucción de la dignidad de los sometidos a ella, sobre todo por medio de una continua exposición a castigos violentos e imprevisibles, a agotadoras llamadas a formar a la intemperie, a trabajos sin sentido y repetitivos y a formas de destrucción de toda economía racional del tiempo y el espacio, cuya finalidad es la pérdida de la integridad personal33.
Es necesario resaltar que los campos de exterminio no son equiparables a los campos de concentración que ya se habían usado en otros momentos de la historia Moderna34. El objetivo de un campo de exterminio es el asesinato directo de sus prisioneros usando los medios industriales. Desde las formas de transporte, el hacinamiento en las barracas hasta las cámaras de gas y los hornos crematorios, son todos medios que caracterizaron a estos campos como fábricas de la muerte, que además del exterminio de las personas, aprovechó sus pertenencias, sus cuerpos y eliminó los restos. Los nombres de estos campos de exterminio son hoy conocidos: Trebolina, Belzec, Sobibor, Auschwitz, entre otros, fueron creados con el fin de exterminar judíos35. Según Hannah Arendt, estos campos se definen como la «institución central» de la dominación totalitaria, es decir, donde «la política se comporta con el cuerpo social como material desprovisto de cualidad humana sobre el que ejercer su vocación de omnipotencia: "todo es posible"»36.
Los campos de concentración y de exterminio organizan un orden en el que los seres humanos carecen de humanidad, es decir, los prisioneros se convierten en seres desprovistos de todo valor propio, su nombre, sus cualidades, sus propiedades, sus capacidades, su libertad son negadas al punto de servir solamente como sustrato material para el ejercicio del poder absoluto, es decir, la destrucción de su individualidad. «Se trata de una "supresión in individuo de los seres humanos e in genere de su condición humana, y solo consiste en ella, en la transgresión minuciosa del límite que opera la distinción entre vida y muerte, hombre y condición humana. Mundo hecho necesario para hacer destruible la condición humana"»37.
Todo lo anterior muestra que los acontecimiento de los campos de exterminio no son fácilmente comparables a otros y, por tanto, constituyen una catástrofe extraordinaria, especialmente por esta característica intencional de querer borrar la humanidad de unos seres humanos en toda su extensión; esta carácter de inhumanidad extrema ha conducido a la historia a enfrentarse a un reto de interpretación sin precedentes, pues se cuestiona la capacidad racional de conocer estos hechos y «a la exigencia de responder ética y políticamente a la injusticia social acumulada en ella»38. Por tanto, la autocomprensión de la historia merece ser cuestionada, porque se evidencia que la finalidad de la historia moderna es el progreso que promete paz, seguridad, bienestar, respeto por los Derechos Humanos, la integridad de la persona, etc.; esta promesa de libertad se contradice profundamente ante la catástrofe de los campos de exterminio que tenía como objetivo principal la «destrucción de la subjetividad de los internados» como afirmó Zamora en el último texto citado.
Para acercarse a estos acontecimientos, la memoria cobra una importancia política y actualidad cultural, lo cual no implica que su reconstrucción no conlleve serias dificultades y grandes sufrimientos. Ante crímenes atroces o demasiado masivos, la mejor posición parece ser el olvido. Sin embargo, son las víctimas de estas catástrofes políticas quienes no han permitido que se imponga el abandono, pues aunque este haya sido la preferencia en las posguerras, es a partir de la Primera Guerra Mundial que se cambia esa tendencia. La opción que se ha abierto desde entonces es el mantenimiento de la memoria de las injusticias que las víctimas han sufrido, con el fin de contrarrestar el olvido que los perpetradores han querido imponer en la historia, y es que sus crímenes no dejen huella. Este cambio experimentado desde comienzos del siglo xx, se concretó en pactos internacionales firmados por los países vencedores de la Segunda Guerra Mundial, como el Estatuto de Londres del Tribunal Militar Internacional firmado en 1945, que estableció los principios y procedimientos de los Juicios de Núremberg y la creación de la Corte Penal Internacional39. Estos dos momentos representan un hito en el desarrollo de la Memoria Internacional frente a hechos atroces que merecen justicia y resarcimiento de las víctimas40, pero estos avances institucionales no suplen todos los interrogantes que han surgido en torno al deber que las sociedades contemporáneas tienen frente a la memoria.
Al volver sobre los acontecimientos de los campos de exterminio, es notorio el esfuerzo de los nazis por asesinar masivamente a los judíos, pero, además, de quitar todas las huellas de sus víctimas, de sus cadáveres, de sus historias, de su cultura. Por tanto, la eliminación de los judíos no pretendía solo la eliminación física sino también el olvido del «pueblo de la memoria». «En la doble eliminación de la memoria de las víctimas y de la cultura de la memoria encarnada de modo singular en el pueblo judío confluyen todos los esfuerzos de aniquilación del recuerdo»41. Catástrofes como la descrita brevemente, producen experiencias traumáticas que plantea grandes dificultades para los sobrevivientes:
Podría decirse que, debido a su violencia, el acontecimiento traumático no puede ser completamente experimentado, no puede estar completamente presente a la conciencia en el momento de suceder, por ello se sustrae a los parámetros de la temporalidad «normal» y escapa a la sucesión de experiencias unidas por una cierta analogía. Comprensión, narración y control se ven poderosamente dificultados42.
Al sobreviviente o al testigo se le dificulta la reelaboración de la experiencia violenta. Lo que sucede es que aparecen los recuerdos continuamente, el dolor vuelve a ser vivido. Por ello Freud había señalado que el trauma no se olvida sino se bloquea el recuerdo, es un intento de olvido que fracasa. Freud interpreta este bloqueo como la represión o dislocación del recuerdo que se expresa en síntomas, como huellas que deja el trauma o el conflicto que queda bloqueado por la conciencia. Por ello, la experiencia vivida en Auschwitz no se integra a un tiempo lineal que sigue un orden secuencial:
El pasado de los testimonios es un pasado siempre presente, un pasado que dura. Posee un poder perturbador y resistente frente a todos los intentos de confirmar con él convicciones, de llegar a resultados o de obtener certezas. Por ello, frente a la apariencia de diacronía que produce la narración, en el trauma nos encontramos con un tiempo no secuencial, en el que el presente es pasado y el pasado está y es presente43 .
Esto significa que la tarea de la Memoria no consiste en una investigación objetiva que recoja los datos cuantitativos de los asesinatos, los nombres y demás datos de las víctimas, etc. Significa confrontar a los sobrevivientes con sus testimonios que nos interpelan, primero al narrador mismo que se ve reflejado a su propio recuerdo dislocado, quizá con los fragmentos de recuerdo que no puede comunicar. En segundo lugar, confronta a quienes escuchan su narración, quienes ven el acceso a esta experiencia como un camino tortuoso, a veces imposible de seguir. Como dice La Capra:
(...) con respecto al trauma, la memoria es siempre secundaria dado que lo que sucede no está integrado a la experiencia ni es recordado directamente y el acontecimiento debe ser reconstruido a partir de sus efectos o marcas. En este sentido, no existe un acceso pleno e inmediato a la experiencia misma, ni siquiera para el testigo original y menos para el secundario o para el historiador44.
La memoria exige relacionar la catástrofe misma y el trauma que la primera produce, no solo por el conflicto que estas experiencias dejan en el orden social y político del presente, sino en la pregunta por el sentido de la memoria. Reconstruir la experiencia traumática y, por tanto, recordar el dolor de quienes soportaron la violencia, ayuda a estabilizar y sanar el presente, o más bien abre cada vez más las heridas y no permite integrar de nuevo a las víctimas a la nación. Afirma Zamora que la memoria es peligrosa, si se trata de una catástrofe como Auschwitz, pues no sirve para construir y asegurar la identidad individual y cultural, como dice Johann B. Metz, uno de los defensores del giro anamnético de la cultura y la política. La dificultad de la memoria se encuentra en que los recuerdos que trae al presente son dis/locados, fracturados, que puede dar cuenta de algo de la experiencia interna de la extrema violencia, pero al mismo tiempo muestra la incapacidad para hacer accesible estas experiencias.
Ese recuerdo solo puede ser comunicado y tener significación para la memoria individual y colectiva de quienes no han sido víctimas o testigos directos de la catástrofe, si ellos están dispuestos a pagar el precio de esa «dote». Este precio empieza por conceder centralidad al abismo histórico y social que se abre en el recuerdo dis/locado de las víctimas. Hacerse cargo de esta difícil memoria es indisociable del cambio radical epistemológico, ético, político y estético que pasa por dicha centralidad45.
La propuesta de Zamora y de otros pensadores que lo acompañan como Reyes Mate y José Antonio Sánchez, es hacerse cargo de la memoria dis/locada, de estos fragmentos de dolor que se hacen inseparables de la responsabilidad de cambiar nuestra forma de encarar esta verdad; se trata de un cambio ético, político, epistemológico, estético, dada la obligatoriedad de empezar por la catástrofe y sus efectos, es decir, las víctimas, que permitan generar criterios de justicia y de verdad a partir de la comprensión de estos recuerdos dis/locados.
3. Ética y justicia anamnéticas
La memoria de la catástrofe cobra importancia por cuanto a quienes conocen estos traumas causados por la violencia, les exige romper la indiferencia y el olvido que van cubriendo sus testimonios y los hechos y estructuras sociales que hicieron posible esta dominación. Entonces recurre el profesor Zamora al trabajo crítico de Theodor W. Adorno, quien formuló un nuevo imperativo categórico en su libro Dialéctica Negativa46, imperativo que muestra las contradicciones que estos hechos han producido en la razón ilustrada. Ya no puede el sujeto ser dueño de su voluntad y libertad capaz de obedecer su propia ley; es Hitler quien ha impuesto a la humanidad que esta atrocidad no se repita, se trata de «ordenar el pensamiento y la acción tomando como punto de giro esa catástrofe, que es tanto como decir, para que nada semejante pueda repetirse. El sufrimiento de los otros pasa así a convertirse en el criterio último de la verdad, de la justicia, del goce no disciplinado, del bien»47. Adorno expresa con una posición radical el significado de la catástrofe social que ha originado una fuente de mal, muy distinto de las catástrofes naturales como el terremoto de Lisboa.
El terremoto de Lisboa bastó para curar a Voltaire de la teodicea leibniziana; pero la abarcable catástrofe de la primera naturaleza fue insignificante comparada con la segunda, social, cuyo infierno real a base de maldad humana, sobre pasa nuestra imaginación. Si la capacidad de metafísica ha quedado paralizada, es porque lo ocurrido le deshizo al pensamiento metafísico especulativo la base de la compatibilidad con la experiencia48.
Para Adorno la metafísica, la filosofía especulativa y la ética han quedado cuestionadas después una catástrofe social capaz de aniquilar a la misma especie humana. Ya no concuerdan los hechos de destrucción con los conceptos de verdad, de bien, de progreso; por el contrario, el genocidio sistemático, planificado que buscaba «la aniquilación de lo diferente», aniquila también la libertad y la razón de quienes aún las defienden. Adorno busca en los principios de la subjetividad burguesa, en la frialdad que ha caracterizado a los individuos de esta época, la causa de la catástrofe, pues quienes sobrevivieron se mostraron indiferentes ante los vagones de ganado repletos de condenados, ante la llamada de las SS a la puerta en búsqueda de vecinos judíos o disidentes, comunistas refugiados, escapados de la Guerra Civil Española; esta frialdad burguesa no se esconde ante la «nulidad de la existencia»49, es decir, que el sobreviviente cree escapar a la muerte, cuando se eleva por encima de los acontecimientos brutales de destrucción, asumiendo un lugar desde donde pueda ser espectador de la inhumanidad. Pero esa inhumanidad se convierte en su humanidad, en la anulación de su propia existencia.
Los sobrevivientes, los espectadores continúan viviendo una vida falsa, una vida normal que se acostumbró a presenciar la muerte, la aniquilación y la dominación, con la indiferencia y la frialdad que le permitieran alejarse de ese mundo que ha perdido el brillo y la tranquilidad prometida. «El ansia culpable de pervivir ha aguantado e incluso tal vez se ha robustecido bajo la incesante amenaza actual. Solo que el instinto de conservación se ve obligado a sospechar que la vida, a la que se aferra, se está convirtiendo en lo que más le teme: un espectro, un pedazo de mundo fantasmal, inexistente en realidad para una conciencia alerta»50.
A la filosofía le compete entonces no dejar que la conciencia se envilezca, no puede permitir que la metafísica se olvide de la otra verdad, si se pierde en sus caminos y puede encontrar lo otro que ha negado. La propuesta de Adorno se basa en la dialéctica negativa que «exige la reflexión del pensamiento sobre sí mismo, esto implica palpablemente que, para ser verdadero, tiene, por lo menos hoy, que pensar contra sí mismo. De no medirse con lo más extremo, con lo que escapa al concepto, se convierte por anticipado en algo de la misma calaña que la música de acompañamiento con que las SS gustaban de cubrir los gritos de las víctimas»51.
Adorno y Horkheimer vislumbraron que los acontecimientos de Auschwitz no fueron hechos o sucesos convencionales de una guerra convencional. Estos hechos produjeron una salida de la normalidad que ha obligado a pensar los cimientos de la justicia, de la razón, del sujeto, de la humanidad. Todos los valores y las verdades quedaron paralizados en el aire, cuando se constató que esta catástrofe no podía ser tratada de la misma manera que la historia anterior, ante todo, porque no podía repetirse.
Pensar que después de esta guerra la vida podrá continuar «normalmente» y aún que la cultura podrá ser «restaurada» -como si la restauración de la cultura no fuera ya su negación-, es idiota. Millones de judíos han sido exterminados, y estos es solo un interludio, no la verdadera catástrofe. ¿Qué espera aún esa cultura? Y aunque para muchos el tiempo lo dirá, ¿cabe imaginar que lo sucedido en Europa no tenga consecuencias, que la cantidad de víctimas no se transforme en una nueva calidad de la sociedad entera, en barbarie? Si la situación continúa imparable, la catástrofe será perpetua52.
La interpretación de este pasaje de Mínima Moralia por parte del profesor Zamora, indica que, si las condiciones que hicieron posible la catástrofe se mantienen intactas, entonces la misma aún pervive. Pero hay en este pasaje un asunto que merece ser atendido y es la identificación de la reconstrucción con la prolongación de la catástrofe. El punto crítico se encuentra en considerar las catástrofes como singularidades en medio de la marcha de la historia, o bien en una invariante histórica, un suceso que se repite cuando las contingencias producen acontecimientos fácticos. Rechazar la afirmación de una pura invariabilidad significa que la catástrofe de Auschwitz no es una insignificancia, pues implicaría que es idéntica a otras tantas catástrofes que han ocurrido y se repetirán. Es entonces cuando Adorno se acoge a la crítica de la identidad, del pensamiento que pretende mantener el orden del mundo y la filosofía que lo sostiene en un solo principio, en el cual lo singular manifiesta la estructura básica de la realidad.
La identidad se encuentra en la no identidad, en lo aún no acontecido, que denuncia lo que ocurrió. (...) Quién se sustrae a la evidencia del crecimiento de lo espantoso no solo se abandona a la contemplación carente de sensibilidad, sino además pierde de vista, junto con la diferencia específica de lo más reciente respecto a lo acaecido anteriormente, la verdadera identidad del todo, del terror sin fin53.
De esta crítica a la identidad proviene una crítica radical a la filosofía de la historia, que caracteriza la dinámica social, estudiada por Marx, por cuanto la sociedad avanza en modo antagónico, la dinámica de su expansión sigue siendo la reproducción de los antiguos antagonismos, se constata que la dialéctica histórica muestra las mismas características: impotencia de los sujetos, irracionalidad de las crisis, reproducción del sufrimiento evitable54. Adorno mantiene el concepto de «prehistoria» desarrollado por Marx que comprende un proceso histórico marcado por la ausencia de libertad, una continuidad de la historia del sufrimiento. Adorno asume el concepto de prehistoria marxiano, pero no pretende determinar la dominación como fundamento ontológico positivo de la historia, sino que busca impedir una relativización del sufrimiento en ella. «Adorno no pretende formular con esta construcción una nueva metafísica de la historia, ahora negativa, sino que pretende forzar un cambio de perspectiva en la consideración de la misma»55.
El planteamiento ético de Adorno muestra una praxis bloqueada. El sujeto moral moderno está imbricado en el mismo proceso de patogénesis de la Modernidad. La moralidad empieza en la crítica de este proceso como una crítica de resistencia, que no requiere solo de racionalidad, sino de acoger los impulsos que han sido sacrificados. Por ello no se trata de estudiar la moral sin antes entender las condiciones bajo las cuales los hombres deciden. Es importante resaltar que el capitalismo ayudó a sacar a la humanidad de la servidumbre medieval; pero este proceso supuso construir unas estructuras de mediación, como el mercado, el contrato, la razón. El capitalismo produce sujetos libres, pero al mismo tiempo aniquila sus condiciones de libertad, pues esta queda subsumida a las condiciones de revaloración permanente: la libertad es la libertad del mercado. La anulación de la libertad tiende a que los hombres sean superfluos, tendencia que llega a su máxima expresión en la aniquilación masiva. Cuando esto ocurre, el sujeto se hace indiferente para sobrevivir, pero el sobreviviente ha matado su esencia, que merecería ser salvada. La rememoración entonces puede surgir, cuando el sujeto puede recordar que le fue impuesta la condición que se convierte en la sustancia del dominio. Este olvido ha implicado el autosacrificio del sujeto que ha dejado en el camino la mutilación del sujeto.
El nuevo imperativo propuesto por Adorno tiene que ver con una catástrofe que no puede repetirse, pero también con el telos que niegue el sufrimiento socialmente producido. El sufrimiento que puede evitarse sería la realización de la humanidad desde la negación de la explotación, que se entiende como una utopía; el asunto es que, si la humanidad vive en medio de la vida falsa, no hay manera de realizar la humanidad.
Este cambio de perspectiva había sido formulado de modo inmejorable por Walter Benjamin, cuando se refería al surgimiento del movimiento nacionalsocialista, en sus Tesis Sobre el concepto de historia «La tradición de los oprimidos nos enseña que la regla es el "estado de excepción" en el que vivimos»56. El cambio de perspectiva se nota cuando nos invita a pensar simultáneamente la regla con la excepción, o cuando Adorno sugiere que la discontinuidad y la continuidad se pueden presentar conjuntamente, lo mismo que la identidad y la no-identidad. Para Zamora no se trata de ontologizar estos conceptos como si se tratara de una determinación esencial de la sociedad o de la historia, pues entonces la emancipación sería imposible; la propuesta exige, más bien, adoptar la perspectiva de los oprimidos, la perspectiva de las víctimas y no solo la solidaridad con ellas. De nuevo recurre a la propuesta benjaminiana, a través de la tesis sobre el «ángel de la historia»:
Hay un cuadro de Klee que se titula Angelus Novus. Se ve en él un ángel al parecer en el momento de alejarse de algo sobre lo cual clava la mirada. Tiene los ojos desencajados, la boca abierta y las alas tendidas. Su cara está vuelta hacia el pasado. En lo que para nosotros aparece como una cadena de acontecimientos, él ve una catástrofe única, que acumula sin cesar ruina sobre ruina y se las arroja a sus pies. El ángel quisiera detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo despedazado. Pero la tormenta desciende del Paraíso y se arremolina en sus alas y es tan fuerte que el ángel no puede plegarlas. Esta tempestad lo arrastra irresistiblemente hacia el futuro, al cual vuelve las espaldas, mientras el cúmulo de ruinas sube ante él hacia el cielo. Tal tempestad es lo que llamamos progreso57.
El cambio de perspectiva se manifiesta en esta mirada distinta de la historia, en la cual el ángel no mira hacia el futuro hacia donde lo empuja el flujo del tiempo, sino que intenta observar las ruinas que este tiempo imparable ha dejado, recomponer o rectificar las ruinas y las víctimas de la catástrofe. El ángel es testigo impotente de la historia, que pretende abrirnos los ojos para que seamos capaces de optar por una mirada distinta de la historia, un cambio de perspectiva, que implica resistir ante el flujo del tiempo que empuja hacia el futuro, mientras el pasado queda atrás con sus ruinas y su destrucción. El ángel quiere despertar a los muertos, escuchar su voz, su testimonio, su dolor y recomponer su dolor, como si el tiempo pudiera tener otra vía, detenerse ante cada víctima particular. Cada víctima niega el progreso, niega la sucesión de acontecimientos a cambio de integrar de nuevo a las víctimas, como un movimiento hegeliano hacia el todo, hacia el final feliz, «degradándolas a estaciones de la ascensión imparable del espíritu o del género humano, y convertir de ese modo sus sufrimientos en una quantité négligeable que inevitablemente hay que pagar como precio de ese ascenso. Esto podrá contribuir a la justificación de la (falsa) totalidad, pero desde luego no a hacer justicia a las víctimas, pues desde su perspectiva toda víctima es una víctima de más»58.
Por ello la justicia de las víctimas considera que su sufrimiento no es una excepción, un caso adicional en las cuentas de la historia, sino la regla de esa excepción. Para quienes han recibido la fuerza violenta de la aniquilación no puede relativizarse el hecho, ni reducirse a un momento que luego se integra a la generalidad de los acontecimientos. La fuerza violenta, en medio de estas consideraciones, ya ha aniquilado al sujeto y lo ha hecho totalmente, negativamente. Adorno entonces recurre a la exageración para expresar cada detalle del sufrimiento, para evitar el olvido de cada persona. Las reconstrucciones de la historia implican una anamnesis del proceso, pero aquellas que se orientan por la idea de progreso, olvidan algunos aspectos de la reconstrucción, los detalles menores se recortan, mutilando así los recuerdos, que de hecho ya son fragmentarios. Como dice Zamora respecto a la historia universal: «Hay pues, que arrancarles lo que ellas no quieren decir, pero ocultan implícitamente en sí. Pues los delitos reales contra las víctimas y la amnesia al respecto están conectados íntimamente»59. La única manera para no permitir que el sufrimiento desaparezca en una reconstrucción de la historia universal, es no reducir este dolor, «que en Auschwitz alcanzó cimas insospechadas»60, es no reducirlo a mera contingencia y más bien observar desde este sufrimiento la totalidad de la historia. Como afirma Adorno: «Pero es innegable que los martirios y humillaciones jamás experimentados antes de los que fueron transportados en vagones para el ganado arrojan una intensa y mortal luz sobre el más remoto pasado, en cuya violencia obtusa y no planificada estaba ya teleológicamente implícita la violencia científicamente concebida»61 .
A manera de síntesis, la memoria no tiene el mismo camino que la historia, pretende más bien, hacerse cargo de los recuerdos fragmentados, dis/locados de las víctimas de los testigos que han acompañado a los sobrevivientes. Este recuerdo no pretende asegurar la identidad de las personas y reconstruir la cultura, sin pretender obligar a los testigos y a los sobrevivientes a hacerse cargo del recuerdo, lo cual implica una transformación del modo de vida, de la ética y la política. Si el exterminio ha destruido lo humano de la humanidad, entonces esta humanidad sobreviviente tiene que hacerse cargo de esa destrucción, aprender de nuevo a pensar, a conocer, a actuar, a producir. Esta tarea, sin embargo, se hace difícil pues la sociedad capitalista sigue su curso, como si nada hubiera ocurrido, sigue centrando la vida en la mercancía, en el consumo, en las deudas, en la acumulación de datos y conocimientos. Volver a pensar y a actuar, desde la perspectiva de Adorno, es pensar dialécticamente contra uno mismo, tomando como referencia a las víctimas y al sufrimiento de los oprimidos, sin olvidar que la sociedad ha construido todas sus instituciones y organizaciones para producir mercancías, y para lograr este objetivo, a su vez produce opresión, dominio y en el peor de los casos, muerte y destrucción.
Por esta razón, la justicia anamnética, como un tipo de justicia centrada en la memoria, propone elevar el sufrimiento de las víctimas y el sufrimiento social como punto de partida para volver a pensar, para tener otra perspectiva de la política y de la ética, para crear otra cultura que no permita que Auschwitz se repita. Hacerse cargo de las experiencias de las víctimas, aunque enfrente grandes retos, implica que el silencio que ha sido impuesto desde el régimen totalitario no siga su curso, sino que sea posible encontrar un sentido a los testimonios que no pueden nombrar siquiera lo ocurrido. No se trata de exhibir estos testimonios, sino de tener respeto con ellos, entender el sufrimiento como una clave para poder construir una transformación social, que permita tener una perspectiva distinta de los problemas actuales.