Introducción
El Misterio que acontece como realidad primera es la experiencia que se da al ser humano por iniciativa divina. La auto revelación de la esencia de Dios toca la vida de la persona para dejarla inquieta, lo que la impulsa a su posterior búsqueda, reconocimiento y fascinación. La actitud clave para entrar en diálogo con esta experiencia, por parte de lo humano, es la capacidad de aquietar el cuerpo y los sentidos a través de la disposición que tiene el silencio para la escucha, el asombro y la contemplación. Esta experiencia teologal, leída desde la perspectiva del Misterio Trascendente, se hace una experiencia teológica que siendo logos no puede quedar silente. Por el contrario, implica intrínsecamente la celebración gozosa de la presencia que por ser también celebración evoca, convoca y provoca. Provocación que además queda en quien ha degustado desde la experiencia mística la inhabitación y cohabitación con el Misterio, el cual es realidad Trascendente y, por su misma naturaleza, vinculante. Incitación que vuelve al sujeto proclive a evolucionar hasta la expresión y comunicación sensible, mediadas por el símbolo, para propiciar el ambiente religioso comunitario.
Teniendo en cuenta lo anterior, el análisis de la experiencia religiosa del ser humano requiere aproximarnos a cuatro elementos fundamentales en lo que respecta a esta reflexión: en primer lugar, el acontecer del Misterio; en segundo lugar, la contemplación y celebración de la presencia; en tercer lugar, el silencio como disposición, y, en cuarto lugar, la representación simbólica como expresión necesaria de la experiencia humana en relación con el Misterio.
Sin embargo, antes de comenzar con los puntos enumerados, es de vital importancia un previo análisis del vínculo existente entre la religión como símbolo, la contemplación como anhelo a partir de la fe, y el silencio1 como disposición y la representación simbólica para la celebración de la presencia. Además, se hace necesario para esta reflexión analizar el «acontecer del Misterio Santo» ante el ser humano, seguido de la distinción entre la experiencia del sujeto religioso con relación al sujeto espiritual, para luego abordar el análisis de una aproximación filosófica y teológica del silencio como disposición y cerrar con el valor evocador del símbolo como vínculo entre la expresión estética y la presencia.
1. El acontecer del Misterio
El Misterio acontece para el ser humano como experiencia de quien, como iniciado, se vincula con una Realidad última que lo supera infinitamente. Pero entonces, ¿qué entendemos por misterio? Según Martín Velasco, con la palabra Misterio:
La fenomenología de la religión designa la realidad absolutamente anterior y superior al hombre -el prius y el supra al que se refiere toda religión- que cada religión configura con los medios de la propia tradición y cultura como Potencia innominada, Fuerza sobrehumana, lo Divino, los Dioses, Brahman o Dios, y que puede también hacerse presente bajo «figuras profanas» e incluso «brillar por su ausencia», hacerse presente en la falta de toda representación, el silencio voluntario, el vacío de toda imagen, que ocupa en algunos sistemas religiosos escrupulosamente respetuosos de la trascendencia el lugar de los Dioses, lo Divino o Dios. Esta realidad última que convenimos en designar con la categoría «Misterio» presenta en las diferentes religiones rasgos tan diferentes en número: Dioses-Dios; género: Dios-Diosa; figuras y representaciones: antropomórficas, teriomórficas, dendromórficas, como muestra la historia religiosa de la humanidad2.
Por lo tanto, podemos decir que estas representaciones surgidas del contacto con el Misterio se distinguen por tener dos rasgos principales: primero, la absoluta trascendencia del Misterio frente al hombre y todas las realidades de su mundo; segundo, el hecho de que a pesar de ser absolutamente trascendente sea, a la vez, una realidad inmanente en todo el constructo del mundo y el corazón mismo del ser humano.
El ser humano puede experimentar esa realidad trascendente- inmanente porque tiene una presencia originante que le permite conocer, sentir, desear e imaginar dicha realidad. De ahí que toda religión tenga su base en el primer dato de su experiencia, es decir, en dicha presencia originante que constituye a todo ser humano. Por eso mismo, como esa presencia es la raíz de toda realidad y no una presencia más entre las otras presencias del mundo, esta no puede ser captada como cuando se percibe un objeto cualquiera de la experiencia ordinaria.
Ahora, por ser la base objetivamente invisible de cualquier objeto, dicha presencia se percibe de múltiples maneras y puede ser descrita detalladamente. Por ejemplo, cuando alguien se pregunta: ¿dónde está Dios? Pero antes de responder al interrogante se da cuenta de que la pregunta se origina en una cuestión anterior: «Adán, ¿dónde estás? Elías, ¿dónde estás?»3. Es Dios, presencia originante, quien pregunta radicalmente por el ser humano. De aquí surge el deseo radical del sujeto hacia la divinidad, puesto que la persona se origina y se constituye como el resultado de esta; de aquí también que este sujeto sea para Dios. Así, si Dios no fuera el principio constitutivo, no podríamos ni siquiera imaginarlo o concebirlo. El deseo del ser humano por la presencia originante no es tan solo un deseo extrínseco a su espíritu, sino intrínseco de su ser-para-Dios.
Deseo de Dios en el que su término u objeto es al mismo tiempo origen. El resultado último de la doctrina del deseo natural de Dios sobre la comprensión del hombre es que este aparece como un ser paradójico y sublime que no puede llegar a su perfección última (…) más que por un don libre de sí mismo de quien suscita en él ese deseo, es decir, de su creador4.
Por eso, podemos decir que todo deseo del ser humano es una huella de la presencia constituyente y atrayente de Dios. De esto se deduce que la primera característica del ser humano como iniciado en el Misterio es su reconocimiento y vivencia personal «de» y «con» la presencia última que reseña cada religión. En estos términos, el místico religioso no se satisface con el conjunto de creencias, ritos, prácticas morales que imparte su religión cuando habla del Misterio. Por el contrario, hace su propia elaboración personal del contacto directo con el Misterio ya cristalizado por la institución religiosa a la cual pertenece. Claro está que dicha elaboración es gradual. Por eso mismo, el místico que está incorporado en una de las tradiciones religiosas puede aseverar: «Yo te conocía solo de oídas, mas ahora te han visto mis ojos» (Job, 42,5).
Por otro lado, cuando Rahner se refiere a este tema, señala la incomprensibilidad de dicho Misterio Santo, entendido como atributo de todos los atributos divinos, en el cual no se puede concebir la experiencia de Dios como «acto humano que tenga a Dios por objeto, sino como la experiencia de la vida toda a la luz de Dios con cuya presencia inobjetiva está el hombre agraciado»5. Pero entonces, ¿quién es Dios? No es un ser categorial, sino «el Misterio absoluto y permanente» que manifiesta su voluntad al «donarse al hombre en inmediata visión de sí mismo, como realización plena y acabada del hombre»6. Esta realización plena y acabada solo acontece cuando el ser humano agraciado es capaz de salir de su propio egoísmo.
Es la persona que, en la perdición de su culpa, se vuelca, todavía, confiante para el misterio de su existencia, que está silenciosamente presente, y se entrega como alguien que hasta en su culpa no quiere más entenderse de manera auto-suficiente y centrada en sí mismo7.
Ahora, la evocación del «Misterio como santo» busca la forma original del pensar en Dios. No se trata de partir desde la idea de Dios, sino desde una conciencia religiosa que es fruto de la experiencia de una presencia. En este orden de ideas, para que exista lo religioso no basta con que el Misterio aparezca en la vida de un ser humano. Lo que convierte a alguien en religioso no es el «sentimiento» de lo «totalmente otro» que pueda experimentar en determinadas circunstancias de su vida. A esta situación cada uno debe responder de una forma bien precisa. Según Juan Martín Velasco8, esta manera de responder está compuesta de dos rasgos: el reconocimiento del Misterio y la propia búsqueda de la Salvación en él. El primero responde al carácter trascendente de la realidad que esta actitud tiene como último término, a saber, el Misterio. El segundo se refiere a su condición de realidad, que interviene en la vida del ser humano afectándole de manera incondicional9.
En este sentido, dice Juan Martín Velasco10, el nombre religioso de Dios es una palabra para la invocación. El mismo Martín Velasco expresa que el Misterio santo se revela como la presencia en lo más íntimo del sujeto, de la más radical trascendencia. Dicha revelación provoca en el ser humano una «huella que deja la presencia de Dios». Entonces, hay aquí conocimiento religioso de Dios, toma de conciencia de una relación con lo divino y un don recibido que no es contenido sino presencia. Además, se reconoce que todo don es un compromiso; que la gratuidad es algo más allá de una entrega anónima donde no se espera nada; que toda gratuidad es ya una espera, pues todo don aguarda una respuesta, un recibimiento del don, y que acoger un don es acoger a quién lo entrega, es fomentar una relación o renovarla, es dejarse llevar atado a su presencia.
La disposición espiritual del ser humano y su apertura a lo Otro trascendente se entiende como un modo particular de asumir la existencia a partir de una intuición de lo divino. Esta disposición no solo alimenta la capacidad religiosa del sujeto sino que determina las decisiones concretas de su vida. La idea que tiene el ser humano religioso de realidades superiores y la experiencia religiosa que este interpreta y cultiva afectan la vida en todos sus órdenes y trascienden las expectativas básicas de la persona.
No se trata indistintamente al ser humano religioso y al ser humano espiritual. El Hommo religiosus descrito por la antropología religiosa11 abarca todas las disposiciones y prácticas religiosas sin considerar necesariamente la autenticidad y el sentido de las mismas; concibe al ser humano dotado de un sentido religioso y propiciador de las culturas religiosas. Si bien el hecho religioso es concebido como la dimensión histórica en que los seres humanos aprenden y elaboran un sentido de ultimidad de su existencia, la constatación del «hecho» puede correr el riesgo de ser más importante que la realidad trascendente de la que este quiere ser símbolo. En este contexto específico, el ser humano religioso es aquel que percibe a Dios en el movimiento histórico de la religión, sin que necesariamente haya tomado conciencia de su búsqueda espiritual, arriesgándose a ser conducido siempre por otros.
Por otra parte, el ser humano espiritual, que busca conscientemente desde su capacidad una conexión con el trascendente, descubre su origen, su sentido y su posibilidad de realización desde el Misterio. Tal como Agustín expresa: «Nos hiciste Señor para ti y nuestro corazón sigue inquieto hasta que repose en ti»12. El corazón inquieto en San Agustín es una imagen que expresa al hombre espiritual, de aquel que ha sido asaltado por un cuestionamiento trascendente sobre su vida. Imagen que lo lleva a preguntarse por el sentido de la existencia, y le permite pensar la posibilidad de una esperanza más allá de la sensación de caos e incredulidad que parece amenazarlo todo. El corazón espiritual siempre estará inquieto, pero no se queda en un eterno sinsabor, sino que la esperanza lo impulsa a discernir qué es lo que significa esa realidad nueva, qué le cabe esperar, qué debe hacer en el mundo y cuál es el origen de ese impulso. El ser humano espiritual, al no dejar pasar por alto dichas mociones, se siente movido a iniciar un camino que lo conduce paulatinamente al desbordamiento de sus límites subjetivos. Un sendero que lo lleva hacia un encuentro con la evocación de Dios en su vida y en la vida de otros. Pero el corazón seguirá inquieto dado que el discernimiento nunca termina. La sensación de infinitud absoluta anima a pensar que no está agotada la esperanza. Tanto el misterio de Dios como el misterio del ser humano permiten seguir creyendo en una dimensión trascendente que evoca el reclamo de una afinidad entre lo divino y lo humano, hasta que la sola Vida sea el sentido mismo de lo sagrado.
El ser humano religioso puede escindir su fe de su relación con los demás, pero no así el ser humano espiritual porque este, ante la inconmensurabilidad divina, atiende a un llamado, a una huella de la divinidad en el mundo, a un deseo del bien sobre los otros que es confirmado por el mandato del amor, presente de diversos modos en las grandes tradiciones religiosas conocidas. Esta espiritualidad comunica la experiencia de fe y la identidad religiosa con los ámbitos más cotidianos y determinantes de la vida misma. Es la práctica lo que da horizonte al sujeto religioso y lo confirma como sujeto espiritual, en tanto que su experiencia religiosa atraviesa y permea todos los ámbitos de su vida, a tal punto que su obrar es el testimonio de su fe. La vida espiritual constituye un itinerario largo y un cultivo continuo. Es un recorrido que conduce a una disposición esencial para aprender a discernir las mismas mociones espirituales que permitirán elegir aquello que más conduce a la vida. La persona espiritual encuentra un vínculo indisoluble entre la espiritualidad y la ética, de tal manera que la primera no culmina en una armonía intimista sino que la transforma y lanza hacia una entrega mayor. De este modo, el deseo humano de Dios y de encontrar sentido y esperanza a la propia vida en la contemplación, en el silencio y en el servicio constituye una sola realidad que da razón por sí misma, porque la fe que se profesa opera la transformación humana y sus relaciones.
Quien se ha formado en un entorno religioso, sustentando así su propia capacidad de amar a Dios y posibilitando una comprensión razonable de su fe, se encuentra ante una gran incógnita cuando busca conocer quién es Dios en su vida y cómo debe responder ante las mociones que le asaltan internamente; es un encuentro con el Dios desconocido, con aquel que está más allá de todas nuestras tradiciones religiosas y de todas las verdades de fe; es un misterio que causa extrañeza, asombro y hasta repulsión en un corazón que puede estar inquieto, insatisfecho y confundido. La divinidad trascendente, si bien escapa a toda posibilidad conceptual, está referida al ser humano e implica, dentro de esta trascendencia, sus sentimientos y sus deseos en relación con el mundo de lo sagrado. El Misterio, que hace ruptura con el nivel ontológico de la realidad trascendiendo los presupuestos y conocimientos religiosos, devela lo más real de Dios al manifestarse en la intimidad y realidad relacional del ser humano. La revelación, más que consistir en un conocimiento acerca de Dios, trata sobre un conocimiento de la divinidad acerca del ser humano. En perspectiva cristiana, el misterio del Verbo encarnado es necesariamente una revelación divina acerca de lo humano; y el seguimiento de Jesús, el Cristo, como lo manifiesta la literatura del Nuevo Testamento13, va orientado hacia ese propósito transformador de la humanidad y no, como se piensa a veces, hacia un develamiento de orden ontológico acerca de Dios.
2. La contemplación y celebración de la presencia
La contemplación pasa necesariamente por un proceso que emerge desde la experiencia cotidiana del ser humano y la conciencia en ella sobre el «toque de la Divinidad». Esto es lo que se designa como experiencia teologal. Dicha experiencia adquiere una connotación teológica cuando la reflexión sobre ella hace posible la comprensión del sentido de la realidad, leída desde la presencia del Misterio. Para que se puedan dar estas dos fases de la experiencia espiritual, se requiere una aproximación a la realidad del silencio.
2.1 Silencio-contemplación
Una experiencia de Dios puede ser tan significativa que resuena constantemente en el corazón. En tal caso, para no perder detalle de la oportunidad contemplativa, «hay que silenciarse, dejar que la luz del Misterio se haga presente, y que invada hasta la médula sin ponerle obstáculos y resuene su voz, su música callada»14. Este silenciamiento requiere varios momentos a través de los cuales se logra pacificar la palabra y el cuerpo. Mediante estas etapas se logra tomar conciencia de la corporeidad como disposición primera que da paso al silencio mental y dispone el regalo del silencio místico.
El acceso a esta realidad desbordante de vida implica encaminarse por el sendero del silencio, estar dispuesto a escuchar y buscar permanentemente el encuentro con Dios en cada paso de la senda emprendida. Con Boada es posible afirmar:
El desierto es el lugar de la soledad, del encuentro con el Señor en la intimidad de un corazón que ama y espera, aprovechando la certeza de que Dios padre está junto a nosotros y nos ama; y también la «evidencia» de su bondad y su ternura15.
El mismo Boada sugiere que para entrar en esta dinámica hay que dejarse llevar por lo que sugiere el Espíritu, con sencillez y transparencia, deseando fervientemente el encuentro, «sin miedo de ninguna clase, ni reservas»16, porque la contemplación no parte desde la necesidad de la persona, sino en la experiencia del amor de Dios en la vida.
La experiencia del silencio místico puede ser asumida de diversas maneras. Una de ellas, similar a un secreto, se conserva en un silencio hermético que implica tan solo a los interlocutores, pero por su misma paradójica e implícita energía genera la petición de ser develada como otra posibilidad. Y es que la experiencia mística no funge ser un secreto, se mantiene callada porque no es un lenguaje comprensible para todos; además, es música silente, mas no ruido, y por ser música y voz no puede permanecer oculta. De ello da razón la poetisa española Chantal Maillard cuando dice: «La voz callada no es algo que, pudiéndose decir, se guarda en secreto, la voz callada no tiene contenido alguno, es voz: sonido primordial»17. Solo quien antes ha sido capaz de silenciar la palabra, el cuerpo y la mente logra escuchar esta «voz callada», percibiendo así el don de la contemplación.
Este encuentro cara a cara18, como degustación del Misterio, genera e irradia vida trascendente e incontenible que fluye de esta fuente. No es posible contenerla, mueve a compartirla. Esta es la experiencia del pueblo israelita, como se narra en el Antiguo Testamento. En este texto encontramos múltiples referencias en las que Yahvé conduce al pueblo elegido a un lugar desértico, alejado del bullicio y las distracciones, para hablarle: «He aquí que yo la atraeré y la llevaré al desierto, y hablaré a su corazón al libah»19. Dios procede a comunicarse directamente con el corazón del pueblo y lo hace en la soledad del desierto para que pueda oírle mejor. Callan sus cuerpos deteniéndose en la soledad, se tornan silentes, dispuestos a escuchar, y su mente callada se dispone. ¡Qué vital experiencia para quien se aventura en la fascinación por escuchar a Dios que ya habita en su corazón como en un templo! Ha de buscar consciente y permanentemente la quietud y descansar un poco, para comenzar a escuchar y a discernir20.
La experiencia del pueblo elegido, que caminó e interpretó los signos de los tiempos y los designios de la voluntad divina en su historia, respondió a un proceso de discernimiento. Así fue la experiencia de Juan el Bautista quien habitó el desierto (ἐv τῇ ἐρήμῳ)21, preparando su espíritu y su misión en aquel lugar, antes de manifestarse a Israel como el precursor del Mesías22. Él preparó en el desierto el camino del Señor.
En el Nuevo Testamento se lee cómo Jesús se aparta a lugares desiertos o al monte para entrar en diálogo íntimo con el Padre y comunión con él en su corazón. El evangelista Lucas nos refiere la ocasión en la que Jesús se «fue al monte a orar, y pasó la noche orando a Dios».23 También Jesús les dice a sus apóstoles: «Venid vosotros aparte, a un lugar desierto (ἔρημον τόπον) y descansad un poco…Y se fueron solos en una barca a un lugar desierto» (ἔρημον τόπον)24.
Lo acontecido a los discípulos de Emaús25 es también una experiencia del encuentro, es toparse de frente con el amor. Sentían que les ardía el corazón, que la alegría inundaba su alma, sobraban las palabras y el silencio consentía. Sabían que estaban delante de la presencia de su Maestro, pero no se atrevían a confirmar; le reconocieron en el gesto de partir el pan, gesto de comunión signado por el silencio. De este y otros pasajes se puede deducir que en la tradición bíblica la práctica del silencio es una constante que suele ocurrir en lugares apartados, propiciando la experiencia de la escucha y la contemplación.
La constante percibida en este análisis es que Dios como acto primero se encamina, se manifiesta y se revela. Es Él quien toma la iniciativa, antes de la voluntad del sujeto que lo busca. Así lo refiere la constitución dogmática Dei Verbum sobre la Divina revelación:
Dios dispuso en su sabiduría revelarse a sí mismo y dar a conocer el misterio de su voluntad, mediante el cual los hombres, por medio de Cristo, Verbo encarnado, tienen acceso al Padre en el Espíritu Santo y se hacen consortes de la naturaleza divina26.
Lo inabarcable del Misterio en la experiencia mística, que es también una experiencia de comunión, está lejos de permitir una explicación objetivada. En la experiencia mística se está en una relación de unidad que va más allá de todo movimiento, de todo conocimiento intelectual y que supera diferencias y distancias. Esta es la experiencia de inhabitación, que a su vez es cohabitación de la presencia frente a la cual no hay nada más que decir, solo contemplar27. Para esto, el silencio es el requisito indispensable, pues allí no «puede procederse a establecer relaciones, porque se está en la unidad absoluta»28.
El silencio es desde un principio necesidad y requisito para la contemplación, puesto que en ella «el silencio es el ruido más fuerte, quizás el más fuerte de los ruidos»29. Un dicho anónimo de los nativos Apaches norteamericanos proclama: «Que un hombre esté silencioso no significa que no diga nada»30. Entonces, es mejor «callar ante lo que la razón ya no puede explicar»31, y esto hace quien contempla.
3. El silencio como disposición
Para gran parte de la sociedad actual «la vida se desenvuelve con el ruido y para el ruido»32. En este sentido, las circunstancias actuales han llevado al ser humano a buscar y preferir espacios y compañías ruidosas para evitar el miedo a la soledad y al aislamiento. El ruido es como la locura: ambos generan seguridad ante la incapacidad de conocer el propio reflejo33. Distanciarse de esta masificadora forma de vida que acosa inevitablemente a todo ser humano es casi toda una proeza. Más aún cuando el silencio no comprendido y visto desde abajo se denota como la imposibilidad de comunicarse, lo que causa un gran terror. Es preferible el ruido de las redes sociales aunque se esté aislado, aunque se esté solo.
Es intencional que se haga mención del ruido para tratar de aproximarnos al silencio mayor, al silencio espiritual, porque se tiende a definir el silencio como ausencia, neutralidad, miedo, y casi nunca como disposición, apertura, intuición, discernimiento. Tal percepción del silencio es demasiado banal, además, manifiesta de qué manera tiende a desaparecer el silencio mientras que aumentan las habladurías. Pero como disposición, Heidegger34 ve que en el silencio se funda la palabra que otorga la profundidad, donde las palabras pasan a ser algo más que meras indicaciones; no se trata de una cesación o exclusión, sino de una suspensión que no es pausa, una manifestación de un estar sostenido. Es la palabra que está colgada del silencio, el silencio visto desde arriba, «el éxtasis, el delirio, lo inexpresable»35. Pero ¿cuál es la condición previa de esta suspensión? La respuesta se encuentra en que el silencio pende de la escucha. Es aquí donde el silencio acontece como disposición, mostrando que no todo silencio es disposición, sino solo el silencio que intuye y aguarda, es decir, un silencio con significado.
El silencio místico es la disposición humana ante el misterio de la divinidad que lo cuestiona y envuelve. No basta con una actitud de silencio como forma del respeto, se trata de un verdadero estar colgado de lo indeterminado, de tener conciencia del Misterio y contemplarlo secundariamente a partir de su infinitud. Esta es una intuición de Dios que trasciende los márgenes de lo religiosamente conocido para abrirse a un conocimiento mayor. La lucidez del silencio expresa que la disposición contiene una motivación teológica previa. Motivación por la que el silencio ante lo sagrado ha dejado de ser formalidad para llegar a convertirse en conocimiento de la divinidad, de tal manera que el silencio místico, aquí referido, es silencio teológico porque existe una teología previa que dispone a esta escucha.
Esto sucede en la composición de toda la literatura bíblica, pues será el silencio el lugar privilegiado de la revelación. A tal punto que «el silencio constituye el paisaje de la biblia»36 y su palabra no es indicación sino propuesta e indicio. Así, se refiere que desde Ignacio de Antioquía la revelación cristiana no se da como el descubrimiento de un enigma. Por el contrario, surge como acontecimiento que profundiza el misterio de Dios en el misterio del ser humano: «una palabra pronunció el Padre, y fue su Hijo; esa palabra habla siempre en el eterno silencio y en el silencio tiene que ser escuchada por el alma»37.
Para Juan Martín Velasco38 el hecho religioso es comprendido como relación vivida en el encuentro personal, a causa de la inobjetividad conceptual de lo sagrado y su posterior interpretación personal. Esta inobjetividad expresa la actitud humana ante la superioridad del Misterio; el sujeto entra en un estado de conmoción y reconoce un cierto pavor existencial que lo lanza a la dependencia de lo absoluto. En esa superioridad desconocida se siente interpelado y tiende a dar una respuesta positiva con otros. De esta manera se establece la forma especial en que el Misterio provoca una transformación para una disposición hacia el encuentro personal. Comunión dotada de intimidad y reciprocidad con lo Infinito que se despliega en una repuesta relacional.
La experiencia de fe del ser humano espiritual requiere una actitud fundamental, propia de la experiencia mística, que le permita la contemplación de los vestigios y rastros divinos, más allá, desde luego, de las formulaciones teológicas, las cuales pueden permanecer en el tiempo, ajenas a la experiencia del creyente. Dicha actitud, tanto de la contemplación filosófica como de la contemplación mística, es el silencio39, porque el ser humano espiritual se encuentra en un estado de desconocimiento sobre aquella presencia envolvente que no puede ser contemplada. Aquella presencia que solo puede descubrirse a condición de esa actitud, de una disposición abierta y atenta que lanza hacia lo desconocido.
Se trata de emprender un camino semejante al del filósofo que aspira a la contemplación de lo en sí. En este caso el sujeto, a través del silencio humilde ante el Misterio de Dios y ante los misterios de la fe, va más allá de los límites del discurso religioso para contemplar «lo en sí» del acontecimiento revelador divino en la experiencia propia de la fe. Quien experimenta el silencio espiritual manifiesta la radical alteridad de Dios. La presencia divina no es una constatación, sino que en todo se hay un prae; su énfasis no está en el desocultamiento, sino en la expectación de una intuición previa acerca de Dios. Es aquí donde estallan todos los límites conceptuales y se contempla al totalmente Otro en la imposibilidad más grotesca de lo humano40. De este modo la afonía del Mysterium pone en suspenso las capacidades humanas para dar lugar a una apertura silente por la cual se percibe lo infinito. El ser humano se contempla entonces trascendiendo su sentido de sí y su mundo, «Dios es el silencio del universo, y el ser humano el grito que da sentido a ese silencio»41.
La afirmación de Saramago llevada más a profundidad señala que no es solo el ser humano quien grita para dar sentido al silencio de Dios. No hay silencio cuando todas las cosas de la creación hablan de la divinidad, en tanto provienen del mismo Creador. Habla la brisa; habla el bosque; los árboles y el trinar de los pájaros cantan su belleza; los riachuelos y las cascadas acarician los valles y la tierra con la voz de su presencia; hablan también los ojos de los enamorados cuando se miran fijamente; aún el silente desierto escucha, contempla y calla. Es el lugar del silencio, donde este también es sonoro. De ello nos dan razón/testimonio los hombres y mujeres de Dios, pues ellos encontraron paradójicamente en la resequedad del desierto la fuente viva de la vida, el sentido de su misión y el de su historia. No fue en el terremoto, ni en la tempestad, ni en el estruendoso ruido; fue tan solo en la soledad y el silencio del corazón donde el profeta Elías, a través de una suave brisa,42 presenció el momento del encuentro.
La soledad y el silencio aparecen como circunstancias determinantes brindadas por Dios para el ser humano espiritual que busca el Misterio. Son espacios necesarios para librarse de distracciones y atajos que perturban la posibilidad de escuchar y recibir instrucciones; son espacios para deducir y asumir el encargo, como también para emprender la misión. Algunos casos narrados por la Biblia y que ilustran esta perspectiva son: el caso de Jacob, que en medio de un sueño asumido como hierofanía contempla la presencia de Dios, quien le anunció: «Yo soy el Dios de tus padres y la tierra en la que estás acostado te la daré a ti y a tu descendencia»43; o cuando Moisés subió al monte Sinaí al encuentro con Dios para convertirse en emisario de sus mandatos y hacer de Israel una nación santa44; así también ocurrió con la vocación del profeta Samuel, que al escuchar insistentemente el llamado de Dios se dispuso para escuchar y servir45, respondiendo: «habla, Señor que Tu siervo escucha»46.
Además de estas circunstancias, el lugar donde acontece esta experiencia es el lugar que el Espíritu sugiere. Tan solo cuando estén apaciguadas las palabras de la mente, los pies descalzos, libre de atavíos, el corazón y la voluntad dispuestos para la escucha, en cómoda espera y estado vigilante como las vírgenes prudentes, entrecerrados los ojos con la actitud serena de quien espera el encuentro, con la confianza de que Él llegará, tan solo así los tenues susurros de sus pasos y la voz del amado se comienzan a escuchar. Su mirada encantadora se topa de repente con la de quien busca, saltan las entrañas, goza el corazón, el alma se inunda de su presencia. Entonces, todo es vida, todo es luz; no hay palabras, solo miradas. Es aquí donde una nueva transfiguración sucede.
Saber escuchar implica atención y respuesta comunicativa, diálogo constructivo y horizontes de sentido. No saber hacerlo determina escuchas infructuosas, además de relaciones sordas, frías, vacías y carentes de sentido. Es de mentes sensibles y decididas optar por la comunión y desechar la subjetividad egoísta y el encierro egocéntrico que ofrece la tecnología actual. Es también hoy una necesidad el espacio para el silencio, por la intrínseca necesidad de introspección propia de la naturaleza humana. La propuesta consumista actual le ofrece al ser humano atrayentes ofertas de escape y de ruido, como también tentadoras posibilidades de silencio y trascendencia. En medio de tantas ofertas, las que no brindan posibilidades de contemplación, de encuentro enriquecedor, de crecimiento, o de reconciliación pueden resultar silencios aparentes.
Escuchar necesita silencio, como la presencia profunda necesita soledad. Implica silenciar los muchos afectos alborotados que nos habitan; renunciar a los prejuicios que nos impiden acercarnos al otro tal y como es; dejarnos interpelar por la realidad siempre transida de presencia divina; no reducir a Dios al estrecho y mezquino mundo de nuestras imágenes de Él o nuestros esquemas moralistas tan secos y faltos de misericordia.
¿De qué manera sintetizar esa entrada en un silencio elocuente y una soledad de relaciones que busca el rostro de Dios? La respuesta parece sugerirla San Juan de la Cruz47 en el Cántico Espiritual, donde presenta la imagen de la esposa en actitud de silencio expectante y despojo de todas las formas de belleza, mientras se dispone a acoger y alumbrarse con la belleza del amado. Su atenta espera se ve recompensada por el fulgor del amado quien al dirigirle su mirada la irradia, inundándola de luz.
4. La representación simbólica como expresión necesaria, fruto de la experiencia del ser humano en relación con el Misterio
4.1 Expresión-comunicación
El silencio, producto de la soledad, abre en el sujeto la posibilidad de la contemplación. Según Mario Peresson48, es posible hablar de cuatro niveles de experiencias: una «experiencia teologal», como primer acontecer ante la presencia del Misterio, que con reflexión a profundidad facilita una «experiencia teológica», la cual a su vez genera ante la presencia una «experiencia celebrativa» y esta última, como efecto gozoso de la celebración, implica una «experiencia participativa», cuyos efectos no escapan a la posibilidad de expresión y comunicación.
Pero, ¿cómo expresar lo experimentado cuando las palabras se quedan cortas para lo indecible, para lo inexpresable, para lo real pero indemostrable? Entonces, silencio y contemplación son también esenciales para escribir, diseñar, pintar, esculpir, componer y cantar, para hacer poesía, para la expresión corporal, en fin, para expresar la gran riqueza de lo contemplado, que es un grito elocuente clamado desde el desierto y que exige ser exteriorizado, manifiesto y compartido. El mismo silencio contemplativo ha de ser el que dé paso a la analogía, a la metáfora, al signo y al símbolo para que desempeñen la función hermenéutica de una expresión y comunicación con sentido.
En la actualidad, los espacios para la contemplación desde el silencio no son muy comunes, y los que pretenden germinar o mantenerse con cierta fuerza desde propuestas sensatas, son opacados por estructuras con intereses sociales o económicos que justifican la ley imperante del mercado. Esta es una intención generalizada del
sistema actual, que pretende homogeneizar y globalizar la forma de pensar y de actuar. Por eso el silencio nunca interesó al sistema. Al respecto, Jorge Varas dice: «asistimos a una época en la que se teme al silencio como a la soledad y al vacío»49.
A pesar de esta difusa e indiferente actitud frente a la fructuosa introspección, los poseedores de un espíritu contemplativo, y que se preocupan por cultivarlo, hacen la diferencia, como el oasis en el desierto. Este mismo espíritu, que los impulsa, los lleva a ser creativos e incluso artistas, y «no les queda más remedio que intentar conquistar y proponer ese espacio desde el que hasta ahora se han gestado grandes obras en la historia, tan importante también para su contemplación»50.
El lenguaje de quien ha experimentado el encuentro como iniciado51, puede parecer un tanto extraño para quienes entran en relación con su contexto. Pareciera que el místico manejara categorías de lenguaje demasiado ajenas para la comprensión de la realidad. Por su parte, quienes hacen el esfuerzo por comprenderlo, requieren entrar en sintonía con este expresivo lenguaje que supera las barreras de la lógica y adorna con poesía su experiencia. Una poesía cargada con intrínseco y profundo contenido simbólico.
4.2 Símbolo-presencia
Se recurre pues al símbolo (σύμβολον)52 para poner de manifiesto una experiencia. Somos seres simbólicos: los gestos, los rituales, las interacciones; el lenguaje mismo es símbolo, ya que es la manera de concretar y materializar una idea. Santiago Guerra afirma que «como todo auténtico conocimiento, el del símbolo solo puede producirse por «contacto»; y solo el conocimiento por contacto cambia al hombre»53.
El contacto hace que la experiencia del iniciado se convierta en una experticia capacitadora para ver la realidad con otra óptica; así mismo, la belleza del Misterio, una vez ha sido degustada en la inhabitación y cohabitación, le hace distinguir su primordial belleza en todo lo demás por efecto de proyección. Así, ante los ojos del místico lo Trascendente se transparenta en la cotidianidad, que es símbolo de su presencia. Su mirada cambia, porque la mirada de Dios cala dentro de ella con la capacidad de transfigurarla. Se vuelve experto en la contemplación de Dios a partir de lo sencillo y lo cotidiano. Esta es la experiencia paralela a la del Maestro de Nazaret:
Cuando ve en las flores, en el aceite, en la luz, en el grano de trigo… en todo, un motivo para la «parábola» del reino de Dios, no está viendo más de lo que hay ni usando una simple alegoría ilustradora, sino que está viendo lo que existe en el contexto amplio del símbolo, para el que nada es simplemente profano. Y está invitando, e invita expresamente al final de sus «parábolas» o «símbolos» a tener ojos para ver y oídos para oír.54
Como afirma Gil Tovar55, los contenidos sugestivos de la experiencia vivida ahora han de ser traducidos en formas originales. Juega un papel importante la imaginación y la creatividad que llevarán posiblemente a la poesía, a la plástica o a cualquier otra forma de expresión con la cual pueda comunicar las significaciones de su más o menos profunda y fascinada captación sobre el Misterio. La responsabilidad del místico, que ahora funge de artista, radica en adecuar la forma a su contenido, conforme a la capacidad expresiva e impresa de la obra artística y su elocuencia polisémica.
Al respecto Santiago Guerra aduce que «todo hombre es, a través de su facultad imaginal, es decir, simbólica, mediadora y uniente, un poeta y un artista para sí mismo y para el enriquecimiento de su vida»56. Premisa válida también para toda obra que se produzca nacida de la experiencia mística. Esta será capaz de producir en quien entre en contacto con ella emociones tan multiformes y tan diversas como tan llenas de contenido. De este modo la misión del artista, dice Schumann, será la de «Iluminar las profundidades del corazón humano»57. La fuerza de tal esplendor radicará en la forma original con la que se quiso expresar, pues esta encierra toda una vida llena de sufrimientos o de incertezas, como también de gozo, de aciertos y de luz. De esta forma, la fuerza de la imagen será puente, hierofanía y lugar del encuentro que conecta con el Centro que representa lo representado. La obra, no será un ente que ocupa un espacio, sino uno que genera un espacio tanto para el diálogo y el encuentro como para la interacción.
En este orden de ideas y precisando contextos, para el ser humano espiritual, el lienzo o la materia prima para su obra es la vida misma. En la medida en que la va interpretando, la va juzgando y la va transformando desde las mociones del Espíritu. La realidad vivida se dimensiona como su obra maestra, se convierte en elemento sacramental de encuentro y contacto con Dios. Esta comunión aparece en el contacto con la tierra, con el hermano, con el pobre y necesitado, con todas las criaturas, y en la posibilidad de descubrir en cada detalle de la creación el pincel y la mano del artista, de aquel que pinta, que crea, recrea y hasta danza en la historia. Necesitamos como sugiere el Principito, «ver lo esencial, porque esto, es invisible a los ojos, solo es posible ver con los ojos del corazón»58. Esto no indica que pretendamos vivir en un estado idílico de interpretaciones ilusorias, más bien implica, por no colocarnos en la otra orilla, que estamos asistiendo a la amputación globalizada y globalizante de nuestra capacidad perceptiva, una especie de parálisis mental que impide ver, oír y actuar.
4.3 La obra de arte, presencia de expresión y comunicación
Gadamer dirá, refiriéndose al arte como símbolo, que «la obra artística no es un mero portador de sentido y no solo remite a algo, sino que en ella está propiamente aquello a lo que remite»59, es decir, que es presencia. Por medio de lo simbólico no solo se llega al significado, sino que también se evoca su presencia. En este sentido, luego de producir una obra de arte, al separarla del artista esta se convierte en un sujeto independiente, con vida propia. Las sinergias que se establecen entre espectador y obra dan lugar a espacios para el diálogo, la interacción y quizás a la contemplación; inclusive, para la posibilidad de vivir el mismo fervor y la misma experiencia del artista. Asimismo, se genera a la vez la oportunidad de crear nuevas experiencias, porque la misma obra así lo suscita60. Así pues, «La expresión artística está indisolublemente unida al acto de vivir. Es decir: «se plasma» lo que se ha vivido o se está viviendo»61. De este modo, la obra, como producto que se quiere comunicar, tiene vida e indefectiblemente genera vida. En esta perspectiva su desempeño no solo se comporta como una diaconía sino que también es koinonía62. Es decir: que la obra derivada de la contemplación no solo cumple la función y servicio de transmitir un mensaje, cargado de fuerza vital, sino que también transforma la vida de quienes entran en sintonía con dicha comunicación, esta es la comunión o Koinonía.
La obra pide ser interpretada y que su voz se actualice y siga acaeciendo. Como sujeto sugiere que sus elementos sean puestos al servicio del bien y la verdad para el crecimiento personal del espectador y de la comunidad a la que pertenece. De este modo despertará el sentido de lo trascendente para reconocer la manifestación gratuita de Dios63
Por otra parte, Salamanca agrega que cuando una obra manifiesta realidades trascendentes y permite el encuentro con el totalmente Otro a partir de realidades metafísicas de la obra, entonces, se establece una relación personal con Dios y la obra se transforma en ámbito de Teofanía, lugar del encuentro y de integridad perfecta64. La razón es que Dios se vale de la experiencia contemplativa del místico para comunicar su mensaje y el místico la traduce en un lenguaje más cercano y asequible a su auditorio. Con este fin hace recurso de lo simbólico y en ocasiones de lo artístico. Es a través de esta mediación que el espectador puede contemplar el mensaje y posibilitar, potencialmente, el encuentro con el emisor original del mismo.
Entonces, es preciso habitar la obra «siendo». En ella el sujeto podrá disponer todas sus facultades con una actitud medianamente activa, reflexiva y dialogante, de tal manera que se deje también habitar por la obra. Consecuentemente, obra y sujeto se modelan mutuamente65.
Asimismo, la labor del místico-artista permite trazar un puente entre la experiencia mística vivida y la realidad humana, en tanto que él es mediador de la experiencia contemplativa a través del lenguaje simbólico del arte. Igualmente, se posibilitan nuevos horizontes de sentido y nuevas experiencias de interpretación y cohabitación con la obra. De aquí que la realidad sacramental pueda experimentar la inhabitación divina a través de la obra artística del místico.
Gadamer compara esta realidad con la conmemoración cristiana de las palabras de Jesús: «Este es mi cuerpo y esta mi sangre»66. Afirma que dicho pasaje no solamente quiere decir que el pan y el vino «signifiquen», sino que realmente son el cuerpo y la sangre de Cristo, y agrega que algo similar ha de ocurrir a la hora de pensar la obra de arte, pues «en ella está propiamente a lo que se remite»67. Por este motivo no hay que buscar el sentido de la obra de arte en otra parte. La obra es susceptible de ser hallada y conocida en su «calidad» únicamente por su «unicidad» e «insustituibilidad». Son estas cualidades que le hacen «estar» y existir «ahí» «erguida» de una vez por todas68. En este sentido confirma su argumento con Heidegger, al explicar que la obra de arte obliga a reconocer que «en ella no hay ni un lugar en que esta no nos vea. Y por este motivo nos vemos implicados a cambiar de vida»69. Añade también que cada experiencia artística, con la cual se encuentra el ser humano, puede generar en el espectador grandes impactos. Tan contundentes, incluso, como una auténtica conversión.
Conclusión
El Misterio entendido como lo divino, como fundamento de todo, como realidad trascendente e inmanente a la vez, como realidad primera que se revela, que se manifiesta, que se hace degustar, acontece para el ser humano. Este, como iniciado en medio de su estupor o temor, se vincula progresivamente con la Realidad última que lo supera infinitamente para su posterior reconocimiento y fascinación. El ofrecimiento por parte del Misterio a lo humano viene acompañado de una invitación a emprender un camino dinámico de transformación. En un primer momento, la necesidad del silencio y la contemplación, para su acogida, implica un movimiento interior del ser humano que lo compromete a estar en atenta escucha de un Misterio manifiesto en el mundo circundante; en segundo lugar, la expresión a través de lo simbólico de esta experiencia espiritual conduce al individuo, por antonomasia, a volcarse hacia el mundo exterior, buscando compartir nuevos horizontes de sentido que enriquecen el mundo de la vida humana. En este orden de ideas, no se puede considerar un auténtico encuentro del ser humano con el Misterio sin esa fuerza transformadora que implica el silencio, la contemplación, la representación simbólica y la obra de arte.
Bajo una mirada superficial puede catalogarse lo referente al Misterio y a las fuerzas dinámicas de lo humano que lo acompañan como realidades teórico-abstractas. Estas realidades están lejos de ser herramientas activas que incidan en la realidad inmanente de la condición humana. La reflexión sobre el Misterio en el mundo contemporáneo70 ha sido subestimada y desplazada por fórmulas que pretenden ser exactas al momento de solucionar las búsquedas más profundas de las personas. El silencio y la contemplación quedan reemplazados por efectos sonoros y visuales. El símbolo y el arte buscan ser explicados de manera cortante a través de lenguajes inmediatos, evitando horizontes de sentido que eleven el espíritu de lo humano. En efecto, lo que aparentemente es catalogado como una temática que ha caducado por su pasividad, puede convertirse en una alternativa al encerrar en sí misma la actividad más viva de los seres humanos: el acontecer del Misterio en la vida misma.
El imperativo del silencio y la contemplación en el itinerario espiritual de acoger el Misterio nos permitirá hacer resistencia al ruido que a veces generan las múltiples voces del mundo objetualizado. La distorsión que genera este bullicio ha hecho de lo espiritual una experiencia de masas que no da lugar al recogimiento que, haciéndonos humanos en el Misterio, nos impulsa a un compromiso con el mundo de la vida. Asimismo, la aparición de la necesidad del lenguaje simbólico en esta experiencia significa que resistimos a través del silencio y la contemplación al lenguaje contemporáneo, que busca instrumentalizar todo a su alrededor. Hemos acogido, en último término, al Misterio que hace de nuestra propia vida una obra de arte capaz de hacer de ella un lugar privilegiado de encuentro con Dios. Que la transforma en un signo visible, para todos los hombres y mujeres, de un Misterio que sigue aconteciendo en lo cotidiano de nuestra realidad humana.