Introducción
Durante buena parte de los últimos 500 años, católicos y protestantes han vivido ajenos unos de otros, cuando no llenos de mutua hostilidad. A las guerras de religión que ensangrentaron Europa durante buena parte de los siglos XVI y XVII suceden una mutua ignorancia y una perseverante intolerancia, que el movimiento ilustrado denunció sin mucho éxito. La situación de recelo, desconfianza y desconocimiento continuó durante el siglo XIX y el comienzo del siglo XX.
En la segunda mitad del siglo XX, y en particular a partir del Concilio Vaticano II, esta situación tiende a mejorar sustancialmente. En ambos campos se da una mirada más comprensiva respecto del grupo antes opuesto, y se comienzan a considerar los aspectos positivos del «otro», facilitando así el desarrollo de las conversaciones ecuménicas que las iglesias protestantes habían iniciado a comienzos del siglo XX.
Este artículo pretende explicar la tesis del pensador latinoamericano contemporáneo Alberto Methol Ferré, que considera que en el Concilio Vaticano II la Iglesia Católica asumió los aciertos de la Reforma Protestante, modificando así sustancialmente la relación entre las iglesias cristianas1 y contribuyendo a iniciar un camino de fecundo diálogo.
Alberto Methol Ferré es un pensador latinoamericano nacido en Montevideo en 1929, y fallecido en la misma ciudad en 2009. Formado en el laicismo propio del Uruguay de la primera mitad del siglo XX, adhiere a la Iglesia Católica en 1949, después de una ardua búsqueda espiritual. Desde entonces, las cuestiones vinculadas al catolicismo ocupan un lugar preferente en sus intereses intelectuales, junto con su preocupación por América Latina, su historia y su futuro. Ambos intereses confluyen en su pensamiento, que gusta de las grandes síntesis y que, por ello, es imposible de encasillar en una disciplina determinada.
Entre 1972 y 1982, trabaja en el CELAM, donde ejerce varios cargos que le permiten conocer a fondo la realidad de América Latina y escribir algunas de sus contribuciones más relevantes. Muestras de su compromiso con el futuro de la Iglesia y de América Latina son la revista Víspera, de fines de los 70, en la que escriben connotados intelectuales latinoamericanos, algunos de los cuales integrarán la corriente de la teología de la liberación (Gustavo Gutiérrez, Enrique Dussel), o la teología de la cultura (Lucio Gera y el propio Methol Ferré), y la revista Nexo, que se publica desde 1983 hasta 1989, y en la que colaboran, entre otros, los chilenos Pedro Morandé, Joaquín Alliende, y el uruguayo Guzmán Carriquiry. Entre sus publicaciones se destacan los libros El Uruguay como problema, La Iglesia en la historia de América Latina, La América latina del siglo XXI2 (reportaje realizado por Alver Metalli) y Los Estados continentales y el Mercosur. Y entre sus múltiples artículos: «Iglesia y sociedad opulenta. Una crítica a Suenens desde América Latina»; «El marco histórico de la religiosidad popular»; «Wojtyla en la comprensión de nuestro tiempo»; «En la modernidad; Iglesia y cultura»; «La ruptura de la Cristiandad indiana».
El desarrollo del artículo será el siguiente: en primer lugar, se expondrá la tesis de Methol Ferré sobre el Concilio Vaticano II como «superador» de la Reforma Protestante; luego seguirá el análisis de dicha tesis, considerando en primer lugar la concepción eclesiológica, y luego el estatuto del laico y el valor de la vida corriente.
1. Tesis de Methol Ferré sobre Concilio Vaticano y Reforma Protestante
El Vaticano II fue especial objeto de la reflexión del pensador uruguayo. Iglesia y mundo son -afirma- los dos polos del concilio, polos que se encuentran en «tensión dialéctica» pero, a la vez, «uno no es sin el otro».
Recordando los inicios del concilio, Methol explica que los cardenales Suenens y Montini propusieron organizar las discusiones en función a una dinámica ad intra-ad extra.
Una reflexión que fuera una respiración entre la Iglesia desde dentro -ad intra- y la Iglesia hacia el mundo, -ad extra-. Eso es lo que genera la estructura básica del Concilio que hace que sus dos pilares, el ad intra sea la Lumen Gentium y el ad extra sea la Gaudium et spes. Y todo el conjunto de declaraciones y de resoluciones que tiene el Concilio se ordenan en función a estos dos puntos que le dan un orden y una lógica a todo el Concilio3.
A partir de esta afirmación, la reflexión de Methol va a dirigirse a cada uno de los polos que, a su vez, vinculará con los que son para él los grandes retos del mundo moderno que la Iglesia debe enfrentar. Así, explica que mientras que en el pasado la Iglesia había logrado asumir los desafíos del mundo en el que se movía -la cultura grecorromana, las culturas bárbaras, el mundo medieval- no pasó lo mismo con el mundo moderno:
Allí la Iglesia solo ha respondido a medias, y por eso ha estado a la defensiva. Sin ponerse en la vanguardia efectiva de la historia. Hay dos grandes instancias críticas en el mundo moderno a las que la Iglesia dio solo respuestas parciales, y que por eso la desbordaron. La primera es la instancia crítica de la Reforma Protestante, la segunda es la instancia crítica de la Ilustración. La primera una crisis eclesial, la segunda una crisis mundana. La Iglesia ha sido crítica, a su vez, de la Reforma Protestante y de la Ilustración. Pero se trata ahora no solo de esto, sino de asumir (la Reforma Protestante y la Ilustración) para superar. Solo así se podrá evangelizar realmente en el mundo de hoy. Este es el gran desafío de nuestro tiempo4.
Siguiendo su método interpretativo, basado en oposiciones dialécticas que dan lugar a grandes síntesis explicativas, Methol elabora una interpretación propia sobre el papel histórico del concilio:
El asunto es inmenso, pero podemos resumir. Porque el Vaticano II ha asumido en la Iglesia Católica lo mejor de la Reforma Protestante, su verdad, y lo mejor de la Ilustración, su verdad, y las ha transfigurado desde la lógica interna de la Iglesia, desde sí misma. Con discernimiento, a través de la Reforma Protestante y la Ilustración, la Iglesia se ha renovado desde sus propias fuentes (...). La Iglesia cierra el ciclo defensivo de hace tres siglos, de la segunda modernidad. Por eso es un nuevo punto de partida para una respuesta a la Ecúmene contemporánea. Trasciende la antinomia pendiente de ayer (la Reforma) y la de hoy (la Ilustración) y por eso puede desplegar una nueva propuesta ecuménica, universal concreta. Puede abrir así una nueva época histórica5.
El autor considera que con la Reforma Protestante se gestó un panorama cultural complejo en el que, por un lado, los reformados resignaron la catolicidad en favor de la protesta y, por otro, los católicos renunciaron a tomar en cuenta la protesta para mantener la catolicidad6. La gran protesta fue la reivindicación del cristiano corriente contra el dominio clerical y monástico7, pero al negar de modo absoluto la jerarquía y el papado como principio unificador, las iglesias protestantes se condenaron al fraccionamiento. Por otro lado, la reforma católica, al comprometerse a mantener la catolicidad y, para ello, el principio de la autoridad papal negó la parte de verdad que había llevado a la protesta, y continuó (a pesar de algunos intentos en contrario) considerando a los fieles laicos como de «segunda categoría».
En el artículo «Pueblo nuevo en la Ecúmene», Methol Ferré clarifica así su posición:
El Iluminismo, el secularismo, es hijo de la crisis de la Cristiandad latina, de las guerras de Religión, de la división católico-protestante (...) La protesta no supo incluir la catolicidad, la catolicidad no supo incluir la protesta. Se separaron, no alcanzaron a sintetizarse, y de ese fracaso (...) tomó nacimiento y fuerza la Ilustración. Esta fue una conciliación contra y más allá del terror religioso. Contra y más allá de cristianismos que se hicieron sombríos, negadores del mundo. De tal modo, la Ilustración pretendió realizar al cristianismo, poniendo a la vez entre paréntesis al cristianismo8.
El mutuo desconocimiento entre católicos y protestantes llevó a la violencia y a la guerra, sin que ello desembocara en la tolerancia y, menos aún, en el diálogo. De esas guerras, el único vencedor fue el estado, que -sin distinción entre católico o protestante- tomó bajo su égida a la religión, sometiéndola a su voluntad. La Ilustración tuvo su origen en el afán de tolerancia religiosa y de libertad que se veían conculcadas primero por la guerra y luego por el absolutismo. Pero, como afirma el autor, a la vez que los ilustrados pusieron de relieve algunos conceptos cristianos, lo hicieron a costa de negar el valor del cristianismo en cuanto religión. Los cristianos continuaron enfrentados y negándose al mutuo conocimiento.
En el Concilio Vaticano II, afirma el autor, la Iglesia Católica logra asumir lo mejor de la «protesta» de los reformadores, recuperando así un elemento central para su identidad. La frase de san Ireneo de Lyon, «lo que no es asumido no es redimido»9 adquiere, en Methol Ferré, una nueva resonancia: él interpreta esta frase en el sentido de que es necesario aprehender la parte de verdad contenida en las ideas o en los sucesos históricos, y resolver la enemistad en una nueva forma de amistad10. Por ello, la «afirmación del pueblo de Dios y del laicado», propias de la Reforma Protestante, adquieren un nuevo desarrollo e impulso una vez que el catolicismo los recupera como propios. De esta manera, la catolicidad se realiza de modo más universal y omni-abarcante, y también la Reforma Protestante se actualiza en una nueva realidad.
Por otra parte, la tesis metholiana también considera que el concilio asumió lo mejor de la Ilustración. Si bien esta parte de la tesis no es objeto de este artículo, es necesario decir algunas palabras al respecto. La Ilustración pone en movimiento la idea de los derechos del hombre, singularmente sus libertades. Pero también, según Methol, habría reivindicado «la tierra» frente al «cielo», poniendo en cuestión la vida eterna, el papel de la religión y de la Iglesia o, al menos, disminuyendo el papel que esta tenía en la configuración cultural de Occidente. Este movimiento modernizador fue contrarrestado por la Iglesia, que reaccionó con energía frente a las corrientes secularizadoras del siglo XIX. Basta recordar, por ejemplo, los magisterios de Pío IX y de Pío X.
A través de los documentos Gaudium et Spes y Dignitatis Humanae, el concilio incorporó los elementos más positivos de la modernidad a la Iglesia. No es necesario oponer «el cielo» a «la tierra», porque la Encarnación ha reconciliado ambos campos: se reafirma que el desarrollo científico-técnico no tiene por qué implicar una ruptura con la fe; los derechos del hombre en especial su libertad para buscar la verdad, son reconocidos explícitamente por la Iglesia.
A continuación, se expondrán algunas cuestiones relevantes para ilustrar la tesis de Methol: el concepto de Iglesia y la valoración de la vida ordinaria y el laicado. Se establecerá un diálogo entre textos de Lutero y del Concilio, a fin de que quede más claro el objetivo propuesto.
2. La Iglesia y el bautismo
El Nuevo Testamento -en particular las epístolas paulinas- se refiere a la Iglesia como «cuerpo de Cristo»: «Vosotros también sois cuerpo de Cristo y miembros unidos a otros miembros»11. Y también: «A Él lo constituyó cabeza de todas las cosas en favor de la Iglesia, que es su cuerpo»12.
Entre los Padres, Cipriano de Cartago define a la Iglesia como «un pueblo reunido en virtud de la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo»13. San Agustín, por su parte, afirma que «el pueblo cristiano es llamado comúnmente Iglesia, que también significa en griego "asamblea convocada”»14.
Lutero considera a la iglesia como una comunión de santos, una asamblea de pueblo cristiano y santo15. Hace un mayor énfasis en el aspecto invisible de la Iglesia, es decir, en la fe de los creyentes y la acción del Espíritu Santo, y anula el sacerdocio jerárquico, considerado una invención de la Iglesia romana. El bautismo es realzado como puerta hacia la fe, y origen del sacerdocio común de los fieles:
Lo primero que hay que tener en cuenta (...) es la promesa divina formulada de la manera siguiente: «Quien creyere y se bautice, será salvo». Esta promesa tiene que preferirse, sin punto de comparación, a todas las apariencias pomposas de las obras, de los votos, de las órdenes religiosas y a todo lo que la industria humana ha introducido; de ella depende totalmente nuestra salvación16.
Lutero insiste en la fuerza santificadora de este sacramento durante toda la vida, y opina que los católicos han disminuido su importancia al establecer la necesidad de la confesión para borrar los pecados. Considera que, en la Antigüedad, los mártires vivían de esta fuerza, que los llevaba a dar su vida por la fe:
Reinaba entonces como emperatriz indiscutida la fuerza del bautismo, relegada hoy a la ignorancia a causa de tantas obras y doctrinas humanas. Toda nuestra vida tiene que ser bautismo y cumplimiento del signo o del sacramento del bautismo17.
Debido a las circunstancias en que se llevó a cabo, en el Concilio de Trento se consideró necesario remarcar las diferencias entre la concepción eclesiológica católica y la protestante. Y así, mientras que esta insistía en la idea de una Iglesia invisible, Trento recalcaba la visibilidad de la Iglesia como «sociedad cristiana», compuesta tanto «por los que mandan como por los que obedecen»18. Si bien se menciona su carácter de «pueblo de Dios», se insiste sobre el carácter divino de su potestad, por la cual tiene «las llaves del Reino de los Cielos», puede «perdonar los pecados», «excomulgar» y «consagrar el verdadero Cuerpo de Cristo»19. De este modo, el aspecto de autoridad se reafirma, y se refuerza el aspecto visible de la Iglesia: su jerarquía, el ministerio sacerdotal, la liturgia.
Si bien en este concilio queda explícita la diferencia entre sacerdocio común y sacerdocio ministerial, el primer concepto no se desarrolló pues se veía necesario revindicar el origen divino del sacerdocio ministerial frente a los protestantes. Esto conllevó, dice la teóloga Pilar Río, una «impronta marcadamente clericalizante»20 que impregnaría la eclesiología de los siglos venideros.
La eclesiología posterior a Trento tendió a consagrar la fórmula societas perfecta inaequalis21, reafirmando el carácter jerárquico de la institución, y estableciendo una rígida separación entre la jerarquía y el resto de los fieles.
Yves Congar, al hacer la historia de las concepciones eclesiológicas en el siglo XIX, explica la importancia que en esa época tenía la reafirmación de la autoridad en la Iglesia. En efecto, la expansión de las ideas de la Ilustración y la Revolución Francesa habían socavado el concepto de autoridad, tanto en lo político como en lo eclesiástico, y por ello se veía necesario reforzarlo, al punto de concebir la Iglesia como una sociedad jerarquizada, en la que lo principal era el mando y la obediencia. Se la define -afirma- como una sociedad visible, institucionalmente desigual y jerárquica, independiente, con un orden propio no solo de fines espirituales sino de medios visibles, exteriores, en suma, una sociedad perfecta regida por la autoridad del Sumo Pontífice22.
En las décadas previas al Concilio Vaticano II, se insinúan algunos cambios que luego van a ser desarrollados y confirmados por el concilio. Lortz afirma que los papas de la época «han acentuado con fuerza y acierto el sacerdocio universal y la adultez de los seglares en la Iglesia». Considera fundamental, en este sentido, la encíclica Mystici Corporis de Pío XII, en la que se ahonda en la esencia de la Iglesia. La idea de pueblo de Dios, en el que todos los creyentes bautizados son por igual «nuevas criaturas», y en el que todos deben ponerse al servicio de los demás, se desarrolla de una manera mucho más completa que en una iglesia clerical, tal como la conocíamos desde la Edad Media. Dicho autor cree que, en parte, este cambio obedece a las nuevas realidades socio-culturales, que abren nuevos campos a la misión evangelizadora, a los que solo los laicos pueden llegar: las fábricas, el mundo del espectáculo, entre otros23.
La aludida encíclica hace hincapié, en efecto, en la igual dignidad y responsabilidad de todos los fieles. Recalca la participación de los laicos en la eucaristía, en la que «los mismos fieles, unidos en comunes deseos y oraciones, ofrecen al Eterno Padre, por las manos del sacerdote, el Cordero sin mancilla»24; explica que Cristo une a sí no solo a la Iglesia «sino en ella también a las almas de cada uno de los fieles, con quienes ansía conversar muy íntimamente, sobre todo después que se acercaren a la Mesa Eucarística», abriendo así el campo de la contemplación a todo bautizado; y recuerda que, por la comunión de los santos, las obras buenas de cualquier fiel redundan en beneficio de toda la Iglesia25.
Así, al llegar el Concilio, existía un desarrollo teológico incipiente sobre la teología del laicado y el sacerdocio común. La Constitución Lumen Gentium renueva la visión de la Iglesia como «pueblo de Dios», en la que todos los fieles tienen una igualdad radical, producto de haber recibido el bautismo. La idea de pueblo permite realizar mejor la semejanza con el pueblo elegido, y su condición de peregrinante «entre las persecuciones y los consuelos de Dios», como afirma san Agustín en La Ciudad de Dios, en un texto retomado en la Lumen Gentium26.
Siguiendo a este Padre de la Iglesia, el concilio afirma que «fue voluntad de Dios el santificar y salvar a los hombres, no aisladamente, sin conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un pueblo, que le confesara en verdad y le sirviera santamente»27. Además, considera que ese pueblo está formado, no solo por los católicos, sino «por quienes, estando bautizados, se honran con el nombre de cristianos, pero no profesan la fe en su totalidad o no guardan la unidad de comunión bajo el sucesor de Pedro»28.
El Concilio Vaticano II también hizo hincapié en la importancia del bautismo, así como en el sacerdocio común de los fieles que, en este caso, no implica el rechazo al sacerdocio ministerial.
Los bautizados, en efecto, son consagrados por la regeneración y la unción del Espíritu Santo como casa espiritual y sacerdocio santo, para que, por medio de toda obra del hombre cristiano, ofrezcan sacrificios espirituales y anuncien el poder de Aquel que los llamó de las tinieblas a su admirable luz29.
En la doctrina del sacerdocio común de los fieles, Lumen Gentium se inspira en la I carta de san Pedro -«ustedes son raza elegida, sacerdocio real, nación consagrada»30- así como en san Agustín, que afirmaba: «Toda la ciudad redimida, o sea, la congregación y sociedad de los santos, se ofrece a Dios como un sacrificio universal por medio del gran Sacerdote»31. Es de notar que el pasaje de la Carta de san Pedro es fundamental también para el argumento protestante a favor del sacerdocio común.
En virtud del bautismo y de la participación en el sacerdocio de Cristo, los fieles son «llamados por el Señor, cada uno por su camino, a la perfección de aquella santidad con la que es perfecto el mismo Padre»32. Además, son convocados a difundir el testimonio de su fe y su caridad y, a través del sensus fidei, gozan de infalibilidad:
La totalidad de los fieles, (...) no puede equivocarse cuando cree, y esta prerrogativa peculiar suya la manifiesta mediante el sentido sobrenatural de la fe de todo el pueblo cuando «desde los Obispos hasta los últimos fieles laicos» presta su consentimiento universal en las cosas de fe y costumbres33.
Esta reivindicación del bautismo llevó también a un cambio en la consideración de la santidad de fieles de la Iglesia: a partir de Juan Pablo II creció exponencialmente el número de laicos canonizados procedentes de todas partes del mundo. Y la tendencia continuó con Benedicto XVI y Francisco.
Si bien en la Iglesia no todos van por el mismo camino, sin embargo, todos están llamados a la santidad y han alcanzado idéntica fe por la justicia de Dios (cf. 2 P 1,1). Aun cuando algunos, por voluntad de Cristo, han sido constituidos doctores, dispensadores de los misterios y pastores para los demás, existe una auténtica igualdad entre todos en cuanto a la dignidad y a la acción común a todos los fieles en orden a la edificación del Cuerpo de Cristo34.
Por otra parte, la igualdad radical entre todos los cristianos (de las diferentes confesiones), producto de haber recibido el mismo bautismo, permitió el desarrollo de la teología ecuménica, al considerar a los protestantes y ortodoxos como «hermanos separados» en quienes también actúa el Espíritu Santo.
Por tanto, se puede afirmar que el concilio contribuyó a poner de relieve algunos aspectos reivindicados por Lutero y otros protestantes: la recuperación de la idea de pueblo de Dios como imagen de la Iglesia, la insistencia en la importancia del bautismo como puerta de la fe y sustento de la radical igualdad de todos los fieles, portadores del sacerdocio común.
Así, en este aspecto, la tesis de Methol parece tener un sustento adecuado.
3. El laico y el valor de la vida corriente
En los orígenes del cristianismo, los fieles eran conscientes de su igual dignidad, derivada del bautismo recibido y, al mismo tiempo, del llamado de algunos a una especial dedicación, para lo cual recibían el sacramento del orden sagrado.
Cuando se desarrolla el monacato, se van introduciendo diferencias entre los fieles que profesan los «consejos evangélicos» y el resto de los bautizados. De este modo, llegó un momento en que los laicos aparecieron como cristianos de segunda clase, no llamados a la misma santidad de vida que los monjes.
La concepción medieval de la Iglesia tendió a sobredimensionar el lugar de los religiosos y el clero. Producto, en parte, del desarrollo de las órdenes monásticas, y de la idea de contemptus mundi, estableció una jerarquía entre los fieles, oscureciendo así la idea de la igualdad radical de todos ellos en virtud del bautismo. El filósofo contemporáneo Charles Taylor ilustra así esta visión de la Iglesia:
Yo, como hombre laico que soy, digamos que comprometido solo a medias con mi salvación, dado que necesito apoyarme, a través de la mediación de la Iglesia, en los méritos de quienes están más plenamente dedicados a la vida cristiana, y dado que acepto este nivel de dedicación inferior, me conformo con algo menos que el pleno compromiso con la fe. Soy un pasajero en la nave eclesial en su viaje hacia Dios35.
La teóloga Pilar Río habla de la «somnolencia» de los laicos, que abarca bastantes siglos de la historia de la Iglesia. Una tímida reacción durante el Renacimiento fue rápidamente ahogada por el comienzo de la Reforma Protestante y la actitud defensiva de la Iglesia ante ella. Más adelante, la difusión de las congregaciones activas, dedicadas a la enseñanza, al cuidado de los débiles y enfermos llevó a creer que solo esas personas podían realizar dichas funciones en la Iglesia: nuevamente el laico era desplazado a una función secundaria36.
En los años de entre guerras se produce una nueva toma de conciencia del laicado como parte integral de la Iglesia. El anuncio de Guardini en 1922, «la Iglesia se despierta en las almas»37, suele considerarse como un punto de partida. Pueden citarse varios hechos: la renovación espiritual centrada en Cristo y en el sentido comunitario; la movilización de los laicos a través de la Acción Católica, si bien es un movimiento impulsado desde la Jerarquía; el movimiento litúrgico, que propende a acercar la liturgia al conjunto de los fieles y a estimular su participación; el desarrollo de las teologías del sacerdocio bautismal, del laicado, de las realidades terrenas, de la historia38; el surgimiento de nuevas realidades eclesiales que recuerdan el llamado universal a la santidad y la santificación de todas las realidades humanas. Asimismo, desde fines del siglo XIX surge una pléyade de intelectuales católicos, laicos en su mayor parte, con un hondo sentido eclesial, que contribuyen al proceso de renovación de la Iglesia. Entre ellos puede citarse a Chesterton y Eliot en el área angloparlante; a Bloy, Maritain, Claudel, entre los franceses; a los alemanes Dietrich von Hildebrand y Gertrud von le Fort.
En el Vaticano II se produce un cambio fundamental en la consideración de los miembros de la Iglesia, a partir de la noción de christifidelis o fiel cristiano. Todos los miembros de la Iglesia, por haber recibido el bautismo, son fieles. Estos, a su vez, pueden ser laicos o sacerdotes.
Son fieles cristianos quienes, incorporados a Cristo por el bautismo, se integran en el pueblo de Dios, y hechos partícipes a su modo por esta razón de la función sacerdotal, profética y real de Cristo, cada uno según su propia condición, son llamados a desempeñar la misión que Dios encomendó cumplir a la Iglesia en el mundo.
Por institución divina, entre los fieles hay en la Iglesia ministros sagrados, que en el derecho se denominan también clérigos; los demás se denominan laicos39.
Además, continúa el Código,
hay fieles que, por la profesión de los consejos evangélicos mediante votos u otros vínculos sagrados, reconocidos y sancionados por la Iglesia, se consagran a Dios según la manera peculiar que les es propia y contribuyen a la misión salvífica de la Iglesia; su estado, aunque no afecta a la estructura jerárquica de la Iglesia, pertenece, sin embargo, a la vida y santidad de la misma40.
Por ser todos igualmente miembros de la Iglesia, todos tienen un papel en su edificación: aquí se introduce una idea fundamental, que es la de «participación». Lumen Gentium explica que los laicos «están llamados, a fuer de miembros vivos, a contribuir con todas sus fuerzas (...) al crecimiento de la Iglesia y a su continua santificación», y que su apostolado «es participación en la misma misión salvífica de la Iglesia»41. Por su parte, la Constitución Sacrosantum Concilium afirma que la Iglesia desea «que se lleve a todos los fieles a aquella participación plena, consciente y activa en las celebraciones litúrgicas que exige la naturaleza de la Liturgia misma y a la cual tiene derecho y obligación, en virtud del bautismo, el pueblo cristiano»42. En ambos documentos se hace patente el deseo de la Iglesia de involucrar a todos sus fieles, no solo a la jerarquía, en la construcción de la Iglesia, en su santificación, en su apostolado y en el culto divino. El fundamento de esta participación es - repetimos- el sacerdocio común de los fieles.
El teólogo Fernando Ocáriz explica así esta noción de participación:
[Participación] no es la distribución de un todo material en partes distintas, sino la comunión de varios sujetos en un todo que permanece en sí mismo indiviso; esta participación es precisamente uno de los significados del término koinonía (comunión), tanto en el griego clásico como en el griego neotestamentario43.
Esta noción, explica Ocáriz, no implica un concepto cuantitativo sino cualitativo: tanto los religiosos como los ministros ordenados y los laicos desarrollan la misión de la Iglesia de un «modo particular», es una «particularidad modal, no cuantitativa»44, es decir, cada uno la realiza de acuerdo a su carisma propio.
Methol Ferré también indaga en el concepto de participación. Lo considera clave para comprender la historia de la Iglesia desde la segunda Guerra Mundial y, en especial, para ahondar en el sentido del Vaticano II: «Allí tocó todas las formas de vida de la Iglesia, introdujo grandes variantes desde la liturgia hasta los modos de relación con el mundo, pasando todo a través del acento de la Iglesia como pueblo de Dios»45.
Participación implica totalidad, pero con un contenido activo y dinámico. Tiene un contenido cualitativo, que incluye identidad y diferencia, igualdad, jerarquía y libertad, y que va más allá de una acepción cuantitativa o estática46.
Methol considera que la noción de participación supera a la antigua de orden, que definiría la etapa anterior de la Iglesia. Participación es un concepto más abarcador, y permite estar más de acuerdo con las tendencias democráticas de la sociedad contemporánea: «implica afirmar la noción de creatura del hombre, y a la vez su potencial dinámico y autónomo»47.
Una vez que el laico ha sido considerado como parte integral de la Iglesia, con el mismo título que los demás miembros, es esencial definir cuál es su papel dentro de ella, pues ya dejará de ser la longa manus de la jerarquía, para tener su responsabilidad propia en la misión eclesial. Ahora bien, esta nueva dimensión que adquiere el fiel laico debe ir de la mano con un cambio en la consideración del «mundo», y la relación de la Iglesia con él.
En la Edad Media, el «mundo» se veía como ocasión de innumerables tentaciones, por lo que el contemptus mundi aparecía como la solución ideal para el cristiano que aspiraba a la perfección, y aquellos que permanecían en el mundo pasaron a ser considerados de segunda categoría.
Frente a esta concepción, la Reforma Protestante, sin dejar de considerar el mundo como enemigo de la perfección, consideraba que los cristianos habían de permanecer en él, siguiendo la vocación (Beruf) recibida de Dios.
Sean nuestras llamadas las que sean, servimos a Cristo Señor en ellas (...). Aunque tu trabajo sea ínfimo, empero, no hay nada ínfimo en servir con ello a tal dueño. Son los criados más valiosos, cualquiera que sea su quehacer, quienes lo ejecutan más a conciencia, con corazones y mentes obedientes para servir al Señor allí donde Él los ha puesto, en esos trabajos que Él les ha asignado48.
El teólogo sueco Gustaf Wingren, estudioso del pensamiento luterano, afirma que la palabra «vocación» se refiere a la vida terrena del creyente, y no está relacionada en modo alguno con la salvación eterna, que solo se obtiene por la fe en Cristo. La vocación pertenece a este mundo -explica Wingren- está dirigida al prójimo y no a Dios. El hombre, con su vocación, se inclina hacia el mundo, y así permite llevar adelante la obra creadora de Dios49.
Por su parte, el filósofo Martin Rhonheimer, en un capítulo de su libro La transformación del mundo, que acertadamente titula: «El primer redescubrimiento de la vida ordinaria: la Reforma Protestante», reafirma esta idea:
La eticidad intramundana no se supera ya mediante la ascesis monacal: los propios deberes intramundanos se convierten en «llamada», como decía Lutero y después de él los puritanos calvinistas; es decir, en una actividad en la que aparece la voluntad de Dios para cada uno y que debe ser santificada, realizándola para la gloria de Dios y no como un fin en sí misma50.
Al poner el trabajo y la vida corriente en la esencia de la vida del creyente, los cristianos reformados contribuirán grandemente a forjar la identidad del mundo moderno51.
También Charles Taylor reconoce este aporte sustantivo de la Reforma Protestante:
Lo importante es (...) la afirmación de que la plenitud de la existencia cristiana había que hallarla dentro de los quehaceres de esta vida, en la vocación personal y en el matrimonio y la familia. Todo el desarrollo moderno de la afirmación de la vida corriente estuvo, pienso, presagiado e iniciado en todas sus facetas por la espiritualidad de los Reformadores52.
No obstante, en la concepción protestante -y en esto seguimos el razonamiento de Rhonheimer- esta valoración de lo ordinario no lleva a la «redención» del mundo porque este sigue estando corrompido.
Aquí aparece una singular ambivalencia o tensión entre la orientación radical al mundo, como una realidad vital querida por Dios, y la redención del mundo, en cuanto caído y marcado por el pecado. En realidad, por tanto, ni la idea luterana del trabajo como «vocación» ni la idea calvinista-puritana de la santificación del trabajo conducían a la redención del mundo, a su sanación interna y a su santificación. Para la doctrina reformadora la «salvación» está solamente ahí: en el nivel de la fe en Cristo como Redentor, que rescata al hombre de su estado pecador, pero sin sanarlo interiormente53.
Por tanto, mientras el catolicismo surgido de Trento conducía a la contraposición entre fe y mundo moderno, el protestantismo también llevaba a la ruptura entre fe y mundo, al reservar la fe al ámbito privado. Y así, ninguno de los dos acertaba a iniciar una verdadera transformación de las estructuras temporales desde dentro.
¿Cuál es el aporte del Concilio Vaticano II en este aspecto? Methol Ferré afirma que con él se produce la reconciliación de la Iglesia con el mundo moderno, con lo que se asume una contribución esencial de la Reforma Protestante a la vez que se intenta ir más allá de lo propuesto en ella. A partir del concilio queda más claro que la «reconciliación Iglesia- mundo» no podía venir «desde arriba», ni podría tener carácter clerical, sino que tenían que ser los fieles corrientes quienes llevaran a cabo buena parte de esa tarea.
A los laicos corresponde, por propia vocación, tratar de obtener el reino de Dios gestionando los asuntos temporales y ordenándolos según Dios. Viven en el siglo, es decir, en todos y cada uno de los deberes y ocupaciones del mundo, y en las condiciones ordinarias de la vida familiar y social, con las que su existencia está como entretejida. Allí están llamados por Dios, para que, desempeñando su propia profesión guiados por el espíritu evangélico, contribuyan a la santificación del mundo como desde dentro, a modo de fermento54.
De ese modo, podrán dar un testimonio de vida cristiana, y participar en la misión de anunciar el evangelio. Por otra parte, mediante su trabajo podrán «iluminar y ordenar las realidades temporales a las que están estrechamente vinculados, de tal modo que sin cesar se realicen y progresen conforme a Cristo y sean para la gloria del Creador y del Redentor»55.
Los laicos no necesitan, por tanto, «adaptarse» al mundo, porque están plenamente metidos en él, «son» el mundo. Su actuación normal, en la que procuran vivir las virtudes cristianas, los hace ser «sal de la tierra», sin salir del lugar que ocupan en la sociedad.
Por esta razón, tienen un papel esencial en la evangelización, un papel que ni los sacerdotes ni los religiosos pueden desempeñar a cabalidad. Por el Bautismo, los laicos participan en la misión profética de Cristo, y en virtud de ella «son destinados al apostolado por el mismo Señor»56.
Todos los laicos, de cualquier condición que sean son llamados y obligados a este apostolado, útil siempre y en todas partes, y en algunas circunstancias el único apto y posible, aunque no tengan ocasión o posibilidad para cooperar en asociaciones57.
Y exhorta a los pastores a que tomen conciencia del derecho-deber de los laicos en la evangelización, a fin de cooperar con ellos en esta tarea, sin sustituirlos.
La Constitución conciliar Gaudium et Spes se explaya en la relación entre la Iglesia y el mundo contemporáneo. Allí se explica el grado de autonomía de la ciencia y la organización social, y cómo ello no va contra la fe:
Son, a este respecto, de deplorar ciertas actitudes que, por no comprender bien el sentido de la legítima autonomía de la ciencia, se han dado algunas veces entre los propios cristianos; actitudes que, seguidas de agrias polémicas, indujeron a muchos a establecer una oposición entre la ciencia y la fe58.
Y, además, pone en guardia frente a aquellas actitudes de cristianos que
pretextando que no tenemos aquí ciudad permanente, pues buscamos la futura, consideran que pueden descuidar las tareas temporales, sin darse cuenta de que la propia fe es un motivo que les obliga al más perfecto cumplimiento de todas ellas según la vocación personal de cada uno59.
Queda claro que los cristianos deben cumplir con todos sus deberes temporales, y que no ha de haber ruptura entre fe y vida cotidiana:
Alégrense los cristianos de poder ejercer todas sus actividades temporales haciendo una síntesis vital del esfuerzo humano, familiar, profesional, científico o técnico, con los valores religiosos, bajo cuya altísima jerarquía todo coopera a la gloria de Dios60.
El concilio asume, de este modo, la reivindicación protestante de la igualdad radical de todos los bautizados, y los anima a insertarse plenamente en todos los ambientes, siendo allí focos de evangelización.
Conclusiones
El presente trabajo ha procurado explicar la tesis metholiana sobre la relación entre la Reforma Protestante y el Concilio Vaticano II mediante un análisis comparativo de doctrinas luteranas y textos conciliares. El análisis realizado permite dar cuenta de la pertinencia de las tesis de Methol Ferré y considerar así la Reforma Protestante desde una nueva y original perspectiva.
Desde el punto de vista histórico, puede ser de mucho interés profundizar más en estas apreciaciones de Methol y calibrar hasta qué punto ellas permiten una mejor comprensión de la historia contemporánea de la Iglesia Católica. Asimismo, sus tesis pueden ser bien aprovechadas para los estudios teológicos y ecuménicos, tanto en el campo católico como en el reformado.
Methol mira los avatares de la Iglesia durante los últimos 500 años desde la perspectiva de un católico que ansía que se recupere la unidad perdida. Sabe que para ello es necesario mostrar los elementos de unidad que subyacen en medio de las discusiones y rupturas. Su afirmación de que en todo error hay una parte de verdad a descubrir le permite considerar positivamente los acontecimientos de la Modernidad. Lejos de aparecer como anti-moderno, el autor se planta decididamente como un hombre de su época que, desde su circunstancia, quiere comprender el pasado para superar sus fallos y mirar esperanzadamente al futuro.