Introducción
Muchos autores reconocen que la memoria colectiva es un problema multidisciplinar, en el que pueden identificarse diversas líneas de investigación según el enfoque, las disciplinas y los marcos ontológicos y epistemológicos. Por tanto, es un tema que requiere o bien trabajos interdisciplinares (Jelin, 2002, 2003; Wang, 2008;Jansen, 2007; entre otros), con equipos de diferentes disciplinas que traten la memoria colectiva de una manera dialógica, o bien trabajos transdisciplinares (Cuesta, 1998a; Vásquez-Sixto, 2001; Olick, 2007a, 2007b), en los que los investigadores la estudien de manera compleja y entren en diálogo con procesos metodológicos y enfoques teóricos de otras disciplinas. Sin embargo, a pesar de este postulado epistémico, los estudios siguen realizándose, en su gran mayoría, de manera unidisciplinaria.
Además, el problema del concepto memoria colectiva, según Wertsch y Roediger (2008), radica en que hay tantas definiciones como investigadores. Solo existe acuerdo en que es una forma de memoria que trasciende lo individual y es compartida por un grupo. Estos autores consideran que la discusión es fragmentaria. No se ha construido una definición clara. Por eso, en muchos trabajos, memoria colectiva se puede intercambiar por memoria pública (acciones colectivas y políticas de memoria) o por memoria cultural. Puede apelarse al concepto clásico de Halbwachs (2002), que ubica la memoria colectiva como un proceso de recuerdo en unos marcos sociales (familia, clase social, religión, institución, espacio y tiempo) y contextos de interacción que moldean identidades individuales y grupales y definen comprensiones del mundo y actuaciones en él.
Autores como Olick (2007a) y Schwartz (2016) diferencian entre el constructo memoria colectiva -como concepto que agrupa y permite investigar una serie "de prácticas sociales mnemónicas, que la implican como objeto de estudio para las ciencias sociales, en cuanto productos culturales, narrativas, acciones públicas, símbolos susceptibles de análisis científico, que permiten darle una dimensión operativa" (Villa, 2014, p. 62)- y su uso cotidiano. Este implica una sensibilización expresada de manera genérica en el lenguaje coloquial y la movilización social y política, de manera que abarca procesos, relatos y representaciones del pasado que se construyen en escenarios políticos de reivindicación de derechos; pero que, en ese contexto, no se pueden operacionalizar como conceptos teóricos ni procesos metodológicos de carácter científico, sino como prácticas sociales concretas, que pueden convertirse en objeto de estudio de las ciencias sociales.
Ahora bien, es fundamental romper una lógica del sentido común que se ha instalado en los movimientos sociales. Esta identifica de manera directa las acciones de memoria colectiva con procesos de transformación social, aunque no siempre sucede de esta forma. Al contrario, la memoria colectiva puede constituir "fortines" identitarios en relación con proyectos de sociedad que conducen a la exclusión o la violencia. Como se muestra en el presente texto, las acciones de memorias también son producidas por agentes de poder, grupos políticos y económicos que construyen imaginarios sociales y narrativas del pasado, que buscan la cohesión social y la identificación con relatos históricos que definen un nosotros imaginado (Hobsbawm, 1983; Anderson, 1993; Nora, 1997).
Hasta principios de los años setenta, los estudios sobre memoria1 parecían un patrimonio exclusivo de la psicología, sin el calificativo de colectiva; eran básicamente desarrollados por la psicología cognitiva y la neurociencia. Sin embargo, a partir de finales de los setenta y principios de los ochenta empezaron a aparecer, cada vez más, estudios de memoria (colectiva, social, pública, cultural, histórica, entre otras); hasta llegar, a finales del siglo xx y en la primera década del siglo xxi, a lo que algunos autores -Huyssen (2002) en Alemania, Bell (2003) en Gran Bretaña, Nora (1997) en Francia, Rabotnikof (2010) en América Latina- llaman saturación o exceso de memoria. Este fenómeno también es denominado boom de memoria (Tijana, 2012), crisis de memoria (Aróstegui, 2004), tropo metateórico (Bell, 2003), memorial manía (Viejo-Rose, 2011) o inflación cuantitativa y deflación cualitativa (Colmeiro, 2005). Todo lo anterior como respuesta al intento de revisión y negación del Holocausto por parte de algunos historiadores alemanes.
Es importante acercarse a procesos de construcción, desestructuración, transposición, lucha y reconstrucción de memorias mezcladas de múltiples formas, siempre en un marco dejuegos de poder (Jelin, 2002, 2003; Hammack y Pilecki, 2015), de lenguaje (Vásquez-Sixto, 2001; Werscht, 2008a) e interacción social comunicativa (Olick, 2007a, 2007b), desde un enfoque dialéctico, sistémico, transdisciplinar e interaccional. En este sentido, Rabotnikof (2010) diferencia tres grandes líneas de trabajo e investigación sobre memoria colectiva, de acuerdo con tres de sus funciones o registros macrosociales. La primera es el registro o función identitaria, cuya tesis fundamental es que la memoria estructura la identidad nacional, étnica, grupal e individual (Epstein, 2001; Zerubavel, 2003; Sorek, 2011; Reading, 2011), con lo que adquiere valor político, social e ideológico, puesto que tiene lugar en medio de interacciones mediadas porjuegos de poder. Una segunda gran línea de investigación estudia la función o el registro resistente, es decir, las memorias subalternas y subversivas de movimientos sociales, víctimas y otras agrupaciones que tienen el objetivo de hacer contrapoder y resistencia a procesos de dominación, opresión, exclusión o explotación. Estas dos líneas de investigación (Jansen, 2007; Olick, 2007b) se centran mucho más en los contenidos y procesos sociales de memoria: qué se hace, cómo se hace, quién lo hace, por qué se hace y para qué se hace. Sin embargo, no tienen en cuenta lo que les pasa a los colectivos y a los individuos cuando hacen memoria, esto es, las consecuencias del trabajo de memoria. Rabotnikof (2010) recoge este tipo de estudios en una tercera línea que denomina registro terapéutico2.
En este artículo haremos una revisión del estado de la cuestión usando la noción de registro identitario, específicamente de las políticas de memoria en relación con la construcción de identidades nacionales. Este proceso parte de algunas reflexiones que ligan identidad y memoria, para profundizar en las investigaciones que en diferentes países y contextos vinculan a la memoria con la construcción de la identidad nacional.
Memoria colectiva e identidad nacional
El campo del registro identitario es quizás uno de los más prolíficos en investigación sobre memoria. Implica procesos de transmisión oral o informal del pasado del grupo de pertenencia; se refiere a hechos relevantes que, aunque no hayan sido vividos por las personas, generan representaciones sociales y narrativas compartidas que se constituyen en fuentes de identidad social (Páez y Liu, 2010). Estas permiten la diferenciación con otros grupos y generar cohesión social, lección moral y orientación de la acción colectiva.
Desde una visión sistémica, Rosa, Belleli y Bakhurst (2000) plantean que la identidad es un constructo narrativo, en el que el sujeto se cuenta a sí mismo en un proceso mnemónico. Lo que el sujeto recuerda y narra no son solamente experiencias individuales, sino también culturales, societales y colectivas. De esta manera se constituye su psiquismo, sus visiones del mundo y los contenidos de su recuerdo. Así, los sujetos construyen una identidad grupal, una colectiva o una nacional, configuradas por representaciones y narrativas que dan cuenta de una pertenencia, una historia, una visión conjunta, en las que la memoria porta significados sociohistóricamente construidos, que mantienen la cohesión y la pertenencia (Sorek, 2011; Reading, 2011). Ir en contra de estas construcciones sociales cuestiona la identidad del sujeto y afecta la representación de sí mismo (Bar-Tal, 2003; Nasie, Bar-Tal, Pliskin, Nahhas y Halperin, 2014).
Bakhurst (2000), evocando a Halbwachs, afirma que la memoria individual parte de narrativas y significados de la cultura y la sociedad; por tanto, hay una estrecha relación entre memoria e identidad, pues al recordar se está reconociendo un yo que se narra a sí mismo como actor que produce y es producido por significados, relacionados con memorias autobiográficas y culturales (Wang y Brockmeier, 2002). En este sentido, Fivush (2010) afirma que las historias cotidianas son narrativas que informan sobre lo que se es y permiten la autodefinición personal, pues dan estructura a relatos del pasado y posibilitan la organización, convencionalización y secularización como marcos de interpretación de experiencias vitales que definen la identidad.
Una de las identidades colectivas analizadas con mayor frecuencia en estudios de memoria colectiva es la identidad nacional. Herranz y Basabé (1999) la definen con base en cinco criterios, a saber: un nombre propio que define a la comunidad imaginada; un vínculo con un territorio históricamente definido; uno o más elementos que caracterizan y marcan la cultura compartida (religión, lengua, etc.); unas memorias colectivas e históricas compartidas, que implican un pasado común y unos mitos colectivos de origen; finalmente, unos derechos, unas obligaciones, una economía regulada y una movilidad dentro de límites políticos territoriales. En este último punto, difiere de la identidad étnica, que enfatiza más bien en mitos de ascendencia común y vínculos de sangre.
Benedict Anderson (1993) desarrolló uno de los estudios clásicos sobre el tema, al definir la nación así: "[es] una comunidad políticamente imaginada como inherentemente limitada y soberana [...]. La esencia de una nación es que todos los individuos tengan muchas cosas en común y que hayan olvidado muchas cosas" (p. 23). De esa forma, la concepción de nación está ligada a unas formas de memoria y de olvido, de tal manera que "el nacionalismo no es el despertar de las naciones, sino una forma de 'autoconciencia' que inventa naciones donde no existen" (p. 24). Por tal motivo, el surgimiento de la mentalidad nacionalista es un proceso imaginado, producto de representaciones sociales y narrativas históricamente construidas de acuerdo con relaciones de poder. Desde allí, el autor también analiza el concepto de identidad nacional y la funcionalidad de las memorias colectivas que se convierten en historia nacional.
Hobsbawm (1983) apoya esta tesis al referirse a la invención de tradiciones que fundamentan el poder de los Estados nacionales en Europa. Nora (1997) y Connerton (2009) también suscriben esta tesis: la memoria, en cuanto relato nacionalista, ha legitimado la construcción de Estados nación, al sustentar los nacionalismos contemporáneos y usar los mitos de origen, la lengua compartida, el folklore, los valores comunes, en un relato imaginado, asumido, promovido y defendido por el Estado. Luego, este relato ha sido difundido por la escuela, como institución fundamental para la construcción de identidad social, la imprenta y, en la actualidad, la televisión.
En todo este proceso, han sido fundamentales las amnesias, los olvidos, los silencios y las exclusiones de algunos relatos y grupos sociales, además de la exacerbación de una memoria victimista para justificar ciertas acciones o la exaltación de algunos personajes o mitos que permitan dar cohesión3. Por tanto, los rituales y las conmemoraciones posibilitan a las élites mantener el poder y ejercer control, tal como los fascistas los utilizaron. La construcción de héroes y mártires se vuelve referente de identidad nacional (Desoucey, Pozner, Fields, Dobransky y Fine, 2008; Hobsbawm, 1983). Por su parte, los mitos nacionalistas, promovidos por partidos políticos y grupos mnemónicos, vinculan el nivel cognitivo y la acción con sentimientos y emociones, para afirmar vehementemente una identidad e imponer un orden, como ha sucedido en algunos lugares de Suramérica, Los Balcanes y en el conflicto palestino-israelí (Roudometof, 2002; Bell, 2003; Wertsch, 2008a, 2008b; Bar-Tal, 2003, 2007, 2010).
El trabajo de Anderson (1993) permite identificar la construcción de identidades nacionales y memorias referidas y cristalizadas en diversos lugares simbólicos (Nora, 1997) que portan sentidos fundamentales para la comunidad imaginada. Monumentos, relatos, héroes, plazas, vías y museos se convirtieron en recipientes de memorias y referentes de sentidos. Desde el comienzo, las tumbas a los soldados desconocidos o los cenotafios fueron claves para construir el imaginario de nación, además del censo, el mapa y el museo como referentes de la comunidad imaginada.
Para Nora (1997), un lugar de memoria no es necesariamente un objeto físico o espacial. Puede ser algo inmaterial, referente de cristalización de relatos de carácter identitario. Lo significativo es precisamente la narrativa que subyace a este y que se constituye como referente histórico e identidad nacional: un topos simbólico, en el que identidad, memoria y patrimonio están íntimamente relacionados y remiten a una singularidad que se elige, una especificidad que se asume, una permanencia que se reconoce. Este proceso no se da al azar e implica relaciones de poder sobre lo que puede ser puesto, removido, sobre lo que permanece o lo que cambia. Así, es marcado por la idiosincrasia y el juego de fuerzas de cada momento, de modo que se posibilita la "fabricación" del pasado, a través de la construcción, transformación y reordenamiento del mundo material.
Desde la macroinvestigación de Nora (1997), después de la década de los ochenta, se han multiplicado los estudios que relacionan memoria colectiva e identidad nacional. Este autor se pregunta si el concepto puede ser transferido a otros espacios nacionales, pues afirma que este tipo de lugares se hacen visibles cuando hay rupturas en la forma de comprender una colectividad como nación; por eso, sus estudios apuntan a España, los países de Europa del Este y la Europa occidental luego de la Segunda Guerra Mundial. En este grupo, se pueden incluir los países de América Latina (Jelin, 2002, 2003), en cuyo contexto Martín-Baró (1998) plantea que el concepto de identidad nacional es una ideologización alienante que oculta los conflictos sociales y políticos de un país porque invocar un discurso identitario y patriótico niega las contradicciones reales de sociedades en las que una parte de la población está excluida u oprimida por la otra (Colmeiro, 2005). De esta manera, se construye una historia o memoria oficial que refleja el poder de ciertos grupos para definir el pasado, según sus intereses, y silencia las memorias alternativas (Epstein, 2001; Jelin, 2002, 2003; Villa, 2013; Blair, 2016). Así, se conforman narrativas históricas que aportan a la construcción de una identidad social y nacional "imaginada", sujeta a la manipulación de élites. Por tanto, Hobsbawm (1983) señala que este discurso nacional es el preludio de una "patología nacionalista" que utiliza la memoria y la historia para sostenerse.
Escenarios políticos de memoria colectiva e identidad nacional
Las memorias colectivas son, entonces, discurso y acción política: promueven intereses, visiones del mundo e ideologías ( Jelin, 2002, 2003; Villa, 2009, 2014, 2016a, 2016b). Son recursos identitarios que pueden distorsionarse para crear una imagen positiva. En diversos contextos nacionales, atravesados por conflictos armados internos, guerras internacionales, dictaduras u otras formas de conflicto, se han construido y desarrollado acciones colectivas y políticas de memoria que fortalecen identidades nacionales, con el objetivo de alcanzar réditos, movilizar emociones, generar pertenencias, apoyar políticas, aprobar la violencia y fortalecer intereses. Algunas de las investigaciones más significativas sobre este tema se han realizado en Israel, laboratorio vivo para esta temática, pues es una nación creada en medio de un conflicto fuerte entre dos pueblos, con historias y culturas diferentes, que se repartieron forzosamente un territorio. En la actualidad, existe un acervo de memoria sostenido por el Estado de Israel acerca del conflicto árabe-israelí que legitima su política bélica.
La memoria judía, que había servido históricamente para hacer sobrevivir y mantener la cohesión e identidad del pueblo judío en la diáspora por Europa4, dio lugar a la construcción de una identidad nacional basada en la ideología sionista, en sinergia con políticas de Estado, educadores, medios de comunicación, etc. (Bar-Tal, 2010; Hammack y Pilecki, 2015). Así, se construyó una memoria centrada en la persecución y victimización histórica (Zafrán y Bar-Tal, 2003; Halperin, Bar-Tal y Nets-Zehngut, 2008; Bar-Tal y Halperin, 2014); por lo cual, el enemigo árabe ahora no es diferenciado de antiguos enemigos. De esta manera, se constituyó una lógica victimista y una identidad patriótica que impide la paz (Bar-Tal, 2010; Halperin y Bar-Tal, 2011).
Sin embargo, en los primeros años del Estado israelí, la vivencia del Holocausto fue utilizada en un sentido contrario al victimista por parte del Gobierno, que consideró a Israel muestra y legado de la resistencia al nazismo, una representación de los judíos que no se dejaron matar (Yurma, 2008). Actualmente, la guerra, la muerte y el recuerdo son el soporte para la construcción social de condiciones narrativas que unifican la nación (Ben-Amós, 2003); por ello, el Estado promueve fiestas conmemorativas que reproducen simbólicamente el pasado y establecen relaciones con el presente. Estas mantienen la autoconciencia de nación y dan lugar a una cultura de exclusión, de eliminación del enemigo y de autovictimización que justifica la violencia (Bar-Tal, 2003; Dalsheim, 2004; Halperin y Bar-Tal, 2011).
Otro escenario sobre el que se han hecho muchas investigaciones es Rusia y las repúblicas que formaron parte de la antigua Unión Soviética. Por su proceso histórico, son naciones que están construyendo su propia ideología, memoria e historia nacional a partir de hechos y relatos leídos como fundamento para su constitución. Gross (2002) afirma que la identidad nacional en Estonia derivó de la combinación de recuerdo, invención y olvido. Además, identifica una fuerza de resistencia contra la dominación soviética entre 1948 y 1990. Este autor, mediante las narrativas de los habitantes, analiza la historia a la luz de las invasiones sucesivas de diferentes pueblos dominadores (los suecos, los nazis y los rusos), que no les ha permitido desarrollar su propia historia.
Garagozov (2008a, 200b) compara las narrativas de memoria de Rusia, Armenia y Azerbaiyán y reconoce tres formas distintas de conservación y transmisión, apoyadas en diferentes instituciones y representaciones. Por un lado, Rusia responde a un modelo de oficialización con una historia proveniente del Estado y difundida en escuelas y múltiples medios propagandísticos. Por otro lado, a los armenios la religión y el ser víctimas de un genocidio les permitió construir relatos de conciencia nacional de sufrimiento e infortunio. Finalmente, para los azerís, la memoria tiene una base cultural ligada al folklore: canciones, cuentos, leyendas e historias populares constituyen una épica nacional. Todas estas formas de memoria se convierten en modos de lucha contra la amnesia generada por la dominación soviética.
Wertsch (2008a) identificó plantillas narrativas esquemáticas, es decir, relatos históricos estereotipados que forman parte del acervo cotidiano de la población general. En este caso, los rusos se identifican como un pueblo pacífico que ha vivido en armonía y ha sido invadido en diversos momentos de la historia por pueblos expansionistas (mongoles, suecos, franceses y alemanes); aunque durante esos momentos sufrieron horrores, tuvieron un proceso de resistencia heroica, hasta expulsar al enemigo y recuperar la armonía. Esta plantilla los ubica en un escenario de victimización que legitima su acción defensiva y un espontáneo nacionalismo ruso. De hecho, para algunos autores, la historia oficial, más que ser impuesta por un grupo de poder, se inserta en estas plantillas narrativas construidas en procesos históricos de negociación de significados (Tumarkin, 2003; Wertsch, 2008a, 2008b). Esto no significa que no exista manipulación, sino que se han configurado relatos estereotipados que generan un marco moral de identificación y mitos nacionalistas. Por esto, es fundamental una perspectiva crítica que permita identidades colectivas más abiertas y complejas (Wertsch, 2008a). Por ejemplo, sorprende que en estas plantillas narrativas haya tanto silencio, especialmente en Rusia, con respecto al dolor y sufrimiento que implicó para estos países el sistema comunista y el Gulag (Cuesta, 1998b; Todorov, 2002).
Este escenario se complementa con los estudios sobre países de Europa oriental pertenecientes al bloque socialista que han redefinido sus relatos históricos a partir de la caída del comunismo. En este sentido, Carla Tonini (2009), en Polonia, muestra que las manipulaciones de quienes ostentan el poder no han permitido un proceso de memoria que revise la sociedad frente al comunismo. Al contrario, se ha retomado una memoria mítica nacional centrada en resistencias, sufrimientos e inocencia, cargada de orgullo nacional, victimización y religiosidad, clave fundamental de la identidad polaca. Pero esta memoria no ha sido confrontada con una discusión política y académica compleja, lo que cierra la oportunidad de comprender la vinculación de polacos en acciones xenófobas y antisemitas y la forma cómo el régimen comunista había permeado gran parte de la sociedad (Kwiatkowski, 2006; Hewer y Kut, 2010; Szacka, 2006).
Ahora bien, entre los países que surgieron a partir de la ruptura de la antigua Yugoslavia, se resaltan visiones esquemáticas del pasado y lógicas de olvido selectivo, en las que el tema de la guerra se evade o se trata mediante memorias de diversos grupos nacionales con interpretaciones diferenciales. Además, se construyen identidades (macedonios, montenegrinos, eslovenos, etc.) que son puestas al servicio de proyectos políticos etnonacionalistas (Roudometof, 2002; Kuzmanic, 2008). Para serbios y croatas, las memorias de agresión y victimización han fundamentado su construcción de identidad y la lectura de su historia (Gold, 2007). En efecto, el nacionalismo serbio exacerbó los demás (el croata, el bosnio, el kosovar, etc.) a tal punto que Ignatieff (1999) afirma que no sabía si cuando se justificaba una acción violenta se estaba hablando de algo que pasó el día o el año anterior, en 1991, 1941, 1841 o 1441. Además, Ignatieff explica cómo mediante una memoria cerrada, literal y una visión del enemigo se puede ejercer violencia contra otro sin sentir resquemor.
Mellon (2008), en Bosnia-Herzegovina, afirma que se están borrando pedazos de la historia, memorias de una identidad pública y cívica cuando, a nombre del nacionalismo, se retiran de la ciudad de Sarajevo documentos, monumentos y obras de arte que recuerdan la convivencia de varias tradiciones, culturas y etnias. De la misma forma, Rivera (2008) se pregunta por la historia oficial que está construyendo el gobierno de Croacia, pues, con el objetivo de publicitar el país para el turismo, ha excluido de su presentación histórica cualquier referencia a la guerra de Secesión de Yugoslavia, para intentar asemejarse a sus vecinos de Europa occidental. El problema es que, al imponer este relato al país, se desconocen daños causados y sufrimientos de la población durante la guerra.
Por otro lado, en algunos países de Europa occidental, apareció una crítica al discurso memorialista de la identidad nacional a partir de los noventa. Al estudiar en profundidad este proceso, Dogliani (2009) presenta cuatro momentos de la memorialización en Europa:
En el siglo XIX y hasta la Primera Guerra Mundial, primó la monumentalización del Estado, la identificación con héroes y relatos de origen (Nora, 1997).
Después de la Primera Guerra Mundial, prevaleció la memoria del sacrificio colectivo. El Estado se hizo cargo de aquellos que lucharon por sus intereses (Anderson, 1993).
La Segunda Guerra Mundial generó memorias encontradas y en pugna, especialmente en Francia, Italia y Alemania.
Ya en los noventa, hubo un giro y se abrió la discusión pública sobre las formas de recordar. En estas, la ciudadanía participó en la construcción de una memoria democrática.
En Francia, han emergido algunos discursos que cuestionan la identidad nacional construida (Duclós, 2009). Memorias del colonialismo, de la inmigración, de la esclavitud o del colaboracionismo y el filonazismo de grandes capas de la población (Groppo, 2002) retan a memorias de la resistencia, la libertad y la fraternidad. Estas últimas se han usado para buscar la cohesión nacional y le permitieron a Francia sumarse al grupo de naciones que vencieron en la Segunda Guerra Mundial. En este sentido, en Italia, donde el fascismo pervivió en muchos sectores de la sociedad, por la falta de una revisión histórica profunda (Perra, 2010), se creó un relato mítico que encubrió su memoria. La narrativa épica de la resistencia le permitió a Italia una negociación ventajosa al finalizar la Segunda Guerra Mundial y ocultar su vinculación con crímenes de guerra y su alianza con el régimen nazi. En este país, no ha sido posible lograr una memoria compartida por todos los lugares (Giesen, 2004; Focardi, 2009; Dogliani, 2009), lo que ha tenido impactos en la identidad nacional y ha dado lugar a brotes de neofascismo en los últimos años, que demuestran que este siempre estuvo oculto (Perra, 2010). En Alemania, la identidad nacional está atravesada por el trauma histórico que dejó el nacionalsocialismo, la Segunda Guerra Mundial y el Holocausto. Los mismos nazis construyeron una gran parafernalia mnemónica que copó la vida cotidiana y el discurso con tres valores simples: fuerza, sacrificio y victoria, unidos a la obediencia, generaron una identificación que determinó la acción de gran parte del pueblo alemán (Giesen, 2004).
Después de la derrota, emergieron distintas memorias en Alemania: algunas enmarcadas en la resistencia al fascismo durante la República Democrática Alemana (comunista), que ignoraron las memorias de las víctimas del Holocausto; y otras en las que primó el silencio en la República Federal (capitalista) (Cuesta, 1998a; Groppo, 2002). Sin embargo, el cambio en el contexto internacional obligó a Alemania a enfrentar su pasado a través de procesos jurídico-políticos (Cuesta, 1998b). Entonces, la construcción de identidad nacional se vio atravesada por un debate entre su fundamentación en la historia, la tradición, el vínculo nacional, la grandeza de Alemania (defendido por Nolte) y el patriotismo constitucional, que subraya los valores democráticos, de ciudadanía y de derechos (Habermas, 1997). Todavía hay contradicciones entre memoria y silencio en las construcciones identitarias de tres generaciones en relación con la Segunda Guerra Mundial: silencio en la primera generación, culpa en la segunda y vergüenza en la tercera, aquella que ha intentado memorializar esta experiencia en una lógica de responsabilidad (Giesen, 2004; Dresler-Hawke y Liu, 2006).
También Italia, Holanda, Noruega o Francia se mueven entre el silencio y la memoria, entre responsabilidades asumidas y transferidas a otros; en estos países hubo colaboración con el nazismo y con el Holocausto, pero prevalecieron otras narrativas, centradas en la resistencia y en la alineación con los vencedores. La cuestión es que en Europa los discursos de memoria pasaron de una mirada enfocada en el héroe (una memoria épica) a una que privilegia a la víctima (una trágica) puesta de frente con la del victimario. El problema es que nadie quiere desempeñar este papel, mucho menos para asumir una culpa colectiva (Giesen, 2004). Por otra parte, en España, hay una enorme dificultad para apropiarse de una identidad nacional (Aguilar y Humbelaek, 2002). Para algunos autores, esto se relaciona con un problema de élites políticas que se distancian del franquismo, ya que las identidades se configuran en estrecha relación con las memorias divididas sobre la Guerra Civil, la represión franquista, el exilio y la filiación política, tal como lo han mostrado Herranz y Basabé (1999), Bernecker y Birnkmann (2004) y Erice (2006).
En los países latinoamericanos, en particular los del Cono Sur, el tema de la identidad nacional y la memoria se construyó con la historia de la Independencia, los héroes y la formación de las nuevas naciones (Anderson, 1993). Allí las dictaduras quisieron ligar sus acciones a esta identidad nacional, a la salvación de la patria y a la lucha contra un enemigo interno (Jelin, 2002, 2014); por tanto, se valieron de relatos de autoglorifación y exhibición de un triunfo militar para justificar su acción, relatos que empataban con discursos identitarios de memoria nacionalista. En Latinoamérica, se apeló a la necesidad y al destino como argumento legitimador. Los militares se justificaron argumentando que una necesidad histórica los llevó a una batalla contra la subversión para librar a la civilización occidental y cristiana del caos y la anarquía que portaba el enemigo comunista (Jelin, 2003)5. Este discurso heroico disfrazado de sacrificio (Achugar, 2007), que no ha sido utilizado solo en este lado del mundo (Bobowik, Páez, Liub, Licatac, Kleinc y Basabe, 2014), fue un referente para la población. Esto hizo que la memoria oficial fuera problematizada en estos países y no fuera reconocida por múltiples sectores sociales, lo que llevó a que surgieran memorias resistentes que promovieron nuevas formas y cuestionaron la identidad colectiva (Blair, 2016). Según Jelin (2002, 2014), el pasado dictatorial de los cinco países del Cono Sur no está cerrado. Es central en la política del presente, porque las cuentas no están saldadas ni institucional ni simbólicamente y los impactos perviven. Para Jelin (2002)6, conmemoraciones, monumentos, lugares de memoria y fechas de celebración son portadores de relatos sociales que implican una disputa por los sentidos y las identidades. Estos escenarios no tienen un significado unívoco en la sociedad, sino que están ligados a procesos identitarios relacionados con la construcción del Estado nación: un pasado común, fechas y hechos que son transmitidos regularmente por el espacio escolar. Pero estos procesos son cuestionados permanentemente por la acción pública, simbólica, performativa y documentada de una memoria que subvierte la historia oficial (Blair, 2016).
Colombia
En Colombia, las investigaciones sobre memoria han estado vinculadas en mayor medida a los registros resistente y terapéutico, puesto que se han realizado en medio del conflicto armado. En cambio, los procesos de memoria identitaria promovidos por instituciones de poder y por las élites de nuestro país no se han estudiado con la misma intensidad y abundancia. Aun así, trabajos como los de Aponte (2013) muestran que en Colombia existen agentes de poder con recursos para posicionar sus memorias y configurar un marco histórico que construye identidades en las nuevas generaciones. En este, la memoria oficial se considera un régimen de verdad sobre el pasado y se cristaliza como referente obligado para la población a través de tres estrategias: sobre proyección, repetición y descontextualización.
En este sentido, Martínez y Silva (2013) afirman que los agentes oficiales (estatales) encargados de la construcción de memoria promueven relatos dirigidos a una reconciliación nacional, que pasa por alto procesos estructurales que dieron origen a las violencias. Esto en contraposición al discurso de los movimientos sociales, que ponen en una posición central al sujeto-víctima y al sujeto de derechos en procesos de disputa por los sentidos de la memoria (Villa, 2009; Jaramillo, 2013).
En Colombia, se puede observar la manera cómo las élites construyeron un discurso hegemónico que ha excluido, silenciado y eliminando cualquier posibilidad de diferencia y oposición (Barrero, 2008, 2010). Mediante memorias oficiales, las élites ocultan y violentan relatos alternativos y sus agentes portadores. Precisamente, Cabrera (2013) y Castellanos (2014) muestran que los discursos de la seguridad democrática difundidos durante el gobierno de Álvaro Uribe Vélez han sido determinantes en las configuraciones identitarias marcadas por una extrema polarización en diversos sectores sociales de la población. Esta se ha llevado a cabo a partir de la construcción de la imagen de un enemigo absoluto, al cual es legítimo eliminar y destruir (González, 2015; Angarita Cañas et ál., 2015).
Por esta razón, para los movimientos de derechos humanos y de víctimas, estudiar y fortalecer el registro resistente de memoria es una prioridad. Se pretende reconstruir sentidos y combatir el olvido al ligar la memoria a la denuncia de graves violaciones de derechos humanos e historias silenciadas de miles de víctimas. Así, investigaciones como las del Centro de Memoria Histórica han sido un aporte fundamental para reconocer una historia que diversos sectores sociales niegan. Recoger estos trabajos sería tema para otro texto. En todo caso, los aportes de Castillejo (2007, 2008, 2010, 2013),Jaramillo (2012), Jaramillo y Del Cairo Silva (2013), Maya (2010), Álvarez (2013), Villa (2014, 2016a, 2016b), Blair (2016), entre otros, han roto con este discurso predominante en la investigación social, las ONG y el movimiento social. En este, se reifica la memoria como una forma de liberación y de transformación y se da cuenta de cómo incluso estas memorias de las víctimas pueden ser utilizadas por el Estado y por sectores con poder para legitimarse (Maya, 2010).
Las anteriores son memorias encasilladas en plantillas narrativas que domestican relatos con poder subversor, que ponen la atención en aquello que no cuestiona las estructuras del poder político o económico (Castillejo, 2013), mediante monumentos, imágenes, espacios, que no siempre recogen procesos transformadores (Jaramillo, 2012; Jaramillo y Del Cairo Silva, 2013). Pueden ser también memorias victimistas, que no confrontan poderes y enfatizan en un lugar socialmente aceptado: el de víctima sufriente, despolitizada, que genera conmiseración y compasión, pero no compromiso con transformaciones significativas (Villa y Insuasty, 2016). Martín-Baró (1998) diría que es una memoria fatalizante, en la que el relato impuesto en los últimos años está encuadrado y domesticado: refuerza el fatalismo y no va al fondo de los conflictos históricos. Este es un registro identitario paradójico y complementario al nacionalista y patriótico, que también se pone al servicio de poderes establecidos históricamente. Entonces, tampoco estas memorias permiten ver la complejidad de los conflictos históricos del país e impiden a la gente ver toda la potencialidad de su historia vital, que también ha sido de resistencia (Blair, 2016).
Estas plantillas narrativas, como relatos estereotipados, se convierten en una forma de diluir la propia subjetividad y la fuerza que puede tener el testimonio cuando se nombra desde un lugar de poder personal y colectivo. Es paradójico: se pierde contacto consigo mismo, con la colectividad y se asume un papel asignado en un escenario de transacción, limitado por un marco legal7 y otros procesos abiertos por el Estado y sus instituciones. Con esto, se desempeña el papel de víctima con un impacto profundo y negativo en la identidad (Villa y Insuasty, 2016; Arévalo, 2010).
Así, paradójicamente, un logro del movimiento social, al visibilizar las memorias ocultas, termina corriendo el riesgo de construir un estatuto identitario en el que la gente desempeña un papel asignado: la víctima "damnificada", "traumatizada", "pobrecita" ofrece "testimonio" en una plantilla sentimental, estetizante, lacrimógena y banalizada. Esta, contrario a lo esperado, se escucha poco y no logra convocar a esta sociedad a transformar el ethos psicosocial que apoya la guerra (Villa, 2016b), que mantiene el statu quo y que poco se preocupa por la realidad de esa gente que habla de su dolor y su sufrimiento. De esta manera, no es muy distante de otras narrativas descritas en este texto (Polonia, Rusia, Balcanes, etc.).
Finalmente, se logra domesticar la lucha social y política, mientras que estas memorias se toleran, se promueven y se presentan. Estas pasan a formar parte de una parafernalia performativa que se queda en la superficie, tanto en lo psíquico como en lo sociopolítico y cultural. Al final, refuerzan la historia oficial, los marcos interpretativos construidos por las élites, ayudando a solventar el discurso patriotero de ciertos sectores del espectro político (Villa, 2016a). Pero cuando las memorias comienzan a tocar intereses, cuando hablan del poder de la gente, de su deseo de cambio social e interrogan la conciencia de la sociedad y ponen en aprietos a los referentes identitarios y morales del establecimiento, en este mismo momento, se hacen peligrosas (Gentile, 2015). Entonces, se les cierran escenarios de expresión y se les niega la posibilidad de una identificación social y cultural.
Conclusión
Las narrativas y los relatos de memoria desempeñan un papel fundamental en la construcción de la identidad personal, grupal, étnica y nacional. En este punto está parte de su valor político e ideológico, gracias a la mediación que realizan las dinámicas de poder. Por tanto, si se toma como unidad de análisis la identidad nacional, es posible identificar que, en diferentes latitudes, se han promovido relatos nacionalistas que legitiman un status quo y benefician los intereses de ciertos sectores sociales. De esta manera, se configuran identidades cerradas que cristalizan dichos relatos y cierran las posibilidades de cambio y transformación social.
La memoria colectiva deviene como acción política e ideológica y como escenario de disputa del poder para posicionar relatos y configurar subjetividades e identidades. Por esta razón, no es posible establecer una relación lineal entre memoria y transformación social, puesto que aquella puede usarse para construir identidades que favorecen situaciones de injusticia, exclusión y violación de derechos, a la luz de una amplia gama de argumentos, como la victimización, el heroísmo, la autoglorificación, etc.
En este contexto, es fundamental comprender y analizar los relatos, las narrativas, las representaciones y las cristalizaciones de memoria mediante los discursos oficiales, más allá de su descalificación preconceptual como provenientes de agentes de poder institucional, político y económico. Si bien estas memorias portan intereses que definen identidades, formas de relación social y configuraciones de la vida cotidiana en los territorios, es más potente evidenciar su historicidad, sus marcos de construcción, sus intereses y sus formas de producción de subjetividad. Desde allí, es posible deconstruirlos, limitar su poder, situarlos en escenarios de diálogo y debate, en un marco democrático que permita también la emergencia de las memorias alternas y subterráneas.
Con esto se hace posible un escenario para la construcción de paz, democracia y transformación sociopolítica y económica, en el que haya diversos relatos, interpretaciones y formas de comprender el pasado a modo de memorias incluyentes (Todorov, 2002). Estas permitirían el reconocimiento de la pluralidad y el consenso de representaciones que configuren una identidad o diversas identidades entrelazadas que formen como nación.