Introducción
Considerando los datos obtenidos a partir del Registro Social Calle del Ministerio de Desarrollo Social y Familia (Ministerio de Desarrollo Social, 2019), de las 14 337 personas que viven en la calle en Chile a la fecha, 387 de ellos corresponden a extranjeros. Desde la Fundación Gente de la Calle pensamos que la cifra es engañosa, puesto que, por una parte, considera solo a quienes han respondido efectivamente a dicho instrumento, es decir, personas migrantes con cédula de identidad chilena, y, por otra, excluye a quienes se encuentran en situación irregular en cuanto a la obtención de su documento de identificación, por lo que se proyecta que la cifra real es mucho más elevada.
Esta imprecisión en un documento de carácter ministerial oficial no es casual, más bien opera como el reflejo de un modo específico de hacer política basado en la gestión de la vida de ciertas personas, que no pone el foco en sus conflictos y situaciones vitales, las cuales deberían estar resguardadas por su pertenencia al grupo social. La existencia de tales antecedentes nos desafía a abordar los temas vinculados tanto a las Personas en Situación de Calle (en adelante PSC), como a la migración, desde una perspectiva crítica. Con esta se pretende visibilizar las "fallas" estructurales de un sistema que al menos a nivel local, mediante omisiones y medidas restrictivas, (re)produce la existencia de sujetos migrantes en situación de calle. Tal afirmación se sustenta, entre otros elementos, en la constatación de que en Chile no existe una política pública para la erradicación de la situación de calle1, y de que el entramado de las acciones que se implementan para el tratamiento de la temática corresponde a iniciativas parciales por parte de los gobiernos, o de instancias de la sociedad civil, que con sus recursos intentan aportar al tratamiento de dicha problemática. Esta situación se complejiza aún más cuando se trata de migrantes, puesto que a esta especie de "omisión" de política pública para la erradicación de la situación de calle, se suma una política migratoria de corte nacionalista que implementa medidas de "securitización" (Domenench, 2017; 2018) en las normativas dirigidas a los migrantes; las que priorizan el mantenimiento del orden nacional, por sobre la vida de los migrantes, categorizándolos como sujetos legales/ilegales (Domenench, 2017) y con ello construyendo la identidad y el imaginario del migrante con base en reduccionismos.
Respecto a los procesos migratorios y las respuestas de carácter político, y a partir de las investigaciones de Stefoni, pueden distinguirse, en términos generales, al menos tres periodos en la historia migratoria reciente de Chile: un primer momento antes de la dictadura de Pinochet, cuando se buscaba una inmigración de habitantes de países europeos (2011); un segundo momento, que ocurre con la dictadura militar en la que hay una legalidad que tiende a criminalizar al migrante tratándolo como no deseado (2011); y un tercer momento en las últimas tres décadas, cuando la migración a nivel local y regional cambia sus características, presentando otras nuevas y "hasta entonces desconocidas: concentración en Santiago, origen latinoamericano, proceso de feminización e inserción laboral segmentada" (Stefoni y Stang, 2017, p. 112), con lo que Chile comienza a tener un mayor protagonismo en calidad de país receptor, primero de población mayoritariamente peruana, luego haitiana y actualmente de una mayor diversidad (Stefoni, 2017).
Por otro lado, se ha de considerar que ante tales flujos migratorios, la Ley de Extranjería y Migración actual data del año 1975, por lo que se encuentra obsoleta para un abordaje real y efectivo de las nuevas características de tales flujos migratorios. Con esto se dificultan y ralentizan los procesos de regularización migratoria, manteniendo al migrante en una situación de extrema vulnerabilidad, ya que sin documentos toda acción y configuración de su identidad y experiencia migratoria ocurre desde la ilegalidad. Un ejemplo de tales planteamientos se constata cuando, el 8 de abril del año 2018, el presidente Sebastián Piñera Echeñique, declara al país la puesta en marcha de medidas administrativas en cuanto a materia migratoria, que vendrían a "ordenar la casa" con el eslogan de "promover una migración segura, ordenada y regular"2. Lo que da paso al proceso de regularización extraordinaria, en donde se elimina el visado por motivos laborales y se agregan nuevos visados como, por ejemplo: la visa consular de turismo para Haití, que finalmente controla el flujo migratorio proveniente de la isla3, la visa de responsabilidad democrática para la población venezolana y la visa de orientación nacional, entre otras, en las que se refleja una clara diferenciación en el modo de relacionarse con los extranjeros, estableciendo diferencias a partir de sus nacionalidades de origen.
El contexto y la construcción social del migrante en Chile
En los últimos treinta años, la migración en el contexto latinoamericano ha presentado diversos cambios estructurales, entre los cuales es posible reconocer el aumento en el flujo sur-sur, la feminización de la migración y la precarización de esta (Stefoni y Stang, 2017). Esto se ha dado fundamentalmente porque la condición de la persona queda reducida al trabajo y porque el estatus de "no ciudadano" del migrante en el contexto de una exclusión inclusiva (Espósito, 2005, p. 18; Agamben, 2006, p. 16) expone su vida a una desprotección legal donde la violencia pareciera estar justificada gubernamentalmente (Foucault, 1998). Estos elementos, sumados a la adscripción social que se da al migrante vinculado a la pobreza, provocan que en muchos casos ser migrante signifique vivir en condiciones de precariedad y vulnerabilidad; donde ser migrante en situación de calle, representa una profundización de tales vulneraciones, lo cual nos obliga a abordar la problemática en términos de vida desnuda, en cuanto ella se encuentra extremadamente desprotegida y constituye una situación de riesgo vital y mortal. En ese sentido, el cruce entre el fenómeno migratorio y la situación de calle se presenta hoy como una interpelación directa a nuestra humanidad y a nuestra capacidad de apertura al otro, precisando de acciones concretas para su erradicación.
En el caso de Chile, la principal consecuencia que se genera a partir de estas modificaciones estructurales del fenómeno migratorio es que, desde la década de los noventa, el país se posiciona como un importante receptor de sujetos migrantes, principalmente de los países vecinos como Perú, Bolivia o Argentina, para luego recibir a miles de personas de otras partes del mundo. Según el Instituto Nacional de Estadísticas (INE, 2019), a diciembre del 2018, el número de extranjeros con residencia temporal o definitiva era de 1 251 225 personas. Con respecto al perfil, 646 128 corresponden a hombres y 605 097 a mujeres, de los cuales el 60 % se encuentra en un promedio de edad entre 20 y 39 años, rango etario ideal para el desempeño laboral, siendo las nacionalidades venezolana, peruana y haitiana las que lideran las colonias de migrantes.
El problema que enfrentamos no es el número de residentes extranjeros, sino que la política en materias migratorias, además de no estar actualizada -siendo una política de más de cuarenta años-, no es suficiente para responder a tales cambios sociales. A partir de esto, ocurre que mientras la tendencia mundial de la sociedad se direcciona hacia la idea de que migrar es un derecho humano, donde "la protección de los derechos de los migrantes constituye un horizonte normativo que adquiere vigencia y centralidad en la agenda política, así como en la institucionalidad migratoria en América del sur" que es avalada por diversos instrumentos4 (Stefoni y Stang, 2017, pp. 6-7); la política local no logra adosarse a tal lineamiento porque opera desde medidas transitorias y proyectos de extranjería, y no desde la producción de leyes ni de políticas migratorias en concordancia con tales objetivos. Este desfase, o no concordancia, pasa por una forma específica de hacer política, que es de carácter no político, en cuanto omite y solo administra la problemática (Stefoni, 2011, p. 81), la que en conjunto con la manera de gestionar la vida, estableciendo un control biopolítico sobre lo vivo a partir de la posibilidad de provocar la muerte (Foucault, 2006a, p. 146; Castro, 2008, p. 188), produce situaciones de irregularidad en la condición del migrante. Allí, finalmente, el Estado se posiciona como un importante agente de (re)producción de sujetos migrantes en situación de calle, así como también, de un racismo de Estado, del tipo biológico-social, que naturaliza el factor racial, donde este "en forma permanente, incesante, se infiltra en el cuerpo social (o mejor dicho, se reproduce ininterrumpidamente dentro y a partir del tejido social)" (Foucault, 1998, p. 56). Esto significa que aunque exista un intento por comprender la situación del migrante, y la valorización de su vida como "ciudadano de mundo", la migración en su dimensión política aún se construye desde la securitización y el binomio "legalidad/ilegalidad" del migrante (Domenech, 2017).
La primera política migratoria promulgada en Chile es de corte racista y selectivo, data del año 1945 y fue elaborada bajo el concepto de nación; además, intenta "mejorar la raza local" (Tijoux, 2012, p. 18) estableciendo una ley que "beneficiaba a extranjeros que se establecieran en Chile" (Stefoni, 2011, p. 84). Por otra parte, la política migratoria actual data del año 1975 y fue elaborada en un momento crítico para el país, gobernado por agentes del Ejército y bajo una dictadura que relegaba todo lo diferente al estatus una amenaza, constituyendo a la migración como parte de ella, desde el enfoque de securitización antes mencionado (Domenech, 2017, p. 36), que es tendencia en las políticas migratorias de la región latinoamericana (Domenech, 2017; Steforni, 2011). Por otra parte, Thayer (2016) menciona que, debido a esta política restrictiva, se visualiza al migrante como un chivo expiatorio, quien más que buscar mejores alternativas de vida en vistas de su condición, termina siendo una carga para el Estado, amenazando su estabilidad socioeconómica.
Lo que hay tras esta gubernamentalidad, entendida como una tecnología que controla al individuo y a la población a partir de los procesos de subjetivación (Foucault, 2006b, 2006c), es la construcción de la figura del migrante peligroso al amparo de la ley que avala procesos de racialización (Tijoux citado en Stefoni, 2012, p. 26). Por ejemplo, en 1975 se cambia la palabra 'inmigrante' por la de 'extranjero' en la redacción de la ley, lo que elimina cualquier referencia al migrante deseado y antes buscado constitucionalmente (Stefoni, 2011, p. 85), y se acerca mucho más a la caracterización del migrante bajo una connotación negativa, como extraño llamando a la puerta, donde se acentúa la diferencia en sentido negativo, al concebirlo como ajeno (Bauman, 2016); como desechos humanos y vidas desperdiciadas, al situarlo como paria en el contexto de creciente "desarrollo" (Bauman, 2005); o como aquel que no tiene nada que entregar y que por ello despierta sentimientos aporófobos, donde lo que predomina es un rechazo a la colectividad "migrante" más que a la persona, específicamente por su condición de "pobreza" material (Cortina, 2017).
De acuerdo con Stefoni (2011), es posible afirmar que la construcción social del migrante como un sujeto peligroso tiene sus orígenes en una legalidad que genera condiciones para que el migrante se encuentre en situación de irregularidad. Esta, lejos de eliminarse en periodo de democracia, sigue operando bajo estas tensiones, lo cual se observa en hechos como tener que optar por visas selectivas para tener una condición regular en el país, como por ejemplo, la visa sujeta a contrato, la visa para profesionales y técnicos, la visa para embarazadas, la visa para niños, niñas y adolescentes, entre otras. Sin ir más lejos, esto se puede ejemplificar con las medidas administrativas en materias migratorias que comenzaron a operar desde abril del 2018 en el contexto del actual gobierno del presidente Sebastián Piñera, a través del proceso de regularización extraordinaria. El proceso básicamente consiste en posibilitar a todo migrante que estuviese hasta ese momento en situación irregular o regular (Clínica Jurídica Pontificia Universidad Católica, 2018) a optar por una visa temporaria, principalmente para llevar un registro y control de esta población en el país.
Ser migrante en situación de calle: fractura y sacrificio
Hasta aquí algunas referencias a la configuración social del migrante por parte del Estado. Pero la pregunta es otra. En el intento de un trato hospitalario hacia quienes deciden migrar, es necesario reconocer que la configuración que el migrante hace de sí mismo es tan importante como la construcción social del sujeto migrante. Sumado a esto, se ha de precisar que la pregunta busca indagar acerca de la particularidad del migrante en situación de calle desde la autopercepción y la construcción de la propia identidad.
Desde la experiencia del Programa Bienvenidos5 de Fundación Gente de la Calle6, es posible apreciar que el perfil entre un chileno y un migrante en situación de calle es distinto. Las noventa atenciones y acompañamientos, realizados y sistematizados en el programa desde que inició, dan a conocer que el 97 % de los migrantes señala como causas de encontrarse en situación de calle la burocracia en cuanto a la obtención de documentación chilena que posibilita al extranjero acceder a un trabajo formal y seguro, las largas esperas en las solicitudes de citas de atención con el departamento de extranjería y migración para cálculos de multas o estampados de visa, así como también la lentitud en el análisis de documentación enviada por los solicitantes. Es cierto que las razonas por las que una persona llega a vivir en la calle responden a la más diversa índole; no obstante, en el caso de los migrantes, hay una lógica que se repite: a la dificultad para regularizar su documentación y a la falta de trabajo, entendidas como elementos circunstanciales y externos a la interioridad del migrante, le sobreviene un conglomerado de factores subjetivos que constituye la identidad del migrante en situación de calle.
El punto de partida es la premisa de que todos los migrantes comparten las características que devienen de la migración como fenómeno social estructural, donde se enfrentan a una gran vulneración por parte del Estado, bajo la irregularidad de un migrante sin documentos; y por la sociedad civil, que entre otras cosas lo considera como una amenaza a su estabilidad laboral. Pero luego, se ha de considerar que, en el intento por concretar un proyecto migratorio, advienen elementos complejos de corte psicológico que van configurando subjetividades; es posible afirmar que el modo como el migrante configura su experiencia en sentido ideal y concreto resulta fundamental para la realización de su proyecto (Thayer, 2012). Según Thayer (2016), este proceso de construcción identitaria opera muchas veces desde un desajuste en su biografía, donde "la noción del migrante se asocia al desarraigo, a la capacidad de adaptación, al sacrificio, y a la búsqueda de la seguridad y la estabilidad económica" (p. 89).
El desarraigo, entendido como la sensación de vacío respecto de lo que se reconoce como propio, es un sentimiento de incertidumbre que se produce cuando el sujeto se distancia de su lugar habitual y comienza a vivir nuevas experiencias en un país totalmente distinto al propio en cuanto a cultura y costumbres. Esta separación implica que el sujeto no se sienta parte de ningún sitio, cuestionándose el sentido de la pertenencia tanto al país de origen, como al país al cual se ha decidido emigrar. El desarraigo compromete una ruptura respecto de lo propio, de las raíces natales en el país de origen, su familia y amistades; y de los vínculos sociales construidos en el país actual, los que se ven expresados en una trayectoria migratoria de no pertenencia (Thayer, 2016). Como señala Elena de la Aldea (2019): "Los migrantes llegan a destino con altos niveles de debilitamiento y fragilidad, ya que los humanos nos sostenemos y tomamos fuerzas en nuestros afectos, en nuestros referentes espaciales y temporales. Y nos debilitamos sin ellos, aunque luego las recuperemos" (p. 49).
Respecto a la capacidad de adaptación, el autor comenta que cuando el migrante se torna al país de destino comienza la etapa de incorporación, en la que la persona desarrolla la capacidad de comprender los nuevos códigos sociales que emanan de la cultura del nuevo país de residencia, para complementarlos con los códigos propios adquiridos en el país de origen, con el fin de adaptarse a la sociedad de la manera menos conflictiva e invasiva para sí mismo. Este proceso supone que el migrante comienza a construir una "vida nueva" que implica el crear nuevas redes sociales, ser parte de una comunidad, un equipo de trabajo, etc. Sucede con esto que el sujeto comienza a reconstruir su sentido de pertenencia, pero ya no arraigado necesariamente a su país de origen, lo que complejiza el reconocimiento de su posición social tanto en su origen como en su destino. Esto puede comprenderse mejor a partir del concepto de transnancionalidad, entendido como una relación directa con la nación de origen, aun cuando el individuo viva y se desarrolle en otro país, generándose un vínculo entre ambos o, como lo explicarían Alejandro Portes y Guarnizo (1991), entendiéndose como las prácticas frecuentes y sistemáticas entre el lugar de origen y el lugar de destino.
A partir de los relatos7 recogidos en Bienvenidos, se comprende que migrar implica una decisión compleja que repercute directamente en toda la dinámica familiar, quienes muchas veces deciden en conjunto quién será el que realice el viaje; esta persona tiene la responsabilidad de cumplir con las expectativas personales y del grupo familiar, y "pasa a postergar afectos y relaciones significativas en función de acceder a una promesa de bienestar" (Thayer, 2016, p. 87). Este proceso se define como sacrificio, entendido como la postergación del tiempo de la persona que toma el rol de proveedor y migra, en función del desempeño en el trabajo que es justificado por las remesas. Este es el ejemplo más material y concreto de sacrificio y fractura.
El sacrificio en el sentido de don, o darse para algo y a cambio de algo, es originario de una relación del tipo contractual, por lo que siempre implica una pérdida o una expropiación de la subjetividad (Espósito, 2005. p. 92) que no necesariamente corresponde a su vaciamiento radical, pero que en el caso del migrante en calle pareciera no tener ninguna reciprocidad o compensación: he ahí la profundidad y el vacío de la fractura.
En el proceso identitario del migrante, hay una escisión de su identidad en la medida en que ella se constituye de elementos que parecen configurar dos vidas separadas en un mismo sujeto. La dificultad radica en ser portador de una vida pasada e iniciar el proceso de construcción de una nueva que implica, además, la reconstrucción de esa vida pasada, donde ambas vidas deben corresponder a la expectativa creada al inicio del proyecto migratorio. Entonces, por una parte, están los elementos que constituyen el imaginario del migrante antes del proceso migratorio, como lo son sus recuerdos, su cultura y sus redes más íntimas que le permitieron lograr un sentido de pertenencia y un desarrollo vital; por otra parte, están los elementos que corresponden a una vida nueva, en la cual no se es parte de una cultura, más bien se debe tratar de pertenecer a ella adoptando nuevas costumbres, y donde no existen ni recuerdos ni redes íntimas que ayuden a sostener la vida. El migrante debe luchar para acceder a ellos, lo cual dificulta el sentido de pertenencia, el desarrollo vital y la construcción de identidad, puesto que ella "tiene un claro componente de unidad y continuidad donde interactúan definiciones internas y externas del sí mismo" (Lahoz, 2012, p. 111).
La situación es más compleja aún porque, mientras el migrante se esfuerza por mantener la "imagen" generada por la expectativa en el país de origen, al mismo tiempo se esfuerza por insertarse a una nueva cultura y sociedad, con escasos vínculos y redes íntimas en contraposición a las redes institucionales que sí pueden estar presentes; el migrante se juega su condición social en la medida en que logra posicionarse como trabajador asalariado, constituyendo este su único objetivo, su objetivo vital. Así, la vida del migrante transcurre en una profunda soledad que permea las distintas dimensiones de su vida, porque a la falta de redes íntimas y al esfuerzo por la inserción social, cultural y laboral, debe sumarse el hecho de que el migrante no es ciudadano del país donde trabaja ni donde vive en calle. No posee una identidad legal y su identidad psicológica está fracturada. Su vida se reduce al permanente sacrificio y a los resultados que tal acción sacrificial pudiera reportarle, constituyéndose así como nuda vida: esto es, vida desnuda, desvalorizada, reducida a la condición de vida no cualificada en términos políticos de la cual habla Agamben (2006, p. 13), cuerpo y animalidad en el sentido más despectivo del término.
El concepto de estado de excepción abordado por el mismo autor, en calidad de una exclusión donde lo excluido no queda absolutamente privado de conexión con la totalidad, y la nuda vida, como vida desprotegida a la que "cualquiera puede dar muerte pero que es a la vez insacrificable" (Agamben, 2006, p. 18), encarnan su máxima representación en la figura del migrante en situación de calle, pues el migrante normaliza esta fractura, producto del sacrificio, como un elemento constitutivo de su proceso migratorio. Lo hace sin tener plena conciencia de que tal fractura es reforzada desde una excepción soberana exterior a él, que es entendida como la zona de indiferencia entre naturaleza y derecho, que se traduce en la suspensión de la norma jurídica para este grupo humano. Al ser excluidos del ámbito jurídico en condición de inmigrantes, su vida queda desprotegida, desnuda, expuesta y vulnerable en lo jurídico y, en ocasiones, desde el plano social; pero incorporado a lo laboral o desde su consideración como sujeto periférico, paria.
Todo esto, el sacrificio, el desajuste biográfico en la identidad y el ser parte de un estado de excepción en el ámbito jurídico, refuerza la fractura interior del migrante, la profundiza cada vez más en la forma de un movimiento espiral ascendente, que al ser experimentada por el migrante, sin redes íntimas de apoyo y en soledad, genera un contexto propicio para que él termine en situación de calle y le sea muy difícil sobreponerse a esta. La afirmación es categórica, pues desde el programa Bienvenidos hemos sido testigos de numerosos testimonios que evidencian cómo estos elementos van constituyéndose en causas de la situación de calle.
¿Cuál es la particularidad del migrante en situación de calle? ¿Qué produce la diferencia respecto de un chileno en situación de calle en Chile? Un migrante en situación de calle es quien no ha podido tener una migración efectiva. La migración se considera efectiva cuando el proceso migratorio sigue su curso dentro de un contexto de inclusión, se construyen redes de apoyo íntimas, se es parte de una comunidad con un trabajo estable, entre otros elementos. Por lo tanto, el migrante en situación de calle, por un conjunto de razones -que afirmamos son la falta de oportunidades en un ámbito externo y el sacrificio y la fractura identitaria en el ámbito interno y subjetivo-, no cumple con todo el proceso y llega a encontrarse en esta situación de extrema vulnerabilidad, como resultado del fracaso de un proyecto vital.
La experiencia del trabajo con migrantes en situación de calle indica que tal estado se debe a una secuencia de situaciones desfavorables que se producen al llegar al país. Podemos mencionar la lentitud en los procesos de regularización que mantienen al sujeto en espera mientras se aprueba o no su residencia en el país y por consiguiente la obtención de Rol Único Nacional (RUN); las estafas de las que han sido víctimas por encontrarse en situación irregular y sin garantías; la falta de oportunidades por parte del sector empresarial respecto de contratar y proteger laboralmente a los solicitantes, entre otras.
Estas situaciones van profundizando la fractura identitaria en el migrante; es muy difícil para él pedir ayuda a su familia, debido a que estos últimos son quienes esperan la ayuda de quien migra; por esto se ven obligados a presentar una imagen de estabilidad hacia el exterior, mientras buscan otras alternativas para sobrellevar la situación. Por lo tanto, se enfrentan además a la presión de aparentar estar bien, mientras que en la realidad son víctimas de un sistema burocrático que no responde a la demanda que produce este éxodo migratorio. Por otro lado, para la familia del migrante todo está ocurriendo del modo en que se ha planeado, favorablemente, por lo que se encuentran a la espera del envío de remesas, dinero que se podría multiplicar, en el mejor de los casos, al establecerse correctamente y servir para solicitar la reunificación familiar. Contrariamente, la realidad de la persona que migra es su vida desnuda.
El migrante como mensajero de nuestro tiempo
Una de las consecuencias más directas de una política de la no política que gestiona y administra la situación de los sujetos migrantes y específicamente migrantes en calle, es que ella opera como el horizonte de comprensión que regula el trato que la institucionalidad y la sociedad civil dan al migrante. Conocida es la falta de hospitalidad y la violencia xenófoba y aporófoba dirigida hacia estas personas.
Ahora bien, tanto la xenofobia como los sentimientos aporófobos y los delitos de odio, se originan en el miedo que los migrantes provocan en los otros (Tijoux, 2014; Cortina, 2017), miedo originado a partir de la suma de construcciones sociales e identitarias que conforma al migrante como un mensajero de nuestro tiempo: con su vida desnuda, él comunica un trasfondo o sentido profundo que constantemente pretende evitarse.
Así como el migrante realiza un permanente sacrificio que muchas veces no es compensado, visibiliza cómo cada uno de los ciudadanos posicionados como sujetos de derechos también tenemos la presión de sacrificarnos día a día. Así como su vida es animalizada y fijada en un homo laborans, muestra cómo cada uno de nosotros también vivimos presos del neoliberalismo mercantil como sujetos disciplinados para el trabajo. Así como el migrante no cuenta con redes íntimas que le ayuden a resistir las violencias de una política debilitada, se nos muestra la pésima y desgastada calidad de las redes que establecemos en el contexto de un mundo globalizado viviendo en nuestro propio país. Así como el migrante es portador de una fractura identitaria que se construye en el marco de una vida desnuda, él visibiliza la fractura social y cómo todos quienes buscamos seguridad también nos encontramos inmersos en el constructo de la vida desnuda; y, por sobre todo, cómo en cualquier momento nuestro proyecto vital puede fracasar y podemos encontrarnos en situación de calle. El miedo es ese vértigo que experimentamos al tener conciencia de que no tenemos asegurada esa vida que llevamos.
Conclusiones
Es importante considerar que la mayoría de las veces la migración es un acontecimiento que se genera por necesidades específicas en la vida de las personas, dadas por el hecho de que en su país de origen no pueden suplir sus necesidades básicas. En ese sentido, resulta de vital importancia evidenciar cómo la trayectoria migratoria que llega a la situación de calle se relaciona con numerosas violencias, que comienzan con elementos tales como la configuración social del migrante instalada desde el ámbito político, la invisibilización de la vida en calle y la imposibilidad de acceder a derechos básicos, además de todo lo previamente señalado. En tal perspectiva, Delgado Wise, Márquez y Rodríguez (2009) definen la migración como un proceso que se ejecuta de forma forzada y, debido principalmente a las desigualdades tanto laborales como salariales, argumenta que este supuesto le atribuye a los migrantes "la responsabilidad de mejorar sus condiciones de vida y trabajo, sin tomar en cuenta las causas de fondo de la problemática y mucho menos proponiendo cambios estructurales, institucionales y políticos orientados a una transformación social sustantiva" (Delgado Wise, Márquez y Rodríguez, 2009, p. 51). En ese sentido afirmamos que, al igual que la situación de calle, la migración responde a un conjunto de fenómenos estructurales de la organización social y por ello deberían recibir una mayor consideración, por ejemplo, mediante la elaboración y actualización de políticas públicas a un nivel político, pero también mediante la integración de la experiencia migratoria en la construcción social del migrante en perspectiva intercultural. Esto evitaría que tales categorías queden encriptadas en los lineamientos políticos y en los estudios de carácter más académicos. Se debe dar voz al migrante en calle, se debe potenciar la organización y visibilización de esta población desde una perspectiva no paternalista, tutelar ni asistencialista (Di lorio, 2018, p. 43), diferenciando las necesidades específicas de cada persona, con el fin de acompañarlos en su empoderamiento.
En tal contexto, la dimensión trasnacional de la migración desde una mirada enriquecedora, entendida como un proceso de complejización que se debe potenciar, operaría como una importante herramienta de contención de los procesos de subjetivación del migrante, que, al respetarse, acompañarse y cuidarse, potencialmente podría evitar la situación de calle. Metodológicamente se ha decidido utilizar el concepto de fractura para señalar esa ruptura que se da en el migrante, aunque tal ruptura no es radical; más bien opera como una marca que señala un antes y un después, donde ambas partes continúan coexistiendo e interactuando. Lo mismo ocurre con la noción de sacrificio, que alude a un intercambio.
Es fundamental, además, considerar la trayectoria de la migración como un proceso complejo que, además de los contextos políticos y de las experiencias subjetivas y configuraciones identitarias de quien migra, considere el impacto en la comunidad receptora de la migración. De esta manera, ampliar la mirada respecto de los procesos migratorios constituye hoy una necesidad fundamental, y un importante modo de hacerlo, es a partir de la complejización de la configuración identitaria de los migrantes y todas las relaciones en que esta se encuentra inmersa.
Respecto a la situación de calle, urge entonces una nueva institucionalidad, así como también que todas las personas que conformamos esta sociedad trabajemos en promover la restitución de derechos de las personas en situación de calle y en la hospitalidad con el migrante; ya que cuando este se encuentra en situación de calle, se expone a una doble discriminación: por parte de la institucionalidad y por parte de la sociedad, tanto por estar en situación de calle y como por ser migrante.
Como FGC entendemos que el trabajo con esta población no solo radica en apoyarlos en cuanto a la regularización migratoria o la obtención de documentos, sino que también implica trabajar estos procesos de configuración de subjetividades, los cuales devienen del fenómeno migratorio y se relacionan con la forma de insertarse en el país de destino.