Introducción
La primera mitad de la década de 1970 en la Argentina es caracterizada históricamente como una época de enfrentamientos violentos entre diferentes sectores sociales, con un alto índice de secuestros extorsivos, detenciones arbitrarias, razias, torturas, fusilamientos extrajudiciales, ajusticiamientos populares, asaltos guerrilleros a cuarteles militares o destacamentos policiales, colocación de bombas, tomas de fábrica y asesinatos en la vía pública, ya sea por parte de miembros de organizaciones político-revolucionarias de izquierda, sindicatos y partidos políticos, Fuerzas Armadas (FF. AA.) y de Seguridad, o, grupos paraestatales. Basta revisar las publicaciones de los principales diarios (Clarín, La Nación, La Opinión) o semanarios de esa época (Gente), para advertir la asiduidad de estas manifestaciones violentas de tinte político en gran parte del país.1
Debido a estas demostraciones públicas de fuerza armada en las que los cuerpos -vivos o muertos, presentados como héroes-mártires o, en cambio, como delincuentes o enemigos desechables- comunicaban posiciones ideológicas antagónicas entre diferentes sectores sociales, hoy en día es común que estos hechos sean englobados bajo la categoría de "violencia política de los setenta" y que esos años sean representados como un "periodo sangriento de la historia nacional".2 Ello también se expresa a través de las memorias de numerosos argentinos que vivieron en esa época y que, en algunos casos, alcanzaron a justificar el golpe de Estado del 24 de marzo de 1976, consintiendo el discurso de los militares autoproclamados como los "salvadores de la patria".3
Esta forma de englobar nominalmente los hechos violentos, no obstante, puede ocultar más que esclarecer las diferentes modalidades de violencia y los sentidos políticos asociados a ellas en determinados momentos históricos, amalgamándolos como un todo indiferenciado y reificado: "la violencia de los setenta". Esta reificación termina encapsulándolas en un recorte temporal que no da cuenta de sus antecedentes, rupturas y continuidades, así como de su configuración social. En parte esto se debe a que, como observan Skurski y Coronil, "en las formas dramáticas y públicas con las que la violencia política es identificada [ella] aparece como una fuerza física brutal que rompe la continuidad de la vida cotidiana".4 Pero, esta apariencia (extra)ordinaria no puede desconocer que "la capacidad de violencia es estructurada en la vida social, no irrumpe de la nada".5 Es importante enfatizar, entonces, que a la hora de analizar este tipo de fenómenos debemos ser precavidos pues, más allá de sus efectos materiales tangibles, la violencia política es un fenómeno elusivo que debe ser explicado, más que funcionar como una variable explicativa.6
En este trabajo, por lo tanto, consideramos ineludible, en primer lugar, dar cuenta de los marcos de referencia de origen histórico y cultural que moldearon y legitimaron ciertas formas de violencia, entre muchas otras posibles. Y, en segundo lugar, evidenciar las limitaciones de algunas interpretaciones históricas dominantes que se han desplegado acerca de lo que se conoce como "la violencia política de los setenta", las que suelen amalgamar diversas manifestaciones políticas de carácter violento sin dar cuenta de sus especificidades y transformaciones.7
Para ello, partimos de la premisa de que la violencia puede constituir un nexo para la producción de subjetividades y formas de identificación, sociabilidad y comunidad, alteridad y pertenencia.8 Por lo tanto, es importante explorar los mundos sociales que dotan de sentido y legitimidad, además de legalidad o ilegalidad, a ciertas modalidades de violencia. En esta línea, consideramos importante analizar de qué manera las represalias9 y las venganzas de sangre10 pudieron instituirse como medios para establecer o quebrar alianzas políticas ("dar la sangre" o la vida de uno mismo por la revolución o por la patria, o, tomar la del enemigo) y, a la vez, como una manera de fortalecerse o debilitarse -interna y externamente- como actor político en la esfera pública, a través de su exhibición y propaganda. Asimismo, exploramos los efectos que tuvo la imposición de diversas formas de ejercer violencia (directa o indirecta, visible o clandestina, etc.) sobre la población, y cómo ellas permitieron disputar, fundar o consolidar distintos regímenes de gobierno, soberanías y subjetividades políticas en una de las décadas más convulsas de la historia argentina del siglo XX.
De este modo, desde una perspectiva antropológica, se propone una aproximación novedosa al estudio de un periodo histórico donde el rol de las represalias y las venganzas de sangre no ha sido aún lo suficientemente atendido para comprender la construcción de formas de autoridad y poder soberano. Esto puede deberse a que las interpretaciones hegemónicas, movilizadas institucionalmente en la llamada "transición a la democracia",11 tendieron a consolidar modelos omnicomprensivos sobre los enfrentamientos directos entre diversos sectores de la sociedad y sobre la acción terrorista clandestina por parte del Estado. Uno de estos modelos, ampliamente citado y revisado, ha sido la llamada "teoría de los dos demonios" que afirma -con diversos gradientes- que en la Argentina se manifestaron acciones terroristas que provenían tanto desde la extrema derecha como de la extrema izquierda, frente a las cuales la sociedad fungió como víctima y espectadora.12 Este modelo, sin embargo, no permite comprender de qué manera, en la Argentina, los lazos de lealtad entre los miembros de organizaciones políticas revolucionarias y de grupos corporativos (gremios, fuerzas para estatales y militares) demandaron o disputaron estas formas de acción violenta y al mismo tiempo establecieron ciertos mecanismos para regularlos y controlarlos o, al menos, legitimarlos ante la opinión pública.
Nuestra hipótesis es que el éxito de este modelo se debió no tanto a su contenido interpretativo respecto al pasado, sino al sentido ético-político fundante del régimen democrático. En especial, por medio de la condena a todo tipo de violencia, sobre todo la proveniente de los idearios de las instituciones estatales garantistas de los derechos y la seguridad de los ciudadanos, pero también de ciertas formas de insurrección civil.13 Es en este contexto ético-político posdictatorial donde la comprensión de las diversas manifestaciones violentas pasadas y sus respectivas formas de legitimación (a través de diversos regímenes de poder sobre la sangre y de la exposición o no de los cuerpos muertos) han quedado subsumidas en la condena social y, de manera subsecuente, han sido poco exploradas.
La exposición de la muerte violenta: represalia, venganza de sangre y acción política
La capacidad de dar muerte y morir hacia finales de la década de 1960 y mediados de la de 1970 en la Argentina se alimentó de la creencia cultural e históricamente fundada del uso de la violencia como una forma de acción y comunicación política y de la represalia como una forma de materialización de la justicia (llamada social o popular) en el contexto de un orden social percibido por gran parte de la sociedad como opresivo e inequitativo.14 Como expresa Claudia Hilb, quien fuera militante revolucionaria de izquierda en aquella época: "pertenezco a una generación que creyó posible instaurar un orden definitivamente justo. En aras de esa creencia mató y murió. Murió mucho más de lo que mató".15
Frente a las acciones violentas por parte de las fuerzas públicas o grupos paraestatales durante gobiernos militares dictatoriales y gobiernos conservadores elegidos mediante fraude electoral,16 e incluso, durante gobiernos constitucionales como los de Frondizi (1958 a 1962), el tercer mandato de Juan Domingo Perón (1973 a 1974) y el de María Estela Martínez de Perón, apodada Isabelita (1974 a 1976), organizaciones guerrilleras o político-revolucionarias de izquierda surgidas en la segunda mitad del siglo XX -Descamisados; Fuerzas Armadas Peronistas (FAP); Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR); Montoneros; Partido Revolucionario de los Trabajadores-Ejército Revolucionario del Pueblo (PRT-ERP); Organización Comunista Poder Obrero (OCPO), entre muchas otras- justificaron la violencia como una vía emancipadora y percibieron toda una serie de acciones armadas y represalias como formas de justicia popular. Estas acciones se argumentaron por aquella época a través de fórmulas como: "la violencia de arriba genera la violencia de abajo" o "cinco por uno, no va a quedar ninguno".17
En sintonía con esta idea sobre la violencia emancipadora, varias consignas de aquel tiempo hacían alusión al derramamiento de sangre, ya sea como acto de desagravio y compensación, o como acto de emancipación y lealtad. "La sangre derramada no será negociada" reafirmaba que no se traicionaría a los caídos en la lucha revolucionaria ni a los ideales de justicia y equidad que ellos encarnaban.
La imposición de numerosos gobiernos militares a través de golpes de Estado fomentó la creencia en formas violentas de hacer o deshacer políticas en la Argentina. El bombardeo aéreo de la Marina a la Plaza de Mayo (1955) con el fin de derrocar al presidente Perón (1946 a 1955), que dejó un saldo de cientos de civiles muertos, y el posterior fusilamiento en 1956 de los civiles y militares sublevados contra el golpe de 1955 por parte un sector de las FF. AA., pueden ser considerados un antecedente de diversas formas violentas de construir y disputar el poder político en este país en el siglo XX.18 La Resistencia Peronista,19 por ejemplo, fue una de las maneras en que las prácticas represivas estatales (en el marco de la proscripción del peronismo durante dieciocho años) fueron combatidas de manera clandestina. Muchos de sus referentes y modalidades de lucha inspiraron luego a los jóvenes que integraron las fuerzas revolucionarias peronistas (Descamisados, FAP, Montoneros, entre otras). En este sentido, como destaca Calveiro la idea de considerar a la política básicamente como una cuestión de fuerza, aunque reforzada por el foquismo, no era una "novedad" aportada por la joven generación de guerrilleros, ya fueran de origen peronista o guevarista, sino que había formado parte de la vida política argentina por lo menos desde 1930.20
Hacia finales de la década de 1960, sin embargo, se consolidaron algunas innovaciones en esta tradición política que estuvieron signadas a nivel mundial por la Guerra Fría y por algunos procesos revolucionarios regionales exitosos, como el cubano.21 Por una parte, se observa la radicalización de amplios sectores sociales (estudiantes, trabajadores, sindicalistas, eclesiásticos, militantes políticos) que veían clausurados los canales de participación electoral y miraban la violencia revolucionaria como una forma legítima de alcanzar proyectos de transformación político-económica de la sociedad.22 Por otra parte, se registra una habilitación progresiva de acciones terroristas por parte del mismo Estado, desde fuerzas parapoliciales como la Alianza Anticomunista Argentina (Triple A)23 o, desde las propias FF. AA. que actuaron con total impunidad y amparo político partidario y judicial.
En aquellos años, la exposición de los cuerpos muertos en la vía pública fue una modalidad común por parte de varias organizaciones parapoliciales de derecha, como la Triple A; Concentración Nacional Universitaria (CNU), con base en Mar del Plata y La Plata;24 y el Comando Libertadores de América,25 con base en Córdoba. La triple A, incluso, se caracterizó por dejar una marca de su autoría. "A veces eran las tres letras escritas con sangre en un papel o marcadas a balazos, pero muchas veces era un tajeado con cuchillo o puñal en el cuerpo mismo de los militantes asesinados. Esta 'firma' comienza a utilizarse en todos los atentados recién después de la muerte de Perón",26 en julio de 1974.
En este contexto, los velorios y entierros se constituyeron en espacios propagandísticos y performativos, tanto para las fuerzas estatales o paraestatales como para las organizaciones de izquierda o revolucionarias. Lugares en donde reafirmar las lealtades políticas mutuas entre sus miembros, reivindicar la sangre de los caídos como "héroes" o "mártires" y forjar soberanía, ya sea en el altar de la patria o en el de la revolución. A modo de ilustración, el 22 de agosto de 1974 la Triple a reivindicó el asesinato de dos militantes de Montoneros, organización revolucionaria peronista.27 Una pintada en el velatorio sobresalía entre las coronas florales: "la sangre montonera es patria y es bandera".28
Son cientos de casos los que podrían mencionarse para retratar de qué manera los enfrentamientos violentos, las represalias y las venganzas de sangre fueron utilizadas en aquellos años para comunicar posiciones políticas y promover distintos modelos de organización económica y social. Por ejemplo, Rodolfo Ortega Peña, abogado de presos políticos y obreros asumió en 1973 como diputado nacional, bajo el lema "la sangre derramada no será negociada", consigna que hacía referencia directa a la fuga y posterior fusilamiento extrajudicial de los líderes guerrilleros presos en el penal de Rawson (Provincia de Chubut) por parte de la Marina en 1972, hecho más conocido como la Masacre de Trelew. El diputado, cercano a la izquierda peronista, fue posteriormente asesinado por la Triple A el 31 de julio de 1974. En una entrevista realizada a una exmilitante y presa política,29 nos comentó que cuando fue secuestrada por la fuerza pública en 1978 la interrogaron bajo tortura por haber asistido al entierro de dicho diputado. Sus captores le mostraban las fotografías que los servicios secretos habían tomado ese día como una prueba de simpatía o afinidad con la "subversión".
Otro caso que podemos citar es el del militante revolucionario Víctor Fernández Palmeiro, apodado El Gallego, quien participó en varias acciones armadas y fue uno de los planificadores del intento de fuga del penal de Rawson. El 30 de abril de 1973, con el fin de vengar el asesinato de los presos políticos fusilados, Palmeiro mató a Hermes Quijada, quien fuera Jefe del Estado Mayor Conjunto al momento de estos hechos. En esa acción él también resultó mortalmente herido. Al mes de su deceso, su organización político-militar ERP 22 de agosto (escisión del PRT-ERP) le rindió un homenaje en el cementerio de Chacarita (ubicado en la Capital Federal). El 5 de junio de 1973 una bomba estalló en su sepultura provocando destrozos en la placa de mármol, grabada con la consigna "hasta la victoria siempre" y el símbolo de su organización: la estrella de 5 puntas.30 Tres décadas más tarde, al iniciarse una excavación arqueológica en el sitio donde funcionara el centro clandestino de detención tortura y exterminio (CCDTYE) conocido como Club Atlético (1977), esta placa fue encontrada entre los escombros. Dicho hallazgo probaría que, quienes integraron las fuerzas operativas de dicho CCDTYE durante la dictadura ya realizaban, como miembros de grupos parapoliciales, acciones encubiertas contra los miembros de organizaciones políticas de izquierda en 1973. La placa habría sido un botín de guerra exhibido junto a otros trofeos, incluso humanos, como lo que sucedió con la militante montonera Norma Arrostito en otro CCDTYE que funcionó en la Escuela Superior de Mecánica de la Armada (ESMA) entre 1976 y 1983.
Arrostito fue una de las fundadoras de Montoneros. Llevó adelante, junto a otros militantes, asaltos a destacamentos de la policía y el robo de armas y uniformes, acciones a las que denominaban "recuperaciones". El 29 de mayo de 1970 participó en el secuestro del expresidente, general Pedro E. Aramburu, considerado símbolo principal del antiperonismo en el país,31 asesinado el 1° de junio mediante un "juicio revolucionario".32 Este hecho denominado Operativo Pindapoy o Aramburazo es considerado uno de los hitos fundadores de dicha organización junto a la posterior toma guerrillera de La Calera, en Córdoba, el 1° de julio de 1970. En el comunicado de la organización del 31 de mayo de 1970, el Tribunal Revolucionario de montoneros encontró responsable a Aramburu:
1° De los decretos 10.362 y 10.363 de fecha 9 de junio de 1956 por los que se legaliza la matanza de 27 argentinos sin juicio previo ni causa justificada. 2° Del decreto 10.364 por el que son condenados a muerte 8 militares, por expresa resolución del Poder Ejecutivo Nacional, burlando la autoridad del Consejo de Guerra reunido en Campo de Mayo y presidido por el General Lorio, que había fallado la inocencia de los acusados.
3° De haber encabezado la represión del movimiento político mayoritario representativo del pueblo argentino, proscribiendo sus organizaciones, interviniendo sus sindicatos, encarcelando a sus dirigentes y fomentando la represión en los lugares de trabajo. 4° De la profanación del lugar donde reposaban los restos de la compañera Evita y la posterior desaparición de los mismos, para quitarle al Pueblo hasta el último resto material de quien fuera su abanderada.33
El Tribunal revolucionario, luego de interrogar a Aramburu, resolvió:
1° Condenar a Pedro Eugenio Aramburu a ser pasado por las armas en lugar y fecha a determinar. 2° Hacer conocer oportunamente la documentación que fundamenta la resolución de este Tribunal. 3° Dar cristiana sepultura a los restos del acusado, que solo serán restituidos a sus familiares cuando al Pueblo Argentino le sean devueltos los restos de su querida compañera Evita. ¡PERÓN O MUERTE! ¡VIVA LA PATRIA!34
El cadáver de Aramburu, que había sido ocultado en una finca para presionar al gobierno a retornar el cuerpo embalsamado de Eva Perón al país, fue hallado, desbaratándose así los planes de la organización.35 En la Argentina, no solo el cuerpo de los vivos sino también el de los muertos era objeto de revancha y represalia desde hacía varias décadas, así como los bustos o placas mortuorias que trazaban linajes políticos en este país.36 La sustracción, toma como rehén o eliminación del cuerpo del enemigo, era una práctica concebible dentro de las modalidades de acción política e, incluso, validada -con límites morales diferenciales- entre variados sectores sociales.
En 1974, Arrostito pasó a la clandestinidad junto a gran parte de la conducción de Montoneros. En diciembre de 1976, el gobierno dictatorial informó a la prensa que ella había muerto en un enfrentamiento con las fuerzas públicas en Lomas de Zamora. La revista Gente, con motivo de este anuncio, hizo un encendido apoyo al accionar de las FF. AA., señalando: "Entre el 24 de marzo y el 6 de diciembre de 1976, fueron muertos 624 guerrilleros. Llegar a esa cifra, a ese umbral de la victoria, no fue fácil. Costó mucha sangre de oficiales, de soldados, de policías. El país no debe olvidarlo".37 Sin embargo, lo que ocurrió ese día fue que ella fue secuestrada por un grupo de tareas y recluida en el CCDTYE ESMA.38 Allí fue utilizada para quebrar emocionalmente a los recién capturados (detenidos-desaparecidos), como un símbolo de la derrota de las organizaciones político-militares de izquierda. El 15 de enero de 1978, de acuerdo con el testimonio de sobrevivientes, fue trasladada de este lugar y asesinada de manera secreta luego de más de un año de cautiverio.
Las represalias, las venganzas de sangre, así como la exposición de los cadáveres, utilizados por distintos grupos políticos como formas de propaganda armada y difusión de idearios e imágenes de justicia social, tuvieron mucha importancia en la vida política argentina de este periodo. Sus manifestaciones, como tratamos de mostrar a partir de los casos antes reseñados, no constituyeron hechos aislados entre sí. Los cuerpos muertos o lacerados les permitieron a estos agentes constituirse y ser reconocidos como actores políticos en tanto que les sirvieron para transmitir mensajes hacia el interior de los propios colectivos de pertenencia (como medio para mostrar y demostrar lealtad, coraje o valentía), hacia los grupos antagonistas (como una forma de intimidación y amedrentamiento) y hacia la población en general (como demostración de capacidad de acción ofensiva o defensiva). El derramamiento de sangre de un miembro del grupo -ya fuera una organización político-revolucionaria, un partido político, un gremio o sindicato, o, un grupo paraestatal- se pagaba con la sangre del otro. Los muertos del bando propio y del bando contrario se contaban y las listas fúnebres se cotejaban en una especie de reciprocidad de la violencia que (con sus sumas y restas) permitía estimar la fuerza "política" propia y la del oponente.
Esto no implica, sin embargo, que estas prácticas y manifestaciones carecieran de una valoración moral. No toda muerte ni toda modalidad de matar estaban justificadas, y el ejercicio de esta violencia era juzgado desde diferentes parámetros, tanto morales como legales, por parte de los propios grupos que ejercían estas formas de violencia, por otros sectores sociales y por las instituciones estatales. El ejercicio de distintas formas de violencia y sus efectos ampliados, al menos, eran parte de fuertes discusiones en el interior de las organizaciones político-revolucionarias. En las confrontaciones armadas o atentados se procuraba que no hubiera víctimas civiles, aunque eso no siempre pudiera ser controlado, pues ello se consideraba "sangre inocente". Por ejemplo, el 1 de diciembre de 1974, en un contexto de represalias por la muerte de numerosos combatientes del ERP desarmados en la Provincia de Catamarca, "esta organización implementó una campaña para abatir a miembros del Ejército" y denunciar el accionar represivo ilegal.39 Como parte de esta campaña, el capitán Viola fue asesinado en Tucumán el 4 de diciembre junto a su hija de 3 años, mientras que otra fue gravemente herida. Luis Mattini, integrante del buró político partidario del PRT-ERP, afirma que la propia organización calificó como un "exceso injustificable" este hecho y suspendió los operativos en todo el país hasta agosto de 1975, anunciando su resolución de dar por cumplida la campaña de represalia "en homenaje a la sangre inocente de esas criaturas".40 Hacia mediados de 1975, frente al aumento de asesinatos y desapariciones de activistas populares y militantes revolucionarios, y el maltrato a prisioneros políticos, retomaron este tipo de acciones aunque "según la investigación documental solo se registra una sola ejecución posterior a este anuncio".41
A su vez, tanto la guerrilla como grupos represivos paraestatales o estatales contemplaban que las acciones violentas podían generar reacciones de simpatía o antipatía por parte de otros grupos sociales (no solo en cuanto a sus fines sino también respecto a los canales utilizados), lo cual los impulsaba a negar su participación ante los medios de comunicación oficiales (como hizo de manera creciente la Triple a) o, en cambio, a publicar por medio de sus órganos de propaganda las razones de estos hechos y las modalidades utilizadas. Por ejemplo, para el PRT-ERP
la ejecución del torturador no sólo castigaba el martirio sufrido por los compañeros "en manos del enemigo"; era también la puesta en escena de una moralidad revolucionaria cuya voluntad de diferenciación con respecto a la de las fuerzas enemigas encontraba en la inadmisibilidad de la tortura uno de sus puntos nodales.42
A pesar de los argumentos morales puestos de manifiesto a través de estas formas de violencia política, lo cierto es que hacia mediados de la década de 1970 gran parte de la población (incluidos los medios de comunicación, partidos políticos y grupos empresariales) se alineaba en una demanda de "orden" y proclamaban más animosidad que adhesión hacia las organizaciones político-militares de izquierda.43 Estas últimas parecían simbolizar la fragilidad y vulnerabilidad de la estabilidad gubernamental. Se los responsabilizaba entonces de una situación que se juzgaba caótica o de una anarquía reinante, aunque -paradójicamente- parecían ser más sus herederos que sus forjadores, pues la estabilidad anhelada parecía no haber existido previamente más que a punta de gobiernos autoritarios, civiles o militares.
Guerra contrainsurgente: performances de violencia estatal y voluntad de gobierno
Hacia mediados de la década de 1970 se dieron dos cambios importantes en las formas en que las FF. AA. y de Seguridad, con apoyo de algunos referentes de partidos políticos, funcionarios públicos, sindicalistas y empresarios asumieron la confrontación armada con organizaciones político-militares y grupos políticos de izquierda en la Argentina. La política paraestatal de las venganzas de sangre y las represalias fue abandonada a nivel del discurso público gubernamental para dar un lugar preponderante a la representación mediática de una "guerra contra la subversión" y justificar así la necesidad de una estrategia estatal para reordenar y disciplinar a la sociedad.44 Asimismo, se desarrolló un marco normativo institucional que daba "forma legal a lo ilegal",45 amparando de este modo las acciones represivas nacionales y las intervenciones de gobiernos federales (Provincias de Formosa, Córdoba, Mendoza, Santa Cruz y Salta).46 Esta estructura normativa fue sancionada y sistematizada de manera progresiva, otorgando cada vez mayor injerencia a las FF. AA. en el control del orden interior.
La figura de la "guerra" asumió un lugar hegemónico en las prácticas y las representaciones gubernamentales que se presentaron como contrapuestas a la imagen de la violencia "guerrillera" o "subversiva", asociada al derramamiento de sangre (homicidios, atentados, asaltos a cuarteles militares) y a la capacidad de inquietar o perturbar el orden público a través de acciones de propaganda armada. Así, desde los discursos del gobierno y de las FF. AA. replicados por la prensa, se impuso la imagen de una "guerra santa" contra un "enemigo apátrida", refractario a los valores occidentales y cristianos y que atentaba contra la autoridad del Estado, la familia tradicional y la propiedad privada. Esta imagen no fue producto de la dictadura, sino que comenzó a instalarse durante los años previos, en gobiernos constitucionales, y de hecho fue fundamental para la legitimación del golpe de Estado de 1976.
El llamado Operativo Independencia, implementado el 9 de febrero de 1975, que tuvo como finalidad realizar "todas las operaciones militares que sean necesarias a efecto de neutralizar o aniquilar el accionar de elementos subversivos que actúan en la provincia de Tucumán",47 significó un cambio representacional en la política de la violencia puesta en práctica desde el gobierno nacional y las FF. AA. Colombo sostiene que la confrontación con el "enemigo", que hasta ese momento había sido preponderantemente urbana y fragmentada, fue centralizada en las FF. AA. y su teatro de operaciones fue localizado en el monte tucumano, una geografía imaginada y delimitada como "espacio de rebelión armada".48 Este espacio-tiempo le permitió a las FF. AA. "territorializar al enemigo, y así hacerlo visible, concreto y aniquilable".49 Es decir, posibilitó materializar y circular una imagen de "enemigo interno" como un contendiente delimitado, corporeizado y localizado. Como sintetiza Colombo, "el Estado se apoyó en la guerrilla rural para mostrar en un lugar fijo a un enemigo que en las ciudades del resto del país se presentaba como 'huidizo y extremadamente móvil' (Vilas 1977)".50 Luego, "a este escenario cuasi bélico se le superpuso otro: el de la desaparición sistemática de personas que eran consideradas como subversivas".51 A este supuesto "enemigo apátrida", considerado por las fuerzas del Estado como un virus o un cáncer para la nación, había que aniquilarlo.
Las venganzas de sangre y las represalias fueron subsumidas por el discurso de la "guerra" con su propio escenario de visibilidad: el campo de combate. Pero a esta forma de violencia se le superpondría otra, secreta, en la que los asesinatos, masacres y actos de crueldad serían ocultados, o, presentados de una manera tergiversada, como producto de fuego cruzado en enfrentamientos fraguados o del accionar de "bandas irracionales". De hecho, tanto antes como después del golpe militar, las fuerzas públicas acometieron varias masacres de militantes políticos, muchos de ellos ya presos o secuestrados, las cuales fueron presentadas como enfrentamientos con "elementos subversivos" a fin de justificar el accionar militar en la "lucha contra la subversión". Entre ellas se pueden citar la de Palomitas (Provincia de Salta), en la que 11 detenidos políticos fueron sacados de la unidad penal de Villa las Rosas y asesinados el 6 de julio de 1976; la de Fátima (Pilar, Provincia de Buenos Aires) donde 30 detenidos-desaparecidos fueron trasladados desde la Superintendencia de Seguridad de la Policía Federal para ser asesinados y sus cuerpos dinamitados el 20 de agosto de 1976. La Junta Militar, en sus declaraciones posteriores al hecho, afirmó que había sido un: "vandálico hecho solo atribuible a la demencia de grupos irracionales que con hechos de esta naturaleza pretenden perturbar la paz interior y la tranquilidad".52
Las personas consideradas "subversivas" o cómplices serían secuestradas y detenidas en lugares clandestinos de manera ilegal, torturadas, y en miles de casos asesinadas y desaparecidas. Los cadáveres ya no serían expuestos en la vía pública y reivindicados como propios, para comunicar mensajes políticos; salvo en contadas excepciones orientadas a reprimir al enemigo de manera brutal, o que procuraban desestabilizar a cierta línea dentro de la dirección del gobierno dictatorial que tampoco estaba exento de conflictos internos. Por ejemplo, en el caso de la masacre de Fátima, algunas hipótesis posteriores afirman que fue un acto cometido por un sector de las fuerzas públicas para desestabilizar al presidente de facto Jorge Rafael Videla.53
El 24 de marzo de 1976, en continuidad con algunas de las atribuciones ya otorgadas por el gobierno civil a las ff. aa. en el marco de la "lucha contra la subversión", una Junta de Comandantes Generales54 asumió el gobierno y el control directo del plan de seguridad nacional, reforzando un esquema represivo sistemático y clandestino de aniquilamiento de la subversión. Mediante este plan nacional se volvió a tomar el control del Estado, del territorio (dividido en zonas, subzonas, áreas y subáreas bajo el mando de distintos cuerpos del Ejército) y de la población a través de una violencia refundacional del orden social y de los valores "occidentales y cristianos".
Carassai sostiene que la gran mayoría de las clases medias manifestó un rechazo evidente a las acciones armadas de la izquierda insurreccional en ese periodo, y que dicha distancia se hizo efectiva desde un comienzo y se perpetuó hasta la actualidad, en las memorias sobre estos acontecimientos. Según el autor, dicha situación explicaría la naturalización, la pasividad e incluso el apoyo brindado por los sectores medios -entre otros- a la violencia estatal de la dictadura, el cual estuvo teñido por un sentimiento de retorno del Estado. Las máximas "por algo será" (que lo secuestraron, torturaron, mataron, desaparecieron) o "algo habrá hecho" (no era una víctima inocente) pueden ser leídas, por lo tanto,
como algo más que, o incluso diferente de, la mera complicidad o ignorancia. Fueron las frases mediante las cuales un sector de la sociedad se aferró a la creencia de que el Estado había regresado; también sirvieron para atribuir una racionalidad última, desconocida, incluso inalcanzable, a los representantes de un poder que, al mismo tiempo que recaía sobre ellos, al menos idealmente los guarnecía de un caos mayor.55
En definitiva, esta forma de concebir los hechos de sangre como sinónimo de violencia subversiva, barbárica o incivilizada, facilitó la admisión de formas siniestras de violencia y crueldad que permitirían mantener la creencia en una primacía del orden sobre el caos, del gobierno sobre la anarquía y de la civilización sobre la barbarie.
Las represalias y las venganzas de sangre, no obstante, no fueron abandonadas durante la guerra contrainsurgente, ni con la implementación del Operativo Independencia ni del plan sistemático y clandestino de aniquilamiento de la subversión. Más bien, este tipo de acciones se integraron de manera velada en un mecanismo institucionalizado, jerárquico, centralizado, clandestino y reglamentado de violencia estatal sobre los cuerpos disidentes. A posteriori, en el juicio a las Juntas (1985) y otros procesos judiciales ulteriores, los militares encausados por crímenes de lesa humanidad calificarían algunos de estos hechos de sangre, violencia sexual o tortura como "abusos" o "perversiones" por parte de sus subordinados, argumentando que ellos constituyeron prácticas de violencia "desbordada" que habrían excedido las órdenes "legítimas" y "racionales" suministradas por los mandos superiores. Así pondrían de manifiesto distintas valoraciones sobre los actos de violencia colectiva considerados "irracionales", motivados por razones afectivas o desbordes emocionales y, aquellos considerados -desde su propio punto de vista- como "racionales" o "lógicos" en el marco de una "guerra contra la subversión" que, dadas las características del "enemigo", debía ser "irregular".56
En la llamada transición a la democracia, la búsqueda de los desaparecidos y, en algunos casos, el hallazgo de sus cadáveres -en general arrojados al río o inhumados en fosas comunes sin identificación- daría lugar a nuevas controversias acerca de la violencia estatal calificada por la nueva institucionalidad como "terrorismo de Estado". La aparición de cadáveres no identificados con marcas de tortura, violencia sexual y armas de fuego, constituiría una prueba material que permitiría confrontar el discurso de la "guerra contra la subversión" en los estrados judiciales. Sin embargo, ante estos cuerpos muertos (antes desaparecidos) ya no se pediría venganza sino "justicia" por las graves violaciones a los derechos humanos cometidas por agentes del Estado, en un principio entre 1976 y 1983.
Conclusión
Hansen y Stepputat han destacado cómo
el poder soberano, ya sea ejercido por un estado, en nombre de la nación, o por un poder despótico local [...] siempre es un proyecto tentativo e inestable cuya eficacia y legitimidad dependen de repetidas performances de violencia y una voluntad de gobernar.57
Pues, si bien la soberanía del Estado suele ser asumida como dada, ella es una aspiración que busca crearse a sí misma de cara a la configuración fragmentada, desigual e impredecible de la autoridad política ejercida, legitimándose, en mayor o menor medida a través de la violencia en el territorio. Tales performances pueden ser espectaculares y públicas, secretas y amenazantes, o también pueden aparecer como racionalidades científico técnicas de gestión y castigo de cuerpos, como vimos en los hechos de sangre reseñados hasta aquí. Pero, lo cierto es que -como afirman estos autores- si bien los significados y las formas de tales performances de soberanía son históricamente específicos, ellas siempre están construyendo su autoridad pública a través de la capacidad de ejercer violencia en los cuerpos humanos, incluyendo sus fluidos vitales.
Los cuerpos y la sangre de los ciudadanos han sido demandados (en un sentido literal y metafórico) como una posesión naturalizada por parte de las instituciones del Estado nación desde su propia configuración moderna. Ellos han sido comprometidos como parte de un don que supone un deber/obligación vinculado a la manutención de la soberanía estatal: el ciudadano pleno es compelido a sacrificar la vida por la patria (expresado en el servicio militar obligatorio o en el compromiso de los hombres mayores de 18 años de ir a la guerra) y a conmemorar y venerar públicamente el derramamiento de sangre de los connacionales sacrificados en favor de la nación. Esta hegemonía estatal sobre los cuerpos y la sangre fue disputada en la Argentina entre las décadas de 1960 y 1970, cuando numerosos ciudadanos dispusieron matar o morir en nombre de la "patria peronista" o de la "revolución" (socialista, comunista, maoísta). O, incluso, se negaron simplemente a dársela al Estado por sus convicciones religiosas, como en el caso de los testigos de Jehová.58
Frente a estas acciones de disputa por la soberanía sobre los cuerpos y la sangre, una alianza entre diversos sectores de poder (incluidos miembros de grupos empresariales, partidos políticos, fuerzas públicas, prensa) llevó adelante una política de reestatalización de esta deuda de sangre en términos de filiación política (entendida como lealtad nacional), procurando imponer un discurso de orden que, al mismo tiempo que decía defender las instituciones estatales del flagelo de la "subversión", vulneraba al propio régimen republicano-constitucional y su producto más preciado: el individuo-ciudadano.59
Los integrantes de organizaciones revolucionarias y político-militares de izquierda (nacionalistas o internacionalistas, peronistas o marxistas, leninistas, etc.) que disputaron la legitimidad del Estado nación para demandar que se muriera o se matara en nombre de él, constituyeron los cuerpos en los que el reordenamiento de la nación fue inscrito a través de modalidades quirúrgicas y clandestinas de violencia aniquiladora, presentada como civilizadora. Esta política de violencia racional, disfrazada y disciplinante se orientó no solo a vencer al sujeto político disidente o revolucionario, sino también a delimitar quiénes podían entrar en el altar de la patria como héroes o mártires. Los "subversivos" del orden no podrían tener altares ni ser parte de nuevos mitos fundacionales de la soberanía. El único sacrificio de sangre considerado "naturalmente" político y legítimo por el poder de Estado sería aquel que se diera por cierto sentido de la Nación argentina, como sucedió en la Guerra de Malvinas (1982). Los demás sacrificios de sangre serían descalificados y demonizados. En este sentido, es ilustrativo cómo durante esta guerra por la soberanía del Estado argentino sobre las islas, militantes de Montoneros que estaban presas ofrecieron dar su sangre por el país con la finalidad de negociar mejoras en sus condiciones carcelarias60 e, incluso, se planeó una misión conjunta entre militares y exmontoneros para sabotear las naves inglesas que pasarían por el estrecho de Gibraltar.61
Las prácticas violentas no solo destruyen sino que buscan reforzar el statu quo o crear nuevos órdenes sociales. De hecho, el gobierno dictatorial impuesto en 1976 se autodenominó Proceso de Reorganización Nacional, calificativo que procuraba destacar su carácter productivo y civilizatorio del orden nacional. Este régimen buscó a nivel discursivo y de manera práctica anular las formas de violencia consideradas anárquicas, como las represalias y las venganzas de sangre, utilizando formas de violencia atroces pero clandestinas, no visibles en toda su dimensión dramática. A través de prácticas siniestras de terror y silenciamiento, la desinformación, la banalización de las noticias y el aislamiento, se incentivó la autocensura y la atomización social, tan constitutivas del terror como la coerción violenta y el asesinato arbitrario. Pues, no solo la exhibición de la violencia, sino también su ocultamiento, "hace parte de su performatividad".62 Incluso su carácter espectral. El Estado suele ser asumido como normal, esto es, con el control legítimo de facto sobre la población y el territorio que afirma gobernar, y homogéneo, es decir, con similares intereses, estrategias y patrones de acción esperados. Pero, como advierten Hansen y Stepputat, "convertirse en un Estado soberano normal con ciudadanos normales sigue siendo un ideal poderoso, que libera considerable energía creativa, y aún más fuerza represiva, precisamente porque su realización presupone la disciplina y subordinación de otras formas de autoridad".63
Durante la llamada transición a la democracia, la violencia velada fue expuesta en toda su dimensión performativa sobre los cuerpos de los ciudadanos. El informe de la CONADEP (1984) y el Juicio a las Juntas militares (1985), a partir de testimonios de sobrevivientes y familiares de detenidos-desaparecidos, visitas oculares a lugares donde funcionaron CCDTYE y exhumaciones de fosas comunes en cementerios, reconstruyeron y visibilizaron los crímenes cometidos por las fuerzas públicas, que desde muchos años antes venían denunciando las organizaciones de derechos humanos. Los cuerpos muertos y lacerados poco a poco fueron apareciendo en la escena pública, desestabilizando el discurso de la violencia civilizadora por parte de los agentes de Estado.
En definitiva, este análisis nos conduce, por un lado, a reafirmar que no se pueden comprender los actos de violencia colectiva o los hechos de sangre como las masacres de manera aislada o reificada, ya que esto nos impediría dar cuenta de las maneras en que ellos se inscriben en estructuras y contextos sociales, históricos y políticos específicos de más larga duración. A su vez, nos impulsa a pensar sobre la forma en que los cuerpos y la sangre se insertan y significan en procesos políticos y sociales -de menor y mayor duración- al brindar la sustancia material y simbólica en la que se apoyan identificaciones mutuas y el establecimiento de lazos compartidos, ya sea en términos parentales, político partidarios, comunitarios o nacionales, entre otros posibles. En este sentido, matar o morir o el sacrificio de sangre pueden ser tanto producto de un vínculo prexistente, como prácticas productoras de novedosos vínculos y lealtades políticas, los que se suelen adoptar como relativamente consensuados aunque en general sean demandados de forma más o menos obligatoria por distintas formas de autoridad.
En definitiva, los hechos de sangre analizados en este trabajo -englobados de manera frecuente como "la violencia política de los setenta"- no pueden ser entendidos por fuera de los horizontes sociales, históricos y culturales en los cuales se inscriben. Estas acciones de violencia colectiva han sido socialmente producidas, al tiempo que han recreado o fundado nuevas realidades sociales y culturales, a través de formas diversas de autoridad que se disputaron el poder soberano sobre los cuerpos y la sangre de los ciudadanos en este periodo histórico en la Argentina.