Tradicionalmente se ha considerado que "la guerra no es cosa de mujeres" y que el llamado "sexo débil" siempre fue ajeno a las actividades bélicas, siendo, con raras excepciones -como en Israel-, eximido del servicio militar. Hasta no hace mucho, las mujeres no eran bienvenidas en las partidas de caza. Se consideraba que traían mala suerte y, de hecho, las actividades cinegéticas siguen siendo un universo esencialmente masculino en el que las tradiciones se transmiten por vía patriarcal. En cambio, se considera normal que una vez la presa sea muerta y traída a casa, sea la mujer -generalmente esposa del cazador o madre de familia- la que la prepare, eviscere, descuartice y cocine, actividad que implica también la manipulación de la sangre, pero en otro contexto, doméstico y menos glorioso. Estas consideraciones liminares conducen a plantear una serie de interrogantes ¿Son los dos sexos iguales ante el acto de verter la sangre? ¿En qué medida el género orienta las representaciones de la efusión de sangre? Partiendo de estas bases, interrogaremos la idea de una división genérica en torno a la efusión de sangre, que es la base del reciente -y póstumo- libro de Alain Testart, L'amazone et la cuisinière (2014), aplicándolo a la España de la Edad moderna, que constituye nuestro campo de especialidad.
La bibliografía sobre la figura de la mujer violenta se ha enriquecido considerablemente en las dos últimas décadas. Más allá de los trabajos clásicos, o más recientes, sobre las serranas, mujeres guerreras y amazonas, que serán citados en el presente artículo, cabe subrayar el interés de los historiadores y sociólogos contemporáneos por la violencia femenina. El libro de Arlette Farge y Cécile Dauphin, De la violence des femmes, que fue considerado en el momento de su publicación como particularmente innovador, ya subrayaba la complejidad del objeto de estudio que articula los conceptos de violencia y género femenino.1 Sin embargo, este conjunto de estudios trataba mucho más de la violencia ejercida sobre las mujeres que de violencia ejercida por ellas (solo dos estudios, los de Pauline Schmitt Pantel y Dominique Godineau estaban dedicados a las mujeres como autoras de hechos violentos). Desde el 2000, numerosos trabajos se han interesado por la violencia femenina, analizando las mujeres criminales, las bandas femeninas violentas o actos de violencia protagonizados por mujeres, en particular durante el periodo de la Revolución francesa.2 Finalmente, el libro ya citado de Alain Testart analiza la relación entre mujeres y efusión de sangre, planteando la idea de que son razones antropológicas (la relación de la mujer con la sangre menstrual) las que han alejado, desde siempre y en diferentes civilizaciones, a la mujer de las armas y de la efusión de sangre.
Con estos trabajos en mente, vale la pena preguntarse: ¿Cómo se relacionan, en la España moderna, estas dos representaciones, a priori antitéticas, de la mujer y la efusión de sangre? ¿Cómo se representa la efusión de sangre operada por manos femeninas? ¿En qué medida esta violencia femenina aparece como un acto "monstruoso" o, al contrario, heroico, aunque inscrito en circunstancias excepcionales, que lo relegan al dominio de lo extraordinario? ¿En qué medida, asimismo, se pueden discutir y matizar dichas representaciones? Ante todo, conviene aclarar que los análisis propuestos en la siguiente contribución son exploratorios, sentando las bases de futuros trabajos e investigaciones. Se trata de un work in progress que se inscribe en el seno de una reflexión antropológica sobre la percepción de la sangre y su efusión. Esto quiere decir que los análisis formulados no son conclusiones definitivas, sino pistas de reflexión sobre un tema -la sangre y su efusión- que suscita múltiples interrogantes en los campos de la historia, la etnología, la antropología y, más ampliamente, los estudios culturales. Importa también resaltar que el objeto de nuestro análisis es el imaginario colectivo, los discursos y representaciones en la España de la primera Edad Moderna (de finales del siglo XV a finales del siglo XVII), con algunas prolongaciones hacia la edad contemporánea en la cual este legado cultural ha dejado huellas tangibles. Se trata de analizar las representaciones, no la realidad o los comportamientos sociales.
La exclusión de la mujer de la efusión de sangre: dos universos antinómicos
Es fácil comprobar que el imaginario clásico, medieval y moderno excluye a la mujer de las armas y de la efusión de sangre. Las Cartas filológicas de Francisco Cascales reservan el uso de la espada al hombre, declarando que las únicas armas femeninas legítimas son la aguja y la rueca: "la aguja y la rueca son las armas de la mujer, y tan fuertes, que armada con ellas resistirá al enemigo más orgulloso de quien fuere tentada".3 En una perspectiva análoga, se excluye a la mujer de las actividades cinegéticas. En las cazas nobles y cortesanas, las mujeres son esencialmente espectadoras de las hazañas masculinas. En las capas más populares, ellas tampoco manejan las armas, siendo encargadas de llevar la comida a los cazadores. La montería, considerada la caza más noble y peligrosa, es asunto exclusivo de hombres. Solo se permite a la mujer practicar la caza de pequeñas presas, preferentemente con liga o trampas.
Otros oficios y acciones relacionados directa o simbólicamente con la sangre excluyen la intervención de mujeres: el arte de cortar la carne y de servir el vino. En la primera Edad Moderna se multiplican los tratados de civilidad que exponen el arte de comportarse en la corte o en la sociedad. El arte de trinchar la carne aparece como un arte que debe dominar todo hombre noble y bien educado. Uno de los textos más relevantes a propósito es el Arte cisoria del Marqués de Villena. En este texto, el autor intenta demostrar la nobleza de este arte que requiere, según él, lealtad y destreza y cuyos prestigiosos orígenes, se remontarían a Cam, hijo de Noé. Para Enrique de Villena el arte de cortar la carne es un signo de civilización, de nobleza y superioridad (permite "comer limpiamente", distingue a los hombres de los animales y de los salvajes) y constituye una de las "doze probidades" que debe poseer todo cortesano.4 Considerado como una habilidad superior, el arte de cortar la carne es una prerrogativa reservada a los varones y, entre ellos, a los mejores, a los aristócratas y cortesanos. En efecto, según Villena, los trinchantes (oficiales encargados de cortar la carne en la mesa) deben ser "de buen linage e conoscido, de fidalguez non dubdosos", leales, virtuosos, y bien educados, capaces de "bien fablar, con buen gesto, cortés y atentamente".5 Otro oficio ligado al acto de verter la sangre (esta vez, en el plano simbólico) es el de maestresala, encargado de servir el vino. Como el trinchante, se trata de una función prestigiosa en la domesticidad y reservada a los hombres.
De igual manera, los oficios de barbero-cirujano, verdugo o herrero, son oficios masculinos. En las representaciones mentales, parece establecerse una incompatibilidad entre el sexo femenino y el acto de verter la sangre. La fuerza física, necesaria para algunos de estos oficios ligados a la sangre o a su efusión no es un criterio válido, pues el servicio del vino no exige robustez particular y, en las culturas católicas, la mujer tampoco puede acceder al sacerdocio, siendo siempre un varón el que manipula, durante la eucaristía, la sangre de Cristo.
Los tabús que excluyen a la mujer de la efusión de sangre o de su manipulación operan tanto si se trata de sangre concreta (en la guerra, la caza, el cortar la carne en la mesa) o simbólica (servicio del vino y celebración de la Eucaristía). Estos esquemas mentales perduran en la actualidad. Todavía ahora, en los usos y normas sociales, el cortar la carne en la mesa y servir el vino son acciones reservadas al varón de la casa. La anfitriona trae la carne a la mesa, pero es el hombre quien la corta. La caza sigue siendo una actividad esencialmente masculina y, en una cultura cinegética eminentemente misógina, la presencia de mujeres es percibida como una molestia o, peor, como una circunstancia que acarrea mala suerte. Una incompatibilidad esencial parece entonces establecerse entre las mujeres y la efusión de sangre, como si el mundo femenino debiera quedar alejado de la violencia y de la sangre derramada.
Las mujeres violentas, armadas y guerreras: monstruos o excepciones
La exclusión de la mujer de la efusión de sangre conoce, sin embargo, notables excepciones. Tanto la literatura popular como las fuentes cultas representan mujeres armadas, sanguinarias y violentas, abriéndole un espacio de existencia en el imaginario.6 Presente en la mitología clásica a través de las figuras de Diana, de Atalanta y de las Amazonas, el tema de la mujer armada, cazadora, guerrera o bandolera conoce en la España de la Edad Media y Moderna un éxito particular, encarnándose en múltiples figuras, desde las mujeres criminales de la literatura de cordel a las doncellas guerreras de las novelas de caballería o de los mitos y leyendas transmitidos por la poesía oral (en particular, los romances), sin olvidar a las serranas y bandoleras de la comedia. ¿En qué medida estas mujeres violentas y sanguinarias rompen las reglas? ¿Cómo los diferentes textos y discursos representan e integran estas figuras altamente subversivas?
Mujeres criminales, serranas y bandoleras
Las relaciones de sucesos evocan con relativa frecuencia casos de mujeres criminales: mujeres bandoleras, asesinas, violentas, que no dudan en verter la sangre. Los pliegos sueltos de los siglos XVI y XVII evocan varias figuras de mujeres violentas como Victoria Acevedo, Sebastiana del Castillo, Antonia de Paz, Teresa de Llanos o una doncella apodada "Fénix".7 La fascinación que ejercen sobre el público se debe, precisamente a su alejamiento de las normas sociales, a su carga transgresiva. Estas mujeres encarnan el desorden, la violación de las normas: son seres extraordinarios, "monstruos" que fascinan al público precisamente porque infringen todas las reglas que rigen el comportamiento femenino.
La literatura cultiva también la figura de la mujer violenta y sanguinaria. Esta figura se encarna en diversos aspectos y modalidades: amazonas, serranas, "gallardas", mujeres varoniles, bandoleras. El mito de las amazonas que tanto fascinó a la Antigüedad grecolatina sigue teniendo vigencia en el imperio hispánico de la Edad Moderna: los polígrafos -como Pedro Mexía que le dedica dos capítulos de su Silva de varia lección (libro I, caps. 10 y 11)-8 lo recogen y restituyen, y el mito conoce una nueva vitalidad en los relatos sobre la Conquista de América.9
Asimismo, la literatura medieval y moderna ofrece un espacio de existencia a estas mujeres violentas a través de la figura de la serrana. Bien conocidos son los cuatro encuentros con las serranas del Libro de buen amor. El más significativo es el cuarto (versos 1006-1021), en el cual el narrador se encuentra con una serrana hombruna, fea y violenta, que lo rapta, lo lleva a su cueva y abusa de él. Esta fémina salvaje y cazadora (en todos los sentidos de la palabra, en la medida en que caza animales para sustentarse y caza hombres para satisfacer su voraz apetito sexual) es una versión femenina del ogro.10 Con excepción de Alda, las serranas del Libro de buen amor son todas mujeres fuertes, monstruosas que invierten los papeles tradicionales atribuidos a los hombres y a las mujeres.11 Como lo señala G. B. Gybbon Monypenny en su edición crítica del texto, estas representaciones se inscriben en el marco de cultura cómica y paródica, en la cual la "inversión de papeles y la forzada [y humillante] sumisión del hombre" produce la risa del público.12 La mujer viril, fuerte y armada, sexualmente activa (siendo el hombre relegado a un papel pasivo), se inscribe entonces en una lógica cómica, carnavalesca, que invierte los códigos y normas que rigen la vida diaria y civilizada.
La leyenda de la Serrana de la Vera es bien conocida y ampliamente difundida en toda la península ibérica, tanto en la época moderna como en la contemporánea, a través de numerosos romances. Aunque muchos especialistas han intentado buscarle una base histórica, identificándola con tal o cual mujer real (en especial con Isabel de Carvajal), se trata ante todo de un mito que se enraíza en un sustrato folclórico muy rico. Se trata de una mujer (generalmente hermosa, aunque algunos romances la presentan como muy fea), de fuerza descomunal, con apariencia de cazadora, amazona o guerrera, que vive en los montes. Esta mujer criminal, violenta y "salvaje", lleva a los hombres con que se encuentra a su cueva, donde los mata, tras emborracharlos o tener sexo con ellos, conservando los huesos en su cueva. Una de las versiones más conocidas, difundida en el siglo XVII es la siguiente:
Allá en Garganta la Olla, en la Vera de Plasencia, salteóme una serrana, blanca, rubia, ojimorena. Trae el cabello trenzado debajo de una montera, y porque no la estorbara, muy corta la faldamenta. Entre los montes andaba una en otra ribera, con una honda en sus manos, y en sus hombros una flecha. Tomárame por la mano y me llevara a su cueva;
por el camino que iba,
tantas de las cruces viera.
Atrevíme y preguntéle
qué cruces eran aquéllas,
y me respondió diciendo
que de hombres que muerto hubiera.
Esto me responde y dice [321]
como entre medio risueña:
"Y así haré de ti, cuitado,
cuando mi voluntad sea".
Dióme yesca y pedernal
para que lumbre encendiera
y mientras que la encendía
aliña una grande cena.
De perdices y conejos
su pretina saca llena,
y después de haber cenado
me dice: "Cierre la puerta".
Hago como que la cierro,
y la dejé entreabierta:
desnudóse y desnudéme
y me hace acostar con ella.
Cansada de sus deleites
muy bien dormida se queda,
y sintiéndola dormida,
sálgome la puerta afuera.
Los zapatos en la mano
llevo porque no me sienta,
y poco a poco me salgo,
y camino a la ligera.
Más de una legua había andado
sin revolver la cabeza,
y cuando mal me pensé
yo la cabeza volviera,
y en esto la vi venir
bramando como una fiera,
saltando de canto en canto,
brincando de peña en peña.
"Aguarda -me dice-, aguarda:
espera, mancebo, espera;
me llevarás una carta
escrita para mi tierra.
Toma, llévala a mi padre;
dirásle que quedo buena"
Enviadla vos con otro,
o ser vos la mensajera.13
Esta versión pone de realce la naturaleza sanguinaria de la serrana: su propensión a verter la sangre, asesinando a los hombres tras haberlos gozado, es uno de los componentes de su carácter monstruoso. Otras versiones del romance inciden más aún en esta violencia femenina, haciendo de la serrana una auténtica asesina en serie, un ogro femenino, que enciende fuego con los huesos de los hombres muertos y obliga a sus víctimas a beber en sus calaveras:
Ya llegaron a la cueva,
trataron de hacer la lumbre
con huesos y calaveras
de los hombres que ha matado
aquella terrible fiera.
-Bebe, serranillo, bebe,
agua de esa calavera,
que puede ser que algún día
otros de la tuya beban.14
La figura de la serrana pasó luego al teatro, encarnándose en obras como La Serrana de la Vera (1613) de Luis Vélez de Guevara y La Serrana de la Vera o de Plasencia de Lope de Vega.15 Por fin, la mujer armada, violenta, también aparece en el teatro a través del tema de la bandolera en las obras Las dos bandoleras de Lope, La Bandolera de Baeza atribuida a un tal Cavallero o La Bandolera de Flandes de Baltasar de Carvajal.16
Estas mujeres violentas (serranas, bandoleras, homicidas) pueden ser objeto de múltiples lecturas. Es evidente el componente mítico y folclórico de estas figuras.17 Para José Manuel Gómez-Tabanera las serranas no son sino una figura de la "mujer salvaje", siendo el vertiente o equivalente femenino de otra representación, también muy difundida en la cultura de la época clásica a la Edad Moderna: el "hombre salvaje". J. M. Gómez-Tabanera señala en efecto la presencia de estas silvaticae en la literatura latina y su progresiva integración en la literatura castellana:
Este tema irrumpe en la literatura popular desde el siglo VIII hasta el XV. A pesar de su fealdad, las silvaticae se nos presentan como personajes femeninos con ciertas connotaciones, sobre todo eróticas. Un trasunto de la conseja que les da vida es el personaje literario que pronto en Castilla se asimilará a la llamada serrana, cuya imagen irá cambiando con el tiempo, pero que en un primer momento es representada como una giganta monstruosa, lúbrica y armada de un garrote.18
En el universo medieval, estas mujeres violentas, viriles, que manejan las armas, se inscriben en el ámbito de lo monstruoso, al igual que las mujeres barbadas: encarnan el desorden, la violación de las normas, son seres "contra natura". Lilian von der Walde bien demuestra que estas mujeres armadas y violentas son un "prototipo de lo antisocial", que atentan, por su comportamiento, contra toda forma de vida civilizada. Su comportamiento viril y guerrero, el hecho de verter la sangre (en la caza, en actos de bandolerismo o asesinato) "implica simbólicamente una suerte de rechazo a que el sexo femenino se adueñe de lo que la sociedad prescribe como patrimonio masculino".19
La "virilidad" de estas mujeres se ilustra, precisamente, en su aptitud para manejar las armas y verter la sangre, desembocando en una confusión o una inversión de géneros: masculinización de la mujer y feminización del hombre. Bien se ha visto cómo el narrador del Libro de buen amor se ve feminizado (y ridiculizado) ante la robusta serrana que lo rapta y lo usa como mero objeto sexual. Algunas figuras masculinas presentes en La Serrana de la Vera, de Luis Vélez de Guevara son también objeto de un proceso de feminización que, esta vez, no se inscribe necesariamente en el registro cómico: primero, el padre de Gila (la Serrana de la Vera), incapaz de defender su propia casa; luego el capitán obligado a retroceder frente a las amenazas de Gila, armada de una escopeta.20
Las significaciones de estas figuras, en el romancero y en el teatro, y su uso social son complejas. Pueden funcionar como representaciones transgresivas y liberadoras -cuyos mecanismos son similares a los de la fiesta carnavalesca- destinadas a demostrar (únicamente en la ficción) que las reglas sociales pueden ser infringidas. En todo caso, su relación con el desorden, la monstruosidad, la ruptura de las normas sociales es evidente: se trata de mujeres que invierten los modelos de comportamiento, cuestionando las fronteras de género que separan el universo masculino del mundo femenino. Suscitan la fascinación porque son anomalías que rompen, de manera absoluta, el orden y las convenciones. Siendo el teatro un arte social, las obras dramáticas efectúan en su desenlace un regreso al orden: las mujeres violentas son castigadas y ejecutadas (como en el trágico desenlace de La Serrana de la Vera de Luis Vélez de Guevara), o abandonan las armas para casarse.
Las mujeres guerreras: excepciones y paréntesis en el orden social
La imagen de diferentes mujeres guerreras presentadas como heroínas admirables en diversos textos es bien distinta. La figura de Juana de Arco fascinó a los autores y al público de la península. Reescrita y ficcionalizada, su historia aparece en diversas crónicas castellanas del siglo XV21 y es objeto de un libro anónimo, La Poncella de Francia y sus grandes fechos en armas posiblemente redactado hacia 1474-148022 y dirigido a la joven Isabel la Católica. El relato fue luego publicado, siendo impreso por primera vez en 1520. Atribuido a Juan de Gamboa o a Fernando del Pulgar, el texto establece paralelos y correspondencias entre la heroína francesa y la joven reina castellana, reunidas en torno al tema de la mujer fuerte, defensora de su patria ante las amenazas extranjeras.23
Siguiendo el ejemplo del De claris mulieribus (1374) de Boccaccio, florecen en la península ibérica diversas compilaciones dedicadas a las mujeres ilustres que evocan distintos ejemplos de mujeres armadas o guerreras. Traducido en castellano, el texto de Boccaccio circuló de manera manuscrita antes de ser publicado, primero en Zaragoza, en 1494, y luego en Sevilla, en 1528. Inspirándose en el modelo de Boccaccio, Álvaro de Luna, condestable de Castilla (1390-1453) redacta un Libro de las virtuosas y claras mujeres, que incluye también varios ejemplos de mujeres guerreras.24 La obra de Álvaro de Luna se inscribe en un contexto de debate, a favor o en contra de la mujeres,25 que engendró a su vez textos como el Tratado en defensa de las virtuosas mujeres de Diego de Valera o el Jardín de nobles doncellas de Fray Martín de Córdoba.
El tema de la "claras mujeres" dejará amplia y rica estela en los siglos siguientes. Buen ejemplo de ello es la Varia historia de santas e ilustres mugeres en todo género de virtudes (Madrid, 1583) de Juan Pérez de Moya.26 El libro II, "en que se ponen mugeres que se señalaron en hechos heroycos, assí de cosas de guerra como de consejo y govierno", consta de 86 capítulos y evoca numerosos ejemplos de mujeres armadas y guerreras: las Amazonas, Juana de Arco ("Juana Pulcella"), la esposa de un licenciado de Baeza que tomó la espada para defender a su marido (cap. 38) y una vizcaína que mató en duelo al asesino de su esposo "por lo qual alcanzó licencia que de allí adelante anduviesse en hábito de hombre y truxesse armas".27 El capítulo 41 evoca la figura de Juliana de los Cobos quien, según la leyenda, combatió los moros al servicio de los Reyes Católicos:
Juliana de los Cobos fue natural de la villa de Sant Estevan del puerto. Crióse en las Navas, aldea de dicha villa, con un labrador nombrado Juan Garcón. Ausentóse su marido por muerte de un hombre, determinó irle a buscar y acompañarle en su trabajos y para más libremente poderlo hazer mudó el bestido en hábito de varón y nombróse Juan Garcón y como no allase al marido y asentó por soldado, donde hizo tantas y tantas señaladas hazañas contra Moros que quiso informarse el Rey Cathólico don Fernando quién era. Descubrióse ser mujer y considerando el rey sus servicios, le hizo merced y le dio un juro con que viviesse.28
La mujer armada, interpretada como figura excepcional y extraordinaria, encuentra asimismo una encarnación espectacular en la figura bien conocida de Catalina de Erauso, la Monja Alférez. Documentado primero en una serie de pliegos sueltos sevillanos y madrileños, este personaje, sobre el cual existe abundante bibliografía, pasa luego a la literatura, siendo dramatizada por Juan Pérez de Montalbán en su comedia La Monja Alférez (1626).29 Hans van der Hamen la retrató hacia 1630.
La mujer armada es asimismo una figura habitual de los romances. El Romance de la doncella guerrera narra cómo un conde, incapaz de responder, por sus achaques y edad avanzada, al llamamiento del rey, que convoca a la nobleza a servirle en la guerra, es sustituido en esta misión por su hija. Esta se disfraza de hombre y combate al servicio del rey durante dos años, bajo el nombre de don Martín de Aragón. El príncipe se enamora de ella y la somete a una serie de pruebas, destinadas a revelar su verdadero sexo, pero que la doncella guerrera sortea con éxito. Al final la doncella regresa a la casa paterna y retoma sus atributos femeninos, simbolizados por la rueca. El desenlace abierto deja imaginar una futura boda entre el príncipe y la doncella, que ha regresado a sus ocupaciones femeninas tras el paréntesis guerrero:
-Adiós, adiós, el buen rey,
y tu palacio real;
que dos años te sirvió
una doncella leal!
Óyela el hijo del rey,
tras ella va a cabalgar.
-Corre, corre, hijo del rey
que no me habrás de alcanzar
hasta en casa de mi padre
si quieres irme a buscar.
Campanitas de mi iglesia,
ya os oigo repicar;
puentecito, puentecito
del río de mi lugar,
una vez te pasé virgen,
virgen te vuelvo a pasar.
Abra las puertas, mi padre,
ábralas de par en par.
Madre, sáqueme la rueca
que traigo ganas de hilar,
que las armas y el caballo
bien los supe manejar.
Tras ella el hijo del rey
a la puerta fue a llamar.30
El Romance de la dama de Arintero presenta una trama similar, narrando cómo una mujer, disfrazada de hombre, realiza diversas hazañas guerreras al servicio del rey.31
En los romances, las acciones de estas féminas guerreras aparecen como "extraordinarias": estas mujeres son prodigios, excepciones, portentos. También cabe resaltar, como lo hace François Delpech, que si estas mujeres toman las armas y vierten la sangre, lo hacen en circunstancias en que los hombres (padres o maridos) no pueden hacerlo. Además, estas damas actúan movidas por una devotio hacia los hombres de su familia: ellas toman las armas para sustituir a un padre en la guerra (evitando su deshonra), para vengar a un marido o reencontrarse con él.32
En la mayoría de estos textos, la toma de armas por las mujeres no es definitiva: se trata de un paréntesis debido a circunstancias excepcionales, a la ausencia del hombre o a su incapacidad para tomar las armas. Una vez su misión está cumplida, la mayoría de estas mujeres regresan a sus ocupaciones femeninas. En una de las versiones de la leyenda de Juliana de los Cobos, la protagonista deja las armas para casarse.33 Lo mismo hace la Doncella Guerrera quien, al final del romance, vuelve a casa de su padre y reclama la rueca. Todas estas guerreras empuñan las armas porque circunstancias excepcionales lo exigen. Estas representaciones alteran el orden, pero de manera limitada: circunscrita en el tiempo, la efusión de sangre realizada por manos femeninas es una anomalía justificada por circunstancias excepcionales y realizada por fidelidad (fides) hacia un padre, marido o hermano. Finalmente, en muchas ocasiones, el rey, figura masculina, sustituto del padre interviene in fine para recompensar a la dama guerrera.34 Escenificando acciones guerreras justificadas por la devotio debida a los hombres, acciones circunscritas en el tiempo y clausuradas por la recompensa real, estos relatos muestran mujeres que toman, durante cierto tiempo, los atributos masculinos (las armas, el derecho a verter la sangre en la guerra) pero sin romper el orden establecido.
Mujeres armadas en la novela de caballerías y en la comedia
Finalmente -se trata de un dato importante-, cabe resaltar que las mujeres armadas y guerreras aparecen esencialmente en la literatura de ficción: en los romances novelescos y, como vamos a ver a continuación, en la novela de caballerías en que la doncella armada es una figura común. En el Primaleón (1512), don Duardos es desafiado por una doncella vestida de caballero. En el Polindo (1526), la sarracina, enamorada del protagonista, se disfraza de hombre y participa en los torneos de Macedonia. En los últimos capítulos de la Crónica del muy valiente y esforçado cavallero Platir (1533), la infanta Florinda se viste de hombre, toma las armas y se hace caballero para rescatar a su enamorado, Platir, de la prisión de Peliandos. El tema de la virgo bellatrix aparece asimismo en el Amadís de Grecia, el Cristalián de España, el Espejo de príncipes y caballeros, en la Cuarta parte del Belianís de Grecia, en la Tercera parte del Espejo de Príncipes y cavalleros de Marcos Martínez o en el Policisne de Boecia.35 Como en los romances o en las compilaciones dedicadas a las "claras mujeres", en la mayoría de las novelas de caballería las mujeres toman las armas y se dedican a una actividad guerrera de manera temporal, generalmente por amor y fidelidad hacia un hombre: en La crónica del muy valiente y esforçado cavallero Platir, Florinda renuncia a las armas tras haber rescatado a Platir y regresa a actividades femeninas. En una perspectiva similar, en el Cristalián de España (1545) de Beatriz Bernal, la guerrera Minerva, acaba dejando las armas y casándose.
Es esencial subrayar que estas representaciones de doncellas guerreras se enmarcan en una literatura que reivindica abiertamente su inverosimilitud, su distancia respecto a la realidad y su estatuto de literatura de evasión: la función de estos textos es, ante todo, distraer, entretener, hacer soñar al público. En este contexto, la figura de la mujer armada y guerrera opera como una fantasía literaria, un mito fantástico, una ficción novelesca inaplicable a la realidad. Lo mismo se puede afirmar de las mujeres vestidas de hombre y armadas que aparecen en la comedia, siendo uno de los ejemplos más conocidos la Rosaura de La vida es sueño. Como bien es sabido, la comedia lopesca se inscribe explícitamente en una dimensión de literatura de entretenimiento, en la cual la prioridad es satisfacer el gusto del público, siendo la verosimilitud un imperativo secundario. Igual que en las fuentes narrativas, en el ámbito dramático la adopción del traje masculino y el manejo de armas por mujeres aparecen como un paréntesis, un episodio debido a circunstancias excepcionales y necesariamente limitado en el tiempo. El desenlace de la comedia opera siempre una restauración del orden, la doncella armada abandona las armas y se casa, regresando a una vida "femenina".
Tanto en los textos dedicados a las "claras mujeres" como en los romances, en la novela de caballerías o en la comedia, el tema de la doncella armada concede a las mujeres una extraordinaria libertad, ofreciéndoles la posibilidad de entrar en el mundo de los hombres y de actuar como ellos. En estos textos, las mujeres pueden realizar hazañas, vivir aventuras caballerescas, combatir, vengar o defender el honor familiar. Estas representaciones se inscriben claramente en ruptura con las tradiciones que asimilan las mujeres al espacio doméstico y que afirman la incompatibilidad del sexo femenino con el acto de verter la sangre. Sin embargo, en la mayoría de los casos, la entrada en el universo masculino, en un mundo en donde el manejo de las armas y la efusión de sangre son posibles para las mujeres, constituye una incursión temporal, un paréntesis fascinante, liberador y entretenido seguido generalmente del regreso a un orden que jamás deja de afirmarse como masculino y patriarcal.
Una lectura antropológica
Tanto si son mujeres heroicas, peligrosas criminales o salvajes "serranas", tanto si efectúan un regreso al orden como si permanecen definitivamente fuera de las normas, estas mujeres armadas constituyen prodigios, "monstruos" (en el sentido etimológico de la palabra) cuyo carácter excepcional justifica su inclusión en las polianteas y libros de mirabilia. En el imaginario colectivo, la feminidad parece incompatible con la efusión de sangre. Alain Testart, en su último libro, ofrece una lectura antropológica de estos tabús: para él, la división genérica del trabajo y de la efusión de sangre se explica por las creencias y tabús en torno a la menstruación. Es la sangre femenina, que fluye cada mes, la que aleja a la mujer de la efusión de sangre, sea esta real o simbólica. De la misma manera, se aleja a las mujeres de las armas, cuchillos y otros objetos cortantes (o punzantes) que, según Testart, recordarían demasiado directamente su propia herida íntima, que sangra cada mes. Antes de Testart, Laura Levi Makarius puso en evidencia la eficacia de los tabús ligados a la sangre femenina en la historia de las culturas humanas,36 pero los trabajos de Testart llevan estas concepciones hasta sus últimas consecuencias, afirmando que "durante milenios, y probablemente desde la prehistoria, la división sexual del trabajo encuentra su justificación en el hecho de que se haya apartado a la mujer de tareas que evocaban de manera demasiado directa la herida secreta e inquietante que lleva en ella".37 Excluir a las mujeres de las acciones que implican una efusión de sangre permite evitar la coincidencia de la sangre con la sangre (la "conjunción de lo mismo con lo mismo").38 Marcada por la sangre menstrual, la mujer no puede participar en la guerra, en la caza, ni practicar sacrificios. En cierta medida, estas representaciones ilustran un principio antropológico según el cual "la sangre huye de la sangre" o, formulado de otra manera, un esquema mental que procura evitar la mezcla de sangres (sangre menstrual y otras sangres, vertidas).
Los análisis de Testart fueron retomados y reafirmados en el 2015 por Gérard Courtois, que los completa a su manera. Según Courtois, las sociedades procuran, mediante una serie de reglas, apartar estrictamente a la mujer de la efusión de sangre. El mundo femenino, marcado por la fecundidad y la procreación, es un santuario que debe permanecer separado y protegido de la efusión de sangre y de la violencia:
Todo funciona como si hubiera que separar de manera radical la sangre que fluye de manera espontánea de la sangre vertida voluntariamente, como si hubiera que separar de manera efectiva y simbólica a las mujeres del cuchillo que vierte la sangre. Al reservar a los hombres el acto de castración bajo todas sus formas, se trataba de preservar el mundo de la procreación de la violencia de la sangre.39
Estas representaciones han perdido hoy en día parte de su operatividad (hay mujeres soldados, en el mundo protestante las mujeres pueden celebrar la misa y se observa una participación cada vez más evidente de las mujeres en grupos criminales violentos), pero han dejado huellas, abundantes y tangibles, en la época contemporánea. La mujer armada, violenta, sigue siendo percibida como una excepción, un monstruo, y una atracción. El tema sigue siendo un resorte cinematográfico abundantemente empleado por los realizadores de series televisivas, de películas y videojuegos: heroicas (Lara Croft) o criminales (en La Sicaria de Mario Becerra, en la serie británica Killing Eve, en la serie Mujeres asesinas realizada a partir del libro de Marisa Grinstein y luego adaptada al público anglosajón bajo el título Killer Women), las mujeres armadas y violentas, que vierten la sangre, siguen ejerciendo un poder de fascinación en la medida en que ostentan características todavía consideradas como insólitas, extraordinarias en las mujeres.
En la actualidad, los viejos tabús que apartan a la mujer de la efusión de sangre se diluyen lentamente, sin desaparecer completamente, engendrando en las mentalidades occidentales contemporáneas representaciones ambiguas: las mujeres se adentran de manera cada vez más libre y abierta en el mundo de la violencia (deportiva, guerrera o criminal) y en la efusión de sangre (real o simbólica) pero, al mismo tiempo, las mentalidades, siguen representando el mundo femenino como un espacio protegido, cerrado a la violencia. La fortuna del tema iconográfico de las Sabinas (que se interponen entre sus familiares y maridos para impedir la guerra) es una prueba de la vigencia de estas representaciones.
Nuevas pistas de interpretación
Clero y mujeres: hacia una coincidencia de los tabús y representaciones
Nuestras investigaciones en las cuestiones de sangre en la Edad Moderna40 nos conducen a matizar y completar algunos de los análisis de los antropólogos Courtois y Testart. Es interesante observar que los tabús aplicados a las mujeres se aplican también, de manera idéntica, a los miembros del clero: el clero no puede participar en pleitos criminales, ni en la guerra, ni practicar la caza sangrienta. La Segunda Partida específica que las mujeres y los clérigos no pueden ejercer la caballería "porque no han de meter las manos en lides" (Título XXI, Ley 12). Como las mujeres, el clero también queda apartado de la efusión de sangre en la caza: la montería les está vedada y solo se les autoriza a cazar pequeñas presas, con trampas o liga, es decir una caza que no vierte la sangre ya que las presas mueren asfixiadas en lazos o redes.
¿Qué motivaciones simbólicas y antropológicas explican la exclusión del clero de la efusión de sangre, estableciendo un paralelo (como lo hacen las Siete Partidas) entre clero y mujeres? Una primera explicación podría ser la siguiente: si el clero queda apartado de la efusión de sangre es porque manipula, en el momento de la Eucaristía, el cuerpo y sangre de Cristo. La exclusión del clero de la efusión de sangre obedecería entonces a los mismos motivos simbólicos que excluyen a las mujeres del acto de verter la sangre: el principio según el cual "la sangre huye de la sangre" o la idea de que no hay que mezclar las sangres (la sangre de la Eucaristía con la sangre vertida en la guerra, la caza o las ejecuciones capitales). Destinados a manipular la sangre de Cristo, los miembros del clero no pueden participar en otras efusiones de sangre. Estas representaciones también asocian los eclesiásticos a las mujeres, representando los miembros del clero como hombres feminizados, individuos a medio camino entre el hombre y la mujer, y destinados, como ella, a llevar faldas y a permanecer apartados de la efusión de sangre que define el universo viril.
Efusión de sangre noble e innoble
Otros elementos, por fin, nos llevan a matizar las conclusiones de Courtois y Testart. Las representaciones culturales apartan a las mujeres de la efusión de sangre (o de su manipulación) en la guerra, en la caza, en la mesa o en la misa y la alejan de las armas, picas y espadas. Pero para ser exactos habría que añadir que la mujer queda excluida de la efusión de sangre "noble", "prestigiosa" y que muchas representaciones la muestran manejando filos y cuchillos en ámbitos domésticos. Cierto es, como señala Testart, que la mujer no participa en el sacrificio de la misa, no corta la carne en la mesa, ni sirve el vino. Pero, en la cocina, es ella quien mata las aves y los conejos, ella quien los sangra, los despoja, los prepara. El varón caza, pero es su esposa la que prepara los animales para el consumo, desollándolos, eviscerándolos y cocinándolos.
Numerosos cuadros de la iconografía barroca muestran mujeres manipulando carnes, sangre, picas y cuchillos en un contexto culinario, doméstico, o en los mercados. La cocinera de Pieter Aertsen (ver figura 1) muestra una mujer que acaba de ensartar en una pica a unas aves y una pierna de cordero, y se dispone a asarlos. De la misma manera, Cristo en casa de Marta y María de Joachim Beuckelaer41muestra además de la escena bíblica ubicada en el fondo de la composición, a dos mujeres (una joven y otra de edad más avanzada) en una cocina donde abundan la carne, la sangre y los animales muertos, ensartados.
Otra pintura de Joachim Beuckelaer, A Maid in a Kitchen with Christ in the House of Martha and Mary in the Background muestra la misma escena que el anterior (Cristo en casa de Marta y María) pero es aún más explícito mostrando la relación táctil, íntima, directa, que se establece entre la mujer, la sangre y la carne cruda.42 Las escenas de mercado, comunes en la pintura barroca, representan asimismo mujeres en contacto con la carne y la sangre: carniceras, vendedoras de aves y caza, como en el Mercado del mismo Joachim Beuckelaer,43 que muestra a dos mujeres con aves y conejos muertos.44 Las escenas de mercado y cocina representadas por Vincenzo Campi muestran asimismo mujeres en contacto con aves muertas, tripas, sangre y carne cruda.
Fuente: Pieter Aertsen, La cocinera, 1559, óleo sobre tabla. Museos Reales de Bellas Artes, Bruselas.
Las interpretaciones de Courtois y Testart requieren entonces una pequeña revisión. Los imaginarios culturales no apartan a las mujeres de la efusión de sangre en general, sino que la excluyen de la efusión de sangre noble y prestigiosa: la guerra, la caza noble, la celebración de la misa, cortar la carne en la mesa y servir el vino son tareas honrosas, reservadas a los varones. Pero la mujer puede, sin ningún problema, ocuparse en tareas bajas que requieren la efusión de sangre: preparar la caza abatida por el hombre, matar aves y conejos, degollarlos, despellejarlos, quitarles la tripa, manipular la carne cruda y sangrante.
Ambigüedades de la sangre y de su efusión
El complejo sistema de representaciones y tabús tejido en torno a la sangre y a su efusión aporta interesantes informaciones acerca de la significación de este fluido corporal. Entrar en contacto con la sangre puede ser un acto noble (en la guerra, la caza o la celebración de la eucaristía) o innoble (como lo revelan las representaciones de impureza ligadas a la sangre menstrual, la absoluta infamia del verdugo, o las connotaciones de grosería, villanía y bajeza vinculadas a los oficios de carnicero/a, charcutero/a, o alimentos como la morcilla). De la misma manera en que la sangre puede ser digna (la sangre azul, la "sangre pura") o indigna (la sangre menstrual), la efusión de sangre puede ser fuente de prestigio o de infamia.
La sangre aparece, por lo tanto, como un objeto cultural complejo cuya efusión es objeto de múltiples reglas simbólicas. Una de ellas es que la sangre huye de la sangre (como lo muestra la exclusión de la mujer y del clero de ciertas efusiones de sangre). Por otra parte, verter la sangre puede enaltecer y aportar prestigio o, al contrario, deshonrar, rebajar y manchar. Es evidente que la sangre y su efusión acarrean un imaginario complejo, contrastado, regido por lógicas complejas que todavía pueden, y deben, ser exploradas.