Presentación
Este artículo busca hacer un aporte a las investigaciones sobre el anticlericalismo sucedido durante la Guerra Civil española, con el estudio del caso del asesinato de un grupo de religiosos colombianos durante esta contienda. Son varios los trabajos de alta calidad que han abordado el tema. Algunos, desde un punto de vista comparativo, han analizado el impacto de la Guerra Civil española en Colombia y contrastado las relaciones diplomáticas (su letal pasividad), migratorias, ideológicas y políticas.1 Otros han interpretado tanto el conflicto como el caso específico de los fusilados, desde posturas de corte teológico y martiriológico, e incluso se han acercado a la narrativa franquista.2 En España, diversos investigadores han mostrado su interés en el tema, ofreciendo lecturas desde las provincias donde ocurrieron los hechos3 y que, además, introducen debates desde la perspectiva de la memoria histórica en sitios de interés para esta investigación como el Cementerio de Montjüic. También existen estudios juiciosos sobre el funcionamiento de la justicia en Catalunya durante el periodo revolucionario.4 Incluso se ha escrito una apasionante novela en la que se reúnen nuevas fuentes de información sobre el caso y en la que se contraponen las posiciones de víctimas y victimarios.5 Teniendo en cuenta este panorama historiográfico, en esta investigación se hará una reconstrucción de los acontecimientos, tomando los aportes dados por la pluma de estos referentes, introduciendo debates, identificando los vacíos y detallando acontecimientos que han sido pasados por alto o que han quedado en entredicho. De la misma manera, el lector podrá encontrar otros aspectos inconclusos que no he podido vencer. Ante todo, espero que estos abran la puerta a nuevos análisis.
Un tren a Madrid
En 1935, el claretiano de Jericó, Jesús Aníbal Gómez, filósofo y teólogo del Colegio Nacional San Luis Gonzaga de Zipaquirá, viajó a España para ordenarse como sacerdote de la congregación de los Hijos del Inmaculado Corazón de María y servir en el Colegio de Misioneros de Zafra en Extremadura.6 A su llegada, el antioqueño se encontró con un ambiente político caracterizado por levantamientos armados fracasados surgidos a partir del fin de la dictadura de Primo de Rivera y del nacimiento de la II República española. Eran conflictos generados por los resultados electorales y la aversión de varios movimientos políticos a la alternancia política en el poder. A esto, se sumaba el deseo de la República por impedir cuestionamientos sobre su control proveniente de organizaciones huérfanas, monárquico, burgués e incluso proveniente de sectores anarquistas, que acudieron a intentonas insurreccionales o golpistas.7 Con el terreno propicio, a principios de 1936 se vaticinaba la repetición de otra sublevación sin aire de victoria. Por ello, en abril de 1936, atemorizados por la atmósfera de violencia, Jesús Aníbal Gómez y sus compañeros de culto fueron trasladados al seminario claretiano de Ciudad Real en Castilla-La Mancha.
En la madrugada del 18 de julio de 1936, el general Francisco Franco (1892-1975), en cabeza de una fracción del Ejército español y sus partidarios civiles, dio a conocer una declaración de guerra contra el Gobierno de la República que dio inicio a la Guerra Civil española. A lo largo de la jornada se produjeron alzamientos de unidades militares en casi todo el país, que salían de sus guarniciones dirigidos por falangistas locales e incluso por la Guardia Civil. La sublevación militar fracasó en Barcelona y Madrid, las dos principales ciudades de España, pero tuvo éxito en otros importantes y estratégicos territorios desde donde se podían controlar vastas extensiones de territorio.8 En la provincia de Ciudad Real, la contención del alzamiento en armas de una fracción del Ejército contra el gobierno republicano en julio de 1936 se desarrolló de manera muy similar al resto de la zona republicana. La provincia no contaba con regimiento militar y la Guardia Civil, que se encontraba desplegada en toda la provincia, había sido trasladada a Madrid por temor a que se alzara en armas en contra de la República. Así, al no existir fuerzas de seguridad ciudadana, las milicias anarquistas y socialistas locales se hicieron garantes de la seguridad de la población, y a Ciudad Real, capital de la provincia con el mismo nombre, fueron trasladados representantes y combatientes de los diferentes partidos republicanos, socialistas y anarquistas de la Confederación Nacional del Trabajo (CNT), quienes se mantuvieron allí como máxima autoridad hasta diciembre de 1936.9
El día 24 de julio de ese año, un grupo de estos milicianos irrumpió en el en Convento de los Misioneros Hijos del Inmaculado Corazón de María, donde se encontraba Jesús Aníbal, el colombiano, con el fin de apropiarse del edificio y detener a sus religiosos. Su objetivo, como hicieron con diferentes iglesias y conventos en España, era convertirlo en cárcel para la Orden con el argumento de evitar acometidas de elementos fascistas. Sin embargo, el 28 de julio, gracias a las gestiones de Luis Oraa, Joaquín Cabildo y Eutiquiano Peinador, las autoridades republicanas concedieron salvoconducto a todos los religiosos detenidos -catorce seminaristas, trece de ellos españoles y uno colombiano- para que abandonaran la ciudad y se marcharan a Madrid, que aún se mantenía en poder de la República.10
A las tres de la tarde, en la calurosa estación de Ciudad Real, los claretianos subieron al tren que se dirigía a Madrid escoltados por el contingente de milicias socialistas que los había custodiado hasta ese entonces. Lo que pasó a continuación fue presenciado por un corresponsal especial del Diário de Lisboa que coincidió con los religiosos en la misma estación. La experiencia del periodista hasta el momento también había sido funesta. Las autoridades consideraron su presencia en la zona como sospechosa e inmediatamente lo llevaron ante un improvisado tribunal sumario del Comité Provincial Antifascista. Allí fue aplastado con preguntas sobre su misión en Ciudad Real y se le acusó de estar asociado con agencias de espionaje conformadas por conservadores emigrados de Portugal. Para su fortuna, un ingeniero residente en Ciudad Real, conocido suyo, logró que lo liberaran de un calabozo que, en palabras del periodista, "devia ser a ante-sala do famoso 'el paseo' donde jamais se regressa". Tres días después, al salir para Madrid, se encontró en un vagón del tren con los seminaristas claretianos. Estaban vestidos de paisanos, llenos de pánico, queriendo confundirse entre los demás pasajeros y tenían como escoltas combatientes socialistas.11
El corresponsal luego narró cómo el tren fue abordado, dos o tres paradas más delante de Ciudad Real -en la estación de Fernán Caballero-, por un segundo grupo de milicianos, al parecer anarquistas, con escopetas de uno y dos cañones. Una vez en el tren, los milicianos iniciaron una discusión con la escolta socialista sobre la vida de los monjes. Los socialistas invocaron que tenían un salvoconducto para llevar a los religiosos a Madrid, mientras el segundo grupo se empeñó en bajar a los clérigos del tren. A la macabra escena se sumó una mujer vestida de miliciana que intervino en la discusión exigiendo: "hay que matarlos"12. Viéndose dominados, y en riesgo de ser fusilados junto a los escoltados, los socialistas cedieron. A continuación, los cenobitas fueron arrojados a la estación. Allí mismo, delante de los pasajeros, sonaron tiros, gemidos y hurras de alegría. En total, fueron treinta y siete descargas de armas de fuego, todas ellas dirigidas a los catorce religiosos. En el cadáver de Jesús Aníbal quedaron cinco proyectiles.13
Los cadáveres reposaron en el andén hasta el día siguiente, cuando el médico de Fernán Caballero realizó la autopsia y constató lo siguiente sobre el colombiano:
Cadáver undécimo. Señor Jesús A. Gómez [...]. Sangre coagulada en boca y nariz. Una plomada ocupa cara anterior y superior del tórax; un orificio de bala en la región supra maxilar derecha. Otro orificio, producido por un arma de la misma naturaleza en la región lumbar izquierda. Otro en la región interna de la rodilla derecha y otro en el mismo plano y cara interna de la rodilla izquierda.14
El asesinato de Jesús Aníbal fue el preludio de lo que se aproximaba para las órdenes religiosas en España; un ejemplo de justicia sumarísima opuesta al Estado de la que cualquier persona podía ser víctima por una variedad de razones: revanchismo personal, figurar como militante de un partido de derecha, llevar sotana o estar suscrito a cualquier periódico conservador.15 Pero ¿quiénes eran los autores de estas atrocidades? Como se verá a continuación, es difícil atribuir responsabilidades, sobre todo porque en muchos casos nunca se imputaron cargos ni se señalaron sospechosos. Cuando sí se logró identificar a los criminales, su filiación resultó ser mayoritariamente anarquista, dato casi indiscutible en Catalunya de acuerdo con lo señalado por el historiador Julio de la Cueva.16 En cualquier caso, eran individuos pertenecientes o que simpatizaban con organizaciones de izquierda que vieron en el anticlericalismo un marco desde el cual interpretar la realidad, proyectar el futuro y ritualizar la violencia.17
Clérigos, diplomacia y justicia popular
A inicios de la década de 1930, siguiendo la tradición de las órdenes y congregaciones religiosas, siete religiosos colombianos integrantes de la Orden Hospitalaria de San Juan de Dios se trasladaron a España a cumplir labores propias de su vida y vocación apostólica, y a especializarse en estudios de psiquiatría.18 El primero en llegar fue el boyacense Luis Arturo Ayala Niño, en 1930. Cuatro años después, sería el turno de Juan Bautista Velázquez Peláez, de Antioquia. Finalmente, en 1935, llegarían Esteban Maya Gutiérrez, de Caldas, Gaspar Páez Perdomo, del Huila, y los antioqueños Rubén López Aguilar, Melquiades Ramírez Zuluaga y Eugenio Ramírez Salazar (figura 1).
Algunos de ellos se consagraron a la religión más por vocación que por formación, como reflejan las diversas profesiones que ejercían al momento de ser reclutados. Había maestros, obreros y hasta meseros, como fue el caso de Luis Arturo Ayala, quien trabajó en el hotel del Salto del Tequen-dama. Al momento de ingresar a la orden, estos hombres declararon dejar el uso, usufructo y administración de lo que poseían en sus tierras a sus familias, e ingresaron al noviciado para "servir a Dios y a los enfermos por pura caridad".19 Entre las pertenencias que dejaron apenas se encontraban pañuelos, corbatas, medias, pantaloncillos y algunos pesos. A su llegada a la península, los siete hospitalarios fueron acogidos en un sanatorio al sur de Madrid, en Ciempozuelos. En 1876, la Orden había fundado allí un hospital para enfermos mentales junto a una iglesia inaugurada el 10 de octubre de 1880.20
Al igual que Jesús Aníbal Gómez, los hospitalarios se encontraron con un caldeado ambiente político en el que "el problema de la cuestión religiosa" -como lo llamaban sus contemporáneos- era un anacronismo irresuelto.21 En palabras de Julio de la Cueva: "Clericalismo y anticlericalismo se habían configurado como discursos enfrentados, alternativos y excluyentes en el marco de una interrelación conflictiva que, a principios del siglo XX, conocía una trayectoria más que secular".22
El "problema de la cuestión religiosa" fue utilizado para referenciar la presencia, influencia e injerencia excesiva y dañina de la Iglesia en la vida política y social de España. A esto, se sumó el problema de la confesionalidad del Estado español, que se mantuvo hasta la proclamación de la República, y que permitió el establecimiento de un régimen de libertad religiosa en el cual se separaron las relaciones entre Iglesia y Estado. Esta laicización desafió a un poderoso adversario con pretensiones de hegemonía espiritual y desató un conflicto durante el periodo republicano, en el que, desde el nacimiento de la República en 1931, se impuso un laicismo radical que no pudo apaciguar la animosidad entre católicos y laicos, consolidada finalmente con el inicio de la Guerra Civil. Este discurso radical sobre la religión se caracterizó por una consideración negativa e intransigente de la religión católica, y con él se identificaron el Partido Socialista, Esquerra Republicana de Catalunya y Acción Republicana.23 A partir de entonces, la movilización anticlerical se revistió de un carácter violento a través de coacciones, amenazas a eclesiásticos, la destrucción de imágenes, ataques a procesiones y agresión a fieles. Sin embargo, para Julio de la Cueva, estas manifestaciones de animosidad anticlerical adquirieron un componente más brutal y significativo a partir de 1936: el asesinato de miembros del clero.24
La creciente repulsión a la religiosidad que alimentaba los rumores de un posible ataque contra los miembros de la comunidad religiosa llevó a que el delegado provincial de la Orden Hospitalaria en Andalucía escribiera a Doroteo Garrido, delegado provincial en Colombia, el 14 de abril de 1936:
Como las cosas por ésta no andan bien, probablemente, según las instrucciones de Roma, me veré obligado a mandarle los hermanos colombianos [...] esto supone gastos de consideración, por lo mismo, tendríamos que pagar en esa los pasaportes de los referidos hermanos.25
En su momento, esta misiva pudo significar la salvación de los colombianos. Sin embargo, la voz de auxilio desde España no encontró respuesta.
Las limitaciones propias de la orden impidieron socorrer a los extranjeros. Así quedó consignado en la respuesta del padre Doroteo, fechada el 13 de mayo del mismo año, en la que este manifiesta la imposibilidad de pagar el viaje de los ocho hermanos colombianos:
En caso de ser echados de España, por la sencilla razón de carecer de dinero [...] le solicito me dé permiso de hipotecar algunas de nuestras casas o fincas [...] se pensaba que lo que se veía venir no afectaría a los Hermanos Hospitalarios por ser servidores de los enfermos.26
El 19 de julio de 1936, en el sanatorio de Ciempozuelos, ubicado a pocos kilómetros del frente de combate y de Madrid (donde ya se había sofocado el levantamiento militar de los nacionalistas), los colombianos recibieron la "visita" de milicianos socialistas armados. El lugar era considerado uno de los principales centros de poder de la región. Junto a la atención médica de enfermos mentales, había allí un negocio privado en el que, aparte de criar animales, se recibían obras de caridad. Todo esto permitía un sustento económico importante. Una vez los milicianos se apoderaron del sanatorio por orden del gobierno de Madrid, el ayuntamiento de Ciempozuelos, conformado por un comité revolucionario, nombró gerente del lugar al concejal socialista Tomás Gonzalez, Caremulas, y jefe de personal a Vicente Sánchez Rodríguez, apodado Satanás.27 La nueva dirección ordenó la detención de todos los religiosos, el retiro de todos los objetos de culto y la supresión de la celebración de la misa.28
La presencia de los colombianos en el sanatorio generó sospechas entre los milicianos. Por ello, fueron desplazados el 7 de agosto de 1936, en calidad de detenidos, a la sede de la embajada colombiana en Madrid, para comprobar su nacionalidad. Allí, el embajador colombiano, el liberal antioqueño Carlos Uribe Echeverry, hizo parte de uno de los acontecimientos humanitarios más importantes de la Guerra Civil: el asilo diplomático.29 Uribe, reconocido exsenador y representante a la cámara por el Departamento de Antioquia a quien Alfonso López Pumarejo nombró en el cargo diplomático en 1934 por su activo apoyo en las elecciones presidenciales de ese año, logró demostrar la nacionalidad de los religiosos, para luego asilarlos y sacarlos de España.30 Esa noche, los colombianos pernoctaron en la sede de la legación colombiana, recibieron sus nuevos pasaportes y, al día siguiente, les quitaron los hábitos y les dieron brazaletes con los colores de la bandera colombiana para hacer visible su calidad de extranjeros. Luego, fueron llevados a la estación de trenes de Mediodía en Madrid (hoy Atocha) junto a un octavo colombiano, el caleño Carlos Ruiz Alvarado, mecánico y chofer de la embajada, para que embarcaran hacia Barcelona. En esta ciudad los debía recibir el cónsul colombiano Ignacio Ortiz Lozano, quien se encargaría de su extracción hacia Francia;31 sin embargo, el cónsul nunca llegó a verlos en la estación de Sants, lugar acordado para el encuentro. De hecho, Ortiz solo llegó a recibir la correspondencia de Uribe desde Madrid.32
Pese a que se tomaron ciertas precauciones, la decisión de enviar a miembros de una orden religiosa a Barcelona en aquella época fue, a todas luces, una misión suicida, pues no se tuvieron en cuenta las implicaciones bélicas de la nueva configuración geopolítica de España. Según parece, Uribe Echeverry previó los siguientes factores: primero, que los hospitalarios estarían seguros dentro del edificio de la embajada, ya que este no había sufrido mayores ataques por parte de los milicianos durante la guerra. Segundo, que la ruta más segura para escapar de España en ese entonces era vía marítima, desde el puerto de Valencia, y no la vía terrestre hacia Francia a través de Barcelona y Catalunya. Estas ciudades, pese a gozar de cierta autonomía respecto al gobierno central, tenían problemas para controlar sus milicias obreras en la frontera. Por otro lado, sobre la labor del cónsul, Ignacio Ortiz Lozano, no se puede afirmar mucho. Se desconoce si, aun teniendo información sobre la situación en Barcelona, advirtió a Uribe sobre lo que estaba sucediendo o si trató de impedir que enviaran a los hospitalarios.
A diferencia de los notorios esfuerzos del cónsul Ortiz, el rol del embajador Uribe queda en entredicho por los infructuosos intentos que realizó para capotear la situación. El historiador Ángel Hernández destaca la falta de pericia del embajador Uribe debido a que, al estallar la guerra, Uribe Echeverry estaba en los últimos meses en la legación y no evidencia mucha actividad de su parte. De hecho, a diferencia de otras, la sede diplomática colombiana en Madrid no se caracterizó por ayudar a asilados de otros países. Incluso se menciona que poco después de haber empezado el conflicto, Uribe Echeverry se preocupó más por su integridad física que por cualquier otra cosa. A sabiendas de que el liberal Carlos Lozano y Lozano (1904-1952) lo reemplazaría en el cargo, el embajador imploró a la cancillería de Colombia su pronta evacuación, llegó al punto de aconsejar a su sucesor no ir a España y sugirió al Gobierno colombiano la necesidad de abandonar la legación, dejándola apenas con los servicios indispensables. De hecho, Hernández apunta que desde que empezó el conflicto a Uribe Echeverry se le vio poco en la embajada y que permaneció gran parte de su tiempo en su domicilio hasta el momento en que salió de España hacia París en un avión alemán el 17 de agosto de 1936.33
Barcelona: anticlericalismo en la retaguardia
El 8 de agosto de 1936, los ocho colombianos arribaron a Barcelona, una ciudad en la que, tras el éxito armado de los republicanos sobre el alzamiento fascista del 19 de julio de 1936, había cambiado el mapa político y social. Como apunta Chris Ealham, la desorganizada insurrección militar en Barcelona se encontró con una contundente respuesta armada en las calles. Sucedieron acciones locales de resistencia emprendidas por obreros en barricadas, organizados por estructuras sindicales, comunitarias y de partidos anarquistas, socialistas y comunistas. Tras un día de combates que culminó con el asalto al cuartel Atarazanas, último baluarte de los rebeldes, los anarquistas se encontraron ante la situación revolucionaria que tanto esperaban. Desde el 20 de julio de 1936, la CNT tomó el control de la situación. Se hizo dueña de facto de las calles y de gran parte de Catalunya, y abrió las puertas a una nueva fase revolucionaria.34 Sin embargo, pese a que el Estado republicano perdió el monopolio sobre las fuerzas de coerción, no debe pensarse que el Estado fue reemplazado totalmente por un nuevo orden revolucionario. Companys y la CNT-FAI se comprometieron a colaborar democráticamente a través del Comité Central de Milicias Antifascistas de Cataluña (CCMA), un cuerpo administrativo creado por el presidente de la Generalitat de Cataluña, Lluis Companys (1882-1940), en el que la dirección anarcosindicalista se encargó de mantener la hegemonía política, y al que se plegaron organizaciones sindicalistas y partidos del Frente Popular. El CCMA fue conformado, además, con el fin de organizar la lucha para recuperar las zonas donde el bando nacional había triunfado. El problema esencial era que el CCMA tenía problemas estructurales de organización. Su poder se atomizaba y perdía homogeneidad en cada territorio, donde cada comité imponía sus propias iniciativas. Sus miembros se dividían en "grupos de afinidad"; estos, a su vez, se fraccionaban en "grupos de acción" que representaban la justicia y eran capaces de tomar medidas arbitrarias contra la población o entre ellos mismos.35
Durante las primeras semanas que siguieron a la derrota del alzamiento militar, del CCMA emergió el Comité Central de Patrullas e Investigación, una policía obrera formada por una red de comités revolucionarios armados o Chekas que ejercían su autoridad en cada Barri. El gobierno republicano no había desaparecido, pero la fuerza revolucionaria no reconocía su autoridad ni la emanada de la autonomía catalana. En aquellas circunstancias, las milicias obreras intervinieron con asiduidad para controlar a la población en la retaguardia republicana, desde la línea del frente hasta la frontera franco-catalana.36 Estas cuadrillas armadas, conformadas por comités revolucionarios locales para la defensa de la comunidad, imponían la "justicia de clase" en los barris y llevaban a cabo redadas punitivas en zonas residenciales burguesas, donde requisaban los coches a los ricos en busca de "enemigos del pueblo", aquellos que supuestamente habían apoyado el antiguo sistema social y el golpe militar, ya fuese activamente o creando un clima social y político favorable a los rebeldes.37
La justicia popular ad hoc que impartían los obreros no debe interpretarse como un ente jurídico que funcionaba dentro del marco legal estatal, sino como un organismo emergido de un pacto social quebrado; como una fuerza no reconocida por el derecho que, con el paso de los meses, fue reconocida y regulada por las autoridades regionales hasta convertirse en la nueva administración judicial. Este es el caso de Barcelona y otras ciudades catalanas, en las que a estos tribunales revolucionarios se le reconoció como Oficinas Jurídicas, cuyo funcionamiento fue regulado por la Consellería de Justicia de la Generalitat, y que se encargaron de asesorar a las organizaciones obreras y de revisar los procesos penales previos al alzamiento militar.38 Empero, el reconocimiento de esta justicia se logró el 23 de agosto de 1936 por primera vez en Madrid, cuando el gobierno de la comunidad creó de facto los Tribunales Especiales (posteriormente llamados Populares) por falta de tribunales. En Barcelona se institucionalizaron el 3 de septiembre del mismo año, pocas semanas después del fusilamiento de los hospitalarios.39
Derechistas, católicos, monárquicos y fascistas fueron sacados de las cárceles y de sus casas para ser llevados a "paseos de la muerte" o "sacas".40 Su destino: la ejecución en la periferia de las ciudades. El clero se convirtió en el primer blanco de la ira popular en aquel verano de 1936. No se esperaron órdenes de nadie. Semanas después de estos asesinatos, el periódico Solidaridad Obrera pretendió tranquilizar a la pequeña burguesía por los excesos de la revolución, pero no admitió concesiones para el clero: "las órdenes religiosas han de ser disueltas. Los obispos y cardenales han de ser fusilados. Y los bienes eclesiásticos han de ser expropiados".41 Así, se produjeron actos sacrofóbicos como la ridiculización de imágenes religiosas, la profanación de tumbas y la subversión y prohibición de los rituales, para solucionar el "problema de la cuestión religiosa" y demostrar que la Iglesia había sido conquistada por un nuevo poder. Era urgente trasmitir que la fuerza alienadora de la religión había sido destruida. Julián Casanova señala que toda esta práctica anticlerical representó principalmente un ataque a la Iglesia católica más que a la religión como un elemento abstracto, por estar ligada a los ricos y poderosos. Entonces, religión y anticlericalismo se sumaron a la pugna que se desarrollaba en la península sobre temas relacionados con la organización de la sociedad y del Estado.42
En Barcelona, el asesinato de religiosos inició el 19 de julio de 1936. Ese mes se contaron 197 víctimas. En agosto, la cifra fue de 223; en septiembre, 146; en octubre, 121; en noviembre, 91; y en diciembre, 52. A partir de mayo de 1937 el asesinato masivo de clérigos se consideró prácticamente terminado. Respecto a la identidad de los perpetradores, como se ha mencionado, historiadores y testigos culpan a un crisol de grupos compuesto por la Federación Anarquista Ibérica (FAI), la CNT y el Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM). Sin embargo, sería impreciso culpar solo a los grupos anarquistas y socialistas de todos estos hechos, pues gran parte de ellos fueron cometidos en áreas donde la CNT y la FAI tenían una presencia débil. Además, se han reportado casos en los que los anarquistas ayudaron a sacerdotes y clérigos a huir del peligro.43 El hecho de que los obreros portaran libremente armas sin ningún control del aparato del Estado permitió que muchos tomaran justicia por mano propia. Así, el debate historiográfico se divide entre quienes consideran que el periodo de terror anarquista fue una oleada de violencia de vándalos desarraigados y quienes sostienen que la mayoría de los homicidios y ejecuciones registrados en Barcelona ocurrió de forma organizada bajo la tutela de las autoridades republicanas en la fortaleza de Montjüic.44
Este fue el escenario que parecieron no reconocer los diplomáticos colombianos antes de enviar a los religiosos colombianos a la que sería su tumba. En una entrevista con el diario El Pueblo Vasco, Ignacio Ortiz aseguró haber recibido una llamada de Uribe en la que este avisaba la salida de los religiosos hacia Barcelona. Inmediatamente, señaló Ortiz, fue a la estación de Sants a esperar a los hospitalarios, pero nunca llegó a verlos. Los esperó en el consulado, pero tampoco se presentaron. Preocupado por la situación, el cónsul no imaginó que recibiría noticias de sus compatriotas en la calle, donde un miliciano le preguntó: "¿Usted no es el cónsul de Colombia? Pues aquí tiene siete compatriotas presos".45
Los religiosos colombianos se encontraban en la comisaría de la calle Balmes, en la Plaza Molina. Lo que no sabía el cónsul era que los religiosos habían sido perseguidos y vigilados desde Madrid. De acuerdo con las memorias de Aurelio Núñez (diplomático chileno que acompañó a Uribe y a los hospitalarios el 7 de agosto en la estación de Mediodía), antes de partir de Madrid, unos individuos armados le preguntaron a Uribe si en el tren había algún pasajero con destino a Barcelona y procedente de Ciempozuelos. El embajador respondió afirmativamente y luego les presentó a los hermanos. Se trató de un engaño. La actitud protectora del cuerpo diplomático generó tensiones entre milicianos y grupos de servicios especiales, que se decantaron por plantear procederes ilegales a la hora de luchar contra el enemigo en la retaguardia. De esta manera, urdieron trampas, abrieron falsas embajadas y, desde varios sectores de la CNT, organizaron falsas evacuaciones que terminaron con la desaparición de sus integrantes.46
Una vez en la comisaría de la calle Balmes, uno de los jefes milicianos le informó a Ortiz que todos los pasaportes de los colombianos eran falsos. Por ello no podrían ser puestos en libertad. El cónsul insistió en enseñar documentación firmada por Uribe Echeverry en la que se acreditaba la identidad de los hospitalarios, pero el jefe le respondió que solo los podría ver si lo autorizaba la FAI, que para ese entonces no tenía noticia de la llegada de los colombianos a Barcelona. Dentro de todo el desorden administrativo, el cónsul solo recibió como respuesta: "Venga mañana, ya los verá...". Ortiz fue muy temprano al día siguiente y descubrió que "no estaban allá, los habían llevado al Hospital Clínico. Todo lo comprendí en ese instante. Los habían asesinado".47
Pero no se trató de pasaportes falsos. En la carta de protesta que el cónsul envió al Consejero de Gobierno de la Generalitat de Catalunya, Josep María Spanya i Sirat, al enterarse de los asesinatos, encontramos que Ortiz sabía que los hermanos colombianos no habían sido identificados con sus pasaportes sino con unas cédulas de identidad expedidas por el Ayuntamiento de Ciempozuelos. En su reclamo, el cónsul manifestó lo siguiente:
Se les fusiló [...] con el pueril pretexto de que las cédulas estaban borrosas, tal vez hechas por un funcionario poco cuidadoso; pero es cierto que advertí a las autoridades de Cataluña que era procedente, necesario, justo, obligatorio y humano proceder a comprobar su exactitud por el sencillo medio de un telegrama o un telefonema al ayuntamiento de Ciempozuelos, donde habían sido expedidas.48
Incluso reconoció que los pasaportes que les habían entregado fueron "decomisados, ocultados o destruidos por los verdugos".49 Es más, el día en que fueron asesinados los religiosos colombianos, el consejero Spanya inculpó a Ortiz de ser autor indirecto de sus muertes por haberles provisto pasaportes colombianos siendo ciudadanos españoles.50 ¿En qué se fundamentaba la aseveración de Spanya?
Las autoridades catalanas aseguraban tener en su poder pruebas de que los interfectos no tenían otra nacionalidad que la española. La convicción de las autoridades catalanas se evidenció en un oficio de la oficina del President de la Generalitat Lluis Companys fechado el 1° de julio de 1937, donde se menciona que los religiosos José Velázquez Páez o Juan José Velázquez (Juan Bautista Velázquez Páez), Alfonso Antonio Ramírez (Eugenio Ramírez) y Luis Arturo Ayala Niño iban provistos con cédulas de identidad expedidas por el Ayuntamiento de Ciempozuelos del año 1934 "manifiestamente falsas" (figura 2). En el espacio destinado a consignar "Colombia" como lugar de origen de los sujetos se podía leer que antes estaba escrito "Madrid", y en otra cédula se había borrado el nombre de un pueblo de la provincia de León.51
Fuente: "Expedientes de reclamaciones y solicitudes de información de diversos consulados. Colombia", 1936-1938. Centro Documental de la Memoria Histórica (CDMH), Salamanca, PS-Barcelona, Generalitat, 16, 7, ff. 17, 20 y 22.
De las cédulas de los demás -que no parecían alteradas- los catalanes dedujeron que eran falsas porque habían sido expedidas un año después (1935). Además, identificaron que estaban hechas con la misma máquina y que la tinta guardaba un frescor idéntico en todas las cédulas. Para agravar la situación, el gobierno de la República en Catalunya afirmaba haber interceptado en Port-Bou, frontera franco-catalana, una carta que se le había caído a un emisario. La misiva, con fecha 6 de agosto de 1936 -escrita un día antes del viaje de los religiosos a Barcelona-, la dirigió el cónsul Ignacio Ortíz Lozano a su exvicecónsul Andrés Obregón Arjona que se encontraba en París. La carta afirmaba, sin rodeos: "Mañana (7 de agosto) salen 50 colombianos y entre ellos he logrado meter unos cuantos curas españoles, que han escapado de las matanzas".52 La ayuda que supuestamente Ortiz había prestado a españoles y extranjeros que querían huir de España encendió las alarmas de los republicanos, quienes interceptaron otra carta íntima, esta vez, de Ortiz a su esposa, en la que se afirmaba lo siguiente:
He ayudado a salir a varias gentes catalanas, que significaban amistad o algún valor intelectual en España, que estas turbas no respetarían. Así mandé hoy a Trias de Bes. Los Raventós, Miguel, etc. Dexeus dice que no sabe cómo pagarme lo que he hecho. En fin, estos hijos adoptivos me dan más trabajo que los propios míos [...]. Desistí de pedir el barco. Estoy utilizando los trenes para sacar gente [...]. He sacado de las propias garras de la muerte a dos religiosos colombianos.53
Como se ha mencionado, el papel de Ortiz en la evacuación de los colombianos puede ofrecer muchas lecturas. Si nos remitimos a su correspondencia, podríamos resaltar su indiferencia frente a la situación de sus compatriotas, a los que no dejaba de llamar "idiotas". En otra carta dirigida a su esposa el 6 de agosto de 1936, lo mencionó así:
Mañana sale la primera expedición de cincuenta idiotas de Colombia [...] mañana me llega una remesa de veinte idiotas de Madrid [...] si me deja metido el gobierno [colombiano] te aseguro que me hago ciudadano inglés. Estoy harto de la patria y de todos sus pendejos.54
Sin embargo, al momento de gestionar la expedición de los religiosos, nos encontramos con decisiones heroicas y riesgosas, teniendo en cuenta las circunstancias excepcionales de la Barcelona revolucionaria de julio de 1936. Ortiz se enfrentó a serias complicaciones en el manejo de la situación debido a la presión que las milicias ejercían sobre él. Esto significó un margen de maniobra limitado, como el cambio del itinerario marítimo por el terrestre que levantó sospechas sobre su legación. Al final, las milicias descubrieron el fraude y lo calificaron como una completa falta de ética.55
El laberinto al patíbulo
Tras su captura en la estación de Sants (figura 3, numeral 1), los ocho colombianos fueron enviados a la comisaría de la calle Balmes (figura 3, numeral 2) de la que salieron en la "saca" de la madrugada del 9 de agosto. Según comunicaciones de las autoridades catalanas recibidas semanas después por el cónsul colombiano, el asesinato de los "siete estudiantes psiquiátricos" sucedió el 8 de agosto en un lugar desconocido. Sin embargo, esta información fue revisada en 1941 por el padre Benjamín Agudelo. Este corroboró en los libros de registro del Hospital Clínic que seis de los colombianos fueron hallados muertos e ingresados por la Cruz Roja el 9 de agosto. Sus cuerpos procedían del barrio obrero de barracas Can Tunis (figura 3, numeral 3), ubicado entre el puerto de Barcelona y el Cementerio de Montjüic. Otro cuerpo, el de Juan Bautista, fue encontrado contra la tapia de la parte trasera del sanatorio de Sant Andreu (figura 3, numeral 4), un barrio del extrarradio barcelonés ubicado geográficamente en el costado opuesto a Can Tunis.56 En el comunicado de la Generalitat, se informa que el mecánico Carlos Ruiz Alvarado, cuyo cuerpo jamás hallaron, había sido fusilado la madrugada del 9 de agosto en un solar abandonado de la calle Lope de Vega en el barrio obrero del Poble Nou de Barcelona (figura 3, numeral 5).57 Era un lugar conocido por ser el punto de encuentro de la militancia de la CNT. La mayoría de ellos era miembro del grupo anarquista Nosotros del que hacía parte Buenaventura Durruti (1896-1936) -quien tenía su domicilio cerca al lugar- y del Ateneo Colon, donde funcionó una de las patrullas de control de la FAI conformada por 91 personas, hombres y mujeres.58
Fuente: Mapa elaborado por María Cristina Martínez Gómez sobre un plano urbano actual de Barcelona en el que se identifican los lugares citados en el artículo. Plano tomado de mapacad.com.
El cónsul Ortiz llegó hasta el depósito del Hospital Clínic (figura 3, numeral 6). Según relata, allá encontró unos veinte cadáveres, unos sobre otros. "Era la macabra cosecha del día". Con uno de los empleados del hospital, se dedicó a buscar a los colombianos. Su compañero, ayudado con un gancho, agarraba cadáveres y preguntaba una y otra vez "¿es este?", pero como el diplomático no conocía a ninguno, les sacaba los documentos de la ropa para identificarlos. Así llegó a reconocerlos a todos. "Los ojos estaban fuera, los rostros sangrantes, todos oprobiosamente mutilados, desfigurados, irreconocibles, horribles".59
Poco después de su visita al hospital, empezó un periodo de inseguridad para el diplomático. Personas cercanas le informaron que un retrato suyo circulaba entre las milicias. También le hicieron saber que un periódico anarquista pedía su expulsión por protestar por el crimen de sus compatriotas y que el contenido de las cartas interceptadas ya era conocido. El hecho de haber ayudado a escapar de España a personas acusadas de apoyar el golpe militar solo agravó la situación. En efecto, el Conseller Spanya le recomendó escapar del país porque su vida corría peligro. Finalmente, a finales de septiembre, Ortiz partió en un avión francés hacia Colombia. La vía aérea era su mejor opción, ya que, según le aseguraban, en todos los puestos de frontera había instrucciones de no dejarlo escapar con vida.60
Poco más de lo que ya han señalado varios historiadores se puede decir sobre el caso. El Estado colombiano responsabilizó al gobierno de la República y reclamó una indemnización económica para las familias de los asesinados por violación de las normas humanitarias. En un primer momento, cuando aún se encontraba en España, el embajador Uribe Echeverry presentó una nota de protesta al Gobierno español y obtuvo como respuesta una promesa de investigar el caso.61 Después, el 22 de agosto de 1936, las protestas de Ortiz a la Generalitat antes de escapar de España condujeron a que el Tribunal Supremo nombrara a Francisco Eyré Varela, juez especial del juzgado número 4, para instruir el sumario referente a la muerte de los siete colombianos y la desaparición de Carlos Ruiz Alvarado.62 Sin embargo, nunca se identificaron los hechos ni se castigó a los culpables.
Finalmente, pese a que el embajador colombiano había abandonado su puesto a mediados de octubre de 1936, ambos países lograron pactar una indemnización. En una carta del 6 de diciembre de 1937, el canciller español Julio Álvarez del Vayo aceptó la responsabilidad de los hechos y ofreció la suma de 200 000 pesos colombianos. La transferencia se hizo el 3 febrero de 1938 en un momento crítico para el gobierno de la Segunda República, que cedía cada vez más terreno a los nacionales y languidecía en su retirada hacia el Mediterráneo.63 El dinero de la indemnización, un total de 250 000 pesos, colombianos, fue entregado al embajador colombiano en París y, mediante el decreto del 28 de febrero de 1938 firmado por el presidente Alfonso López Pumarejo, distribuido entre las nueve familias de los muertos, incluyendo la de Jesús Aníbal Gómez. Cada una recibió 27 777,78 pesos.64
Sobre los cuerpos de los ocho religiosos y el mecánico caleño nada se supo hasta 1941. En una visita a Barcelona, el padre Benjamín Agudelo de la Orden Hospitalaria encontró las fotos y las fichas de los cuerpos ingresados el 9 agosto de 1936 al depósito de cadáveres en el libro de registro Hospital Clínic.65 La información recabada da noticia de los restos de los siete religiosos, pero no se informa sobre el cuerpo de Carlos Ruiz Alvarado.
Las fichas que acompañan cada foto -y que sirvieron a Agudelo para identificar a los colombianos- ofrecen la siguiente información:
4.192 [Juan Bautista Velázquez Páez] Hombre de unos 30 años; dentadura postiza en el maxilar superior; iniciales H. 46; presenta heridas de arma de fuego en cara y cabeza. Diagnóstico: hemorragia interna traumática.
4.193 [Esteban Maya Gutiérrez] Hombre de unos 30 años de edad, viste negro; [...] presenta heridas por arma de fuego en cabeza y cara. Diagnóstico: hemorragia cerebral traumática.
4.194 [Melquiades Ramírez Zuluaga] Hombre de unos treinta años, cuatro dientes de oro en el maxilar superior; iniciales H.; traje gris rayado; presenta heridas de arma de fuego en cabeza y cara. Diagnóstico: hemorragia cerebral traumática.
4.196 [Eugenio Ramírez Salazar] Hombre de treinta años; viste negro; iniciales H. 17; presenta heridas de arma de fuego en cara, cabeza y cuello. Diagnóstico: hemorragia cerebral traumática.
4.198 [Rubén de Jesús López Aguilar] Hombre procedente de Casa Antúnez [Can Tunis] de veinticinco años de edad; viste traje color marrón; iniciales H. 38; presenta heridas de arma de fuego en cara y cabeza. Diagnóstico: fractura de cráneo.
4.199 [Luis Arturo Ayala Niño] Hombre procedente de Casa Antúnez, de unos veinte años; traje color gris, a rayas blancas; iniciales H. 22; presenta heridas de arma de fuego en cara y cabeza, hundimiento de cráneo. Diagnóstico: fractura craneal.
4.200 [Gaspar Páez Perdomo] Hombre de dieciocho años; procede de Casa Antúnez; viste traje azul; [...] iniciales H. 23; presenta heridas por arma de fuego, importantes en cabeza y abdomen. Diagnóstico: Hemorragia interna traumática.66
Fuente: Luis María Aldana Velázquez, Beatos colombianos de San Juan de Dios. Hospitalidad y misericordia hasta el martirio (Bogotá: Orden Hospitalaria de San Juan de Dios, 2018) 103; "Un mártir para Pacora", La Patria [Bogotá] oct. 11, 1992: 5b.
Al término de esta investigación, no se logró establecer quién se encargó de los cadáveres o cómo se gestionó su entierro. Solo se sabe que los cuerpos de los siete colombianos fueron enterrados en una fosa común del Jardín de la Mediterranea del Cementerio de Montjüic en Barcelona, conocido como Agrupació Sant Jaume en los números 9-11 (figura 3, numeral 7). En esta fosa fueron enterradas personas ejecutadas por el franquismo y por los grupos republicanos, socialistas y anarquistas. En la actualidad allí se encuentran placas escritas con la fraseología franquista como "asesinado por la horda roja" y "vilmente asesinados por los enemigos de Dios y de España".67
A partir de entonces, el tema quedaría en el olvido durante décadas hasta que el 25 de octubre de 1992, en el quinto centenario de la Conquista de América, el papa Juan Pablo II beatificó a los mártires de la Iglesia en la Guerra Civil española. Los colombianos fueron beatificados junto a otros 71 hermanos de la Orden Hospitalaria de San Juan de Dios y 50 claretianos más,68 y, con motivo de su beatificación, se ubicó una placa conmemorativa con sus nombres en el Fossar de la Pedrera, la cual fue trasladada posteriormente a la fosa donde fueron enterrados (figura 5). La beatificación de Jesús Aníbal Gómez, el primer religioso fusilado, fue proclamada 21 años después, el 13 de octubre del 2013 por el papa Francisco.69