El proceso Zawadzky, con todos sus detalles, con sus incidentes desagradables, con su crueldad refinada para el encausadoy con su dolor latente, significa, más que otra cosa, un esfuerzopor acercarnos a la adminis-tración de una justicia menos injusta. Firmemente creo que él es la llamada agoniosa a nuestros legisladores en pro de la reforma penal.
EUSTORGIO SARRIA1
Durante la última década la bibliografia sobre el crimen, la policia, la justicia y los casos judiciales ha ganado fuerza en el mundo hispánico. Toda una corriente historiográfica ha virado su mirada hacia las gacetas criminológicas, el periodismo sobre el crimen, los archivos policiales, los debates criminológicos, etc., no tanto para resaltar los linderos del consabido control social, sino para entrever el sustrato sociocultural inherente a ese universo. A propósito, para el caso de la historiografia colombiana, el libro de Pablo Rodriguez se presenta como una apuesta muy bien lograda; toda una microhistoria en la cual Cali y el utillaje mental de una época quedan a nuestro alcance en cada uno de sus veintiún capítulos cortos, al final acompanados de unas conclusiones ante las cuales es dificil no estar de acuerdo.
Para empezar, el libro nos remite a la noche trágica del suceso: el 22 de agosto de 1933, al salir del Café El Globo, Jorge Zawadzky le dispara al médico Arturo Mejia. Impávido, sereno, espera a las autoridades locales para entregar su revólver y declararse autor del ataque. La importancia del acontecimiento no queda en duda, pues "en Cali ocurrian con relativa frecuencia hechos sangrientos, pero casi nunca entre semana ni entre gente tan reconocida" (p. 3). Está en lo cierto Rodriguez. Por una parte, en lugares como los arrabales, alrededor de la plaza de El Calvario y barrios populares como San Nicolás y el barrio Obrero no era poca la sangre que se derramaba; por otra parte, en esa misma Cali en proceso de modernización urbana florecian barrios con suntuosas casas quintas como Granada, Penón y San Fernando, desde cuyos salones y al compás de una serie de equipamientos culturales a lo largo y alrededor de la calle 12 surgian los ritos de socialización y civilización de esas mismas élites, de las cuales el Café El Globo era uno de sus palacetes por excelencia. En sendos capitulos iniciales el autor nos sitúa acertadamente en el tiempo, el espacio y, paulatinamente, en la cultura.
Pronto, Rodriguez evoca una recurrencia que demanda atención del lector: "toda la información periodistica de este acontecimiento daba, explicita o tácitamente, la razón a Zawadsky por su actuación. Sin ahondar mucho en las causas, entendian que un hombre tenia todo el derecho a vengar su honor" (p. 5). En buena medida, el libro es un intento por comprender mucho de ello, a sabiendas de que es necesario ir más allá del hecho en si mismo e inscribirlo en un marco estructurante de procesos en el cual las emociones, la comunicación oral y escrita, los estrados judiciales, los saberes médicos y psiquiátricos, el amor y la dulzura entraron en juego. Es por ello que la narrativa toma como hilo conductor las presuntas relaciones amorosas entre Clara Inés Zawadszky y el médico Arturo Mejia Marulanda, una vez difundidas sin control en la sociedad de entonces. El chisme, uno de los tantos artilugios de la oralidad, logra una resonancia incesante capaz de transgredir todo silencio; al parecer, los impresos y las llamadas al propio Jorge Zawadsky se convirtieron en una pesada cruz para quien no pudo huir de la ciudad, esa misma desde la que habia construido su plataforma politica en el Partido Liberal y como director del periódico el Relator.
Para Jorge Zawadsky, el llamado a la venganza solo podia tener lugar una vez su madre hubiese fallecido, y Rodriguez, con una sensibilidad de novelista para aprehender el sentido del tiempo, bien lo entiende: "cuando dona Luisa Colmenares falleció, el 17 de julio de 1933, Zawadzky se sintió liberado para lle-var a cabo su venganza" (p. 27). Desde entonces y hasta el 22 de agosto, cuando finalmente Zawadsky da muerte al médico Mejia Durán, la suerte estaba echada, sobre todo porque esa sociedad aclamaba que él defendiera su honor, haciendo de su cotidianidad una cencerrada incesante. El autor nos lo presenta muy bien y sus acertadas referencias a la obra del antropólogo Julian Pitt-Rivers le llevan por un camino acertado: el honor, como un valor cultural permanentemente asociado al buen nombre de las mujeres, desencadenaba ritos de venganza y restauración, por lo cual, quien se negaba a ello simplemente debia partir con todo el castigo social a cuestas. Ante la imposibilidad de irse, Jorge Zawadsky, sometido por cerca de dos años a la ridiculización y la demanda de venganza, mató para no seguir muerto en vida.
A pesar de ello, hay un elemento que el autor no consideró: al menos entre 1932 y la primera mitad de 1933 la guerra entre Perù y Colombia insufló los ánimos, llamó a las armas, desarrolló toda una retórica del valor frente al enemigo, la venganza y la victoria por encima de todo, en las cuales la cultura del honor también estaba inserta. En espacios como el Café el Globo la guerra era uno de los tópicos por excelencia y comúnmente se escuchaban las marchas musicales compuestas en su honor. Los periódicos de Cali no escaparon de la fuerza de inercia de esos enunciados, incluso la publicidad recurrentemente se militarizó. Enseguida, las acciones de la municipalidad y la Banda Municipal de Guerra en los espacios públicos también hicieron de las suyas, en una ciudad en la que las casas comerciales anunciaban desde décadas precedentes y sin mayores miramientos la venta de escopetas, revólveres y pistolas. Tarapaca, una revista impresa en Cali que circuló al menos desde el 4 de marzo de 1933 a julio de 1933 es el mejor ejemplo.
A lo largo del libro, Rodriguez demuestra conocer a cabalidad el teatro social de los acontecimientos, esa geografia social y cultural de una ciudad en constante ebullición. No en vano, uno de los puntos mejor logrado lo encontramos en las tramas familiares y biográficas de los personajes principales: Jorge Zawadzky Colmenares, Clara Inés Suárez de Zawadzky y Arturo Mejia Piedrahita. De igual manera, es sobresaliente el análisis del papel de los saberes médicos y psiquiátricos, asi como la construcción de la verdad plegada a la actuación de la justicia. Rodriguez descifra las estrategias del abogado defensor Jorge Eliécer Gaitán a cabalidad y permite que el lector sea capaz de ver en los debates que se llevaban a cabo en el estrado judicial todo un entramado discursivo y simbólico que nos recuerda lo mejor de los análisis del historiador Robert Darnton y del antropólogo Clifford Geertz.
De hecho, el caso Zawadzky terminó por presuponer los desencuentros entre proposiciones médicas, además de una construcción de la psicopatia hereditaria que por entonces permitia explicar la presunta actuación de Jorge Zawadzky y que, en últimas, fueron determinantes a la hora de obtener su libertad. En esta instancia claramente Pablo Rodriguez logra ir más allá del recurso manido a la perspectiva foucaultiana sobre los saberes médicos y psiquiátricos, para ofrecernos un desciframiento de cómo actores en concreto se apropian de estos en función de contextos especificos, además de presentarnos algunos rasgos representativos de una historia social de los saberes. Además, el contrapunteo entre la reconstrucción que la psiquiatria desarrolló para dar cuenta de dicha psicopatia hereditaria encontró en historiadores como Gustavo Arboleda y su quehacer genealógico un contradictor por excelencia, detrás del cual el capital simbólico de los linajes familiares aristocráticos esperaba seguir brillando.
El autor también nos muestra cómo el caso Zawadzky fue creando un público expectante en los estrados gracias, entre otras cosas, a los ecos de la radio y la prensa. Esto es comprensible puesto que: "El juicio, en su trasfondo, expresaba el tradicional enfrentamiento entre las dos corrientes ideológicas y politicas del pais: el liberalismo y el conservatismo" (p. 94). No obstante, nos recuerda que en esa sociedad el ámbito de lo privado era el lugar por excelencia para que las lágrimas de un hombre como Zawadzky corrieran a mares; una sociedad en la que, insistimos, de la cultura del honor a la tragedia habia un corto trecho.
Una foto del desaparecido expediente base del caso Zawadzky le permite a Rodriguez hacer una necesaria reflexión sobre la problemática situación de la documentación judicial, frente a la cual hay que cerrar filas y decir que tiene toda la razón. Por fortuna, si pudo contar con las transcripciones taquigráficas de las audiencias para, desde ellas y con la ayuda fundamentalmente de la prensa, reconstruir de manera magistral la historia del caso Zawadzky y concluir que El caso Zawadzky nos ensena una de las formas más acendradas de la violencia. Matar o morir por honor fue un mandamiento de la sociedad tradicional [...] el chisme y el rumor, especialmente en estos asuntos, eran los que con mayor velocidad circulaban, de tal modo que el control social sobre las conductas morales era muy efectivo [...]. La decisión final que tomó Zawadzky y la absolución que obtuvo de los jueces nos demuestran la solidez de la cultura del honor en la primera mitad del siglo XX (p. 168).
He aqui un libro de lectura agradable, con gran capacidad para comprender la sociedad que hablaba detrás del caso Zawadzky y con mucho por decirle a nuestro presente. Quien esto escribe ha disfrutado mucho el ser parte de ese público expectante del caso Zawadzky, aunque desde un horizonte temporal diferente. Es todo.