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Cuadernos de Administración
Print version ISSN 0120-3592
Cuad. Adm. vol.19 no.32 Bogotá Jul./Dec. 2006
* Este artículo comprende un working paper de la tesis titulada Humanismo y administración: aproximación a la concepción del sujeto humano y su comprensión en la organización (meritoria), elaborada para optar al título de Magíster en Administración. Se expresa el agradecimiento a Juan Javier Saavedra, su director, por sus valiosas orientaciones. El artículo se recibió el 10-06-2006 y se aprobó el 05-12-2006.
** Magíster en Administración, Universidad Nacional de Colombia sede Bogotá, 2006. Administrador de Empresas, Universidad Nacional de Colombia, sede Manizales, 1997. Profesor investigador de tiempo completo, Programa Administración de Empresas, Universidad de Bogotá Jorge Tadeo Lozano. Correo electrónico: diego.marin@utadeo.edu.co
RESUMEN
La administración, como invención de la modernidad, surge en las postrimerías del siglo XIX como una manifestación de la razón instrumental al servicio del capitalismo industrial. Esta circunstancia permitió consolidar los primeros intentos por teorizar formalmente la práctica administrativa, con base en los aportes de Taylor, Fayol, Mayo y Weber. Sus ideas, que se orientaron a buscar las mejores formas de alcanzar la eficiencia industrial, desatendieron la comprensión ontológica del sujeto humano en la organización. En el presente artículo se mira críticamente la forma como se concibió el hombre en el ámbito de las teorías de la administración, sustentadas por dichos auto-res, con el objeto de establecer un marco de reflexión acerca de lo humano organizacional que aporte a las discusiones contemporáneas que propenden por una administración renovada.
Palabras clave: sujeto humano en la administración, teorías de la administración, hombre organizacional, críticas al taylorismo, fayolismo, relaciones humanas y burocracia.
ABSTRACT
Administration, a modern-age invention, was created towards the end of the 19th century as an expression of instrumental reasoning at the service of industrial capitalism. Afterwards, the first attempts at creating formal theories for administrative practices were consolidated, based on contributions by Taylor, Fayol, Mayo, and Weber. Their ideas, aimed at seeking how to achieve industrial efficiency, did not include the ontological understanding of the human beings in the organization. This paper takes a critical look at how human beings are conceived in the ambit of the administration theories that those authors espoused, for the purpose of establishing a window of reflection regarding human beings in organizations, to contribute to contemporary discussions that encourage a makeover for administration.
Key words: Human beings in administration, administration theories, human beings in organizations, critiques on Taylorism and Fayolism, human relations, and bureaucracy.
Introducción
El ser humano está destinado, por su capacidad única de autorreflexividad, a la búsqueda de aquello que lo libere, lo emancipe de todas las formas de coerción que harían de él un ser-objeto; a la búsqueda de aquello que lo regrese a sí mismo, y lo conduzca hacia la realización de lo que él es por vocación: un ser dotado de conciencia, de juicio propio y de libre albedrío, que aspira a su propia elevación, en lo que lo diferencia respecto del resto de los seres vivos. Por este hecho, el hombre debe ser considerado como un ‘ser genérico’, creador de lo que constituye su medio, su sociedad y en consecuencia, de sí mismo.
Omar Aktouf, La estrategia del avestruz, p. 223
El humanismo, en el sentido del privilegio hacia la razón como medio para dignificar al hombre, realiza un amplio tránsito histórico desde el Renacimiento hasta el siglo XVIII, época en la cual el ideario de la razón objetiva, de ser el medio de sabiduría y autorrealización humana, decae en una figura de racionalidad instrumental fundada en el individualismo y egoísmo utilitario, que da vida a la forma capitalista de producción a través de la gran industria1 . En medio de esto se torna imperiosa una forma de garantizar la maximización y acumulación del capital, y para ello surgen diversos métodos para garantizar una mayor eficiencia en el trabajo productivo, que dan lugar a los primeros apuntes teóricos acerca de lo que en adelante configuraría la disciplina administrativa.
De tal manera, la administración emerge de una figura de razón, cuyo sentido teleológico está orientado a la maximización del capital en un escenario corporativista. Este corporativismo, en el cual se teje una pugna de intereses entre capitalista, director y empleado, es heredado de la Revolución Industrial, y simbólicamente ha significado el secuestro de la idea de racionalidad humana renacentista. Además, ha conducido a socavar la legitimidad del individuo como ser autónomo en una sociedad democrática, y lo ha doblegado al culto del interés propio en el marco de una tecnocracia voraz (Saul, 1997).
En el nuevo orden productivo y laboral que establece la sociedad industrial, como lo expresa Lefebvre, “el poder del hombre sobre la naturaleza, lo mismo que los bienes producidos por ese poder, se hallan acaparados, y la apropiación de la naturaleza por el hombre social se transforma en propiedad privada de los medios de producción” (1971, p. 40). De esta forma, la racionalidad material de la industrialización enajena la libertad de dominio que tenía el hombre sobre sí mismo y el mundo. Así, la administración, como contributiva de esta lógica instrumental, sustrae la consideración humano-racional del individuo. En este sentido, Aktouf (1998) reconoce que la primacía por la racionalidad técnico-económica deshumaniza a la empresa y conduce al empobrecimiento de los sistemas humanos y sociales, cuando se tienen en cuentan únicamente las finalidades financieras.
Puede decirse, entonces, que la administración surge como disfunción de la razón objetiva que muta en razón instrumental. Es de aceptar que su configuración tanto teórica como práctica, la cual ha sido construida desde el preludio del siglo XX sobre la base del interés particular, está, sin duda, articulada en una estructura crematística (Aktouf, 2002 y 2004) que la alejan del ideal humanista2. De tal modo, el hombre, en medio de unas relaciones laborales antagónicas, pasa a ser un recurso que vende su esfuerzo, que acepta el convenio de trabajo porque las condiciones sociales no le dan otra oportunidad de ganarse el sustento (Braverman, 1980). En este panorama, según Mayz (1974), el hombre es rebajado al estrato de tecnita, portador de la razón técnica, por la cual queda convertido en un simple medio, y la máxima kantiana de la dignidad que eleva al hombre como fin en sí mismo (Kant, 1996)3 se reduce a un simple eufemismo, pues el hombre al servicio del capital resulta transformado en instrumento al arbitrio de otros hombres.
Por consiguiente, la administración que nace bajo el imperativo de la racionalidad instrumental (Martínez N., 1993) ha evolucionado al servicio del interés económico, y su estructura ha comprendido teorías y prácticas para entender las manifestaciones funcionales del binomio individuo-organización. March y Simon (1961) reconocen tres tipos de proposiciones acerca del comportamiento humano en la organización, sobre las cuales se han ido construyendo los estudios de la administración. El primer grupo de proposiciones asume que los empleados son instrumentos pasivos capaces de realizar un trabajo y aceptar órdenes. El segundo grupo supone que los individuos traen a la organización actitudes, valores y objetivos tan particulares que existe dificultad para alinearlos con el objetivo general de la empresa, situación que propicia conflictos internos que dan cabida al estudio de los fenómenos de poder e influencia en la organización. Un último conjunto de presupuestos infiere que los miembros de la organización son autores de decisiones y solucionadores de problemas, y que los procesos de percepción y pensamiento son capitales en la explicación del comportamiento del sujeto en la organización.
Desde esta perspectiva, el hombre ha sido abordado –y hasta obviado– en su contribución al alcance de los objetivos de las organizaciones, ya sea como eslabón del andamiaje empresa o como recurso que hay que alentar para que produzca más. En uno u otro caso, siempre como un medio del cual servirse. Como lo expresa Sábato (1951), los patronos, al buscar la forma de aumentar el rendimiento mediante la densificación de la labor humana, convirtieron al hombre en un engranaje más de la gran maquinaria capitalista. Así, el hincapié unilateral que puso el hombre en la técnica y el consumo material, desvirtuó la fe religiosa y los valores humanistas e hizo que perdiera el contacto con él mismo y con la vida (Fromm, 1970).
En virtud a que la administración ha sido una disciplina proclive a la aparición constante de discursos ideológicos, en el presente escrito se hará sólo referencia a aquéllos con mayor estatus teórico. En este sentido y en aras de delimitar el análisis, se observarán los aportes de Taylor, Fayol, Weber y Mayo, por considerarse que representan el bastión sobre el cual se ha construido la administración, pues a pesar de la aparente novedad de las formas administrativas, muchas de ellas han sido desarrolladas con base en el pensamiento de tales doctrinas o al menos las han tomado como su punto de referencia (Kliksberg, 1995; Aktouf, 1998) –en ocasiones aplicadas de manera indiscriminada y acrítica–.
Lo que sigue es un intento por construir una idea general acerca de la forma como se ha asumido el sujeto humano4 desde la óptica de las teorías de la administración. La exposición se fundamenta únicamente en una aproximación conceptual al fenómeno hombre y su comprensión, por lo que no se analizarán las demás características de tales teorías. Así mismo, el tono de la exposición tiende a ser crítico en lo que tiene que ver con la consideración del hombre en la organización, por lo que no debe significar una deconstrucción del pensamiento de los autores mencionados, pues hay que señalar que sus aportes per se respondían a la preocupación por encontrar una solución a los problemas de baja productividad, más que a generar una teoría del sujeto humano en la organización. De hecho, los desarrollos subsecuentes, por demás escasos en lo formalteórico, no han logrado mejorar o superar las perspectivas mecanicistas y reduccionistas del ser humano.
1. ¿El sistema racional de trabajo ola caracterización del hombre-cosa?
Sábato reconoce que el hombre que ha llegado a inventar máquinas y a desarrollar la ciencia ha quedado paradójicamente atrapado en ellas, como un elemento inerte, como una ‘cosa’, y que se configura así el final triste del hombre renacentista. Escribe que:
La máquina y la ciencia que orgullosamente el hombre había lanzado sobre el mundo exterior, para dominarlo y conquistarlo, ahora se vuelven contra él, dominándolo y conquistándolo como a un objeto más. Ciencia y máquina se fueron alejando hacia un olimpo matemático, dejando solo y desamparado al hombre que les había dado vida. (1951, p. 61)
El escritor sugiere con ello que el hombre pasa a ser “víctima de su propio invento”, ya que su despertar racional acaecido en los albores de la modernidad, que lo liberó de la ignorancia y le permitió una mayor comprensión del cosmos, irónicamente le impone la atadura de su inteligencia y lo deja atrapado en un mundo tecnológico y mecanizado. Como lo expresa Morin, sin duda, la humanidad ha producido un desarrollo científico y técnico fulminante que ha permitido el dominio de la tierra; pero, inversamente, la locura humana es más asesina que nunca, con posibilidades de destrucción y aniquilación de la especie humana mucho mayores (2003.
Entonces, el hombre se muestra así encarnando la figura simbólica de un autodepredador, en una manifestación extrema de su individualidad a favor de su interés egoísta. Quizá esta sea una representación exagerada o abrupta en extremo, pero es una alegoría cercana a la forma como se verificaron las relaciones laborales a propósito de los experimentos tayloristas de principios del siglo XX.
Cuando la valía del hombre pasa a ser calificada en la medida en que garantice el mayor resultado de una fórmula matemática o económica prescrita, se desprecia su estatus hu-mano y se le reduce al estado de una simple “cosa”, relevante sólo en la medida en que sea la mejor pieza que encaje en el sistema de producción industrial. Es ésta una denotación cercana a la concepción del individuo asumida por el denominado sistema Taylor, que veía en el hombre a una especie de objeto mecánico al cual se le podía programar minuciosamente una serie de subrutinas milimétricamente medidas y reguladas para que entregara el máximo de su rendimiento. El taylorismo aparece, según Friedmann, como “la primera tentativa que haya pretendido fundarse en la ciencia para estudiar y dominar en conjunto los problemas humanos de la gran industria” (1956, p. 35).
Un ejemplo de ello es la experiencia relatada por Taylor (1961) acerca del manejo de lingotes de hierro en la planta industrial de la Bethlehem Steel Company, donde seleccionó a un obrero prototipo (Schmidt) para que se sometiera a un ejercicio de prácticas sistemáticas y racionales de trabajo en su labor de cargue y descargue de lingotes, a cambio de ganar mucho más dinero por su labor. A partir de este experimento, Taylor pudo demostrar que un obrero estaba en condiciones de movilizar diariamente aproximadamente 48 toneladas de lingotes de hierro, frente a las habituales 12,7 que las cuadrillas realizaban. Con ello garantizaba que se alcanzaban mejores resultados en la labor cuando (1) se ha elegido adecuadamente al trabajador, (2) se ha creado la ciencia de hacer el trabajo y (3) se ha adiestrado a dicho hombre para trabajar acorde a tal ciencia.
Sin embargo, la conclusión de fondo no es tanto la mayor eficiencia alcanzada, como sí la intensificación del trabajo (Friedmann, 1956), además de las circunstancias en que se logró. El ejercicio utilizado por Taylor para vincular al obrero holandés no dista de ser más que una confabulación premeditada. Primero observó que éste no se fatigaba demasiado en ir hasta su casa (una operacionalización de vigilancia a la idea foucaultiana del panóptico). Segundo, lo separó de entre el grupo para hablar sólo con él –Taylor reconocía que los problemas de eficiencia no debían tratarse en masa– (disección del tejido social de las relaciones informales). Luego le indagó que si se consideraba un hombre de valor se sometería a su experimento a cambio de un mayor pago por día (el hombre como mercancía). Y, por último, lo sometió a la supervisión constante de un capataz quien, con reloj en mano, le indicaba cada una de las secuencias que debía realizar, incluso hasta cuándo debía tomar los descansos –control minucioso y exagerado que se hace sobre cada una de las decisiones que han de tomarse para la realización de una tarea– (Braverman, 1980).
Estos eventos no son más que una forma abrupta de reducir la condición humana a la materialización del Homo economicus (Aktouf, 1998; Brown, 1963; Morin, 2005; Friedmann, 1956); aquel individuo cuya calificación como sujeto humano está dada en la medida en que pueda cuantificar un determinado valor a su humanidad, y cuyos actos están mediados por el incentivo de lautilidad y el interés. Ésta es quizá la generalidad de la concepción asumida por Taylor en su trabajo. De hecho, empieza su obra manifestando que el objetivo principal de la administración será el de asegurar la máxima prosperidad para el patrón conjuntamente con la máxima prosperidad para el empleado (Taylor, 1961).
Esta idea de prosperidad asumida por Taylor es una expresión de racionalidad instrumental, a través de la cual el empresario busca ampliar el espectro utilitario de su negocio, valiéndose de la mayor absorción del trabajo que logra extraer del obrero, al cual so-mete hasta el límite máximo de su capacidad muscular. En este esquema, la prosperidad está más cercana al empresario que al trabajador, pues el ingreso marginal que éste alcanza por su mayor contribución al proceso genera un estado de fatiga que va en detrimento de su bienestar social. Además, todo su sistema de habilidades y destrezas es expropiado por los propietarios, quienes deciden que la inventiva, la experiencia y la creatividad de los trabajadores pasan a for-mar parte de la empresa (Perrow, 1991).
Encontramos entonces que el pensamiento taylorista aparece como una romántica quimera. Hace recordar aquel mito griego de Pigmalión, donde el artista dedica tanto entusiasmo y dedicación a su obra anhelada que termina por esperar que ésta cobre vida5. Así,
Taylor presupone que la medición exacta de los movimientos y desplazamientos de los obreros, su selección y adiestramiento minuciosos, su interrelación cooperativa con el patrono, una contraprestación económica marginal y, en general, la aplicación de una ciencia del trabajo contribuirán a que la “obra maestra” de la eficiencia sea un hecho irrebatible y generalizable. El problema derivado de este símil no consiste en el error de presuponer que el hombre es una máquina condicionada a la psicología de los incentivos, sino en que debido a tales presupuestos se desarrollan realmente técnicas que en la práctica tienden a convertirse en realidad (Mockus, 1983).
La idea del hombre-cosa se vislumbra en el pensamiento taylorista. De hecho, para dar un sustento a su teoría de la organización científica y mostrar más sólidos sus planteamientos, se vale de diversas afirmaciones. En una de ellas califica categóricamente que los hombres, en general, son torpes, por lo cual se les hace ininteligible su ciencia del trabajo, ya sea por su baja instrucción o por su insuficiente capacidad mental. Así, al ejemplificar la actividad de manejar lingotes de hierro, escribe:
Esta labor es tan ruda y elemental que el autor cree firmemente que un gorila inteligente podría aprenderla de manera que llegara a ser un manejador de hierro en lingotes más eficiente de lo que pueda alcanzar a serlo ningún hombre. Sin embargo, demostraremos que la ciencia de manejar lingotes de hierro es tan grande y llega a tanto, que es imposible que el hombre que está mejor dotado para este tipo de trabajo comprenda los principios de esta ciencia, ni tan siquiera que trabaje de acuerdo con estos principios, si no cuenta con la ayuda de alguien más instruido que él. (Taylor, 1961, p. 44)
He aquí que para autolegitimar sus supuestos, Taylor intenta atribuir a los operarios una cierta ignorancia connatural que los imposibilita para desempeñar eficientemente una labor. Su pretensión era que el control total de la tarea ya no fuera voluntad del obrero –como ocurría en el tradicional sistema de administración por iniciativa e incentivo–, sino que estuviera a cargo de la dirección de la empresa. Con esto buscaba disminuir el poder de influencia y dominio que tenían los obreros en la realización del trabajo, lo que a su juicio iba en detrimento de la productividad, pues para él los obreros eran perezosos por naturaleza y tendían a la holgazanería sistemática para reducir deliberadamente el ritmo de trabajo general (Taylor, 1961). Por lo tanto, asintiendo el hecho inminente de la “flojera” o pereza, Taylor no recomienda confiar en la iniciativa de los obreros, pues esta actitud implica entregarles el control de la producción y esto genera así el desconocimiento en la gerencia de lo que realmente constituye una jornada de trabajo justa (Braverman, 1980).
Frente a esta situación, una de las principales ideas que se forja Taylor del hombre trabajador es la de un ser que hace todo lo posible por desempeñar al mínimo de esfuerzo su labor y que se preocupa permanentemente por controlar que ninguna tarea se haga más aprisa de lo que se ha estado realizando en el pasado (Taylor, 1961). De ahí que entre sus principios básicos introdujera la especialización de los trabajadores en una tarea que ha sido descompuesta has-ta su mínima expresión de ejecución, la cual estaba sujeta a un estándar de realización previamente calculado en un estudio de tiempos y movimientos, y la cual estaría acompañada de una supervisión funcional de manera que el empleado, sin someterse a distracciones suspicaces, alcanzaría el máximo de su desempeño.
Por lo tanto, más que estudiar las interacciones entre las características humanas y la máquina, acabó por concentrarse limitadamente en las condiciones físicas del cuerpo humano para realizar trabajos rutinarios (Etzioni, 1965). En esta perspectiva se acentúa mucho más la idea del hombrecosa. El obrero se convierte en un autómata regulado, modelado a los movimientos de la herramienta, donde se expropia toda su iniciativa y se expulsa la creatividad de los talleres, quedando sólo brazos sin cerebro (Friedmann, 1956; Braverman, 1980), y se le considera sólo un instrumento inerte que realiza los trabajos que le son asignados (March y Simon, 1961).
Tal es el carácter de cosificación que Taylor dirige hacia el hombre, que lo desconoce como sujeto en su entera condición humana6. Al hablar de la selección científica del trabajador, expresa que no se trata de un individuo extraordinario. Para él el trabajador ideal es un sujeto torpe, de buenas condiciones físicas, que se articula fácilmente a la metodología de ritmo de trabajo propuesta. En este sentido, el obrero no es más que un “conjunto de músculos dotado de un cerebro reducido al estado de sistema de regulación motriz que le permite ejecutar las secuencias de gestos que se le indican” (Aktouf, 1998, p. 63). Así lo justifica Taylor al seleccionar a Schmidt:
Solamente se daba el caso que era el hombre del mismo tipo que el buey (es decir no se trataba de ningún ejemplar humano raro, difícil de encontrar y que, por lo tanto, se tiene en mucha estima). Por el contrario se trataba del hombre tan estúpido que resultaba inadecuado para hacer, ni tan siquiera, la mayor parte de las labores propias de los peones. Así pues, la selección del hombre no representa que tener que encontrar algún individuo extraordinario, sino simplemente separar, de entre hombres muy corrientes, los pocos que resultan especialmente apropiados para este tipo de trabajo. (Taylor, 1961, p. 60)7
Esto demuestra que a Taylor le preocupaba mucho más la mejor manera de realizar el trabajo que el hombre en sí, pues se ocupó de él como un elemento de producción, sin una comprensión de su sentido humano en la industria (Kliksberg, 1995). Tal circunstancia lo hizo acreedor, a su muerte, de la reputación del “mayor enemigo del trabajador” (Morgan, 1998, p. 19).
Probablemente el pensamiento de Taylor ha contribuido al desarrollo de mejores prácticas de manufactura en las plantas fabriles, incluso acogidas posteriormente por Ford en sus líneas de ensamblaje y, de hecho, vi-gentes hoy día en muchas industrias. Quizá también lo que ahora conocemos como administración de organizaciones deba buena parte de su consolidación epistemológica a las nociones tayloristas. No obstante, la peculiaridad de su sistema de aplicación originó el rechazo en los trabajadores y las fuerzas sindicales de la época con respecto a sus experimentos, lo que generó un aumento en la tensión obrera y las relaciones jerárquicas. Pese a esto, su éxito se debe en buena parte a que está al servicio de la gran empresa (Kliksberg, 1995). Cabe señalar, como lo expresa Dávila (2001), que el taylorismo, a pesar de su aparente neutralidad, comprende un conjunto de herramientas que sirve al propósito de la productividad industrial, por lo que es una filosofía que está más del lado del patrono.
Para terminar, según lo expone Braverman (1980), la transformación de la humanidad trabajadora en instrumento de producción al servicio del capita, ha sido un proceso incesante y sin fin, que viola las condiciones humanas del trabajo, dado que los obreros son utilizados en formas inhumanas, donde sus facultades críticas y conceptuales no importan, cuan agonizantes o disminuidas estén, siempre serán vistas como una amenaza para el capital.
De este modo, asumir al sujeto como una mercancía que se compra, cuyo valor entre más alto significa un potencial mayor de entrega a la labor, es desconocer la capacidad intelectiva que el hombre pudo conquistar en la modernidad e implica disminuir su condición humana –de entendimiento– a un estado de hombre-cosa.
2. El hombre y la empresa: unarelación de naturaleza funcional
Casi paralelo al trabajo de Taylor, en Francia, el ingeniero Henri Fayol se ocupaba del mismo problema de eficiencia en las organizaciones. Sin embargo, debido al éxito del pensamiento taylorista y a su propagación masiva en industrias, y hasta en otros ambientes como el militar, los desarrollos de Fayol sólo cobraron vida hasta la primera publicación de Administración industrial y general, en 1916. Empero, hasta 1949 entró realmente una traducción a Estados Unidos y se instituyó como la segunda obra administrativa en importancia (Aktouf, 1998).
Así, el principal problema que debe enfrentar el fayolismo era el de la mejor manera de agrupar los trabajos de ejecución y los de dirección por departamentos, de modo tal que las agrupaciones minimizarán el costo total de las actividades (March y Simon, 1961). Esta circunstancia implicó la aparición de un entramado jerárquico en la organización a través del cual fluye la comunicación –asumida como órdenes– y la autoridad –asumida como la probabilidad de que tales órdenes sean obedecidas–. Las funciones fueron conjuntadas por Fayol en seis grupos de operaciones, a saber: técnicas, comerciales, financieras, de seguridad, de contabilidad y administrativas; siendo estas últimas las más importantes para dirigir el cuerpo social (Fayol, 1961).
Fayol introduce catorce principios administrativos para garantizar el buen funcionamiento de la empresa, los cuales emanan de su experiencia. Ellos son: la división del trabajo, la autoridad, la disciplina, la unidad de mando, la unidad de dirección, la subordinación de los intereses particulares al interés general, la remuneración, la centralización, la jerarquía, el orden, la equidad, la estabilidad del personal, la iniciativa y la unión del personal (Fayol, 1961).
Por consiguiente, el fayolismo ve a la empresa como un conjunto de funciones ligadas entre sí por el vínculo recíproco entre autoridad y comunicación (Kliksberg, 1995), y el hecho de que no haya incluido en su tipología de las operaciones una categoría específica para la administración de lo hu-mano se debe a que, según Bédard (2003, p. 73), la gestión de personal constituye unaactividad común y de naturaleza general cuya responsabilidad recae en el directivo.
Desde tal perspectiva, ¿cuál es la idea de hombre asumida explícita o implícitamente por el fayolismo? Al revisar la obra de Fayol (Administración industrial y general), no cabe duda de que su atención la centró en el estudio de la organización como un todo, al proponer cómo debería funcionar el cuerpo social, a partir de la óptima operatividad de cada una de sus partes constitutivas. De ahí que haya recibido comúnmente la alusión de la teoría anatómica y fisiológica de la organización. En consecuencia, es muy poca la referencia que hace a la consideración del sujeto humano per se. Incluso Fayol, al preocuparse excesivamente por el fenómeno funcional-estructural de la organización, despersonaliza las relaciones de trabajo. Así, existen sólo principios, capacidades, procedimientos, funciones, jerarquías, autoridad, entre otros, cuya característica esencial es la impersonalidad (Brown, 1963). Es decir, siempre que exista una correcta organización interna, las personas encargadas de realizar las tareas no son relevantes, pues la naturaleza de las funciones no corresponde a las personas, sino a su correcta descripción, por lo que podrán ser movilizadas de una actividad a otra sin mayores inconvenientes.
Estas ideas son confirmadas por Kliksberg (1995), quien advierte que para el fayolismo la empresa pasa a ser una estructura formal de relaciones funcionales, donde el carácter del hombre es secundario e instrumental, pues son los encargados de ocupar y ejecutar las tareas dentro de las normas de desempeño que se fijen. Por consiguiente, las relaciones entre los hombres no se dan en términos afectivos, sino de interacción estrictamente funcional y jerárquica.
En tal sentido, la jerarquización, por ser un concepto inherente a la estructura funcional de la empresa, trata a las personas como entes secundarios cuya adhesión no se da voluntariamente por sus propios deseos y necesidades, sino conforme a las demandas de la jerarquía misma (Pfiffner y Sherwood, 1961). De manera tal que el fayolismo descarta categóricamente la existencia del fenómeno de las relaciones informales en la organización. No contempla que las personas están mediadas por su arraigo cultural que influencia notoriamente su conducta laboral, situación que suscita la necesidad de interacción que tiene el individuo por vivir en comunidad.
Ante esto hay que reconocer que el fayolismo, por su misma condición ontológica, que significó una “idílica visión formalista y mecanicista de la organización donde todo funciona tal cual se planea” (Kliksberg, 1995, p. 212), no representó un estudio específico de cómo estandarizar la acción del hombre en la organización para alcanzar mayor productividad, como sí sucedió con el taylorismo. En esta teoría el sujeto pasa a ser un componente más del constructo global de la empresa, razón por la cual Fayol no se ocupó de cómo regular y someter al individuo para que produzca más. La vía fue distinta. Una vez diseñados los procedimientos, agrupadas homogéneamente las funciones, establecidos los niveles jerárquicos y formulados los principios orientadores del cuerpo social, la función directiva contaría con los elementos necesarios para garantizar el óptimo funcionamiento de la organización. En este esquema la consecuencia lógica es que los empleados alcanzarán la eficiencia al quedar vinculados a una estructura funcional eficiente.
Así, aunque Fayol matiza en su aporte la evidente desnaturalización del empleado que se diera en el taylorismo, el análisis del hombre es un evento por demás accidental. La referencia al individuo se da escuetamente cuando aparece involucrado en la descripción de algún procedimiento o normativa, de ahí que el sujeto sea considerado un ente funcional que actúa regularizado a un estándar de operaciones descritas en detalle. De hecho, la mayoría de sus catorce principios administrativos parecen configurar un “manual de convivencia”, cuya aplicación adecuada permitirá que los empleados respondan favorablemente por su trabajo eficiente.
Sin perjuicio de ello, hay que observar, sin embargo, que el fayolismo, al igual que el taylorismo, son postulados normativos que prescriben el “deber ser” de una organización y todo su colectivo adjunto, para garantizar a toda costa la aplicación de un tipo de racionalidad técnica-utilitaria, donde lo que prima es el interés particular y egoísta del capitalista. Esta lógica concibe al hombre dentro de una óptica mecanicista, y lo asume como un medio o instrumento del cual valerse en función de un fin productivo. Según Kliksberg (1995), en el sistema de administración, tanto taylorista como fayolista, el hombre es entendido estrictamente como un recurso de producción que se adquiere en el mercado de trabajo en las mismas connotaciones que los demás recursos productivos, y que se ajustará sin inconvenientes a lo que se planee, porque de lo contrario se le considerará inepto y se aconsejará eliminarlo de la empresa.
En consecuencia, el fayolismo, al asumir al hombre como un ente regularizable mediante un plan detallado de funciones, lo disminuye a un simple estado de recurso productivo intercambiable; de este modo, se le niegan sus capacidades intelectivas y afectivas y se olvida que posee todo un sistema de pertenencias sociales heredadas de su cultura.
3. La connotación del hombre desdela burocracia racional-legal: ¿el fomento a la incapacidad disciplinada?
La burocracia aparece históricamente con los aportes de Max Weber que, aunque efectuados de forma contemporánea a Taylor y Fayol, son traducidos de forma tardía de su libro Economía y sociedad al inglés, en 1947, y al francés, en 1971 (Aktouf, 1998). No se trata aquí de dar una exposición específica del fenómeno burocrático, pues cabe resaltar su complejidad y amplitud, sobre todo en lo referente a las organizaciones. Por lo tanto, únicamente se intentará una introducción muy concreta de la burocracia para esbozar la situación en la que queda el hombre cuando ésta es aplicada –en especial debido a su disfunción, ya que de manera arbitraria los académicos, sobre todo los anglosajones, asumen las ideas de Weber más como descripciones empíricas que como categorías interpretativas–.
En la actualidad, hablar de burocracia es hacer una referencia indebida y peyorativa a aquellos organismos ineficientes que escasamente operan, obstruidos en medio del papeleo y el desgano de los empleados (Dávila, 2001). Pero frente a este aparente deterioro, el propósito esencial del modelo burocrático weberiano es contrario, pues lo que busca realmente es introducir un sistema racional formal como un modo puro de dominación (autoridad), para garantizar el orden en el aparato administrativo. Según lo expone Rodríguez:
La interpretación de su obra en el sentido de considerar la burocracia como la forma más eficiente de autoridad es totalmente errónea, pues su interés era primariamente descriptivo; buscaba ‘tipos’ casi puros de realización de las categorías básicas, […] de hecho, el mismo Weber alerta de lo peligroso que puede ser el aplauso incondicional a esta maquinaria, lo mismo que lo ha sido aplaudir acríticamente a la maquinaria industrial. (1999, s. p.)
Es de advertir entonces que los postulados weberianos acerca de la burocracia no son normativos, sino más bien comprensivos o descriptivos de una realidad histórica. Así, la observancia hecha aquí de la desnaturalización a que es sometido el empleado a causa de la burocracia no es un ataque a las ideas de Weber, sino una crítica a su posterior disfunción, que debido a una formalización excesiva, devino en una figura regulativa extrema.
El sistema de administración por burocracia es considerado por Weber (1997) la forma ideal de ordenamiento que orienta la acción de los individuos y la racionalización de la organización social y política propia de las grandes empresas gestadas a partir del capitalismo de la época. En especial, la burocracia racional-legal se basa en principios normativos legales de obligatoria observancia y se convierte en una herramienta para legitimar el control sobre los empleados, el cual es asumido como el fundamento de la eficiencia organizativa (Perrow, 1991).
En general, la burocracia se interesa en mostrar cómo pueden ser superadas las posibilidades de decisión de los empleados, mediante la utilización de técnicas racionales, que al ser aplicadas no se fijan mucho en el carácter humano del empleado (March y Simon, 1961). La meta final es la de llegar a un estado de calculabilidad pura, que permita que todos los comportamientos de la organización sean fácilmente predecibles (Kliksberg, 1995), circunstancia que hace de la organización burocrática una máquina que espera que funcione de forma rutinaria, eficiente, exacta y predecible (Morgan, 1998).
El esquema burocrático consiste en una serie de rutinas creadas y documentadas, que el empleado debe seguir. La eficiencia sobreviene por la más precisa observancia normativa y la minuciosa aplicación funcional, que estará supervisada por un cierto tipo de autoridad legal que se legitima por el po-der que otorga la reglamentación racionalmente prescrita.
En lo que toca al sujeto humano, éste resulta inscrito en una estructura de jerarquías y actividades rutinizadas que limitan su iniciativa y creatividad, al punto que se desconoce incluso su potencial cognitivo. Queda así regularizado a la disciplina y obediencia como una especie de artefacto programable que se espera responda con-forme a una bitácora establecida, y como expone Etkin: “la disciplina mata la iniciativa y la motivación [...] y la dirección no puede funcionar como la inquisición que ignora la variedad de modos de pensar en la organización” (1993, p. 19).
El intento por eliminar la irracionalidad en la organización, paradójicamente, conlleva a formalizarla aún más. Los empleados, frente a las demandas racionales, que regulan su conducta en el trabajo, aprenden a aplicar prácticas irracionales, verbigracia a no suministrar toda su capacidad laboral (una manifestación típica de la holgazanería sistemática denunciada por Taylor) o, como lo plantea Aktouf (1998), el hombre para salir de la miseria espiritual suscitada por la racionalidad, se refugia en una intensificación de lo irracional manifestada en nuevos misticismos. En consecuencia, subyacen respuestas reactivas del sujeto humano, que como actor vivo poseedor de habilidades y sentimientos resulta trastocado por la formalización de la tarea y la estandarización del comportamiento.
De manera tal que la aplicación quebrantada de la burocracia en una organización que desconoce las características naturales del individuo, advierte Kliksberg, conlleva consecuencias nocivas que van desde “psicosis alienantes que implican pérdida de contacto con la realidad, hasta resistencias activas; en todos los casos con perjuicios considerables para la eficiencia” (1995, p. 247). El intento de garantizar respuestas adecuadas de los empleados al introducir normas detalladas que permitan la fiabilidad de la tarea, desecha la autocrítica y el enriquecimiento de los puestos de trabajo y limita las posibilidades de adaptación a ambientes cambiantes. Termina así convirtiéndose la burocracia en un sistema “parasitario” de bloqueos y embotellamientos (Morin, 2001).
Se instituye con el proceso malversado de burocratización una especie de tecnología de la dominación, que se legitima formal-mente, ya sea como “reino de la racionalidad predictible y objetivo” (Kliksberg, 1995, p. 244), que si bien conduce a una máximaproductividad, así mismo incurre en la despersonalización del vínculo social del individuo, o como “reino del poder” mediante el desarrollo sin medida del principio de eficiencia, que inexorablemente desemboca en el avasallamiento del hombre (Aktouf, 1998). De acuerdo con Kliksberg:
La burocratización despilfarra los recursos humanos de la organización sometiéndolos a un bajo rendimiento sistemático, trastorna los medios en metas endiosando la rutinización y las rutinas, y viola aspectos trascendentales de la naturaleza humana, creando un clima autorrepresivo y opresivo que engendra una altísima tensión social. (1995, p. 250)
Por esto, en una organización privada un esquema de gestión burocrático, marcado por un funcionalismo inflexible, aunque afiance la racionalización que favorezca la aplicación de la autoridad, producirá un clima laboral árido que desvirtuará las relaciones sociales informales y atomizará el acuerdo sinérgico de equipo.
En todo caso, frente a las características propias de la burocracia, sustentadas principal-mente en la división del trabajo, la delimitación específica de tareas y competencias, la normalización de los procesos, la formalización jerárquica, la impersonabilidad y afectividad neutra, el desarrollo de carrera y la estructura salarial según niveles escalares, el sujeto humano se encuentra anclado a un puesto al cual ha sido ajustado ‘a la medida’, como una pieza de rompecabezas encajable, gracias a que ha perdido su creatividad e inventiva y a que ha quedado sometido a una rutinización progresiva, a una incapacidad disciplinada.
4. Entre las relaciones formales einformales: ¿la humanización del hombre en la organización?
Gracias al auge que tomó el pensamiento taylorista, sus recomendaciones fueron rápidamente acogidas por los empresarios de la época que creyeron fielmente en sus principios como la mejor forma de alcanzar la eficiencia y movilizar a los empleados para que aportaran el máximo de su rendimiento. Sin embargo, su aplicación amplió significativamente la brecha entre los intereses de los patronos y los de los obreros. Las reacciones fuertes a un sistema en el cual el individuo debe actuar en analogía a una máquina, motivado por un fin económico, fueron cada vez más acentuadas hasta el punto de consolidarse una fuerza laboral que fortalecería el movimiento sindical pues, según Whyte (1961), el marcado individualismo puede venerar demasiado el conflicto y desvirtuar la cooperación.
Así, en rechazo a la aplicación inhumana del taylorismo, aparece una triple mediación neutralizante en la figura de los sindicatos, las llamadas ciencias del hombre y hasta el mismo Estado (Mockus, 1983). Pero fundamentalmente la psicología y la sociología industrial entrarían a analizar el fenómeno del individuo en las relaciones obrero-patronales y las condiciones de su vinculación al trabajo. No obstante, según lo advierte Mockus (1983), su estudio se caracterizó por la aceptación fatalista de las formas capitalistas de organización del trabajo, y aunque tímidamente denunciaron algunos excesos, su objetivo se enfocó en encontrar las tácticas más apropiadas para implementar las prácticas racionales en la labor sin mayores resistencias.
Así mismo lo señala Braverman (1980), quien expone que el rasgo del capitalismo es ante todo la necesidad de ajustar el obrero al trabajo sin rebeldía, por lo que para la corriente de las relaciones humanas, al contrario del taylorismo, su preocupación no fue la organización del trabajo, sino más bien las condiciones desde las cuales el obrero puede someterse con facilidad a tal organización. No se ocuparon propiamente de las condiciones objetivas del trabajo, sino de los fenómenos subjetivos que éstas originan.
En este sentido, a finales de la década de 1920, emergen los estudios de Elton Mayo que aunque se orientaron a considerar la variable humana en relación con las condiciones físicas de trabajo y productividad laboral, en el fondo buscaban, además, descubrir las causas de la alta rotación y el ausentismo del personal que estaban generando descensos abruptos en la productividad.
Los estudios principales fueron desarrollados en los talleres Hawthorne de la empresa Western Electric, en Chicago, que contaba con aproximadamente 29.000 obreros. Después de una serie de experimentos con grupos tester –con quienes se cambiaban periódicamente las condiciones de iluminación a las cuales trabajaban, al igual que las jornadas laborales, los espacios de descanso y la remuneración–, no se observaron criterios de contundencia para asociar la mayor o menor productividad a factores físicos. Entonces, la principal conclusión a la que se llegó fue que la eficiencia se lograba debido a otras condiciones referentes a un sistema de adhesión social entre los empleados. Esto sugería la existencia de grupos informales que comparten una cierta ética psicosocial, aspecto que significaba un valor apreciable determinante de la actitud del empleado hacia el trabajo, así como el hecho de sentirse apreciados por la empresa que los invitó a colaborar sin restricciones, al darles un trato especial (Whyte, 1961; Perrow; 1991; Braverman, 1980; Friedmann, 1956; Roca, 1998).
Con estos estudios, según Aktouf (1998), era la primera vez que se consideraba que existía algo humano al servicio de la empresa capitalista y se sentaban las bases para investigaciones posteriores acerca del papel del hombre en la industria. En adelante, la consideración del efecto Hawthorne permi-tiría entender que el ser humano no puede ser tratado como una máquina racional guiada por el apetito de la ganancia, ya que él tiene la necesidad de sentirse involucrado e implicado en lo que hace (Aktouf, 1998). Se da entonces un reconocimiento menos mecanicista del individuo, y se valora su filiación social y cultural al reconocerse que es un todo integral, que aparte de su vinculación laboral, también tiene un lazo psicoafectivo con su grupo de referencia.
La irracionalidad vista por Weber, en la que el empleado no responde favorablemente a una ordenación formal, para la escuela de las relaciones humanas pasa a ser objeto de estudio y se reconoce como una dimensión válida en el individuo, pues está estructurada en grupos informales que resisten la lógica organizativa (Kliksberg, 1995). De este modo, con dicha escuela hay una trascendencia en la comprensión de las relaciones laborales; de una excesiva formalización que imposibilita el concurso de las aptitudes y destrezas del empleado, se pasa a la posibilidad de que afloren la iniciativa y la creatividad en el marco de un ambiente social informal.
No obstante que se dio un primer paso en la observancia de la condición laboral del individuo, en la otra cara de la moneda se ven las relaciones humanas como un medio de regulación (más atenuado) de los dirigidos. Así lo señala Perrow:
Las relaciones humanas consideran que la dirección es racional, frente a un trabajador irracional, situación que abre el camino hacia la manipulación de este último a quien se le percibe como un niño o persona primitiva cuyos mecanismos y esfuerzos de autoprotección para aminorar la monotonía y el aburrimiento no eran compatibles con un sistema social cooperativo. (1991, p. 101)
Es decir, Perrow reconoce que existe un interés subjetivo y hasta egoísta en el empleado que no le permitirá siempre por norma general compartir objetivos comunes, por lo que la orientación cooperativa en la organización terminará dándose, en últimas, a través de mecanismos de sometimiento y subordinación. Al igual que en todos los funcionamientos del sistema capitalista, la manipulación es esencial y la coerción es mantenida en reserva (Braverman, 1980).
Así, las expectativas despertadas en función de asegurar una mejor moral para los empleados desentrañó el objetivo implícito de un desempeño más elevado, que ocasionó una serie de medidas manipuladoras en la carrera por la rentabilidad, que transformaron las inquietudes originales de las relaciones humanas en una serie de herramientas administrativas para la sumisión del individuo (Aktouf, 1998), y lo que parecía una cierta antinomia con el tradicionalismo, mantuvo intacto su pragmatismo esencial, esto es, una adaptación del mecanicismo laboral (Kliksberg, 1995).
5. Una reflexión final
Con lo expuesto hasta ahora cabe preguntarse si ¿la administración, por nacer en el seno del capitalismo, debe cargar perennemente el designio de inhumanidad que llega a implicar su aplicación con fines utilitarios? La respuesta aunque relativa y poco concluyente puede contener un halo de esperanza. Si bien la administración responde a un telos particular de interés económico, es posible matizarlo hacia una consideración más humana del empleado en el trabajo.
La pretensión de una administración más humana debe emerger no propiamente de una crítica a lo inhumano –pues significaría un círculo vicioso, toda vez que está sustentada teleológicamente en una racionalidad instrumental–, sino de una nueva reflexión de lo humano.
Lo humano a que se hace referencia aquí está en sintonía con el planteamiento de Bédard (2003)9. Significa buscar un equilibrio simbiótico desde las dimensiones ontológica (la naturaleza del ser humano como sujeto viviente), epistemológica (el proceso racional e intelectivo) y axiológica (el reconocimiento de los valores que encumbran la dignidad), las cuales sustentan y orientan a una última esfera: praxeológica (la práctica laboral reflexionada que entregue un sentido a la acción). De tal forma, al reconocer al individuo desde su esencia humana, al permitir que revindique su capacidad racional en el trabajo y al aceptarlo como el “otro” próximo compatible (un otro yo), será el inicio para que la acción administrativa atenúe la carga técnica-utilitaria que heredó de la modernidad (Cruz, 2003).
Esto puede aparecer quimérico, pero encarna la posibilidad de conciliar la contienda hu-mano-inhumano, puesto que al contemplar al individuo en las dimensiones ontológica-epistemológica-axiológica-praxeológica, se propiciará desde la administración el reconocimiento del hombre como un sujeto integral que comporta simultáneamente el ser (lo biológico-social), el pensar (la razón), el sentir (la ética) y el hacer (la actividad fenoménica).
Tal policromía implica la aceptación genérica del empleado como un homo complexus, que desde la idea moriniana comprende al homo en su “unitas multiplex”, aquel que en su unidad entraña la diversidad, tanto desde el punto de vista biológico como cultural e individual10. No se trata de una ideologización del hombre, pues significaría conceder que es una abstracción de la naturaleza, cuando éste es la más excelsa realidad viviente, y como tal según (Morin, 1983), comprende una esencia egogenosocioorganizadora, que se caracteriza por un triple ethos: (1) egocéntrico, uno mismo como centro de referencia; (2) genocéntrico, la cadena hereditaria como centro de referencia, y (3) etnosociocéntrico, la sociedad como centro de referencia.
La atención humana del hombre deviene desde tal hipóstasis ética, hacia un cuarto ethos definido por Morin como una antropoética, que trasciende la ética tanto religiosa como laica, al considerar al hombre como un sujeto en sí mismo que fraterniza con los demás como “otro yo”. Esta apreciación compleja de Morin plantea una ética del hombre emergente y de orden superior, antagónica y complementaria, que a pesar de su comportamiento egoísta, está dedicado a la propagación de su especie y al mantenimiento y construcción del ecosistema. Así, la vida es asumida a la vez como una y varias de la cual subyacen múltiples ethos.
Ciertamente, en el ámbito de la administración, ante los actos de manipulación y sojuzgamiento, se requiere una reflexión compleja que recaiga no sólo sobre lo racional del hombre (epistemología), sino además sobre su propia vida (ontología), a fin de construir toda una conciencia moral que permita una ética humanista que confiera la dignidad de sujeto a todo hombre (axiología). Se trata de hominizar el humanismo concibiéndolo fun-dado en la realidad viviente del Homo complexus en la esfera biocultural, lo que instauraría una ética a favor del hombre; una antropoética (Morin, 1983). Se trata además de construir un nuevo marco de valores que integre a dirigentes-dirigidos en una lógica de la equidad, el respeto y el reconocimiento del bien común, como virtudes acordes con la esencia de la complejidad antroposocial.
Lleva esto a reconocer desde la administración que el hombre encarna un espíritu de complejidad incomprensible desde una teoría cerrada, fragmentaria y simplificadora, que disemina del hombre su triple condición biosociocultural. Tal situación está diezmando la idea esencial del sujeto humano. Lo que debe desaparecer es aquel concepto insular del hombre, característico por la autoidolatría, en la que el individuo se admira en la ramplona imagen de su propia racionalidad (Morin, 1992), que conduce a un reduccionismo de lo humano en la organización.
Se trata entonces de edificar lo humano administrativo, que en una alianza fraterna con la lógica intrínseca de la racionalidad instrumental propugne por la valoración ética en las relaciones de subordinación, rescatando la afinidad de los agentes organizacionales, donde la sumisión pase a ser vinculación y donde se trascienda de una visión simplista del hombre hacia una conjunción holística con el entramado organizacional, en que se acepte el principio hologramático (Morin, 2001) que advierta que la organización puede explicarse desde el hombre y, a su vez, que el hombre puede ser explicado desde la organización, pues ambos retroactúan de manera recursiva. Como lo expresa Fromm:
Con la introducción del factor humano en el análisis del sistema total, nos hallamos mejor preparados para comprender su mal funcionamiento y para fijar normas que relacio-nen el funcionamiento económico sano del sistema social con el bienestar óptimo de la gente que participa en él. (1970, p. 15)
Lo humano administrativo deberá buscar que la empresa no sólo propicie la satisfacción de las necesidades fisiobiológicas, sino además aquellas estrictamente humanas (socioculturales), y donde se acepte que el hombre además de ser Faber economicus, también es ante todo sapiens y además ludensdemens; atributos que ensalzan su cualidad de sujeto humano.
Lo humano administrativo deberá permitir el reconocimiento tanto de la individualidad como de la intersubjetividad entre afines, de manera que aquel “otro” extraño sea visto como un mismo “yo”, para hacer de la organización una comunidad de destino regida por una ética universal o antropoética, que signifique el despertar de la humanidad en cada uno y el reconocimiento en los demás.
Conclusión
Las discusiones acerca de la consideración del sujeto humano en la administración han tenido las más variadas connotaciones, la mayoría de ellas tendientes a enfatizar la necesidad de la humanización en las relaciones de subordinación. Por ésta se ha querido significar aquel comportamiento del dirigente tendiente a reconocer la dignidad del dirigido. Pese a que desde el tiempo del enfoque taylorista algunos autores alertaban la necesidad de desvirtuar la concepción de máquina en el obrero y exhortaban un acuerdo laboral más amable, aún en nuestros días subsisten prácticas que tienden a desnaturalizar y hasta cosificar al empleado.
Sin embargo, hay que reconocer que la administración como invención de la modernidad responde a un ethos particular enmarcado en una racionalidad de tipo instrumental, cuya condición teleológica comprende un interés económico, situación que tiende a convertir al empleado en un recurso del cual valerse para el alcance de los fines.
La atención más humana en la administración subyace como una posibilidad de atenuar su énfasis instrumental y visualizar posibilidades hacia una disciplina renovada. Este humanismo no se refiere a la aplicación de técnicas de gestión del talento humano en la organización, de común observancia en las empresas para garantizar un mejor bienestar laboral, pero que no son más que eufemismos para mimetizar un mecanismo de dominación que acredite la adhesión del personal a la identidad corporativa. Es un llamado a que se propicien propuestas conducentes a reedificar el ideal humanista original de encumbrar la vida y el pensamiento que sean aplicables en el colectivo organizacional. Esto sugiere pensar el fenómeno de lo humano administrativo a partir de la búsqueda de una ética del trabajo que entregue propuestas teóricas y metodológicas que contribuyan a mejorar las relaciones de subordinación.
La urgencia de una administración renovada, que atenúe su naturaleza instrumental, está en la dirección de comprender al hombre desde una visión multiforme que reconozca su estado polivalente y su carácter complejo conformado por la hipóstasis biosociocultural, en las dinsiones ontológica-epistemológica-axiológica-praxeológica. Esto requiere una forma de pensamiento que acepte la unidad y, a la vez, la diversidad del individuo, que dé lugar a una antropoética, por la cual el sujeto se reconozca a sí mismo y reconozca a los demás como seres afines. Con ello se busca un humanismo administrativo don-de las relaciones de subordinación se propicien entre iguales.
Notas al pie de página
1. Horkheimer (2002) define la razón objetiva como aquella que animó el Renacimiento, con sustento en un cierto modo de comportamiento teórico, inherente a la realidad, que permitía comprender un fin y a continuación determinarlo, haciendo uso de la capacidad de intelección para dar lugar a la formalización del conocimiento, de manera que mediante la filosofía, se confería un nuevo fundamento a las racionalidades especulativas propias de la religión. En cuanto a la razón subjetiva, plantea que ésta tiene que ver con la asociación medios afines. En sí, se refiere a la adecuación de los métodos y modos de proceder a los fines; a la capacidad de calcular probabilidades y determinar los medios más adecuados para un fin dado. De tal modo, este tipo de racionalidad, calificada como instrumental, encarna un cierto juicio especulativo hacia lo que es únicamente útil, aislando las formas de pensamiento que no permiten calificar cuando un objetivo, debido a su formalización, es deseable en sí mismo.
2. Aktouf (2002 y 2004) recoge la idea aristotélica de khrematos para designar con el concepto de crematístico todo aquello que implica dinero, riqueza, búsqueda de la producción y conjunto de bienes que pueden dar lugar a adquisiciones o valores, que incluso desplaza la idea formal y neutra de lo económico.
3. La cita bibliográfica corresponde a una reimpresión de su texto Fundamentación de la metafísica de las costumbres.
4. En el Método II, la vida de la vida, Edgar Morin establece que la cualidad de sujeto es un producto conceptual del sujeto mismo, siendo la conciencia humana la forma última de sujeto. Para él, el hombre es ante todo biológico, y como tal es una forma primaria de sujeto, como una realidad orgánica inconsciente anterior a la conciencia. Pero más tarde se reafirma la condición de sujeto como humano cuando en el hombre se manifiesta su capacidad de cómputo/cogitación. De tal modo se dice que el hombre es sujeto humano porque se constituye a partir de tres niveles de emergencia: (1) el cuerposujeto, como organismo que se autoorganiza; (2) el cerebro-psique, como sistema neurocerebral, y (3) la conciencia, como expresión de su individualidad. Por lo tanto, el hombre es un ser que está enraizado en lo biológico, pero también en lo social y lo cultural, quien a partir de un proceso de pensamiento y consciencia (computación-cogitación), se eleva a la calidad de sujeto humano hipercomplejo.
5. Según la mitología griega Pigmalión era un prodigioso escultor, rey de la república europea de Chipre, quien durante mucho tiempo idealizó la mujer perfecta, y al no encontrarla, decidió dedicar todo su amor y empeño en la elaboración de una esfinge de marfil a la cual llamó Galatea. Cuenta el poeta Ovidio, en el libro X de su poema denominado “Las metamorfosis”, que Afrodita al escuchar los ruegos del escultor le concede el deseo de transformar a Galatea en una mujer real. La ampliación de esta historia puede consultarse en: http://www.poesiadelmomento.com/luminarias/mitos/51.html.
6. Para Morin (1992 y 2005), la condición humana del hombre ha de ser entendida desde una perspectiva compleja. Dicha complejidad está simbolizada en varios puntos de vista. Se destaca que es complejo porque el sujeto que estudia a la vez es el objeto estudiado; porque hay una asimilación de la inseparabilidad entre unidad y diversidad humana; porque envuelve conjuntas las esferas biológica, física, sicológica, sociológica, económica e histórica; porque concilia la dimensión científica con la dimensión filosófica, y porque concibe a homo no sólo como sapiens, faber y economicus, sino también como demens, ludens y consumans. Desde su óptica, Morin destaca que el hombre es un ser cuya humanidad se explica en una perspectiva triádica, siendo uno y múltiple a la vez. Plantea que la comprensión de la especie humana puede hacerse más accesible a partir de la aproximación a la trinidad humana, la cual a su vez responde a la hipóstasis de la trinidad cerebro-cultura-mente, la trinidad individuo-sociedad-especie y la trinidad razón-afectividad-pulsión.
8. Fayol considera que los problemas de eficiencia se deben a una incorrecta distribución de los recursos y las operaciones en la organización. De ahí que estableciera recomendaciones para fijar el modo óptimo de la organización formal, con base en principios, procedimientos y capacidades que se conformarían para garantizar un “armazón” sincrónico que permitiera crear una división funcional entre quienes formulan-dirigen los planes y quienes ejecutan las tareas8. Según Fayol, “en todo género de empresa, la capacidad esencial de los agentes inferiores es la capacidad profesional característica de la empresa, y la capacidad esencial de los altos jefes es la capacidad administrativa” (1961, p. 139). Por lo tanto, para él el sujeto en la organización está agrupado en dos campos de acción: por una parte, los obreros, que únicamente poseen capacidades técnicas; por la otra, los jefes, dignos poseedores de la capacidad administrativa, la cual entre más elevado sea el nivel jerárquico, más es de su dominio (Fayol, 1961).
9. Esta autora plantea que la concepción humanística de la actividad administrativa puede ser comprendida en el marco del rombo filosófico representado por las interacciones entre la praxeología, la epistemología, la axiología y la ontología. Para ella, la praxeología comprende todo lo que rodea las prácticas humanas que alegóricamente representa la parte visible de un iceberg, la cual subyace de la epistemología que le otorga el criterio de validez al conocimiento y de la axiología que legitima el comportamiento y la acción. Estas tres dimensiones se apoyan en la ontología que trata de los principios fundamentales del ser y la realidad que sirven de matriz a las actividades humanas. Una mayor ampliación y explicación de este modelo puede ser consultada en Bédard (2003).
10. Con esto Morin (1992 y 2005) expone la idea de la hipercomplejidad como una definición extremadamente compleja del hombre. Sus diferentes rasgos se entrelazan para demostrar la riqueza y diversidad humanas. El hombre es irreductible a su razón, aunque se autoidolatre en la imagen de su propia racionalidad. No es explicable desde su actividad productora, aunque el interés económico tienda a ser su única aspiración teleológica. Y tampoco puede concebirse desde su afectividad y demencia conspicua, pues sería una arbitrariedad asumirlo sólo en sus estados más patéticos y neuróticos. Complexus, entendido como aquello que está tejido en conjunto, donde existe la paradoja de lo uno y lo múltiple (Morin, 2001), sugiere que el hombre es una totalidad integradora de todas sus expresiones; explica que la comprensión de su existencia demanda una consideración holística. Por consiguiente, el sujeto es accesible desde la categoría Homo complexus, que es precisamente la entera configuración de su humanidad.
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