Introducción
La pandemia de COVID-19 que padece la humanidad ha cambiado su rostro una y otra vez desde su irrupción a finales de 2019. Algunos de los patrones observados sobre diseminación o impactos de la infección, o sobre la capacidad preventiva o curativa de unas u otras acciones, tienden a consolidarse. Otros suelen modificarse, difuminarse y hasta invertirse en lapsos muy cortos. Esta realidad alcanza a las vacunas, acaso el mayor protagonista científico y mediático de la pandemia.
En términos generales, la centenaria historia de la vacunación avala su empleo con tan sólidas evidencias, que no es menester extenderse para fundamentar su utilidad. Tales virtudes, sin embargo, no necesariamente son heredadas por nuevas propuestas vacunales. La historia registra la aplicación exitosa de muchas de ellas, pero también numerosos esfuerzos fallidos. El llamado “incidente Cutter”, acaecido en 1955 con la vacuna de Jonas Salk contra la poliomielitis, a la postre sumamente exitosa, fue sin duda el más trágico: un fallo de seguridad en el proceso productivo ocasionó que aproximadamente 40 000 niños contrajeran la dolencia [1].1
Las vacunas contra la COVID-19 reclaman su propia evaluación. Aún carecemos de juicios sólidos sobre sus atributos y cabe esperar que tal discusión se extenderá a lo largo de meses o años, de modo que no pretendemos aportar esclarecimiento al respecto.
La pandemia de COVID-19 ha ofrecido, a las grandes compañías farmacéuticas, una oportunidad comercial única en la historia. Por su naturaleza global, esta emergencia sanitaria convierte virtualmente a toda la humanidad en una masa de consumidores potenciales de sus productos.
En una economía de mercado es natural que la aspiración de las empresas sea maximizar sus beneficios. Según esta lógica empresarial, lo ideal sería que las vacunas se apliquen a todos los seres humanos del planeta, que los esquemas vacunales incorporen más y más dosis, que no se atribuyan méritos a la inmunidad natural y que no vacunarse suponga insoportables impedimentos para la vida diaria o, incluso, que la vacunación sea obligatoria.
Teniendo en cuenta el largo historial de artimañas desplegadas por las llamadas “multinacionales farmacéuticas” (big pharma)[2], existe un riesgo real de que los promotores de las vacunas desarrollen maniobras mediáticas para acercarse a aquel ideal. La experiencia ya acumulada permite valorar si se han producido silenciamientos, tergiversaciones o manipulaciones en la elaboración de un relato que resulte impugnable en una u otro medida.
No pocas “teorías conspirativas” han circulado con intermitencia en los últimos años y muchas han dimanado de individuos o grupos paranoicos, buscadores de prominencia o cultores del esoterismo. Capturan así la atención de aquellos a quienes fascinan tales engendros. Ahora bien, algunas conspiraciones, de todo tipo, son reales.
Una conspiración es el entendimiento encubierto de varios sujetos o grupos para trastocar o dañar el funcionamiento normal de otros, o el desempeño legal de un mecanismo establecido. Decenas de ejemplos ilustran que las denuncias sobre conductas conspirativas pueden tener un fundamento objetivo y corroborable. Ciñéndonos al marco de la salud, basta recordar que todas las megaempresas de medicamentos tienen una copiosa y documentada historia de conspiraciones, en las que se han articulado mentiras, intimidaciones, contratos de autores fantasmas, ocultamientos y sobornos, entre otras conductas análogamente reprobables [2,3].
Un análisis objetivo exige alejarse de especulaciones y apreciaciones que pudiesen dar lugar a encasillamientos facilistas (p. ej. “negacionista”, “antivacunas” o “conspiparanoico”), ocasionalmente empleados para anular a priori los argumentos críticos o neutralizar a quienes los desarrollen. Las etiquetas no convencen por sí mismas; persuaden (o no) los hechos, los argumentos y los datos corroborables, y silenciando los disensos con adjetivos peyorativos se cierra la puerta a cualquier posibilidad de diálogo [4].
Bajo estos presupuestos, nos propusimos discernir en qué medida las estrategias mediáticas adoptadas en torno a las vacunas contra la COVID-19, a lo largo de los primeros 15 meses desde el comienzo de su aplicación, pueden considerarse aportes legítimos y coherentes para comprender mejor su desempeño, y en qué grado las narrativas elaboradas pudieran responder a intereses económicos de las élites corporativas. Para ello, nos basamos en antecedentes históricos, documentos relevantes y datos estadísticos de acceso público.
Las vacunas contra la COVID-19: anomalías en su aprobación
El proceso de aprobaciones y recomendaciones
Es consabido que la evaluación de toda vacuna debe transitar por varias fases asociadas a respectivos ensayos clínicos controlados. Las exigencias para la aprobación de una vacuna por parte de órganos tales como la Administración de Alimentos y Medicamentos de los Estados Unidos (United States Food and Drug Administration, FDA), la Agencia Europea de Medicamentos (European Medicines Agency, EMA) y la Organización Mundial de la Salud (OMS) son básicamente las mismas. Se trata de un complejo proceso que procura valorar si las vacunas exhiben un nivel mínimo de eficacia y acreditar tanto la calidad del proceso fabril como que no producen efectos adversos de peso a mediano y largo plazo [5].
Desde el punto de vista biológico, la “eficacia” es el elemento cardinal del proceso valorativo de una vacuna. Se trata de un indicador que cuantifica en qué medida el monto de las infecciones que aquejan a personas tratadas con la vacuna es inferior al de quienes recibieron la vacuna. Esta herramienta se introdujo en un artículo seminal que data de 1915 [6], refrendada hace casi 40 años, cuando la OMS publicó, en su boletín especializado, una explicación detallada redactada por siete expertos de los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades (Centers for Disease Control and Prevention, CDC) [7].
Durante meses, la noción de “eficacia” ha figurado en numerosos artículos científicos y de prensa, en especial como elemento informativo medular relacionado con las tres vacunas contra la COVID-19 que más rápidamente contaron con la aprobación casi simultánea de la FDA y la OMS. Dos de ellas están basadas en una tecnología nunca usada en un programa de vacunación, conocida como “ARN mensajero” (ARNm), la cual introduce, en la persona, un ácido nucleico que da instrucciones a sus células para que fabriquen una proteína del virus (la spike protein). Se trata de las vacunas Comirnaty y Spikevax, desarrolladas por Pfizer y Moderna respectivamente. La tercera fue la elaborada por la multinacional estadounidense Johnson and Johnson (J&J), asociada con Merck a efectos de su producción, basada en la inoculación de gérmenes atenuados. Los valores de eficacia reportados por los laboratorios para dichas vacunas ascendieron a 95,0, 90,7 y 74,4 % respectivamente [8].
Ilustremos el concepto usando los datos ofrecidos por Pfizer en diciembre de 2020 [9] a la FDA, con vistas a conseguir que se aprobara el uso de emergencia de su vacuna. Se estudiaron 43 448 voluntarios: a 21 270 se les inoculó la vacuna y a 21 728 se les aplicó un placebo. Se esperó a que 170 personas tuvieran síntomas de COVID-19 y una confirmación diagnóstica de la infección. En ese punto se develó cuántos procedían de cada uno de los grupos: 8 habían sido vacunados y 162 habían recibido placebo. Las respectivas “tasas de ataque” fueron 0,0004 y 0,0075. De ahí surge el 95 % de eficacia proclamado; formalmente: 100 (0,0075 − 0,0004) / 0,0075 = 94,7 ≈ 95.
El procedimiento con las otras dos vacunas fue similar. Como se ve, los ensayos clínicos presentados a la FDA fueron diseñados para valorar incidencia de infecciones y no efectos como gravedad o muerte [10].
La duración del proceso de elaboración y aprobación de una vacuna
Típicamente, la duración de ese proceso alcanza entre 5 y 10 años, aunque suele ser mayor cuando se trata de una vacuna muy novedosa [11]. Remitiéndonos a las 26 vacunas existentes según datos de la OMS [12], algunos ejemplos son la vacuna contra la varicela, cuya confección duró 28 años; la de la malaria, que supuso 31 años de estudios; la de la poliomielitis, cuya concepción se inició en 1935 y se aprobó 20 años después; la “triple vírica” (para prevenir a la vez la rubeola, las paperas y el sarampión), que solo se consolidó como tal tras 11 años de sucesivas versiones y perfeccionamientos, y la del ébola, que se consiguió en solo 5 años.
En muchos casos, los esfuerzos por lograr resultados dignos de evaluación formal no arriban a buen puerto, como ha ocurrido con la búsqueda durante decenios, hasta ahora infructuosa, de una vacuna contra el virus de la inmunodeficiencia humana. Aunque la secretaria de Salud de Estados Unidos, Margaret Heckler, había profetizado que esta se conseguiría en unos dos años, lo cierto es que, a pesar de que se han invertido más de 300 millones de dólares para obtenerla, transcurridos 37 años, aún se espera por ella [13].
Asombra que la aplicación de las primeras vacunas específicas contra la COVID-19 se haya podido desarrollar en lapsos marcadamente menores [14]. El 8 de diciembre de 2020, a solo un año de la aparición del SARS-CoV-2, ya Pfizer había conseguido la vacuna, había fabricado millones de dosis, había completado los ensayos clínicos iniciales y había obtenido la autorización de los organismos regulatorios para emplearla. La duración media del primer ensayo que propició la licencia de Pfizer fue de 46 días y el seguimiento medio subsiguiente duró tres meses [15].
Cuando comenzó la epidemia, el Dr. Anthony Fauci, máxima autoridad para enfrentarla en Estados Unidos, expuso que ese proceso duraría entre 12 y 18 meses [16]. Tal optimismo causó sorpresa entre los especialistas [17], pues se pensaba que podría insumir varios años, en particular para vacunas tipo ARNm. Luego se supo lo que realmente pensaba Fauci al respecto: varios meses antes de surgir la epidemia de COVID-19, había comunicado a un grupo de expertos que sería difícil conseguir una vacuna con esta tecnología en menos de 10 años [18]. Aunque el video de esta reunión se hizo público en octubre de 2021, esta notable revelación, que adiciona dudas sobre las interioridades de todo el proceso aprobatorio, fue invisibilizada por los grandes medios de comunicación.
Limitaciones de las vacunas para evitar los contagios
No procede en este punto enjuiciar las posibles virtudes de las vacunas aprobadas. Lo que está fuera de duda es que no tuvieron el impacto que durante meses se les estuvo atribuyendo. Con el paso del tiempo, se fue poniendo de manifiesto que no consiguieron evitar las infecciones, ni cercanamente al grado en que se esperaba. Los datos que se exponen a continuación son harto elocuentes.
Puesto que, mucho antes de concluir el proceso de aprobación de emergencia de las vacunas, ya las empresas tenían millones de dosis en producción, la administración de Comirnaty, la primera de ellas, pudo comenzar a principios de diciembre de 2020. Aparentemente, durante los primeros meses del año 2021, ni las empresas ni las autoridades nacionales o internacionales sospecharon que se podría llegar a un punto en que la inmensa mayoría de los nuevos contagiados por el SARS-CoV-2 estarían previamente vacunados. Ante los primeros indicios, surgidos en Israel, de que esto podría estar ocurriendo, se explicó el fenómeno apelando a la llamada “paradoja de Simpson” [19]. Pero ya a finales del año y en los primeros meses de 2022, esta realidad se expresó mediante cifras de nuevos casos que establecieron récords para toda la pandemia en países de todos los continentes.
Por ejemplo, en la primera semana de 2022, en Estados Unidos se produjo un promedio diario de 486 mil ingresos por COVID-19 (3,4 millones de casos en 7 días), frente a una media de 258 mil por día en la misma semana, pero de 2021, cuando aún había muy pocas personas vacunadas. El aumento fue dramático y llevó a Anthony Fauci, consejero médico de la Casa Blanca, a alertar que el aumento de casos de coronavirus en Estados Unidos estaba siendo “casi vertical” [20].
A nivel mundial, pese a que el número de vacunados entre el 1.º de julio de 2021 y el 25 de enero de 2022 se triplicó (39 y 127 dosis por cada 100 personas respectivamente), la tasa de casos por millón de habitantes no disminuyó, sino que se multiplicó por 10 (pasó de 48 a 476 casos), según el centro de la Universidad John Hopkins que monitoriza la pandemia [21].
En un sitio destinado a hacer un seguimiento de las vacunaciones [22], se afirma que es “extremadamente improbable” que alguien vacunado adquiera el COVID-19. Sin embargo, por ejemplo, el Departamento de Salud del Estado de Nueva York informaba, el 20 de marzo de 2022 [23], que se contabilizaban 1 205 208 casos de vaccine breakthrough infection (es decir, casos con presencia de ARN o antígeno en una muestra respiratoria recolectada al menos 14 días después de haber completado todas las dosis de Pfizer o Moderna) [24]. Se trata nada menos que del 9,2 % de las personas mayores de 12 años con pauta completa de vacunación (fully vaccinated).
Para ofrecer un panorama global, consideremos los 15 países que el día 1.º de enero de 2022 exhibían los más altos porcentajes de población con pauta completa de vacunación en el mundo y, para cada uno de ellos, computemos la razón Φ= C22/C21, donde: C22 es el número de casos producidos entre el 1.º de enero y el 15 de marzo de 2022, y C21 es este mismo indicador, pero para el lapso que va del 1.º de enero y el 15 de marzo de 2021, así como la razón λ= P22/P21, donde: P22 es el número de pruebas aplicadas entre el 1.º de enero y el 15 de marzo de 2022, y P21 es este mismo indicador, pero para el lapso que va del 1.º de enero y el 15 de marzo de 2021.
La Tabla 1 muestra que el valor de Φ es ampliamente mayor que 1 para todos ellos, mientras que λ refleja que el número de pruebas realizadas fue similar en ambos lapsos. La razón Φ/λ sintetiza la situación: cuantifica el grado en que el índice de positividad para el segundo período supera al registrado un año antes. Puesto que dicho indicador excede muy claramente la unidad para todos los países para los que se cuenta con datos, puede afirmarse que el notable aumento de casos en las primeras 10 semanas de 2022 respecto de 2021 no puede explicarse porque se hubiesen realizado más pruebas.
Lugar | País | % totalmente vacunados 1º enero 2022 | Φ | λ | Φ/λ |
---|---|---|---|---|---|
1 | Brunéi | 90,75 | 2415,57 | sin datos | sin datos |
2 | Camboya | 80,61 | 14,64 | sin datos | sin datos |
3 | Canadá | 77,28 | 3,52 | 0,77 | 4,57 |
4 | Chile | 86,1 | 5,34 | 1,84 | 2,90 |
5 | Cuba | 85,47 | 2,22 | 0,47 | 4,73 |
6 | Dinamarca | 78,24 | 38,90 | 1,14 | 34,22 |
7 | Irlanda | 77,56 | 4,10 | 1,11 | 3,68 |
8 | Malasia | 78,22 | 5,29 | 2,45 | 2,16 |
9 | Malta | 84,46 | 1,42 | 0,87 | 1,64 |
10 | Portugal | 89,53 | 5,08 | 4,27 | 1,19 |
11 | Singapur | 85,12 | 459,99 | sin datos | sin datos |
12 | Corea del Sur | 83,09 | 206,89 | 5,17 | 40,00 |
13 | España | 81,33 | 3,92 | 1,08 | 3,63 |
14 | Uruguay | 76,84 | 8,53 | 2,80 | 3,04 |
15 | Australia | 76,61 | 4790,34 | 2,64 | 1814,42 |
Fuente: Elaboración propia a partir de datos que figuran en [25].
Si bien es cierto que en el segundo período se habían reducido las medidas de confinamiento respecto de las vigentes en el primero, también lo es que tal flexibilización se implantó, precisamente, porque se confiaba en el efecto protector de las vacunas.
En cualquier caso, afirmaciones presentes en documentos de la OMS, tales como que las vacunas contra la COVID-19 autorizadas, aunque “ofrecen una gran protección […] es preciso recibir todas las dosis vacunales necesarias para obtener una inmunidad total” (énfasis de los autores) [26], son claramente inconsistentes con los resultados expuestos. La realidad es que, en las primeras semanas de 2022, en países de todos los continentes, donde la abrumadora mayoría de las personas habían sido enteramente vacunadas, se han roto una y otra vez récords históricos de contagios, de modo que no gozaban de tal protección contra la infección, mucho menos de la “inmunidad total” que se conseguiría con “todas las dosis necesarias”.
Una ola de silencios
A comienzos del mes de julio del 2022, la situación general pareciera no ser muy distinta. Pese a la aplicación masiva de dosis de refuerzo en los países desarrollados y a los muy altos niveles de población completamente vacunada, los contagios no cesan y se producen, y con inquietante facilidad.
Expertos de toda Europa -como Samuel Alizon, director de investigación en el Centro Nacional de Investigación Científica, de Francia [27]- advierten sobre la eclosión en curso de una séptima ola y sobre la necesidad de maximizar las medidas de prevención y cuidado. En el mismo sentido, se pronunció recientemente Hans Kluge, director regional para Europa de la OMS, quien advirtió que la incidencia en los 53 países de la región europea se duplicó en un mes y que las tasas de contagio serán muy altas en esa región durante todo el verano [28].
La novedad parece ser la instalación de una tendencia, por parte de las autoridades sanitarias de muchos países, a desdeñar estos peligros y a “silenciar” sus manifestaciones. Aunque es algo coherente con la disminución sustancial y sostenida de las medidas de vigilancia epidemiológica, control y prevención, se trata de un fenómeno bautizado por numerosos expertos y periodistas especializados como “ola silenciosa” [29-31].
Cambios retrospectivos que maquillan la narrativa: la falacia del tirador de Texas
Constatado el hecho de que las vacunas no evitaban las infecciones, el discurso predominante cambió, como si nunca se hubiera dado por sentado lo contrario. Florecieron afirmaciones que establecían que las vacunas funcionaban de manera abrumadora “para conseguir exactamente el objetivo con el que se diseñaron: evitar la COVID grave y la muerte” [22,33,34].
Esta falsedad ha sido repetida como un mantra, incluso en espacios que se han autodesignado “árbitros” para establecer qué es cierto y qué no (los llamados factcheckers). Por ejemplo, un profesor de Salud Pública de la Universidad Johns Hopkins, quien “aclaraba” que tanto las dos vacunas basadas en ARNm como la de J&J “jamás fueron diseñadas para prevenir enteramente la infección sino para conseguir la reducción de enfermedad seria, hospitalización y muerte” [35]. Declaraciones prácticamente idénticas figuran en el periódico USA Today[36] o en la cadena NBC [37].
La situación creada recuerda la falacia de que se valía un sujeto de Texas para jactarse de su puntería, mediante el truco de disparar su revólver sobre un murallón y más tarde pintar círculos concéntricos alrededor de los orificios que habían dejado sus disparos [38].
Marco teórico sobre las definiciones y su elaboración
La elaboración de una narrativa sucedánea no siempre se puede conseguir con denominaciones y definiciones procedentes del discurso que se quiere modificar. Esfuerzos aislados de esta índole tienen pocas posibilidades de éxito si no cuentan con el aporte conjugado de medios de prensa, influencers y órganos reguladores. Para examinar cómo estos últimos se suman a la fabricación de la nueva narrativa, resulta necesario profundizar en los aspectos teórico-prácticos que rodean a las nuevas herramientas de que se valen quienes apuntalan un discurso sustituto.
Una definición es una expresión lingüística cuya estructura consta de dos partes: un definiendum (del latín, aquello que hay que definir) y un definiens (del latín, lo que define). El definiendum es la expresión que se halla a la izquierda de la palabra “significa”, mientras que el definiens es la “formula definitoria”, que se ubica a la derecha.
Resulta esclarecedora la manera en que Karl Popper sintetizaba esta idea: “las definiciones, tal como las usa la ciencia moderna, han de leerse de derecha a izquierda, a diferencia de cualquier otro texto, pues comienzan con la fórmula definitoria que se condensa luego a través de un breve rótulo” [39]. Popper quería subrayar así que el concepto siempre es anterior al modo en que, en bien de la brevedad, lo bautizamos. Tras una praxis sostenida o una convención explícita, a partir de cierto momento, se decide usar el rótulo para ahorrarnos todas las palabras que estarían a la derecha. En este texto se agrega: “Frases como ‘un potro es un caballo joven’ se debe leer de derecha a izquierda, como una respuesta a ‘¿Cómo llamaremos a un caballo joven’, nunca de izquierda a derecha, como una respuesta a ‘¿Qué es un potro?’” [39].
Si se considera que hace falta introducir un nuevo concepto para poder desarrollar determinadas ideas, lo que procede es enunciarlo (comunicar el definiens) y luego asignarle una etiqueta (el definiendum) que, obviamente, no debe coincidir con una previamente seleccionada para aludir a otro definiens. Cuando esa regla se subvierte, se introduce una disonancia que puede favorecer a quienes lo hacen, pero que dificulta o impide que los debates sigan un curso ordenado y fructífero.
Los cambios realizados
Una vez constatado el incumplimiento de las expectativas y los vaticinios iniciales sobre el desempeño real de las vacunas, más que exponerlo claramente, rectificar afirmaciones previas y colaborar en el análisis de las causas, se ha procedido a realizar cambios, en ocasiones furtivos, de las definiciones de algunos términos relacionados con ellas. Tal ha sido el procedimiento seguido por los CDC y la OMS.
Para defender las modificaciones, puede argüirse que tales opiniones podrían responder a la necesidad de una actualización razonada y lógica, a cargo de organizaciones o agencias a las que se les atribuye un desempeño riguroso y serio. Pero algunas voces han considerado dichas alteraciones como el resultado de una estratagema concebida para manipular nuestra percepción de la realidad y favorecer intereses corporativos [40].
Consideremos las modificaciones más notables que se fueron incorporando en los últimos meses de 2021, así como los respectivos motivos para el recelo que despiertan.
Concepto de “vacuna”
Tanto en la definición de “vacuna” que figura en el diccionario especializado de la International Epidemiological Association [41], como en los documentos oficiales de los CDC [42], queda explícitamente claro que la vacunación de un sujeto entraña la introducción, en su cuerpo, de un organismo infeccioso (atenuado o inerte), con el fin de producir inmunidad. Atenidos estrictamente a estos textos, los preparados de Pfizer y de Moderna no clasificarían como “vacunas”, ya que lo que se introduce por su conducto no es organismo infeccioso alguno, sino una molécula de ácido ribonucleico.
Desde el mes de septiembre de 2021, los CDC comunican que por “vacuna” debemos entender algo diferente: “un preparado usado para estimular la respuesta inmunitaria del cuerpo contra las enfermedades” [43]. Como ocurre con cualquier definición de cuyo definiens se extirpe un elemento esencial, el concepto definido se torna más abarcador. En este caso, otros productos que estimulen la respuesta inmunitaria, como, por ejemplo, una píldora de vitamina D o los productos vacunales basados en ARNm, se convierten en “vacunas”.
Sin embargo, más allá de lo que pudiera considerarse una mera maniobra semántica, el cambio contiene una adulteración más trascendente: cuando se tornó evidente que los productos aprobados por la FDA no producen inmunidad contra el SARS-CoV-2, al eliminar la condición de que lo que se procura con una vacuna es “producir inmunidad”, esta redefinición viene a sacarlos del laberinto lógico en que estaban sumergidos. La diferencia con lo que ahora se dice (“estimular la respuesta inmunitaria”, en lugar de “producir inmunidad”) puede parecer sutil, pero es evidente que si dicha diferencia fuera irrelevante, no se hubiera producido. Fue un cambio subrepticio: la modificación ni fue anunciada ni ha sido explicada oficialmente, lo cual despierta un recelo natural, máxime cuando no se trata de un vocablo marginal, sino de la palabra más empleada en el mundo a lo largo del 2021, tanto en castellano [44]como en inglés [45].
A raíz de las suspicacias que despertaron estas alteraciones, un portavoz de los CDC ofreció una explicación extraoficial que sugiere que se trata de cambios intrascendentes o inocentes. Según esta fuente: “Los cambios se deben a que las definiciones anteriores podían interpretarse como que las vacunas son 100 % efectivas, rasgo que no ha ostentado vacuna alguna, de modo que la definición actual es más transparente”; además, el vocero aclara que “los ligeros cambios en el texto de la definición no han impactado en la definición general” [46]. Una simple deconstrucción desnuda la naturaleza críptica e incoherente de este enmarañado argumentario.
Cuesta trabajo digerir que el hecho de que ninguna vacuna sea 100 % efectiva, algo que se ha sabido siempre, constituya un argumento para el cambio. No consideramos casual que sea justamente en el momento en que resulta útil realizar el cambio que estamos analizando, cuando se haya reparado en ello.
Se informa que la definición actual es “más transparente”. ¿Qué puede querer decir esto? Parece un subterfugio, ya que no se aprecia incremento alguno de transparencia. La definición anterior era clara; se ha cambiado por otra que tampoco padece de opacidad. Simplemente, la “actual” es diferente.
Según este texto, existe una “definición general” que se mantiene tal cual era (“no ha recibido impacto”). Pero no han explicado a qué le llaman “la definición general”. Ni pueden explicarlo, porque lo que se ha cambiado no es ninguna definición particular, sino, precisamente, la definición más general posible. Tampoco se aclara en qué sentido los cambios son “ligeros”, adjetivo que parece delatar un sentimiento vergonzante por parte del portavoz.
En síntesis, asistimos a un recurso verbal consistente en el siguiente silogismo: si aquello a lo que le llamábamos “vacuna” no se comporta de la manera deseada, modificando el significado del término relevaremos a las empresas de tener que reconocer la invalidez de los méritos que se le habían atribuido.
Concepto de “estar al día con la vacunación”
La condición establecida por los CDC para asumir que alguien está “completamente vacunado” exige que el individuo haya recibido las dos dosis de la vacuna de Pfizer o de Moderna, o bien la única dosis de la vacuna de J&J [47]. Esta excluyente condición general no fue modificada, pero sí se redefinió la regla que establece si un sujeto está o no “al día con las vacunaciones”.
Desde el 5 de enero de 2022, para ostentar tal condición, es menester haber recibido, además, una “dosis de refuerzo”. Pero no cualquiera, sino que -hasta marzo de 2022- privilegiaba a un único booster: el de Pfizer [48].
Concepto de inmunidad de rebaño
Durante años, la OMS caracterizaba el concepto del modo siguiente: “El término ‘inmunidad colectiva’ (también llamada ‘inmunidad de grupo’) se refiere a la protección indirecta contra una enfermedad infecciosa que se consigue cuando una población se vuelve inmune, ya sea como resultado de la vacunación o de haber presentado la infección con anterioridad” (énfasis de los autores) [49].
A comienzos de 2021, 10 meses después de haber declarado que estábamos ante una pandemia [50], la definición de “inmunidad de rebaño” experimentó un cambio notable: “La ‘inmunidad colectiva’ se consigue cuando un alto porcentaje de la población está vacunada, lo que dificulta la propagación de enfermedades infecciosas, dado que no hay muchas personas que se puedan contagiar” (énfasis de los autores) [51].
Puesto que el ideal mercantil de las empresas incluye que se minimice el valor de la inmunidad adquirida, la arbitraria decisión de extirpar del concepto aquello que no sea coherente con ese deseo es sumamente inquietante. Que se enfatice que la protección derivada de infecciones previas podría no ser suficiente, puede entenderse. Pero que se cercene la afirmación de que puede contribuir a la prevención, roza lo insólito.
Los artificios semánticos que nos ocupan, lejos de facilitar la comprensión de la realidad, la obstaculizan. Pero, afortunadamente, este ardid no ha conseguido que se desestime el papel de la inmunidad adquirida.
La llamada “inmunidad híbrida” (la sinergia de la inmunidad adquirida con la que pudieran proveer las vacunas) es sumamente potente, según registra la revista Science[52]. En un espacio oficial de la Universidad Johns Hopkins, un año después del cambiazo perpetrado por la OMS, dos reputados expertos esclarecen este punto a través de un mensaje claro, comedido y objetivo, que se desentiende por entero de la nueva formulación cuando comunica que “la inmunidad natural puede incrementar la protección generada por las vacunas” [53].
Más elocuente aún es un artículo a cargo del equipo del afamado profesor John Ioannidis, donde se da cuenta de un examen profundo sobre el papel de la inmunidad (adquirida e híbrida) frente a la que confieren las vacunas de Pfizer y Moderna. Este análisis, que abarcó 21 estudios, reveló que una infección previa por SARS-CoV-2 provee una protección igual o mayor que la que se consigue con dos dosis de una vacuna de ARNm [54].
¿Por qué se produjeron estas modificaciones?
Resulta natural preguntarse: ¿por qué, a pesar de todos estos reparos y las zonas grises que envuelven a estos inesperados cambios, se ha tomado la decisión de establecerlos? La explicación más sensata es que se trata de blindar una práctica vacunal que genera réditos descomunales, como nunca se habían visto en la historia de la salud pública. Cualquier reflexión teórica o constatación empírica que ponga en duda alguno de los méritos que se atribuyen a las vacunas, mengua -en una u otra medida- el crecimiento de los réditos de los mercaderes. Se trata de algo congruente con el hecho de que el capital se horroriza ante la ausencia de ganancia o ante la ganancia demasiado pequeña, como la naturaleza tiene horror al vacío [55].
Nuestra opinión es que no resulta verosímil que la tupida y bien conocida red de grupos de presión y estructuras de presión y manipulación, animada por los intereses de las empresas, no alcancen a los organismos como los CDC, la FDA, la EMA o la OMS. Se trata de organizaciones imprescindibles. Pero sería ingenuo aspirar a que todos sus funcionarios puedan permanecer a salvo de sesgos inducidos por vértices de poder asociadas al mercado.
Realidades invisibilizadas
Una vez que resultó insostenible la afirmación de que las vacunas inicialmente aprobadas protegen contra la infección por SARS-CoV-2, se insiste en que precaven contra las consecuencias más agresivas. La propia directora de los CDC, Rochelle Walensky, admitía en enero de 2022 la incapacidad de las vacunas para bloquear los contagios; pero se apresuró a atribuirles otras propiedades: “Nuestras vacunas están trabajando excepcionalmente bien”, afirma, y agrega que “continúan siendo exitosas para la variante delta en relación con la enfermedad grave y la muerte” [35].
Sin duda, existen numerosos indicios en esa dirección, pero hay elementos insuficientemente considerados. Además del papel de la inmunidad adquirida y de la menor letalidad asociada a nuevas variantes virales, no se ha dado la importancia que merece un fenómeno conocido por los epidemiólogos como “efecto cosecha”: cuando se produce una ola epidémica, fallecen con más probabilidad los más vulnerables (ancianos, quienes padecen comorbilidades serias o inmunodepresión). Como mejora la “salud promedio” de la población superviviente tras esa ola, parte de la reducción de la gravedad y de la letalidad en la subsiguiente se debe a dicho efecto.
Parece demostrado que la variante ómicron es intrínsecamente menos virulenta que las precedentes [56,57], pero aparentemente más contagiosa. Sin embargo, las cosas no son tan simples. Por ejemplo, al comenzar 2022, a pesar de que se ingresaban solo los casos más graves debido al colapso que asechaba a los sistemas de salud, en Estados Unidos se rompió el récord de hospitalizaciones por COVID-19: concretamente, se pasó de 142 mil ingresos el 14 de enero 2021, cuando casi nadie estaba vacunado, a 146 mil el 11 de enero de 2022, cuando ya se contaba con un altísimo porcentaje de vacunados [58].
Este es un incremento sumamente inquietante, máxime si se tiene en cuenta que todo indica que el subregistro de fallecidos es notable. Artículos aparecidos el 31 de enero de 2022 en la revista Nature[59] y el 10 de marzo de 2022 en Lancet[60], basados en el cómputo del exceso de mortalidad, avalan contundentemente esa convicción. De hecho, se concluye que los países han reportado casi 6 millones de muertes en dos años debido al SARS-CoV-2, pero que el exceso global de fallecimientos con ese origen ascendería al doble e incluso al cuádruple de esa cifra.
Un análisis más abarcador permite constatar fácilmente que el porcentaje de población con pauta de vacunación completa el 15 de agosto de 2021 no guarda una relación negativa con las tasas de incidencia en los siguientes 6 meses (número de casos por millón entre ese día y el 15 de marzo de 2022) para los 94 países que tienen datos actualizados en el sitio “Our world in data”. De hecho, el coeficiente de correlación lineal tiene signo positivo y es enorme (r= 0,64). Este mismo análisis, pero trabajando con fallecidos por millón de habitantes, arroja una tendencia también positiva, aunque en una medida sustancialmente menor (r= 0,12). Las Figuras 1 y 2 muestran estos resultados.
Esta aproximación ecológica, desde luego, no demuestra que las vacunas favorezcan la enfermedad o que no sirvan para disminuir la aparición de contagios o muertes, pero señala que el tema es, como mínimo, controversial y, desde luego, que reclama atención rigurosa, la cual ya se ha venido produciendo y ha arrojado inquietantes resultados [61,62].
Conflictos de interés: organismos influyentes y compañías farmacéuticas
Los designios de las empresas no serían viables si no se articularan con el desempeño de órganos de referencia como los CDC, la EMA, la FDA y la OMS. Las infracciones legales de las compañías biofarmacéuticas están sobradamente documentadas; la connivencia funcional de organismos regulatorios, siendo crucial, ha recibido menos atención.
La simbiosis entre los CDC y las entidades mercantiles
La dependencia de los CDC con las empresas interesadas en contar con su apoyo es estructural. Basta reparar en sus fuentes de financiación. Por más señas, las tres cuartas partes de su presupuesto tiene ese origen [63,64]. Esta institución ha recibido y recibe dinero de una larga serie de empresas con las cuales ningún donatario querría enemistarse. A la vez, resulta poco verosímil que la entrega de dinero por parte de las transnacionales a un órgano de cuyas decisiones dependen parcialmente sus ganancias se realice sin esperar utilidades.
Los vínculos financieros con empresas de ese tipo no son nuevos. Por ejemplo, Roche entregó cientos de miles de dólares a los CDC para conseguir su apoyo a la amañada operación que promovía el uso del oseltamivir (Tamiflu®) en ocasión de la aparición de la gripe H1N1 en 2009 [65]. La campaña, plagada de ocultamientos, falsedades y bloqueos informativos sobre las pruebas de sus presuntos méritos, a la postre inexistentes, propició la espectacular estafa perpetrada por la empresa [66]. Los Gobiernos gastaron al menos 10 000 millones de dólares en un fármaco sin otra utilidad que la de reducir la duración de los síntomas en menos de un día.
Aunque la participación de los CDC (también de la OMS [67]) en este entramado viene de antaño, aún en febrero de 2022 se mantiene viva una querella de la Fundación Cochrane contra Roche por fraude y divulgación de falsos beneficios de la droga [68], luego de que un juez desestimara las alegaciones de la empresa para neutralizar el proceso [69].
Las empresas productoras de azúcar, sindicadas como responsables parciales de la epidemia de enfermedad renal crónica en Centroamérica, por su inobservancia de acciones preventivas y el empleo de pesticidas y herbicidas nefrotóxicos, han entregado a los CDC casi dos millones de dólares. Los gigantes de la producción de pesticidas (Bayer, FMC y BASF), parcialmente responsables de la mencionada epidemia [70], también son donantes [71] de los CDC. Análogamente, se han denunciado los vínculos directos que durante años sostuvieron expertos de los CDC con Coca Cola [72], también donante de millones de dólares [73].
Los conflictos de intereses dentro de los CDC, que involucran a promotores de la muy controvertida vacuna para el virus del papiloma (hay cientos de opiniones a favor y en contra de su empleo) [74], despertaron no pocas inquietudes [75]. La recomendación de suministrar Gardasil® a todas las mujeres entre 9 y 26 años -y, más recientemente, también a varones- explica parcialmente las ganancias de mil millones de dólares anuales de Merck [76], una de las empresas farmacéuticas más cuestionadas éticamente (y más sancionadas) del ramo [77].
Los CDC han recibido recientemente más de 25 millones de dólares de parte de Abbott, Gilead, Janssen, Merck y Siemens (entre otras comercializadoras de productos para diagnosticar o tratar la hepatitis C), a la vez que ha recomendado que todos los adultos sean incluidos en un muy criticado cribado para detectar dicha dolencia [78]. Nueve de los miembros del grupo de trabajo que redactó la recomendación tenían lazos directos con las empresas beneficiadas por ella [79].
Más recientemente, los CDC aceptaron 3,4 millones de dólares de Pfizer para la prevención de la enfermedad criptocócica; un millón de Merck, para un programa de prevención de la mortalidad materna, y 750 000 dólares de Biogen, para un programa de tamizaje de atrofia muscular espinal en recién nacidos [80].
A la luz de estas realidades, en una demanda de transparencia establecida en noviembre de 2019 por varios grupos (entre ellos, Public Citizen, Project on Government Oversight y U.S. Right to Know) [80], se urge a los CDC para que dejen de mentir diciendo que no tienen relaciones con elaboradores de productos comerciales ni aceptan apoyos comerciales.
Vacunas y ganancias
Ya en materia de vacunas, los CDC poseen decenas de patentes y, para beneplácito de las empresas productoras, gasta 5 mil millones de dólares anuales de su presupuesto en la compra y distribución de estos productos [81]. Pfizer y Moderna se benefician de que hayan sido precisamente sus respectivas vacunas las que los CDC hayan recomendado muy tempranamente. Mientras todas las demás vacunas esperaban por una luz verde, estas fueron copando el mercado. Las ganancias directas por concepto de ventas a los CDC son calderilla al lado de las que se derivan de contar con un aval de calibre planetario.
Se estima que los creadores de la vacuna de Pfizer, el producto farmacéutico más lucrativo de la historia, facturarán más de 80 mil euros por minuto en 2022 [82]. Las ganancias asociadas a las vacunas han sido colosales; en solo unos meses, las ventas han producido beneficios netos de 20 mil millones de dólares [83,84]. En 2021, varios accionistas han pasado a integrar la selecta lista de “milmillonarios” de la revista Forbes[85,86].
Cuando, el 9 de noviembre de 2020, Pfizer anunció que la eficacia de su vacuna superaba el 90 %, el valor en bolsa de la empresa se disparó. Según testimonia el propio director general de Pfizer, Albert Bourla, ese mismo día, él ganó 5,6 millones de dólares mediante la venta de parte de sus acciones [87].
Incumplimiento de compromisos
En todos los casos, incluso cuando la aprobación pasa a ser definitiva, las empresas contraen la obligación de realizar a posteriori estudios (fase 4), pactados con el órgano regulador, de cuyos resultados dependerá que la autorización se mantenga. Se trata de ensayos clínicos de medicamentos y vacunas diseñados, realizados e interpretados por la propia compañía promotora, la cual también controla la calidad de los datos recogidos. Sin embargo, la desidia y los incumplimientos de estos compromisos han sido recurrentes y sistemáticos [88]. Dos razones lo explican: la desmotivación y la impunidad. En efecto, cuando un medicamento ya está en el mercado, desaparece el incentivo económico que induciría al fabricante a valorar su impacto, máxime cuando una valoración negativa podría producir enormes pérdidas. Por otra parte, las empresas que no honran los compromisos, virtualmente nunca son sancionadas [86].
Al descrédito acopiado por las compañías biofarmacéuticas a lo largo de los últimos decenios ha contribuido una larga historia de incumplimiento de compromisos, imperativos éticos y obligaciones legales [89]. Ello explica que, según la empresa demoscópica Gallup, no solo es el complejo empresarial que más desconfianza despierta en la ciudadanía en Estados Unidos dentro de todo el espectro corporativo del país, sino que, además, el desprestigio exhibe un claro crecimiento a lo largo de los primeros 20 años del presente siglo [90]. Los recelos que provocan en el ámbito académico y mediático son tan notables que, en una insólita declaración conjunta [91], los máximos ejecutivos de Pfizer, Moderna, J&J, Merck y AstraZeneca, entre otras megaempresas, se comprometieron a que esta vez, en relación con las vacunas contra el COVID-19, habrían de conducirse con integridad.
Los “logros” de la United States Food and Drug Administration
A solo ocho meses de haber otorgado la aprobación condicional a la vacuna de Pfizer, la Dra. Janet Woodcock, entonces directora en funciones de esta agencia, anunció que la FDA había obtenido “un gran logro”, consistente en haberle concedido una aprobación definitiva. Agregó que esta notable conquista fue posible gracias “al cumplimiento de rigurosos estándares científicos de eficacia, seguridad y calidad de fabricación” [92].
Alabanzas a cargo de esta funcionaria distan de ser tranquilizadoras. Ella fue la responsable máxima de la aprobación de opioides causantes de la mayor tragedia sanitaria en Estados Unidos [93]. Woodcock antepuso sistemáticamente los intereses de Purdue Pharma, empresa con la cual sostenía reuniones secretas, hasta el insólito punto de dar respaldo a la criminal promoción del uso de OxyContin® en niños entre 11 y 16 años [94].
No tan trágica, pero análogamente escandalosa, fue la aprobación bajo su mandato del analgésico Zohydro®, a pesar de haber recibido una votación en contra de 11 de los 13 integrantes del Comité Asesor creado por la FDA. También sostuvo, en pleno proceso de valoración del anticoagulante Lovenox®, reuniones secretas con Momenta Pharmaceuticals, la empresa promotora, también condenada posteriormente, pero cuyas acciones se dispararon el 17 % en un día, una vez aprobado el fármaco por la FDA [95].
En 2016, los revisores internos y un comité asesor pidieron que se rechazara el eteplirsen (Exondys®) [96], un medicamento para tratar una rara enfermedad muscular (distrofia muscular de Duchenne), promovido por la empresa Sarepta Therapeutics. Los reparos se debían a que los datos que lo avalaban eran paupérrimos: se contaba con un solo ensayo clínico, que incluía apenas 12 pacientes. Si bien se observó un ligero incremento en la producción de una proteína de la que carecen quienes padecen esta distrofia, no se constató beneficio clínico alguno. Woodcock aprobó el medicamento, que salió al mercado con el exorbitante precio anual de 300 000 dólares. Más tarde, a través de documentos internos de la FDA, se conoció que Woodcock había apoyado la aprobación del fármaco aduciendo que, de lo contrario, Sarepta hubiera quebrado [97]. Finalmente, poco antes de su reciente destitución en enero de 2022, la Dra. Woodcock impulsó la aprobación acelerada del anticuerpo monoclonal Aducanumabe (Adulhem®), de Biogen, para el manejo del Alzheimer, pese a la carencia de respaldo científico real y a la oposición de varios miembros del comité asesor [98].
“Nuestros expertos científicos y médicos llevaron a cabo una evaluación increíblemente exhaustiva y reflexiva de la vacuna de Pfizer”, han expresado desde la FDA [92]. Los antecedentes consignados nos habilitan para poner en tela de juicio el presunto despliegue de “increíble” rigor que se atribuyó a sí mismo el equipo de la Dra. Woodcock.
Recelos adicionales con las narrativas predominantes
Lidiando con el secretismo
La integridad de las empresas a lo largo del proceso ha sido escasa. Acaso el más notable incumplimiento de sus compromisos es el afán de mantener ocultos los datos de los ensayos clínicos realizados para obtener la aprobación de las vacunas para la COVID-19. Por ejemplo, Pfizer pactó con la FDA la entrega de dicha información dentro de 75 años [99]. Desde el British Medical Journal se ha reclamado imperativamente que esta información debería ser hecha pública de inmediato [100-102]. Ante la insólita pretensión de retener la información hasta el año 2096, el 1.º de junio de 2021, la asociación denominada Profesionales de la Salud Pública y de la Medicina por la Transparencia impugnó a la FDA ante la justicia. Y en enero de 2022, un juez federal de Estados Unidos determinó que la FDA y Pfizer han de hacer públicos los datos en el curso de los próximos meses [103].
El prestigioso reportero Matt Apuzzo, ganador del Premio Pulitzer en dos ocasiones, denunciaba en The New York Times[104] la naturaleza inmoral del secretismo que anida en la médula de la política comercial de las empresas productoras de vacunas. Estas han invertido miles de millones de dólares para ayudar a las compañías farmacéuticas a desarrollar vacunas y están gastando miles de millones más para comprar las dosis. Pero la mayoría de los detalles de los acuerdos con esas empresas siguen ocultos. El precio por dosis acordado, por ejemplo, es considerado un secreto comercial, y las empresas se reservan el derecho de suspender las entregas si los países lo revelan.
La OMS propuso organizar un ensayo clínico para comparar las vacunas más adelantadas [105]. Pero a las empresas no les conviene comparar entre sí las vacunas; prefieren compararlas con un placebo por su propia cuenta, sin correr riesgos [106]. Consecuentemente, rechazaron la iniciativa.
Las puertas giratorias: una metamorfosis silenciada
El 5 de abril de 2019, el comisionado de la FDA desde 2017, Scott Gottlieb, dejó su cargo “para poder dedicar más tiempo a su familia”. Solo 88 días más tarde fue elegido para integrar la junta directiva de Pfizer [107,108]. La decisión de ocupar un alto puesto en la compañía fue considerada un acto de corrupción [109]. En una carta pública de una congresista, Gottlieb fue instado, sin éxito, a “rectificar su error y renunciar de inmediato a su cargo”, aunque le resultase sumamente lucrativo (300 mil euros) [110].
El siguiente comisionado nombrado para ocupar el cargo fue Stephen Hahn. Durante los 13 meses que duró su mandato, se aprobó de manera meteórica la vacuna de Moderna. En enero de 2021 abandona el cargo y pasa a ocupar un puesto en el directorio de dicha empresa [111]. No es fácil hallar estos datos en los despachos de prensa de entonces, a pesar de que no sería insólito pensar que detrás de esta sistemática metamorfosis a través de las llamadas “puertas giratorias” se oculte un pago por servicios prestados. ¿Cómo pensar que no van a manipular las narrativas unos individuos que pasan de la condición de garantes de la salud colectiva a ejecutivos de empresas reiteradamente imputadas por socavarla?
Insolidaridad y avaricia conjugadas
En enero de 2021, Tedros Ghebreyesus, director general de la OMS, advirtió que las disparidades en el acceso a las vacunas estaban poniendo al mundo al “borde de un fracaso moral catastrófico” [112]. Un solo dato basta para poner de manifiesto que la acción coordinada que se esperaba de los Estados ha sido decepcionante: en enero de 2022, el 83 % de la población africana todavía no había recibido una sola dosis [113].
Tirios y troyanos coinciden en que el mecanismo COVAX, impulsado por la Alianza Global para la Vacunación para facilitar la entrega equitativa de vacunas en el mundo, ha fracasado. Desde su concepción, el mecanismo se vertebró en torno a la dinámica del mercado. Teóricamente, se trataba de una iniciativa solidaria. Pero a la postre, el fiasco era inevitable, ya que la iniciativa partió ingenuamente de que los países más pudientes y las empresas no antepondrían sus intereses políticos y comerciales. Los actores del ámbito privado farmacéutico tomaron la sartén por el mango, y los del sector público no estaban en condiciones de desafiar su poder presionando para garantizar el éxito [112].
Paralelamente, la negativa de liberar, siquiera de manera temporal, los derechos de propiedad intelectual sobre las patentes de vacunas, pese a que la humanidad vivía una emergencia sanitaria de alcance mundial, desnuda la mezquindad de las principales empresas farmacéuticas que desarrollaron las vacunas contra la COVID-19. Tal bloqueo fue conceptuado por Amnistía Internacional como una contribución a “una crisis sin precedente en materia de derechos humanos” [114]. Según los expertos [115], es, además, un acto irresponsable, ya que, al relegar a los países pobres, se podría cobijar en ellos un reservorio del virus susceptible de mutar, con capacidad de reavivar la pandemia si regresa a los países “protegidos”.
Cuando a principios de mayo de 2021, Joe Biden, presidente de Estados Unidos, apoyó la propuesta de India y Sudáfrica de que se produjera dicha liberación, el rechazo de las empresas fue categórico. Adujeron que otros productores potenciales de las vacunas no tenían la capacidad técnica de explotar ese beneficio. Y apelaron a la socorrida excusa de que habían invertido mucho dinero en producirlas. Es un argumento que pudiera comprenderse si los Gobiernos no hubieran aportado una parte sustancial de la financiación de los estudios, a la vez que compraron anticipadamente enormes cantidades de vacunas. Todas las empresas lo recibieron, pero el caso de Moderna es escandaloso: no solo utilizó tecnología desarrollada por el Gobierno, sin la cual su vacuna no hubiera sido posible, sino que también recibió una multimillonaria financiación procedente del erario público para desarrollarla. La propia compañía ha aceptado que el proyecto fue íntegramente cubierto por estas subvenciones [116].
Consideraciones finales
Consideramos que las vacunas, todas, tienen bases racionales, y desempeñan un papel en el afrontamiento de la emergencia sanitaria que ha padecido la humanidad desde principios de 2020. Los datos expuestos sobre el comportamiento de la pandemia en los dos primeros años van a modificarse, con alta probabilidad, en una dirección favorable para la salud colectiva. Lo que no se puede modificar es el conjunto de maniobras desplegadas para reajustar y resignificar el relato con acuerdo a intereses que dificultan el abordaje crítico de lo acaecido.
Entre los temas que integran la larga lista de asuntos que merecen y seguirán exigiendo un análisis mucho más riguroso se hallan los siguientes: el grado en que las diversas vacunas pueden realmente obstaculizar los contagios, su capacidad para prevenir evoluciones graves o muertes, la duración de aquella inmunidad que pudieran conferir, la permanencia de su posible potencial protector ante nuevas cepas o variantes, sus posibles efectos adversos, su influencia sobre las posibles secuelas (el llamado long COVID), el efecto cosecha, la posible acción sinérgica con la inmunidad adquirida, y los recursos empleados por las empresas agraciadas con aprobaciones excluyentes de otras alternativas vacunales para conseguir un predominio virtualmente monopólico.
Resulta medular estar atentos a los riesgos que supone la asimilación acrítica de algunas de las narrativas que se intentan imponer al mundo en relación con el enfrentamiento al SARS-CoV-2. Si algo parece difícil de negar es lo señalado recientemente por tres prominentes especialistas en una de las revistas científicas más prestigiosas y honradas de la actualidad: “la finalidad de los reguladores no es bailar al son de las pudientes corporaciones globales y enriquecerlas cada vez más, sino proteger la salud de sus poblaciones” [99].
En este artículo se han fundamentado, de manera objetiva y documentada, una por una, diversas imputaciones. Las más importantes son que los empresarios han favorecido aquellas modificaciones de las definiciones y del discurso -en parte con el auxilio de los órganos reguladores- con acuerdo a sus intereses comerciales. Adicionalmente, han sublimado sus éxitos e invisibilizado sus insuficiencias, han incumplido compromisos, torpedeado el acceso a datos relevantes y apoyado iniciativas solidarias solo cuando generan ganancias.
El ejercicio crítico realizado profundiza en el examen de lo que objetivamente ha venido acaeciendo, pero también y sobre todo sugiere avenidas para la investigación en materia de salud pública. En particular, de aquella investigación que ayude a desvelar los efectos derivados de las numerosas anomalías asociadas a las narrativas con las que se ha venido dando cuenta de la pandemia de COVID-19. Tal ejercicio podrá ser, asimismo, útil para encarar emergencias sanitarias similares en el futuro.