Introducción
Parafraseando a Hoxsey (2011), los estudios disciplinares sobre ciudadanía se asemejan a una hidra de mil cabezas conceptuales debido a su carácter fragmentado, prolifero y por la aparente falta de un criterio homogeneizador que estructure su debate. A dicha conclusión se puede llegar si se echa un vistazo rápido a la adjetivación por medio de la cual se ha buscado denominar y conceptualizar al término: ciudadanía multicultural (Kymlicka, 1995); ciudadanía global (Isin & Turner, 2007); ciudadanía cosmopolita (Linklater, 1998); ciudadanía neoliberal (Hindess, 2002); ciudadanía híbrida (Stasiulis, 2004); o ciudadanía democrática (Bellamy, 2008). Todos y cada uno de estos conceptos remiten a elementos y características diferentes de la ciudadanía, para un momento y lugar dados.
El presente trabajo parte de la consideración de que existen dos debilidades en la literatura disciplinar sobre ciudadanía. En primer lugar, se ha enfocado únicamente y de forma segmentada en los aspectos sociales, morales o legales de la ciudadanía, a expensas de su dimensión política (Bellamy, 2008).
En segundo lugar, esta ofrece una visión lineal y universalista de la historia de la ciudadanía que la define como el resultado de un progreso constante desde la antigua Grecia hasta las nociones contemporáneas de ciudadanía cosmopolita; pasando por alto los diversos problemas derivados de la simple transferencia (con su correspondiente aplicación) de ideas y suposiciones formadas en el pasado distante a la actualidad (Aboy Carlés, 2001; Delich, 2017; Sandoval, 2017).
Este texto no es un trabajo empírico. El presente documento busca ofrecer una sistematización de la discusión disciplinar sobre el concepto de ciudadanía, con el objetivo de identificar breves notas que ordenen el abordaje teórico de la problemática.
En consecuencia, el trabajo se estructura en torno a dos ejes. El primero de ellos buscará identificar cuáles son las principales teorías que han servido como medio para el estudio de la ciudadanía, con especial hincapié en la discusión dada entre dos grandes conjuntos de perspectivas: las teorías normativas, por un lado, y las teorías empíricas de la ciudadanía, por el otro. En el segundo eje, se destacarán algunas de las definiciones de ciudadanía que fueron sugeridas y desarrolladas en la primera sección, para luego proceder a identificar notas centrales insinuadas por la discusión entre los dos principales debates. Por último, se proponen, a modo de cierre, unas breves consideraciones.
De esta manera, el análisis aquí propuesto posibilitará concluir que la ciudadanía ha demostrado ser un producto de la interacción no solo de los miembros pertenecientes a una comunidad política, sino también de cómo es que ha sido la interacción entre ciudadanos, cuasi-ciudadanos y no ciudadanos, lo que ha dado lugar a lógicas de conflicto y construcción de consensos entre las partes. En síntesis, la ciudadanía parece ser más un producto de lógicas de poder que de un plan normativo universal abstracto que se encuentra por fuera de la sociedad. Esto último no significa negar los aportes efectuados desde la teoría normativa, sino más bien, se trata de explicitar, que si bien existen un conjunto de ideas normativas que buscan legitimar los diversos intentos de construcción de ciudadanía, la misma se da en un contexto histórico-político en donde su puesta en práctica es un producto de las lógicas de conflicto y construcción de consensos que encabezan los diversos actores sociales en un momento y lugar dado de la historia.
Abordajes y concepciones de ciudadanía
¿Por qué hacer una distinción entre teorías normativas y teorías empíricas de la ciudadanía? Al construir una revisión de la literatura disciplinar que busca estudiar la ciudadanía como problemática social, se puede observar que, en muchos de sus pasajes, se encuentran expresiones tales como:
"La ciudadanía es aquel estatus que se les concede a los miembros de pleno derecho de una comunidad" (Marshall, 1998 [1949], p. 37);
"[los elementos de la ciudadanía] conforman una realidad interdependiente, complementaria y universal" (Ramírez Sáiz, 2012, p. 22);
"la ciudadanía es tanto un estatus legal que confiere una identidad a las personas y un estatus social que determina cómo el capital económico y cultural es redistribuido y reconocido dentro de una sociedad" (Isin & Turner, 2007, p. 14).
De la anterior enumeración, dos son las conclusiones: a) en primer lugar, cada definición de ciudadanía propuesta responde a una pregunta diferente sobre el fenómeno; b) en segundo lugar, cada una de las afirmaciones remite a una definición conceptual diferente del fenómeno en donde se destacan elementos diversos del mismo. De aquí que es en la combinación y variación de ambos elementos donde se explica la diversidad de perspectivas teóricas sobre la ciudadanía. En consecuencia, una revisión de la literatura muestra que observar que existen dos grandes conjuntos de teorías que estudian y analizan a la ciudadanía como fenómeno político-social: las teorías normativas de la ciudadanía; y las empíricas.
El primer conjunto se caracteriza por preguntarse respecto al deber ser de la ciudadanía, y, por ende, del buen ciudadano. Un ejemplo clásico de ello lo representan las reflexiones aristotélicas sobre qué es lo que implica ser un buen ciudadano (Aristóteles, Ética nicomáquea); mientras que un ejemplo más contemporáneo de estos estudios son los trabajos de John Rawls (1971) o Robert Nozick (1974), los cuales recuperan las discusiones contractualistas de antaño para ofrecer una nueva respuesta al dilema de conciliar, bajo una misma propuesta teórica, las ideas de libertad e igualdad.
En segundo lugar, se encuentran las perspectivas empíricas de la ciudadanía las cuales buscan describir y/o explicar cómo se dio el proceso de formación de la ciudadanía en un determinado momento y lugar. Estas perspectivas exploran los procesos económicos, políticos y sociales que intervinieron en la emergencia de la ciudadanía en diferentes contextos histórico-territoriales y que, a su vez, llevaron al surgimiento de una heterogénea variedad de configuraciones ciudadanas. En este punto, son ejemplos el modelo explicativo de T. H. Marshall (1998 [1949]), las revisiones a la teoría marshaleana efectuadas por Bryan Turner (1997), Christian Joppke (2007), Engin Isin (1997) y Carole Pateman (1988) o aquellas reflexiones originadas desde la ciencia política latinoamericana respecto a las condiciones particulares en que se dio el surgimiento de la ciudadanía en los casos de Argentina, Brasil, México, entre otros (Aboy Carlés, 2001; Delich, 2017; Sandoval, 2017).
La importancia de destacar estas diferencias radica en resaltar que ambas se piensan preguntas diferentes sobre la ciudadanía y que, en consecuencia, buscan objetivos analíticos diversos, como así también proveen respuestas alternativas. Saber identificar qué tipo de preguntas se efectúa cada perspectiva habilita a comprender con mayor precisión las conclusiones a las que estas buscan llegar. De esta manera, se evita sobrestimar o subestimar el potencial alcance descriptivo y/o explicativo que pueda llegar a tener una teoría respecto del fenómeno.
Teorías normativas
La particularidad que representa a este conjunto de teorías radica en el hecho de que su desarrollo se vio discontinuado hacia la década de 1950, para luego retornar a la ciencia política en la década de 1970 (Glaser, 1995; Harto de Vera, 2005; Maiz, 2009). Esto último se debió a que, con el surgimiento del conductismo y el establecimiento del positivismo lógico como criterio de cientificidad en el desarrollo disciplinar de la ciencia política en la década de 1950, se terminó por interrumpir el diálogo teórico existente hasta el momento entre la política y la moral que se había heredado de la filosofía política (Glaser, 1995, pp. 34-35).
Para la década de 1970, estos debates serán retomados por autores como John Rawls, Robert Nozick y Michael Sandel, en un intento por dar cuenta de procesos y conflictos políticos como los movimientos civilistas de la comunidad afrodescendiente en Estados Unidos, la Guerra de Vietnam y los movimientos universitarios franceses de 1968, los cuales no pudieron ser explicados por la teoría y la ciencia políticas de los años 50 y 60 (Maiz, 2009).
En lo que se refiere al desarrollo de la teoría política normativa que ha discutido el concepto de ciudadanía, tres han sido las perspectivas que se han destacado: el individualismo deontológico; y el comunitarismo.
a. Individualismo deontológico
Esta perspectiva surge como una respuesta a la ética teleológica pregonada por el utilitarismo. Se entiende por ética teleológica a toda moral que juzga el valor de la conducta humana según su capacidad de lograr los fines u objetivos que se propone; es decir, una ética centrada en los fines.
Según Glaser (1995, p. 37), resulta ineficiente utilizar el criterio teleológico a la vida política por dos razones. En primer lugar, este no tiene en cuenta la pluralidad de fines de los individuos que componen a una sociedad, ya sea porque al maximizar las utilidades de todos los individuos se supedita el interés individual a un supuesto interés colectivo, o porque se establece lo que es bueno para el ser humano desde la mirada del conjunto. En segundo lugar, dicha ética le concede mayor importancia a los fines respecto de los medios con que se logran los mismos. Concretamente, "se niega a admitir que la lucha por alcanzar objetivos sociales generales deba estar sometida a los derechos inalienables de que disfruta todo individuo" (Glaser, 1995, p. 37).
En contraposición, el individualismo deontológico propone una ética universal centrada en los derechos y obligaciones, la cual recupera la centralidad de los individuos sin tener que verlos subsumidos a intereses sociales o colectivos superiores a ellos que coarten las libertades y autonomía de los mismos. Por ende, la ética deontológica busca establecer un principio único que guíe el comportamiento humano y del cual se deriven todas las demás obligaciones, y, para ello, abreva en las fuentes de la filosofía kantiana. En este punto, se recupera la idea del imperativo categórico de Immanuel Kant como principio universal de conducta capaz de llevar a todos los individuos a actuar de la misma manera, dado que todos ellos se encuentren ante la misma situación. De aquí que el comportamiento de los individuos esté condicionado por derechos y obligaciones que no son capaces de socavar la autonomía individual, pero sí evitan que en el ejercicio de la libertad se sobrepasen las libertades de otros (Glaser, 1995; Harto de Vera, 2005).
Todo lo anterior lleva a afirmar que el ciudadano del idealismo deontológico es un ciudadano que se encuentra movilizado por ideas y principios abstractos como la justicia, el respeto a las leyes y normas y a la dignidad humana, que nada tienen que ver con motivaciones particulares que provengan tanto de una comunidad política o comunidad cultural histórico-territorial delimitada. En palabras de van Oenen (2002, pp. 111-113), esto implica que el ciudadano liberal puede diferenciar claramente las esferas de lo público y lo privado, al tiempo que puede cambiar (switch) de una esfera a otra sin dificultad ni confusión alguna. Esta será una característica fuertemente criticada por el comunitarismo, ya que entiende que el tipo de ciudadano al que se refiere el individualismo deontológico es un ciudadano que no se encuentra históricamente situado, y por ende, un atopic Everyman (van Oenen, 2002). b. Comunitarismo
El comunitarismo surge en oposición a los principios político-normativos propuestos por el individualismo deontológico. Busca rescatar el valor explicativo de la cultura y de la comunidad como unidades de referencia en el comportamiento de los individuos, como así también como fuente de origen de los derechos y obligaciones que tienen los individuos para con la comunidad.
El comunitarismo pregona la idea de un yo situado en contraposición a un yo individual del individualismo deontológico (Glaser, 1995, pp. 38-39). La idea de un yo individual da cuenta de un individuo que se posiciona por fuera de la comunidad y que actúa conforme a un conjunto de derechos y obligaciones definidos de forma abstracta y universal. En contraposición, la idea de un yo situado da cuenta de un individuo que se encuentra incorporado e inserto en las dinámicas socioculturales de una comunidad, implicando con ello no solo vínculos del individuo con la comunidad sino también la imagen colectiva que se tiene del individuo en la comunidad. En otras palabras, el deber ser del individuo es una subjetividad que es definida dentro de los límites histórico-territoriales de la comunidad.
En términos de ciudadanía, para esta perspectiva, el ciudadano no puede ser escindido del contexto socio-cultural, lo que implica que la esfera pública y privada no son fáciles de delimitar con independencia una de la otra. De esta manera, según Sandel (1998), los ciudadanos se ven expuestos al mismo tipo de información, evitando con ello todo tipo de problema comunicacional que se encuentre asociado al dilema del principal-agente. De esta manera, pueden interactuar teniendo por común un mismo patrón social de comportamiento.
Una de las principales críticas que ha recibido esta perspectiva remite al hecho de que, al pensar al individuo como un yo situado en la comunidad, y que al establecer que las posibilidades de realización del mismo solo se dan dentro de un contexto socio-cultural, toda especificidad que pueda llegar a tener el individuo, tanto en su pensamiento como en su comportamiento, se subordinan al conjunto del colectivo social. Otra crítica que se le efectúa al comunitarismo refiere al hecho de que comprende a las dinámicas de comportamientos como un asunto por preservar y como elementos poco flexibles al cambio. Esta es una observación que se encuentra muy relacionada con lo mencionado en la primera crítica. Al identificar los comportamientos individuales que se muestran divergentes en relación con lo establecido en términos generales por la comunidad social, estos son pensados como perniciosos y, por ende, son desalentados, llegando a fomentar (en su ejemplo más extremo) defensas totalitarias de lo social (Van Gunsteren, 1998).
Teorías empíricas
Si se recupera alguno de los dilemas normativos a los que usualmente se suele recurrir a los fines de ilustrar cuáles son y cómo es que operan los argumentos normativos, luego de la puesta en común siempre se llega a la conclusión de que, en este plano, no existen respuestas correctas o mejores que otras. El debate normativo nos posibilita lidiar con la idea de lo absurdo a los fines de testear los límites internos que presentan las diversas teorías normativas. La importancia del debate normativo radica en que obliga a tomar consciencia, y, por ende, a discutir la historicidad de los argumentos y conceptos considerados como universales.
En lo relativo al estudio de la ciudadanía, las dos teorías normativas anteriormente expuestas han facilitado lograr dicho objetivo. Ellas llevan a reflexionar respecto a cuál es el rol que debe tener el ciudadano dentro de la comunidad política; cuáles son los derechos y obligaciones con los que debe cumplir un buen ciudadano; definir en función de qué criterio se le son dadas; entre otras preguntas.
Es en el marco de estas ideas que las teorías empíricas han buscado contrastar cómo es que se dieron los diversos intentos de construcción de ciudadanía en momentos y territorios determinados. Para comenzar, la etimología de la palabra ciudadanía contiene en sí mismo una rica discusión. Es difícil establecer la fecha de nacimiento de este fenómeno político, pero sí se puede mencionar que remite, en primera instancia, a un espacio geográfico en particular: las ciudades. Ciudadanía proviene de la palabra latina civitas, la cual significa ciudad. Ciudadano era todo aquel que pertenecía a la ciudad, entendida esta no solo como un espacio territorial sino también como comunidad política. La dimensión territorial que encierra esta primera conceptualización del término responde a las características que presentaba la organización política adoptada por las polis griegas y, en un primer momento, por la república romana (Bellamy, 2008; Pocock, 2014).
Sin embargo, los términos en que fue pensada y creada la ciudadanía greco-romana dista en muchas de sus características respecto de las presentadas por la ciudadanía actual. El surgimiento del Estado nación, asociado a dos grandes movimientos modernos como el nacionalismo y el capitalismo, dio lugar a una redefinición del concepto de ciudadanía greco-romano. De a poco, la investigación disciplinar abandonó aquellas preguntas referidas a cuáles eran los elementos que hacían al buen ciudadano, para pasar a preguntarse por las experiencias de ciudadanía abordados en estos contextos de modernidad.
De esta manera, no solo se comenzaron a estudiar las tensiones y contradicciones entre sociedad-ciudadanía-Estado, sino también cómo es que la ciudadanía se veía asociada al nacionalismo y al capitalismo como proyectos político-económicos modernos. Al decir de Isin & Turner (2007), junto a la consecuente profesionalización y especificidad disciplinar que fueron consiguiendo disciplinas como la ciencia política, la sociología y la economía durante los siglos XIX - XX, los proyectos de investigación sobre ciudadanía comenzaron a ganar interés respecto de las condiciones modernas que se habían mostrado relacionadas al surgimiento de la ciudadanía como fenómeno político. Es por ello que muchos autores, a la hora de reflexionar sobre el concepto de ciudadanía, lo hicieron en su acepción moderna; es decir, como un fenómeno político surgido de forma relacionada a la figura del Estado nación (Bellamy, 2008; Crowley, 1998; Hoxsey, 2011; Isin & Turner, 2007; Joppke, 2007; Marshall, 1998 [1949]; Turner, 1997).
Por ende, una de las mayores estrategias metodológicas observadas en lo que refiere al estudio de la ciudadanía es la ejecución de estudios comparados que pudieran dar cuenta de cómo es que se habían dado los procesos de construcción de la ciudadanía en diversos casos (Isin & Turner, 2007). Otros autores optaron por una estrategia de descripción o explicación de casos considerados claves, ya que se creía que respondían a condiciones sociopolíticas y económicas únicas. Un claro ejemplo de esto último es el canónico trabajo de Thomas H. Marshall.
El objetivo de esta sección será discutir los dos principales ejes que han guiado el estudio de la ciudadanía desde el enfoque empírico. El primero de ellos buscó estudiar cuál era la relación de la ciudadanía con el Estado nación, particularmente con el Estado de Bienestar Social. En lo que respecta al segundo eje de discusión, refiere a aquellos trabajos que buscaron dar cuenta de los nuevos fenómenos políticos que vinieron aparejados con la crisis del Estado de Bienestar a comienzos de la década de 1970.
a. Ciudadanía y clase social: las bases de la discusión disciplinar sobre ciudadanía moderna
La conferencia pronunciada por Thomas H. Marshall, en 1949, es un trabajo que sigue influyendo en los estudios disciplinares sobre ciudadanía. Su trabajo es considerado canónico, debido a la originalidad con la que abordó la problemática de la ciudadanía, pero, particularmente, por la introducción del concepto de derechos sociales y la identificación de las tres etapas en el proceso de evolución histórica de la ciudadanía.
En consecuencia, Marshall introduce el concepto de derechos sociales, una idea que pretendía discutir la brecha existente entre la promesa teórica de los derechos civiles y políticos en las sociedades contemporáneas y cómo esos derechos fueron socavados en la práctica por las desigualdades producidas por la estructura económica nacional. De esta manera, el autor buscó estudiar la relación entre ciudadanía y clases sociales en las sociedades capitalistas modernas.
Thomas H. Marshall entendía por ciudadanía al "estatus que se concede a los miembros de pleno derecho de una comunidad" (1998 [1949], p. 27); mientras que, por clase social, definía al sistema de desigualdades que surge de la interacción de varios factores relacionados con las instituciones de propiedad, la educación y la estructura de la economía nacional (Marshall, 1998 [1949]). El punto de contacto entre ambos remite a la idea de que los dos son un sistema de (re)distribución de recursos en la sociedad; sin embargo, el punto de diferencia entre el sistema de distribución de recursos representado por la ciudadanía y el simbolizado por la clase social radicaba en que el primero partía de la idea de igualdad humana que se encuentra asociado a la pertenencia a la comunidad política, mientras que la idea de clase social da cuenta de cómo el individuo busca mejorarse y civilizarse en el marco de la estructura económica nacional.
De aquí que Marshall entienda que las diferencias que surgen producto de la posición que los individuos ocupan en la estructura económica no sean vistas como un problema, siempre y cuando, todos los ciudadanos se encuentren en una posición de igualdad en el marco de la comunidad política; es decir, en el disfrute y goce de un conjunto determinado de derechos y obligaciones que luego les permita realizarse tanto individual como colectivamente dentro de la estructura económica.
En referencia a este último punto, para Marshall la figura del Estado juega un rol de importancia, ya que es el encargado de garantizar "la conservación de un equilibrio apropiado entre esos elementos colectivos e individuales de los derechos sociales" (1998 [1949], p. 62). Con el propósito de explicar cómo evolucionaron los derechos y obligaciones en la comunidad política británica, y al mismo tiempo, describir cuál había sido el papel desempeñado por el Estado en dicho proceso, el autor propone lo que se conoce como las tres etapas de la evolución histórica de la ciudadanía: los derechos civiles, los derechos políticos y los derechos sociales. Para ello, su caso principal de análisis es Gran Bretaña, considerando para ello el intervalo de siglos que va desde el XVII al XX.
En la primera etapa, situada históricamente entre los siglos XVII - XVIII, el surgimiento de los derechos civiles se asocia al proceso de construcción del Estado nación británico. Este es un punto no menor, ya que Marshall verá, tanto en el proceso de constitución de una identidad nacional británica como así también en la consolidación de un mercado común británico, el momento exacto en el que se da origen en Gran Bretaña a la ciudadanía y a las clases sociales como dos sistemas (re)distributivos.
En lo que respecta a la ciudadanía, el proceso de creación de la nación británica derivó en el establecimiento de un sentimiento de identidad común que disolvía las anteriores diferencias político-sociales surgidas producto del sistema de distribución de recursos estamental de la edad feudal. De esta manera, Marshall llegó a afirmar que "la evolución de la ciudadanía implicó un doble proceso de fusión y separación. La fusión fue geográfica; la separación, funcional" (Marshall, 1998 [1949], p. 24). En primer lugar, este era un proceso de separación, ya que al reconocerse como derechos la libertad de propiedad y la libertad de contratar, se disolvían las relaciones de vasallaje que unían a campesinos con señores feudales. Esto último los ponía ante la posibilidad de participar en el mercado conforme las características particulares que cada uno tenía y así poder también especializarse en ello, quedando ya no atados a los preceptos dados por un estrato, sino simplemente a los deseos de realización personal y a cómo desplegaban su comportamiento en el mercado.
Pero además, y en segundo lugar, fue un proceso de fusión debido a que las unidades políticas en torno a las cuales se organizaba la sociedad británica dejaban de ser las ciudades-castillo dependientes de los señores feudales, para pasar a constituirse en una nueva comunidad política entendida esta en un sentido geográfico (un país) y político-cultural (un Estado nación) más amplio. En pocas palabras,
"la ciudadanía [requería] otro tipo de vínculo de unión distinto, un sentimiento directo de pertenencia a la comunidad basada en la lealtad a una civilización que se percibe como patrimonio común. Es una lealtad de hombres libres, dotados de derechos y protegidos por un derecho común." (Marshall, 1998[1949], p. 47).
En este contexto, el rol del Estado se encontraba circunscripto a las tareas desempeñadas por el sistema judicial, el cual era el encargado de garantizar el igual tratamiento de todos los individuos en la comunidad política y ante la ley.
Al decir de Marshall,
"la solidez de los fundamentos de la economía de mercado y el sistema contractual parecía capaz de resistir cualquier ataque. De hecho, según ciertos indicios se podía esperar que las clases trabajadoras, una vez educadas, aceptaran los principios básicos del sistema y estuvieran satisfechas al confiar su protección y su progreso a los derechos civiles de la ciudadanía, que no parecían peligrosos para el capitalismo." (1998 [1949], p. 48).
Sin embargo, los derechos civiles, en conjunto con la estructura económica, no tuvieron los efectos esperados sobre la desigualdad social. La sobreexplotación con que se habían dado las relaciones entre capital-trabajo, las malas condiciones materiales en que se encontraban las clases trabajadoras, el establecimiento de sistemas impositivos regresivos y la concentración de la renta dieron origen a enfrentamientos entre ambos factores de la economía.
En consecuencia, el Estado se vio en la situación de tener que (re) configurar nuevamente la maquinaria institucional sobre la que se montaba la ciudadanía hasta ese entonces (Marshall, 1998 [1949], p. 25). Esto fue lo que dio lugar al surgimiento de la segunda etapa de desarrollo de los derechos: el reconocimiento de los derechos políticos. Según Marshall, el diseño y establecimiento de las instituciones democráticas fue un proceso de apertura del juego político que buscó eliminar las condiciones de desigualdad social a las que se hizo mención, pero al mismo tiempo reducir los niveles de conflictividad social que se venían observando. De aquí, según el autor, que se diera origen a los derechos políticos durante los siglos XVIII - XIX. De igual manera que en la anterior etapa, el Estado tuvo un rol de importancia, siendo el Parlamento el órgano central de representación y de negociación de los intereses sociales.
Sin embargo, este período "se caracterizó, porque el crecimiento de la ciudadanía, aunque sustancial e impresionante, tuvo escasos efectos directos en la desigualdad social" (Marshall, 1998 [1949], p. 51). Por ende, para eliminar el antagonismo entre las clases sociales era necesario ampliar aún más la ciudadanía. Era imperativo establecer una ciudadanía que confiriera definitivamente el estatus universal entre los miembros de la comunidad política y que, al mismo tiempo, estuviera combinado con las dinámicas de estatus que se desprenden de los sistemas educativos y de ocupación. De aquí surgen los derechos sociales y la consolidación de la figura del Estado de Bienestar como el garante en el reconocimiento y ejercicio de tales derechos.
La etapa de adquisición de derechos sociales era la final para el autor (Marshall, 1998 [1949], p. 22). En favor de Marshall, vale mencionar que la principal fuente de conflicto social que se observaba para 1950 se encontraba relacionada con las luchas entre trabajo-capital. Por ende, para criterio del autor, si el Estado era lo suficientemente capaz de garantizar el estatus de igualdad que confería la ciudadanía (entendida esta última como completa si reconocían los tres tipos de derechos), las desigualdades que se desprendían de la estructura económica no serían intolerables, ya que se comprendía que los individuos compartían la necesidad y obligación de mejorarse y civilizarse, debido a que se sentían parte de una comunidad política común (o civilización, siguiendo los términos de Marshall) que los llevaría no solo a la realización personal, sino también a contribuir a la realización de la comunidad en su totalidad.
En síntesis, para el pensamiento marshaleano, la fortaleza de la ciudadanía radicaba en entenderla como un balance entre derechos y obligaciones: el Estado era el encargado de garantizarles a los ciudadanos un conjunto de derechos (salario mínimo, derecho al trabajo, etc.), mientras que, por el lado de los ciudadanos, estos se comprometían a pagar los impuestos, obedecer la ley, contribuir al desarrollo de la economía nacional. Al decir de Hoxsey,
"en la justificación de Marshall está implícita la noción de que todos los ciudadanos están igualmente motivados por la economía y el estatus. Según Marshall, esto es lo que mantiene al sistema igualitario y en movimiento, ya que el éxito individual se basa en la suposición de que un buen ciudadano -un ciudadano merecedor- trabaja duro y pone el corazón en el trabajo". (2011, pp. 918-919).
Las críticas respecto al trabajo desarrollado por Thomas H. Marshall son diversas. Una de ellas gira en torno al hecho de que, al partirse del caso británico para ilustrar las tres etapas, su explicación sufre todos los problemas teórico-metodológicos relacionados a generalizar conclusiones hacia una población mayor de casos teniendo en consideración solo las observaciones de un caso único (Goertz, 2006). Pero, particularmente, las críticas se ven referenciadas a tres puntos: a) el concepto de ciudadanía propuesto es incompleto; b) se considera a la base comunitaria de la ciudadanía como homogénea; c) el proceso de desarrollo de los derechos es evolutivo y acumulativo.
En primer lugar, la conceptualización de la ciudadanía propuesta en la teoría marshaleana es incompleta (Hoxsey, 2011; Joppke, 2007; Turner, 1997). Tal concepto es incompleto en el sentido de que aborda a la ciudadanía de forma unidimensional, y la considera únicamente desde la perspectiva de los derechos y obligaciones. Con el desarrollo disciplinar en el estudio de este fenómeno, en la literatura se han destacado otros elementos que, si bien se encuentran relacionados con los derechos y obligaciones que se desprenden del hecho de pertenecer a una comunidad política, estos se presentan de forma separada con características propias.
Para Christian Joppke (2007) el desarrollo de la ciudadanía no debe ser pensado como un proceso simplemente asociado a los conflictos que surgen de la relación entre ciudadanía y clase social. Pensarlo en dichos términos habilita entender el establecimiento de derechos sociales asociados a las desigualdades nacidas de la estructura económica, los cuales fueron pensados bajo una lógica redistributiva. Sin embargo, no posibilitan comprender cómo es que surgieron el conjunto de derechos establecidos a partir de la segunda mitad del siglo XX, los cuales estaban estructurados sobre una lógica de reconocimiento. Estos últimos, al decir del autor, fueron más bien un producto del juego asociativo entre tres componentes de la ciudadanía que fueron ampliando las bases y alcances de la misma. Estos fueron: a) estatus; b) derecho; y c) identidad. Para Joppke, el estatus "denota una membresía formal al Estado y las reglas de acceso a ella" (2007, p. 38); mientras que, por identidad, entiende "a los aspectos conductuales de los individuos a la hora de actuar y concebirse a sí mismos como miembros de la colectividad, clásicamente la nación u otra concepción normativa de tal comportamiento impuesta desde el Estado" (2007, p. 38); por derechos, de otro lado, entiende a las "capacidades formales e inmunidades conectadas con el estatus" (2007, p. 38).
En conjunto, los tres componentes explican el desarrollo de la ciudadanía como un proceso funcional que se dio de la siguiente manera: estatus - derechos - identidad. Para Joppke, en la segunda mitad del siglo XX acontece uno de los mayores procesos de liberalización en el acceso a la ciudadanía por medio de la eliminación de barreras sexuales y raciales, lo que facilitó una apertura social a muchos sectores que eran marginados hasta ese entonces. Esto último tuvo un efecto en el tipo de derechos que se buscaban legitimar y traer al primer plano social: al ampliar la base social por medio de la liberalización, comienzan a tener más relevancia los derechos antidiscriminatorios y multiculturales, sobre los derechos sociales marshaleanos. El reconocimiento de estos nuevos derechos tuvo un efecto sobre la dimensión de identidad de la ciudadanía. En la medida en que se iban reconociendo las diversas identidades étnicas, culturales y raciales, la identidad nacional como único criterio homogeneizador se fue poniendo en tela de juicio, lo que ha llevado al punto de discutir la unidad entre Estado y nación heredada de la modernidad. De esta manera, se pasa de pensar el debate social sobre derechos respecto a la noción de redistribución para pasar al eje del reconocimiento.
La anterior reflexión se encuentra relacionada con la segunda crítica. En la teoría marshaleana, la homogeneidad de las sociedades modernas es una característica dada por sentada (Turner, 1997). Como ya se mencionó, la única fuente de conflicto y diferenciación era aquella surgida de la lógica capital-trabajo. En este contexto de ideas, la nación es el gran imaginario identitario que mueve a todos los ciudadanos a superarse individualmente, ya que al hacerlo, contribuían a la realización de la sociedad nacional (o civilización, en términos de Marshall).
Ello tiene sentido en el cuerpo teórico de Marshall debido a que el Estado nación había sido la organización política que reemplazó a las ciudades-castillo medievales, reconfigurando con ello todo el esquema político-social y económico británico durante el primer estadio de los derechos. De esta manera, el desarrollo de la ciudadanía moderna va a ser un proceso que se encuentre embebido del proceso de construcción del Estado nación. Al decir de Crowley, en Marshall queda explicitado que "ciudadanía y conciencia nacional son dos caras de una misma moneda" (1998, p. 173). En otras palabras, la idea de lo nacional no era pensado en términos (y en contraposición) de lo extranjero, sino en relación (y diferenciado) con lo feudal. Sin embargo, la fuerte vinculación del concepto de ciudadanía con la idea de una nación que se deriva de la teoría marshaleana no impide comprender el surgimiento y el papel que ocupan las diversas identidades que existen hacia el interior de una misma comunidad política.
Por último, la tercera crítica refiere a cómo es pensado, desde el trabajo de Marshall, el proceso de configuración de la ciudadanía moderna. De la lectura de sus trabajos se puede concluir que el proceso de evolución de los derechos es uno que se muestra como evolutivo y acumulativo; es decir, una institución universal que evoluciona por medio de instancias superadoras unas de otras. Como anteriormente se mencionó, el autor entendía a los derechos sociales como la última etapa en el proceso de consolidación de la ciudadanía, siendo que estos habían sido logrados debido a que se habían sentado las bases de la igualdad política por medio de la anterior adquisición de los derechos civiles, en primera instancia, y luego, de los derechos políticos. Esta forma de entender el proceso de configuración de la ciudadanía moderna ha sido cuestionada por acontecimientos históricos como la globalización, los movimientos multiculturales y la crítica neoliberal al Estado de Bienestar, poniendo, de esta manera, en tela de juicio el alcance de dicha concepción de la ciudadanía. Un claro ejemplo en este punto lo representa el trabajo de Engin Isin (1997).
Dicho autor propone un acercamiento genealógico el cual discuta la idea de institución universal e identificar las principales fuerzas sociales que han dado forma al concepto. Allí, identifica que, a lo largo de la historia, las diversas configuraciones de ciudadanía que se han dado fueron producto del enfrentamiento entre una clase dominada y una clase dominante, enfrentamiento el cual termina redefiniendo el espacio político, legal, territorial y moral. De esta manera, Isin destaca que la ciudadanía es fruto de las relaciones cambiantes de poder y no del hecho de ser una institución universal y abstracta que se encuentra separada de las dinámicas históricas de una sociedad en particular.
En un mismo sentido apuntan Assies et. al. (2002). Ellos entienden que los casos latinoamericanos son un buen ejemplo de cómo el simple hecho de aplicar la periodicidad marshaleana a determinados procesos de creación (y cuando no, destrucción) de ciudadanía impide estudiar la etnografía del ciudadano real. Es decir, recuperar todas aquellas vivencias desde abajo de una cultura política determinada (Assies et. al., 2002). Esto es así debido a que la historia político-social de América Latina se ha caracterizado por presentar un desarrollo en materia de ciudadanía que nada ha tenido que ver con los términos de homogeneidad, universalidad y extensividad, que se le atribuyen al caso inglés. Lejos de ello, América Latina se muestra como un subcontinente en el cual han imperado los avances y retrocesos en materia de regímenes políticos, prácticas conjuntas de reconocimiento / desconocimientos constantes, como también de exclusión e inclusión de los actores sociales.
Es en este contexto de ideas que los autores proponen llevar adelante una antropología política de la ciudadanía. Ello implica estudiar a la ciudadanía tal como está configurada por la cultura (tanto política, como social y comunitaria) e indagar sobre las formas en que las demandas en torno a la ciudadanía son reforzadas, modificadas o tergiversadas por imágenes y prácticas culturales (Assies et. al., 2002). Por consiguiente, el abordaje propuesto reedifica los procesos de cristalización de trayectorias sociales (tanto individuales como colectivas) en el contexto de culturas políticas, sociales y comunitarias determinadas.
Partiendo considerablemente de las particularidades observadas en los casos latinoamericanos, Assies et. al. (2002) entienden, que dicho acercamiento de la ciudadanía pone el énfasis en el impacto cultural de las rutinas de exclusión, discriminación y privilegios en el trato del ciudadano, como así también en la interacción cotidiana, haciendo hincapié en la inexistencia de una igualdad legalmente presumida en los acontecimientos cotidianos y en las interacciones con funcionarios estatales. De esta manera, se plantea una diferencia entre el ciudadano real y el ciudadano legal de una determinada comunidad política. El último se constituye por aquello que la ley reconoce como características constitutivas del ciudadano; siendo que la idea de ciudadano real comulga en su concepto, no solo con tales idea, sino también con la totalidad de experiencias, interacciones, herramientas de acción política, canales de información y vivencias informales con la que cuentan diversos actores sociales de una comunidad política.
En consecuencia, la idea de ciudadano real propuesta por los autores busca ir más allá de la letra reconocida en el marco legal, para así dar cuenta de las experiencias, interacciones, herramientas de acción política, canales de información y vivencias informales que caracterizan a los esquemas de exclusión, discriminación y privilegios presentes en una comunidad política determinada.
En pocas palabras, estas tres críticas serán las que marquen el posterior debate sobre el concepto de ciudadanía a fines del siglo XX y comienzos del siglo XXI.
b. La crítica postnacionalista: de los derechos humanos a la ciudadanía cosmopolita
Como se mencionó en líneas anteriores, los trabajos de Thomas H. Marshall marcaron un antes y un después en el estudio de la ciudadanía. Posibilitaron repensar la ciudadanía moderna como un fenómeno político con características particulares, que se presentaban diferenciadas respecto del abordaje clásico que se había heredado de la tradición normativa. Sin embargo, el establecimiento de nuevos acontecimientos históricos, los cuales fueron cambiando (y reconfigurando) el escenario histórico-político en que se dio el surgimiento de sus conferencias, obligaron a que nuevos estudios buscaran repensar la ciudadanía.
Uno de los principales ejes que organizó el debate fue el pensar esta categoría como un espacio político de lucha por el reconocimiento (Fraser, 1997; Isin & Turner, 2007). Esto surge debido a que se comienza a identificar, como fuente de configuración de ciudadanía, no solo a los conflictos surgidos entre capital-trabajo, sino también a todas aquellas luchas encabezadas por sectores étnicos, culturales, religiosos y sexuales que habían sido subordinados al proyecto de homogeneización del Estado nación.
Tales conflictos surgen en un contexto en donde el Estado de Bienestar había sido socavado tanto por las fallas internas del modelo, las crisis económicas internacionales (siendo un claro ejemplo de ello la crisis petrolera de 1973), pero particularmente producto del avance y consolidación de las ideas neoliberales que redefinieron el rol del Estado. El período histórico de la redistribución keynesiana fue reemplazado por regímenes neoliberales más persuadidos respecto de lo que podían lograr el consumidor-emprendedor, llegando a ser considerados estos como el motor de la economía y en donde el mercado era entendido como condición necesaria para la libertad en su concepción amplia.
El retraimiento del Estado de bienestar dejará espacios políticos que serán ocupados por actores sociales, tanto nuevos como tradicionales. De aquí que se fortalecieran las luchas de sectores minoritarios que habían sido subordinados al proyecto nacional, ya sea por la vía de la articulación de los actores frente a los regímenes autoritarios de los que se buscaba salir (caso América Latina y Europa del Este) o porque encontraron incentivos selectivos en las políticas económicas de los nuevos proyectos neoliberales que resolvieron sus dilemas de acción colectiva, y así enfrentarlas de forma conjunta. El framework normativo o, según Carretón (2002), Movimiento Social (con mayúsculas) que actuó como programa integrador de este nuevo período histórico serán los derechos humanos.
En este marco, se destaca la recuperación del debate sobre derechos humanos desarrollado por la teoría normativa, particularmente por parte del idealismo trascendental kantiano (Linklater, 1998). Al decir de Turner (1997) los derechos humanos
"se confieren a personas como seres humanos, independientemente de si son australianos, británicos, chinos, indonesios o si, debido a que las naciones del mundo han aceptado la legislación de derechos humanos, las personas pueden reclamar derechos humanos, incluso cuando son personas apátridas o refugiados desposeídos" (p. 9).
La idea de derechos humanos otorgó un framework teórico-normativo para pensar un marco institucional que legitimara aquellas búsquedas por una experiencia de pertenencia común a una comunidad política que fuera estructurada de forma alternativa a como se había articulado bajo el proyecto de construcción de los Estado nación modernos. De aquí que se hiciera especial hincapié en el establecimiento de derechos, con su consecuente traducción a políticas públicas, que partieran de la lógica del reconocimiento identitario.
Por ende, la idea de derechos humanos forjó el marco de referencia ideal, ya que la base de reconocimiento de los derechos era su condición de seres humanos y no la pertenencia a una comunidad político-territorial en particular. El derecho a un ambiente sano es otro claro ejemplo de los considerados como derechos humanos, ya que, si bien la contaminación puede ser localizada en un territorio determinado, los efectos de la misma son una externalidad negativa que afecta a todo el ecosistema en su conjunto.
El concepto de derechos humanos sugerido por Turner (1997) dista mucho de lo que se ha venido discutiendo a lo largo del trabajo. Hasta el momento, la ciudadanía había sido definida, en su forma elemental, como aquel conjunto de derechos y obligaciones que le dan un estatus de igualdad a los miembros de una comunidad política, la cual era otorgada por el Estado nación. Sin embargo, la idea de derechos humanos presenta ciertas diferencias respecto de los derechos que ya venían siendo reconocidos y garantizados por los Estados hasta el momento. La primera diferencia radica en que los derechos humanos son conferidos al individuo por su condición de ser humano; mientras que los anteriores derechos eran otorgados una vez que el individuo era incorporado a la comunidad política (sea por nacimiento, nacionalización, etc.). Esto último lleva a la segunda complejidad que presenta la idea de derechos humanos: ¿quién es la autoridad última encargada de velar y garantizar el pleno ejercicio de los derechos humanos?
Este dilema, en muchos casos, fue resuelto por vía de la incorporación de tratados internacionales de derechos humanos a las legislaciones internas nacionales, implicando con ello que el Estado nacional asume como propia la responsabilidad de garantizar el pleno ejercicio de los mismos en su territorio nacional (caso de Argentina en la reforma constitucional de 1994). Todo ello en un contexto latinoamericano en donde el Estado (en especial, el de Bienestar a la latinoamericana) se ha caracterizado por un derrotero histórico en materia político-social más bien errático, signado por las disputas de poder hacia su interior producto de los intentos constantes de las élites gobernantes de estatizar diversos actores sociales, el cual inicia con la aparición de un sistema de seguro social para sectores específicos de la población asalariada; para luego llevar adelante la inclusión de los sindicatos en un contexto de falta de libertad sindical; y terminar en la implementación de mecanismos asistencialistas que se conviertieron en la base del clientelismo político latinoamericano (Peréz Baltodano, 1997; Lautier, 1993). Lo anterior, marcado por las marchas y contramarchas propias de los movimientos pendulares derivados de las alternancias entre regímenes democráticos y autoritarios en la región.
Más allá de ello, la incorporación de tratados internacionales de derechos humanos a las legislaciones internas nacionales ha sido más la excepción que la norma en el comportamiento desplegado por los Estados en el escenario internacional. El hecho de que los derechos humanos sean considerados como inalienables e innatos a la naturaleza humana presenta el interrogante respecto de quién es la autoridad última que debe garantizar la ejecución de los mismos en un esquema internacional en donde las instituciones internacionales carecen de competencias autoritativas suficientes como para exigir el cumplimiento de la normativa internacional.
El concepto de ciudadanía cosmopolita (Linklater, 1998) o global (Isin & Turner, 2007) pregona por el establecimiento de un sistema de Estados que los vincule bajo un mismo régimen legal internacional de justicia que sea garantizada por instituciones y organizaciones supranacionales (como la Corte Interamericana de Derechos Humanos, Organización de Naciones Unidas u otras organizaciones regionales como la Unión Europea) (Bellamy, 2008). En este sentido, Hopenhayn (1998) ha llegado a proponer la idea de una utopía transcultural. El autor entiende que han proliferado los accesos virtuales hacia otros mundos, en el marco de un contexto internacional en donde han cobrado relevancia e importancia los impactos que tienen los medios masivos de comunicación sobre los actores sociales (sean individuales o colectivos), como así también la multiplicación de las ofertas culturales.
Hopenhayn (1998) pregona la idea de subrogarse en el lugar del otro con el fin de acercarse a la realidad desde una cosmovisión alternativa, lo que daría lugar a la constitución de un individuo multifacético capaz de reflexionar sobre la propia historia por medio de lógicas contextualizadas, historizadas y relacionales. A su entender, en este escenario no desaparecerían las comunidades tradicionales, sino que estas se verían enriquecidas por medio de nuevos elementos de conformación. La idea de una utopía transcultural sería de gran utilidad con miras a legitimar la constitución de entidades supranacionales, las cuales tengan como objetivo central la garantía del cumplimiento de los derechos y de aquellas reconocidas por el esquema de derechos humanos.
Puesta en diálogo de la literatura
Del debate anterior se sugiere una idea de ciudadanía que va siendo modificada conforme se identifican nuevos elementos, acontecimientos históricos y sentidos teóricos que se consideran necesarios que el concepto transmita.
Si bien el debate sobre ciudadanía se encuentra lejos de verse acabado, a lo largo de este trabajo se han sugerido una serie de notas. Las mismas se estructuran entorno a tres ideas: a) la ciudadanía como dimensión política; b) la ciudadanía como concepto multidimensional; y c) que la configuración de la ciudadanía no es un proceso evolutivo y creciente.
En lo que respecta a la primera idea, si bien detrás de todos los proyectos de constitución de Estado nación existió una idea normativa que guiaba respecto de cuáles eran los elementos considerados centrales y que debían ser contemplados a los fines de poder lograr un ejercicio pleno de la idea de ciudadanía que se busca(ba) establecer, la puesta en práctica de la misma derivó en el establecimiento de relaciones y dinámicas políticas entre los miembros de la comunidad política que terminaron, en muchos de los casos, en situaciones no buscadas por sus ideólogos.
La ciudadanía ha demostrado ser un producto de la interacción no solo de los miembros pertenecientes a una comunidad política sino también de cómo es que ha sido la interacción entre ciudadanos, cuasi-ciudadanos y no ciudadanos; lo que ha dado lugar a lógicas de conflicto y construcción de consensos entre las partes. Es decir, más que de un plan normativo universal abstracto que se encuentra por fuera de la sociedad, la ciudadanía ha sido el resultado de lógicas de poder en donde interactúan los identificados como miembros de la comunidad política (ciudadanos), aquellos actores que, si bien son miembros de la comunidad política, no tienen un ejercicio pleno de su ciudadanía (cuasi-ciudadanos, siendo el ejemplo tradicional de ello las mujeres), y aquellos actores, quienes quedan completamente excluidos de la comunidad política, ya sea por cuestiones identitarias, étnicas, o sexuales (no ciudadanos).
Esta reflexión da lugar a la segunda observación. Si bien en gran parte de la literatura, la ciudadanía se consolida desde la perspectiva de los derechos y las obligaciones que los miembros de la comunidad conllevan, nuevos acontecimientos históricos, en conjunto con nuevas teorías, han facilitado la identificación de otros elementos que hacen a la ciudadanía, siendo en la interacción de los mismos que la ciudadanía se va reconfigurando tanto teórica como políticamente hablando.
La ciudadanía adquiere su carácter más dinámico cuando es entendida como una relación. En primera instancia, relación, ya que remite a un conjunto de individuos que se identifican como miembros, siendo que, con base a ese reconocimiento, se constituye el plano de igualdad hacia el interior de la comunidad política. En segunda instancia, el reconocimiento no solo se establece en términos de igualdad, sino también bajo la lógica de inclusión-exclusión; es decir, quiénes son aquellos que componen a la comunidad y cómo es que estos son incorporados a la misma. Esto último fue materia de trabajo de las teorías posteriores a Marshall, las cuales buscaron dar voz y reconocimiento a aquellas minorías étnicas, culturales, religiosas, sexuales y nacionales que fueron subsumidas en el proceso de consolidación de los Estados nación.
Por último, esta reflexión lleva a pensar en cómo se dieron los procesos de construcción de las ciudadanías modernas. Si bien en todo proyecto de ciudadanía corre un modelo ideal que busca legitimar normativamente el proyecto de comunidad política que se busca constituir, el concepto de ciudadanía se encuentra lejos de ser entendido como una abstracción universal e independiente del acontecer histórico de una sociedad. Como ha sido desarrollado por Turner, Joppke, Isin y Bellamy, el proceso de creación de ciudadanía no ha sido evolutivo, creciente y plenamente integrador, sino que más bien ha sido un producto de dinámicas de conflicto y construcción de consensos que se han encontrado históricamente situados. De esta manera, se pasó de los enfrentamientos entre capital-trabajo, considerados esenciales en la lectura de Marshall centrados claramente sobre un eje redistributivo, para trasladarse, en la segunda mitad del siglo XX, a pensar las lógicas de inclusión-exclusión de la ciudadanía bajo aquella del reconocimiento (Fraser, 1997; Isin & Turner, 2007; Turner, 1997, 2001).
En resumidas cuentas, se entiende que es hacia allí donde se deben (re) orientar las propuestas y teorías contemporáneas que busquen estudiar a la ciudadanía como fenómeno político y social. Los análisis sobre ciudadanía han de conceptualizarse teniendo en cuenta estas tres características sobre la ciudadanía, a los fines de evitar un estudio ahistórico, descontextualizado y no relacional del fenómeno.
Conclusiones
El objetivo de este trabajo no era ser empírico, sino más bien discutir las diversas teorías que han buscado estudiar la ciudadanía desde diversos cuerpos conceptuales. Como la metáfora de la biblioteca lo sugiere, la mitad de ella ha buscado acercarse a la problemática desde el debate normativo; mientras que la otra mitad lo ha hecho desde el debate empírico. Lejos de buscar conciliar todas las perspectivas teóricas que estudian la ciudadanía y así establecer una teoría superadora, este trabajo buscó destacar algunas notas centrales sobre el estado actual de la cuestión en torno a la ciudadanía como problemática social.
En primer lugar, se propuso la distinción entre teorías normativas y empíricas de la ciudadanía. La importancia de destacar estas diferencias entre los conjuntos de perspectivas radica en resaltar que ambas se efectan preguntas diferentes sobre la ciudadanía y que, en consecuencia, buscan objetivos analíticos diversos, como así también proveen respuestas alternativas. Saber identificar qué tipo de preguntas piensa cada perspectiva facilita comprender, con mayor precisión, las conclusiones a la que estas buscan llegar. Así, se evita sobrestimar o subestimar el potencial alcance descriptivo o explicativo que pueda llegar a tener una teoría respecto del fenómeno.
El debate normativo posibilita lidiar con la idea de lo absurdo, con miras a testear los límites internos que presentan las diversas teorías normativas. La importancia del debate normativo radica en que nos obliga a tomar consciencia, y, por ende, a discutir la historicidad de los argumentos y conceptos considerados como universales. En lo que aquí respecta sobre el estudio de la ciudadanía, las dos teorías normativas anteriormente desarrolladas han contribuído al logro de dicho objetivo. Estas han invitado a pensar respecto de cuál es el rol que debe tener el ciudadano dentro de la comunidad política; cuáles son los derechos y obligaciones con los que debe cumplir un buen ciudadano; definir en función de qué criterio se les asignan; entre otras preguntas.
Por su lado, las teorías empíricas de la ciudadanía han buscado contrastar cómo se dieron los diversos intentos de construcción de ciudadanía en momentos y territorios determinados. El surgimiento del Estado nación, asociado a dos grandes movimientos modernos como el nacionalismo y el capitalismo, dio lugar a una redefinición del concepto greco-romano de ciudadanía. De a poco, la investigación disciplinar abandonó aquellas preguntas referidas a cuáles eran los elementos que hacían al buen ciudadano, para pasar a preguntarse por las experiencias de ciudadanía vividas en este contexto de modernidad.
Este trabajo buscó discutir los dos principales ejes que han guiado el estudio de la ciudadanía, desde el enfoque empírico. El primero de ellos abordó la relación de la ciudadanía con el Estado nación, particularmente con el Estado de Bienestar Social. En lo que respecta al segundo eje de discusión, se encuentran aquellos trabajos que han buscado dar cuenta de los nuevos fenómenos políticos que vinieron aparejados con la crisis del Estado de Bienestar a comienzos de la década de 1970, tales como el establecimiento de la discusión en torno a las políticas de redistribución versus las políticas de reconocimiento, los derechos humanos versus la concepción tradicional de los derechos (civiles, políticos y sociales), como así también quién es la última instancia de asignación, y, por ende, de garantía, de la ciudadanía (sistema internacional versus Estado nación) en los esquemas actuales de globalización.
Si bien el debate sobre ciudadanía se encuentra lejos de finalizar, a lo largo de este trabajo se han sugerido una serie de notas. Las mismas se estructuran entorno a tres ideas: a) la ciudadanía como dimensión política; b) la ciudadanía como concepto multidimensional; c) la configuración de la ciudadanía no es un proceso evolutivo y creciente.
En esencia, de dichos puntos se desprende que la ciudadanía ha demostrado ser un producto de la interacción tanto de los miembros pertenecientes a una comunidad política, como de las formas de interacción entre ciudadanos, cuasi-ciudadanos y no ciudadanos, lo que ha dado lugar a lógicas de conflicto y construcción de consensos entre las partes. En síntesis, la ciudadanía parece ser más un producto de lógicas de poder que de un plan normativo universal abstracto que se encuentra por fuera de la sociedad. Esto último no significa negar los aportes efectuados desde la teoría normativa de la ciudadanía, sino que se trata de explicitar que, si bien existen un conjunto de ideas normativas que buscan legitimar los diversos intentos de construcción de ciudadanía, la misma se da en un contexto histórico-político en donde la puesta en práctica es un producto de las lógicas de conflicto y construcción de consenso que encabezan los diversos actores sociales en un momento y lugar dado de la historia.