Sigmund Freud
“El saber psicoanalítico es algo que transforma el mundo. Con él ha venido una suspicacia serena, una sospecha que desenmascara, que descubre los escondites y los manejos del alma. Esa sospecha, una vez despertada, no puede volver a desaparecer nunca. Se infiltra en la vida, socava su tosca ingenuidad, le quita el gusto del understatement, como dicen los ingleses, para la expresión suave en vez de exagerada, para la cultura de la palabra normal, no hinchada, para la palabra que busca su fuerza en lo moderado…”
Thomas Mann.
Esta exposición del pensamiento de Sigmund Freud está dividida en cuatro partes. La primera abarca lo que el fundador del psicoanálisis habría de considerar, hasta su muerte, como los contenidos básicos e ineludibles de esa disciplina. La segunda recoge las importantes modificaciones que el mismo Freud impuso a sus propias teorías a partir de 1920. La tercera resume lo principal de su concepción de la cultura. La cuarta expone su actitud con respecto de la filosofía.
En todas esas páginas se procura mantener el mayor acercamiento posible al lenguaje de Freud, al mismo tiempo que se trata d evitar el recurso excesivo a expresiones técnicas.
I
A los sesenta y seis años, Freud escribió dos artículos para una Enciclopedia alemana, en la que fueron publicados juntos bajo el título Psicoanálisis y teoría de la libido. Un brevísimo parágrafo destaca allí la importancia de los temas que constituyen esta primera parte: “Los pilares maestros de la teoría psicoanalítica: la hipótesis de la existencia de procesos psíquicos inconscientes, el reconocimiento de la teoría de la resistencia y de la represión, la valoración de la sexualidad y del complejo de Edipo son los contenidos capitales del psicoanálisis y los fundamentos de su teoría, y quien no los acepta en su totalidad no debe contarse entre los psicoanalíticos” (Freud,1981ai, p.2669)1.
Represión y resistencia
En su escrito sobre el fetichismo, Freud se refiere a la noción de represión como a la pieza más antigua de la terminología psicoanalítica (Freud, 1981k, p. 2994). Ella fue el primer resultado del paso de la medicina al psicoanálisis en el tratamiento de las neurosis. Freud decidió investigar la génesis de los síntomas de tales afecciones, convencido de que éstos tienen un sentido, o sea que se los puede integrar en la comprensión de la totalidad de la vida psíquica de la persona en la que se dan. Inició entonces, con ese fin, un procedimiento destinado a que los pacientes pudieran recordar y narra circunstancias olvidadas que tuvieran relación íntima con los síntomas. En todos los casos tropezó con una tenaz resistencia al recuerdo, de la cual el sujeto no siempre tenía conciencia y que sólo podía ser explicada por una teoría dinámica, es decir, centrada en la idea de un conflicto entre fuerzas psíquicas, uno de cuyos intentos de solución fuese el de rechazar elementos anímicos intolerables y mantenerlos alejados de la conciencia (Freud, 1981w, p. 2054). Eso es precisamente la represión, y la resistencia es su expresión en el tratamiento terapéutico: ambas son producidas por las mismas fuerzas antagónicas.
Esto hace ver que el mérito de la noción no está simplemente en su carácter de descubrimiento inicial. Freud la consideraba como piedra angular del edificio teórico que él construyó (Freud, 1981q, p. 1900); como punto central con el cual se pueden enlazar todos los aspectos de la teoría psicoanalítica (Freud, 1981a, p. 2774). En efecto, la represión aparece como el más notable de los mecanismos desencadenados por el conflicto entre diversas instancias anímicas., y todo el psicoanálisis como empresa teórica está destinado a comprender y explicar ese conflicto como la realidad que “rige en general toda nuestra vida psíquica” (Freud, 1981ae, p. 3107), y cuyo complejísimo resultado es la cultura (arte, religión, ética, política, etc.).
Para una persona que se sintiera agredida por un estímulo exterior insuprimible e insoportable (por ejemplo, ruidos demasiado intensos o una luz enceguecedora), la única defensa sería el alejamiento, la fuga. Esto no es posible, en cambio, cuando el estímulo apremiante sentido como intolerable es una fuerza que procede del interior del organismo. En los casos en los que el sujeto no alcanza a dominarlo mediante un procedimiento consciente y razonable, interviene como un mecanismo de defensa la represión. Algunas veces, como el recurso máximo; otras, como parte de un complejo de técnicas defensivas. Esta repulsa de efecto continuado tiene lugar cuando una pulsión -una urgencia somática planteada a la vida psíquica (Freud, 1981f, p. 3381)- es sentida por el sujeto como muy temible. Dado que la satisfacción de una pulsión siempre tiene un carácter placentero, el hecho de que sea experimentada a veces como algo peligroso sólo se explica si el placer que produce puede transformarse en displacer intenso por tratarse de algo inconciliable con otros objetivos y aspiraciones. Los elementos reprimidos, que son indestructibles (ideas, imágenes, etc., vehículos de la pulsión), se organizan en sistemas muy ampliados mediante la inclusión de otras representaciones que se asocian según posibilidades de conexión abiertas por cierto predominio de algún elemento privilegiado (Freud, 1981s, p. 705). Esta organización expansiva y, en cierto modo, finalista se realiza con creciente independencia de la conciencia, siguiendo leyes propias. La represión resulta ser, entonces, como un no querer saber nada de algo, de tal manera que eso de que se trata se hace inexistente para la conciencia (Freud, 1981p, p. 1987) aunque persista vivo y eficaz en la vida psíquica.
Pero lo reprimido “retorna una y otra vez, sin descanso, como un alma en pena” (Freud, 1981d, p. 1428), con mayor o menor vigor según la intensidad de la pulsión con la que está ligado. Por supuesto, se trata de un retorno de incógnito porque la censura psíquica sigue actuando sobre las representaciones reprimidas, que sólo pueden aparecer de manera desfigurada o disfrazada. Los síntomas de las diferentes neurosis (por ejemplo, las parálisis histéricas, las fobias, los rituales obsesivos) son insistencias de aquello cuyo acceso simple y sencillo a la conciencia es impedido. Pero también hay otras formaciones sustitutivas frecuentes en la vida de toda persona, que reemplazan de manera simbólica a las satisfacciones reprimidas: los sueños, los chistes, los actos fallidos (torpezas, olvidos, pérdidas de cosas, lapsus linguae, etc., que son, si bien se los mira, actos sorprendentemente logrados). Se trata siempre del resultado de una especie de transacción, de un acuerdo mediante concesiones recíprocas y furtivas entre las representaciones reprimidas y las instancias represoras. Esto se pone en evidencia en todo análisis: una formación sustitutiva es símbolo de ambas partes del conflicto, a la vez, aunque en distinta medida. Son bien clásicos como ejemplos estos dos: los obsesivos de la limpieza están siempre dedicados a manipular la suciedad; el juez que se consagra a aplicar siempre toda ley al pie de la letra se exime, en nombre de la justicia, de reconocer y otorgar a cada uno lo suyo (summum ius, summa iniuria, habían comprendido los romanos: las sentencias del derecho extremado son la mayor injusticia). En el primer caso, el síntoma obsesivo intenta conciliar simbólicamente el ideal de pureza con el deseo -reprimido en nombre de ese ideal- de ocuparse placenteramente en ciertas suciedades: “el acto obsesivo es aparentemente un acto de defensa contra lo prohibido, pero podemos afirmar que no es en realidad sino la reproducción de lo prohibido” (Freud, 1981ak, p. 1779). En el segundo caso, la transacción se da entre las tendencias sádicas y los ideales de rectitud y de justicia que las mantienen alejadas de la conciencia. Ambos ejemplos ilustran, de paso, un hecho que conviene señalar: al psicoanálisis le interesa la represión frustrada o inadecuada, aquella que no logra disolver el conflicto y que, por eso mismo, se ve obligada a persistir indefinidamente para mantenerlo encubierto, sin poder suprimir el displacer que produce. También vale la pena notar que para el psicoanálisis es algo más exacta la idea de que la represión se debe exclusivamente, o poco menos, a la intervención intimidatoria de personas severas y autoritarias, sobre todo en las etapas más tempranas de la vida. Freud siempre sostuvo que ninguna represión psíquica sería posible si no existiese en el hombre una represión originaria, es decir, un núcleo de representaciones que jamás han podido acceder a la conciencia y que, mediante complejas líneas asociativas, actúan como polo de atracción para posteriores materiales reprimidos. La naturaleza y las causas de la represión originaria no estaban del todo claras para Freud. En Inhibición, síntoma y angustia (Freud, 1981r), obra de importancia teórica que escribió en el umbral de sus setenta años, conjetura que la explicación de esa represión ha de ser de orden biológico: ciertos estímulos muy intensos en las primeras semanas de vida extrauterina del individuo darían lugar a situaciones que ofrecen algunas analogías con la del nacimiento, experimentada como separación, y que producen una reacción angustiosa. Pero habría que contar con factores pre-individuales, de la especie: algunos sucesos arcaicos actuarían como una sedimentación que es rememorada en los inicios de la vida del individuo en situaciones análogas a las de aquellos sucesos, de tal manera que “la herencia arcaica del hombre constituye el nódulo de los inconsciente anímico” (Freud, 1981ag, p. 2480).
Inconsciente, preconsciente, conciencia
El análisis de distintas funciones (sueños, actos fallidos, chistes, formación de síntomas, etc.) llevó a Freud a la conclusión de que la psicología tiene que ocuparse de series completas de procesos -los procesos psíquicos-, “en sí tan incognoscibles como los de las otras ciencias, como los de la química o la física”, que son esencialmente inconscientes (Freud, 1981f, p. 3387); (Freud, 1981a, p. 2775): “lo inconsciente es lo psíquico verdaderamente real: su naturaleza interna nos es tan desconocida como la realidad del mundo exterior y nos es dado por el testimonio de nuestra conciencia tan incompletamente como el mundo exterior por el de nuestros órganos sensoriales” (Freud, 1981s, p. 715).
Esta afirmación, a la que su autor atribuía un carácter filosófico (Freud, 1981o, p. 2733); (Freud, 1981f, p. 3379), es la más radical de la teoría psicoanalítica. De por sí, todos los procesos psíquicos son inconscientes; algunos, sin acceder a la conciencia, se hacen sin embargo capaces de ser captados por ella y por eso conviene llamarlos preconscientes. De entre estos, algunos llegan a ser objeto de la conciencia, aunque siempre en forma muy transitoria.
Freud veía en este modo de concebir la vida psíquica una especie de continuación del animismo primitivo que tendía a descubrir, más allá de la conciencia humana, procesos anímicos en todas las cosas. Pero, al mismo tiempo, veía una extensión de la teoría kantiana sobre la percepción externa: “del mismo modo que Kant nos invitó a no desatender la condicionalidad subjetiva de nuestra percepción y a no considerar nuestra percepción idéntica a lo percibido incognoscible, nos invita el psicoanálisis a no confundir la percepción de la conciencia con los procesos psíquicos inconscientes, objetos de la misma. Como lo físico, tampoco lo psíquico necesita ser en realidad como lo percibimos” (Freud, 1981aa, p. 2064).
Freud representó plásticamente esta concepción con varias imágenes sobre cuya riesgosa e inevitable imperfección advirtió a sus lectores. Todas ellas intentan ilustrar por comparación no tanto una teoría propiamente dicha, sino una construcción sobre sistemas o “lugares”, una tópica (del griego topos: lugar, localidad) menos apta para explicar algunos hechos que para ordenarlos y relacionarlos entre sí (Freud, 1981f, p. 3389).
Se figuró entonces la vida anímica como un aparato óptico (un microscopio, un telescopio): cada sistema psíquico podría ser representado por uno de los lugares ideales del aparato en los que se va constituyendo la imagen. Lugares ideales o virtuales, porque en ellos no se encuentra situado ningún espejo, ninguna lente, ningún elemento concreto, (Freud, 1981s, 672). También usó esta comparación a la que juzgaba tan grosera como útil: el sistema de lo inconsciente es como una gran antesala en la que se mueven todas las tendencias psíquicas, como seres vivientes. Este espacio da a una habitación menos amplia, en la que se encuentra la conciencia. Una puerta comunica a las dos habitaciones; pero en el lugar de pasaje vigila un centinela que inspecciona a todas las tendencias, les impone su censura e impide el paso a las que le caen mal. (Freud, 1981z, p. 2306).
Freud pensó siempre el aparato psíquico -o “aparato del alma”- como realmente extenso. Un año antes de su muerte, escribió esta nota: “La espacialidad podría ser la proyección de la extensión del aparato psíquico. Ninguna otra deducción es verosímil. En vez de Kant, condiciones a priori de nuestro aparato psíquico. La psiquis es extensa, pero no lo sabe” (Freud, 1981g, p. 3422). Sin embargo, dejó de lado, excepto en lo que se refiere a la función de la conciencia, todo intento de vincular los distintos lugares de su armazón ilustrativa con determinadas partes del cerebro (Freud, 1981s, p. 672), (Freud, 1981o, p. 2729); (Freud, 1981a, p. 2776).
Esos lugares metafóricos de la vida psíquica son el sistema inconsciente, el sistema preconsciente y el sistema percepción-conciencia, o simplemente, conciencia.
El primero se constituye con la formación de núcleos de representaciones unidos a las pulsiones. Como ya se ha visto, algunos de esos núcleos tienen origen en una herencia arcaica; otros se forman por obra de las represiones posteriores que prevalentemente han tenido lugar en la infancia. Estas representaciones no están sujetas a la duda, ni se distinguen según grados de certeza; no se organizan cronológicamente -“se hallan en sí fuera del tiempo”-, cosa que bastaría para poner en discusión el principio kantiano de que el tiempo es una forma necesaria de nuestro pensamiento (Freud, 1981ad, p. 2520); se vinculan entre sí atendiendo sólo al principio del placer -cuya función regulativa es la de eludir todo displacer-, mediante dos tipos de procesos. En uno de ellos, llamado por Freud desplazamiento, la intensidad psíquica de una idea o de una imagen se transita a otra que le está asociada y que cuenta con una intensidad menor. Tal proceso actúa por ejemplo en los sueños, haciendo que en el contenido manifiesto de los mismos (el sueño tal como se le aparece a quien lo sueña y lo relata), resalten claros e importantes algunos elementos que en el contenido latente (el conjunto de significados que pueden aparecer mediante el desciframiento psicoanalítico) son realmente accesorios, o a la inversa. El conocido chiste del marido que vende el diván al enterarse de que en ese mueble su mujer le fue infiel, corresponde, con el énfasis de una caricatura, al desplazamiento que se da también en las prácticas obsesivas desde el elemento auténtico e importante para el deseo a un sustitutivo absurdo en apariencia. De esta manera, el objeto al que se ha vinculado un sentimiento temido se hace representar por otro ante la conciencia mediante una distribución, estrafalaria en apariencia, de énfasis, de acentos. El otro proceso es la condensación: una representación acoge en sí la intensidad psíquica de varias otras que tienen algún punto de contacto con ella. Eso explica, por ejemplo, la aparición de un sueño de un personaje o de un lugar que es, al mismo tiempo, la aparición en un sueño de un personaje o de un lugar que es, al mismo tiempo, varios y uno solo: alguien que es muy parecido a X, que usa una camisa como la que ayer llevaba Y, que hizo un gesto como el de Z cuando hace tal cosa; alguien que es X, Y y Z, pero que no es ninguno de ellos, sino que es A.
Todo ello lleva a concluir que “las reglas decisivas de la lógica no rigen en el inconsciente, del que cabe afirmar que es el dominio de lo ilógico”, puesto que en él se llega a tratar como idénticos a elementos que son contradictorios (Freud, 1981f, p. 3394).
Del sistema inconsciente se distingue notablemente el preconsciente, cuyos elementos no están sujetos a la condensación y al desplazamiento. A diferencia de las representaciones del sistema anterior, en el que “la imagen es la presentación de la cosa sola” (Freud, 1981aa, p. 2081), en éste las ideas e imágenes siempre están acompañadas por una representación verbal correspondiente. La conexión con la palabra no le asegura a una representación el acceso a la conciencia, pero se lo hace posible. Por eso Freud escribió que la represión consiste en negar a las imágenes e ideas la traducción en palabras (Freud, 1981aa, p. 2081); (Freud, 1981ñ, p. 2705).
La conciencia, “lejano efecto psíquico del proceso inconsciente” (Freud, 1981s, p. 715), es la función, fugaz y discontinua, del sistema percepción-conciencia (Freud, 1981ad, p. 2517); (Freud, 1981ñ, p. 2702). Freud no la describe porque “coincide con la conciencia de los filósofos y del habla cotidiana”: todo el mundo sabe lo que con esa palabra se quiere significar (Freud, 1981f, p. 3387). Ella es a los actos psíquicos lo que la percepción de los sentidos es al mundo exterior (Freud, 1981aa, p. 2064). Dado que alcanza tanto percepciones de estímulos que proceden de ese mundo como sensaciones placenteras y desagradables de origen interno, Freud le atribuye una localización fronteriza, coincidiendo, en este punto, con la anatomía localizante que relaciona la conciencia con la corteza cerebral (Freud, 1981s, p. 694); (Freud, 1981ad, p. 2517). Además, sostiene la hipótesis de que la diferencia entre las ideas conscientes y las preconscientes reside en la modificación de las respectivas cargas de energía psíquica (Freud, 1981aa, p. 2076).
El supuesto de que lo esencialmente psíquico es inconsciente no disminuye para Freud la importancia de la conciencia. Al contrario: ella “continúa siendo la luz que ilumina nuestro camino y nos lleva a través de la oscuridad de la vida mental. Como consecuencia del carácter especial de nuestros descubrimientos -escribe un año antes de su muerte-, nuestro trabajo científico en la psicología consistirá en traducir los procesos inconscientes en procesos conscientes, llenando así las lagunas de la percepción consciente” (Freud, 1981c, p. 3423). Ampliar los alcances de la conciencia es lo que se propone el psicoanálisis (Freud, 1981f, p. 3397). Por ser la conciencia un hecho que se impone por sí mismo y por lo que ella significa para la vida, a Freud le resultaba asombroso que el conductismo pretendiera construir una psicología que la ignora (Freud, 1981f, p. 3387), eludiendo así “el elemento más importante y oscuro de la investigación psicológica” (Freud, 1981ad, p. 2523).
Pulsiones
La exposición sumaria sobre la represión y sobre el aparato psíquico propone de manera inevitable una cuestión: ¿qué es lo reprimido y qué es lo que reprime? La investigación freudiana sobre la histeria y la neurosis obsesiva llegó a la conclusión de que los síntomas neuróticos son la expresión simbólica de pulsiones sexuales alejadas de la conciencia por el yo, es decir -según una hipótesis de Freud ligada a esta conclusión-, por pulsiones del yo o de autoconservación. El carácter conflictivo de la vida psíquica residiría, entonces, en la oposición de estos dos grupos de pulsiones primitivas o elementales, que corresponderían al hecho biológico de que el ser vivo sirve a dos fines: la conservación, afirmación y expansión de sí mismo y la continuidad de la especie (Freud, 1981ae, p. 3154).
De hecho, la concepción freudiana de la pulsión se sigue del estudio de la sexualidad, que llevó a Freud a distinguir las pulsiones de los instintos2. Al hacerlo, establecía la noción de pulsión como un concepto fundamental del psicoanálisis, no en el sentido de algo definido clara y precisamente, sino como una “convención” o ficción determinada inicialmente por importantes relaciones con los fenómenos que trataba de ordenar y agrupar, y sujeta siempre a modificaciones. Freud escribía que inicialmente tales relaciones eran más adivinadas que demostradas (Freud, 1981ab, p. 2039).
El término instinto designa un esquema de comportamiento animal transmitido por herencia, de flexibilidad casi nula, prácticamente invariable entre individuos de la misma especie y orientado fijamente. La palabra pulsión responde, en cambio, a “un concepto límite entre lo anímico y lo somático, como un representante psíquico de los estímulos procedentes del interior del cuerpo, que arriban al alma, y como una magnitud de la exigencia del trabajo impuesta a lo anímico a consecuencia de su conexión con lo somático” (Freud, 1981ab, p. 2041). Freud distinguió cuatro términos relacionados con la pulsión: presión o apremio, fuente, fin, objeto. La presión o apremio es la cantidad de exigencia de trabajo que representa una pulsión. La fuente es siempre un proceso excitante en un órgano o en una zona del cuerpo; la representación o expresión psíquica de la excitación (imágenes o ideas y cierta magnitud de afecto) es la pulsión. El fin de la misma es, de manera invariable, la satisfacción; pero puede tender hacia ella por caminos diversos determinados por fines próximos combinables o intercambiables. El objeto en el cual se alcanza la satisfacción no está vinculado originariamente a la pulsión, es variable y depende, en definitiva, de las vicisitudes de ésta, sobre todo durante la infancia del sujeto.
Sin duda, Freud tenía presente la sexualidad al pensar la pulsión como una energía constante e irreprimible, a pesar de todas las represiones, y destinada a intentar satisfacerse, en su busca de placer, en un objeto determinado sólo por sus propias vicisitudes.
Sexualidad
Los materiales que emergen en el análisis de los neuróticos, la observación directa a los niños, la naturaleza de los diversos actos que preparan e integran el coito considerado normal y el estudio de las llamadas perversiones muestran que la sexualidad humana es mucho más que la función genital y el placer unido a ella, y que es activa desde los comienzos de la vida extrauterina.
Freud atribuyó carácter sexual a ciertas actividades infantiles cuyo fin es lograr, en diversas zonas del cuerpo, un placer distinto al de la satisfacción de necesidades de conservación del organismo. En relación con esas actividades, estableció la existencia de múltiples pulsiones sexuales parciales, distintas por sus fuentes y sus fines, que se unen en organizaciones sucesivas de la libido3.
La primera organización es la llamada oral. Inicialmente, dice Freud, toda la vida psíquica está concentrada en los labios y en la mucosa bucal. La pulsión de autoconservación que tiene como fin la satisfacción del hambre y la sed sirve de apoyo a una pulsión sexual a la que provee de un modelo de actividad. La necesidad de repetir la experiencia del placer proporcionada en un primer momento por la absorción de alimentos, hace que la boca insista en un chupeteo que se independiza de la succión real del seno y de la necesidad de alimento. La pulsión se obstina en una actividad según el modelo que se desprende del proceso de indigestión y de asimilación. De esa manera, la cavidad bucal y su borde inauguran un tipo de sexualidad de larga duración. Además, el lenguaje documenta, con usos figurados del verbo comer, el desplazamiento de ese modelo hacia la actividad de otras zonas erógenas (Freud, 1981f, p. 3385). El mismo modelo preside los procesos psíquicos de identificación, por los cuales el propio yo se equipara con un yo ajeno, del que se apropia asimilándolo en diversa medida.
La segunda es la organización sádico-anal. Las funciones fisiológicas que excitan las mucosas intestinales sirven de apoyo y de punto de partida para el placer que el niño obtiene con la retención intencional de los excrementos y con el modo de expulsión de los mismos, en una especie de dominio del objeto con la posibilidad de dañarlo o destruirlo y, a la vez, como administración de sensaciones voluptuosas asociadas a sensaciones dolorosas. Con esto se entrelazan una singular plurivalencia simbólica de las heces y de todo lo anal, y la antítesis actividad-pasividad en la vida erótica. Orden, economía y tenacidad, cuando se dan juntos en una persona como cualidades de carácter, serán el resultado de la superación de un erotismo anal considerablemente intenso en un período de la infancia.
Un tercer momento es ocupado por la organización fálica, que se caracteriza por la primacía de la zona genital o, más precisamente, por las actividades movilizadas por el falo -el pene en su valor simbólico-, puesto que en esa fase el sujeto infantil, niño o niña, sólo admite para ambos sexos la existencia del órgano genital masculino, al que valora altamente.
Con esta organización está ligado el surgimiento del complejo de Edipo, punto culminante de la sexualidad infantil. En su forma llamada simple o positiva consiste “en la vinculación afectiva con el personaje parental del sexo opuesto, acompañada de rivalidad frente al del mismo sexo, tendencia que en esa época de la vida aún se manifiesta libremente como deseo sexual directo” (Freud, 1981y, p. 2806). En realidad, esta formulación en su sentido estricto es válida para el niño varón, porque sólo él llega a tal odio por rivalidad. Pero el complejo puede darse también en forma invertida: el niño puede adoptar una actitud femenina con respecto al padre y la niña puede esperar de la madre la satisfacción de las tendencias eróticas (Freud, 1981aj, p. 2585). Casi siempre el complejo se da en forma “completa”, es decir, con diversas combinaciones de las formas positiva y negativa o invertida (Freud, 1981ñ, p. 2713). Su despliegue ocurre, por lo general, entre los trece años y los cinco.
Con el complejo de Edipo se relaciona el complejo de castración, al que la teoría psicoanalítica atribuye una importancia primordial. Como resultado de la observación de los genitales femeninos y, de todos modos, por construcción imaginativa a partir d alusiones intimidatorias, el niño se angustia ante la amenaza de una castración punitiva decidida por el padre. La niña, en cambio, ve en su genitalidad el hecho de una castración que la desfavorece con relación al varón y que siente tal vez como menos imputable al padre que a la madre. Freud formula así la reacción de la niña al comprobar la existencia del pene. “Lo ha visto, sabe que no lo tiene y quiere tenerlo” (Freud, 1981b, p. 2899). Esa decisión puede orientar todo su afecto hacia el padre, poseedor del pene. De esa manera, las consecuencias del complejo de castración vienen a ser para ella un corredor de ingreso al complejo de Edipo. En el varón, por el contrario, el apego narcisista a sus propios genitales hará que renuncie a la madre como objeto erótico, para evitar el cumplimiento de lo que siente como una amenaza. En este caso, el complejo de castración viene a poner fin al complejo de Edipo4 que tiene, por lo tanto, un ocaso muy distinto para el niño y para la niña y consecuencias psicológicas y culturales diversas para ambos.
La declinación del complejo de Edipo coincide con un período de latencia que no es tanto una época de ocultamiento de la sexualidad (como lo sugiere el término “latencia”), sino de atenuación notable de sus manifestaciones y de ausencia de una nueva organización de la libido. La importancia de este período es grande; en él se constituyen sentimientos como el pudor y la repugnancia, que actúan en la formación de la conciencia moral y se origina el proceso de sublimación, el “más importante” de los destinos posibles de la pulsión (Freud, 1981ai, p. 2675): las pulsiones sexuales parciales son desviadas de sus fines primeros y, orientadas hacia otros fines, ponen a disposición del trabajo cultural grandes cantidades de energía psíquica (Freud, 1981al, p. 1198).
II
En julio de 1915, Freud le escribía a un amigo: “Por ahora el psicoanálisis es compatible con distintas concepciones del mundo (Weltanschauungen). Pero ¿acaso ha dicho ya su última palabra?” (Freud, 1981x,)En muchos aspectos, los escritos publicados ese mismo año podían parecer la culminación de una construcción teórica definitiva. Sin embargo, había en ellos algunas ideas que estaban destinadas a germinar junto con otras en los años siguientes, años de guerra, en un desarrollo que haría del psicoanálisis freudiano algo incompatible con más de una “cosmovisión”. En esta transformación, que no necesitó negar o destruir los conceptos fundamentales construidos hasta ese momento, hay que destacar dos grandes temas: una nueva teoría de las pulsiones y una “segunda tópica” o concepción de la personalidad.
Nuevas concepciones de las pulsiones
Ya se ha visto cómo, según Freud, los conflictos psíquicos se debían al antagonismo de las pulsiones de autoconservación o del yo y las pulsiones sexuales. Los perfiles netos de esta oposición comenzaron a perder limpidez cuando Freud, en 1914, introdujo en la teoría psicoanalítica la noción de narcisismo. La palabra remite, obviamente, al mito griego de Narciso, el más hermoso de los muchachos, incapaz de amar, pero enamorado de su propia imagen a la que contempló hasta morir de inanición y de deseo insatisfecho. El estudio de las psicosis mostró cómo la libido objetal (amor a los demás y gusto por las cosas) puede retraerse y estancarse en el yo. También la observación de la vida psíquica de los niños, los datos sobre la psicología de los hombres llamados “primitivos” y varias situaciones de la vida afectiva habitual (el egoísmo que reaparece después de una etapa de intenso enamoramiento, el retraimiento progresivo de algunos ancianos, la indiferencia hacia las cosas en casos de enfermedad grave, etc.), hicieron que Freud se formara la idea de “una carga libidinosa primitiva del yo, parte de la cual se destina a cargar los objetos; pero que en el fondo continúa subsistente como tal, viniendo a ser con respecto a la carga de los objetos lo que el cuerpo de un protozoo con relación a los pseudópodos de él destacados” (Freud, 1981t, p. 2018). Pero si el antiguo mito viene a ser la representación patética y extraña de un apego libidinal al propio yo, que perdura aún en los casos de mayor apertura hacia el mundo y hacia los demás, hay que pensar, entonces, que las pulsiones de autoconservación o del yo están estrechamente ligadas con las sexuales (Freud, 1981t, p. 2019). Además, al estudiar las relaciones entre amor y odio, Freud concluye que éste debe atribuirse a un aspecto del yo que puede erigirse en antítesis de las pulsiones sexuales y que “el odio es, como relación con el objeto, más antiguo que el amor” (Freud, 1981ab, p. 2051). Freud comprendió que la oposición entre dos tipos de pulsiones primarias comenzaba a dejar que desear; sin embargo, creyó que tenía aún suficiente sustento biológico y, por otra parte, su investigación no le había dado hasta ese momento razones para establecer una oposición distinta. De todos modos, la oposición de pulsiones primitivas era para él innegable, que no podía ser suplida por la oposición de amor de sí mismo y libido objetal. A diferencia de Jung, Freud fue siempre, en este terreno, un dualista.
En 1920 aparece Más allá del principio del placer, texto de interés singular porque reproduce todo el recorrido mental del autor -con sus rodeos, incertidumbres, retrocesos y avances- para pensar de nuevo la naturaleza de las pulsiones y el conflicto entre ellas. El resultado es el establecimiento, definitivo para Freud, de una nueva antítesis; pulsiones de muerte contra pulsiones de vida.
Freud había estado dedicando atención y estudio detenidos a una característica muy llamativa de la vida psíquica: la repetición. El niño repite en algunos juegos situaciones desagradables que le tocó vivir; ciertos sueños son la repetición intensa de acontecimientos traumáticos; el que se analiza repite inconscientemente, en su relación con el psicoanalista, aspectos ingratos de su infancia; hay personas que reiteran los fracasos hasta en las circunstancias más favorables o que reinciden en lesiones aparentemente fortuitas, como si estuvieran sometidas a un destino frustrante y dañino. En su oposición al principio del placer, esta repetición aparece con un “carácter demoníaco” y decididamente pulsional. Esto exigió una nueva definición de las pulsiones que, sin negar la anterior, pusiera un primer plano un carácter general no bien reconocido hasta ese momento: “Una pulsión sería una tendencia propia de lo orgánico vico a la reconstrucción de un estado anterior, que lo animado tuvo que abandonar bajo el influjo de fuerzas exteriores perturbadoras” (Freud, 1981ad, p. 2525). Al definirla de este modo, Freud daba a la pulsión un alcance vastísimo; le otorgaba el sentido de un principio que rige todo lo biológico: la sustancia viva, que surgió como una modificación impuesta a la sustancia inanimada, estaría regida por una tendencia a regresar al estado anterior, disolviendo las conexiones que produjeron la vida, reduciendo así lo viviente a lo inorgánico; por eso, debe hablarse de una pulsión de muerte que rige todo lo orgánico y también la vida psíquica (Freud, 1981f, p., 3382). Al hacer esto, Freud identificó una tendencia a la repetición con el regreso a una etapa anterior.
Las pulsiones de vida -tanto las sexuales como las de autoconservación- tenderían, en cambio, “a formar con la sustancia viva unidades cada vez más amplias, a conservar así la perduración de la vida y llevarla a evoluciones superiores” (Freud, 1981ai, p. 2676). Si la “obsesión de repetición” es un rasgo esencial de las pulsiones, a las que hay que reconocer por lo tanto una “naturaleza conservadora”, es inevitable preguntarse qué estado anterior es el que tratan de restituir las pulsiones de vida. Freud reconoció que no era fácil dar una respuesta satisfactoria a esta cuestión y previó que esta nueva teoría suya podría aparecer demasiado semejante a la filosofía de Schopenhauer, en la que la muerte resulta ser la meta de la vida, a pesar de toda la importancia reconocida a la sexualidad: en definitiva, la pulsión de muerte sería la que más se afirma en su carácter de pulsión, de fuerza irreprimible. Freud se defendió de esa identificación y afirmó el carácter fundamental de ambos tipos de pulsiones, que tienen fines distintos. Si estaba dispuesto a reconocer semejanzas entre su teoría y la filosofía de Schopenhauer, quería que se reconociera también la afinidad de su construcción con el pensamiento platónico (y hasta con la Carta a los corintios, del apóstol Pablo) en la afirmación de existencia del Eros como fuerza presente en todas partes y como fuente de vida (Freud, 1981aj, p. 2577). En el Banquete de Platón, el discurso puesto en boca de Aristófanes sugeriría poéticamente en qué sentido las pulsiones de vida -específicamente las sexuales- constituirían un intento de regresar a estados anteriores (Freud, 1981ad, p. 2537).
Para la oposición entre ambos tipos de pulsiones, Freud encontró un anticipo lejano en el filósofo Empédocles de Agrigento, con su antítesis de dos grandes principios: el de disgregación (Neikós) y el de unificación (Filía) (Freud, 1981e, p. 3359). Nunca se había permitido Freud tanta libertad y tanta audacia especulativa como en este despliegue que, en la famosa carta a Einstein sobre la guerra, él mismo consideraba como “una transfiguración teórica de la antítesis entre el amor y el odio, universalmente conocida y quizá relacionada con aquella otra, entre atracción y repulsión, que desempeña un papel tan importante en el terreno (de la física)” (Freud, 1981n, p. 3211).
La construcción dejaba para su autor muchas preguntas sin responder, mucha insatisfacción con respecto a los fundamentos. Sin embargo, desde 1920 hasta su muerte, le resultó imprescindible para comprender la existencia humana. Al dar a las pulsiones de vida el nombre griego de Eros -nunca llamó Thanatos a la pulsión de muerte- quiso, entre otras cosas, indicar el carácter singular de este aspecto del psicoanálisis: “La teoría de las pulsiones es, por decirlo así, nuestra mitología. Las pulsiones son seres míticos, magnos en su indeterminación. No podemos prescindir de ellos ni un solo momento en nuestra labor, y con ello ni un solo instante estamos seguros de verlos claramente” (Freud, 1981ae, p. 3154).
Esta inseguridad no resulta sólo del problema de la fundamentación de la teoría; tiene que ver también con el hecho de que pulsiones de vida y pulsión de muerte aparecen constantemente mezcladas: en el sadismo, en el masoquismo, en la ambivalencia de los sentimientos (amor y odio hacia una misma persona, identificación con el agresor) y en ciertas formas de severidad consigo mismo y con los demás.
Nueva concepción de la personalidad
Freud llegó a un nuevo modo de concebir la personalidad siguiendo por lo menos dos senderos: el que abría una nueva perspectiva sobre el inconsciente y del estudio de las identificaciones.
La importancia atribuida a la represión, aunque justificada, puso por mucho tiempo en un primer plano casi exclusivo lo inconsciente reprimido. Con el andar de los años, la experiencia clínica se prestó para que la investigación recuperara otro aspecto que había quedado en penumbra: en la cura psicoanalítica, el paciente ofrece a menudo resistencias de las que él no se da cuenta para nada; eso significa que el yo despliega defensas inconscientes y que, por lo tanto, no todo en él es coherencia y organización conscientes; se sigue, entonces, que aunque todo lo reprimido es inconsciente, no todo lo inconsciente es reprimido.
Al mismo tiempo, otro aporte teórico creciente abría nuevo espacio para el estudio de la personalidad: el conocimiento de los procesos de identificación y de la función que ellos tienen en la constitución de la personalidad se amplió por la descripción de las distintas formas del complejo de Edipo y de sus diversos resultados, por el análisis de la melancolía (estado en el que el sujeto dirige contra sí mismo la hostilidad sentida contra un objeto erótico perdido, con el que se ha identificado inconscientemente), y por la noción de narcisismo. Todo eso preparó la llamada “segunda tópica”, en la que no se trata ya tanto de “lugares” o sistemas, sino más bien de instancias, en un sentido menos tópico que dinámico, porque se trata sobre todo de representar entidades que actúan o interactúan en el individuo. Ante todo, el ello como polo de la personalidad en el que combaten los dos tipos de pulsiones y que hace que con frecuencia experimentemos que somos “vividos” por fuerzas enigmáticas e irresistibles (Freud, 1981ñ, p. 2707), a las que, en definitiva, habría que remitirse para poder entender lo que tantas veces preocupó y ocupó a poetas, moralistas y filósofos: “deseo lo que sé que es mejor y, sin embargo, sigo lo que es peor”. Desde ese ello desconocido e inconsciente, regido sólo por el principio del placer, surge el yo como parte transformada del mismo. Si el individuo es sobre todo un ello psíquico, el contacto con la realidad distinta de él lo transforma en su superficie: a partir de las percepciones se forma esa nueva instancia que es el yo, del que Freud dice que es “ante todo, un ser corpóreo, y no sólo un ser superficial, sino incluso la proyección de una superficie”; idea ampliada en una nota que, aunque no escrita por él, le pertenece por la exactitud interpretativa y por aprobación expresa: “El yo se deriva en último término de las sensaciones corporales, principalmente de aquellas producidas en la superficie del cuerpo, por lo que puede considerarse al yo como una proyección metal de dicha superficie del aparato mental” (Freud, 1981ñ, p. 2709). Pero el yo no es mero resultado pasivo, por así decir, de una multiplicidad de percepciones. Las primeras y más importantes de ellas corresponden a situaciones de necesidad que el recién nacido no puede satisfacer por su cuenta y en las que interviene un semejante, que es objeto especial de percepción por la función de auxilio que cumple. Esto hace que “sea en sus semejantes donde el ser humano aprende por primera vez a reconocer”: la percepción visual del movimiento del otro coincidirá con el recuerdo de impresiones visuales de movimientos propios parecidos, asociados a ciertas experiencias sensibles, la percepción de un grito del otro se unirá al recuerdo de un grito propio que estuvo relacionado con una experiencia del dolor, etc. De ahí que se deba reconocer en algunas percepciones un valor imitativo y en otras, cierta sintonía afectiva (Freud, 1981ah, p. 239-241). Además, el yo en formación se va haciendo cargo, selectivamente, de algunas percepciones en una especie de enlace afectivo con ella y de asimilación o absorción: el yo -que no existe para nada al principio de la vida del individuo- se va constituyendo por identificación con aspectos (rasgos, gestos, comportamientos) percibidos en los otros y asumidos activamente como modelos (Freud, 1981aj, p. 2585). Estas identificaciones, en su mayoría parciales, son con frecuencia antagónicas entre sí; explican entonces aspectos contradictorios de la personalidad y, en casos extremos, dan lugar al fenómeno de la “personalidad múltiple”. El yo así formado es el representante del mundo exterior y, al mismo tiempo, instancia defensiva del individuo total, aunque no siempre para bien del mismo. Sin duda, su núcleo central es la función de la conciencia; pero no todo es en él representación y reflexión conscientes; una buena parte de su actividad intelectual, sutil y complicada, es inconsciente y, no obstante todas las transformaciones, sigue siendo una parte de ello, “al jinete que rige y refrena la fuerza de su cabalgadura, superior a la suya, con la diferencia de que el jinete lleva esto a cabo con sus propias energías, y el yo, con energías prestadas. Pero así como el jinete se ve obligado alguna vez a dejarse conducir a donde su cabalgadura quiere, también el yo se nos muestra forzado en ocasiones a trasformar en acción la voluntad de ello, como si fuera la suya propia” (Freud, 1981ñ, p. 2708).
Jinete singular cuya energía es, más o menos transformada y perturbada, la misma de su cabalgadura; pero singular también porque en él se va generando otra instancia que por lo general se le enfrenta críticamente como conciencia moral, y en circunstancias especiales, como fiscal injusto, cruel e implacable: el super-yo, que es “la representación de la relación del sujeto con sus progenitores” (Freud, 1981ñ, p. 2714). La identificación con las prohibiciones paternas y maternas -explícitas o implícitas, reales o supuestas- en los primeros años, especialmente al renunciar a los sentimientos edípicos, es el vigoroso comienzo del proceso de formación de esta instancia, que continuará durante la niñez y la infancia, a través de la relación con todas las personas cuyos mandatos y prohibiciones mantienen eficazmente presente la figura del padre. Precisamente por ser “el heredero del complejo de Edipo”, el super-yo representa todo el vigor de los impulsos del ello. Sería erróneo, sin embargo, pensar que un super-yo injustamente severo es siempre el legado de una educación hecha de amenazas y castigos. Freud advirtió que también padres y educadores cuyo yo es bondadoso y razonable pueden formar individuos con un super-yo implacable. La razón está en que, en la relación que mantienen con los niños, siguen en todo -también en el modo bondadoso de proceder- las normas que les impone la rigurosa instancia crítica que los domina: el super-yo del niño no es construido sobre el modelo del yo de los padres, sino sobre el modelo del super-yo de los mismos, que resulta ser, así, el mediador en la transmisión de las valoraciones morales y estéticas a lo largo de las generaciones (Freud, 1981ae, p. 3138). El conocimiento de esta instancia y de su actuación muestra que lo inconsciente abarca no sólo el abismo tumultuoso de lo pulsional, sino también las alturas morales. Ese conocimiento fue facilitado para el psicoanálisis sobre todo por el estudio de la melancolía, de la neurosis obsesiva y del delirio de autoobservación, estados en los que el super-yo asume una primacía tiránica y brutal.
El último capítulo del El “yo” y el “ello”, obra en la que aparece esta nueva concepción de la personalidad, es de un llamativo efecto dramático. En él se analizan las “servidumbres del yo” con respecto al ello y al super-yo. La dramaticidad del texto se debe a que las tres entidades son descritas como si fuesen personas, o mejor, personajes. El yo -parcial en sus relaciones con la pulsión de muerte y las pulsiones de vida, mimético, negociador de riesgos- es, en definitiva, “una pobre cosa” sometida al mundo exterior, a la libido narcisista, a un ideal del yo implacable, y acosada por diversas angustias; el ello, sacudido por los combates entre el Eros y la pulsión de muerte, enigmático, incapaz de expresar amor u odio al yo, pero desafortunadamente exigente; el super-yo, “hipermoral” y cruel.
Tal vez las causas del patetismo estén, por una parte, en la preocupación de Freud por aclarar en este escrito -tan ligado a Más allá del principio del placer- en papel de la pulsión de muerte prescindiendo lo más posible de lo biológico; por otra parte, en ese “horror respetuoso” ante la fractura y el agrietamiento de las estructuras psíquicas en algunas enfermedades mentales que permiten ver lo que habitualmente pasa desapercibido (Freud, 1981ae, p. 3133); pero es posible que estén, sobre todo, en el interés de Freud por establecer analogías entre la evolución individual y el proceso dramático de la cultura (Freud, 1981l, p. 3063).
III
El precio de la vida
La esencia profunda del hombre son las pulsiones elementales, iguales en todos, que en sí mismas no son ni buenas ni malas (Freud, 1981h, p. 2105). Regidas por el principio del placer, tienen como objetivo la satisfacción de necesidades urgentes. De hecho, el resorte de toda actividad humana es la aspiración a evitar el sufrimiento y a experimentar el placer. Esto no ha de entenderse en sentido finalista ya que no se trata de un objetivo que la acción trate de alcanzar; es una determinación interna: los actos que el hombre realiza están decididos por el placer o el displacer que corresponden a la representación actual de esos actos y de sus consecuencias. Todo otro fin u objetivo que se le quiera adjudicar a la vida humana como propia de ella sólo puede sostenerse desde un sistema de creencias religiosas (Freud, 1981l, p. 3024). En esta orientación radical hacia el placer, la experiencia del amor sexual actúa como prototipo de satisfacción (Freud, 1981v, p. 1258); (Freud, 1981l, p. 3040), es decir, como el modelo por excelencia de felicidad, aunque no siempre se tenga conciencia de él y de su influjo eficaz.
Pero las tendencias fundamentales del hombre enfrentan dificultades que proceden de tres fuentes: la caducidad del cuerpo, la fuerza destructora de la naturaleza, la relación con los semejantes. La precariedad del cuerpo y la prepotencia inclemente de las fuerzas naturales obligan a la renuncia de satisfacciones de diversa intensidad y a la aceptación de algunos sufrimientos para evitar otros mayores. También la relación con los semejantes -indispensables para algunas satisfacciones fundamentales y para superar los obstáculos que proceden de las otras fuentes- obliga a muchas renuncias. La vida humana sólo es posible al precio de cierta restricción tanto individual cuanto colectiva del placer; pero cuanto más se acentúa en la coerción de las pulsiones el carácter de mera renuncia y de sacrificio, tanto más aumentan los niveles de enfermedad y de malestar: “al bárbaro le resulta fácil ser sano” (Freud, 1981f, p. 3404), y a muchos les iría mejor si pudieran ser algo menos buenos, es decir, si las exigencias de coerción de sus impulsos no estuviesen tan por encima de su constitución psíquica (Freud, 1981v, p. 1254).
Fuente y origen de la cultura
Las distintas formas y grados de coerción de las tendencias dan como resultado la cultura entendida como “la suma de las producciones e instituciones que distancia nuestra vida de la de nuestros antecesores animales y que sirven a dos fines; proteger al hombre contra la Naturaleza y regular las relaciones de los hombres entre sí” (Freud, 1981l, p. 3033). La posibilidad de la cultura y de la integración del individuo en ella se funda en el inicio mismo del proceso de constitución del yo, correlativo a la percepción progresiva de otro ser como semejante, como colaborador y como hostil. El estado de desvalimiento radical no le permite al ser humano recién nacido realizar las acciones específicas imprescindibles para la satisfacción de necesidades básicas; nada puede hacer, por ejemplo, para alimentarse cuando siente hambre. Pero la necesidad produce en el organismo del pequeño ser algunas alteraciones, como el grito y el llanto, que llaman la atención de una persona; si ésta es la madre, le presta asistencia acercándolo al seno y le pone así en condiciones de realizar la función apta para calmar la urgencia de los estímulos que produjeron el desasosiego y para alcanzar una experiencia de satisfacción. Un ser semejante es entonces para el niño “su primer objeto satisfaciente y su única fuerza auxiliar”. Pero el semejante es percibido también como objeto hostil por la demora, así sea pequeña, en prestar la asistencia, o por la suspensión momentánea, o por insuficiencia, etc. En el inicio mismo de la vida extrauterina, el grito o el llanto “adquiere así la importantísima función segundaria de la comprensión (comunicación con el semejante) y el desvalimiento original del ser humano no se convierte de ese modo en la fuente primordial de todas las motivaciones morales” (Freud, 1981ah, p. 229, 239). En el origen de la formación del yo, el otero no es experimentado entonces únicamente como hostil, según llevaría a suponerlo la sentencia homo homini lupus (el hombre, lobo para el hombre), suficientemente respaldada por la experiencia, sino que es percibido también como útil y como fuente de placer. Si se tiene en cuenta , además, que el yo se constituye como proyección de la percepción del propio cuerpo mediada por la percepción del cuerpo del otro, o -dicho de una manera casi equivalente-, si se acepta que es en las primeras relaciones con el otro donde el yo comienza a reconocerse al mismo tiempo que reconoce a un semejante (Freud, 1981ah, p. 239-240), hay que concluir que es en ese mismo proceso donde el yo integra en sí disposiciones para vinculaciones positivas con los demás, que tendrán que competir por cierto con tendencias hostiles. Ambos tipos de disposiciones fundan y condicionan los diversos modos de relación de los hombres entre sí.
El desarrollo del hombre desde su estado prehistórico hasta el grado de civilización actual no se debe a quién sabe qué instinto de perfeccionamiento que lo haría tender hacia una condición futura de superhombre (Freud, 1981ad, p. 2528); su moralidad tampoco se puede atribuir a una supuesta facultad originaria de discernimiento de lo bueno y lo malo (Freud, 1981l, p. 3054). La cultura y la moralidad -cuyo mandato esencial es el de renunciar siempre que lo exija el interés práctico de la humanidad (Freud, 1981i, p. 3004) -son, tanto en el individuo como en la sociedad, el resultado complejo de la lucha entre los impulsos eróticos y los impulsos agresivos. El estado inicial de desvalimiento y dependencia impone al niño la necesidad de ser amado y el miedo a no ser reconocido y querido; de allí se sigue que sienta como malo todo lo que genera amenaza: y como bueno todo lo que lo lleva a ser amado; se sigue también cierta disposición para la renuncia a lo que podría aumentar su desamparo. Por otra parte, el proceso educativo, generalmente largo, y luego el control social tratan de que el individuo acepte las exigencias culturales. En cada caso, el resultado será una mezcla de transformación de tendencias egoístas en tendencias sociales y de sometimiento por conveniencia (ya se trata de obtener algunas ventajas o de evitar males mayores) (Freud, 1981h, p. 2106). Si aquella transformación no se da o si alcanza niveles muy bajos, el resultado es el criminal, el individuo prácticamente incapaz de valorar afectivamente a los semejantes (Freud, 1981i, p. 3004).
Si la transformación sufre profundas distorsiones por obra de la represión, en su lugar se dan las neurosis, “formaciones asociales” que tienden a eludir como insatisfactoria la realidad -en la cual funcionan las instituciones creadas por el trabajo colectivo-, para refugiarse en un mundo ilusorio (Freud, 1981ak, p. 1794) en el que sólo tiene valor la intensidad afectiva de lo pensado y no la capacidad de pensar adecuadamente lo real y de hacerle frente (Freud, 1981j, p. 1082).
El comienzo de la evolución cultural
También los inicios de la historia de la especie -o, mejor, de su prehistoria- están vinculados con la experiencia del otro como semejante, como colaborador y como enemigo. Para pensar esos inicios, Freud echó mano a dos teorías a las que atribuía considerable verosimilitud y escaso o nulo fundamento documental. Según la primera -de Darwin y completada por oteros-, la horda primitiva habría sido presidida por un padre celoso y violento que, para asegurarse el monopolio de las hembras, expulsaba a los hijos varones a medida que iban entrando en la pubertad. Llegaba un momento en que éstos, condenados a una total continencia sexual o a relaciones poliándricas con alguna hembra prisionera, se unían para asesinar al patriarca y apoderarse de las mujeres. La segunda teoría -de W. Robertson Smith-, afirma sustancialmente que la forma más antigua de sacrificio a la divinidad habría sido la comida totémica, ceremonia colectiva en la que todo el clan o toda la tribu sacrificaba y comía un animal considerado como antepasado y protector (tótem) que no debía ser muerto ni comido en ninguna otra circunstancia. A partir de allí, Freud conjeturó que los hermanos expulsados se unieron, mataron al padre y -cosa explicable si se tiene en cuenta el canibalismo- comieron su cadáver. Ese sería el origen de la comida totémica, posible primera fiesta de la humanidad. Pero sería también el origen de las organizaciones sociales, de las prohibiciones morales y de la religión. El padre, amado y admirado, era también el gran enemigo. Al asesinarlo, los hijos satisfacían el odio hacia él; al devorarlo, se identificaban con él y con su poderío al que no sólo le atribuían entonces su magnitud real, sino también la de las tendencias agresivas experimentadas que los impulsaron al crimen. Aplacado el odio, resurgían los sentimientos afectuosos robustecidos por la identificación; pero con ellos nacían el remordimiento y el sentimiento de culpabilidad que agigantarían la figura del padre y darían nacimiento a la necesidad de obedecerle. Los hijos prohibieron entonces la muerte del tótem, figura sustitutiva del padre, y decidieron abstenerse del contacto sexual con las mujeres sobre las que él podía reclamar un derecho absoluto. Así habrían nacido el tabú totémico (prohibición de hacer daño o matar al tótem y de comerlo, excepto en las ocasiones rituales que conmemoraban y renovaban el primer banquete) y la rigurosa prohibición del incesto, con la consiguiente necesidad de la exogamia. Esta interdicción tenía un interés práctico fundamental: los hermanos habían vivido la experiencia de las ventajas de una organización social en la que ninguno tenía dominio sobre los demás; esa organización los había hecho fuertes y la rivalidad por la posesión de las mujeres que había pertenecido al padre podía acabar con la unión: “la necesidad sexual, lejos de unir a los hombres, los divide” (Freud, 1981ak, p. 1839). Por otra parte, supone Freud, estaban apegados a esa organización que se apoyaba en sentimientos y prácticas homosexuales de la época en la que se vieron obligados al destierro, y que había sido reforzada por la experiencia de lo útil que era el auxilio de los demás para asegurar lo necesario para la subsistencia (Freud, 1981l, p. 3038).
El tabú totémico, como tentativa de apaciguar los sentimientos de culpabilidad y de reconciliarse con el padre mediante la obediencia y el rito, sería el modelo primitivo de toda religión posterior; a la vez, la forma primera del “Derecho” en cuanto restricción que los primeros hombres se impusieron recíprocamente, sustituyendo así el poderío individual del más fuerte por el poderío de la comunidad.
El malestar en la cultura
Freud veía en esa primera tentativa de regular las relaciones sociales la determinación del sentido posterior de toda evolución cultural, que tiende “a que este derecho deje de expresar la voluntad de un pequeño grupo -casta, tribu, clase social-, que a su vez se enfrenta, como individualidad violentamente agresiva, contra otras masas quizás más numerosas” (Freud, 1981l, p. 3036). Esta tendencia a que las restricciones estén más ampliamente distribuidas para que el mismo derecho cobije a todos puede liberar a la cultura de estancamientos corrompidos y hacerla más justa; pero también puede ser distorsionada por una profunda hostilidad contra toda la cultura: no hay que asombrarse que esto suceda, puesto que, por una parte, la comunidad humana impone severas renuncias por las que con frecuencia es incapaz de ofrecer a los individuos compensaciones razonables (Freud, 1981l, p. 3037); (Freud, 1981y, p. 2805) y por otra, las pulsiones de muerte y destrucción atentan continuamente contra el propósito fundamental de la cultura, que es el de lograr una unión cada vez más amplia. Freud no consideraba la cultura como algo exterior al hombre y, por lo tanto, o como corruptora o como un mero conjunto de medios para alcanzar algunos fines; la pensaba como un proceso inmanente a la humanidad puesto al servicio del Eros, y estimulado por la necesidad exterior real, destinado a condensar en una unidad vasta a los individuos aislados, luego a las familias, las tribus, los pueblos y las naciones. Esta “obra del Eros” es, en su contenido esencial, una confrontación constante entre pulsiones de vida y pulsiones de muerte; por eso, la evolución cultural puede ser definida como “la lucha de la especie humana por la vida” o, más precisamente, como esa forma de lucha que el antagonismo radical de las pulsiones asumió a partir de algún acontecimiento fundamental y desconocido por nosotros (Freud, 1981l, p. 3052, 3064).
La cultura cuenta con algunos medios para controlar la agresión, para atenuarla y para neutralizarla en parte; son los que utiliza para integrar en sí al individuo: consunción de las pulsiones, represión y sublimación: además, todos los métodos destinados a generar entre los hombres procesos de identificación, con el fin de acrecentar la unión entre ellos. Pero el medio que parece ser el más decisivo es la introyección de la agresión mediante el super-yo que, alojado en el interior del individuo, lo desarma y lo vigila “como una guarnición militar en la ciudad conquistada” (Freud, 1981l, p. 3053). El hombre renuncia a muchas satisfacciones por miedo a no ser amado, por medio al castigo; pero el deseo prohibido de tales satisfacciones perdura y su insistencia indomable no pasa desapercibida al super-yo. Eso crea el sentimiento de culpabilidad, que no es sino la tensión entre el yo y la instancia crítica, implacable con las tendencias ocultas. Este sentimiento procede entonces de la cultura: se lo puede suponer heredero del sentimiento de culpabilidad de toda la especie -originario por el parricidio primitivo y acrecentado por la renovada agresividad contra el padre a lo largo de la historia -y es, de todos modos, el resultado de las exigencias de la cultura representadas por el super-yo. Aun cuando sea en gran parte inconsciente, se lo percibe como un malestar (Freud, 1981l, p. 3061).
Hay que tener en cuenta, además, que mientras que el individuo busca su felicidad y tiende a integrarse en la comunidad humana, sin la cual aquella es imposible, el proceso cultural se propone más la unidad de los hombres que la felicidad individual (Freud, 1981l, p. 3064).
IV
Freud y la filosofía
Freud estaba por cumplir treinta años cuando le escribió a un amigo: “en mi juventud no conocí más anhelo que el del saber filosófico; anhelo que estoy a punto de realizar ahora, cuando me dispongo a pasar de la medicina a la psicología” (Freud, 1981ac, p. 3543). Años después le confió también a su biógrafo, Ernst Jones, que en la adolescencia había sentido una fuerte atracción por la especulación, pero que se había dedicado a dominarla sin contemplaciones (Jones, 1976, p. 40). En su Autobiografía (Freud, 1981a, p.2790) reconoció que escritos como Más allá del principio del placer, Psicología de las masas y análisis del yo y El yo y el ello son el resultado de una decidida especulación. Sin embargo, una página más adelante, Freud asegura que siempre evitó aproximarse a la filosofía propiamente dicha y que esa actitud habría sido facilitada por cierta incapacidad constitucional.
Para acercarse a la comprensión de la coherencia de estas revelaciones fragmentarias, hay que tener en cuenta, en primer lugar, que la expresión “el saber filosófico” era una comodidad verbal para designar un conocimiento cuyo objeto eran problemas acerca del hombre -no sobre objetos naturales-, que parecían ser el dominio privilegiado, si no exclusivo, de la filosofía. Freud asociaba los orígenes de su deseo de tal saber con una lectura intensa de la Biblia en la niñez (Freud, 1981a, p. 2762). En segundo lugar, hay que recordar que en la época de ese “pasaje de la medicina a la psicología”, la filosofía alemana se ramificaba en “ciencias” que eran objeto de estudio por parte de especialistas. La ciencia psicológica de Fechner, de Weber, de Wundt era “filosofía”. Por último -y sobre todo-, es necesario tener presente que Freud entendía por especulación una actividad intelectual que procura alcanzar puntos de vista generales sobre conjuntos de problemas y que puede dar lugar tanto a construcciones abstractas basadas en conceptos precisos y claros, y poco inclinadas a la verificación, cuanto a un trabajo teórico que tiende a integrar conjuntos de hechos en una construcción sistemática, utilizando algunas ideas a modo de convenciones -inevitablemente muy imprecisas en las primeras etapas de la constitución de una disciplina científica (Freud, 1981a, p. 2790-2791) -y algunos postulados de diverso grado de complicación. Una forma de la especulación entendida en este último sentido en la aplicación de hipótesis tomadas de otra disciplina científica a un conjunto de descripciones de fenómenos, con el fin de dar una respuesta, imposible desde la mera observación y descripción, a problemas que el investigador se plantea (Freud, 1981ab, p2039-2043).
Lo que era para Freud “la filosofía propiamente dicha” -y las razones que tenía para eludirla- aparece en el veredicto que expresó en una de las Nuevas lecciones introductorias al Psicoanálisis: “La filosofía no es contraria a la ciencia; labora en parte con los mismos métodos; pero se aleja de ella en cuanto sustenta la ilusión de poder procurar una imagen completa y coherente del Universo, cuando lo cierto es que tal imagen queda forzosamente rota a cada nuevo progreso de nuestro saber. Metodológicamente yerra en cuanto sobreestima el valor epistemológico de nuestras operaciones lógicas y reconoce otras distintas fuentes del saber, tales como la intuición” (Freud, 1981ae, p. 3192). Freud descreía de lo que el término Weltanschauung (cosmovisión) designaba: una construcción intelectual que, en nombre de una hipótesis superior, de conceptos fundamentales precisos, responde a todas las cuestiones y obtura el surgimiento de cualquier problema teórico o práctico (Freud, 1981ai, p. 2673). En este sentido, rechazaba la especulación. Indudablemente, Freud participó del espíritu de su tiempo, que rechazaba sin más a la filosofía alemana de fines del siglo XVIII y de las tres primeras décadas del siglo XIX (Hegel, el más decisivo pensador de ese período, sólo mereció de Freud una alusión accidental a “su oscura filosofía”). La crítica de Freud no se limitaba, sin embargo, a la filosofía del pasado; el contexto de ese juicio escrito en 1932 y el de otro en el mismo sentido, aunque más cáustico, en Inhibición, síntoma y angustia (Freud, 1981r, p.2838), indican que estaba pensando en contemporáneos suyos; especialmente en algunos que, desde el psicoanálisis, o utilizándolo, pretendían construir una cosmovisión irracionalista, exaltando las fuerzas de lo inconsciente y demoníaco sobre una supuesta impotencia de lo racional5. No quedaban por fuera de esta crítica a la especulación Jung y Adler -antiguos discípulos disidentes-: en una clara alusión a las teorías de ambos, Freud señaló a los psicólogos el peligro de conformarse con “rascar” ligeramente la vida psíquica de cierto número de sujetos y suplir con la especulación filosófica las exigencias de una investigación larga y difícil (Freud, 1981p, p. 1999).
Pero la esquivez de Freud hacia la filosofía tuvo también otro motivo, al menos tan hondo como su aversión a los sistemas cerrados: fue el deseo de evitar que la viva atracción que sentía por la especulación sobre el hombre y la cultura facilitase el influjo de otros pensadores en la orientación y en los resultados de sus propias investigaciones. En dos brevísimos escritos -Para la prehistoria de la técnica psicoanalítica (Freud, 1981af) y J. Popper-Lynkeus y la teoría onírica (Freud, 1948u )-, Freud advirtió que los descubrimientos científicos auténticos suelen ser deudores de ideas ajenas que han sido absorbidas por una memoria desapercibida -“de modo criptomnésico”-, pero que han sido modificadas en la aplicación a un nuevo asunto y han sido desarrolladas con rigor en una investigación que sigue caminos propios (Freud, 1981af, p. 2463) (Freud, 1981u, p. 2628). De todos modos, prefirió evitar, por cuanto era posible, esa forma de deuda con los filósofos. Eso no obstante, cada vez que creyó advertir cierta coincidencia de nociones fundamentales de la teoría psicoanalítica con el pensamiento de algún filósofo, lo hizo notar con satisfacción. Platón, Schopenhauer -el filósofo más citado por él-, porque lo que de ellos sabía le hacía conjeturar semejanzas importantes con su propio pensamiento.
En un artículo sobre “El múltiple interés del psicoanálisis” (Freud, 1981m), Freud dedica una escasa página al interés filosófico de sus teorías. Se trata de unas líneas que pueden aparecer más bien decepcionantes: si la filosofía acepta la teoría psicoanalítica, tendrá que pensar de una manera distinta la relación entre lo psíquico y lo físico; además, tendrá que admitir que el estudio psicoanalítico de la personalidad de los filósofos ponga en evidencia ciertos puntos débiles de sus teorías, debido al peso de las motivaciones subjetivas sobre la reflexión. El sentido del ensayo se aprecia mejor si se advierte que fue escrito poco antes de la primera guerra mundial, época en la que el pensamiento alemán privilegiaba las ciencias psicológicas cuyos especialistas no eran ajenos a la filosofía. De hecho, las páginas en las que Freud se queja de la incomprensión y rechazo de la teoría del inconsciente por parte de los filósofos parecen apuntar hacia los psicólogos-filósofos de la escuela de Wundt (Freud, 1981d, p. 1368n.).
Biografía de Sigmund Freud
1856: Nace el 6 de mayo en Freiberg (antigua Moravia).
1860: Se traslada con su familia a Viena.
1873: Comienza sus estudios de medicina.
1874-5: Asiste a seminarios de lecturas filosóficas y a un curso sobre la lógica de Aristóteles, dictados por F. Brentano.
1876: Realiza una investigación en Anatomía comparada. Las conclusiones son publicadas en el Boletín de la Academia de Ciencias. Es admitido en el Instituto de Fisiología como estudiante investigador; se dedica a trabajar en histología de las células nerviosas.
1877-84: Publica varios trabajos que fueron una contribución a las investigaciones que condujeron posteriormente a la teoría de las neuronas.
1881: Obtiene el título de médico.
1882-5: Para atender a necesidades económicas deja el Instituto y se dedica al ejercicio de la medicina. Realiza investigaciones valiosas en anatomía del cerebro.
1884-7: Investiga y experimenta con cocaína.
1885-6: Es nombrado docente universitario (Privat Dozent). Una beca le permite pasar cuatro meses en París, asistiendo a las clases de Charcot. Comienza su “pasaje de la medicina a la psicología”.
1886: Se hace cargo del departamento de niños del Instituto Kassowitz. Se casa con Martha Bernays. Tendrán seis hijos.
1891: Publica un estudio sobre la afasia y otros sobre parálisis infantil.
1892: Se inicia el desarrollo gradual del método terapéutico que llegará a llamarse “psicoanálisis”.
1895: Analiza por primera vez un sueño.
1898-9: Escribe La interpretación de los sueños, que considerará siempre como su obra fundamental.
1900-1909: Publica más de veinte trabajos. En 1909 viaja a los Estados Unidos, con Jung y Ferenczi, para dictar una serie de conferencias en la Clark University (Mas.).
1910-1919: A pesar de las dificultades y preocupaciones de la guerra (sus hijos varones están alistados), publica alrededor de cincuenta escritos y continúa su trabajo terapéutico.
1920: Procede a una reelaboración de sus teorías.
1923: Comienzan los sufrimientos debidos a un cáncer en la boca, que exigirá más de treinta operaciones y el uso de una molesta prótesis. Sin embargo, desde este año hasta el fin de su vida publicará algunas decenas de escritos.
1933: En Berlín son quemadas sus obras.
1938. La invasión nazi a Australia lo obliga a dejar Viena, debido a su condición de judío. Se establece en Londres, donde sigue trabajando y escribiendo hasta sus últimos días.
1939: Muere el 23 de septiembre.
Notas complementarias
Freud redactó varios escritos con el fin de divulgar sus teorías. Los principales son: Autobiografía, Introducción al Psicoanálisis, Nuevas aportaciones al Psicoanálisis, Psicoanálisis y teoría de la libido.
La interpretación de los sueños fue considerada siempre por Freud como su obra más importante. Por varios años dedicó mucha atención a las ediciones sucesivas -y con modificaciones importantes- de sus Tres ensayos para una teoría sexual. La Psicopatología de la vida cotidiana y El chiste y su relación con el inconsciente han sido objeto de reconocimiento creciente.
Para el análisis freudiano de la cultura, son especialmente importantes Psicología de las masas y análisis del Yo, El porvenir de una ilusión y El malestar en la cultura.
Ernst Jones es el autor de la biografía más conocida de Freud: Vida y obra de Sigmund Freud, Buenos aires, 1976, 2 ed., 3 vol.
Un buen instrumento auxiliar para la lectura de los escritos de Freud es la obra de J. Laplanche y J.-B. Pontalis, Diccionario de Psicoanálisis.
Para una visión panorámica es útil el libro de J. B. Fages, Historia del psicoanálisis después de Freud, Barcelona, ediciones Martínez Roca, 1917).