Introducción
El lugar de Spinoza entre la metafísica antigua y el subjetivismo moderno
Como resulta bien conocido, el término “ontoteología” fue inauguralmente acuñado por Kant en el contexto de su examen crítico de las tradicionales “pruebas” de la existencia de Dios. En particular, el pensador de Königsberg remite a él al abordar la imposibilidad de la llamada “prueba ontológica”, es decir, aquella directamente ligada al célebre “argumento” formulado de forma inicial por San Anselmo de Canterbury, pero sobre todo hace uso de sus postulados al aplicarse a la refutación de la llamada “prueba cosmológica”. En el apartado intitulado expresamente “ontoteología” de las Lecciones sobre filosofía de la religión dictadas por Kant durante los años ochenta del siglo XVIII y consignadas por sus oyentes, puede leerse al respecto lo siguiente: “De todo lo que hasta aquí ha sido aducido por la razón pura en favor de la existencia de Dios, vemos que estamos justificados a admitir y presuponer un ens originarium que es a un tiempo ens realissimum como una hipótesis trascendental necesaria; pues un ser que contiene los datos para todo lo posible, y cuya supresión suprime a un tiempo toda posibilidad, un Ser originario realísimo tal es, justamente por causa de su relación con las posibilidades de todas las cosas, una presuposición necesaria” (Kant, 2000, p. 99). Aquí se establece una decisiva conexión entre el “ser” mismo de la totalidad de lo existente (“la posibilidad de todas las cosas”) y la -previa- existencia de un ente absoluto entendida como conditio posibilitatis de aquél. En tal vínculo reside la significación susceptible de serle atribuida a la noción de “ontoteología” en el marco de la filosofía kantiana.
Sin embargo, la difusión-popularización del adjetivo “onto-teo-lógico” y la fortuna que tal investidura ha conocido en el seno del pensamiento contemporáneo como modo crítico de caracterización de la esencia más propia de la “metafísica” tradicional, se deben, como es igualmente sabido, a la obra del Heidegger posterior a la llamada “Kehre” de los años 30. En Die ontotheologische Verfassung der Metaphysik (1957), Heidegger, en el contexto de una elucidación acerca del sentido de la pregunta “¿cómo entra el Dios en la filosofía?” y en explícito “diálogo con toda la historia de la filosofía”, declara: “La metafísica piensa lo ente en cuanto tal, es decir, en su conjunto. La metafísica piensa el ser de lo ente, tanto en la unidad profundizadora de lo más general, es decir, de lo que tiene igual valor siempre, como en la unidad fundamentadora de la totalidad, es decir, de lo más elevado sobre todas las cosas. De este modo, el ser de lo ente es pensado ya de antemano en tanto que fundamento que funda. Este es el motivo por el que toda metafísica es, en el fondo, y a partir de su fundamento, ese fundar que da cuenta del fundamento, que le da razones, y que finalmente, le pide explicaciones” (Heidegger, 1988, p. 127). Y, en última instancia: “Es porque el ser aparece como fundamento, por lo que el ente es lo fundado, mientras que el ente supremo es lo que fundamenta en el sentido de la causa primera. Cuando la metafísica piensa lo ente desde la perspectiva de su fundamento, que es común a todo ente en cuanto tal, entonces es lógica en cuanto onto-lógica. Pero cuando la metafísica piensa lo ente como tal en su conjunto, esto es, desde la perspectiva del ente supremo que todo lo fundamenta, entonces es lógica en cuanto teológica” (Heidegger, 1988, p. 151).2
La “onto-teo-logía” occidental, por tanto, incluiría tanto al tradicional pensar metafísico “objetivista” de Aristóteles o Tomás de Aquino como al pensamiento post-cartesiano -surgido tras el “viraje” moderno hacia lo subjetivo- propio de Berkeley, Kant o Hegel,3 si bien adoptando en cada uno de los dos casos formas y categorías diferentes. El sustrato común a ambas variantes de “ontoteología” (la ligada al “realismo” metafísico y aquella otra radicada, más bien, en la subjetividad individual) lo constituiría, pues, la reducción del Ser entendido como “fundamento” a un ente supremo (Dios) que poseería tal fundamento en grado eminente, resultando por ello a la vez el ente “fundamentado” par excellence y el fundamento último del resto de los entes. En este sentido, se muestra como irrelevante el hecho de que la filosofía antigua y medieval trate de fundar lo real sobre un basamento metafísico ubicado en la exterioridad de lo “objetivamente” dado, mientras que la moderna “metafísica de la subjetividad” intenta hacer lo propio confinando el núcleo de irradiación de toda certeza en el sujeto auto-fundado para el que tal “exterioridad” mundana no constituye sino la sede de la totalidad de sus “representaciones”. Lo verdadera y decisivamente común a ambas perspectivas radica en su análoga referencia a la estabilidad y la firmeza como objetivo fundamental al cual apunta toda la empresa teórica propia de sus respectivas formulaciones.
Contemplada desde este ángulo, la metafísica subjetivista propia de la modernidad filosófica no constituye sino una mutación adaptativa de la antigua referencia a la estabilidad del ente dado en la exterioridad del mundo, pero tamizada esta vez a través de la nueva firmeza representada por la actividad inmanente del sujeto en la cual aquella original estabilidad resulta ahora trasplantada o injertada. No es, según nos parece, nada diferente aquello a lo que apunta Emmanuel Levinas cuando sostiene que: “El idealismo del pensamiento moderno que, contra este reposo del ser [el propio de la ontología y la astronomía antiguas], parece dar prioridad a la actividad de un pensamiento sintetizador, no prescinde de esa estabilidad, es decir, esa prioridad del mundo o, indirectamente, esa referencia astronómica. El pensamiento filosófico se concibe de forma que todo sentido se extrae del mundo. La actividad del sujeto en la filosofía moderna es la hipérbole o el énfasis de esa estabilidad del mundo. Esta presencia es hasta tal punto presencia que se convierte en presencia en…, o representación” (Levinas, 1994, p. 156).4
Nuestra tesis inicial será, pues, la de que Spinoza constituye, observado a esta luz hermenéutica, el nexo o puente que propicia el tránsito desde la antigua seguridad metafísica favorecida por la ontología “realista” (por la “metafísica de la presencia”, diría Heidegger) al renovado compromiso con la estabilidad firme y segura adoptado por la metafísica moderna centrada en las estructuras propias de la conciencia subjetiva y el ego auto-fundado. A este respecto, Michel Henry, aun sin abordar interpretativamente tal transición ni tematizarla de modo explícito, indicaba ya en su mémoire de maîtrise intitulada Le bonheur de Spinoza, su primer ensayo filosófico redactado entre los años 1942 y 1943, que “el spinozismo, que rechaza por adelantado el orgullo, pero también la inquietud del espíritu y de la conciencia moderna, es una filosofía antigua” (Henry, 2008, p. 62). Henry postula en esta temprana obra inicial que la metafísica spinoziana de la sustancia infinita mantiene un crucial, aunque ordinariamente larvado, vínculo con la beatitud particular reportada por el abandono del sujeto singular a la fusión con aquello que lo contiene y supera en calidad de Ser absoluto. La voluntad de felicidad precedería, pues, a la postulación de la existencia de Deus sive natura en la medida en que solamente ésta garantiza la posibilidad de la beatitudo, y no a la inversa. De este modo, a la inicial cuestión planteada inicialmente por Henry “¿Por qué Spinoza, buscando la felicidad, hizo una filosofía?”, el propio fenomenólogo galo responde interpretando tal pretensión no solamente como una necesidad racional de justificación y legitimidad teórica, sino fundamentalmente en términos de necesidad subjetiva tendente a garantizar de modo demostrativo la existencia de ese Absoluto que se desea porque se reconoce en él la verdadera raíz de toda seguridad y confianza y, por tanto, de toda genuina dicha. En tal sentido, Henry escribe: “la mediación racional, que se apodera de la intuición originaria del spinozismo, no resulta del juego inexplicable de nuestras facultades intelectuales interesadas por manifestarse sin que podamos dar la razón de ello; sino que es imperiosamente exigida por el deseo que tiene la conciencia de cubrir el Objeto de su amor de garantías y de la certeza del conocimiento inteligible. La idea simple es toda claridad, excluye toda sombra, todo desconocido, toda angustia. Es el signo del reposo” (Henry, 2008, p. 100). Ese mismo “reposo” en el cual, como acabamos de indicar, Levinas intuye la pretensión última común y tácitamente compartida por la metafísica objetivista de la Antigüedad y por la filosofía del sujeto resultante del “giro” moderno hacia la inmanencia individual.5
Adentrándonos un paso más allá en la dirección hermenéutica señalada por Henry, trataremos, a lo largo del presente estudio, de mostrar el lugar ocupado por Spinoza en la historia de la metafísica, esto es, de localizar la ubicación que le corresponde al spinozismo en el marco de la economía de la seguridad subyacente al entero decurso histórico de la ontología occidental. Un devenir que incluye acaso tanto la fundacional universalidad atribuida a la phýsis por la auroral metafísica presocrática (totalidad ontológica que incluye en su seno también a la “subjetividad”), como la postulada “pertenencia mutua” o Zusammengehörigkeit entre “hombre” y “Ser” a la cual Heidegger apunta como evento merced al cual ambos se identifican en una recíproca remisión liberada ya de las tradicionales categorías de “sujeto” y “objeto” con las que fueron secularmente investidos por la metafísica. Nuestra tesis principal será, por tanto, que, además de contar con una no explícita raigambre ligada a la prosecución de la beatitud proporcionada por la firmeza ontológica, la filosofía spinoziana recoge, prolonga y consolida el nervio fundamental que alienta tácitamente tras los constructos teóricos de la metafísica antigua y medieval. Si bien revivificando tal nervio y adaptándolo al nuevo núcleo que en la alborada de la modernidad asume el papel jugado por el antiguo hypokeímenon (o por el Deus del Medievo) a la hora de renovar el tradicional compromiso del pensamiento filosófico con la consecución de la estabilidad y el reposo: el ego cogito cartesiano y la actividad subjetiva de la conciencia a él asociada.
Se trataría, pues, de interpretar el spinozismo como una tentativa de reconciliación entre lo subjetivo y lo objetivo, como un proyecto tendente a restañar -una vez más- la fisura o herida ontológica abierta entre lo dado en la región de la pura inmanencia subjetiva y aquello cuya donación acontece en la objetividad del mundo. Una Versöhnung o “reconciliación” en la cual el Hegel del Differenzschrift de 1801 veía la necesidad y la razón de ser misma de la filosofía.6 No resulta en absoluto sorprendente, contemplado desde esta perspectiva, el que la figura de Spinoza resultase particularmente revalorizada y reivindicada por los idealistas alemanes, en particular por Schelling y por ciertos integrantes de la Frühromantik (así como por Lessing, si bien no explícitamente). También ellos, en especial el joven Schelling para quien “el Yo de Fichte es la sustancia de Spinoza” y el Schelling de la llamada “filosofía de la identidad” (1801-1806), avizoran en el filósofo holandés un conspicuo adalid de esa identificación conciliatoria entre el sujeto (el “Yo”) y el mundo que constituye la meta y el sentido último de sus propios sistemas filosóficos. En la estela abierta por Henry, pero también más allá de ella, desgranaremos seguidamente los hitos que permiten la interpretación del spinozismo como una metafísica ontoteológica que paradójicamente persigue el mismo fin último pretendido por el pensar del Ser heideggeriano opuesto a toda ontoteología, a saber: propiciar el firme “habitar” humano en medio de lo ente y en la cercanía y vecindad de las cosas que configuran mundo. En otros términos: asegurar una instalación residencial del sujeto en la objetividad mundana presidida por aquel reposo telúrico firme al que se refería críticamente Levinas y que aparentemente se erige como el único garante de la beatitudo a la cual aspira la totalidad de la filosofía spinoziana.
La sustancia infinita como Tierra prometida: Henry intérprete de Spinoza
Comencemos, pues, señalando los fundamentos sobre los cuales Henry cimenta su interpretación del spinozismo, en orden a legitimar la posible presentación hermenéutica de la metafísica spinoziana en términos de onto-teo-logía animada por una voluntad de inserción dichosa de la subjetividad en la totalidad de lo mundanamente dado. Voluntad que además secundaría de forma virtual la tendencia primordial de la metafísica de Occidente. En primer lugar, es necesario asentar con claridad el hecho de que, desde la óptica spinoziana, si ha de poder ser demostrado que existe un ser absoluto “en sí”, al margen de nuestra actividad noética, y que tal ser absoluto resulta cognoscible por parte de nuestras facultades racionales (los dos rasgos esenciales propios de toda onto-teo-logía), ello obedece fundamentalmente a que la preocupación cardinal de Spinoza reside, al decir henryano, en “la conciencia de alcanzar la felicidad”: “si no existe mundo en sí, es decir, un Ser absoluto, o si simplemente no lo podemos conocer, está claro que, desde el punto de vista de nuestra existencia concreta, el resultado es el mismo: en los dos casos estamos separados del ser, es decir, somos infelices [malheureux]. Por eso el spinozismo no es un idealismo sino un realismo idealista: plantea, a la vez, que existe un Ser absoluto y que podemos conocerlo, sin deformarlo por una aprehensión subjetiva, tal como es en sí. El conocimiento adquiere al mismo tiempo un valor privilegiado, puesto que lejos de ser abstracto o relativo, nos une con el ser mismo, en su intimidad y en su verdad absolutas” (Henry, 2008, p. 121).
Así pues, la vocación “realista” de la cual hace gala la ontología spinoziana de la sustancia infinita existente “en sí” y al margen de nuestras facultades perceptivas (el “realismo idealista” del que habla Henry), sólo es correctamente comprendida cuando se intuye que, desde la perspectiva de Spinoza, el Absoluto que ha de garantizar nuestra conciliación con la totalidad de lo dado no puede ser en modo alguno obra nuestra. No puede desvelarse en su verdad como producto de las potencias cognoscitivas o de las facultades perceptivas propias del sujeto cognoscente, ni aun como resultado parcial de la conjugación de éstas con un sustrato objetivo previamente dado en la “exterioridad” del mundo percibido. En suma: todo idealismo, bien se trate de un idealismo meramente “problemático” o “moderado” al modo cartesiano, bien de un idealismo “dogmático” o “radical” como el sostenido por Berkeley, o incluso del “idealismo trascendental” kantiano coincidente con el “realismo crítico”, suprime en una u otra medida la necesaria alteridad de lo dado “en sí” de modo absoluto. Una inicial alteridad entre el Absoluto y la conciencia que, a su vez, comparece como la principal garante de esa beatitudo -nacida de la posterior convergencia entre ambos- cuya prosecución, como indicamos al comienzo, alienta bajo la totalidad de la ontoteología spinoziana: “Conocer, o más bien reconocer esta identidad esencial e íntima del alma y de Dios, experimentarla en un gozo supremo, he aquí en qué consiste la beatitud” (Henry, 2008, p. 133)7. Y es que si la metafísica fundada en la posición ontológico-general de la sustancia infinita constituye un constructo teórico de orden ontoteológico, ello se debe, en primer término, a que en su seno el “Ser” (independiente de todo percibir y de todo pensar, es decir, de toda referencia a la región de la subjetividad) es identificado con un ente privilegiado que lo posee de modo absolutamente eminente. También para el ontoteólogo Spinoza “experimentamos que tan sólo Dios tiene un ser, mientras que todas las otras cosas no son seres, sino más bien modos” (Spinoza, 1990, p. 112).
En este contexto, pierde carácter decisivo el hecho de que tal ente absoluto resulte concebido en términos de divinidad trascendente al mundo (al modo ontoteológico tradicional) o como Deus sive natura (al modo panteístico propio de la distinción entre natura naturans y natura naturata), dado que el rasgo verdaderamente crucial al respecto reside en la “objetividad” y consiguiente “exterioridad” que el ente que máxima y supremamente “es” ha de asumir con respecto a toda conciencia finita. Henry reconoce nítidamente esta necesidad de alteridad en lo Absoluto que conduce simultáneamente a Spinoza al rechazo de toda postura más o menos “idealista” y a la asunción del pensar ontoteológico: “si el Ser no es más que nuestra representación, si no si no es más que nosotros mismos, ¿cómo adorarlo? ¿Cómo entregarnos a él? ¿Cómo admirar lo que no es más que nuestra obra? La felicidad absoluta, extática, que soñó Spinoza supone la fusión con un Otro que nos arrebata. No podría existir en una concepción que, haciendo del objeto una simple producción de nuestra conciencia, del Otro un efecto y como un prolongamiento de nosotros mismos, suprime de hecho ese Otro” (Henry, 2008, p. 61)8. Y, por consiguiente, la inexistencia de esta “felicidad absoluta”, es decir, la desdicha, deriva de la falta de asentamiento, en la penuria de morada junto a los objetos, en suma: en el no-habitar con serenidad y reposo en la cercanía de lo cósmico. Una residencia que sí deviene plausible -y aun garantizada- cuando se verifican los presupuestos ontoteológicos tanto en el terreno ontológico como epistemológico. Solamente la objetividad y la alteridad del Absoluto garantizan plenamente, pues, la tan anhelada reconciliación entre el sujeto y lo objetivamente dado que anima toda la metafísica de Spinoza.
Así pues, Dios, concebido como causa inmanente de los seres, como sustancia infinita dotada de una infinitud de atributos, admite ser interpretada a esta luz como la única y auténtica “patria” del hombre; como el tópos absoluto fuera del cual no hay “lugar” alguno y en cuyo seno le es deparada a la subjetividad finita la posibilidad de hallar efectivo acomodo y morada estable. Dios, en tanto que natura naturans, se muestra, de este modo, como raigambre última de nuestra efectiva inserción en ese domicilio ontológico representado por la natura naturata. Inclusión que supone el umbral y la condición de posibilidad de toda genuina reconciliación con el mundo objetivo y, por ende, de toda posible beatitud. Podría decirse -al modo heideggeriano, pero en un sentido diferente- que todo verdadero “habitar en medio del ente” demanda y presupone la previa “cercanía del dios”. Un “Dios”, en este caso, aprehendido como fuente inmanente a lo real de la cual irradia la totalidad de lo finito, y acaso no tan lejano a ese “destello (Glanz) de divinidad en todo lo que es” al que Heidegger apunta como visión preparatoria del posible advenimiento del dios o del retorno de los dioses huidos.9 Henry soslaya este aspecto reconciliatorio y “residencial” larvadamente contenido en la ontoteología spinoziana (de ahí el “paso más allá” que supone nuestra interpretación), si bien es cierto que lo roza de modo tangencial al caracterizar la sustancia infinita casi en términos de espacio de asilo cuya existencia deviene necesaria desde el instante en que la consecución de la felicidad personal es contemplada como fin supremo al cual tienden todos nuestros afanes y denuedos. Ello sucede en pasajes tan decisivos como el siguiente: “La sustancia es el seno materno, el Paraíso perdido, la Tierra prometida. Es necesario que este Paraíso pueda ser reencontrado, que esta Tierra no sea sólo una promesa, y para eso que la sustancia exista. Es por eso que toda filosofía de la felicidad es una filosofía del Ser” (Henry, 2008, p. 62).
En este marco dominado por la racionalidad ontoteológica, esa “Tierra prometida” no puede darse como tierra parcelada o dividida. El “seno materno” ha de ser uno y único, dado que tal unidad esencial de lo Absoluto aparece precisamente como antídoto definitivo contra la constelación de las pasiones contradictorias e irracionales y, por tanto, contra la consiguiente contingencia y fragilidad de la beatitudo: “La unidad de la sustancia es la única garantía de la felicidad” (Henry, 2008, p. 76). Pero, si la alteridad, la objetividad y la unidad constituyen, como acabamos de constatar, rasgos necesariamente presupuestos en lo Absoluto, como corresponde a toda metafísica de orden ontoteológico, la razón, de forma paralela, ha de ser investida de la suprema dignidad que supone mostrarse como la instancia que protege al sujeto de la inseguridad y el desasosiego. En efecto, el sentido último conforme al cual la racionalidad more geometrico se erige como órganon privilegiado en el marco de la reflexión spinoziana radica en el hecho de que solamente esta razón nos emancipa con respecto a la mutable contingencia que rige en el dominio de las cosas y acontecimientos pertenecientes al ámbito de lo finito. La angustia ligada a la finitud y a la incertidumbre e imprevisibilidad que ella trae siempre consigo, únicamente admite ser conjurada mediante la remisión a una racionalidad particular, inmanente, no ligada ya a la “exterioridad” propia de instancias “cognoscitivas” tales como la fe o la revelación.10 La razón comparece, pues, en este contexto, como “una garantía inapreciable contra todo lo que, participando en alguna medida de la exterioridad, se encuentra, así pues, inevitablemente sometido al juego de los acontecimientos y de los accidentes. Lo que explica que Spinoza haya sido seducido por el racionalismo y que haya sido llevado a conferir a la naturaleza simple un valor privilegiado” (Henry, 2008, p. 94)11.
El pensamiento ontoteológico de Spinoza opera, de este modo, una auténtica palingenesia de la actitud teórica más destacada de la metafísica tradicional: la nostalgia de un Absoluto inmutable, de un “ámbito ontológico inteligible” perpetuamente hurtado a la contingencia y al devenir. En este marco, la apelación spinoziana al saber matemático, al conocimiento firme, fiable y riguroso par excellence, oculta en su seno una paralela voluntad de estabilidad y seguridad injertada esta vez en la esfera de la relación entre lo subjetivo y el mundo, entre lo humano y lo cósmico. Tras la matemática late el deseo de reconciliación con lo real, el empeño de ser acogido en su seno y la aspiración a la serenidad y el júbilo que proporciona el firme anclaje en la más sólida de las seguridades. La estabilidad y fiabilidad constitutivas del conocimiento matemático procuran ese “reposo” levinasiano en la firmeza de la tierra que conjura la inquietud y redunda en aquel otro reposo esencial pretendido desde el comienzo: el reposo del espíritu, la tranquilitas animi, la beatitudo. Henry condensa admirablemente en el siguiente pasaje el sentido de la racionalidad matemática capaz de exorcizar la zozobra ligada al devenir asumida por Spinoza: “Las relaciones necesarias perfectamente transparentes para la inteligencia le dan esa serenidad que es lo propio del sabio y que puede por sí sola alejar de sí a la contingencia y a la muerte que atañe inevitablemente a todo lo que deviene. Bajo la desvalorización de lo sensible reaparece la antigua fascinación de un mundo inteligible, inmutable e impasible. Pero hay que ver bien que esta rigidez matemática no resultó tan admirable a los hombres [en la historia de la ontoteología] sino porque su naturaleza estaba destinada a satisfacer sus deseos más íntimos y más secretos. Lo más objetivo que hay tiene su condición en lo más subjetivo que hay. […]. Las líneas inalterables que traza el Espíritu en la extensión inteligible dibujan también el santuario precioso de una felicidad inviolable” (Henry, 2008, p. 100).12
Este sentido soteriológico y hasta, en cierto modo, apotropaico, esto es, “alejador de los males”, garante de seguridad ante la imprevisibilidad y la incertidumbre, atribuido a la razón matemática, muestra palmariamente de qué forma la reconciliación con la objetividad y la emancipación con respecto al cambiante magma del tiempo histórico constituyen dos caras de la misma moneda en el marco de la filosofía spinoziana.13 La detención y coagulación del devenir, el hallazgo de una dimensión inmutable y Absoluta de remanso con respecto a la turbación generada por el torbellino del cambio, se muestran, así, como las auténticas condiciones de posibilidad de la feliz implantación del hombre en la inmensidad de lo objetivamente dado. Si, como apunta certeramente Henry, “las matemáticas son tal vez lo más humano que hay” (Henry, 2008, p. 100), es decir, si en verdad lo más objetivo (la solidez suprema del “Absoluto” revelado por la incontrovertible certeza de la matemática) presupone lo más íntimamente subjetivo (la voluntad de seguridad y felicidad particulares), ello sucede porque el rigor matemático-geométrico constituye el paradigma eminente de ese aliado firme del que la subjetividad precisa a la hora de sortear la angustia del devenir y remediar la fractura abierta entre el sujeto individual y su mundo. Como observa al respecto Jean-Paul Margot: “Cuando está bien conducido, es decir, según el orden -deductivo- debido, el pensamiento se halla al mismo nivel del ser. Y es precisamente esto lo que Spinoza quiere mostrar con el «more geometrico». Contra la fragmentación del ser, contra un universo de la escisión que introduce la libertad, la voluntad y por tanto la finalidad, Spinoza recurre a las matemáticas […]. El recurso a las matemáticas significa entonces para Spinoza el rechazo de la finalidad en la naturaleza y de la libertad humana. Más que un tributo a Descartes, el “more geométrico” es responsable de que los hombres se orienten hacia el verdadero conocimiento de las cosas” (Margot, 2009, pp. 98-99). El propio Spinoza, en Cogitata metaphysica, deja claro este crucial aspecto: “Pues si los hombres entendieran claramente todo el orden de la naturaleza, hallarían todas las cosas tan necesarias como las que se estudian en las matemáticas” (Spinoza, 1988a, p. 268). He aquí, tan lacónica como meridianamente expuesto, el núcleo esencial de la racionalidad matemática aplicada a la ontoteología panteísta. Daremos, en lo que sigue, la palabra a Spinoza mismo en orden a lograr una más amplia y cercana visión de conjunto acerca de la pertinencia de la interpretación que, siguiendo la línea abierta por Henry, hemos tratado de llevar a término hasta el momento.
Hacia una ontoteología de la reconciliación
En su Tractatus brevis, Spinoza muestra abiertamente sus cartas ontoteológicas al postular ya, en este temprano escrito, esa necesaria remisión de la conciencia finita a la alteridad representada por un fundamento ontológico inconmovible y Absoluto a la cual hemos venido aludiendo: “dada la debilidad de nuestra naturaleza, no podríamos existir sin gozar de algo a lo que estemos unidos y fortalecidos”, puesto que “no podemos en absoluto ser fortalecidos en nuestra naturaleza mediante el amor y la unión con las cosas perecederas, dado que ellas mismas son débiles y un cojo no puede sostener a otro” (Spinoza, 1990, pp. 110-111: V, [6]). Los objetos finitos sufren azares y vicisitudes de toda laya e índole, por lo que, quien se halla estrechamente vinculado a ellos, quien los ama en exceso, comparte sus mutables contingencias.14 Pero, escribe Spinoza en el umbral mismo del Tractatus de Intellectus Emendatione, “por el contrario, el amor hacia una cosa eterna e infinita apacienta el alma con una alegría totalmente pura y libre de tristeza, lo cual es muy de desear y digno de ser buscado con todas nuestras fuerzas” (Spinoza, 1988a, p. 78: [10]). Dios se erige, pues, como la fuente primordial de todo bien para nosotros y, por tanto, igualmente como la única instancia Absoluta capaz de protegernos de esa “cloaca de pasiones” en la cual Spinoza avizora la raíz de todo mal.15 Este vínculo esencial explicitado aquí por Spinoza entre el amor hacia lo firme e infinito y lo deseable para la tranquilidad subjetiva, pone palmariamente de manifiesto la raigambre soteriológica de la ontoteología spinoziana.16
Pero recordemos que, en la Ética, en una puntualización que resulta fácil, a la luz de nuestra interpretación, volver contra el propio Spinoza, éste afirma: “nosotros no intentamos, queremos, apetecemos ni deseamos algo porque lo juzguemos bueno, sino que, al contrario, juzgamos que algo es bueno porque lo intentamos, queremos, apetecemos y deseamos” (Eth. III, IX, Esc.) (Spinoza, 1987, p. 183). Dios, por tanto, no es afirmado por sí mismo, por lo que él mismo “es”, o buscado como un Ser “en sí” (secundum se), sino sólo en la medida en que responde a “lo deseable” por nosotros: en lo que implica y supone quoad nos. La ontoteología spinoziana procede, pues, afirmando inicialmente la existencia de un Absoluto susceptible de ser conocido por nosotros y, puesto que “es cierto que cuantas cosas existen en la naturaleza, implican y expresan el concepto de Dios en proporción a su esencia y a su perfección”, postula, a partir de ella, que “en la medida en que nosotros conocemos más las cosas naturales, adquirimos un conocimiento más amplio y más perfecto de Dios”. Un Dios de cuyo conocimiento, finalmente, hace depender la suma beatitud de la conciencia finita: “todo nuestro conocimiento, es decir, nuestro sumo bien, no sólo depende del conocimiento de Dios, sino que consiste enteramente en él” (Spinoza, 1986, pp. 138-139: IV [60]).17 La suprema dicha pasa, pues, por los entes mundanos finitos a través de los cuales destila y es tamizada para nosotros la esencia divina, dado que “Cuanto más conocemos las cosas singulares, tanto más conocemos a Dios” (Spinoza, 1987, p. 363: V, prop. 24).
Pero ¿quién es realmente el receptor de esta dicha absoluta? Dicho de otro modo, ¿Se da verdaderamente en Spinoza un “sujeto”, una “mismidad inmanente” digna de tal denominación? Al decir de Deleuze, la respuesta a esta cuestión sería abiertamente negativa, al menos considerando la subjetividad en general desde las coordenadas fijadas por el cartesianismo, dado que nos hallamos, más bien, en medio de un dominio de orden sígnico: “es evidente que no hay ninguna posibilidad de cogito en Spinoza […]. No hay ninguna posibilidad de captación de un ser pensante. De hecho, ¿qué significa que estamos en un mundo de signos? Significa entre otras cosas que no puedo conocerme más que por las afecciones que experimento, es decir, por la impresión de los cuerpos sobre el mío. Es un estado de confusión absoluta. No hay ningún cogito, no hay ninguna extracción de una sustancia pensante. Así pues, estoy ciertamente hasta el cuello en esta noche de los signos” (Deleuze, 2008, p. 122). Ante esto hay que decir que, si bien ciertamente no se postula en el sistema de Spinoza “subjetividad” epistémica alguna, el tácito destinatario o beneficiario de la laetitia y la beatitudo que constituyen el fin último de la “ética” spinoziana ha de constituirse necesariamente como algún tipo de “sujeto”. Ello se debe al palmario hecho de que tales afecciones, o son padecidas por individuos concretos o no son experimentadas por nadie en absoluto. Y, efectivamente, tal “subjetividad difusa” atraviesa de manera larvada la totalidad del discurso emprendido por el autor de la Ética, pero no en calidad de ego pensante o sujeto epistémico, sino en términos de afectividad susceptible de ser conmovida patéticamente por estímulos aflictivos (atenuantes del sentimiento de poder) o dichosos (impulsores de tal sentimiento). La particular “subjetividad” que gravita permanentemente sobre las figuras conceptuales que configuran la metafísica spinoziana no es, pues, la propia de un elemento noético o “cognoscitivo” stricto sensu, sino aquella otra definida por el pathos de su franquía a resultar afectada positiva o negativamente: “Padecemos en la medida en que somos una parte de la naturaleza que no puede concebirse por sí sola, sin las demás partes” (Spinoza, 1987, p. 259: IV, prop. 2). Y desde esta perspectiva es como hemos de considerarla aquí: como una afectividad potencialmente abierta a experimentar la “alegría” y la “beatitud” derivadas de la reconciliación con lo objetivo, así como la “tristeza” y la “impotencia” que se siguen de su falta.
Esta “subjetividad” eminentemente “patética” comparece, en la filosofía de Spinoza, siempre en términos de individualidad personal y singular más que en clave colectiva o “sociopolítica”. Las observaciones vertidas por el filósofo holandés con respecto a la distinción entre el individuo sabio y el ignorante operada: por la capacidad atribuida al alma del primero para de domeñar los afectos y devenir así libre, la cual torna “evidente cuánto vale el sabio, y cuánto más poderoso es que el ignaro, que actúa movido sólo por la concupiscencia” (Spinoza, 1987, p. 379: V, prop. 42, Esc.), parecen apuntar palmariamente en esta dirección. La felicidad del sabio sería, pues, fruto de su superior potencia a la hora de comprender la necesidad de buscar un fundamento firme del conocer y del obrar, así como de actuar de modo efectivo conforme a las demandas que de él dimanan. De otro modo, resultaría incomprensible la declaración de Spinoza según la cual: “tan pronto como tomamos conciencia de dichos efectos [ los surgidos de la unión del conocimiento y el amor con aquello incorpóreo sin lo cual éstos no pueden existir ni ser comprendidos], con verdad podemos decir que hemos nacido de nuevo. En efecto, nuestro primer nacimiento tuvo lugar cuando nos unimos con nuestro cuerpo […]. En cambio, este otro o segundo nacimiento nuestro tendrá lugar cuando percibamos en nosotros unos efectos del amor totalmente distintos por estar conformados al conocimiento de ese objeto incorpóreo” (Spinoza, 1990, pp. 155-156: XXII [7]). Así pues, por un lado, el individuo singular se une a su cuerpo particular, no al corpus político estatal o al “cuerpo social” en su totalidad, y por otro, tal “segundo nacimiento” parece únicamente poder tener lugar y resultar en general concebible cuando nos hallamos en el estricto ámbito de la individualidad.
No obstante, Spinoza plantea, ciertamente, en referencia a “una naturaleza humana mucho más firme que la suya”, que “el sumo bien es alcanzarla, de suerte que el hombre goce, con otros individuos, si es posible, de esa naturaleza […]. Este es, pues, el fin al que tiendo: adquirir tal naturaleza y procurar que muchos la adquieran conmigo; es decir, que a mi felicidad pertenece contribuir a que otros muchos entiendan lo mismo que yo, a fin de que su entendimiento y su deseo concuerden totalmente con mi entendimiento y con mi deseo […]. Es necesario, además, formar una sociedad, tal como cabría desear, a fin de que el mayor número posible de individuos alcance dicha naturaleza con la máxima facilidad y seguridad” (Spinoza, 1988a, pp. 79-80: I [13-14]). Esto parece apuntar a una concepción “comunitaria” o “colectiva” de la suma beatitud cuya relación con lo anteriormente indicado en referencia a la singularidad del sabio resulta cuanto menos problemática y en la que no podemos detenernos aquí.18 En todo caso, dígase solamente que, desde nuestro prisma interpretativo, pretender extender la voluntad de conciliación entre lo objetivo y lo subjetivo fundada en la remisión a un fundamento ontológico entendido como “absoluto” e “incondicionado” (llámese a este “sustancia infinita”, “Dios” o simplemente “Ser”) a la esfera de la colectividad comunitaria, bordea peligrosamente el fallido “viaje a Siracusa” emprendido, pongamos por caso, por el Heidegger de los años 30 cuando pretende fundar la “verdad del pueblo” en la nociones de Heimat y Vaterland entendidas como formas de la “esencia del Ser mismo”.
Recapitulando lo expuesto, resulta claro que, conforme a nuestra interpretación, la posición ontoteológica de un Absoluto sustraído a toda mutabilidad (la sustancia infinita sive Deus) por parte de Spinoza, obedece a un proyecto de elusión y evasión del devenir en el cual la vinculación a tal Absoluto inmutable no sólo garantiza la felicidad individual (tesis de Henry), sino fundamentalmente la solidez ontológica que propicia el reposo de lo humano sobre la firmeza de la tierra, devenida ahora seno matricial susceptible de ser habitado. Una “firmeza” y un “descanso” explícitamente mencionados por Spinoza en una temprana prefiguración del cenit de su programa ontoteológico: “Pero, como éste [nuestro entendimiento] no puede conseguir progreso alguno sin haber llegado previamente al conocimiento y al amor de Dios, nos ha sido sumamente necesario buscar a éste (Dios). Y, puesto que […] hemos hallado que él es el mejor de todos los bienes, es necesario que nos mantengamos firmes aquí y que aquí descansemos. Pues hemos visto que fuera de él no hay cosa ninguna que nos pueda proporcionar alguna salvación y que ésta es nuestra única verdadera libertad, estar y permanecer atados con las amables cadenas de su amor” (Spinoza, 1990, p. 164: XXVI [5]). Desde esta perspectiva, la ontoteología de Spinoza no solamente secunda la tendencia fundamental ínsita en el corazón mismo de la metafísica tradicional, sino que enlaza con el sentido último de la técnica moderna tal como lo describe Emanuele Severino, a saber: la detención del devenir y de la imprevisibilidad a él ligada, con objeto de liberar al hombre de la angustia y la inquietud derivadas de la ausencia de dominación sobre los acontecimientos venideros. Así pues, la vinculación a las cambiantes cosas finitas que pueblan y configuran la natura naturata no puede satisfacernos porque es incapaz de saciar el deseo subyacente a toda metafísica ontoteológica: hallar (o postular) un basamento “externo” absolutamente firme capaz de transmitir esa firmeza constitutivamente suya a la serenidad “interna” que cada individuo reclama para sí en cuanto morador del mundo objetivo.19 Se verifica, efectivamente, que “lo más objetivo que hay” (lo máximamente ente) “tiene su condición en lo más subjetivo que hay” (la voluntad de morar sin tribulación en un mundo no dominado por el inquietante despotismo del devenir).
Conclusión
Hemos desgranado, pues, las líneas hermenéuticas fundamentales que permiten interpretar la metafísica de Spinoza en términos de una ontoteología de la reconciliación destinada a preservar la seguridad, la felicidad y el acomodo del hombre en el seno de lo mundano. Ahora bien, como apuntaba certeramente Henry, en el marco de la ontoteología spinoziana, “Dios no es demostrado”, sino simplemente “afirmado”, lo cual muestra, ya desde el comienzo, la originariedad del deseo de asentamiento, reconciliación y felicidad subjetiva tanto como su arbitrariedad última desde un punto de vista estrictamente racionalista. Convendría acaso evocar aquí la admonición formulada por Nietzsche (un pensador frecuentemente situado en la hermandad de Spinoza, pero que en esta ocasión nos permite torpedear hermenéuticamente la línea de flotación misma del pensamiento spinoziano): “¡No convirtamos más «deseabilidades» en jueces del ser!” (Nietzsche, 2006, p. 238). He aquí el veleidoso y contingente núcleo de irradiación del que mana la totalidad del discurso spinoziano cuya finalidad esencial se cifra precisamente en la supresión de toda contingencia y toda arbitrariedad: en la búsqueda de la seguridad y la firmeza absolutas.20
Spinoza ha tratado, pues, de localizar el “cielo” de la suprema beatitud en la “tierra” de la infinita sustancia divina inmanente. Eliminada la trascendencia, la expectativa de un mundo y una vida distintos de los efectivamente dados, solamente resta, remedando y adaptando la observación de Vattimo, tratar de “instalarse sin neurosis” en un mundo en el cual Dios vive permanentemente junto a nosotros”.21 Henry lo expresa con concisa acuidad: “La urgencia del deseo de Spinoza exige una inmediación, rechaza toda idea de futuro y nos ubica de entrada más allá de la Esperanza. El Cielo es instituido sobre la Tierra” (Henry, 2008, p. 177). En efecto, si “no hay nada en el mundo en lo que el hombre no encuentre a Dios, ¿de dónde podría venirle la menor tristeza, si la infinidad de cosas que existen es una infinidad de testigos que nos hablan de Dios, que se juntan desde todos los puntos del espacio para unir sus voces en el mismo cántico de «Gloria»? ¿Dónde estará la causa de un mal, si toda causa no tiene en sí nada más que la presencia total, si cada pedazo de extensión es un pedazo de Dios, es decir, de infinito, como la sustancia infinita que manifiesta? La deificación del acontecimiento es la significación alegre de la inmanencia” (Henry, 2008, p. 137).
Pero tal vez, en el punto culminante de nuestra interpretación, puede intuirse el hecho de que la apasionada apelación spinoziana a la proximidad del Absoluto ontoteológico denota acaso una original decepción con lo finito. Una prístina verificación de la inanidad de las cosas finitas a la hora de satisfacer plenamente nuestro deseo de adecuación dichosa con el mundo que ellas conforman y configuran. De ahí la voluntad de distanciarse de los objetos condicionados por temor a intuir con excesiva evidencia su constitutiva evanescencia y, por extensión, la delicuescente deficiencia que anida en el corazón mismo del mundo de la finitud. La ontoteología de la sustancia infinita delata tal vez la nietzscheana necesidad de ilusión y ficción que resulta necesaria para la vida: la remisión a un “trasmundo” (si bien, esta vez, inmanente) capaz de garantizar nuestra morada vital libre de desasosiego y congoja en el mundo empíricamente dado. Contemplada a esta luz, la ontoteología de Spinoza aparece como una de las más formidables encarnaciones del significado profundo que alienta tras la totalidad de la metafísica occidental.