I. Introducción
La idea que subyace al considerar al artista como héroe implica, en cierta medida, su preocupación frente a la vida2, constituyéndose junto con su obra en una figura paradigmática para la época3; tal preocupación debe comprenderse dentro del contexto del reconocimiento de la vida y la muerte, si se quiere, como una constante lucha de reconocimiento de ambos momentos en la existencia y vida del hombre. No se trata de pensar la figura del artista como un simple creador inspirado o un creador técnico, sino que se trata de comprender su dimensión creadora como la integración de diversos elementos que posibiliten la relación entre una espiritualidad que se expresa en una corporalidad. Su obra es portadora de un mundo, de una apuesta sobre el mundo: debería ser un paradigma en el mundo en tanto el creador es transgresor, y su obra, un acto de resistencia. En ese sentido se dirá que el artista es un héroe, cuyo heroísmo respondería a la afirmación de su singularidad.
Lo anterior, como breve esbozo de una consideración del héroe, dista de aquella idea expresada por Joseph Campbell en El héroe de las mil caras. Psicoanálisis del mito, en el que afirma que el héroe es quien “ha sido capaz de combatir y triunfar sobre todas las limitaciones históricas personales y locales y ha alcanzado las formas humanas generales, válidas y normales” (1959, p. 26). Esto se inscribe en una idea en la que el héroe debe seguir un proceso aparentemente sistematizado y ligado un poco a la idea del héroe (clásico) trágico, es decir, un héroe que sortea una serie de momentos que lo inscriben en la trayectoria que designará su condición heroica (en palabras de Campbell: “el umbral de la aventura”). Habría un punto de partida que le orienta y conduce a seguir su destino, o mejor, a desencadenar el curso respectivo de la acción; sorteará una serie de peripecias que constituirán el desenlace de la acción y su identificación como héroe. Sin embargo, el artista como héroe no sortea una serie de peripecias linealmente constitutivas que lo consagren como un héroe, sino que actúa bajo el reconocimiento de un mundo cambiante y agreste en el que se desenvuelve, y que es necesario para la producción del mundo.
II. Antonin Artaud y la revolución estética
Antonin Artaud, dramaturgo francés, se convierte en un caso paradigmático dada la importancia de su propuesta artística, y en ese sentido, es un caso esencial para la comprensión de la figura del artista como héroe, pues como se verá, no es suficiente con crear obras de manera esquemática y serial, sino que se requiere de un conglomerado de elementos esenciales, ya sean externos o internos, materiales o espirituales, es decir, no se trata solo de la perfecta implementación de una técnica sino de establecer un contenido espiritual4 que identifique y caracterice la obra. En El teatro y su doble, Artaud alude a la decadencia de la cultura en occidente, identificada por la no expresión de la vida en cada una de sus manifestaciones, y por lo tanto, sus críticas se aproximan a la preocupación por una cultura que nunca coincidió con la vida, que se ancló a otros parámetros institucionales de regulación de la sociedad y del mercado, y que hoy en día siguen marcando tendencia en la cotidianidad, haciendo de la sociedad, quizá en el sentido tomado por Chul-Han, una sociedad no libre, aunque ya no sea de la obligación sino del poder sin límites: “la sociedad del trabajo y rendimiento no es una sociedad libre, produce nuevas obligaciones” (Chul-Han, 2012, p. 30). En el contexto que nos representamos esas nuevas obligaciones nos vemos avocados a no ser seres conscientes del contexto sino alienados, perdiendo algunas cualidades que nos hacen autónomos y libres dentro del mundo; seguiríamos parámetros establecidos de los ideales de humanidad que instaura una sociedad de la obligación, y, por tanto, los seres humanos nos alejaríamos de la cultura y no asumiríamos sus valores y condiciones que permiten el progreso de la humanidad. Ese mundo alienado es el que incluso, en el siglo XIX, critica Artaud.
La cultura debe ser, a diferencia de la civilización, un reflejo de la perspectiva metafísica de la vida del hombre, es decir, debe avanzar los linderos institucionales y centrarse en la composición espiritual de los seres humanos, lo que implica la comprensión de un mundo interior que se expresa exteriormente (cf.Greene, 1967, p. 190) y, en su relación con lo artístico, la comprensión de la condición esencial de la creación y el objetivo de su expresión externa frente a un público receptor. Para lograr la coincidencia antes mencionada, es necesario reformular la idea o ideas acerca de la vida en épocas que, según dice Artaud, nada -ningún acto- adhiere a la vida; es en este espacio de reforma, de opción por algo diferente, en que se eleva una poesía “transgresora” que se enfrenta y quiere poseer la vida. Hablando en términos estéticos, ya no nos adherimos a la vida porque pensamos en condiciones inmediatas de satisfacción de placeres, no exigimos del arte más que objetos “soft”, un arte positivo y no negativo; un arte que no hiere al sujeto de percepción, lo que implica, en muchas ocasiones, el reconocimiento de la muerte, del límite, de la fisura que nos llevaría a comprender una gran dimensión de ese mundo.5 Esta otra manera de acercarse a la vida renace en el teatro:
Si el teatro ha sido creado para permitir que nuestras represiones cobren vida, esa especie de atroz poesía expresada en actos extraños que alteran los hechos de la vida demuestra que la intensidad de la vida sigue intacta, y que bastaría con dirigirla mejor (Artaud, 2001, p. 11).
El teatro, tanto como cualquier otra forma de arte bien dirigida, puede acercarse a la vida y al ser humano, logrando configurar una manera de presentar diversas representaciones del mundo que contienen una intensidad particular de la existencia6 que todavía no ha sido explorada, o por lo menos, no lo ha sido de la mejor manera; todavía se carece de un acercamiento a la “realidad” y al fundamento del actuar y del representar humano. La propuesta de Artaud parece inclinarse hacia una idea de cultura como protesta ante otra idea de cultura que no encaja con las necesidades de la vida actual; se protesta contra la cultura separada de la vida, la cual no debe reducirse a meras expresiones externas-materiales, sino que se relaciona con una facultad que permite el trabajo humano mediante fuerzas que mantendrán activa su energía. Tal energía será recuperada en esa nueva idea de cultura que, ligada al teatro -y quizá a la creación artística en general-, provoca alteraciones en el espíritu de quien la percibe, permitiendo esa transformación esencial que proyecta el arte.
La propuesta de Artaud, volcada hacia una “renovación” del arte implica un acercamiento a la vida misma, el despertar de una “fuerza” que permite reconocer la existencia de la humanidad en todos sus aspectos; parece tratarse de una acción heroica que restauraría el equilibrio entre lo “natural y lo mágico”, similar a la propuesta nietzscheana del equilibrio entre lo apolíneo y dionisiaco presentada en el Nacimiento de la tragedia para la comprensión de lo artístico. La necesidad de transformar lo artístico responde a una decadencia del arte, a la decadencia de una actitud que no puede separarse de las bases naturales y afectivas de la existencia, que no debe sesgarse a ciertos parámetros y momentos específicos de acción, como, por ejemplo, el seguir una técnica en específico independientemente del aspecto estético-sensible. Todo esto se mueve, según Artaud, en un plano metafísico en el que el teatro (o el arte), a partir de actitudes profundas, invita a verlo de manera diferente: “La verdadera poesía es metafísica, quiéraselo o no, y yo aún diría que su valor depende de su alcance metafísico, de su grado de eficacia metafísica” (Artaud, 2001, p. 49).
En Psiquemáquinas, Miguel Morey expone ciertas características del pensamiento de Artaud, empezando por la crítica realizada precisamente a los surrealistas cuando lo invitaron a una exposición, pues para el dramaturgo francés, las exposiciones mostraban el arte como un mero objeto de mercancía de las galerías y no lo mostraban con la fuerza que implica el mismo, es decir, su condición espiritual de expresión externa (1990, p. 136). La crítica al surrealismo le vale para reforzar su pensamiento y establecer su concepción de arte y vida casi al final de su existencia, como es el caso de pensar que la realidad no se vive llenándola de irrealidades y suavizantes, sino que dicha realidad debe romperse y dejar hablar a la materia, es decir, dejar que la misma sea fuertemente viva, y, por tanto, cruel. Morey afirma que el hecho de que Artaud hable de una suerte de encantamiento en el que estamos, implica que el hombre está “hechizado” en nuestro tiempo, es decir, hay una suerte de alienación que automatiza al individuo, reprimiendo el desarrollo de cada uno y haciendo de nosotros algo económicamente útil. El objetivo de Artaud será liberarse de tal hechizamiento a partir del arte en tanto conquistará su propio cuerpo a partir de un lenguaje específico, particular y con pretensiones de universalizar (cf. Morey, 1990, pp. 141-143). Es en ese ámbito en el que se inscribe el teatro de la crueldad, un teatro de carácter metafísico que va dirigido a los sentimientos del espectador, donde lo difícil e imposible devienen en aspectos constantes y normales. Por ese acto de acercarse a los sentidos logra liberar un posible inconsciente reprimido, motivando una rebelión que generaría en la comunidad una actitud diferente: heroica y difícil (cf. Artaud, 2001, pp. 31-32). Esta rebelión no debe comprenderse como una protesta con fines políticos o sociales específicos, con fines ideológicos que harían de la acción artística una ideología más y no un movimiento vital y activo que promueva nuevas sensibilidades inscritas en determinados regímenes de arte; se trata de una manifestación artística que, en cierta medida, logrará o surtirá efectos sobre los demás gracias a su carácter vital. En esa medida, se puede decir que el arte no busca, en un primer momento, una rebelión popular que problematice y afecte de manera directa el orden social, sino que busca una manifestación frente a la comprensión de la vida humana, que afecte la sensibilidad de todos los receptores (su existencia) y que llegue al límite de la vida misma, al rigor en el acto: a la crueldad.
Para Naomi Greene (1967), Antonin Artaud plantea una nueva forma de ver el arte y enfrentarse a la vida, ligado a una revolución metafísica diferente de una revolución política; busca una sublevación, un hombre que se revele contra las limitaciones que sobre él coloca la existencia misma, contra las “leyes que gobiernan la vida y la muerte”7 (Greene, 1967, p. 188), contra factores no solo externos sino internos de cada individuo, factores que en repetidas ocasiones no dejan pensar en la humanidad. En últimas, no vemos en él una preocupación por un cambio específico en la sociedad, a modo de movimiento ideológico que busca permear y modificar algunos asuntos y aspectos particulares. De lo que se trata, es de optar por un cambio en la vida misma, lo que implicaría, de cierta manera, definir la naturaleza de la revolución o subversión, y tal cambio en la vida afecta y reestructura las fibras más íntimas del ser humano. Para lograr dicha “revolución espiritual” se debe comprender, primero, la naturaleza del ser, y ello iría precedido de un cambio en el modo de uso y función del lenguaje, pues el cuerpo también habla, y no sólo requeriríamos de la palabra hablada o escrita para expresar emociones y sensaciones. Toda esta concepción no satisfecha en su unión con los surrealistas, encontró asidero en el teatro balinés.
III. La restauración del arte. La crueldad como propuesta
Desde la perspectiva de Antonin Artaud, el problema del teatro de occidente es que ha olvidado los aspectos esenciales de la vida misma y su relación con el arte, es decir, ha olvidado las consideraciones que se realizan frente a la cultura y las diversas actividades vitales que realizan los seres humanos a diario. En ese sentido, toda la acción del teatro debe generar un tipo de develación en los hombres, de comprensión de una realidad hostil, de la bajeza, de la mentira, de la hipocresía, de la debilidad del mundo. Tal acción cuenta con una fuerza que invita a la apropiación del destino de cada uno y a la generación de una actitud heroica que espera ser alcanzada gracias a esta comprensión de la realidad (cf. Artaud, 2001, p. 36). Dos serán, entonces, los momentos del teatro para el desarrollo adecuado de su acción: hacer ver al hombre tal y como es para que la máscara caiga y se enfrente a su realidad, una realidad que reconoce la crueldad de la existencia; en un segundo momento implica la acción que él mismo tome frente al destino toda vez que ya haya reconocido su debilidad. El alejamiento del hombre de la comprensión de esa dimensión real y cruel de la existencia, latente en occidente, no se presenta en oriente, y por ello toma relevancia el teatro balinés y las manifestaciones no occidentales que no subvierten el sentido y la importancia del arte junto a la vida. Es en ese mismo entorno en el que la renovación del lenguaje artístico se hace latente, de un lenguaje simbólico que va más allá de la mera palabra dicha y toma otras formas que también comunican, como es el caso del lenguaje corporal.
El teatro occidental, dirá Artaud, sufre un fuerte problema al estar simplemente al servicio de un lenguaje escrito, encerrado en sus propios límites convencionales que no exploran ni explotan las formas de la vida y cómo dichas formas contienen una fuerte carga simbólica esencial para la vida, pues el objetivo no es hallar una renovación a partir de la generación de efectos psicológicos o políticos, sino que busca realmente una transformación espiritual ligada a una condición mítica de la existencia. En ese orden de ideas, Artaud señala que se debe “unir el teatro a las posibilidades expresivas de las formas, y el mundo de los gestos, ruidos, colores, movimientos, etcétera, es devolverle su primitivo destino, restituirle su aspecto religioso y metafísico, reconciliarlo con el universo” (2001, p. 81).
El problema del teatro occidental, por tanto, no solo es de expresión lingüística sino de fuerza connotadora de vida, pues las palabras solo determinan conflictos particulares, la cotidianidad, y, por tanto, solo buscan un reconocimiento social y psicológico. De lo que carece, entonces, es de un reconocimiento de la fuerza plástica y física, del lenguaje corporal que también expresa y que puede trabajar conjuntamente con la palabra en la búsqueda de una relación más cercana con el espíritu. El arte debería ser, siguiendo un poco la expresión nietzscheana, un arte del alma fea, que rompa con las almas y mueva las piedras, que “vuelva humanos” a los animales; que afecte sensiblemente a quienes perciben la obra de arte, no por eterna calma y serenidad, sino precisamente por mover el alma del espectador (cf. Nietzsche, 2014, p. 144). Este arte, en palabras de Artaud, sería el del teatro oriental, el cual se caracteriza por otras formas de comunicar la existencia y experiencia de vida: el lenguaje del cuerpo puede comunicar a través de diversos símbolos que están presentes en la obra y que, necesariamente, no son constitutivos de la palabra.8
Esta nueva relación en la comunicación afronta dimensiones más amplias y diferentes en tanto atienden a la acción y su representación está liberada de ataduras de carácter exterior. Este tipo de teatro busca permear la sensibilidad humana, afectar al espectador y despertar diversas emociones y una conciencia frente a lo que sucede en la realidad; este teatro es de corte metafísico, según Artaud, toda vez que opera en varios ámbitos de la vida y no solamente en uno, como puede pasar con el teatro psicológico que, como hemos mencionado, se enfoca en la comprensión de la palabra escrita como palabra dicha, pues muestra la más interna sensibilidad humana a través de las palabras y descuida otros medios que podrían apoyar su objetivo.9
El teatro de corte metafísico promueve, por tanto, el reencuentro con el significado religioso y místico del teatro, que lleva a una conexión entre arte y vida, entre los elementos significativos con el acto creativo. Según Artaud:
Hacer metafísica con el lenguaje hablado es hacer que el lenguaje exprese lo que no expresa comúnmente; es emplearlo de un modo nuevo, excepcional y desacostumbrado, es devolverle la capacidad de producir un estremecimiento físico, es dividirlo y distribuirlo activamente en el espacio, es usar las entonaciones de una manera absolutamente concreta y restituirles el poder de desgarrar y de manifestar realmente algo, en volverse contra el lenguaje y sus fuentes bajamente utilitarias, podría decirse alimenticias, contra sus orígenes de bestia acosada, es en fin, considerar el lenguaje como forma de encantamiento (Artaud, 2001, pp. 51-52).
El teatro es, ante todo, un lenguaje que expresa la vida humana. Se trata de un doble de la realidad no como copia inerte, sino como una otra realidad que lleva al límite su expresión. El teatro metafísico, aunque genera cambios en la sociedad, no es el mismo teatro social que podría transformarse y variar según las épocas. El análisis de lo ocurrido en el teatro balinés, de corte metafísico, le permite a Artaud indagar si existe un lenguaje propio del teatro, a lo que contesta que, de ser afirmativo, tal lenguaje sería confundido con la puesta en escena, pues se la considera de manera peyorativa, como un mero accesorio, sin comprender la importancia de todos los elementos que encuentran asidero en el espacio representativo y son expresión del mismo. La intensidad del teatro permite observar sus propios límites, reconociéndolos no en un mero libro sino en la escena como punto de partida de la creación, como expresión de un acto liberador. De allí que afirme que:
La puesta en escena es instrumento de magia y hechicería; no reflejo de un texto escrito, mera proyección de dobles físicos que nacen del texto, sino ardiente proyección de todas las consecuencias objetivas de un gesto, una palabra, un sonido, una música y sus combinaciones. Esta proyección activa sólo puede realizarse en escena, y sus consecuencias se descubrirán sólo ante la escena y sobre ella; el autor que sólo emplea palabras escritas nada tiene que hacer en el teatro, y debe dar paso a los especialistas de esta hechicería objetiva y animada (Artaud, 2001, p. 84).
El problema del lenguaje teatral en Artaud es esencial, ya que su propuesta se construye, como ya se ha mencionado, a partir de una necesidad metafísica de expresar la vida, de sentir en cada ejecución lo esencial de la existencia; la representación hallada en el teatro deja de ser mera expresión lingüística guiada por un texto y se extiende, más bien, a lo que junto con una expresión corporal se pueda transmitir, en la que el cuerpo habla y cada movimiento unido a gestos, sonidos, luces, trajes, objetos dispuestos y el espacio en escena se convierten en uno, logran comunicar y despertar emociones en un espectador sin necesidad de una palabra coherentemente formulada. Este trabajo es realizado por el artista, quien dispone su particularidad en la formación y ejecución de la obra. Tal vez, este aspecto da pie a resaltar la importancia no solo del teatro balinés sino de otras expresiones de arte que no hacen uso de un lenguaje escrito, como el caso de la danza10, en el que el ritmo y armonía corporal devienen en evidentes transmisores de emociones y sensaciones necesarias para la comprensión del mundo espiritual.
Esta nueva reconfiguración del lenguaje de escena permite una nueva consideración (en tanto renovación) del teatro, de la acción en escena y del espacio teatral, de la disposición de los objetos y todo aquello que en escena suceda porque, de lo que se trata, es de comprender la dimensión espiritual de lo que acontece en la vida y que permite la comprensión del ser humano. Por tal motivo, cada aspecto que se desarrolla y que interviene es esencial: “el espacio en escena es utilizado aquí en todas sus dimensiones, en todos los planos posibles. Pues además de un agudo sentido de la belleza plástica, estos gestos tienen siempre como objetivo último la dilucidación de un estado o un problema espirituales” (Artaud, 2001, p. 71); tales problemas espirituales posibilitan estados de sublevación en lo seres humanos en tanto afectan la existencia en general, y de esa manera, generan diversas emociones en las particularidades.
La renovación de un arte que se ha desligado de la vida se hace posible gracias al teatro de la crueldad, y si la mención lo permite, un arte de la crueldad. La crueldad -y Artaud hace la advertencia- no debe considerarse en un sentido grotesco, en el que prima un sinfín de imágenes sangrientas, sino que se inscribe en una línea de comprensión de la dificultad, de la acción violenta e inmediata que afecta los sentidos; se trata de una acción extrema que es llevada a sus límites. Es ahí, en esos límites, que se da la renovación del teatro. El teatro de la crueldad implica un gesto en el que hay una fuerza que es comunicada, y en donde el espectador no es alguien aislado, sino que está en el centro del espectáculo mismo, de manera tal que su papel se hace activo y central en la creación; en ese sentido de integración del público, el teatro busca agitar las masas. Sin embargo, esta crueldad que lleva la acción a los límites puede que no se configure simplemente en la representación material que utiliza elementos externos y que constituye la obra. Vale preguntar, por lo tanto, cuál ha sido el límite (físico y emocional) de la acción en la manifestación artística (acción en tanto ejecución material y en tanto contenido de la obra), preguntándonos, a su vez, si tal límite no se hace también en el cuerpo y en la vida del artista, y de esa manera, su vida deviene no solo en expresión artística sino en un acto heroico. Se hace la salvedad, a su vez, de que, si hay una manifestación corporal como acción, dicha manifestación tiene un engranaje espiritual que le da sentido y realidad a lo que ha sido representado. Como se mencionó anteriormente, recuérdese manifestaciones como la danza, la cual expresa espiritualidad a partir de una corporalidad.
El cuerpo, por tanto, no solo es ejecutor de acción sino también la acción misma en tanto se es consciente de cada uno de los movimientos; el cuerpo en dicha relación es expresión de la realidad cruel, de la cual ningún artista consciente del mundo puede escapar. Para el caso de la danza, y en particular de la danza buto, el cuerpo es una fuente esencial de expresión a partir de una condición espiritual que designa la importancia de la representación; el cuerpo expresa a partir de un lenguaje propio que modifica todos los momentos en que él habla, cada movimiento es una palabra, cada coordinación armónica y rítmica es una metáfora. El lenguaje corporal se sobrepone al lenguaje determinado y estático de la palabra en tanto logra expresar sentimientos y vivencias a partir del cuerpo, de cada movimiento armónico y rítmico, incluso de las gestualidades. Así lo expresa Nanako sobre uno de los representantes de dicha danza, Hijikata:
As close as Hijikata’s ideas seem to those of cognitive scientists, linguists, and psychologists, he was also very different from them because he was a poet, always attempting to capture amorphous lie-life that resists being settled in any particular form. Hijikata tried to create his own universe with his own language. That was one of the reasons he kept changing his themes and styles: he wanted to avoid getting trapped in a static form and losing life (2000, p. 16).
Así, diremos que el artista debería ser un héroe del pensamiento, como lo afirma Dumolie siguiendo a Nietzsche (cf.Dumolié, 1996, p. 151); un héroe de pensamiento, pero también de acción, es decir, que comprenda las dimensiones vitales de la existencia, no solo de corte conceptuales sino también estética (integrando incluso la comprensión del cuerpo mismo). El artista como héroe, y el heroísmo de Artaud, se reconocen en tanto proponen una nueva dimensión de lo artístico y de lo estético, en la que el creador es punto de partida de lo creado, expresando con mayor intensidad una realidad que no le es ajena, de la que es consciente y con base en dicha conciencia, crea.11 El artista heroico, en la conciencia de esa vitalidad puede, incluso, concluir que el material último de la misma expresión es el cuerpo mismo, manifestando en las obras teatrales, en la danza, en los performances e incluso en la vida misma la esencia de su corporalidad. Siguiente a Dumolie, el artista sufriría y moriría a fuerza de la misma crueldad que profesa (y ese es el caso de Artaud):
Cada héroe que muere refuerza el sistema de crueldad sobre el cual se basan la cultura y la sociedad. Ciertamente se le permite evadirse, pero para que su regreso sea la prueba de su fracaso, para que el regreso de Artaud sea el de una momia, el de un cadáver, el de un loco -bueno para volverlo a meter en el manicomio. Entonces su evasión frustrada habrá sido la mejor justificación de la clausura y del rito (Dumoulié, 1996, p.162).
IV. La acción y el espacio de la crueldad
La acción del teatro de la crueldad está dirigida, en primer momento, a los sentidos antes que, al entendimiento del espectador, y por ello, no es necesariamente determinante la palabra dialogada como centro mismo de la obra, sino que se vale de gestos, movimientos, sonidos, ritmos, entre otros. En ese sentido, podemos decir que no solo hablamos de un teatro de la crueldad sino de un arte de la crueldad, pues la acción se ejecuta en búsqueda de una penetración de los sentidos que logre una transformación y distorsione, de la mejor manera, la cotidianidad de la comunidad. El teatro, y quizá otras manifestaciones de arte requieren, para ello, de una expresión dinámica en el espacio, donde todos los elementos que en escena se encuentra tengan un sentido dentro de la idea de crueldad.
La palabra crueldad debe comprenderse en amplio sentido y no solo en la significación material inmediata de la misma. Por ello pregunta Artaud qué entendemos filosóficamente por crueldad, pues “desde el punto de vista del espíritu, crueldad significa rigor, aplicación y decisión implacable, determinación irresistible, absoluta” (2001, p. 115). De esa manera, se nos plantea un panorama en el que, si bien no hemos definido específicamente un teatro de la crueldad y sus elementos constitutivos, podemos retomar y analizar la crueldad en su amplia significación. Así, logramos deducir que el teatro de la crueldad implica llevar al punto límite todas las acciones y hace de todo lo que en él se representa algo irreversible, implacable y absoluto; solo de esa manera, siguiendo a Artaud, podemos llegar a la anhelada renovación del arte que se conecte con la vida y que afecte la sensibilidad del ser humano. La crueldad, por tanto, es equivalente al rigor; y en tal esfera de esfuerzo y rigor se mueven creación y vida.
Empleo la palabra crueldad en el sentido de apetito de vida, de rigor cósmico y de necesidad implacable, en el sentido gnóstico de torbellino de vida que devora las tinieblas, en el sentido de ese dolor, de ineluctable necesidad, fuera de la cual no puede continuar la vida (Artaud, 2001, pp. 116-117).
¿Puede esta idea llevarse al arte en general, o al menos, a ciertas manifestaciones artísticas diferentes del teatro? ¿Puede el artista llevar el cuerpo al punto límite de todas sus acciones, haciendo de su vida misma algo irreversible e implacable? ¿Qué sentido tomaría esta crueldad en su cuerpo (materia y espiritualidad) como objeto de arte y, finalmente, en su vida como un acto de heroísmo?
Hasta el momento, es importante comprender que la propuesta artística de Artaud gira alrededor de algunos elementos que permiten categorizar su idea de la crueldad y la posible asignación del artista como héroe, pues es quien, gracias a diversos elementos materiales e inmateriales, genera una obra paradigmática que recobra el valor esencial de la vida, una obra que es llevada al límite. Estos aspectos son: una propuesta metafísica que está ligada al modo de ver y sentir la vida, a la intensidad de la vida, como fuerza de creación que contiene la comprensión misma del conglomerado de elementos humanos que constituyen la obra. Estos dos aspectos cobran relevancia en tanto se configuran como una respuesta ante una decadencia del arte que ha sido separado de la vida y de sus elementos rituales y vitales. Retornar al teatro metafísico -en él hay una comprensión de esa intensidad de vida- implica aceptar la propuesta de renovación del arte, de recuperar sus valores perdidos y su dimensión real. Dicha renovación, que parte de una suerte de sublevación ante la decadencia, genera no solo un cambio de vida particular sino también un cambio social, un cambio en el orden comunitario no supeditado a los diversos movimientos políticos.
Susan Sontag, en un estudio sobre Artaud, rescata algunas de las tesis planteadas por el dramaturgo francés, entre las que se encuentra el acercamiento a la vida por parte del autor, y no cualquier acercamiento sino uno que comprenda la dimensión total de la existencia. En su reflexión sobre los autores modernos, afirma que el papel del autor encarna una vida que supera los límites que se le presentan para proponer la obra, y relacionado con ello, afirma que ellos se reconocerían “por un esfuerzo por separarse, por su deseo de no ser moralmente útiles a la comunidad, por su inclinación a presentarse no como críticos sociales sino como videntes, aventureros espirituales y parias sociales” (Sontag, 2007, p. 23). En ese sentido, la expresión de dicha singularidad implica un acto de libertad y un acto de voluntad que exacerba los puntos espirituales que son trasladados a través del cuerpo, fisurándolo, lesionándolo y transformando una realidad. De ahí que el artista sea algo más que un crítico; sea ese vidente o aventurero espiritual que transgrede los parámetros de “normalidad” y aceptación de la obra. Estos autores expresan una singularidad en los medios materiales de creación artística, lo que no implica, nos dirá Sontag, que deba conocerse la vida o historia de quien la obra escribe, sino que se debe lograr comprender, a partir de dicha expresión singular, una dimensión sensible de creación que expone un mundo interior llevado al límite, llevado a la idea de crueldad.
V. Artaud: el artista como héroe
Sontag afirma que Artaud, como hombre y como artista fracasó, que su obra deviene algo fragmentado en la búsqueda constante del arte total, y que sus obras, al expresar una singularidad, una presencia esencial, se transforman en una especie de poética o estética del pensamiento, una fenomenología del sufrimiento y una teología de la cultura (cf.Sontag, 2007, p. 25ss), y dicha estética del pensamiento recoge, principalmente, elementos de la crueldad que relacionan espíritu y cuerpo, y en el que cada afirmación, es una afirmación de ambos elementos. Artaud, al parecer, hizo de su vida, de su cuerpo, de su mente, una manifestación artística, unos elementos del sufrimiento, una manifestación de la crueldad. Su propuesta fragmentada, en búsqueda del arte total, hace de su vida fisurada una manifestación del arte, y hace de él, un artista transgresor, un héroe. En el mismo sentido, Jorge Alberto Naranjo, afirma que las condiciones vitales del mundo le permitieron a Nietzsche presentar como un guerrero que deviene en héroe, pues desde niño asumió situaciones que no eran de fácil envergadura para un joven de su época (cf. 2018, p. 8ss); sin caer en una psicología del arte, pero remitiéndonos a una concepción tradicional del héroe trágico, este debe sobreponerse a un sinnúmero de situaciones que acontecen y afectan su existencia, no en el entendido de rechazar las mismas situaciones, sino en la idea de afrontarlas a partir de una consciencia, y por tanto, el artista heroico no asumiría una actitud nihilista sino un actitud creadora, que manifiesta una sensibilidad, aunque esa actitud pueda ser en última instancia el uso del cuerpo mismo.
Las inquietudes de Artaud por el arte y por la vida se manifiestan en numerosas cartas escritas en diferentes periodos, en las que se hace evidente la ya mencionada preocupación por una cultura que se ha alejado de la vida y que no indaga sobre sus elementos esenciales y sobre cómo vincular la sensibilidad humana a elementos espirituales y corporales. En una carta fechada del 5 de junio de 1923, dirigida a Jacques Rivière, Artaud afirma:
Sufro de una temible enfermedad del espíritu. Mi pensamiento me abandona en todos los grados. Desde el hecho simple del pensamiento, hasta el hecho exterior de su materialización en las palabras. Palabras, formas de frases, direcciones interiores del pensamiento, reacciones simples del espíritu, estoy persiguiendo mi ser intelectual constantemente. Entonces en el momento en que puedo asir una forma, sin importar cuán imperfecta sea, la fijo, temiendo perder todo el pensamiento. Estoy por debajo del mí mismo, lo sé, y lo sufro, pero lo consiento por temor a morir completamente. (Artaud, 2014, p. 13).
En esta misma carta, como en otros escritos, se entrevé la búsqueda constante de un arte metafísico, un arte total que ligue elementos de la vida misma con el pensamiento; pero en la búsqueda de dicho arte solo se llega a la comprensión y formación de creación fragmentada, de indagación inacabada de esa relación entre cuerpo y alma llevada al límite que generaría dicho arte total, aquel que trasciende los linderos de lo material y contiene un elemento esencial que en él persiste. En últimas, de lo que se trata, es de la persistencia de un pensamiento, sea cual sea el estilo utilizado y la representación llevada a cabo.
Lo anterior, nos remite a pensar la sensibilidad de Artaud de la misma manera en la que él comprendía la sensibilidad de Van Gogh, una “sensibilidad pavorosa” que convive en un mundo que se “ha desviado”, en un mundo que no dimensiona la sensibilidad y acción del artista. Por tanto, estas figuras sufren en su existencia, sufren en tanto son marginados y alejados por su pensamiento, por su creación, por la incomprensión de lo comprensible de su obra, por la manifestación espiritual que ellos representan. El artista como héroe dejaría de ser el impulsor de una simple técnica, y se convertiría en un creador de elementos constitutivos de la vida y la sociedad; el arte se convertiría en un actuar del espíritu y por tanto, el espíritu produciría arte. Ante ello, afirma Sontag que: “el teatro de Artaud es una máquina agotadora que intenta transformar los conceptos del espíritu en acontecimientos enteramente «materiales», entre los que se encuentran las propias pasiones” (2007, p. 42).
Adicional a lo anterior, y aunque se afirme la importancia de la afectación de los sentidos de los espectadores, el teatro de Artaud no se dirige al espíritu particular de cada uno de ellos, o mejor, el arte del héroe no pretende afectar singularidades sino, antes que nada, penetrar en la existencia misma e ir dirigido a la “existencia total” (cf. Sontag, 2007, p. 42). Sin embargo, esa dirección a la existencia total no niega la posibilidad de que un espectador individual logre afectarse sensiblemente, no solo en su particularidad sino en la vida y existencia misma.
VI. Conclusiones
El artista como héroe: cuerpo como límite y libertad
En la obra de Antonin Artaud subyace y es constante la idea de libertad frente a la creación, de una libertad que no está condicionada a permanecer como deseo del individuo o como posibilidad de ser en tanto tenga limitaciones institucionales externas. Esta libertad está anudada a la búsqueda de un arte total, de un arte que afecte la existencia misma y convoque a una nueva integración de éste con la cultura, la vida, y diversas expresiones sensibles del mundo; se trata de una revolución espiritual en búsqueda de la transformación cultural, y para ello, se requiere de una acción singular liberadora que utiliza su cuerpo, en muchas ocasiones, como modo de expresión.
En Artaud se encuentra, entonces, una serie de preocupaciones que ligan el concepto de libertad, de libertad del espíritu creador, al del hombre total y no psicológico, del hombre de corte metafísico que busca una expresión de la vida en el arte y que tiene una inquietud por la metamorfosis de los estados internos del alma que son afectados por la cultura. Con relación al arte y la libertad, Sontag afirma que “para ser liberador del espíritu, piensa Artaud, el teatro ha de expresar impulsos mayores que la vida, pero esto tan solo demuestra que la idea de libertad en Artaud es, en sí misma, gnóstica” (2007, p. 64), es decir que esa libertad tiene un obstáculo mayor que en algún momento será liberado: el cuerpo.
En este sentido de expresión de la libertad, de la creación llevada al límite, es que cobra importancia la relación entre arte y vida, entre cuerpo y espíritu, pues entre cada par existe una relación de dependencia y complementariedad. Por eso la obra de arte termina por ser más que mera expresión material o representación de realidades, y se convierte en una obra que intenta alcanzar esa totalidad metafísica de creación. Esto solo es posible, en el caso de Artaud, en un teatro renovado, en un teatro que comprenda la dimensión del mundo. De allí que afirme que: “Lo importante es poner la sensibilidad, por medios ciertos, en un estado de percepción más profunda y más fina, y tal es el objeto de la magia y de los ritos de los que el teatro es sólo un reflejo” (2001, p. 104).
Artaud, nos dice Sontag en sus aproximaciones, es el mayor representante de la búsqueda de un arte total, dada la importancia que le da a diversos aspectos que han sido descuidados en otros movimientos. La búsqueda del dramaturgo francés implica la transformación de elementos espirituales en hechos artísticos, en representaciones que afecten las fibras más sensibles de las personas y generen cambios en el orden social sin caer en movimientos ideológicos, y así, afectan no solo una particularidad sino la existencia en total. Por lo tanto, el arte se convierte en un arma cruel pero no violenta, en un instrumento de revolución y renovación de valores perdidos, de una revolución espiritual que genera cambios no solo internos al receptor sino en el orden general de las comunidades. El arte, entonces, es un medio de transformación espiritual, y el artista, es el contenedor de una particularidad que transgrede las limitaciones externas, incluso, las limitaciones propias, su espíritu avanza libremente hasta el punto de superar su límite físico, su cuerpo. El artista, en ese sentido, será un marginado social que despertará la consciencia de la totalidad existente, será, quizá, como lo dijo el mismo Artaud de Van Gogh, un suicidado por la sociedad.