Está claro, pues, que la prudencia es una virtud y no un arte. Y, siendo dos las partes racionales del alma, la prudencia sería la virtud de una de ellas, de la que forma opiniones pues tanto la opinión como la prudencia tienen por objeto lo que puede ser de otra manera. (EN, 1140b25).
I. Introducción
En el marco de la pluralidad de aproximaciones por establecer la naturaleza de la ética, por definirla o clasificarla, se ha elegido aquí la de la racionalidad práctica de inspiración aristotélica como perspectiva epistemológica, por considerarla la más fértil para comprender la ética y abordar metodológicamente los problemas morales contemporáneos.2 En especial porque seguimos entendiendo la ética como un saber que se ocupa de estudiar las distintas formas de vida desde el punto de vista del bien o de la busca de la felicidad. Un ejercicio como ése, centrado en la consideración de las acciones y de las decisiones humanas vistas en relación con los modos de ser anclados en complejos mundos vitales comunitarios, demanda el reconocimiento de las diversas formas que la racionalidad adquiere cuando se dirige justamente al obrar y no al conocimiento teorético.
Esta perspectiva permite ubicar con precisión el campo de la razón en el que emerge la ética y su relación con la justificación y la deliberación pues, como afirmó Chaim Perelman, la ética es la doctrina de las buenas razones (Boenders, 1990). Como rama de la filosofía, se concibe entonces a la ética como parte de la filosofía práctica. La clarificación del tipo de racionalidad implicada en el ejercicio filosófico (Gómez, 1991; Perelman, 1989) y, más aún, en el ámbito de la filosofía práctica -ética, política, filosofía del derecho- que se encuentra en la base de la acción moral resulta indispensable para comprender el alcance y las peculiaridades de un saber tan singular como el de la ética. Desarrollaremos estos planteamientos en cuatro apartados: en el primero nos ocuparemos de presentar a la ética como un saber práctico; en segundo lugar, consideramos la peculiaridad lógica y epistemológica de la filosofía práctica y de la ética; en tercer lugar, presentamos las formas de la racionalidad práctica en sentido aristotélico (argumentación, interpretación y narración); por último, trataremos la relación entre razonamiento práctico y sensibilidad moral.
II. La ética como saber práctico
Para empezar, debemos tomar nota de algunas distinciones hechas por Aristóteles a propósito de los objetos de las distintas ciencias, lo cual, como indica Guariglia (1992), le permite establecer la idea de una exactitud relativa:
Nuestra exposición será suficientemente satisfactoria, si es presentada tan claramente como lo permite la materia; porque no se ha de buscar el mismo rigor en todos los razonamientos, como tampoco en todos los trabajos manuales. Las cosas nobles y justas que son objeto de la política presentan tantas diferencias y desviaciones, que parecen existir sólo por convención y no por naturaleza. Una inestabilidad así la tienen también los bienes a causa de los perjuicios que causan a muchos; pues algunos han perecido a causa de su riqueza, y otros por su coraje. Hablando, pues, de tales cosas y partiendo de tales premisas, hemos de contentarnos con mostrar la verdad de un modo tosco y esquemático. Y cuando tratamos de cosas que ocurren generalmente y se parte de tales premisas, es bastante con llegar a conclusiones semejantes. Del mismo modo se ha de aceptar cada uno de nuestros razonamientos; porque es propio del hombre instruido buscar la exactitud en cada materia en la medida en que la admite la naturaleza del asunto; evidentemente, tan absurdo sería aceptar que un matemático empleara la persuasión como exigir de un retórico demostraciones (EN, 1094b10, 15, 25).
Con este contraste Aristóteles introduce la delimitación de dos ámbitos distintos de la racionalidad: el de la racionalidad teórica y el de la racionalidad práctica, que reclaman, cada uno, sus propios instrumentos de conocimiento, a primera vista la lógica formal y la retórica. En cuanto a los objetos de estudio de la ética, conviene recordar lo que indica Oswaldo Guariglia que, como se puede apreciar, demuestra una gran claridad epistemológica en el estagirita:
Al establecer una distinción tajante entre principios del movimiento y entidades matemáticas, por un lado, y entre causas necesarias y contingentes, por el otro, que en cada caso corresponden a entidades invariables e inmóviles (las matemáticas), móviles pero necesarias (los astros y, de un modo particular, los fenómenos físicos sublunares entre los cuales están las especies animales) y, por último, móviles y sólo posibles (las acciones de los hombres: tá praktá), Aristóteles establece las bases para una concepción no absoluta sino relativa de exactitud (Guariglia, 1992,p. 39).
De este modo, lo que empieza como una reflexión epistemológica relacionada con el problema de la exactitud, desemboca en una aclaración metodológica: “Pues parece tan absurdo el pedir a un matemático un discurso persuasivo como el exigir a un orador una demostración necesaria”, y, de modo general, se entiende que las acciones humanas, que son apenas móviles y sólo posibles, reclaman métodos de aproximación específicos, que no pueden reducirse a los de las ciencias que hoy denominamos formales (como las matemáticas) o empíricas (como la física o la astronomía). La ética es esa disciplina que puede dar cuenta de las acciones y de las decisiones humanas. Y recuérdese que: “(…) puesto que el fin de la política no es el conocimiento sino la acción” (EN, 109a5).
Es común a la ciencia, a la prudencia, al arte y a la sabiduría ser una especie de conocimiento, por ello mismo también cada una representa una especie de héxis o disposición habitual, cada una con su diferencia específica: la ciencia es demostrativa; el arte es productivo; la prudencia es práctica; la sabiduría es contemplativa. Detengámonos entonces en la especificidad de la prudencia como virtud intelectual pero referida a la acción:
De suerte que, si la ciencia va acompañada de demostración, y no puede haber demostración de cosas cuyos principios pueden ser de otra manera (porque todas pueden ser de otra manera), ni tampoco es posible deliberar sobre lo que es necesariamente, la prudencia no podría ser ni ciencia ni arte: ciencia, porque el objeto de la acción puede variar; arte, porque el género de la acción es distinto del de la producción. Resta, pues, que la prudencia es un modo de ser racional verdadero y práctico, respecto de lo que es bueno y malo para el hombre […] Y, siendo dos las partes racionales del alma, la prudencia será la virtud de una de ellas, de la que forma opiniones, pues tanto la opinión como la prudencia tienen por objeto lo que puede ser de otra manera. (Aristóteles, EN,1140a30, 1140b25) (la cursiva es mía).
Como disposición habitual práctica, la virtud intelectual de la prudencia se dirige a orientar la acción, esto es, sirve de guía para conducir la vida. Más allá de los problemas de conocimiento sobre el mundo, de lo que se trata en estos ámbitos es de saber cómo actuar. Esta es la racionalidad que se ejerce predominantemente en la vida cotidiana cada vez que se toman decisiones y se obra.
Esto quiere decir que la ética y toda la filosofía práctica tendrían que ver con la búsqueda efectiva del bien en el mundo concreto, en cada decisión y cada acción importante pública o privada, usando para ello la razón. Pero esto no es precisamente un problema de conocimiento, sino un problema práctico, que involucra tanto a nuestras disposiciones éticas asentadas en el carácter como al uso de la razón dirigida al obrar. A propósito, Gadamer recuerda que en ello reside la fundación misma de la ética como campo autónomo y diferenciado de la metafísica por parte de Aristóteles:
En virtud de su limitación del intelectualismo socrático-platónico, Aristóteles funda como es sabido la ética como disciplina autónoma frente a la metafísica. Criticando como una generalidad vacía la idea platónica del bien, erige frente a ella la cuestión de lo humanamente bueno, de lo que es bueno para el hacer humano. (Gadamer, 1991, p. 383).
En su diferenciación con Platón respecto de la especificidad del bien, al final queda claro que para la ética lo fundamental es entender el bien como algo “que se adquiere o realiza” y no como un bien en sí. Esto es así puesto que, como ya se ha dicho, la ética no es un asunto de conocimiento, lo importante es ver cómo llega ese bien a materializarse en la vida de cada uno y no la cuestión del conocimiento del bien mismo: “Es evidente que el médico no considera así la salud (que es por supuesto un bien), sino la salud del hombre, o, más bien aún, la de este hombre, ya que cura a cada individuo. (EN, 1097 a10).
Al inicio del libro primero de la Ética nicomaquea, Aristóteles es muy puntilloso al aclarar que la primera clave para este estudio es darse cuenta de que su punto de partida no es el porqué sino el qué. En otras palabras, que no se trata de estudiar las razones o principios, o mejor aún, que los principios no están en el centro ni son el punto de partida, pues, como ya se indicó, el fin de la ética no es el conocimiento sino la acción. De allí que el punto de partida, y lo definitivo, es si se tienen ya buenas costumbres, pues las costumbres son la materia de la ética; es a partir de ellas como puede uno remontarse hacia los principios, y tener una costumbre significa tender a actuar predominantemente de una determinada manera ―virtuosa o viciosa― en determinados tipos de circunstancias.
Debemos, pues, quizás, empezar por las más fáciles de conocer para nosotros. Por esto, para ser capaz de ser un competente discípulo de las cosas buenas y justas y, en suma, de la política, es menester que haya sido bien conducido por sus costumbres. Pues el punto de partida es el qué, y si esto está suficientemente claro no habrá ninguna necesidad del porqué. Un hombre así tiene ya o puede fácilmente adquirir los principios. (EN, 1095b5).
Así, alguien que tenga ya buenas costumbres está en el buen camino, dado que, partiendo de ellas, puede clarificar y fundamentar sus nuevas decisiones y acciones. Pero si, a cambio de esto, alguien tuviera ya los principios estudiados de alguna filosofía, no estaría cerca ni bien encaminado si no tuviera la costumbre de actuar bien, pues el fin de la ética es la acción misma, y de lo que se trata es de tender cada vez con más fuerza a actuar bien, para lo cual se precisa de la ayuda de la razón, sin duda, pero la sola razón no puede ayudarnos, pues, como veremos más adelante, la razón por sí sola no nos mueve a actuar ni nos encamina a actuar bien “…porque la maldad nos pervierte y hace que nos engañemos en cuanto a los principios de la acción. De modo que es evidente que un hombre no puede ser prudente, si no es bueno” (EN, 1144a35).
Pero no es sólo eso, sino que hay una diferencia muy importante entre la forma de conocimiento que la prudencia representa y las otras formas de conocimiento, y en ello se aclara el hecho de que sea una disposición habitual y práctica:
Uno podría preguntarse cómo decimos que los hombres han de hacerse justos practicando la justicia, y moderados, practicando la moderación, puesto que si practican la justicia y la moderación son ya justos y moderados, del mismo modo que si practican la gramática y la música son gramaticales y músicos. Pero ni siquiera este es el caso de las artes. Pues es posible hacer algo gramatical, o por casualidad o por sugerencia de otro. Así pues, uno será gramático si hace algo gramatical o gramaticalmente, es decir, de acuerdo con los conocimientos gramaticales que posee. Además, no son semejantes el caso de las artes y el de las virtudes, pues las cosas producidas por las artes tienen su bien en sí mismas; basta, en efecto, que, una vez realizadas, tengan ciertas condiciones; en cambio, las acciones, de acuerdo con las virtudes, no están hechas justa o sobriamente si ellas mismas son de cierta manera, sino si también el que las hace está en cierta disposición al hacerlas, es decir, en primer lugar, si sabe lo que hace; luego, si las elige, y las elige por ellas mismas; y, en tercer lugar, si las hace con firmeza e inquebrantablemente. Estas condiciones no cuentan para la posesión de las demás artes, excepto el conocimiento mismo; en cambio, para la de las virtudes el conocimiento tiene poco o ningún peso, mientras que las demás condiciones no lo tienen pequeño sino total, ya que surgen, precisamente, de realizar muchas veces actos justos y moderados (las cursivas son mías) (EN, 105a20, 25, 30-1105b).
La acción moral es posible en ese entramado entre las virtudes ancladas en el carácter y el uso de la racionalidad práctica, que son las que nos permiten lidiar tanto con las vicisitudes de la vida como con nuestras propias pasiones. A diferencia de la perspectiva de la racionalidad práctica kantiana en la que son los principios formales y racionales los que pueden guiar sustancialmente las elecciones y conductas, desde una perspectiva aristotélica “son las virtudes, y no los principios, los elementos centrales de una teoría del razonamiento práctico” (Amaya, 2012).
Se habla incluso del giro aretaico (Amaya, 2009; Samamé, 2016), no sólo en ética sino también en filosofía del derecho, como toda una manera de responder a las limitaciones que en ambos campos conlleva el predominio de las visiones deontológicas y consecuencialistas. Desde esta perspectiva se juzga negativamente el que dichas visiones predominantes -herederas de la filosofía moderna- ofrecen un criterio simple de discernimiento moral, que posibilitaría a un agente moral decidir acerca de lo correcto o lo incorrecto de manera puramente racional; permanezcan centradas en la evaluación de las acciones sin considerar las disposiciones de dicho agente. La ruptura con estos enfoque o visiones ha conducido a un retorno a las éticas antiguas, no centradas en las acciones buenas sino en una consideración más amplia vinculada con la busca de la vida buena. En este marco las virtudes aparecen en el centro de las preocupaciones del pensamiento ético.
A propósito de esta distinción conviene recordar que las virtudes no tienen nada que ver con un ejercicio meramente intelectual o con un cálculo entre medios y fines, pues la busca de la virtud exige una consideración de la vida toda como marco para interpretar el horizonte de nuestras decisiones y acciones, como advierte MacIntyre:
Pero el ejercicio de las virtudes no es un medio en este sentido para el fin del bien del hombre. Lo que constituye el bien del hombre es la vida humana completa vivida al óptimo, y el ejercicio de las virtudes es parte necesaria y central de tal vida, no un mero ejercicio preparatorio para asegurársela. No podemos caracterizar adecuadamente el bien del hombre sin haber hecho ya referencia a las virtudes. Y dentro del sistema aristotélico la sugerencia además de que podrían existir algunos medios de lograr el fin del hombre sin el ejercicio de las virtudes, carece de sentido (MacIntyre, 2001, p. 188).
Precisamente, en cuanto virtud, la sabiduría práctica tiene una naturaleza distinta a la del conocimiento científico y no puede limitarse al dominio de un cuerpo sistemático de principios generales o universales. He aquí un punto de diferenciación claro con respecto a la racionalidad práctica en sentido kantiano, pues una cosa es discernir sobre principios y otra muy distinta cultivar virtudes. En el primer caso se trata de algo puramente racional y meramente intelectual en el que no es preciso atender ni a la historia ni a la vida de los que deciden o disciernen, mientras que en el segundo se trata de una labor formativa, del cultivo de sí, el cual vive en confrontación constante con el mundo en los diversos casos que la vida nos presenta a diario.
De allí que la sabiduría práctica se relacione con los particulares y las situaciones concretas. Esta manera de plantear la cuestión recuerda a la tradición epistemológica del paradigma indicial (Ginzburg, 1999) que, para destacar ciertas maneras propias de conocer -como la de los historiadores de arte, los psicoanalistas, los detectives- se remonta a la tradición médica antigua, así como al saber de los cazadores, en cuanto en dicha tradición epistemológica el estudio de los casos tiene una gran importancia. Así, la medicina -la de hoy-, por más que se asiente en algunos principios generales procedentes de ciencias naturales como la biología o la química y por más que conozca los síntomas característicos de cada enfermedad, no puede eludir el problema de que ésta se presenta de manera distinta en cada paciente. Es por eso que todavía ese saber descansa sobre la construcción de los casos clínicos o de -y el nombre es también ya sintomático- de las historias clínicas de los pacientes. Pues bien, la ética estaría más emparentada con saberes del tipo que aquí se indican, de allí que en ella el estudio de los casos sea central, lo que no niega la necesidad o la posibilidad de arribar a algunos principios, como advierte el mismo Aristóteles.
Por otra parte, la tradición aristotélica de la ética y sus aportes a una comprensión epistemológica de este saber también es relevante en lo que tiene que ver con las pasiones o con lo que en la actualidad llamamos emociones, como puede apreciarse en los siguientes fragmentos:
Por tanto, ni las virtudes ni los vicios son pasiones, porque no se nos llama buenos o malos por nuestras pasiones, sino por nuestras virtudes y nuestros vicios; y se nos elogia o censura no por nuestras pasiones (pues no se elogia al que tiene miedo ni al que se encoleriza, ni se censura al que se encoleriza por nada, sino al que lo hace de cierta manera), sino por nuestras virtudes y vicios. Además, nos encolerizamos o tememos sin elección deliberada, mientras que las virtudes son una especie de elecciones o no se adquieren sin elección. Finalmente, por lo que respecta a las pasiones se dice que nos mueven, pero en cuanto a las virtudes y vicios se dice no que nos mueven, sino que nos disponen de cierta manera. (EN, 1106a, 5-10).
Aristóteles concede importancia a las pasiones, no considera que podamos desentendernos de ellas o expurgarlas de la órbita de lo moral. Reconoce su fuerza, su capacidad de movernos a actuar y también el peligro que representan, pero no sólo eso, sabe que para ser buenos en el sentido moral del término debemos aprender a relacionarnos con ellas y hasta a permitir que se manifiesten de ciertas maneras de acuerdo con las situaciones y con las personas con las que interactuamos.
(…) para Aristóteles el razonamiento práctico está anclado en el carácter, en el modo de ser de las personas, y algo propio de los modos de ser es cómo se relacionan habitualmente con las pasiones, porque no se trata de un razonamiento desencarnado sino anclado en un sujeto que tienen una historia personal, y porque, como advertirá más adelante, sólo los razonamientos prácticos están expuestos al peligro de ser truncados o corrompidos por las pasiones, pues no ocurre así con el razonamiento geométrico o mecánico. Y ocurre que donde hay acciones siempre hay pasiones y donde hay acciones y pasiones están presentes el placer y el dolor. De allí que para decidir y para actuar bien, moralmente hablando, es preciso haberse forjado formas adecuadas de lidiar con las propias pasiones. (Cuadros, 2006, pp 15-.16).
O como advierte Samamé:
Lo que Aristóteles presuntamente quiere decir es que ser virtuoso requiere más que el simple obrar correcto: requiere también de la posesión de emociones adecuadas. En este sentido, por ejemplo, un agente que exhibe una fácil y desmedida tendencia hacia la ira, probablemente muestre dificultades en deliberar correctamente y obrar con justicia si no es capaz de templar su cólera. Desde la perspectiva aristotélica se evidencia claramente, luego, que la moralidad rebasa la mera corrección de la acción. (p. 69).
De allí que, si bien es cierto que la razón ocupa un lugar central en su obra, el suyo no es un racionalismo a ultranza, que crea que puede eliminarlas o descartarlas, tal como lo creía Kant, quien pensaba que estar sometido a las emociones y las pasiones es “una enfermedad de la mente, porque ambas excluyen el imperio de la razón” (Kant, 2010, p.220). Aristóteles cree que hay que educarlas, pues no se puede ser bueno sin ellas, ya que estas son claves para que obremos mal y para que obremos bien:
Cuando tenemos las pasiones de temor, osadía, apetencia, ira, compasión, y placer y dolor en general, caben el más y el menos, y ninguno de los dos está bien; pero si tenemos estas pasiones cuando es debido, y por aquellas cosas y hacia aquellas personas debidas, y por el motivo y de la manera que se debe, entonces hay un término medio y excelente; y en ello radica, precisamente, la virtud. (EN, 1106b, 20-24).
Respecto a la moderación de placeres y dolores Aristóteles escribe lo siguiente:
Después de esto, quizá deba seguir la discusión sobre el placer, porque parece estar íntimamente asociado a nuestra naturaleza; por eso, guiamos la educación de los jóvenes por el placer y el dolor. También parece que disfrutar con lo que se debe y odiar lo que se debe contribuyen, en gran medida, a la virtud moral; porque esto se extiende durante toda la vida, y tiene influencia para la virtud y también para la vida feliz, ya que todos los hombres escogen deliberadamente lo agradable y evitan lo molesto. Y parece que no deberíamos, de ninguna manera, pasar por alto estas cuestiones, especialmente cuando hay mucho desacuerdo referente a ellas. (EN, 1172a, 20-25).
No debemos por ello olvidar que en la geografía del alma que el estagirita describe, hay dos funciones, una racional y otra irracional, las cuales a su vez se subdivides en otras dos. En cuanto al alma racional, contiene una parte que se ocupa del conocimiento y otra que nos faculta para producir opiniones; en cuanto a la parte irracional una es vegetativa y otra es desiderativa. La clave del asunto es que esta disposición es la que hace posible que la razón pueda dirigirse a orientar nuestras acciones y que, a su vez, nuestro lado irracional pueda atender de algún modo a la razón. Pues esa parte desiderativa puede escuchar a la razón. Es en este marco que Aristóteles distingue entre virtudes intelectuales y virtudes éticas, y que postule, por así decirlo, la posibilidad de una colaboración entre unas y otras; esto ocurre porque la virtud racional de la phrónesis o prudencia se dirige a las acciones y decisiones humanas y porque ancladas en el carácter aparecen ciertas disposiciones que vamos construyendo y hacen que tendamos a responder de una cierta manera ante determinadas situaciones, como que seamos dulces o nobles o apacibles. Pero existe una dialéctica en esto, pues necesitamos del concurso de esa racionalidad práctica para aprender a decidir bien y a deliberar en cada situación, pero, si nos acostumbramos a actuar de cierta manera, eso hará posible que en determinadas circunstancias permitamos que la razón guíe nuestros actos. Por lo demás, esta manera de plantear las cosas reviste una cierta concepción antropológica:
La reflexión de por sí nada mueve, sino la reflexión por causa de algo y práctica; pues ésta gobierna, incluso, al intelecto creador, porque todo el que hace una cosa la hace con vistas a algo, y la cosa hecha no es fin absolutamente hablando (ya que es fin relativo y de algo), sino la acción misma, porque el hacer bien las cosas es un fin y esto es lo que deseamos. Por eso, la elección es o inteligencia deseosa o deseo inteligente y tal principio es el hombre. (EN, 139b, 5-10).
III. Las peculiaridades lógicas y epistemológicas de la ética y la filosofía práctica
Retrotrayéndose a la sofística y a la retórica, Chaim Perelman (1997; 2009; Perelman & Olbrechts-Tyteca, 1989) mostró cómo lo propio de la filosofía es proponer modelos para la interpretación de la realidad y para la actuación en ella, en cuanto lo suyo es argumentar, proporcionar justificaciones para las decisiones humanas las cuales se refieren no a lo verdadero, sino a lo preferible.
Todos los que creen poder despejar la verdad independientemente de la argumentación, sólo tienen desprecio por la retórica que se ocupa de opiniones: en rigor, podría servir para propagar verdades garantizadas en el orador por la intuición o la evidencia, pero no para establecerlas. Pero si no se admite que las verdades filosóficas puedan estar fundadas sobre intuiciones evidentes, será preciso recurrir a técnicas argumentativas para hacerlas prevaler. La nueva retórica se convierte entonces en un instrumento indispensable para la filosofía.
Aquel que, como Ricoeur, admite en filosofía verdades metafóricas que no pueden prevalerse de una evidencia constrictiva puesto que ellas proponen una reestructuración de lo real, no puede negar normalmente la importancia de las técnicas retóricas que tienden a hacer prevalecer tal metáfora sobre la otra: él no podría olvidarlas sino cuando admite la existencia de una intuición que impone una sola visión de lo real y excluye, por lo mismo, todas las demás. (Perelman, 1997, p. 26).
Ya es clásica la distinción entre racionalidad teórica y racionalidad práctica, enseñada con empeño desde la modernidad a partir de la concepción kantiana de la razón. No obstante, en el sentido en que el autor polaco acuña dicha distinción, de lo que se trata, ante todo, es de identificar la peculiaridad lógica y epistemológica de la filosofía práctica (Cuadros, 2015), en cuanto se reconoce que lo suyo es precisamente el problema de las acciones y de las decisiones humanas, las cuales no pueden reducirse a cuestiones de conocimiento, y que precisan del reconocimiento de sus propios instrumentos de pensamiento. De acuerdo con esto, el redescubrimiento de la retórica como “lógica de los juicios de valor” viene a poner en su justa ubicación el estatus del conocimiento filosófico íntimamente vinculado con la argumentación o con la razón argumentativa, que persigue lo preferible y separarlo de la razón demostrativa que persigue la verdad.
En efecto, toda justificación racional supone que razonar no es solamente demostrar y calcular; es también deliberar, criticar y refutar; es presentar razones en pro y en contra; es, en una palabra, argumentar. La idea de justificación racional es, en efecto, inseparable de la argumentación racional. Mientras que un razonamiento teórico consiste en una inferencia que extrae una conclusión a partir de premisas, el razonamiento práctico es aquel que justifica una decisión. Hablaremos de razonamiento práctico cada vez que la decisión dependa de aquel que la toma, sin que ella se origine de premisas en función de reglas de inferencia incuestionables, independientemente de la intervención de la voluntad humana. (Perelman, 1970, p. 172).
Aristóteles define los razonamientos dialécticos como aquellos cuyas premisas están constituidas por opiniones generalmente aceptadas por todos, por la mayoría, o por los más notables e ilustres entre aquellos: su fin es hacer admitir nuevas tesis al auditorio a partir de las que ya acepta y su objetivo es persuadir al auditorio. De allí que se trate de razonamientos que no pueden ser impersonales ni formales, en los cuales no se trata de alcanzar la verdad o de demostrarla, sino de encontrar lo preferible, aquello que es adecuado para dar respuesta a los problemas concretos que la vida privada y pública nos presenta. Por eso, en primera instancia, la ética tiene mucho que ver con la retórica, como contesta Perelman a un interrogante directo sobre este asunto:
Sí, con toda seguridad, pues se puede decir que el pensar sobre la ética consiste en encontrar buenas razones para la acción emprendida. La ética es la doctrina de las buenas razones. Sin teoría de la argumentación no se puede comprender en absoluto ninguna ética, a no ser una ética entendida como obediencia a unos mandamientos. Pero si la ética consiste en seguir los mandamientos de Dios, entonces no se necesita ninguna argumentación. (Boenders, 1990, p. 262).
Esto mismo puede sostenerse en un sentido más técnico en el marco de lo que Aristóteles comprende dentro del campo de acción de la retórica.
Entendamos por retórica la facultad de teorizar lo que es adecuado en cada caso para convencer. Esta no es ciertamente tarea de ningún otro arte, puesto que cada uno de los otros versa sobre la enseñanza y persuasión concernientes a su materia propia; como, por ejemplo, la medicina sobre la salud y lo que causa enfermedad, la geometría sobre las alteraciones que afectan a las magnitudes, la aritmética sobre los números y lo mismo las demás artes y ciencias. La retórica, sin embargo, parece que puede establecer teóricamente lo que es convincente en -por así decirlo- cualquier caso que se proponga, razón por la cual afirmamos que lo que a ella concierne como arte no se aplica sobre ningún género específico. (Rh, 355b, 25 - 35).
Resulta evidente que obtener estas tres clases de pruebas es propio de quien tiene la capacidad de razonar mediante silogismo y de poseer un conocimiento teórico sobre los caracteres, sobre las virtudes y, en tercer lugar, sobre las pasiones (o sea, sobre cuáles son cada una de tales pasiones, qué cualidad tienen y a partir de qué y cómo se producen), de manera que acontece a la retórica ser como un esqueje de la dialéctica y de aquel saber práctico sobre los caracteres al que es justo denominar política. Por esta razón, la retórica se reviste también con la forma de la política y lo mismo sucede con los que sobre ella debaten en parte por falta de educación, en parte por jactancia, en parte, en fin, por otros motivos humanos; pero es, sin duda, una parte de la dialéctica y su semejante, como hemos dicho al principio, puesto que ni una ni otra constituyen ciencias acerca de cómo es algo determinado, sino simples facultades de proporcionar razones. (Rh, 1357a, 25 - 30).
Así vemos que, en ese proporcionar buenas razones, la cuestión central es cómo ir orientándose en procura de eso fundamental es la felicidad, a ello apuntan todos los consejos y disuasiones:
Por consiguiente, valiéndonos de un ejemplo, consideremos qué es, en absoluto, felicidad y de qué constan sus partes, dado que es sobre ella misma y sobre lo que a ella tiende o le es contradictorio sobre lo que versan todos los consejos y disuasiones. Porque, en efecto, aquellas cosas que procuran, bien sea la felicidad, bien sea alguna de sus partes, o también aquéllas que la acrecen en vez de disminuirla, esas cosas son las que conviene hacer y, en cambio, evitar las que la destruyen o la dificultan o proporcionan lo que es opuesto a ella. (Rh, 1360b, 5 - 10).
Es por todas estas razones que Perelman recupera la retórica, contraviniendo la larga marcha de su restricción y hasta desaparición -desde la misma antigüedad, pasando por la Edad Media- y de su envilecimiento en la Modernidad, momento en el que la filosofía, incluso la filosofía práctica, tiene como modelo de racionalidad a la ciencia y, andando el tiempo -como sucede con el positivismo lógico- fundamentalmente a las ciencias formales. Es en este marco que le valor de la verdad ocupa un lugar dominante en el que las opiniones razonables, propias de la retórica son consideradas sospechosas.
Éste [haciendo referencia al poema de Parménides] y la gran tradición de la metafísica occidental, ilustrada por los nombres de Platón, Descartes y Kant, ha opuesto siempre la investigación de la verdad, objeto proclamado de la filosofía, a las técnicas de los retóricos y de los sofistas, que se contentan con hacer admitir opiniones tan variadas como engañosas. Parménides prefiere el camino de la verdad al de la apariencia; Platón opone el saber a la opinión común; Descartes funda la ciencia sobre evidencias irrefutables y considera casi falso todo lo que no es más que verosímil; por último, Kant se propone expulsar las opiniones de la filosofía elaborando su metafísica, que es esencialmente una epistemología, inventario de todos los conocimientos que, «teniendo un fundamento a priori, deben ser aceptados por anticipado como absolutamente necesarios». (Perelman, 1997, p. 24).
En términos más generales, este esfuerzo por precisar la peculiaridad lógica y epistemológica de la ética y de la filosofía práctica toda, resulta fundamental para ubicar a la ética en el marco de las disciplinas y los saberes contemporáneos, pues la ética no es un saber sobre las cosas del mundo natural ni sobre los objetos de la producción humana: la ética es un saber sobre nosotros mismos. De allí las grandes dificultades y terribles malentendidos que se observan en el mundo académico contemporáneo para situar este tipo de saberes, la tendencia a reducirlos a saberes técnicos o a compararlos con saberes científicos -y por ello mismo menospreciarlos- así como, últimamente, el afán de reducirlos a saberes administrativos (piénsense en las expresiones “proyecto de vida” o de “gestión de sí”). A propósito, las reflexiones de Gadamer sobre la formación humanística están inspiradas en estas aclaraciones epistemológicas de Aristóteles:
Objetivamente lo que opera aquí es la vieja oposición aristotélica entre saber técnico y práctico, una oposición que no se puede reducir a la de verdad y verosimilitud, el saber práctico, la phrónesis, es una forma de saber distinta. En primer lugar, está orientada hacia la situación concreta; en consecuencia, tiene que acoger las “circunstancias” en toda su infinita variedad (…) Tampoco se refiere sólo a la capacidad de subsumir lo individual bajo lo general que nosotros llamamos “capacidad de juicio”. Más bien se advierte en ello un motivo positivo, ético, que entra también en la teoría estoico-romana del Sensus communis (Gadamer, 1991, p.51).
Es decir, Gadamer destaca la claridad presente en las distinciones y clasificaciones de Aristóteles. Según éstas, la phrónesis, en cuanto virtud intelectual que coopera con las virtudes éticas para que tengan lugar las decisiones y las acciones virtuosas, no se confunde con la techné, que se refiere a las producciones humanas en las cuales, ciertamente, interviene también la racionalidad práctica, pues los objetos técnicos también son contingentes ―pueden ser de otra manera, no son ingénitos y eternos―; no obstante, no son acciones sino productos de acciones y actividades, mientras que el fin de la ética son las acciones mismas. Pero tampoco se trata de aplicaciones de principios universales a casos individuales, sino de la consideración misma de los casos, de cada caso, en su unicidad y en su densidad y de cómo nos jugamos lo que somos o lo que podemos hacer de nosotros, de acuerdo con cómo lo enfrentemos, porque las acciones van formando el carácter o modo de ser y porque, al mismo tiempo, sólo porque nos hemos forjado un cierto modo de ser nos encontramos en capacidad de afrontar adecuadamente determinadas circunstancias, las más de las veces difíciles y arrobadoras.
Pero la phrónesis ocupa un lugar primordial debido a que, como advierte Aristóteles, las virtudes éticas se refieren a las acciones y a las pasiones, de modo que, como virtud intelectual está llamada a modular las emociones para que las acciones y decisiones humanas puedan ser justas y equilibradas. Como a apuntalado muy bien Zagzebski (1996), ésta cumple tres funciones, a saber: ayuda a determinar el justo medio; ayuda a mediar en los casos problemáticos en los que hay conflictos entre virtudes contrapuestas; permite captar los rasgos esenciales, concretos del caso para lograr su resolución.
IV. Argumentación, interpretación y narración como formas de la racionalidad práctica
El redescubrimiento del lugar de la retórica en la obra de Aristóteles, en cuanto Teoría de la Argumentación -o lógica de los juicios de valor- y como conocedora de la importancia de las pasiones en el obrar humano (Cárdenas-Mejía, 2007), como algo también constitutivo del ejercicio de la phrónesis, resulta determinante para comprender la racionalidad práctica y para fundamentar el ejercicio de la ética y de la política en nuestro tiempo.
Otros redescubrimientos y revaloraciones de doctrinas en la obra de Aristóteles han venido a contribuir al ensanchamiento y a la clarificación de dicho ámbito de la racionalidad práctica. En este sentido puede destacarse tanto a la revaloración de la hermenéutica con su reconocimiento de la primacía existencial de la interpretación (Gadamer, 1991), como la de la poética, en especial en la concepción ricoeuriana que ubica la importancia de la narratividad tanto en la constitución de la identidad del agente moral como en la formación del juicio práctico (Ricoeur, 1997; 2001). Esta triple perspectiva: argumentativa, interpretativa y narrativa de la racionalidad práctica, amplía el horizonte epistemológico y metodológico de la investigación en ética, así como de su enseñanza. Junto con éstas es preciso agregar la dimensión de la educación de las emociones, que emparienta a la ética con la estética.
En ese sentido, en primera instancia la ética, como puesta en uso de la racionalidad práctica, tendría que ver con aprender a construir opiniones razonables sobre los problemas morales de la vida, con argumentar, lo cual sólo se aprende debatiendo, disputando y observando cómo lo hacen otros, reconociendo estructuras argumentativas y tipos de argumentos y aprendiendo a construir los propios y a controvertir los de los demás. Esto quiere decir que los debates son parte fundamental del ejercicio ético, lo cual es determinante para la vida ciudadana. Es así como la argumentación como eje fundamental de la racionalidad práctica y guía para la conducta humana, permite el desarrollo de habilidades que conllevan a un acertado proceso deliberativo, y así, permite que el sujeto moral se acerque a elegir acciones virtuosas para la construcción de su vida y la relación con su entorno. Por otra parte, las narraciones juegan un papel central al menos en dos sentidos: en cuanto permiten a cada uno reconocer cierta unidad a su modo de ser, es decir, el darse cuenta de que la identidad es narrativa (Ricoeur, 2006; 2015), pues al intentar obrar bien no se puede hacer abstracción de eso que cada uno es, de su historia personal, la cual se halla anclada también histórica y socialmente; pero también en el sentido que Ricoeur retoma de Aristóteles, en cuanto las narraciones imitan las acciones de la vida y permiten apreciar el obrar y el padecer humano y discernir sobre ellos. En ese sentido, como dice Ricoeur, permiten hacer experimentos mentales acerca del obrar virtuoso o no virtuoso y porque, en tal sentido, el hecho de narrar pero también el de seguir una historia, de atar todos los cabos y comprenderla, es una manera de poner en obra el razonamiento práctico, pues esta actividad estaría emparentada con el juicio reflexivo del que habla Kant.
(…) la tragedia, la epopeya, la comedia -por no citar más que los géneros conocidos por Aristóteles- desarrollan una clase de inteligencia que podemos denominar inteligencia narrativa, que se encuentra más cerca de la sabiduría práctica y del juicio moral que de la ciencia y, en un sentido más general, del uso teórico de la razón (…) La ética, tal y como la concebía Aristóteles y tal y como se puede concebir todavía, como mostraré en lecciones posteriores, habla en abstracto de la relación entre las virtudes y la búsqueda de la felicidad. Es función de la poesía, bajo su forma narrativa y dramática, la de proponer a la imaginación y a la meditación situaciones que constituyen experimentos mentales a través de los cuales aprendemos a unir los aspectos éticos de la conducta humana con la felicidad y la infelicidad, la fortuna y el infortunio. Aprendemos por medio de la poesía cómo los cambios de fortuna son consecuencia de tal o cual conducta, tal y como es construida por la trama en el relato. Es gracias a la familiaridad que tenemos contraída con los tipos de trama recibidos de nuestra cultura, como aprendemos a vincular las virtudes, o mejor dicho las excelencias, con la felicidad y la infelicidad (…) En este sentido, hablaré de inteligencia phronética en oposición a la inteligencia teórica. El relato pertenece a la primera clase de inteligencia y no a la segunda (Ricoeur, 2015, p. 12)
Por su parte, Ricoeur realiza una empresa muy semejante a la de Perelman, también en lo que tiene que ver con la recuperación de la retórica, pero muy especialmente en la revaloración de la poética y sus relaciones con la ética. Pues la poética también sería clave, primero en la constitución de la condición de agente moral, y segundo en la realización de los juicios éticos, los cuales se refieren a las acciones que son representadas por los relatos.
J. Redfield insiste con fuerza en este vínculo entre ética y poética, garantizado visiblemente por los términos comunes a las dos disciplinas: praxis = “acción” y ethos = “caracteres”. Dicho vínculo concierne, más profundamente, a la realización de la dicha. La ética, en efecto, solo trata de la dicha en forma potencial: considera sus condiciones (sus virtudes); pero el vínculo entre las virtudes y las circunstancias de la dicha, sigue siendo aleatoria. Al construir sus tramas, el poeta hace inteligible este vínculo contingente. De ahí la aparente paradoja: “la ficción versa sobre dicha y desdicha irreales, pero en su actualidad” (op, cit., p.63). Es a este precio cómo narrar “enseña” sobre la dicha y sobre la vida, nombrada en la definición de la tragedia: “representación, no de personas, si no de acción, de vida y de felicidad (la infelicidad reside también en la acción)” (50ª, 17-18). (Ricoeur, 2004, p.104).
Al mismo tiempo, ¿no suprimiría la neutralidad ética del artista una de las funciones más antiguas del arte, la de constituir un laboratorio en el que el artista busca, al estilo de la ficción, una experimentación con valores? Sea lo que fuere de la respuesta a estas cuestiones, la poética recurre continuamente a la ética, aun cuando aconseje la suspensión de cualquier juicio moral o su inversión irónica. (Ricoeur, 2004, p. 123)
En términos más generales, Ricoeur agrupa a Retórica y Poética como esos dos ámbitos en los que se despliega la racionalidad práctica, pro eso las ve como contrapartidas de la lógica formal. Retórica y poética se oponen mutuamente -lexis retórica y lexis poética- (Ricoeur, 2001), no obstante, son la contrapartida de la lógica formal, en cuanto se ocupan no de la verdad sino de lo verosímil. Las dos trabajan con el lenguaje común y se ven precisadas a lidiar con las dificultades propias de este, con su ambigüedad inherente, pero también saben encontrar en ello su principal fuente de riqueza.
La interpretación se presenta en este marco en su forma narrativa, en el sentido tanto de seguir una historia, de comprender la trama, como de ser afectado por ella, y en cuanto el sentido último de las obras se completa con la actividad del receptor. Pero, de manera más amplia, aparece atravesando a ambas, a narración y argumentación, pues no es posible construir opiniones razonables sin hacerse un cuadro de las circunstancias a las que cada uno se enfrenta y sin caracterizar el propio caso como un caso moral. En ambos casos, esa actividad interpretativa, que hace posible la valoración y posibilita con ello la labor de juzgar, es la que abre el espacio para que sobrevenga la comprensión, de las circunstancias y de las acciones, sin las que no es posible tampoco la compasión hacia los otros. Dicha comprensión sólo es posible porque se parte de un cierto sentido moral compartido sin el cual los agentes estarían desvinculados de los otros.
Ricoeur se cuida en no confundir el plano de la acción del plano de la representación, del relato. De allí su distinción entre vida vivida y vida narrada, si bien insiste en mostrar que esa vida prenarrativa sólo puede ser captada y conferírsele sentido, de manera narrativa.
Una vida no es sino un fenómeno biológico hasta tanto no sea interpretada. Y en la interpretación, la ficción desempeña un papel mediador considerable. A fin de franquear el camino a esta nueva fase del análisis, debemos insistir en la mezcla de acción y sufrimiento, actuar y padecer, que constituye la trama misma de una vida. Esta es la mezcla que el relato pretende imitar de manera creadora. En nuestra evocación de Aristóteles omitimos, en realidad, su definición del relato: es, dice, la “imitación de una acción”, mimesis praxeos. De manera que, antes que nada, debemos buscar los puntos de apoyo que puede encontrar el relato en la experiencia viva del actuar y el padecer; aquello que, en esta experiencia viva, requiere la inserción de lo narrativo y cuya necesidad quizás expresa. (Ricoeur, 2006, p. 6)
Existe un paralelismo y una coherencia en la manera como Aristóteles se refiere a ciertas categorías tanto en la Ética como en la Retórica y en la Poética, especialmente en lo que tiene que ver con las de ethos, pathos y logos. A propósito, veamos lo que dice con respecto al ethos en la Poética:
El carácter es lo que pone de manifiesto el estilo de decisión, cuál es precisamente en asuntos dudosos, qué es lo que en tales casos se escoge, por lo cual no se da carácter en aquellos razonamientos donde nada queda de elegible o evitable a merced de que habla. Hay, por el contrario, expresión o ideas donde quepa mostrar que una cosa es así o asá o bien sacar a luz algo universal. (PO, 1450b)
En cuanto a formación de la trama, Aristóteles descubre en ese trabajo de los poetas la dura tarea de representar a vida, en especial en lo que tiene que ver con la emergencia y el enfrentamiento de las duras vicisitudes y con cómo los caracteres reaccionan a ellos y se encaminan o no hacia la felicidad, es allí donde ética y poética -estética- confluyen.
El mythos trágico, que gira en torno a los cambios de fortuna - y exclusivamente desde la dicha hasta la desdicha-, es una exploración de los caminos por los que la acción arroja a los hombres de valor, contra toda esperanza, en la desgracia. Sirve de contrapunto a la ética, que enseña cómo la acción por el ejercicio de las virtudes, conduce a la dicha. Al mismo tiempo, solo toma del saber - con - anterioridad de la acción sus rasgos éticos. (Ricoeur, 2004, p. 104)
¿Se dirá que el relato literario, en el plano de la configuración narrativa propiamente dicha, pierde estas determinaciones éticas en beneficio de determinaciones puramente estéticas? Seria equivocarse respecto a la propia estética. Es cierto que el placer que experimentamos en seguir el destino de los personajes implica que suspendamos cualquier juicio moral real, al mismo tiempo que dejamos en suspensión la acción efectiva. Pero, en el recinto irreal de la ficción, no dejamos de explorar nuevos modos de evaluar acciones y personajes. Las experiencias de pensamiento que realizamos en el gran laboratorio de lo imaginario son también exploraciones hechas en el reino del bien y del mal. << Trasvaluar>>, incluso devaluar, es también evaluar. El juicio moral no es absoluto; más bien es sometido a las variaciones imaginativas propias de la ficción. (Ricoeur, 2004, p.167)
Por otra parte, también en la Poética encontramos esa especial atención del autor a la problemática de las pasiones o emociones.
El propio Aristóteles sugiere este último sentido de la mimesis praxeos en diversos pasajes de su Poética, aunque se preocupa menos del auditorio en su Poética que en su Retórica, en la que la teoría de la persuasión se amolda enteramente a la capacidad receptiva de los oyentes. Pero cuando afirma que la poesía “enseña” lo universal, que la tragedia, “al representar la compasión y el temor (…), realiza la purgación de esta clase de emociones”, o cuando evoca el placer que experimentamos al ver los incidentes horribles o lastimosos concurrir en el cambio de la fortuna que la tragedia… Aristóteles está significando que el recorrido de la mimesis tiene su cumplimiento, sin duda, en el oyente o en el lector. (Ricoeur, 2004, pp. 139-140)
De allí que la estética tenga que justamente, recobrando el viejo sentido griego del término aisthesis, con la percepción, con la capacidad de percibir de cierta manera las cosas de la vida. En consecuencia, tanto la examinación de la propia vida como el desarrollo de las capacidades valorativas sobre la misma, así como el cultivo de ciertas maneras de sentir y de reaccionar frente a las cosas del mundo desde un punto de vista moral, implican cierta agudeza ética y estética.
V. Razonamiento práctico y sensibilidad moral
En ese sentido, hacer todo esto supone también forjarse una cierta sensibilidad, por eso decimos que la ética se emparienta con la estética, tanto en la manera de razonar como en esta tarea formativa, pues las maneras de sentir hacen parte crucial de los modos de ser, en cuanto, desde una perspectiva aristotélica, debe haber una sintonía entre acción, pensamiento y emocionalidad. De allí que aprender a responder adecuadamente a los casos complejos de la vida tiene que ver siempre con “saber dolerse” o “saber complacerse” adecuadamente, pues la respuesta moral demanda siempre una cierta afectividad sin la cual esta podría quedar truncada, como cuando, por ejemplo, alguien tendría que indignarse y no lo hace. Según esta perspectiva la racionalidad práctica incluye a las emociones o pasiones, las cuales tendrían un componente cognitivo indispensable para el esfuerzo de obrar bien (Camps, 2011; Nussbaum, 2008; 1996). Camps (2011) al referirse al tema comenta:
Para explicar la identificación de las virtudes con el modo de ser o el carácter, Aristóteles indica que en el alma ocurren tres tipos de cosas: pasiones, facultades y modos de ser. Las pasiones nos sobrevienen sin quererlo, no son deliberadas. Pasiones son el miedo, el coraje, la envidia, el amor, el odio, los celos. Las facultades, por su parte, nos hacen capaces de entristecernos, alegrarnos, amar, compadecernos, es decir, apasionarnos de una manera o de otra. Los modos de ser, finalmente, determinan que nos comportemos bien o mal con respecto a las pasiones. Por ejemplo si nos encolerizamos en exceso o permitimos que los celos se apoderen de nosotros impidiéndonos pensar o actuar, no nos estamos comportando correctamente. (p.44)
Ya antes indicamos la importancia que las pasiones o emociones tienen en la ética de Aristóteles. En la actualidad este aspecto del campo de estudios de la ética revista gran relevancia, bien desde perspectivas humeanas o espinocianas; aquí nos interesa marcar no sólo que estas preocupaciones aparecen mucho antes con Aristóteles, sino también subrayar la complejidad que reviste su encuadramiento dentro del sistema aristotélico, que, como vimos, las considera tanto en la ética como en la retórica y en la poética. Además, es preciso recordar cómo algunas autoras han redescubierto a partir del estagirita el carácter cognitivo de las pasiones o emociones: “Desde el punto de vista de Aristóteles las emociones no son fuerzas animales ciegas, sino partes inteligentes y discriminadoras de la personalidad, estrechamente relacionadas con creencias de cierta clase, y por tanto sensibles a modificaciones cognitivas” (Nussbaum, 1996, p. 303). O como advierte Camps:
(…) Las emociones tienen, en efecto, una estructura cognitiva por la que vemos y valoramos los objetos de un modo o de otro. Y esa valoración o modo de ver las cosas puede ser modificada. Es lo que intenta hacer el orador con el auxilio de la retórica. Procurará inculcar creencias nuevas sobre lo que vale la pena, lo que es importante y valioso y lo que debe ser objeto de preocupación (Camps, 2011, p. 58).
Esta misma autora recuerda la amplitud del lugar de las emociones en el entramado del pensamiento ético de Aristóteles, al evidenciar sus relaciones con las virtudes:
La persona que posee tal elenco de virtudes es porque es, a su vez, prudente, a saber, capaz de aplicar la justa medida a sus emociones o pasiones para no verse dominada por ellas. Ahora bien, la medida objetiva no existe, ya que cada uno encuentra su propia medida de valentía, de templanza, de magnanimidad, de amabilidad o de generosidad. Esa subjetividad del carácter moral pone de relieve que el tal carácter no puede ser un producto de la razón pura (como querrá que lo sea siglos después Kant), sino una manifestación de la manera de ser de cada persona. (Camps, 2011, p. 51)
La prudencia es la capacidad de deliberar en situaciones que permiten distintas respuestas. Es una «capacidad que integra las facultades perceptivas, deliberativas, afectivas y prácticas para que puedan operar juntas». La phronesis es una guía para las respuestas emotivas a las situaciones particulares y, como precisa Nancy Sherman, dirige también nuestra percepción hacia determinados aspectos éticos que deben ser destacados (Camps, 2011, p. 54)
O, como bien dice Luciana Samamé desde la perspectiva de las virtudes judiciales:
Ahora bien, Aristóteles decía que la virtud ética está referida a acciones y pasiones (EN 1106b 18- 20); ello significa que una acción virtuosa no es solamente tal por realizarse de cierta manera -justa o sobriamente-, sino además porque quien la realiza se encuentra en cierta disposición al hacerla (EN 1105a 28-32). Lo que Aristóteles presuntamente quiere decir es que ser virtuoso requiere más que el simple obrar correcto: requiere también de la posesión de emociones adecuadas. En este sentido, por ejemplo, un agente que exhibe una fácil y desmedida tendencia hacia la ira, probablemente muestre dificultades en deliberar correctamente y obrar con justicia si no es capaz de templar su cólera. Desde la perspectiva aristotélica se evidencia claramente, luego, que la moralidad rebasa la mera corrección de la acción (2016, p. 69).
Lo anterior se aclara si se entiende que, para Aristóteles, el razonamiento práctico está anclado en el carácter, en el modo de ser de las personas, y algo propio de los modos de ser es cómo se relacionan habitualmente con las pasiones, porque no se trata de un razonamiento desencarnado, sino anclado en un sujeto que tiene una historia personal, y porque, como advertirá más adelante, sólo los razonamientos prácticos están expuestos al peligro de ser truncados o corrompidos por las pasiones, pues no ocurre así con el razonamiento geométrico o mecánico. Y sucede que donde hay acciones siempre hay pasiones y donde hay acciones y pasiones están presentes el placer y el dolor. De allí que para decidir y para actuar bien, moralmente hablando, es preciso haberse forjado formas adecuadas de lidiar con las propias pasiones y con el placer y dolor inherente a ellas. Para terminar, Cárdenas (2015) nos recuerda cómo Aristóteles también les concede gran importancia en el ámbito de la retórica, contrario a lo que suele creerse:
Sobre el sentido y propósito del estudio que hace Aristóteles sobre las pasiones en el “Libro II” se suscitan múltiples controversias. Varios comentaristas se sorprenden cuando lo encuentran en su Retórica, pues Aristóteles censura a los antiguos retóricos por utilizar las pasiones para oscurecer y distorsionar el juicio del oyente, con el único propósito de salir victoriosos en los debates. Sin embargo, las incluye como pruebas retóricas cuando constata el hecho de que las emociones se presentan cada vez que se hace un juicio sobre una acción concreta y determinada. Las considera necesarias, entonces, para disponer al oyente de manera adecuada para que forme su juicio sobre si es justa, conveniente o digna de alabanza o censura. Aristóteles encuentra que las pasiones del oyente pueden disponerse con pruebas discursivas, pues hay una conexión entre las pasiones, la palabra, la persuasión y, por lo tanto, el juicio (Cárdenas-Mejía, 2015, p. 54).
VI. Conclusiones
Como hemos podido evidenciar, existe toda una reflexión metadicursiva sobre la ética en la propia obra de Aristóteles, es esa reflexión la base para una consideración del carácter epistemológico del campo de la ética.
En esa reflexión aparece de manera brillante y precoz la necesidad de reconocer la peculiaridad del saber ético, que reclama otros métodos para aproximarse a sus objetos escurridizos, las acciones y las decisiones humanas.
De allí que Aristóteles deslinde lo práctico de lo teórico y de los productivo, y que aclare que lo práctico tiene como fin la acción misma, y esto hace evidente la necesidad de conceder toda su importancia a la consideración de los casos.
En este marco se abre paso la centralidad de un modo de entender la razón o, más bien, el descubrimiento de un ámbito específico de esta, lo que se ha denominado razón práctica, pero que en el autor reviste peculiaridades muy importantes; las cuales lo alejan de una postura racionalista, pues concibe a esta razón práctica en una relación compleja y estrecha con las pasiones y con el ethos o carácter, de allí que se trate de una razón encarnada.
Es así como las virtudes ocupan un lugar central en la perspectiva epistemológica de la ética en Aristóteles, pues estas son disposiciones o modos de ser que se cultivan y que inciden en las posibilidades de las decisiones y de las acciones humanas. Esto hace que su perspectiva sea muy distinta de otras, en las que los principios racionales son el centro de la ética.
Pero, al mismo tiempo, las acciones no son vistas como lo central, pues estas se remontan a la profundidad de la presencia de las virtudes, que determinan los modos de relacionarse con las pasiones, así como a su dimensionamiento en el contexto de una vida entera orientada a la busca de la felicidad. Y, en ese sentido, la noción misma de acción moral adquiere una gran complejidad.
No obstante, para captar en toda su dimensión esta perspectiva de la ética como puesta en uso de la razón práctica, y para comprender la hondura que esta razón práctica implica, es preciso remontarse a las relaciones entre ética, retórica y poética, es decir, darse cuenta de las regularidades en el tratamiento de ciertas categorías, como las de ethos, pathos y logos en estas tres comarcas de la región de la racionalidad práctica. En esta labor han sido indispensables los aportes de Perelman, de Ricoeur y del mismo Gadamer. Gracias a ellos podemos dimensionar la centralidad de la argumentación, la interpretación y la narración en las formas de darse el ejercicio de la razón práctica.
Por último, también es de destacar la importancia que las pasiones o emociones encierran en la obra de Aristóteles, así como su centralidad para entender el campo de la ética. Pues estas no sólo no serían algo prescindible, sino que resultan claves en el esfuerzo de hacernos buenos, tanto en la media en que debemos lidiar con ellas y con su fuerza motivadora de la acción, como en el sentido de que hacen parte del engranaje de la busca de la acción buena; esto porque para actuar bien es preciso aprender a relacionarse con las pasiones desde el carácter y porque la misma acción buena implica una suerte de comprensión y de respuesta afectiva con respecto a las personas y a las situaciones implicada en cada caso moral. Lo que indica que existe una relación estrecha entre ética y estética.