I. Introducción
“La mayor felicidad del mayor número es el fundamento de la moralidad y el derecho”
Jeremy Bentham.
A cada autor suele asociársele, a veces de manera arbitraria, una característica inherente. Esta asociación suele generar una visión purista que deja de lado las obras no muy populares de los autores o los cambios que éstos han aplicado a sus teorías a través del tiempo. Por ejemplo, a Adam Smith se le suele reconocer como el precursor de una concepción puramente egoísta de la condición humana cuando, por el contrario, esta afirmación se comienza a desdibujar al leer la Teoría de los sentimientos morales (1759). A Jeremy Bentham, protagonista de este texto, se le suele asociar como un autor que posee una concepción estrictamente individualista del ser humano donde se privilegia el bienestar sobre la justicia. Esa lectura tajante no es correcta. Encasillar a este autor o demás autores en una determinada visión o atarlos a ciertas categorías analíticas, genera que se dejen de lado diferentes matices que su modelo de pensamiento ofrece y que, al parecer, no son percibidos; de ahí el motivo de los lugares comunes que han generado lecturas unidireccionales.
El propósito del presente texto será, inicialmente, realizar un recorrido por el surgimiento del utilitarismo clásico y su oposición a la visión deontológica propia de la filosofía de los derechos naturales. Posteriormente, y una vez expresada la naturaleza práctica que Bentham imprimió a su teoría, se demostrará que el cumplimiento del principal axioma del utilitarismo -la mayor felicidad para el mayor número posible es la medida de lo correcto y lo incorrecto- requiere, basado en un método de cuantificación edificado en el placer y el dolor, de la intervención e implementación por parte del legislador de ciertas medidas de redistribución de la riqueza que conduzcan a generar la mayor igualdad y felicidad posible.
Para la consecución del propósito trazado, el presente texto se dividirá en cuatro partes. La primera de ellas comenzará por abordar los antecedentes del utilitarismo clásico y cómo éste se ubicó como una visión contraria a la filosofía de los derechos naturales y al contrato social. La segunda expondrá la necesidad que encontró Jeremy Bentham en lograr que su teoría utilitaria trascendiera los argumentos y planteamientos de naturaleza netamente filosófica, para ubicar su corriente de pensamiento en un plano práctico tanto desde lo individual como desde lo político y lo económico. La tercera presentará un análisis del concepto de utilidad ubicándose en la diada entre el interés colectivo y el interés individual. Por último, y basados en la posibilidad de medición y cuantificación que ofrecen el placer y el dolor, se expondrá que el cumplimiento del principal axioma del utilitarismo requiere de la implementación -por medio de acciones del legislador y de cada uno de los individuos- de medidas de intervención y redistribución de la riqueza en aras de la mayor igualdad y felicidad posible.
II. Antecedentes
Toda tesis parece tener su antítesis. La visión contractualista, la cual emerge y cobra gran importancia sobre todo durante los siglos XVI, XVII y XVIII -a sabiendas de que aún existen teorías como la denominada neocontractualista- asevera la existencia de una serie de derechos previos o naturales como base de todo gobierno. Ante esta visión, propia de teóricos como Hobbes, Locke y Rousseau, emerge una teoría que representará una ruptura a la visión predominante: el utilitarismo.
Philip Schofield (2009), uno de los más importantes estudiosos del utilitarismo y de su más destacado representante, Jeremy Bentham, ha expuesto como el pensador inglés ha realizado múltiples críticas al concepto de los derechos naturales, sobre todo, en el marco de la Declaración de los Derechos Humanos y del Ciudadano. Quizá una de las obras de Bentham donde pueda evidenciarse de manera más tajante su crítica es en su texto Falacias Políticas (1990). Solo la denominación del capítulo II, La sabiduría de los antepasados o argumento chino, expone el evidente rechazo del autor a la preconcepción de unas leyes y de un modelo de vida que se erige con base en el prejuicio:
Si se examina este prejuicio, se hallará que es tan indefendible como pernicioso. Al propagar esta nociva doctrina y al seguir sus dictados, el hombre egoísta y de mala intención logra el respeto que debiera rendirse a la benevolencia y a la virtud social. Merced a esta charlatanería, se le permite sacrificar el verdadero interés de los vivos al interés imaginario de los muertos (Bentham, 1990, p. 43).
Ante las principales características del contractualismo, como la existencia de un estado de naturaleza y unos derechos originarios o naturales que guían la formación y acciones del gobierno, el utilitarismo era profundamente escéptico. Parafraseando al propio Bentham (1973): el contractualismo era una noción demasiado fantástica para ser seriamente admitida. Y aunque Bentham viera con profunda desconfianza la posibilidad de que la sociedad proviniera de un pacto formal entre individuos, coincidía en la idea de que los hombres encuentran la necesidad de agruparse, ordenarse y mantenerse unidos debido al conjunto de sus debilidades e imperfecciones. Así bien lo expresaba en Fragmento sobre el gobierno:
Pero, aunque la sociedad no provenga formalmente de un pacto entre individuos impulsados por sus necesidades y temores, con todo es el sentido de sus debilidades e imperfecciones el que los mantiene unidos y el que les demuestra la necesidad de esta unión; tal es, pues el sólido fundamento natural y el aglutinante de la sociedad (Bentham, 1973, p. 43).
Aun cuando existan unas pocas coincidencias, propias de los principales cuestionamientos de la filosofía política, la corriente utilitaria y el contractualismo se tornan incompatibles por insondables diferencias que no son, únicamente, de naturaleza filosófica. El contractualismo de la Era Revolucionaria encontró una fuerte oposición en una corriente emergente que se basaba en el empirismo y que veía con serias dudas unos derechos fundados de naturaleza inmutable. Bentham (1973) argüía que en la época activa que se vivía, en donde los conocimientos avanzaban a gran velocidad, la posibilidad de generar nuevos descubrimientos que reformaran el mundo natural era una opción más que plausible que debía ser considerada.Schofield (2009), tomando la crítica de Bentham, argumenta el sinsentido que traduciría tomar como única base los derechos naturales para la edificación de un ordenamiento jurídico y político:
La inexistencia de una ley de la naturaleza -o más precisamente su “no cognoscibilidad”, aunque esto fuese una consecuencia de su inexistencia- significaba que cualquier apelación a las leyes naturales como [criterio de] invalidación de una ley, si no representaba una tontería, era un reflejo de la mera infundada desaprobación por parte del objetor de dicha ley positiva (Schofield, 2009, p. 5).
Se tornan evidentes y significativas las diferencias entre la propuesta utilitarista y la filosofía de los derechos naturales. Bien lo expresa Sabine (1994): “la filosofía de los derechos naturales era, en esencia, un credo revolucionario, no podía aceptar ninguna transacción cuando era atacado un derecho fundamental” (p. 505). Así pues, el período revolucionario, con episodios como la Independencia Norteamericana y la Revolución Francesa, dejó un importante legado para las reflexiones y debates propios de la teoría política; arrojó preguntas cruciales como: ¿puede evaluarse cualquier acto del derecho y la política a partir de unos derechos inherentes?, ¿pueden emerger cuestionamientos genuinos allí donde ya existen unos parámetros establecidos e inmutables? Sin duda, el contexto revolucionario había permeado en el pensamiento y en las sociedades de la época, pero la emergencia del utilitarismo permitía una nueva visión tanto filosófica como política, jurídica y económica.
Ante una era tan marcada por los logros de la revolución, que parecía haber encontrado en la filosofía de los derechos naturales unos cimientos sólidos para la edificación de un ideario político y de gobierno, surge la siguiente pregunta: ¿qué posibilitó el advenimiento del utilitarismo y el debilitamiento de una filosofía ampliamente acogida como la ya mencionada? El contractualismo de los siglos XVII y XVIII se había caracterizado por el uso de hipótesis ahistóricas y por ser naturalmente intuitivo. Así, la tendencia hacia la ciencia del siglo XIX y del pensamiento social en particular, inclinaban la balanza hacia el empirismo, por lo que cada vez había un alejamiento más pronunciado de aquel acto de fe en donde una declaración pueda ser tomada como axiomática debido a que resulta obvia o porque viene de “nuestros sabios antepasados” (Bentham, 1990, p. 41).
Ante este panorama, el llamado de Bentham no era únicamente de carácter reflexivo, sino que invitaba a la transformación activa del derecho y la política tal y como era comprendida. Para el pensador inglés, “se trataba, ante todo, de que la claridad en la comprensión de cualquier sistema legal y político solo se puede lograr rechazando la metafísica y comprometiéndose con las descripciones positivas” (Hampsher-Monk, 1996, p. 354). No bastaba, entonces, con la teoría, sino que resultaba necesario darle a la filosofía un uso práctico en los campos económicos, políticos y sociales:
Los ideales del liberalismo fueron la consecuencia de la Era Revolucionaria, pero sus realizaciones fueron, en gran medida, el resultado de un alto nivel de inteligencia práctica aplicada a problemas específicos. Su teoría era todavía racionalista, pero su racionalismo era matizado por la comprensión de que los ideales tienen que hacerse efectivos en una multitud de casos concretos. Naturalmente, su filosofía tendió a convertirse en utilitaria en vez de revolucionaria (Sabine, 1994, p. 506).
Adam Bedau (2000), al examinar la obra de Bentham, reafirma como el autor realiza una fuerte crítica sobre la nociva inalterabilidad que representa la permanencia de consignas y leyes que basan su legitimidad en la antigüedad, en la naturaleza y en el saber ancestral. Sin embargo, Bedau va más allá de la exposición crítica y se preocupa por mostrar el marco propositivo que se halla en la numerosa obra de Bentham: el pensador inglés ofrece una concepción alternativa de la teoría de los derechos construida sobre un pilar fundamental: el principio de utilidad.
La inclinación hacia el empirismo y las nuevas pautas del conocimiento científico sumado a la tendencia hacia el desarrollo industrial, comercial y la ascensión de la clase media, generaban un escenario propicio para el advenimiento del utilitarismo y el debilitamiento de la filosofía de los derechos naturales. Bentham no fue ajeno al momento histórico y logró que sus teorías no solo tuvieran eco en el papel. Para personajes como Sartori (2002), Bentham junto con Marx se hacen merecedores de ser llamados filósofos empiristas: más que comprender el mundo, procuraron cambiarlo.
III. Jeremy Bentham: el utilitarismo más allá de la filosofía
Como punto de partida, se evidencia en Bentham una profunda “oposición racionalista y realista a lo que él llamó ficciones; es decir, a la especulación de tendencia metafísica que provee de prejuicios y falacias a los defensores del orden establecido” (Colomer, 1987, p. 9). Tal como se expone al inicio del presente texto, el utilitarismo abogó por ir más allá de razonamientos intuitivos y previamente instituidos que secundaban la idea de la aceptación a un supuesto statu quo. Sin duda, esta es una obsesión que trasciende las discusiones filosóficas y permite evidenciar el pensamiento político de Bentham:
En el campo político, Bentham orienta su impulso antimetafísico contra entidades misteriosas y ficticias como el deber, la obligación, los derechos, que sirven a los privilegios de una minoría. Siguiendo a Hume, tiene entre sus primeros blancos la doctrina de los derechos naturales y el contrato social (Colomer, 1987, p. 10).
Para Bentham (1990), la doctrina de los derechos naturales es de naturaleza ficticia. Aquella afirmación de que los hombres nacen libres e iguales no es más que una falacia, ya que los hombres en realidad, afirma el filósofo inglés, nacen sometidos y desiguales. La crítica que hace al contrato social, más allá de su carácter ficticio, es su fuerza vinculante para las generaciones posteriores. Así, todo individuo que advenga una vez establecidos los parámetros del contrato nacerá sometido a sus regulaciones. Para Bentham, el contractualismo privilegia la costumbre sobre el consentimiento, por lo que, desde el plano político, la legitimidad del gobierno estará permanentemente en tela de juicio y la apertura al cambio será mínima o nula (Colomer, 1987). Bentham, haciendo referencia a la falacia de las leyes irrevocables y de los juramentos, ofrece el siguiente ejemplo:
Supongamos que una ley, del sentido que sea, es propuesta a una Asamblea legislativa y que, por las razones que fueren, el conjunto o la mayoría de aquélla la considera benéfica. Esta falacia consiste en invitar no obstante a la Asamblea a rechazarla, con el único fundamento de que los predecesores de los actuales legisladores promulgaron una norma que impide a los siguientes, para siempre, o por un período todavía no concluido, aprobar una ley semejante a la propuesta (Bentham, 1990, pp. 49-50).
Se evidencia entonces una profunda contradicción entre la filosofía de los derechos naturales y una forma de orden político y jurídico dispuesto a repensarse continuamente. Para Bentham, la existencia de un orden o un sistema de gobierno preestablecido no es más que un limitante para las capacidades y libertades de los individuos; un ordenamiento y/o gobierno de este tipo ignoran las dinámicas cambiantes en las que se ve inscrita la política, la economía y la vida social en general, lo que lleva a que no se conciban la realización de reformas si éstas llegasen a poner en entredicho algún derecho natural.
Esta negación a la posibilidad de la reforma constituye para Bentham un punto de partida para el desarrollo del derecho que tanto defendió: el de la resistencia. Este concepto, en pocas palabras, hace referencia al juicio necesario y deseable que los avances materiales e inmateriales generan a los ordenamientos establecidos. El derecho a la resistencia se trata de desafiar aquello que ya no está funcionando correctamente sin importar que, anteriormente, se haya tratado como un paradigma. Thomas Kuhn (2004) señalaba que sin rebeldía intelectual era imposible aspirar al desarrollo del conocimiento científico; la investigación extraordinaria solo es posible si se siembran dudas y anomalías en aquello que era considerado como inquebrantable. De igual forma ocurre con las reformas políticas y legales. Dar ciertas reglas como naturales e indiscutibles generaría un rezago en el desarrollo y perfeccionamiento de las ideas y de los ordenamientos político-jurídicos.
Con la formulación del derecho a la resistencia, Bentham (1973) no abogaba por un desafío violento a las leyes, pero el total sometimiento a ellas no era una opción. De este razonamiento se desprende el famoso lema benthamiano: «obedecer puntualmente, criticar libremente». No se trata de la promulgación de la desobediencia civil, pero el sometimiento a la ley bajo la premisa de que ésta nunca debe ser puesta en entredicho, sería impensable y predeterminaría una contradicción con el derecho a la resistencia (Colomer, 1987). Aquí logra evidenciarse -aunque no es el objetivo de este texto poner este elemento en evidencia- la influencia de la joven democracia norteamericana en el pensamiento de Bentham. Aunque el teórico inglés confiaba en que las reformas sociales podían llevarse a cabo en el marco de una monarquía, con el tiempo fue haciéndose evidente su interés por las bondades que ofrecía la democracia a sus teorías (González, 2006).
En su obra Fragment on Government, Bentham pone en evidencia sus críticas al texto: “Comentarios sobre las leyes de Inglaterra” (1765) del jurista inglés William Blackstone. Bentham expone la importancia de los descubrimientos y de los progresos de la humanidad como principal elemento reformador de cualquier tipo de ordenamiento. El debate, la crítica y la discusión, fruto de los avances del conocimiento, se tornan imprescindibles para que cualquier sistema de gobierno mejore. Un sistema político y jurídico hostil a la reforma representaban para Bentham un exabrupto y una contradicción a sus propuestas y teorías sobre lo que un gobierno debería encarnar. Así, dedicó múltiples líneas a generar una crítica a los planteamientos de W. Blackstone, entre las que se encuentran:
No es esta parte la que parece suscitar más la animadversión. No es esta parte donde se manifiestan, más que en otra, las huellas más profundas de ese espíritu de nuestro autor que parece tan hostil a la reforma y a la libertad en cuanto heraldo de la reforma (Bentham, 1973, p. 18).
A renglón seguido:
No es aquí donde el autor nos ordena creer, salvo que se admita que carecemos de “sentido común o de probidad”, que el sistema de nuestra jurisprudencia es, tanto en su conjunto como en cada una de sus partes, la verdadera quinta esencia de la perfección (Bentham, 1973, p. 20).
Bentham declara, de manera certera, su antipatía con una obra y un modo de pensamiento que menosprecia cualquier tipo de reforma y que es temerosa y ambigua al momento de aproximarse al rediseño de nuevas formas de interacción, minimizando así los resultados prácticos que encarnaría su teoría (González, 2006). Para hacer frente a aquel conjunto de ideas que liquidaban la crítica y por consiguiente la posibilidad de la reforma, Bentham apostó a la formulación de un sistema de valores basado en la utilidad. Bajo la tutela de los textos de Hume y Helvetius, Bentham entendió que “la base del gobierno no es el contrato, sino que la necesidad humana y la satisfacción de las necesidades humanas es su única justificación” (Sabine, 1994, p. 510). La principal motivación del hombre es la constante búsqueda del placer y el alejamiento a las experiencias que le puedan producir dolor. Quien es enemigo de los intereses de la reforma, expondrá Bentham (1973), es también enemigo del bienestar de la humanidad.
IV. La utilidad: la diada entre el interés individual y el interés colectivo
La gran apuesta de Bentham fue la búsqueda permanente del bienestar humano y la satisfacción de sus principales necesidades. El gran reto residía -y aún reside- en la forma práctica y tangible de lograrlo. Para hacer frente a este loable y para nada simple esfuerzo, Bentham introduce a su teoría el que será el ícono del utilitarismo: el principio de utilidad. Este, en palabras muy sencillas, tiene como principal propósito prever las experiencias que producen dolor y procurar aumentar aquellas que generan placer. En palabras del propio Bentham (1998), “es aquel principio que aprueba o desaprueba cualquier acción acorde a si ésta aumenta o disminuye la felicidad del individuo cuyos intereses están en cuestión” (p. 2). A renglón seguido, el pensador inglés profundiza en su teoría otorgando la definición del concepto de utilidad:
Se entenderá por utilidad aquella propiedad de cualquier propósito que tienda a producir beneficios, provecho, placer, bienestar o felicidad, o que prevenga el advenimiento del dolor, la perversidad o la desdicha de los intereses del individuo en cuestión: si ese individuo es la comunidad en general, entonces se hace referencia a la felicidad de la comunidad: si es un individuo particular, nos referimos a la felicidad de ese individuo (Bentham, 1998, p. 2).
Según lo anterior, el sistema de medida para saber lo provechoso o infructuoso de una reforma o de una acción individual, sería la felicidad o la desdicha generada en el individuo o la suma de éstos. Para que un individuo o una comunidad supiesen si los medios escogidos para ser feliz eran los adecuados, el cálculo a tener en cuenta se basaría en los placeres y dolores que acompañarían a estas acciones (Fuller, 1993). Si los placeres eran superiores a los dolores, se encontraba en el camino correcto y, por ende, esa búsqueda no egoísta de la propia felicidad conllevaría también al encuentro de la felicidad colectiva.
Pero esta conclusión no resulta suficiente. Siguiendo dicha lógica, el principio de utilidad podría encontrar escenarios que generen contradicciones con el principal axioma del utilitarismo, a saber: la mayor felicidad para el mayor número de personas. ¿Qué ocurre cuando los individuos, actuando para su propia felicidad, van en detrimento de los intereses o la felicidad de otros? Ante dicha inconsistencia, Antoinette Baujard (2010) propone un análisis positivo (lo que es) y normativo (lo que debe ser) de la utilidad. El primero de ellos aboga por la búsqueda individual del placer y la evasión del dolor. El segundo enmarca como objetivo de la sociedad la obtención de la mayor felicidad posible para el mayor número. Logra evidenciarse entonces que el análisis positivo privilegia el nivel individual, mientras que el análisis normativo, más cercano al cumplimiento del principal axioma utilitarista, privilegia el nivel colectivo.
Pero este análisis comparativo, que parece solucionar de manera obvia la disputa de por cuál de ambas opciones inclinarse, no resuelve la problemática entre los tipos de intereses. El propio Bentham afirmó en su texto Principles of moral and legislation (1998), que resulta vano hablar del interés de la comunidad sin entender el interés del individuo. González (2006) argumenta que “el individuo es juez supremo de sus sensaciones de placer y de dolor” (p. 140), por ende, la formulación de su concepción sobre lo correcto e incorrecto dependerá de la intensidad de sus sentimientos. ¿Cuál es entonces la conexión que existe entre el interés individual y los intereses colectivos?, ¿cómo asegurar que las acciones individuales respeten el principio de utilidad el cual tiene mayor cabida desde el análisis normativo? La problemática continua latente.
A partir de la lectura que hace el filósofo francés, Élie Halévy (1901) del utilitarismo, existen tres maneras de identificar los intereses individuales y los colectivos. La primera es la denominada fusión comprensiva (sympathetic) de intereses, la cual afirma que los intereses individuales no son egoístas. La segunda es la identificación natural de intereses, la cual supone que las personas actúan, en ciertos casos inconscientemente, de manera ética. Bajo esta suposición, donde el individuo tiene en su marco de acción el papel del otro, no habría de existir un conflicto entre el interés individual y el colectivo. Y, por último, se encuentra la identificación artificial de intereses, la cual asevera que “la intervención externa resulta necesaria si la consecución de los intereses colectivos e individuales conduce a incompatibilidades” (Baujard, 2010, p. 611). A partir de esta triada, Baujard (2010) argumenta que los dos primeros elementos, más cercanos a la filosofía económica de Bentham, resultan insuficientes, ya que no logran resolver las preguntas formuladas anteriormente. Mientras que el tercero, más cercano al desarrollo de su filosofía del derecho, puede dirimir el conflicto entre el análisis positivo (nivel individual) y normativo (nivel colectivo) de la utilidad, ya que justificaría la intervención para el cumplimiento del principio de utilidad en el caso donde el interés individual vaya en detrimento o no tenga compatibilidad con el interés colectivo.
Siguiendo el hilo argumentativo anterior, Baujard (2010) será categórica al afirmar que “los intereses individuales son los únicos elementos de donde puede derivar el bienestar colectivo, esto define al bienestar propuesto por Bentham” (p. 617). Lo anterior no significa que, en algunos casos, la combinación de intereses y acciones individuales no induzcan de manera espontánea un óptimo en el bienestar social. La fórmula parece ser sencilla: si los intereses de los individuos aumentan (I1… I2… In), por consiguiente, también lo haría el bienestar social (W), a sabiendas que la comunidad se compone de la suma de individuos (ΔI1…ΔI2…ΔIn→ΔW). La premisa (de ahora en adelante premisa 1): “lo que es bueno para el individuo”, llevará a la conclusión: “es bueno para la comunidad” (Baujard, 2010).
El problema radica cuando la fórmula no se cumple. ¿Qué ocurre cuando el aumento en el placer de I1 tiene un efecto negativo en las utilidades de I2?; ¿qué hacer cuando I1 actúa de X forma aun sabiendo que dicha actuación perjudicará a I2? En este caso, el principio de utilidad se vería comprometido por una externalidad a la que Baujard (2010) denominó: competition in happiness (competencia por la felicidad). Para permitir que el principio sea alcanzado y para hacer frente a la externalidad mencionada, la intervención por parte del legislador queda justificada. Acciones como la intervención para dirimir la competencia entre individuos, la distribución de la riqueza o la reducción del nivel de los intereses de un individuo sobre otro, se tornan necesarias si esto contribuye al bienestar de los intereses de la mayoría, es decir, en aras de cumplir con el principio de utilidad, el principal axioma de la teoría utilitarista (Baujard, 2010).
A partir de lo anterior se ponen en evidencia dos premisas que no resultan comunes al momento de abordar el utilitarismo o el pensamiento de Bentham: [1] el bienestar no debe abolir o dejar de lado a la justica, ambos conceptos deben emerger conjuntamente. [2] Existen claros y múltiples argumentos desde la lógica utilitarista que justifican la intervención -como por ejemplo medidas de redistribución de la riqueza- si estas generan mayor placer y menor dolor en la mayoría de los individuos posibles. De acuerdo con ello, si se quiere dar cumplimiento al principal axioma del utilitarismo serán el placer y el dolor las dos principales herramientas de medición que guiarán no solo las decisiones desde esfera individual, sino también aquellas de índole política y económica que un legislador en determinado sistema de gobierno deberá realizar.
V. El placer y el dolor: medir para redistribuir
Con la publicación de su obra The principles of morals and legislation (1781), el utilitarismo comenzó a robustecer su cuerpo teórico y práctico. En dicho texto, Bentham perfeccionó lo que sería el principio fundamental de esta corriente de pensamiento, a saber: la mayor felicidad para el mayor número de personas es la medida de lo correcto y lo incorrecto. A partir de este axioma las diferentes acciones políticas, económicas y hasta de índole individual, se encontraron enmarcadas en un proceso de cuantificación. Muchos teóricos políticos han encontrado en este principio el origen de una aritmética moral: resulta posible medir lo bueno y lo malo. Será a partir de este sistema de medida basado en la utilidad no solo como los individuos tomarán decisiones, sino como los legisladores también lo harán en aras del bienestar del mayor número posible: “(…) evitar el dolor y producir el placer no solo eran los fines que el legislador debía tener en consideración, sino que eran también lo medios o instrumentos con los cuales tenía que operar” (Schofield, 2006, p. 37). Esto es una clara muestra de cómo un análisis que pareciera ser estrictamente teórico-filosófico encuentra cabida en las acciones cotidianas y de gobierno.
Intentar llevar a cabo mediciones por medio de elementos tan abstractos no es tarea fácil. Para traducir la significación de las acciones individuales y de gobierno en un sistema capaz de arrojar resultados susceptibles a ser medidos, Bentham acudió a los valores que guían el comportamiento de todo individuo: el placer y el dolor. Como poética puede definirse la forma en como el teórico inglés definió a estos valores:
La naturaleza ha puesto a la humanidad bajo el dominio de dos amos soberanos, el dolor y el placer. A ellos solo les toca señalar lo que debemos hacer, así como determinar lo que haremos. Por una parte, la norma del bien y del mal, por otra, la cadena de causas y efectos está atada a su trono. Nos gobiernan en todo lo que hacemos, todo lo que decimos, todo lo que pensamos: todo esfuerzo para deshacernos de dicha subordinación servirá para demostrarlo y confirmarlo (Bentham, 1998, p. 1).
Estos dos valores, causas de la conducta humana, se convirtieron en el termómetro de la sociedad: el individuo considera como “bueno” aquello que le produce placer y como “malo” aquello que le genera dolor. Entre más cercano se esté al placer y más alejado al dolor, más seguridad habrá en que los métodos escogidos para buscar la felicidad son los correctos. Este procedimiento, sin embargo, no está exento de retos; Robert Audi (2007) plantea la dificultad que significa cuantificar, de la forma más estricta posible, dos conceptos que, por ejemplo, pueden variar su intensidad según el individuo que los sienta en un momento determinado. Por ello, argumenta que “el utilitarismo requiere de comparaciones interpersonales alrededor del placer y el dolor como base para tomar decisiones éticas” (Audi, 2007, p. 596). Esta lógica responde a un análisis positivo de la utilidad.
Ahora bien, realizar un análisis no únicamente positivo sino también normativo de la utilidad, conlleva a abordar el placer y el dolor no solamente como criterios valorativos y de medición de las acciones individuales, sino también como parámetros de decisión pública en cabeza del legislador, las cuales deben estar encaminadas a maximizar el bienestar social. Todo legislador debe buscar que se cumpla el axioma fundamental -la mayor felicidad para el mayor número de personas posibles- procurando que los placeres permanezcan y los dolores disminuyan, tanto en número como en intensidad (González, 2006). Medir la utilidad cobra gran importancia ya que es gracias a ésta que se pueden llevar a cabo comparaciones interpersonales que conducirán a los gobiernos a tomar cierto tipo de decisiones en aras de incrementar el bienestar colectivo. Aquí, contrario a la premisa 1, el orden ha sido alterado: “lo que es bueno para la comunidad” (premisa), “es bueno para el individuo” (conclusión). La fórmula ha sido invertida (Baujard, 2010).
El placer y el dolor se tornan susceptibles de ser medidos y de esta manera se vuelve posible llevar a cabo una aritmética de ambos valores que defina unas determinadas acciones a realizar. Así, se trasciende de un escenario que parecía privilegiar netamente los intereses individuales para trasladarse a uno donde el bienestar colectivo debe tener prelación y donde estas dos fuerzas motivadoras continúan cumpliendo un importante papel, a saber: el escenario político y económico. Dado lo anterior, y dejando claro que los intereses individuales son los únicos elementos de donde puede derivar el bienestar colectivo, un legislador -procurando cumplir con el principal axioma benthamiano- tendrá la competencia y el deber de optar por medidas que busquen la felicidad del mayor número de personas así tenga que reducir cierta cantidad del placer de algunos para otorgársela a otros que cuenten inicialmente con una cantidad menor.
Bentham encontró en el principio de la mayor felicidad para el mayor número una medida de valor. Esta herramienta de cuantificación, útil desde el plano individual hasta el colectivo, no pasó desapercibida en cuanto a medidas de redistribución se refiere. Un gobierno podrá intervenir redistribuyendo la riqueza si ésta genera mayores placeres -en cantidad e intensidad- que dolores a un mayor número de personas. En palabras de Antoinette Baujard: “La intervención resultará aceptable si esta llega a producir mayor placer global y menor dolor del que resultaría ante la ausencia de tal intervención” (Baujard, 2010, p. 625).
El proceso de cuantificación propuesto por Bentham no resultó ser nada fácil de estructurar. La primera parte consistió en asociar la felicidad al valor de la riqueza (González, 2006). Y aunque pidiendo a sus lectores que le concedieran una tregua debido a que consideraba un lenguaje mercenario hacer de la riqueza una medida de la felicidad, encontraba en esta relación un instrumento que le permitía realizar mediciones de manera más juiciosa. Y aun cuando fue el “reduccionismo el precio que Bentham [tuvo] que pagar para poder llegar a una medida cuantitativa” (González, 2006, p. 162), este sacrificio resultó de vital importancia para desarrollar su argumento a favor de la redistribución de la riqueza:
La falta de pluralismo (el monismo) del utilitarismo de Bentham tiene un lado positivo que es muy importante: su potencialidad redistributiva. La maximización de la felicidad de la sociedad es posible porque las utilidades marginales son diferentes. Para que se cumpla el axioma fundamental es necesario hacer transferencias de recursos en favor de los menos afortunados: “(…) por una partícula de riqueza, si se agrega a la riqueza del que tiene menos, se producirá más felicidad que si se agrega a la riqueza del que tiene más” (González, 2006, p. 162).
Aun cuando Bentham otorga un especial papel al individuo y a la búsqueda por sus propios medios de aquello que considere lo hará feliz, esta felicidad individual de ninguna manera podrá considerarse más importante que la concepción normativa de la utilidad, a saber: la obtención de la felicidad para el mayor número posible. Esta concepción normativa, más cercana al principal axioma utilitarista, prevalece sobre la felicidad individual (González, 2006). De esta manera, el sacrificio del bienestar personal por aumentar la felicidad de la mayoría se torna imprescindible en el modelo colectivo propuesto por Bentham. Aun cuando para el teórico inglés el egoísmo es un pilar de la fundación social, caer en purismos que no dan cabida a otros sentimientos morales sería apuñalar el corazón de su teoría. Sacrificio y simpatía son necesarios para cumplir el axioma: “La sociedad se mantiene unida únicamente por los sacrificios que pueden ser inducidos a hacer sus miembros, de las satisfacciones que exigen: lograr esos sacrificios es la gran dificultad y la mayor tarea del gobierno” (Bentham, 1789, p. 11 en González, 2006, p. 155). Es mediante la constitución, la legislación y la intervención estatal que Betham procura que el interés colectivo no sea evadido.
De lo anterior no puede dejarse de lado el importante papel que juega las sensaciones y la percepción individual en cuanto a las medidas de redistribución. El valor objetivo de un bien no resulta suficiente al momento de realizar el análisis. Por el contrario, “el valor de los bienes no depende tanto de sus costes objetivos de producción cuanto de su valor de uso, según las estimaciones y preferencias del consumidor” (Colomer, 1987, p. 17). A esto se le denominó: teoría subjetiva del valor. Aun cuando el aumento en la cantidad de la riqueza es importante, no será la misma felicidad la que se produzca en un individuo rico a aquella que se produce en uno pobre si a ambos se les otorgara una misma cantidad de dinero. El placer producido será mayor en el individuo que cuenta con menor riqueza que aquel que se produciría si se le otorgase a una persona rica. Schofield (2006) lo expone de gran manera al argumentar que la principal cuestión de la utilidad tiene que ver, principalmente, con sensaciones:
El principio de utilidad es una entidad ficticia, y como otras entidades ficticias, para que tuviese sentido tenía que ser expuesto en términos de entidades reales. Las entidades reales en cuestión -la “fuente real” del principio de utilidad- eran los sentimientos experimentados por criaturas sintientes. Y como hemos visto, los únicos sentimientos que importaban en este caso eran los del placer y el dolor (p. 41).
Lo anterior permite arrojar dos primeras conclusiones que ya el lector habrá podido sospechar: [1] para Bentham, el bienestar no se encuentra por encima de la justicia -sin esto significar que los conceptos sean excluyentes entre sí, como decíamos anteriormente, ambos conceptos deben emerger de manera conjunta. [2] Las transferencias de riqueza de personas relativamente ricas a otras relativamente pobres, y demás medidas de redistribución e intervención, quedan justificadas, sí y solo sí, esto conlleva al cumplimiento del axioma del utilitarismo: mayor bienestar para el mayor número posible (Colomer, 1987).
Caer en purismos constituye un gran error. Lo anteriormente expuesto permite evidenciar que el utilitarismo propuesto por Bentham se aleja del purismo moral donde, como lo expone García Gibson (2017), todo tipo de infortunio o mal es inadmisible, incluso en aquellos casos en donde, entre dos males, se deba escoger el mal menor. A esta postura que niega la posibilidad moral de escoger el mal menor por el hecho de que el mal nunca debe ser una opción, se le conoce como non-permissivism. Por lo anterior, aun cuando Bentham privilegia la figura del individuo y su egoísmo como edificador de la sociedad, dejar de lado la simpatía, el sacrificio y la justicia, sería ir en detrimento no solo del pensamiento benthamiano sino también de la condición humana que él concebía con sus acepciones. Contrario a los argumentos que tachan a este modelo de pensamiento como profundamente egoísta, lo anteriormente mencionado ha demostrado que otros valores que privilegian la esfera colectiva son imprescindibles. La redistribución de la riqueza se constituye como un elemento que el utilitarismo contempla al interior de su entramado teórico y práctico, en donde el legislador cobra el papel protagónico y valores como el sacrificio y la simpatía se tornan infaltables para que el principio se cumpla. Así, “sin transferencias de recursos el axioma fundamental sería un enunciado vacío. La búsqueda de la mayor felicidad para el mayor número únicamente es factible si el gobierno redistribuye la riqueza” (González, 2006, p. 163).
Si bien la teoría utilitaria propuesta por Bentham no es radicalmente individualista, tampoco soluciona de manera definitiva las problemáticas de desigualdad. Bentham reconoce -tanto que está expuesto de manera literal en el principal axioma- que algunos no alcanzarán la mayor felicidad. Jorge Iván González (2006), en su texto: Ética, Economía y Políticas Sociales, lo expresa de gran manera:
(…) y no es tan ingenuo como para pensar que el axioma fundamental resuelve el conflicto. La mayor felicidad para el mayor número no soluciona el problema porque la consecución de este fin puede llevar a reducir la felicidad de algunos. El axioma no dice: “la mayor felicidad para todos” sino “la mayor felicidad para el mayor número”. Y si el axioma fundamental se cumple, es posible que una minoría no alcance la mayor felicidad e, incluso, es factible que caiga en desgracia. El axioma fundamental no es purista. Es suficiente con que mejore la felicidad del mayor número de personas (González, 2006, p. 147).
Como individualista más no netamente egoísta, podría describirse la teoría propuesta por Bentham. Simpatía y sacrificio como características de la condición humana, pero con un profundo sentido de la realidad: aspirar a una condición máxima de igualdad sería utópico, pero alcanzar unos mínimos de desigualdad resulta en una condición básica para la consecución de la felicidad del mayor número posible. “Bentham no propende por una sociedad de óptimos ideales, sino de máximos posibles” (González, 2006, p. 163). Por lo anterior, la intervención y las medidas de redistribución de la riqueza son un elemento central del utilitarismo de Bentham; el papel del legislador sumado al sacrificio individual son elementos imprescindibles para que estas medidas tengan lugar.
VI. Conclusiones
Para finalizar con el desarrollo del presente texto, se optará por presentar las diferentes conclusiones encontradas en dos bloques y un comentario final:
Primer bloque: el contractualismo, bajo el escudo de la Era Revolucionaria, comenzó a perder aliento y vigencia tras el advenimiento de un nuevo contexto en donde la base empirista-científica se tomaba progresivamente el protagonismo. La sobrevivencia de las tesis que defendían la existencia de unos derechos naturales que no podían ser puestos en discusión fue minada por el avance científico, comercial e industrial que atravesaban, sobre todo, los principales países europeos. Este contexto y desarrollo histórico propiciaron el escenario para el surgimiento del utilitarismo. Jeremy Bentham mostró a través de sus planteamientos una profunda oposición a los defensores del orden establecido que se escudaban en razonamientos intuitivos y prejuiciosos. El utilitarismo propuesto por Bentham arrojó una piedra sobre el agua calma de la época y logró poner sobre la mesa discusiones que se daban por cerradas o que preferían ser omitidas. La reflexión y el debate en torno a nuevas visiones de la política y la economía tambalearon las bases sobre las que fue edificada la filosofía de los derechos naturales y dieron paso a una nueva visión filosófica y práctica del orden social.
En ese mismo orden de ideas, la crítica a la filosofía de los derechos naturales realizada por Bentham se basó en el rechazo vehemente a la fuerza vinculante que tiene un contrato ficticio sobre los individuos y sus generaciones venideras. Este contrato impone a los individuos un irrestricto seguimiento a una serie de reglas -supuestamente naturales y acordadas unánimemente- que pueden responder o no a las necesidades sociales del momento, dejando en un segundo plano la posibilidad de generar importantes reformas. De esta manera, Bentham era categórico al afirmar que el contractualismo privilegiaba la costumbre sobre el consentimiento, negando así el derecho de los individuos a resistirse al statu quo y proponer cambios sustanciales.
Segundo bloque: el principio de utilidad se enfrenta a la diada entre el interés individual y el interés colectivo. Y si bien la idea esencial de Bentham frente a esta dicotomía radica en que de la búsqueda del bienestar individual deriva el bienestar colectivo, las complicaciones que se desprenden de ello no son menores. ¿Qué ocurre cuando los individuos, actuando para su propia felicidad, van en detrimento de los intereses o la felicidad de otros?, ¿qué hacer cuando un individuo actúa de determinada manera aun sabiendo que dicha actuación perjudicará a otros? Siguiendo la lectura que Antoinette Baujard (2010) y Élie Halévy (1901) hacen de Bentham, la mejor forma de dirimir dicho conflicto es mediante la intervención del legislador que el mismo Bentham propone: “la intervención externa resulta necesaria si la consecución de los intereses colectivos e individuales conduce a incompatibilidades” (Baujard, 2010, p. 611). Por ende, el utilitarismo de Bentham busca permanentemente parámetros de justicia amparados en la justificación de la intervención si esta genera mayor placer y menor dolor en la mayoría de los individuos posibles.
En estos dos últimos valores mencionados, el placer y el dolor, Bentham encontró la clave para asignar parámetros de medición y de justificación a acciones que redistribuyeran la riqueza. Tanto desde el nivel individual como desde las decisiones de gobierno que impactan al colectivo, debe buscarse la maximización del placer y la disminución del dolor. Debido a ello, y bajo la tregua que el mismo Bentham pidió a sus lectores que le concedieran al hacer de la riqueza una medida de la felicidad, el teórico inglés logró a través de este reduccionismo (González, 2006) establecer parámetros prácticos de cuantificación y medición. Este sacrificio resultó de vital importancia para desarrollar su argumento: las transferencias de riqueza de personas relativamente ricas a otras relativamente pobres quedan justificadas, sí y solo sí, esto conlleva al cumplimiento del axioma del utilitarismo: mayor bienestar para el mayor número posible (Colomer, 1987).
Como último comentario de este bloque de conclusiones, es importante recalcar que ni el utilitarismo ni Bentham aspiran a una condición máxima de igualdad. Desde la misma redacción del principio utilitario es claro que se busca la consecución de máximos posibles de bienestar y no de óptimos ideales (González, 2006). Por lo anterior, resulta de vital importancia que se realice una lectura juiciosa y precisa del pensamiento de Jeremy Bentham y de la propuesta del utilitarismo para así no caer en purismos morales (García Gibson, 2017) que nieguen una gama de posibilidades y encasillen, de manera improcedente e injusta, a este autor y a esta teoría como egoísta y utópica.