Introducción
El estudio de las movilidades ha cobrado un creciente interés en múltiples campos de las ciencias sociales (Sheller y Urry, 2006; Urry, 2007; Cresswell, 2010; Cresswell y Merriman, 2011). Específicamente en el campo de los estudios urbanos, la pregunta por la movilidad cotidiana permitió repensar los modos, tradicionalmente fijos y estáticos, de imaginar, representar y comprender la vida urbana (Jirón, 2009; Gutiérrez, 2012; Jirón y Mansilla, 2013). En esta dirección, Ingold (2011) sostuvo que habitar no supone simplemente la ocupación de estructuras ya construidas, sino que involucra la forma en que los habitantes producen y despliegan sus propias vidas, las cuales “no se desarrollan dentro de lugares sino a través, alrededor, hacia y desde ellos, desde y hacia otro lugares” (Ingold, 2011, p. 148; traducción propia); en tanto que Urry (2000) reconoció que “las formas contemporáneas de habitar casi siempre involucran diversas formas de movilidad” (Urry, 2000, p. 132; traducción propia). La vida urbana se produce, entonces, a lo largo de caminos que llevan de un lugar a otro y por lo mismo podemos imaginarla como un conjunto de caminos que se bifurcan, se entrelazan y se vuelven a separar.
Movilidad no se reduce a movimiento. Además del hecho físico de trasladarse de un lugar a otro, la movilidad involucra también los sentidos otorgados al movimiento, así como la práctica del movimiento experimentada y encarnada (Cresswell, 2008). De esta manera, en este artículo la movilidad constituye el “lugar metodológico” para explorar la ciudad y sus sentidos, entendida como práctica social de desplazamiento diario a través del tiempo y del espacio urbano, que permite el acceso a actividades, personas y lugares (Jirón, Lange y Bertrand, 2010, p. 24).
Por medio del análisis antropológico de la movilidad cotidiana en la ciudad de La Plata, el artículo sostiene que la fragmentación no se reduce a un fenómeno residencial ni implica necesariamente ausencia de vínculos sociales entre los diferentes grupos sociales que habitan la ciudad. Antes bien, del análisis de las prácticas de movilidad cotidiana (los recorridos, sus bifurcaciones y sus entrelazamientos) sostenemos -siguiendo la sutil sugerencia de Bayón y Saraví (2012)- que fragmentación refiere también a los modos en que se establecen y se experimentan los lazos sociales en la ciudad contemporánea. De esta manera, la indagación nos lleva a reflexionar en una doble dirección. Por un lado, acerca de la relación que puede existir entre la presencia de desventajas en el trasporte y la movilidad y la tendencia al aislamiento y la exclusión social de ciertos grupos sociales, “exclusión social relacionada con el transporte” (Lucas, 2012) donde la “accesibilidad reducida” es producto de una “movilidad insuficiente”. Por el otro, la relación entre movilidad y proximidad (Urry, 2002) que sitúa en el centro la pregunta por las relaciones cara a cara que la propia movilidad cotidiana habilita, pues entre la “inmovilidad forzada” y las diversas formas de “movilidad obligada” (Urry, 2002) que limitan el acceso a espacios de co-presencia se despliegan en la ciudad diversas formas de movilidad e interacción cotidianas.
La ciudad de La Plata (Argentina) se encuentra localizada a 56 km al sureste de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires y forma parte del tercer cordón de la Región Metropolitana de Buenos Aires (ver figura 1 ). La ciudad tiene un claro perfil administrativo y universitario por ser la capital de la provincia de Buenos Aires y sede de la tercera universidad nacional, y se articula hacia el este con las localidades industriales y portuarias de Ensenada y Berisso, que en conjunto conforman el Gran La Plata y rondan el millón de habitantes.
Sus orígenes se remontan a finales del siglo XIX, cuando fue creada como una ciudad planificada, pretendidamente racional, producto y proyección de la élite liberal gobernante (Segura, 2015). En la actualidad, sin embargo, la mancha urbana se expandió más allá del “cuadrado”3 planificado y cuenta con una población de 687 378 habitantes (INDEC, 2010), de los cuales menos de 250 000 habitan en el trazado fundacional. En los modos de imaginar y significar la ciudad se recurre de modo sistemático a la oposición entre “el adentro” o “la ciudad” (término reservado para referirse exclusivamente al trazado fundacional) y “las afueras” o “la periferia”, con los que se remite a la significativa expansión urbana extrarradio del plan original.
Teniendo en cuenta estas características socioespaciales, los datos para este artículo provienen del trabajo de campo con habitantes de tres locaciones: un barrio “tradicional” de clase media y media alta situado “adentro” del diseño fundacional conocido como Barrio Norte; barrios cerrados situados en la localidad de City Bell, en la periferia norte de la ciudad, correspondiente al eje de conexión La Plata-Buenos Aires a través de dos rutas, una autopista y una línea de ferrocarril; y un asentamiento situado “afuera” de la ciudad, en la periferia sur y pobre, conocido como Puente de Fierro debido a una estructura ferroviaria abandonada en la que se construyó el barrio.
Junto con la observación participante de las dinámicas barriales, durante el trabajo de campo4 se realizaron diez entrevistas en profundidad a residentes adultos (mayores de 18 años) de cada uno de los espacios seleccionados. Las entrevistas consistieron en solicitar relatos acerca de la vida cotidiana en la ciudad, registrando la narración de un día habitual y otro excepcional en la vida del/a entrevistado/a y de los demás integrantes del hogar. Además se pedían detalles de los viajes y los medios de transporte, y se preguntaba sobre las interacciones en la ciudad, la percepción de problemas urbanos, los cambios deseados y la proyección a futuro de la vida en la ciudad.
Por medio de la reconstrucción de las prácticas de movilidad cotidiana de los habitantes de estas tres locaciones y de las interacciones y los sentidos desplegados en esa experiencia, fue posible identificar tanto “centralidades conflictivas” donde convergen e interactúan actores sociales diversos y desiguales, como “circuitos segregados” en los modos específicos de conectar residencia, vecindad, trabajo, educación y ocio. De esta manera, probablemente por su escala intermedia, a diferencia de lo señalado para espacios metropolitanos como Buenos Aires y sus islas de riqueza y pobreza (Janoschka, 2002) o México y sus ciudades exclusivas y abiertas (Saraví, 2015), parafraseando a Borges (1974) podemos hablar de La Plata como la ciudad de los senderos que se bifurcan, mas también se entrelazan. La finalidad de este artículo consiste en comprender esa experiencia combinada de la proximidad y la distancia, la separación y el encuentro, y sus efectos en la vida urbana.
Para esto, en cada una de las tres secciones siguientes se analiza una dimensión de esta dinámica urbana cotidiana: primero, la existencia de centralidades urbanas en la ciudad; después, el establecimiento de bifurcaciones en los circuitos cotidianos de cada grupo social por la ciudad; y, por último, la experiencia del entrelazamiento entre actores sociales desiguales en la ciudad producto de la movilidad cotidiana. Cierra el artículo una reflexión acerca de las relaciones entre movilidad y fragmentación en los estudios urbanos.
Centralidades, o el centro histórico como nodo compartido
Prácticamente desde sus inicios la ciudad de La Plata asistió a un lento proceso de suburbanización a partir del cual se estableció el contraste entre el espacio planificado y el no planificado -adentro y afuera-, dando lugar a una configuración del tipo centro-periferia. Ahora bien, específicamente durante las últimas décadas, la ciudad asiste a una dinámica tensada entre un vertiginoso proceso de expansión urbana y la persistencia de ciertas centralidades tradicionales, particularmente el centro histórico del casco fundacional.
El crecimiento de la superficie urbana entre los años 1990 y 2010 fue del 126,7 % (CIPUV, 2013) producto de la instalación de viviendas en áreas cada vez más alejadas de la periferia. Como ha señalado Frediani (2010), la ausencia de políticas institucionales de desarrollo urbano ha dado lugar a que esta expansión se encuentre regulada por la dinámica del mercado de tierras, coexistiendo en la periferia dos lógicas diferenciadas: la expansión de barrios cerrados para grupos sociales de altos ingresos y la proliferación de formas de urbanización informal entre sectores populares. La ocupación de la periferia en áreas desprovistas de infraestructura de servicios, equipamientos y comercios, así como la concentración de los puestos de trabajo en el centro, mantuvo la dependencia funcional con el centro de la ciudad, con el consecuente incremento de los movimientos pendulares. En este sentido, se estima que el 70 % de los viajes diarios tiene como destino el casco fundacional (Aón, 2013).
Esta dinámica contradictoria de expansión y centralidad se despliega, entonces, en dos direcciones. Por un lado, acentúa los patrones de segregación socioespacial, tanto al consolidar el contraste entre el adentro y el afuera de la ciudad,5 como al fragmentar social y espacialmente el espacio periférico. Por el otro, genera una mayor distancia entre vivienda y trabajo, incrementando los tiempos de viaje en un contexto de mala calidad de la infraestructura viaria y del sistema de transporte público en la periferia.
En el marco de esta geografía urbana desigual -con localizaciones, condiciones y recursos también desiguales- los actores despliegan sus vidas cotidianas. La dinámica de bifurcaciones y entrelazamientos de las movilidades cotidianas en la ciudad se encuentra representada de manera sintética en la siguiente cartografía, en la cual se simbolizan la direccionalidad dominante de las movilidades (vectores) desde los espacios residenciales (rectángulos), así como los nodos (círculos) que las mismas producen.6
A partir de este mapa podríamos pensar la ciudad como un conjunto de caminos que convergen en el centro, el cual constituye uno de los pocos espacios compartidos (o al menos transitado) por la mayoría de los habitantes de la ciudad. O, para decirlo de otro modo, todos (o la mayoría) tienen al centro de la ciudad como un referente compartido, más allá de que -como veremos- realizan circuitos cotidianos bien diferentes.
Situado dentro del plano fundacional de la ciudad, Barrio Norte es un barrio tradicional de grandes casas unifamiliares habitadas por profesionales, empresarios y comerciantes de clase media y media alta. “Comodidad” y “conveniencia” son las palabras que utilizan para describir su vecindario. “Esta es una zona privilegiada, con escuelas, hospitales y tiendas. En la periferia no hay nada”, dice Saúl7 (57 años, funcionario del Ministerio de Asuntos Exteriores) y reconoce que “elegimos esta zona debido a la ubicación y la comodidad. Camino una cuadra y tomo la combi8 para ir a Buenos Aires [donde trabaja hace más de 20 años], Joaquín [uno de sus hijos] va a la esquina y toma el colectivo que lo lleva a la universidad. Si queremos ir a Buenos Aires, tenemos la autopista cercana”. En una dirección similar, César (60 años, empleado en una compañía farmacéutica) señala: “está dentro de la traza fundacional de La Plata, a diez cuadras del centro. Tiene todo cerca y pasan muchas líneas de colectivos que te llevan dentro de la ciudad y afuera”. Si bien no se trata precisamente de ubicuidad (Donzelot, 2004), estos testimonios dan cuenta de la accesibilidad y la conectividad del barrio. La proximidad a vías rápidas como la autopista Buenos Aires-La Plata y la Avenida de Circunvalación y la disponibilidad de medios de transporte son destacadas por sus residentes: Pablo (32 años, médico) valora la ubicación “porque no tengo que cruzar por el centro para ir a mi trabajo” y Paula (25 años, economista), quien trabaja en una empresa en Buenos Aires, relata: “conseguí una combi que pasa por calle 13. Me queda a una cuadra de casa. Me tomo la combi a las siete de la mañana y ocho y cuarto llego a Buenos Aires”. Para ir al centro, tanto por su proximidad como por el tráfico, muchos van caminando o en trasporte público. Como recomienda José (63 años, contador): “Si tenés que ir al centro no vayas en el auto porque te vas a arrepentir. Te tomás el micro o vas caminando”.
Ahora bien, el centro de la ciudad no solo constituye -como decíamos- un paisaje habitual para personas que viven en sus proximidades, sino que también forma parte de las trayectorias cotidianas de la mayoría de los habitantes de los barrios cerrados y de los asentamientos informales. Sin embargo, a diferencia de la experiencia cotidiana de los habitantes de Barrio Norte, acceder al centro para estas personas supone suprimir (en condiciones desiguales y con medios diferentes) significativas distancias.
La expansión de los barrios cerrados en localidades como City Bell y Villa Elisa, ubicadas a 20 kilómetros del centro de la ciudad, en el eje que comunica La Plata con la ciudad de Buenos Aires, constituye uno de los procesos más llamativos de la movilidad residencial intraurbana de clases medias y altas de las últimas décadas. La búsqueda de paz, silencio, naturaleza y seguridad, así como motivaciones económicas relativas a las ventajas comparativas en los costos de los terrenos en la periferia, se encuentran entre las razones esgrimidas para el traslado. Eduardo (70 años, abogado) y su esposa Mónica (68 años, profesora) se mudaron hace 10 años a una de las comunidades residenciales cerradas más prestigiosas de City Bell, a partir del diagnóstico de que “La Plata perdió la calidad de vida”. Sin embargo, como la mayoría de los residentes de estos nuevos espacios, Eduardo y Mónica trabajan cada día en La Plata. Tienen dos automóviles pues “el coche es esencial para vivir en este barrio porque las distancias son largas”. Las grandes distancias y el tiempo de viaje a La Plata debido al tráfico conduce a “organizar la vida” con el fin de “evitar ir dos veces al día a La Plata”. Ellos van a trabajar todos los días y planifican otras actividades complementarias para aprovechar el viaje: compras, trámites, reuniones, entre otras. “Estoy fuera de casa todo el día. Luego, cuando llego a mi casa, no quiero volver a salir”, comenta Eduardo. De manera similar, Manuel (56 años, periodista) y su esposa Lourdes (47 años, empleada pública) se movilizan cada uno en su coche hacia La Plata para el trabajo y reconocen que “cuando uno regresa a su casa del trabajo no quiere volver a salir”.
Debido a que el trabajo es el principal motivo para desplazarse hasta el centro, quienes no trabajan en la ciudad como Josefina (57 años, empresaria textil) y Graciela (60 años, jubilada) evitan “ir a La Plata”. Esto no supone, sin embargo, ausencia de movilidad. Pese a estar jubilada, Graciela remarca que para vivir en un barrio cerrado alejado de la ciudad “tenés que moverte” por motivos diversos: las compras, el médico, las visitas. Y la vida cotidiana de Josefina se caracteriza por la alta movilidad: mientras su marido viaja a La Plata por trabajo y sus dos hijos hacen lo mismo para estudiar en la universidad, Josefina viaja de lunes a jueves a Buenos Aires. Quienes, en cambio, deben realizar de manera diaria el movimiento pendular entre el barrio cerrado y La Plata por motivos laborales, lamentan la falta de transporte público y la mala frecuencia de las pocas líneas existentes. En este sentido, Manuel reconoce que sería ideal “que hubiera un micro que me llevara y trajera al centro”. La dependencia del automóvil es generalizada. Lucas (38 años) y Diana (32 años), ambos médicos, condensan esta dinámica. “Voy y vengo en auto -dice Lucas-. Y mi mujer también tiene auto y va y viene en auto. Tenemos dos autos, con uno solo es imposible”. Además, todos señalan las dificultades del tráfico cotidiano. Lucas relata: “Si salís siete y media de la mañana, son treinta y cinco minutos. Si salís a las ocho cuarenta, cuarenta y cinco, un poco más, porque todo el mundo llega a La Plata a esa hora, colapsa el acceso y el ingreso”. Una entrevistada sintetizaba esa experiencia cotidiana: “Es medio plomo. Porque hay autos, hay tránsito, los semáforos, lomos de burro, qué sé yo. Te agota ir a La Plata por el tránsito: no podes estacionar, das vueltas y vueltas”.
Por su parte, Puente de Fierro es un “asentamiento” que surgió a mediados de la década de 1990, a partir de la ocupación de suelo público que pertenecía a una línea de ferrocarril desactivada en la década de 1970.9 La mayoría de sus habitantes son migrantes del interior del país y de países limítrofes que llegaron a La Plata en busca de un sitio para vivir con mejores oportunidades que en sus lugares de origen. Desde el punto de vista de sus habitantes, no solo viven “afuera” de la ciudad sino también “lejos” de los bienes y servicios necesarios para su vida. Darío (54 años, trabajador en la horticultura), declaró: “El Hospital de Niños [hospital más cercano] está lejos de aquí y es muy difícil salir de aquí. Hay un autobús que va al hospital, pero hay que tomarlo en el cementerio. Y para llegar al cementerio de aquí son veinte cuadras y tienes que caminar”. Y Araceli (32 años, ama de casa) sostiene: “en el barrio no hay jardín de infantes. El más cercano es a treinta cuadras de aquí. Para mí es muy lejos. Y cuando mis hijos eran pequeños no tenía dinero para pagar el colectivo”.
Por lo tanto, a pesar de estar ubicado a tres kilómetros del límite del trazado fundacional y seis kilómetros del centro de la ciudad, Puente de Fierro está más lejos de la ciudad que barrios cerrados situados alrededor de veinte kilómetros del centro. La distancia, entonces, no es solo un fenómeno cuantitativo sino que también alude a las dificultades para salir del barrio, ya sea por su inaccesibilidad, por la falta de medios de transporte (públicos y privados) y/o por la carencia de dinero para cubrir los gastos de viaje. En este sentido, como señala Lucas (2012), las desventajas en el transporte no deben confundirse con la “exclusión social relacionada con el trasporte”, ya que es posible tener desventajas de transporte y estar socialmente incluido (como pasa con muchos de los habitantes de los barrios cerrados), así como estar socialmente excluido y tener acceso al transporte. Solo cuando las desventajas en el transporte interactúan con desventajas sociales, como ocurre en muchos de los habitantes de Puente de Fierro, nos encontramos ante situaciones de “pobreza de transporte” que provocan la inaccesibilidad a bienes y servicios.
Sin embargo, a pesar de estos obstáculos, “salir del barrio” es fundamental para los habitantes de Puente de Fierro. Nuevamente se observa aquí la centralidad del mercado de trabajo para comprender las dinámicas cotidianas: personas como Carlos (48 años, empleado en la construcción) y Juan (35 años, reciclador urbano) dicen lo mismo que Valentín (43 años, electricista): “voy al centro todos los días”. Para otros, como Darío, que trabajan a diario en la producción hortícola, su movilidad cotidiana no es periferia-centro, sino periferia-periferia. Y para todos, independientemente de su posición en el mercado de trabajo, el centro es el lugar al que deben acudir por cuestiones de salud, educación, trámites burocráticos, entre otros.
De esta manera, el trazado urbano fundacional funciona como el espacio donde los caminos cotidianos de los habitantes se reúnen, se entrelazan y se separan. El centro, entonces, actúa como nodo compartido por circuitos urbanos que conducen a diferentes lugares de residencia, estudio, comercio y ocio.
Bifurcaciones o las cartografías diferenciales de la ciudad
El centro es un nodo compartido por distintos circuitos cotidianos, los cuales delinean cartografías diferenciales de la ciudad. Si volvemos a visualizar el mapa de las movilidades en la ciudad, emergen dos nodos exclusivos de clases medias y altas: City Bell y Buenos Aires. Asimismo se observa que así como esas localidades no forman parte de las movilidades cotidianas de los habitantes de Puente de Fierro, la periferia sur y oeste de la ciudad no forma parte de las movilidades cotidianas de los sectores medios y altos. Trabajaremos, en esta sección, estas diferencias.
Laura (25 años, Barrio Norte) compone la geografía de sus referencias y acciones cotidianas en la ciudad:
Tengo varias amigas que viven por esta zona [Barrio Norte]. Todo el grupo del colegio vive por acá, por esta zona hasta la repu [por la República de los Niños, en Gonnet, localidad de clases medias altas ubicada en el eje que conecta La Plata con City Bell], o sea para ese lado. Y bueno, después mi novio está por la zona de plaza Azcuénaga, de 19 y 44. Entonces por ahí [me muevo], esa zona, el centro casi todo. [...] Después yo tengo mis abuelos que viven en 9 y 56, otros que viven en 62 y 7. Por ahí ya pasando de 19 a 31 quizás no tanto [...]. Y por ahí salgo a la zona de lo que es 17 y 71, pero es lo más alejado para ese lado [...]. Más que nada [me muevo] todo dentro de La Plata y por ahí Gonnet y City Bell.
Este relato condensa la geografía que de la ciudad tienen las clases medias y altas que, como Laura, residen próximas al centro de la ciudad. Se trata de una concentración de los desplazamientos y de las relaciones personales en el eje que conecta el centro de la ciudad con las localidades de Gonnet y City Bell, única parte del “afuera” por el que se mueve. Nótese, además, que incluso dentro del cuadrado Laura marca diferencias: rara vez se mueve de 19 a 31 (hacia el oeste del cuadrado fundacional) y, salvo la excepción de una zona de bares y centros culturales en 17 y 71, tampoco se mueve por el sur del cuadrado y su periferia. Si bien la localización de los trabajos puede ampliar esta geografía de movimientos (como efectivamente ocurre en el caso de Laura, quien como muchos profesionales jóvenes trabaja en Buenos Aires), los vínculos familiares y afectivos, así como las prácticas de consumo y de ocio, tienden a ubicarse en esta geografía.
Uno de los resultados de la gran expansión de los barrios cerrados en el norte de La Plata fue precisamente la consolidación de City Bell como un nodo con escuelas y clínicas privadas, así como con un importante centro comercial con restaurantes, entretenimientos y tiendas de marca. Con la importante excepción del trabajo (localizado en La Plata y, en menor medida, en Buenos Aires) los vecinos de las urbanizaciones cerradas realizan la mayor parte de sus actividades diarias en City Bell. “Vamos al centro todos los días, pero no vivimos mucho la ciudad”, afirman Manuel y Lourdes, quienes centralizan su vida en City Bell, donde “hay de todo”: realizan las compras en el centro de City Bell, tratan de “elegir las clínicas por acá” y los fines de semana van a pasear a City Bell o a Buenos Aires. De manera similar, Lucas y Diana señalan que sus salidas son “casi siempre a City Bell, muy poco vamos a La Plata, es como que te cuesta [porque] laburas todo el día en la semana [ahí]. Si hacemos una salida al teatro vamos a Buenos Aires, pero a La Plata cada vez menos”.
Josefina, quien confiesa odiar “ir a La Plata”, sintetiza la dinámica cotidiana de la localidad: “todos trabajan en Buenos Aires o en La Plata, pero cuando vuelven a acá, como dicen mis hijos, vol- vés a la aldea”. La contraposición entre la ciudad (sea La Plata o Buenos Aires) y la aldea (City Bell) remite a la posibilidad de tener una sociabilidad más relajada y unos ritmos cotidianos más lentos en City Bell.
Asimismo, como veíamos en el testimonio de Laura, City Bell se ha transformado crecientemente en una referencia como espacio de ocio y consumo durante los fines de semana para las clases medias de otras zonas de la ciudad. “City Bell está de moda. Viene mucha gente del centro de La Plata -dice Graciela-. Los sábados acá se junta mucha gente. Vienen a almorzar, vienen a la tarde a dar la vueltita al centro de City Bell”. En efecto, para muchos de los habitantes de Barrio Norte entrevistados, City Bell constituye una referencia en sus movilidades cotidianas (“disfrutamos de actividades al aire libre, a veces vamos al centro de City Bell para el café y las compras”, dice Lidia, de 71 años), así como para algunos es incluso un posible horizonte de una mudanza futura (“me gusta el lugar, hay más aire, más silencio, menos ruido”, dice Saúl).
En síntesis, el eje que conecta el centro de la ciudad con las localidades de Gonnet, City Bell y Villa Elisa supone la consolidación de una red de relaciones sociales (Hannerz, 1986) de sectores medios y altos, vinculadas con las prácticas educativas, de salud, consumo y ocio. Esto no significa, sin embargo, que sea un espacio exclusivo de clases medias y altas (las localidades mencionadas son más heterogéneas en términos socioeconómicos que el casco fundacional de la ciudad), sino que esas clases tienen en esas localidades colegios, clubes, clínicas, espacios de consumo y de ocio que forman parte de sus circuitos de sociabilidad cotidiana,10 la cual difícilmente excede esa geografía específica.
Por su parte, la experiencia urbana de los habitantes de la periferia pobre no se agota ni coincide con los límites del espacio residencial. Muchos estudios sobre segregación socioespacial adoptan como dato de la realidad el punto de vista dominante (Grignon y Passeron, 1989) que se expresa en la idea: “vivimos en ciudades donde los ricos no ven a -ni se encuentran con- los pobres”. Suponiendo que sea cierto que las clases altas no vean a los pobres -cuestión que en nuestro caso solo se verifica en lo relativo a los espacios residenciales de los sectores populares-, la situación no es simétrica si miramos el fenómeno desde el punto de vista dominado: los pobres ven a los ricos y conocen sus lugares de residencia; se desplazan cotidianamente hacia el centro de la ciudad y hacia sus lugares de trabajo; realizan habitualmente trámites que suponen no solo desplazamientos sino también largas esperas para acceder a los servicios públicos; e incluso, excepcionalmente, pasean por la ciudad, buscando disfrutar de algunos de sus beneficios.
La traducción espacial de las desigualdades sociales debería pensarse no solo en términos de “enclaves fijos” sino también de “gradientes móviles” (Jirón, 2009) diferenciales que posibilitan u obturan el acceso, la permanencia y el disfrute de la ciudad. En otro trabajo (Segura, 2015) propuse la ecuación “recursos hacia afuera, vínculos hacia adentro” como una fórmula que condensa la vida en barrios populares. En efecto, la mayor parte de los desplazamientos por la ciudad consisten en “salidas instrumentales” (Grimson, 2009): se sale por algo puntual y específico (ir a trabajar, acceder a la educación y la salud, realizar trámites), lo que supone un gran esfuerzo en términos económicos, temporales y corporales por la escasez de dinero, las grandes distancias y la mala calidad de los medios de transporte. Por otro lado, las dimensiones familiares, afectivas y de ocio, entre otras, se resuelven -de manera simétrica e inversa a lo observado en clases medias y altas- al interior del espacio periférico, sin “ir al centro” de la ciudad, lo que es muchas veces experimentado -y en esto difiere de la experiencia de los otros sectores sociales- como “aislamiento” y “encierro”.
Jirón (2009) mostró que la accesibilidad limitada a la ciudad para los grupos de menores ingresos se expresa en la sensación de estar encarcelados, experiencia que se refuerza para las mujeres con el mantenimiento de roles tradicionales de género. Esta experiencia del “encierro” en un contexto donde la movilidad es importante para la reproducción de la vida se pone de manifiesto cuando los actores relatan prácticas (excepcionales) ligadas al consumo, el ocio y la política. De esta manera, una experiencia cotidiana confinada al espacio barrial como la de Azucena (ama de casa, 32 años, tres hijos) contrasta con sus excepcionales paseos por “la ciudad”, que le disgusta por “el tema del tráfico, peligroso para el que va caminando” y disfruta por “las plazas, las flores, las casas. Por ahí cuando vamos con mi marido, o cuando voy sola, miramos las casas, la forma de las casas”. Y así, al menos momentáneamente, la ciudad se transforma para personas como Azucena en un espacio de paseo, que no es ciertamente el modo en que ella y sus vecinos la experimentan de manera cotidiana.
En síntesis, los distintos sectores sociales transitan diferentes (y desiguales) espacios de sociabilidad cotidiana, componiendo y (re)produciendo a su paso (a velocidades y condiciones desiguales) geografías diferenciales de la ciudad y, a la vez, compartiendo un territorio común, ámbito de potenciales encuentros y, por lo mismo, de malestares y conflictos.
Entrelazamientos o las distintas formas del malestar urbano
En la vida urbana, decía Certeau (2000), no deja de emerger aquello que el proyecto urbano excluye. En una ciudad cada vez más fragmentada en sus modos de producción del espacio urbano y con espacios de sociabilidad cotidiana crecientemente homogéneos, aquello que emerge como una molestia indeseada es el encuentro entre personas de distintos sectores sociales en uno de los pocos ámbitos en el que dicho encuentro se puede producir: en el centro de la ciudad.11 Como señala Marcos (25 años, estudiante universitario, Barrio Norte), “pareciera que todo está en un punto: toda La Plata se concentra en un lugar, a una determinada hora. Me parece que eso es lo que genera muchos problemas”. Y enumera, como muchos otros, el tránsito, el tráfico, el estado de las calles, los servicios urbanos colapsados, entre otras cuestiones.
Sin embargo, no se trata exclusivamente de estos problemas concretos de infraestructura y funcionamiento urbano, sino también de la forma en que se establece el lazo social en la ciudad. En este sentido, resulta llamativo entre los sectores medios y altos la presencia generalizada de una lectura decadentista de la ciudad, que contrapone un glorioso pasado con un paupérrimo presente y un futuro amenazante. “La Plata no es lo que era cuando yo tenía veinte años”, dice Mariana (45 años, ama de casa, barrio cerrado), y Graciela describe: “Está muy desorganizada la ciudad de La Plata. Muy sucia. Eso es depresivo. Está horriblemente mersa, horrible, ordinaria. Yo casi no voy al centro de La Plata. Pero he tenido que hacer trámites, o ir al banco, y decís, ‘mamita’. Está bastante feo el centro de la Plata”.
Subyace a estos adjetivos -sucia, mersa, ordinaria, horrible, fea- una referencia que no se circunscribe de manera exclusiva a los atributos físicos y funcionales de la ciudad, sino también a las personas y las interacciones en la ciudad. En esta dirección, Lucas atribuye la situación “cada vez peor” al “cambio social que se está viniendo” y enumera: “cada vez más insegura, cada vez más sucia, [con] problemas de tráfico, es un lío, hay piquetes, es un descontrol”, por lo que él y sus conocidos de City Bell “tratan de venir a La Plata, trabajar e irse”.
Esta percepción (que ayuda a comprender sus trayectorias residenciales) no se limita a los residentes en barrios cerrados sino que también es compartida por muchos de los habitantes de Barrio Norte. En este sentido, César contrapone la “ciudad ideal, una ciudad soñada, planificada” del pasado con un presente degradado de la ciudad, legible en el “vandalismo” hacia la arquitectura monumental, la expansión urbana y la falta de planificación de esa expansión. Y Jorge (66 años, empresario inmobiliario), además de “calles rotas, veredas en mal estado [y] las plazas [descuidadas]”, señala:
Nosotros notamos que la situación de la gente ha cambiado mucho en la zona céntrica. La gente es distinta, hay más agresión, hay robos, no se puede cruzar la plaza porque hay mucha delincuencia... En fin, hay un montón de cosas que ha cambiado mucho en la parte céntrica que antes era distinto.
De esta manera, los habitantes de ambos espacios comparten un diagnóstico negativo respecto del centro de la ciudad y transmiten un malestar cotidiano respecto de las relaciones que se establecen en ese espacio. Sin embargo, ese malestar declina de modos diferentes, adquiere modulaciones particulares. Los habitantes de barrios cerrados van al centro solo lo necesario, manteniendo un vínculo instrumental equivalente al que identificábamos en los sectores populares. Si bien algunas personas evitan ir al centro y solo lo hacen por algún motivo puntual (“trámite o banco”, decía Graciela), lo más frecuente es establecer una relación distante con la ciudad a pesar de ir todos los días. Se trata del “venir, trabajar e irse” que refería Lucas o el “vamos al centro todos los días, pero no vivimos mucho la ciudad”, de Manuel y Lourdes. Por su parte, en el caso de los habitantes de Barrio Norte, la contrapartida de la centralidad y la accesibilidad de su lugar de residencia son la indiferencia en las relaciones interpersonales y el sentimiento de inseguridad en la vida diaria. Desde la perspectiva de sus habitantes, la construcción de torres y edificios en una zona tradicionalmente de casas unifamiliares tiene el efecto de que “como barrio tienda a desaparecer”. Barrio remite aquí a un tipo específico de sociabilidad, que se ve afectada por la creciente presencia de extraños, así como por el aumento del tráfico y la circulación de personas en la zona. Sintomáticamente, varios de los entrevistados describieron su barrio como “de puertas adentro”, donde la indiferencia caracterizaría las relaciones entre los vecinos y la inseguridad constituye una sensación compartida de la vida urbana. En este sentido, José distingue entre antiguos (y conocidos) habitantes y la “gente nueva de los edificios, con los cuales no hay ningún tipo de relación”. En palabras de Alicia (49 años, profesora) “no sabemos quiénes son los vecinos, ni nos saludamos”. De esta manera, la indiferencia y la incertidumbre sobre el otro aumentan la sensación de inseguridad, que tiene efectos sobre la experiencia cotidiana: después de sufrir un asalto en su barrio, Alicia dejó de dar clases nocturnas en una escuela cercana; los hijos de Saúl viajan en taxi cuando se hace de noche, y en la cuadra de la casa de José los vecinos “han contratado servicios de alarma y un botón antipánico”. En resumen, un barrio de “puertas cerradas”.
Por otro lado, entre los habitantes de Puente de Fierro no hay tal lectura decadentista; por el contrario, la ciudad emerge como un espacio deseado, aunque hostil. Esta hostilidad se manifiesta de maneras explícitas en las recurrentes experiencias de estigmatiza- ción (Wacquant, 2009) en diversas instancias de la vida social. “Los del centro a nosotros nos dicen villeros y en la escuela a mi hija le decían negrita villera”, relataba Estela (40 años, agente de salud) y Daniel (58 años, cuentapropista) refería la experiencia de “tres compañeras que están independizándose, quieren hacer su vida, salen a buscar trabajo, salen al centro y ahí cuentan que como son morochitas, las hicieron al costado y agarraron a otra más blanca”. Esta situación se agrava con los habituales controles discrecionales que realiza la policía. Como relataba Mónica (38 años, empleada doméstica) “cuando venís de trabajar, te piden documentos, ¿de dónde venís?, ¿dónde trabajás?”; y en la misma dirección Daniel sostenía “cuando la policía te pregunta de dónde sos y vos le decís de Puente de Fierro, listo, para ellos ahí están todos los malandras”.
Muchas de estas experiencias que suceden “en el centro” y/o son realizadas por “gente del centro” condensan el malestar generalizado de los habitantes de Puente de Fierro cuando “van al centro” y se encuentran con la actitud “distante” de los habitantes de los barrios cerrados, la “indiferencia” de los habitantes de Barrio Norte o el “sentimiento de inseguridad” generalizado: “hay desconfianza - reflexionaba Mónica-, en realidad es eso. Te digo que me ha pasado cuando estuve en el centro que las personas antes de preguntante algo ¡te miran bien primero! Y cuando voy al centro a veces con mis hijos la desconfianza es total”.
Del mismo modo que la presencia de los habitantes de asentamientos genera malestar en personas de clases medias y altas, podemos pensar que la experiencia de sentirse observado o, si se quiere, el presuponer la mirada constante de los otros en la experiencia de la ciudad, habla de la sensación de estar “fuera de lugar” de los habitantes de los asentamientos cuando van “al centro”, aunque vayan de manera más o menos habitual. Quizás sea eso lo que las miradas de los demás (comerciante, maestra, policía, médico, vecino, etc.) le devuelven cotidianamente a los habitantes de los asentamientos. De esta manera, en la movilidad cotidiana por la ciudad se establecen instancias de interacción y proximidad (Urry, 2002) donde paradójicamente se reproducen la diferencia, la distancia y la separación.
Reflexiones finales
El análisis de la movilidad urbana permite repensar el fenómeno de la fragmentación socioespacial, campo en el cual las investigaciones se han bifurcado en dos direcciones (Jirón y Mansilla, 2014): el estudio de las discontinuidades en la trama producto de los nuevos procesos de expansión urbana, por un lado, y el análisis de la desigualdad social y de los límites materiales y simbólicos presentes en ese proceso, por el otro.
Al poner el foco en las prácticas espacio-temporales de los sujetos y en sus significaciones, el estudio de movilidades posibilita construir un “plano intermedio” (Magnani, 2002) para mirar y analizar la ciudad: ni el mapa panorámico de la ciudad, ni el individuo fijo en un punto de la ciudad, sino personas “atravesando la espesura de la ciudad” (Jirón y Mansilla, 2013), realizando recorridos, armando circuitos, encontrando (y, a veces, superando) obstáculos, estableciendo relaciones, (re)produciendo diferencias.
Precisamente por este dinamismo, el estudio de la fragmentación12 no puede limitarse a describir la ecología espacial de la ciudad, tornándose necesario conocer la “experiencia urbana” (Segura, 2015) de distintos grupos sociales y sus modificaciones en el tiempo. En esta dirección, el análisis de la movilidad cotidiana de residentes en tres espacios urbanos (barrio céntrico, barrio cerrado, asentamiento informal) en la ciudad de La Plata que identificó tanto “circuitos segregados” como “centralidades conflictivas” permite establecer puentes entre los dos tipos de estudios acerca de la fragmentación. Y hace esto -valga la redundancia- en un doble movimiento.
Por un lado, ante una ciudad espacialmente fragmentada, el análisis de las prácticas de movilidad cotidiana muestra que no hay fragmentos autónomos ni sujetos fijos. Por el contrario, hay interconexión y movimiento. Como bellamente señalaron Jirón y Mansilla, las personas utilizan “la movilidad para zurcir las partes de esta realidad fragmentada” (2014, p. 8). Por supuesto, como se desprende de los resultados de este artículo, las personas están en condiciones -y cuentan con medios y recursos- desiguales para zurcir esa realidad urbana fragmentada, encontrándonos incluso ante situaciones en las cuales la movilidad reducida genera problemas de accesibilidad (Lucas, 2012), potenciando la desigualdad. Sin embargo, más allá de estos obstáculos, uno de los productos de esas movilidades diferenciales es poner en contacto (o, al menos, aproximar) a personas que habitan en distintos lugares de ese espacio crecientemente fragmentado y que participan de circuitos socialmente segregados.
Por el otro, es precisamente en ese movimiento de aproximación e interconexión que busca superar los obstáculos de un espacio fragmentado en el que se (re) producen la distancia y la separación propias de un universo socialmente fragmentado. La fragmentación remite, entonces, “no sólo a desconexión sino también a formas de conectividad y unión; relaciones que están basadas en integraciones diferenciadas y desiguales que habitualmente refuerzan jerarquías, pero que también pueden llevar a la oposición y la resistencia” (Bayón y Saraví, 2012, p. 45; traducción propia).
De esta manera, además de conectar, las movilidades crean y recrean fronteras y barreras (Caggiano y Segura, 2014). Proximidad y distancia -cualidades centrales de la experiencia del espacio para Simmel (1986)- se transforman en dimensiones clave para pensar la experiencia de la ciudad y el encuentro con el otro en la ciudad. Y el análisis realizado nos muestra un malestar creciente (con modulaciones específicas según los lugares de residencia) en la experiencia (del encuentro con los otros) en la ciudad.