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Signo y Pensamiento
Print version ISSN 0120-4823
Signo pensam. vol.27 no.52 Bogotá June/June 2008
Bolero y Radiodifusión: cosmopolitanismo y diferenciación social en Medellín, 1930-1950
Bolero and radio broadcasting: Cosmopolitanism and social differentiation in Medellín (1930-1950)
Carolina Santamaría Delgado*
. Colombiana. Maestra en música con énfasis en clavecín de la Pontificia Universidad Javeriana. Becaria Fulbrigth para realizar un MA en Etnomusicología en la Universidad de Pittsburg. En 2006 recibió el título de Doctora en Etnomusicología de la misma institución. Desde 2002 colabora frecuentemente con el sello discográfico Smithsonian Folkways Recordings, asociado a los museos nacionales de Estados Unidos, asesorando la publicación de los textos en español de varias producciones discográficas de la serie Folkways Latino. Correo electrónico: santamariac@javeriana.edu.co.
Recibido: Octubre 31 de 2007 Aceptado: Marzo 25 de 2008
Submission date: October 31th, 2007 Acceptance date: March 25th, 2008
Aiming to overcome the characteristic sentimental discourse used in the literature on bolero in Colombia, this article explores this musical genre as a cultural product linked to the phonographic industry, radio broadcasting, and the film industry. Combining archival research and data collected in various interviews, the author explores the reception and consumption of bolero in Medellín between 1930 and 1950 with the purpose to analyze the listening practices that bring about bolero’s deep root in popular tastes. The article’s central hypothesis is that at the beginning bolero’s consumption articulated local society’s values and biases, because for middle classes—radio broadcasting’s targeted audience—bolero represented a model of Latin American cosmopolitanism. Notions of modernity, elegance, and decorous were used to delimitate the frontiers with subordinate classes by giving emphasis to differences of race and gender. In spite of this, some constitutive elements of bolero and the transformation of the listening practices opened ways to challenge and to modify social frontiers, giving rise to the expansion of the bolero’s audience.
Keywords: Bolero, Cultural consumption, broadcasting, Social classes, cosmopolitan.
En este artículo, que pretende alejarse del discurso sentimental que ha caracterizado la reflexión sobre el bolero en Colombia, se estudia este género musical como un producto cultural asociado a la industria discográfica, a la radio y el cine. Combinando la investigación de archivo con datos recogidos en algunas entrevistas, la autora explora la recepción y el consumo del bolero en Medellín entre 1930 y 1950 para analizar las prácticas de escucha a través de las cuales el género se arraigó en el gusto popular. El argumento central del texto es que el consumo del bolero en un principio sirvió para articular los valores y prejuicios de la sociedad local, ya que para las clases medias—la audiencia que quería seducir la industria radial—el bolero representaba un modelo de cosmopolitanismo latinoamericano. Las nociones de modernidad, elegancia y decoro se usaron para marcar los límites con las clases subordinadas, poniendo de manifiesto diferencias de raza y de género. No obstante, algunos elementos constitutivos del bolero y los cambios que se dieron en las prácticas de escucha permitieron cuestionar y en algunos casos alterar las fronteras sociales, lo que permitió que se ampliara la audiencia del bolero.
Palabras Clave: Bolero, Consumo cultural, Radiodifusión, Clases sociales, Cosmopolitanismo.
Origen del artículo
El artículo se deriva de su tesis doctoral en etnomusicología (University of Pittsburg, 2006), donde analizó la relación entre el consumo de bambuco, bolero y tango en Medellín y los procesos de identidad de clases entre 1930 y 1953.
En el fondo de cada latinoamericano hay un bolerista dormido que en cualquier momento puede despertar a regalarse una serenata. César Pagano (2000, p. 67)
Dentro de la vigorosa circulación de oferta y demanda que caracteriza al mercado de la música popular en Colombia, no es para nada extraño toparse en una discotienda o en una librería cualquiera con nuevas antologías de boleros clásicos que han sido remasterizados, con textos de coleccionistas que recogen las anécdotas de los boleristas y sus mejores canciones o con anuncios de conciertos de solistas y tríos de boleros que convocan a miles de nostálgicos, de todas las edades, que opinan que todo tiempo pasado fue mejor.
Para explicar su vigencia se han esgrimido muchos argumentos, como que el bolero retrata el espíritu romántico del latinoamericano, que recupera la delicadeza metafórica de la poesía hispana o que evoca con su ritmo cadencioso la sensualidad de la gente del Caribe. El aura sentimentalista que envuelve al discurso sobre el bolero ha llevado a muchos autores a desentenderse de las profundas conexiones históricas del género con aspectos mucho más terrenales como el capital, la industria y los medios de comunicación. El presente texto busca alejarse del discurso sentimental que ha caracterizado la reflexión sobre el bolero en Colombia, para estudiarlo como un producto cultural asociado con la industria discográfica, con la radio y con el cine, que ha circulado a través de estrategias de difusión mercadeo, que ha producido circuitos de consumo y que ha derivado en una serie de significados sociales.
El estudio de la distribución y del consumo de la música popular es un campo que hasta ahora ha sido poco explorado en Colombia. A través de este tipo de análisis —del que se encuentran ejemplos importantes, como los libros de Wade (2000) y Waxer (2002)— se busca entender cómo funcionan las dinámicas sociales que hacen que frases como la de César Pagano, que sirve de epígrafe a este artículo, suenen perfectamente naturales. Este texto se basa en un estudio sobre la circulación y el consumo de tres géneros musicales populares, uno de ellos el bolero, en la ciudad de Medellín entre 1930 y principios de la década de 1950 (Santamaría, 2006).
Estos límites temporales enmarcan un período de gran expansión urbana y crecimiento económico en la capital paisa, durante el cual Medellín se consolidó como el mayor centro industrial y económico del país. Allí se concentraron el negocio de la radio privada (en los años cuarenta) y luego el de la industria musical (a partir de los años cincuenta). El bolero entró en el escenario local simultáneamente con la radio privada, que se encargó de la difusión del género como un producto cultural procedente de México y destinado al consumo de las clases medias que por entonces comenzaban a emerger con fuerza en los centros urbanos latinoamericanos.
Veremos cómo las prácticas de consumo del bolero sirvieron para marcar claramente diferencias de clase, raza y sexo, presentes en la sociedad paisa, pero esporádicamente también para subvertir y cuestionar esos mismos límites. Sin embargo, antes de comenzar a analizar los hábitos de consumo del bolero en Medellín, vale la pena retroceder un poco en la historia del género, para ver cómo pasó de ser un tipo de canción romántica del oriente cubano, a finales del siglo xix, a convertirse en símbolo del cosmopolitanismo latinoamericano, a mediados del siglo xx.
El bolero o el sonido del cosmopolitanismo latinoamericano
El término bolero se ha usado para referirse a distintos tipos de música a través de la historia. Entre otros, el nombre fue dado en el siglo xix a una danza del ballet clásico español que se deriva de las seguidillas, y que sirvió de modelo para el famoso “Bolero”, de Maurice Ravel. El bolero latinoamericano, sin embargo, tiene otros orígenes y no comparte ninguna característica musical con su homónimo peninsular —la danza española está escrita en métrica ternaria, mientras que la canción latinoamericana funciona en compases binarios y se caracteriza por el uso de un patrón rítmico conocido como cinquillo—.
Según se ha podido establecer, el género que conocemos como bolero se desarrolló en Santiago de Cuba, a finales del siglo xix, y de allí se extendió a través de la isla gracias al continuo desplazamiento de trovadores populares.1 Los viajes de estos músicos tradicionales y la rápida introducción de la grabación en la isla fueron claves para la popularización del bolero en toda la cuenca del Caribe durante las primeras décadas del siglo xx. Para mediados de los años veinte, los compositores populares mexicanos Guty Cárdenas y Agustín Lara crearon un estilo propio de bolero, en el cual se atenúa la sección de la percusión, al tiempo que se enfatiza el uso de cuerdas y se usa un estilo vocal más parecido al de la tradición lírica tomada de la ópera, típica de la canción mexicana de principios de siglo (Torres, 2002). Mientras tanto, en Cuba, el Trío Matamoros fusionaba el bolero con el son —como el famoso “Lágrimas negras”— y, en Nueva York, el puertorriqueño Rafael Hernández y la mexicana María Grever experimentaban con armonías influenciadas por el jazz y con instrumentaciones cercanas a la de la big band.
En 1930, el bolero se convirtió en uno de los productos más importantes de la industria cultural mexicana, gracias al establecimiento en ese país de una de las emisoras privadas más influyentes del continente, la poderosa xew, La voz de América Latina, propiedad de Emilio Azcárraga. La emisora se lanzó en 1930, respaldada por una gran inversión y un reparto musical de lujo para su programación diaria, en la que se presentaban los músicos y cantantes más importantes de la cuenca del Caribe, entre ellos figuras consagradas de la canción romántica como el cantante Alfonso Ortiz Tirado, y compositores talentosos que estaban comenzando su carrera, como el famoso Agustín Lara.
Años más tarde, el cine mexicano proporcionó imágenes que nutrieron el paisaje sonoro del bolero con personajes glamorosos que se movían cómodamente en las atmósferas cosmopolitas de nightclubs, en los que se presentaban solistas y tríos acompañados por grandes orquestas —como en Aventurera (1949), protagonizada por la actriz y cantante cubana Ninón Sevilla—. Para mediados de la década de los cuarenta surgieron nuevamente los tríos, como el famoso Los Panchos que, junto a los solistas como el mexicano Pedro Vargas y el cubano René Cabel, se convirtieron en auténticas estrellas escuchadas a lo largo del continente durante toda la década de los cincuenta.
En su estudio acerca del nacionalismo en Zimbabue, el etnomusicólogo estadounidense Thomas Turino define el cosmopolitanismo como “objetos, ideas y posiciones culturales que han sido ampliamente difundidas alrededor del mundo y que sin embargo son específicas solamente para ciertas porciones de la población dentro de unos países determinados” (2000, p. 7). En el caso de la recepción y el consumo del bolero en Medellín, entre 1930 y 1950, intento demostrar que las nociones de modernidad, elegancia y sensualidad, a través de las cuales se comenzó a comercializar el género en la ciudad, estuvieron originalmente dirigidas, casi de manera exclusiva, a la minoría dominante: la clase media alta de ascendencia europea.
Alrededor del consumo del bolero se articularon valores asociados a la clase alta, como el refinamiento en el lenguaje, la superioridad de la música para escuchar sobre la música para bailar y la recatada separación de los cuerpos al estilo del amor cortés. De la misma manera, a través del bolero se marcaron los límites con las clases subordinadas y se evidenciaron diferencias de raza y de sexo. No obstante, algunos elementos constitutivos del género musical y los cambios que se dieron en las prácticas de escucha alrededor de este permitieron cuestionar y, en algunos casos, alterar las fronteras sociales, lo que eventualmente llevó a que se ampliara la audiencia del bolero. En últimas, este texto pretende mostrar una historia más compleja y conflictiva de la recepción del bolero en Medellín, y por esa vía la construcción del cosmopolitanismo latinoamericano en los años cuarenta y cincuenta, en general.
Boleros al aire: emulando la radio mexicana en los años treinta
En el naciente negocio de la radio comercial latinoamericana, la xew impuso un estándar de calidad y un talante cosmopolita que sirvió de modelo a varias emisoras del hemisferio, entre ellas las emisoras privadas que surgieron en Bogotá y Medellín a mediados de la década de los treinta. El ánimo de imitar el modelo mexicano se hizo evidente no solamente en el formato de los programas y el estilo de los presentadores, sino en el tipo de música que se ponía al aire. Un claro ejemplo de esto es el programa “Novedad”, que entró al aire a finales de 1935, en la emisora La Voz de Antioquia (empresa matriz de la actual Caracol), una de las emisoras privadas más poderosas del país.2
El programa estaba destinado a presentar en primicia los boleros que estaban de moda en México; de hecho, el director de la orquesta de la emisora, el maestro José María Tena, acostumbraba a transcribir directamente la música de los boleros que se transmitían por la xew, cuya señal se podía escuchar en Medellín con la ayuda de radiorreceptores de onda corta. Tan pronto como estaban transcritos y reorquestados, estos boleros eran estrenados en el programa por los cantantes de planta de la emisora como Luis Macía, las Hermanas Domínguez y Obdulio y Julián.3
El bolero, en sí, no era nuevo para el público paisa —desde la década de los veinte había venido sonando en las emisoras cubanas de onda corta— así que el énfasis en la “novedad” tenía una evidente connotación comercial. Cantantes como Juan Arvizu y Alfonso Ortiz Tirado, vigentes casi desde los inicios de la grabación fonográfica en español, cómodamente se pasaron del repertorio de la canción romántica mexicana al bolero, que pronto se convirtió en paradigma de lo chic en la obra de Agustín Lara, sobre la cual muchos críticos opinan que de alguna manera democratizó la poesía modernista que había surgido con el nicaragüense Rubén Darío (Couture, 2001; Monsiváis, 1988).
El refinamiento de la poesía de Lara, en la que se aunaba el modelo europeo del amor cortés venido de la tradición poética hispana con el intimismo modernista latinoamericano, y su gran talento para utilizar efectivamente elementos musicales simples para pintar las emociones infundieron en el bolero un aire de respetabilidad que se acomodaba perfectamente al ideal civilizado de las élites de la sociedad antioqueña.
Las incompatibilidades morales y raciales del bolero
A pesar de esta idealización sobre la que se empezó a vender el género en Medellín, a partir de 1935, lo cierto es que el bolero era un fenómeno social, musical y político mucho más complejo en todos los ámbitos. Aunque sin duda la poesía bolerística idealiza a la mujer, la distancia física y la ausencia de referencias al género de quien canta y a quien se dirige el bolero —como en “Piel canela”, de Bobby Capó: “pero el negro de tus ojos que no muera/ y el canela de tu piel se quede igual/ me importas tú…”— hacen posible subvertir la objetivación del deseo patriarcal en un cuerpo femenino, porque ¿qué impide que sea una mujer la que canta?4 Pero si parecía peligroso que el objeto del deseo pudiera cambiar de género en el bolero, haciéndolo potencialmente impropio para la moral católica, había otro aspecto que podía ser aún más perturbador para la élite antioqueña: que ese cuerpo deseado tuviera la piel oscura.5
De hecho, la fácil acogida que tuvo el bolero “mexicanizado” en Medellín pasaba por la marginación del bolero antillano de la programación radial, un estilo que había seguido desarrollándose paralelamente en Cuba y Puerto Rico, y que había mantenido el énfasis en la síncopa del cinquillo en los instrumentos de percusión. El problema es que los tambores y las maracas sonaban “demasiado tropicales” para una comunidad que tenía recelos con lo tropical.6 Baste señalar el breve comentario de Camilo Correa, periodista y crítico importante del entretenimiento, ante el nombre del dúo local que interpretaba música andina colombiana llamado Dueto Tropical: “pésimo nombre” (Correa, 1945, p. 5).
Como Peter Wade lo ha demostrado ampliamente (2000), en las ciudades andinas colombianas lo tropical era asociado con lo incivilizado y lo salvaje, lo húmedo; por supuesto, con la gente de piel oscura que vivía en tales regiones del país. La imagen del Caribe que resonaba en un bolero “demasiado tropical” representaba lo diametralmente opuesto a la civilización blanca que habitaba la capital de la montaña. El imaginario mestizo del bolero mexicano, por el contrario, lo hacía apropiado para el consumo local.
Lo que los dueños de las estaciones de radio locales no habían previsto, sin embargo, es que como la voz humana no tiene color. Desde la invención de la tecnología de la grabación era posible escindir la interpretación musical del cuerpo (negro) del músico. Antes de esta separación dada por la tecnología, la interpretación en vivo no daba mucho lugar a equívocos: se presumía que el músico negro tocaba música para negros y el blanco tocaba música blanca para blancos. Ahora la radio podía mantener la ficción étnica detrás del micrófono, pero tarde o temprano el público descubriría que algunos de los boleristas extranjeros que sonaban por la radio eran de tez oscura. Eso fue exactamente lo que pasó cuando el célebre Rafael Hernández llegó a Medellín, en mayo de 1940.
Para entonces, el músico puertorriqueño estaba residenciado en México y era reconocido internacionalmente como uno de los mejores compositores de boleros del momento. A diferencia de Lara, Hernández no había construido para sí una imagen pública a través del cine, por eso cuando llegó de gira con su grupo, el famoso Cuarteto Victoria (entre quienes se encontraba el todavía muy joven Bobby Capó), los empresarios paisas quedaron completamente desconcertados al notar su piel oscura. Aunque los directores de las emisoras contrataron sus servicios, según denunció vehementemente Camilo Correa a través de sus columnas en Micro —la revista de farándula que él mismo dirigía— ellos también se encargaron de disuadir a los empresarios teatrales locales de negociar presentaciones o conciertos públicos con Hernández. Pese al alboroto que se propuso armar Correa, ningún otro medio informativo local registró el incidente, y el ofendido Hernández dejó la ciudad no sin antes anunciar que jamás volvería a poner un pie en Medellín. Sea como fuere, sus boleros como el famoso “Silencio” siguieron siendo muy populares en la radio paisa.7
Las estrellas del bolero vienen de visita en los años cuarenta: el influjo de la publicidad nacional y transnacional
Uno de los factores que evitaron que el incidente con Hernández pasara a mayores fue que ya para 1940 las visitas de estrellas internacionales de la canción se estaban comenzando a volver habituales en Medellín, debido a la inversión de grandes capitales en la publicidad radial. Kresto, una bebida de chocolate fabricada en Argentina, fue introducida en el mercado colombiano a través de una ambiciosa campaña promocional basada en la presentación de lujosos programas radiales en los que se presentaban intérpretes de renombre internacional, para lo cual se requería encadenar cada noche varias emisoras locales de tal manera que hubiera una cobertura nacional.
Estos programas fueron producidos en vivo por alrededor de un año en los estudios de las estaciones privadas más poderosas de Bogotá y Medellín, Nueva Granada y La Voz de Antioquia, respectivamente. El primer programa fue producido el 14 de abril de 1940 en Bogotá —apenas un par de semanas antes de la llegada de Hernández a Medellín— y en este intervinieron las estrellas mexicanas del bolero Lupita Palomera y Chucho Martínez Gil, acompañados por el pianista, también mexicano, Herberto Alcalá y la orquesta de la emisora, bajo la dirección del maestro José María Tena (La Defensa, 1940; Micro, 1940a).
Algunas empresas locales como Tejicondor intentaron copiar la idea de los programas con boleros en la radio usando cantantes locales como las Hermanas Domínguez (Micro, 1940b),8 pero tales iniciativas fueron incapaces de competir con las luminarias que traía al país la Cadena Kresto. En julio de 1940, por ejemplo, invitó a Bogotá al afamado “tenor de las Américas”, el mexicano Pedro Vargas —uno de los intérpretes oficiales de las canciones de Agustín Lara—. Nótese el entusiasmo que muestra Camilo Correa con ocasión de la llegada de Vargas a Medellín en el mes de agosto:
[E]l público, delirante, ha rendido al cantor mejicano [sic] el más cálido homenaje de simpatía y admiración que jamás haya recibido en esta villa otro artista. Sin rodeos se puede asegurar que Vargas domina en toda la línea: canciones conocidísimas, casi siempre las más antiguas de su repertorio, han sido aplaudidas a rompemanos, por los espectadores de abajo y de arriba; nunca imaginamos que un artista lograra colarse tan hondo en los corazones de un público que jamás lo conoció en otra forma que no fuera la grabación eléctrica […] a Vargas se le oyó hace lo más de tres años, y de una vez se le encumbró a lo más alto del aplauso general; unas cuantas canciones de ese moreno de voz privilegiada, le fueron suficientes para apoderarse de Medellín, la ciudad que no se conforma con cualquier cosa […] faltaba que el artista viniera a nosotros, cosa difícil desde todo punto de visa, pues nuestras emisoras todavía no pueden darse lujos de esa clase; pero Kresto hizo el milagro.
Correa señala a Vargas como “moreno”— término que en México se usa de manera positiva para referirse a los mestizos— en contraste con la denominación “negro”, usada meses antes con Hernández. Evidentemente, la identidad étnica de Vargas y de su bolero eran socialmente aceptables y movían gran cantidad de público, lo que se ve reflejado en los llamados hechos en la prensa local para que la gente que se abstuviera de intentar colarse en los abarrotados radioteatros, y en la gran cantidad de boleros interpretados por Vargas, que aparecen en los cancioneros locales editados en la época.
Además de Vargas, durante el año en que estuvo al aire la Cadena Kresto pasaron por los micrófonos de la radio paisa varios ensambles mexicanos famosos del bolero como las Hermanas Águila, los Hermanos Castilla, el dueto de las Dos Marías y el Trío Calaveras, y solistas como los cubanos René Cabel y Rosario García Orellana —ambos cantantes de piel clara, por supuesto—. El regular desempeño de la bebida achocolatada en el mercado local y los problemas de transporte acarreados por las circunstancias que imponía la guerra hicieron que la cadena tuviera que ser descontinuada, pero la experiencia enseñó a los empresarios que en Medellín el público prefería a los músicos extranjeros sobre los locales. Esa disparidad entre unos y otros no estaba motivada únicamente porque la visita de los foráneos fuera un acontecimiento, sino también porque el oficio del músico era visto como una profesión poco respetable en la sociedad local; por lo tanto, la buena calidad de los intérpretes nacionales no impedía que fueran subvalorados por el público local.
La competencia entre sellos discográficos y la producción de boleros argentinos
A principios de la década de los cuarenta, la sucursal mexicana de la rca Víctor era la responsable de producir prácticamente todos los discos de boleros de los compositores e intérpretes más queridos en Medellín, incluidos Rafael Hernández y Pedro Vargas. La distribución y venta local de los discos del sello, hecha por la firma Félix de Bedout e Hijos, se había expandido de manera significativa; en contraste, los catálogos de Columbia y Odeón carecían de boleristas de renombre con quienes entrar a competir. Julio y José Ramírez Johns eran los distribuidores en Antioquia del sello Odeón, que prensaba sus discos en Argentina y Chile, y fue a ellos a quienes se les ocurrió sugerir que se buscaran intérpretes argentinos de bolero que pudieran competir en ventas con los boleristas mexicanos. Leo Marini era un bolerista un poco desconocido en Argentina cuando fue contratado en julio de 1944 por Odeón para producir discos destinados al mercado colombiano, en los cuales cantaba acompañado por la orquesta de “Don Américo y sus Caribes” (entrevista a Leo Marini, citado en Mora, 1986, pp. 166-167).
Aunque no tenemos documentación que corrobore la fecha de la llegada a Medellín de los discos de Marini y Don Américo, sabemos que ambos músicos eran ya conocidos en la ciudad para mayo de 1946, porque por entonces la prensa registró los esfuerzos de los hermanos Ramírez Johns para asegurar la próxima visita de los artistas a la ciudad (El Colombiano, 1946). Poco después comenzaron a llegar a la ciudad otros boleristas argentinos como Hugo Romani, Fernando Torres, Gregorio Barrios y Genaro Salinas, quienes frecuentemente visitaron Medellín entre finales de los años cuarenta y comienzos de los cincuenta.
La estrategia de Odeón resultó muy efectiva para enfrentar el monopolio de la rca Víctor sobre la producción y el consumo de boleros mexicanos, debido a que consciente o inconscientemente tomaron ventaja de los prejuicios étnicos y culturales del público antioqueño. En Medellín, a un bolerista argentino no se lo habría tachado nunca de “demasiado tropical”. Paradójicamente, la sonoridad de los boleros producidos en Argentina se parece más a la de los antillanos que a la de los mexicanos, ya que destaca más la parte rítmica de la percusión. De hecho, el estilo de los boleristas argentinos estaba tan cercano al de los cubanos que años más tarde Leo Marini grabó varios discos que tuvieron mucho éxito con la Sonora Matancera. En este caso en particular pareciera que las preferencias estéticas que influyen en la percepción de la similitud o diferencia del bolero argentino con el bolero mexicano han estado muy mediadas por la clase social del oyente.
Para don Hernando Vélez Sierra, uno de los más tradicionales coleccionistas de música romántica popular de Medellín y rotundo aficionado al bolero desde sus años de juventud en la década de los cincuenta, la voz de Marini sonaba mejor cuando estaba acompañada por el grupo de Don Américo, porque:
Es muy romántica, entonces es una voz que necesita una orquesta muy suave, una orquesta de cuerdas, vientos y cuerdas, la Sonora Matancera no tiene cuerdas, sino que es una orquesta de mucho ritmo, entonces es una orquesta adecuada para esas voces muy rítmicas, muy picantes y tropicales. (Vélez Sierra, 2003)
Esta percepción contrasta profundamente con la de Héctor Ramírez, médico paisa nacido y criado en un barrio popular de Medellín, quien cuenta que los jóvenes de clase obrera siempre estuvieron fascinados con el estilo tropical de los boleros de la Sonora Matancera acompañando a Marini y a otros como Bobby Capó y Nelson Pinedo.9 La discrepancia entre ambas posiciones, más allá de los gustos estéticos personales, se origina también en el valor burgués asociado con la contemplación de la obra artística (el bolero como canción para ser escuchada en concierto), en detrimento de la inmediatez atribuida al entretenimiento (el bolero para ser bailado, para ser sentido con el cuerpo).
No debe olvidarse que debido a la gran influencia que tenía la Iglesia católica en el gobierno municipal, desde principios de siglo se habían establecido en Medellín restricciones e impuestos al baile por ser considerado potencialmente inmoral.10 Aunque no hay duda de que a pesar de las restricciones en todas las clases sociales se bailaba, las clases altas preferían mantener cierta sana distancia con aquella música “con mucho ritmo” que exaltara el cuerpo y los sentidos. Como veremos más adelante, esa cualidad bailable del bolero será un aspecto potencialmente desestabilizador de los límites que demarcaban claramente los espacios sociales y los comportamientos honorables en la sociedad paisa.
Espacios sociales virtuosos para las mujeres: el espacio doméstico, el radioteatro y la heladería
El gran atractivo del bolero se debía a ese delicado balance que mantenía entre la tradición y la convención social, por un lado, y el espíritu progresista, por el otro. Su lugar en la radiodifusión estaba asegurado en cuanto no alterara las fronteras de razas y de sexo en una sociedad altamente patriarcal como la antioqueña. Este era un requisito clave porque el mayor potencial de audiencia estaba en el público femenino, que escuchaba la radio durante todo el día mientras hacía las labores del hogar. Debido a esto, desde los años treinta, comenzaron a producirse programas orientados a la mujer, como la radionovela (Martín-Barbero, 1993). Las líneas de sexo y los estereotipos se mantenían en la relación entre el rol activo del autor y el intérprete, por un lado, y el rol pasivo de la oyente, por el otro. Sin embargo, aunque lo parezca en un principio, la cuestión de los límites no es para nada simple en el bolero.
Los boleros permitían expresar emociones comúnmente asociadas con el carácter femenino, como la ternura, la vulnerabilidad y la pasión irracional, aun cuando generalmente fueran compuestos por compositores y letristas masculinos. Tales atributos eran representaciones de un ideal, eran proyecciones de un sujeto femenino romantizado desde una perspectiva masculina. Siendo como eran expresiones del deseo masculino, de cualquier manera los boleros apelaban a la configuración de subjetividades femeninas y retrataban instantes de sentimiento, con pocas o ninguna referencia a lugares, nombres u otros datos que permitieran identificar al sujeto. Como fue mencionado atrás, este rasgo característico del bolero permitía desdibujar los límites entre los roles de sexo y posibilitaban que hubiera compositoras muy respetadas como las mexicanas María Grever y Consuelo Velásquez, quienes de cierta manera lograban enmascarar su identidad detrás de textos como: “Júrame/ que aunque pase mucho tiempo/ no olvidaras el momento/ en que yo te conocí” (estribillo del bolero “Júrame”, de María Grever).
En Medellín, el rol femenino más común en los años cuarenta era el pasivo, el de oyentes radiales, mientras que seguían teniendo un rol un poco más restringido como compositoras o intérpretes. No tenemos evidencias de compositoras de boleros activas en la ciudad entre 1940 y 1950,11 pero sabemos que la interpretación en general era un dolor de cabeza para las cantantes, puesto que usualmente eran acusadas de tener una moral ligera, en particular aquellas que interpretaban música con elementos “tropicales”.12
Precisamente la “destropicalización” del bolero en Medellín permitió que algunas cantantes pudieran distinguirse como solistas durante la época dorada de la radio, como Alcira Rodríguez, Yolanda Vásquez, Alba del Castillo, Gilma Cárdenas de Ramírez, Marta Domínguez (del dueto de las Hermanas Domínguez), así como el dueto de Elena y Esmeralda. Su ejercicio de la profesión, sin embargo, estaba limitado al radioteatro: nada de cantar en clubes, ni hoteles, ni serenatas y, por supuesto, siempre a la luz del día.13
Alrededor de 1945 empezaron a aparecer otros espacios apropiados para la escucha pasiva femenina del bolero, fuera del espacio restringido de lo doméstico: las heladerías. Estos eran espacios de socialización, a los que podían asistir mujeres con sus hijos, y se convirtieron en espacios de difusión del bolero, como lo cuenta Hernando Vélez Sierra:
Se oía mucho la música romántica, el bolero. En ese tiempo, el año 50, estaban de moda las heladerías o los salones de familia en los barrios. En la América había dos salones muy famosos, muy buenos, muy distinguidos, con los traganíqueles muy bien surtidos en música, que eran El Raudal y Claro de Luna. En Boston había una heladería famosa también que era la Heladería de Boston, que fue muy famosa en Medellín también, muy bien surtida en música. (2003)
Las heladerías, que operaban sólo de día y tenían sus traganíqueles o vitrolas llenas de discos de boleros y otros géneros musicales considerados decentes, se convirtieron en áreas neutrales de interacción entre hombres y mujeres. A ellas podían acudir mujeres casadas o solteras, y así adquirieron un poco más autonomía, al poderse aventurar fuera de los espacios controlados por los hombres.
Espacios sociales excitantes para los hombres: Lovaina
Paralelamente a la aparición de sitios de entretenimiento apropiados para las mujeres de clase media, surgieron lugares más sofisticados que la tradicional cantina de barrio para acoger la diversión —más que todo nocturna— masculina. En los años cuarenta se desarrolló un nuevo distrito para la fiesta llamado Lovaina, a lo largo de la calle Palacé, cerca al centro de la ciudad y no muy lejos del tradicional barrio Guayaquil, lugar de la rumba de clase obrera y del que se convirtió en su contraparte distinguida. Como el censurado Guayaquil, Lovaina también era una zona de tolerancia, pero mucho más refinada y controlada, con renombrados burdeles como los de Ana Molina y Ema Arboleda. Los cafés y restaurantes de la zona estaban acomodados a lo largo de una explanada de trescientos a quinientos metros entre las calles Lovaina y Lima, lucían en sus entradas hermosos traganíqueles estilo art noveau con luces de neón, y los más grandes contaban también con pistas de baile.
En estos establecimientos se encontraban los artistas, los bohemios y los intelectuales a conversar, a tomarse unos tragos, a jugar y a hablar de política mientras escuchaban música de fondo. Uno de los aspectos clave de la competencia entre los dueños de los cafés era poder ofrecer a sus clientes la primicia de escuchar en los traganíqueles las últimas canciones llegadas al mercado local de discos; por esta razón, todo bolero que se convertía en un éxito en la ciudad era primero conocido en Lovaina que en cualquier otra parte.14
Junto con el bolero, en Lovaina se escuchaba también la moderna “música de ritmo” del Caribe —un eufemismo para evitar el término “tropical”— como el son, la guaracha, el porro y la cumbia, ya que parte de la diversión era que los clientes podían bailar un rato con las “muchachas del barrio”, en las pistas de cafés como El Milancito, El Ventiadero, Río de Janeiro e Isla de Capri. Bailar bolero no requería mayor pericia y, en cambio, su tempo lento permitía a las parejas abrazarse estrechamente siguiendo la cadencia del ritmo. Dadas las reservas que había con la danza desde principios de siglo, era habitual que los hombres de clase media aprendieran a bailar con prostitutas15 y que se mantuvieran alejados como espectadores cuando se organizaban concursos de baile las noches de los sábados, en los que figuraban hombres de clase trabajadora que fueron famosos en la cultura popular de la ciudad durante la década de los cincuenta como “Chinaco”, un bailarín homosexual, y “Tin Tan”, que se vestía a la manera del famoso comediante del cine mexicano de la época del mismo nombre.
Pese a lo paradójico, no es de extrañar que los boleros que de noche escuchaban los hombres en Lovaina fueran los mismos que escuchaban sus esposas durante el día en las heladerías o en la radio mientras hacían labores del hogar. Aunque superficialmente, la popularidad del bolero se extendía por encima de las diferencias de clase y de sexo; en la realidad, las prácticas de escucha estaban segregadas a lo largo de las fronteras patriarcales.
Una nueva forma de diversión cosmopolita: las parejas de clase media van al nightclub
A pesar de las tradicionales reservas sociales alrededor del baile, para finales de los años cuarenta se volvió cada vez más común en Medellín que las parejas jóvenes salieran de noche a bailar en establecimientos de buena reputación. Aparecieron sitios sofisticados en el centro de la ciudad, como el Grill del Hotel Nutibara y el High Life Club El Cortijo (luego renombrado Montevideo), donde se presentaban grandes orquestas modeladas según el formato de la big band estadounidense como la famosa Orquesta de Lucho Bermúdez y otras menos conocidas como Ritmo y Melodías.
Dentro del repertorio de estas orquestas de baile se incluía de todo: los nuevos porros y cumbias de Bermúdez; pero también boleros, sones y chachachás, y era normal que los boleristas internacionales que llegaban a participar en los programas radiales fueran invitados a presentarse con estas orquestas. Ese fue el caso de Hugo Romani, por ejemplo, quien en su visita de 1951 actuó en varios programas en la radio, dio un recital en un teatro y luego fue la atracción principal de un elegante baile ofrecido en el Grill del Nutibara (El Colombiano, 1951b).
Estos nuevos sitios de diversión surgieron como extensión de los bailes ofrecidos en clubes de clase alta, como el Club Unión o el Club Campestre, para satisfacer la demanda de la creciente y más afluente clase media que aspiraba reproducir el tipo de entretenimiento que ya existía en ciudades más cosmopolitas, y que se no sólo se veía en el cine mexicano, sino que se había vuelto natural en la misma Bogotá, desde donde se trasladaron a la capital de la montaña Lucho Bermúdez y su orquesta en 1948. Para evitar suspicacias, estos nuevos sitios de diversión se preocupaban por dejar muy en claro que eran lugares respetables, y por esa razón publicaban en los periódicos anuncios como el siguiente: “si quiere usted divertirse sanamente, si quiere usted bailar, gozar y reír en un ambiente de reconocida moral, acuda con su familia y pasará unas horas de felicidad” (El Colombiano, 1949, p. 10). Los nightclubs estaban particularmente activos durante los fines de semana, cuando la velada se podía alargar tranquilamente hasta las 4:00 de la mañana, mientras que el Grill del Nutibara ofrecía cenas que incluían la presentación de la orquesta todas las noches de la semana exceptuando la del lunes.
Aunque este tipo de entretenimiento de clase media comenzó a considerarse normal a partir de los primeros años de la década de los cincuenta, hay indicios de que el gobierno conservador lo consideraba inconveniente. Pese a la censura de prensa decretada durante la presidencia de Laureano Gómez, uno de los habituales columnistas de El Colombiano manifestaba en 1951 que los controles de la Policía estaban demasiado ensañados con los nigthclubs:
Nos parece que se está exagerando demasiado en las campañas tendientes a impedir los escándalos en ciertos lugares llamados clubes. Porque está bien que se vigilen algunos de estos sitios, pero que se extreme hasta prohibir el baile dominical o los sábados por la noche en otros de comprobada seriedad, nos parece un absurdo. Debe permitirse el esparcimiento honesto porque son muchísimas, millares las personas de clase media económica que por no pertenecer a Club Unión, al Club Campestre, al Club Medellín o al Club de Profesionales, se ven sometidas a no poder encontrar un lugar ameno donde pasar un rato el fin de semana. Las autoridades municipales, cuya labor moralizadora es plausible, debieran reconsiderar las medidas extremas que se han tomado. No queremos mencionar nombres, pero sí hay centros de diversión que no son un atentado contra nadie y contra nada. (El Colombiano, 1951a, p. 5)
Sea como fuere, para principios de la década de los cincuenta, la reputación y la popularidad del bolero como género de canción romántica y de otros géneros tropicales bailables provenientes del Caribe estaban bien aseguradas entre el público de Medellín.
Conclusiones
A lo largo de la breve relación cronológica anterior se expuso el rol fundamental que tuvo la radio privada en la manera como fue introducido el gusto por bolero en Medellín, entre 1930 y 1950. A través de este medio de comunicación, las élites paisas quisieron retratar un estilo de vida civilizado y cosmopolita, acorde con unos estándares internacionales. Vimos cómo el bolero, uno de los productos culturales más atractivos de ese cosmopolitanismo latinoamericano, construido como sonido y como imagen por las industrias culturales mexicanas, fue asimilado y ajustado por la sociedad local para articular sus propios valores y prejuicios.
La radio, la prensa y el desarrollo de la tecnología de reproducción del sonido —que permitió que existieran los famosos traganíqueles de los cafés y las heladerías— fueron elementos determinantes para la formación de nuevos espacios sociales emanados de las prácticas locales de escucha que se constituyeron alrededor del bolero. Narraciones basadas en la historia del consumo cultural como la presente nos enseñan lo que el discurso romántico sobre el bolero muchas veces nos oculta: que más allá de su contenido musical, poético y emocional, es una expresión cultural profundamente mediada por los intereses del capital, por los requerimientos comerciales de las industrias culturales, por las luchas de clases e incluso por las reivindicaciones de identidad étnica y de sexo.
Despejar de sentimentalismo el discurso sobre el bolero no invalida una pregunta fundamental: ¿por qué este género musical sigue estando vigente después de tantos años? Pienso que esta reflexión nos invita a explorar el lugar de la nostalgia en nuestra cultura y a investigar la manera en la que en años recientes se han rearticulado las prácticas de escucha generadas alrededor, no sólo del bolero, sino en general de la canción romántica y de la música de raíces afrocaribes. Habría que plantearse preguntas interesantes como: ¿qué hizo posible que el Buena Vista Social Club fuera un éxito internacional? ¿Es posible que se repita el mismo fenómeno con otros géneros musicales, como la cumbia y el porro de Lucho Bermúdez y Pacho Galán? De ninguna manera son preguntas hipotéticas que conciernan al ámbito de los teóricos; estas son cuestiones que todas las noches desvelan a los músicos. Para encontrar las respuestas apropiadas para estas y otras preguntas necesitamos superar el discurso romántico que se hace sobre la música popular y adentrarnos en el estudio de la historia de la producción, la difusión y el consumo de la cultura.
1. Para más información acerca de la historia temprana del bolero, consúltense los textos de Orovio (1995) y Rico Salazar (2000).
2. El presentador y empresario radial Hernando Téllez Blanco, quien fue nombrado director de “Novedad”, recogió en su libro (1974) valiosas descripciones de programas y recuentos del funcionamiento del negocio de la radio en sus primeros años.
3. Jaime Rico Salazar rescató hace poco unas valiosas grabaciones antiguas de los cantantes de la emisora que se pueden escuchar en el CD La Voz de Antioquia: época de oro (s. f.).
4. Frances Aparicio (1998) argumenta incluso que esa indeterminación genérica en el bolero puede llegar a ser interpretada como una sublimación del deseo homosexual.
5. Nótese, de cualquier manera, que la piel canela que evoca la letra del bolero de Capó es la de la mulata, es decir una negra “blanqueada”.
6. No es una casualidad que la crítica que hiciera Hernando Téllez a la radio cubana, para justificar la escogencia del modelo mexicano, es que esta era “muy descuidada y demasiado tropical para la época” (Téllez, 1974, p. 39).
7. Un ejemplo es la versión de este bolero, cantada por Obdulio y Julián, que fue recogida en el CD La voz de Antioquia: época de oro (s. f.).
8. Otro intento por hacer programas exclusivamente con artistas nacionales fue la Cadena Bolívar, que durante 1941 encadenó por algunos meses La Voz de Antioquia con Radio Nutibara.
9. El doctor Ramírez tiene una larga trayectoria como investigador de la música popular del Caribe y preside la Corporación Club Sonora Matancera de Antioquia.
10. Agradezco esta observación a la historiadora Luz María Jaramillo, cabeza del Archivo del Consejo Municipal de Medellín (13 de julio de 2004).
11. Dentro de una colección de canciones inéditas de Ligia Mayo (n. 1932) hay algunos boleros, pero datan de una fecha posterior. Véase Londoño y Tobón (2002).
12. Véase Wade (2000), quien hace referencia al caso de Matilde Díaz.
13. Matilde Díaz, en cambio, sí tenía que cantar de noche en clubes como voz principal de la Orquesta de Lucho Bermúdez.
14. Todos los datos mencionados en esta sección fueron extraídos de la entrevista con Hernando Vélez Sierra (2003), de una conversación con Bernardo Paniagua (Medellín, 13 de julio de 2003) e indirectamente de algunas descripciones que hace Jorge Franco en su novela Hildebrando (1984).
15. Al respecto, véanse las descripciones que hace Jorge M. Betancur Gómez (2000) de cómo los hombres aprendían a bailar en Guayaquil.
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