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Lingüística y Literatura

Print version ISSN 0120-5587

Linguist.lit.  no.63 Medellìn Jan./June 2013

 

VESTIGIOS DE LA LENGUA GUANE: UNA APROXIMACIÓN AL FENÓMENO DEL MESTIZAJE IDIOMÁTICO EN SANTANDER*

GUANE VESTIGES OF LANGUAGE: AN APPROACH TO THE PHENOMENON OF LINGUISTIC MISCEGENATION IN SANTANDER

 

Roger Pita Pico

Academia Colombiana de Historia, Colombia.

Recibido: 15/06/2012 - Aceptado: 0611/2012


 

Resumen

Este artículo analiza los procesos históricos de extinción y supervivencia de los topónimos y antropónimos de la lengua guane desde la llegada de los conquistadores hasta nuestros días en el territorio que hoy ocupa el departamento de Santander. Esto también implica estudiar la sustitución de algunos de estos nombres nativos por nombres hispanos y la presencia de formas sincréticas, todo ello enmarcado en un proceso amplio de mestizaje cultural experimentado en esta región del nororiente de Colombia.

Palabras clave: indígenas, guanes, toponimia, antroponimia, mestizaje, Santander.


 

Abstract

This article analyzes the historical processes of extinction and survival of toponymy and anthroponymy of Guane language since the arrival of the conquistadors until the present time in the present territory of the department of Santander. This also implies the study of the replacement of some of these native names by Spanish names, and the presence of syncretic forms, all of them framed within a broader process of cultural mixing experienced in this area of Northeastern Colombia.

Keywords: natives, Guane, toponyms, anthroponyms, miscegenation, Santander.


 

1. Introducción

A la llegada de los conquistadores, el territorio comprendido por el actual departamento de Santander estaba ocupado por una variedad de grupos indígenas, en su mayoría de filiación chibcha, dentro de los cuales se incluían los guanes, los chitareros, los laches y los muiscas. De todos ellos, los primeros eran los más numerosos y representativos. Los guanes habitaban la cuenca media y baja del río Suárez hasta el Río de Oro. Como frontera natural tenían al oeste la cordillera de los Yariguíes, al sur y al este la cordillera Oriental y al norte, la mesa de los Santos y el cañón de los ríos Chicamocha y Suárez. (Rodríguez, 1999: 31-36).

Aunque el historiador Enrique Otero D'Costa asevera que los guanes hablaban una lengua propia (1972: 355), la mayoría de lingüistas coinciden en afirmar que este era un dialecto derivado del chibcha y que, eventualmente, utilizaban esta lengua madre para entablar relaciones comerciales con los repartimientos cercanos (Álvarez, 2004: 126). Las diferencias que se pudieron presentar en relación con esa lengua madre estuvieron seguramente marcadas y predeterminadas por los agrestes límites de la geografía regional. Los nombres guanes designaban características de cada objeto o lugar o el fin para el cual eran destinados. Eran, por lo general, palabras compuestas en las que cada sílaba guardaba su acepción propia. Está el caso de Chinantoca, una quebrada del territorio Guane que significa "fuente que reluce en lo alto del río" (Ardila, 1986: 223). Investigadores como Leonardo Moncayo Rosales se han encargado de descifrar el sentido etimológico de muchos de estos vocablos autóctonos (1984: 9-32).

Es importante precisar de antemano que buena parte de los nombres indígenas han experimentado a través de los siglos sutiles variaciones en su escritura y dicción. Los conquistadores y las posteriores olas de colonizadores españoles realizaron algunos cambios quizás porque la pronunciación original les parecía complicada: Chalalá por Charalá, Choaguete por Chuaguete (Lucena, 1974: 91), Oroco por Oroca, Ubasa por Ubazá, Cuyamita por Cuyamata. Estas sucesivas modificaciones idiomáticas impiden en cierto modo descubrir cuál pudo ser la forma original usada por los nativos.

La primera fase del proceso sistemático de la desaparición de la lengua guane se dio por cuenta del gran número de indígenas aniquilados durante la guerra librada con los conquistadores (Igac, 1995: xii). Pero, paralelamente a este ambiente inicial de confrontación, hay creíbles indicios que dan cuenta de una particular predisposición de esta etnia por asimilar eficientemente la cultura ibérica, en especial, el idioma. Finalmente, esta propensión pudo convertirse en un elemento clave que facilitó las posibilidades de contacto e interacción entre los dos mundos. El cronista Juan de Castellanos dejó sus impresiones sobre este particular:

Y las que sirven a los españoles
Es de maravillar cuán brevemente
Toman el idioma castellano,
Tan bien articulados los vocablos
Como si les viniera por herencia;
Primor que yo jamás he visto
En las otras naciones de los indios,
Por ser los más ladinos balbucientes
En la pronunciación de nuestra lengua
(1997: 1242).

A criterio del cronista fray Pedro Simón, era tan vertiginosa la capacidad de comprensión en las nativas de estas tierras, "[...] que en dos o tres meses pueden salir tan ladinas y hablarla [la lengua castellana] con tanta propiedad como un hijo de un mercader de Toledo". (1981: 22)

Fue así como empezaron a evidenciarse los resultados en materia de aculturación. Es decir, este proceso se concretó retando la estrategia de segregación étnica adoptada por la corona. En Santander, todo apunta a pensar que ese aprendizaje fue comparativamente más rápido que en muchas otras partes del Nuevo Reino de Granada, dada la creciente capa de blancos y mestizos y su fuerte presión en torno a los poblados indígenas y a la cada vez más frecuente inserción de esta etnia en las casas, haciendas y ciudades españolas.

Sin duda, la drástica disminución de la población nativa en este territorio fue el otro factor decisivo para la desaparición de su lengua vernácula (Triana, 1997: 93-117). Una de las primeras alusiones a la debacle demográfica indígena en la región objeto de este estudio fue la presentada por el cronista fray Pedro Simón en la segunda década del siglo xvii, al referirse específicamente a la jurisdicción de Vélez: "Al cual le han quedado de más de cien mil indios que tenía con la provincia de Guane cuando entraron los españoles, solos mil y seiscientos de encomienda en veintisiete encomenderos que acá llaman vecinos, además de los cuales habrá otros tantos, que por todos tendrá la ciudad hasta setenta vecinos" (1981: 48). Según el censo realizado en 1778, el elemento indígena representaba el 20% de la población total del Nuevo Reino de Granada. Específicamente en el antiguo territorio guane, que comprendía las entonces provincias de San Gil, Socorro, Vélez y parte de Girón, las estadísticas solo arrojaban un 4%, cifra similar a lo sucedido en Antioquia, pero muy inferior si se coteja con provincias como Popayán, Neiva, Cartagena, Santa Marta o Chocó (Tovar, 1994: 86, 88).

Los continuos procesos de agregación, reducción o extinción de resguardos y, por otra parte, la creciente dispersión de las comunidades indígenas, fueron factores que de manera progresiva fueron rompiendo la cohesión de los lazos generacionales y los hicieron más vulnerables ante la avanzada cultural ibérica.

Las políticas aplicadas por la Corona para difundir el mensaje cristiano a través de las lenguas indígenas solo tuvieron una aplicación parcial con la lengua muisca imperante en el altiplano cundiboyacense. En el resto del territorio neogranadino fueron muy pocos los avances al respecto. En 1629, el procurador fray Agustín de Andrade presentó a la Real Audiencia una lista de candidatos para ocupar las doctrinas de Platanal, Chipatá y Güepsa en la provincia de Vélez. Ellos cumplían con el requisito de dominar la lengua indígena (Mantilla, 1987: 304).

De lo que sí existen varios ejemplos es sobre aquellos que sirven para ilustrar la velocidad con que fue inculcado el idioma de los ibéricos, gracias al contacto directo y cotidiano entre las etnias. En la visita que a comienzos del siglo xvi adelantó el escribano Juan de Vargas al valle del Río del Oro, debió recurrirse a la intermediación de un intérprete para transmitir el mensaje oficial a los nativos. Al paso de dos décadas, en el marco de la visita del oidor Juan de Villabona y Zubiaurre, prácticamente allí todos los indios declarantes eran ladinos (Otero, 1972: 354-355). En la visita pastoral que por esa misma época efectuó el arzobispo Fernando Arias de Ugarte a la provincia de Vélez, el cura doctrinero de Moncora, don Alonso Ortiz Galeano, le confirmó que ya no era indispensable el catecismo en lengua indígena porque todos entendían el castellano (Pacheco, 1975: 604). Cuando el visitador Diego de Baños recorrió el repartimiento de Bucaramanga hacia el año de 1657, se encontró con que el cura de allí no requería del uso del dialecto indígena, del cual tenía conocimiento y manejo. Ello, debido a que todos los nativos eran ya ladinos "y los más de ellos no se precian de hablar en su lengua" (Martínez, 1995: 72). No obstante, en algunas partes que concentraban mayor número de población indígena todavía se seguía recurriendo al intérprete como portador de noticias. Tal fue el caso del resguardo de Guane, a donde arribó en 1670 el visitador Jacinto de Vargas Campuzano promulgando varios anuncios oficiales por medio de un indio ladino (AGN, Visitas de Santander, 10: 574v).

Ante el incontenible encuentro entre etnias, no era extraño ver entonces cómo ya en el siglo xviii una buena parte de la diezmada y relegada población indígena manejaba el castellano. Por lo menos así se desprende de la comparación referida en 1756 por el visitador Verdugo y Oquendo: "[...] los indios de los ochenta y cinco pueblos que he visitado de las jurisdicciones de Tunja y Vélez para que fui nombrado [...] se hallan todos bien ladinos, y hablan la lengua castellana, sin que necesiten de intérprete para nada, como reconocí lo necesitaban en todos los actos judiciales que actuó en su visita vuestro oidor Juan de Valcárcel, por los años de mil seiscientos treinta y cinco y treinta y seis" (AGN, Visitas de Boyacá, 7: 18r).

La creciente e incontenible penetración del castellano hacía que se valorara el conocimiento y dominio de esta lengua entre los nativos. El nombramiento de don Diego como líder del repartimiento de Guaca fue recibido con beneplácito por parte del doctrinero dominico fray Tomás de Ayala "[...] porque además el nuevo cacique es letrado, indio ladino, buen cristiano y de mucha razón, como un español, y no hay otro indio, que tan bien lo pueda hacer como él" (Martínez, 1979: 304).

Este acelerado arraigo del idioma español ayuda a explicar el porqué de la sistemática desaparición del dialecto guane, del cual no quedaron vestigios significativos. Si nos atenemos a las repetidas órdenes que se impartieron para que los catecismos fueran traducidos a las lenguas indígenas, sería factible pensar que se alcanzó a escribir alguno de ellos en lengua guane, pero el problema es que estos manuscritos no lograron conservarse. Una pista que nos puede conducir a reconfirmar la anterior hipótesis es el hecho de que en el trabajo de recopilación de vocabularios, encomendado en 1788 al sabio José Celestino Mutis por orden del rey, no se hace ni la más mínima mención de este dialecto ancestral, pese a que dicho personaje habitó en la parroquia de Bucaramanga por algún tiempo (Otero, 1972: 353).

Basándose en la anterior apreciación, el historiador Enrique Otero D'Costa ubica la desaparición de la lengua guane hacia 1650 (1972: 355), en tanto que el lingüista Moncayo Rosales cree que ocurrió a principios de la centuria siguiente (1984: 20).

Veamos entonces cómo fue sucediendo ese proceso de desvanecimiento de los vocablos pronunciados por los antiguos ocupantes de esta región nororiental de Colombia, para lo cual se centrará el análisis en la evolución de los nombres de personas y de lugares, porque estas denominaciones son las que mejor guardan ese legado. Al respecto, vale recordar las reflexiones del lingüista Humberto Triana y Antorveza, quien considera los antropónimos y topónimos como "[...] medios de compenetración histórica en un idioma, pues casi fósiles desde su origen comparados con el lenguaje, representan un elemento más constante y permanente. Proporcionan valiosos datos para todas las épocas de la historia" (1961: 503-504).

 

2. Antroponimia e hispanización

Los nombres de los nativos experimentaron con el paso del tiempo drásticas transformaciones idiomáticas. Más que los apellidos, los nombres fueron los primeros en desaparecer, dando lugar a los que solían utilizar los españoles.

Esos cambios ocurrieron desde muy temprano de una manera impositiva. En 1575, la Real Audiencia dispuso mediante ordenanza que los indios cristianos debían preservar los nombres del santoral católico que los doctrineros les asignaban al momento de recibir el sacramento del bautizo. Esto, a raíz de la denuncia en el sentido de que algunos seguían utilizando sus nombres autóctonos, lo cual era motivo "de gran escándalo y deservicio de Dios", por cuanto se consideraba que con esto retornaban a su estado de gentilidad. Los que incurrieran en esta falta serían trasquilados y sometidos al escarnio público de cien azotes (Friede, 1976: 458-459). Al paso de medio siglo, en el sínodo convocado en 1625 por el arzobispo Fernando Arias de Ugarte, se renovó la vigencia de esas indicaciones, aun cuando seguía observándose cierta resistencia de los nativos frente a los afanes de hispanización (Restrepo, 1964: 183).

Los primeros contactos con el elemento español señalaron el inicio del precipitado proceso de exterminio de los nombres indígenas. Solo algunos nativos principales y caciques aparecen mencionados por los cronistas. En los censos de indios y en los listados de tributarios registrados en el siglo xvi ya se puede advertir ese proceso de sustitución. Para el censo levantado en Guane hacia 1759, de los 200 indios tributarios solo aparece uno de nombre Adonsenon.

Por lo general, los nativos solían utilizar únicamente un apellido. El sínodo de 1625 ya había estipulado que los hijos varones llevaran el apellido del padre y las hijas, el de la madre. Uno de los pasos iniciales para borrar el legado indígena fue la práctica, muy usual entre los españoles, de poner como apellido el mismo nombre del pueblo de origen.

Para observar más en detalle el proceso de hispanización de este segundo elemento de identificación familiar, se ha examinado el caso de los repartimientos agregados al pueblo de Guane. Para tal propósito, la tabla 1 traza la relación comparativa entre los registros hechos en 1683 durante la visita del funcionario Román Vasallo y el censo efectuado en 1759.

De esta información se puede colegir que durante el lapso de tres cuartos de siglo las proporciones prácticamente se habían invertido, de manera que los apellidos indígenas se redujeron a la mitad, mientras que los de origen español se multiplicaron por seis. La castellanización siguió su curso de manera incontenible, toda vez que en 1770 apenas el 37% de los apellidos eran indígenas (adss, Archivo Parroquial de Guane, 1699,197: 14).

Los censos levantados en 1778 durante la visita del fiscal Francisco Antonio Moreno y Escandón arrojaron más pistas reveladoras sobre estas dinámicas idiomáticas. Así entonces, dentro de la lista de tributarios del pueblo de Güepsa-Platanal, se contabilizaron 52 apellidos españoles y solo cinco indígenas, mientras que en Chipatá, todos los 58 tributarios portaban apellidos de clara ascendencia hispana (agn, Visitas de Bolívar, 3: 217r-290v). Vale mencionar algunos apellidos autóctonos que aún sobrevivían en Guane durante esta visita: Tasco, Quecho, Guaracabo, Guatasique, Borache, Lipe, Sinuco, Bacareo, Yuarique, Locaguato, Macareo, Bucagua, Yuba, Chireo, Guayabato y Alquichire (agn, Visitas de Santander, 2: 869r).

Ciertas fórmulas sincréticas también se pueden encontrar en ese camino hacia la hispanización. Tal es el caso de Juan Cinuco de Rueda, inscrito en 1683 como uno de los tributarios del repartimiento de Butaregua, en Guane (Guerrero, 1996a: 90).

Durante la era republicana, el legado indígena siguió desvaneciéndose inexorablemente. En la década de los ochenta del siglo pasado, el presbítero Isaías Ardila Díaz identificó algunos apellidos que aún se conservaban en la población de Guane: Alquichire, Araque, Bacareo, Borache, Cabarique, Chaco, Guartero, Guatecique, Izaquita, Noa, Quecho, Sinuco y Tasco. (1986: 235). Pero bastante más extensa fue la lista que este historiador recopiló de los apellidos extinguidos, extractados pacientemente de las partidas de bautismos del siglo xvii y de los libros de recaudo de tributos que reposan en el archivo parroquial de dicha localidad: Aygaro, Bacarique, Bacaregua, Baruya, Bucarabo, Boachire, Barisiqui, Bigabo, Borasivo, Boareo, Buragua, Burugate, Caribiqui, Cuyarique, Charique, Chene, Chuagua, Chingaro, Chiraguete, Chiraguaro, Chingaro, Chiagato, Ichagaro, Iguarique, Inaguato, Guacariqui, Guaraguya, Igariguo, Iguarique, Iguasiba, Macaguato, Maniella, Mencarique, Mincareo, Ocaguato, Pache, Quichire, Robaquiza, Sumira, Tequivo, Tecuya, Umagaro, Uncaguato, Vecarique, Vilareo, Yacarique, Yaguiro, Yuarique, Yuba, Yaneque, Yrube, Yuararaco, Yubarique, Yoarique (1986: 235-236).

Algunos han intentado modernizar sus apellidos indígenas aprovechando la semejanza fonética con apellidos caracterizadamente hispanos. Así entonces, los Noa prefirieron llamarse Novas, mientras que los Chaco optaron por apellidarse Chacón.

Otros se avergonzaron de llevar estas marcas ancestrales, tal como ocurrió con una señora nacida en Guane en el siglo xix, cuyos apellidos originales eran Guaracabo y Siroco. Ella quiso borrar de su partida de nacimiento aquellos apellidos "ignominiosos" para sustituirlos por Delgado (Ardila, 1986: 234-236).

 

3. Evocaciones toponímicas

Más allá de su trasfondo lingüístico y étnico, los topónimos constituyen una manifestación de los distintos sistemas culturales que ocupan un territorio durante varios períodos de tiempo (Uribe, 1986: 102). Desde principios del siglo xvi, en esta franja nororiental del Nuevo Reino de Granada empezó a operar un proceso de agregación y extinción de poblados indígenas que sería aplicado con más ahínco durante las diligencias adelantadas por el visitador Francisco Antonio Moreno y Escandón en 1778 (Pita, 2007: 725-748). Esta política de la corona confinó al olvido a muchos vocablos vernáculos con los que se identificaban poblados y caciques. En algunos casos pueden hallarse sus vestigios al momento de designar sitios o accidentes geográficos.

Paralelamente a este estrechamiento del espacio y de la cultura indígena, fueron ganando cada vez mayor fuerza los poblados blancos y mestizos -principalmente parroquias-, que casi siempre tenían la pretensión de que los designaran con expresiones en lengua castellana. En lo que concierne a las 39 parroquias, dos villas y dos ciudades existentes en 1819 en el antiguo territorio guane, se encuentra que algunas conservaban sus nombres indígenas: Aratoca, Barichara, Bucaramanga, Cepitá, Curití, Charalá, Guapotá, Güepsa, Oiba, Simacota, Suaita y Zapatoca.

La costumbre española de consagrar sus fundaciones a las figuras más reverenciadas de la Iglesia contribuyó en cierta medida a acelerar este proceso de hispanización toponímica. Del mencionado listado de 43 poblaciones, tres rendían culto con sus nombres al santoral católico: San Gil, San Benito y Valle de San José. Otros rememoraban nombres bíblicos y marianos, como Guadalupe, Jordán, Jesús María y Socorro. En determinados casos, estas advocaciones dieron lugar a formas sincréticas, tal como se puede observar en los siguientes tres títulos: la parroquia de Nuestra Señora de la Concepción de Barichara y San Lorenzo Mártir (Guerrero, 1996b: 131), la parroquia de Nuestra Señora de la Pura y Limpia Concepción y Santa Bárbara de Chima, la parroquia de Nuestra Señora de Chiquinquirá de Simacota, erigida hacia 1775 (Guerrero, 1997: 108, 130). Seis indicaban referencias geográficas, como Confines, El Pedral, Mogotes, Páramo, Piedecuesta y Rionegro. También se quiso aludir a animales y plantas, como fue el caso de las parroquias de El Palmar, Encino y La Cabrera.

Otra tendencia fue la de bautizar poblados en memoria de personajes, ya fueran estos conquistadores o funcionarios. Dos importantes localidades se fundaron en honor a los gobernantes de turno. Así sucedió a finales del siglo xvi con la villa de San Gil, cuyos gestores quisieron llamarla así en honor al santo del nombre del presidente de la Real Audiencia, don Gil Cabrera y Dávalos, con el propósito de lograr sus buenos oficios para tramitar ante el rey el otorgamiento del título de villa (Guerrero, 1996b: 109). En aras del mismo tipo de favorecimiento, se oficializó décadas atrás la fundación de la ciudad de Girón, en homenaje al presidente de entonces, don Sancho de Girón (Martínez, 1995: 35).

La intención de los colonizadores españoles fue también la de evocar su suelo de origen. Fray Pedro Simón atribuyó el bautizo de la ciudad de Vélez a la memoria de la población española que lleva el mismo nombre en la provincia de Granada, en donde los padres del adelantado Gonzalo Jiménez de Quesada tenían sus propiedades (Rojas, 1939: 87-88). La villa de San Gil incorporó en su largo título el nombre de Nueva Baeza, probablemente en recordación de la población española homónima, de donde era oriundo don Rodrigo de Cabrera, padre del presidente Cabrera y Dávalos (Calderón, 1990: 65; Ardila, 1990: 62).

Esa tendencia hispanizante, evidenciada en tiempos coloniales, recibió un nuevo impulso gracias a la decisión adoptada el 1 de enero de 1822 por el Congreso de la República de Colombia, en el sentido de abolir los nombres de los pueblos indígenas (Gaceta, 20: 1). Entrado el período republicano, si bien se observó cierta tendencia dirigida a resucitar algunos nombres primitivos, como fue el caso de Cundinamarca, en términos generales esos intentos fueron tenues y contribuyeron muy poco al rescate cultural indígena.

Veamos estos ejemplos de fundaciones republicanas en los que se dejó atrás la oportunidad de recuperar la cultura de los ancestros aborígenes. Sube fue el nombre del poblado indígena que, después del predominio alcanzado por varias generaciones de blancos y mestizos, se erigiría como municipio de Jordán (Igac, 1996, IV: 2232). A finales del siglo xix se aprobó la fundación del municipio de Sucre en el territorio que tres siglos antes había ocupado el repartimiento indígena de Cúchina. Chevre fue el nombre de la población nativa que padecería un acelerado proceso de mestizaje, escenario sobre el cual se crearía en 1919 el municipio de Albania. El municipio de Florián se levantó gracias al interés de sus residentes, cuyos antepasados prehispánicos eran los indios de Tisquizoque (Martínez, 1997: 155-175).

Los Santos fue ascendido a municipio en la meseta que en tiempos de Conquista sirvió de asiento a los indios de Jérira. Lo que hoy se conoce como municipio de Santa Bárbara fue el resultado de lo que antes se llamó parroquia de Umpalá, que correspondía a la zona ocupada ancestralmente por los indios de Suaque (Martínez, 1995: 149-168). El municipio de Villanueva se creó a mediados del siglo xx, mucho después del fracasado intento de los feligreses del lugar por erigir en 1809 la parroquia de Macaregua. En este caso se impuso el nombre de Villanueva, por circunstancias meramente políticas, pues se buscó constituir un nuevo poblado al margen de las rencillas bipartidistas (Guerrero, 1996b: 175-176).

Bolívar, Sucre, Landázuri y Florián conforman la lista de los municipios que quisieron rendir homenaje a personajes históricos. Si se revisa el actual departamento de Santander, que cobija la región ocupada en tiempos antiguos por la cultura guane, en lo atinente a sus 87 municipios, se concluye que el 24% de ellos conserva nominaciones aborígenes. A fin de cuentas, esta proporción contrasta con lo registrado en otros departamentos con mayor impronta indígena, como Nariño, donde un poco menos de la mitad de los poblados llevan nombres nativos, y en Boyacá, donde esa cifra asciende al 71% del total.

No obstante este balance, aún hoy sobreviven algunas de esas manifestaciones indígenas. Al tomar como fuente los documentos históricos, los mapas modernos y el Diccionario geográfico de Colombia publicado por el Instituto Geográfico Agustín Codazzi, se ha hecho el ejercicio de registrar la referencia actual de algunas de esas nominaciones indígenas ancestrales (tabla 2).

Se ha comprobado el alcance de estas expresiones indígenas por el hecho de que algunas de ellas se adoptaron más allá de las fronteras de la cultura guane. El nombre de Barichara, por ejemplo, se utiliza para designar un sitio al suroeste de la cabecera municipal de Mutiscua en el departamento de Norte de Santander. Charalá se conoce también como un sitio en el municipio de Dolores, departamento del Tolima. Un caserío localizado en el municipio de Liborina, en el departamento de Antioquia, lleva por nombre Curití (Igac, 1996, I: 211; II: 701, 720).

 

4. Sitios, caseríos, veredas y corregimientos

Otra fuente valiosa de información sobre los vestigios de la toponimia indígena son los 54 tomos del fondo Tierras de Santander que reposan en el Archivo General de la Nación en Bogotá. En estos legajos se hallan referidos varios sitios o tierras bautizadas con nombres indígenas, correspondientes a operaciones de compra, venta, arriendo o pleitos territoriales, en el período comprendido entre 1680 y 1810.

Era esta, como ya se ha dicho, una época crucial en el proceso de poblamiento, fundamentalmente en lo que tiene que ver con la reestructuración de resguardos, así como el intenso proceso de fragmentación de predios a manos de la próspera capa de blancos y mestizos. Aun cuando los expedientes incorporados en dicho fondo representan una muestra aleatoria, tanto geográfica como temporalmente, de todas formas puede advertirse fácilmente para el tardío período colonial un predominio de nombres en lengua castellana.

En la provincia de Vélez se registraron los siguientes títulos de tierras o sitios denominados en dialecto indígena: Aco, Agatá, Uruanal, Buraga, Cuchina, Cucumba, Curaga, Curunal, Lenguaruco, Monchía, Patoa, Pemica, Popoa, Quiratá, Rapoa, Semisa, Sorocotá, Suaque, Supatá, Tolotá, Turca, Ubasá y Zipatá. Adscritos a la jurisdicción de las villas de San Gil y Socorro, aparecen los siguientes nombres: Aratoca, Bocore, Chagüete, Chanchón, Chaviatá, Chirivití, Chorinche, Corbaraque, Corrinchela, Cuchicute, Guaratá, Macaregua, Majavita, Mitala, Mochilla, Morarío, Nemisaque, Poima, Subacuca, Táquiza y Tuamaca. Estos fueron los nombres incluidos en el marco de la provincia de Girón: Chimitá, Chingará, Chocoa, Cuyamita, Guatiguará, Soratoque y Zapamanga.

Son variados los nombres en habla castellana mencionados en los folios y escrituras públicas de este fondo Tierras de Santander. Aquí se extracta apenas una pequeña muestra: El Tabaco, El Molino, Buenavista, Las Palmas, Tenería, La Trinidad, Palogordo, San Francisco, San Matías, El Guadual, Las Canoas, Las Tapias, La Peña, Mercadillo, Las Pavas, Lagunetas, Miraflores, El Guamal, El Totumal, Los Papayos, La Ensillada, entre otros (agn, Tierras de Santander, 1-54). Dentro de esa misma fuente de archivo, se identificaron algunas combinaciones sincréticas, como la de El Reventón de Monchía, ubicado en jurisdicción de Ocamonte; el Rincón de Macaregua, en cercanías de Barichara, y el sitio de Santa Rosa de Sube, localizado en inmediaciones de San Gil (agn, Tierras de Santander, 16: 227r; 17: 342r; 18: 354r).

A escala local, en los folios del archivo notarial de El Socorro se hallaron las siguientes denominaciones indígenas en las escrituras de transacciones de tierras: Chaguanoque, Lubitoque, Majavita, Chirigua, Tamacara, Subacuta, Sancoteo, Poasaque, Cuyamata, Chaguatá y Chanchón (cchrp, Notaría 1.a del Socorro: 3-39).

En el intento por seguir analizando el impulso de la castellanización y la ardua supervivencia de los topónimos ancestrales más allá de la época colonial, se retomó el trabajo realizado a mediados del siglo xx por el investigador Luis Flórez, quien se dedicó a la meticulosa tarea de recopilar de los libros catastrales los nombres de las fincas y predios rurales de los siguientes municipios de la zona de influencia guane: Aratoca, Charalá, Girón, Guadalupe, Piedecuesta, Rionegro, San Gil, Simacota, Suaita, Tona, Vélez y Zapatoca.

A estas alturas de la etapa republicana, era más que evidente la hispanización en este ámbito privado de identificación de predios rurales. De un total de 924 registros, menos del 2% correspondían a expresiones indígenas propias de esta misma región: Anaco, Barichara, Bócore, Bucareche, Bucarica, Búchiga, Burigara, Cachalú, Chanchón, Charalá, Chinchamato, Chinivo, Chivechí, Cobaría, Cocobaría, Corbaraque, Coromorito, Guachapa, Guacuare, Guamatá, Guane, Guarigua, Guatiguará, Jéridas, Nemizaque, Nompacuta, Palchagal, Palchuaco, Salabugá, Sarare, Sirigará, Soruro, Suaita, Tabaitía, Tantoque, Tolotá, Tucuragua, Ucatá, Vichí y Yagarí. En esos listados es posible advertir la inclusión de topónimos indígenas de otras regiones de Colombia, como Cachipay, Bochalema y Sutatausa (1965: 89-116).

Tal como se puede observar, buena parte de los nombres aborígenes prácticamente desaparecieron, y de ellos solo quedó el registro en los archivos o en la memoria oral de nuestros antepasados. A medida que pasa el tiempo, se nota el afán por abandonar esas expresiones e imponer en su lugar otras incorporadas en el diccionario hispánico. Pese a esto, aún se conserva hoy en el entorno rural un buen número de denominaciones del habla guane que sirven para identificar corregimientos, veredas, sitios, inspecciones de policía y caseríos. En la tabla 3 se describen algunos de estos nombres con su respectiva ubicación actual en cada municipio:

Con el tiempo, algunas expresiones castellanas han ido reemplazando a las indígenas. Estas son algunas de las que se han podido recopilar de las fuentes estudiadas: Caraota por Barrohondo, Cotisco por La Retirada, Cucumí por Berbeo, Chingalá por caserío Juan Rodríguez, Quisoque por La Venta, Tuyamuca por Peñablanca, Uyamata por Amansagatos (Igac, 1996, III: 1507; Igac, 1995: 244-261). Vale recordar, además, el caso del poblado de Chingalá, que mutó de nombre por el de caserío Juan Rodríguez, en honor al capitán e integrante de las huestes de Pedro de Ursúa, encomendero de los indios de Tona (Suárez, 1996: 478; Otero, 1972: 37).

 

5. Toponimia y accidentes geográficos

Los accidentes geográficos constituyen una tercera fuente de información dentro del propósito investigativo aquí propuesto. Buena parte de los nombres con los que los indígenas identificaban el paisaje de su región fueron retomados como límites territoriales, lo cual de alguna manera contribuyó al rescate de estas expresiones al quedar plasmadas en las diligencias y visitas efectuadas por los funcionarios de la corona. Sin embargo, cuando los ibéricos intentaron corroborar estas primeras delimitaciones, se encontraron con un sinnúmero de imprecisiones, puesto que eran con base en declaraciones de los indígenas y en sus referencias naturales. Otro obstáculo fue el cambio continuo de nombres topográficos. Ríos, quebradas, montañas, valles, piedras y demás señales naturales que habían sido bautizadas inmemorialmente por los nativos en su lengua vernácula recibían de parte del hombre blanco otro nombre con alusiones a su religión, en honor a ciertas personas de su mismo grupo social o para añorar sitios de la natal España (González, 1992: 48).

Asimismo, habría que considerar el hecho de que las visitas, que por mandato real debían programarse cada tres años, terminaron cumpliéndose con mayor lapso de separación, de tal modo que durante estos prolongados períodos muchos hitos geográficos variaban de nombre, lo que generaba más confusión. Otros se distorsionaban o desaparecían en el tiempo o simplemente terminaban quedando remplazados por un lenguaje asimilado o adaptado por los blancos (Colmenares, 1997: 251). Ante estas dificultades, los funcionarios procedían a inspeccionar personalmente el estado de los linderos, operación a la que también concurrían los directamente implicados, es decir, los indios y los propietarios blancos y mestizos. Si bien esta convocatoria plural no era garantía plena de justas decisiones, por lo menos sí hacía más consensuado el proceso, después de haber recibido opiniones, reparos y quejas de cada uno de los actores intervinientes.

En 1670, el visitador Jacinto de Vargas Campuzano se dio a la tarea de revisar personalmente las tierras que hacía tres décadas había apartado su antecesor Diego Carrasquilla Maldonado para conformar el resguardo de Coromoro, agregado al de Charalá (agn, Visitas del Tolima, 4: 32v). El procedimiento se desarrolló recorriendo los linderos con el administrador de dichos nativos, don Francisco Suárez de Vargas, el cacique don Pedro y otros cuantos indios principales.

Desde luego, el desconcierto por la falta de claridad sobre los auténticos límites era un motivo hábilmente aprovechado por los estancieros e, incluso, por los mismos indígenas. Veamos la siguiente queja, elevada en 1712 por Francisco Remolina ante la incursión ilícita de los integrantes del resguardo de Onzaga, con quienes compartía fronteras: "[...] voluntariamente dichos indios quieren, suponen que los dichos linderos unas veces sean unos, otras veces otros, confundiendo los nombres de ellos para conseguir su intento y apoderarse de todas nuestras tierras de que padecemos los daños" (agn, Tierras de Santander, 31: 577r).

Al final de todo, lo cierto es que muchos de los nombres autóctonos con los que estaban bautizados los accidentes orográficos e hidrográficos del paisaje regional, pronto pasaron a remplazarse con vocablos del habla castellana. En el intento por rescatar algunos de estos términos originales, se ha elaborado la tabla 4, con base en relatos de cronistas y viajeros, descripciones geográficas, documentos oficiales y mapas antiguos.

En 1995, el Instituto Geográfico Agustín Codazzi llevó a cabo un paciente trabajo investigativo en el que trató de ubicar en el mapa una buena parte de estos nombres antiguos, con la ayuda de referencias históricas de los cronistas. Luego se intentó establecer su nombre hispano actual y su correspondiente ubicación dentro de cada zona municipal. La tabla 5 resume algunas de estas modificaciones.

Quizás el cambio mas representativo y memorable de sustitución idiomática es el del río Saravita, que en lengua natural significaba "de aquí sale", cuyo nombre fue remplazado por el de Suárez, a raíz de que en sus caudalosas aguas se ahogó en tiempos de la conquista el caballo del capitán español Gonzalo Suárez Rendón, quien con mucho trance logró a último momento ponerse a salvo (De Castellanos, 1997: 1171). Uno de los primeros españoles en pisar tierras del actual departamento de Santander, el capitán Antonio de Lebrija, fue inmortalizado desde esas jornadas de exploración del siglo xvi al asignarle su apellido a uno de los ríos que desemboca en la parte media del Magdalena (De Castellanos, 1997: 545).

El río Peralonso fue denominado así en honor a su explorador: Pero Alonso de los Hoyos, teniente de Pedro de Orsúa. El páramo Juan Rodríguez, ubicado entre Tona y Piedecuesta, se conoció con este nombre en memoria del valiente explorador Juan Rodríguez Suárez, y el páramo Juan Guerrero se nombró en honor a otro lugarteniente de Orsúa. Cerca de Bucaramanga corre la quebrada Angulo, en recordación de Juan de Angulo, encomendero de Gérida y uno de los primeros colonizadores de Río de Oro (Otero, 1946: 366). La serranía denominada por los indígenas como Los Lloriquíes o de Los Yariguíes, se conoció posteriormente como cordillera de Los Cobardes, en razón de que por esas montañas huían los indígenas en busca de las espesas selvas del Carare-Opón, tras la arremetida de los conquistadores españoles (Igac, 1996, III: 1254).

Un afluente del río Chipatá mudó de nombre por el de quebrada de don Martín Ropero, en alusión al titular de la encomienda de Moniquirá y soldado de artillería de la expedición del adelantado Gonzalo Jiménez de Quesada (Avellaneda, 1995: 243-244). Otro caso es el de la quebrada del Alférez Real, cuyo nombre se originó cuando el alférez real Antón de Olalla, miembro de la expedición de Quesada, atravesó el valle por donde surcaba dicho afluente (1997: 596).

También es posible encontrar formas sincréticas, como la del río Cáchira, que ahora se llama río Cáchira del Espíritu Santo, localizado en el municipio de Rionegro (Igac, 1995: 246). Paradójicamente, la conservación de esta toponimia indígena se ha visto amenazada no solo por las pretensiones hispanizantes, sino también por factores externos, como el efecto devastador de la erosión y de los cambios climáticos que han hecho desaparecer ya varios recursos hídricos.

Cabe anotar que los nombres indígenas también estuvieron presentes en las vías de comunicación y en las pequeñas obras de infraestructura, como caminos, cabuyas1 y puentes. Uno de los más reconocidos caminos que recorría parte del actual territorio de Piedecuesta era el de Guatiguará, que aparece trazado en un mapa elaborado en 1805 (agn, Mapoteca 4: 185A).

A principio del siglo xix todavía seguían preservándose algunos nombres de cabuyas en voz indígena. En dos mapas de esta época, que demarcan el territorio de Barichara y San Gil, pueden observarse claramente las cabuyas de Machamanga y Chocoa sobre el río Suárez, las cabuyas de Sube, Cepitá y Gelisco sobre el río Chicamocha y la cabuya de Majavita sobre el río Fonce (agn, Mapoteca 4: 28A, 406A). En otro mapa de la villa de El Socorro, se halla señalado el puente de Oiba, que atraviesa el río de idéntico nombre (agn, Mapoteca 4: 688A).

A escala urbana, la pérdida de expresiones indígenas es más evidente, aunque a veces se encuentran algunas excepciones. En la localidad de El Socorro, actualmente cinco barrios conservan referencias indígenas: Bariri, Caraota, Chanchón y Tamacara. Uno de los barrios del municipio de Floridablanca lleva por nombre Bucarica, mientras que uno de los tradicionales sectores del norte de la ciudad de Bucaramanga se denomina Zapamanga. Nuevos impulsos y rescates de las voces indígenas se han dado también por cuenta de la actividad comercial, al bautizar hoteles, parques, negocios y otro tipo de establecimientos con nombres ancestrales.

 

A manera de conclusión

El mestizaje lingüístico es solo una de las distintas dimensiones que componen el complejo y dinámico proceso de mestizaje vivido en esta franja nororiental de Colombia, desde los inicios del coloniaje español hasta nuestros días. En estas casi cinco centurias de historia ha sido palpable la fuerza apabullante del lenguaje hispano que trajo consigo el agente dominador, en su intención por imponerse sobre la lengua vernácula guane.

El trabajo aquí propuesto es solo un testimonio de aquellas expresiones que se resisten a desaparecer, pese al transcurrir del tiempo. Preservarlas se convierte entonces en un imperativo, dado que significan un invaluable patrimonio cultural de la región, vestigios de un sistema comunicativo ya extinguido. Sin embargo, debe reconocerse que son muchos los términos del territorio guane que han caído en completo desuso o de los que no se han hallado referencias concretas. Queda entonces el reto de continuar el rescate de estos vocablos a través de la búsqueda exhaustiva en documentos antiguos, principalmente de los siglos xvi y xvii, cuando todavía se conversaba en esta lengua. No obstante, la pérdida y el deterioro de algunos de estos archivos representan una amenaza constante a ese propósito investigativo.

Avanzar en la recopilación de estos topónimos y antropónimos puede servir para profundizar en el análisis de la riqueza cultural y de los matices dialectales en el seno de las comunidades que conformaban el grupo guane y de su relación con otras lenguas indígenas.

 

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Notas
* Este trabajo forma parte de un proyecto más amplio de investigación, titulado "Mestizaje y relaciones interétnicas en Santander durante el período colonial" (Academia Colombiana de Historia).
1 Las cabuyas eran puentes artesanales, construidos con materiales autóctonos y con la sabiduría ancestral indígena.

 

Bibliografía citada

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