1. La historia de la lengua y la cuestión de las fuentes
Es probable que a estas alturas resulte una obviedad señalar que para estudiar la historia de la lengua solo se puede recurrir a testimonios del pasado, que en este caso, y por la misma naturaleza del objeto de estudio, no pueden ser sino los textos escritos en el momento pretérito que se pretende describir; de este modo, de la constatación anterior surge uno de los problemas básicos de la lingüística histórica, que no es otro que la adecuación del corpus de estudio a los objetivos que se persiguen o, dicho de otra forma, la necesidad de conseguir un conjunto de materiales que sean útiles a la hora de analizar un aspecto concreto de la evolución diacrónica y a partir de los cuales se pueda extraer con cierta fiabilidad la situación lingüística -las características de la lengua, en definitiva- que existe en un lugar y en un momento determinados, en una determinada sincronía histórica.
Las soluciones que se han planteado para esta cuestión básica han ido variando a lo largo de la historia de la investigación filológica, y, en general, sus cambios están relacionados con transformaciones en la concepción de lo que debe estudiar la historia de la lengua o lo que se pretende conocer con los estudios diacrónicos del español: así, si en un primer momento esta disciplina se entiende de un modo casi auxiliar y lo que se busca es conocer más profundamente la literatura -y de ahí que las primeras historias de la lengua se puedan entender casi como un análisis de las características de la lengua literaria, que busca determinar qué es un rasgo de estilo y qué forma parte, por el contrario, de la norma de la época-, posteriormente este valor subordinado desaparece y la disciplina comienza a interesar por sí misma y en estrecha relación con la dialectología, es decir, como forma de entender los procesos de mudanza que dan lugar a la situación -o de forma más estricta, a las situaciones- que caracteriza actualmente a la lengua española a ambos lados del Atlántico.
Naturalmente, tales concepciones de la finalidad de estos estudios han tenido una repercusión importante en aspectos muy diferentes de la investigación, y es precisamente la cuestión de qué textos emplear en ella uno de los más concernidos, pues en un primer momento -esa fase de subordinación estilística- son precisamente los materiales de tipo literario los que van a constituir en su gran mayoría los corpus con los que se construya la historia de la lengua española: los excelentes trabajos históricos del gran Rufino José Cuervo (1895, 1988, 1994), el estudio de Ramón Menéndez Pidal (1954) sobre el Mío Cid o la fundamental Historia de la lengua española de Rafael Lapesa (1980) son algunos ejemplos de investigaciones en las que la literatura ocupa un papel, si no único, sin duda preponderante como material de análisis.
Ahora bien, la más que evidente elaboración estética que existe en la expresión literaria necesariamente obliga a concluir que los datos que se extraen de la literatura, pese a su indudable valor, no muestran en ningún caso más que un determinado tipo de lengua, esto es, un idiolecto muy concreto que está, además, fuertemente mediatizado por su ya mencionada finalidad estética, y que no refleja, por tanto, lo que se puede denominar la situación lingüística real, cualquier cosa que eso signifique; en esta misma línea -y más grave aún- conviene recordar que, dado el peso de la norma y de ciertas convenciones que afectan a los textos literarios, muchos fenómenos habituales en la lengua de todos los días no tienen cabida en la literatura, que opta en general por los usos más prestigiosos y que, en el caso de introducir elementos subnormativos, los suele emplear con intención lúdica para crear estereotipos lingüísticos, por lo que lleva a cabo un proceso de adaptación que impide considerarlos una muestra de la ya mencionada situación lingüística real (Oesterreicher, 2004, p. 756).
Si este estado de cosas es aplicable sin muchas dificultades al momento actual, la situación desde un punto de vista histórico no parece ser muy diferente, es más, se puede decir que los problemas son incluso mayores, puesto que las convenciones literarias que rigen en la Edad Media o el Siglo de Oro, distintas de las actuales, con seguridad no son menos fuertes -más bien al contrario- que las existentes hoy en día. Y en el caso concreto de Hispanoamérica tales problemas se multiplican: a la constatación de lo inmediatamente señalado que expone, por ejemplo, Guitarte (1969, p. 192) al hablar de los cronistas e indicar que, ciertamente, sus obras son un documento de lengua, pero «de una sola variedad de la lengua, la literaria; además […], se esforzaba esta lengua literaria por acomodarse a la norma de la península y, por ello, hay que presumir que no es una simple estilización de la lengua americana», hay que sumar la situación de camuflaje lingüístico -entendido como seguimiento de modelos peninsulares que mitiga, al menos en parte, las características más propias de las diferentes variedades dialectales del continente- que, de acuerdo con Company (2001, p. 208), perdura como mínimo hasta prácticamente el periodo de la emancipación política, ya en el siglo xix.
Es evidente, por tanto, que, a pesar de su interés indudable, la literatura presenta importantes carencias a la hora de llevar a cabo una reconstrucción realista y completa de la forma de hablar el español que existía en algún momento determinado de la historia, puesto que no es fácil calibrar cuánto de realidad lingüística y cuánto de convención literaria existe en crónicas, novelas y obras dramáticas. Y en el ámbito de la dialectología histórica este aserto es especialmente claro, pues a lo ya indicado hasta el momento se ha de sumar el hecho no menor de que para ciertas diatopías y sincronías históricas recurrir a la literatura es absolutamente imposible simplemente por su inexistencia: tal es la situación, por supuesto, de la época de Orígenes (siglos x, xi, xii), pero también de otras variedades más cercanas al momento actual como el español paraguayo de la segunda mitad del siglo xvii o el empleado en Santa Cruz de la Sierra, en Bolivia, en el siglo xviii; o -teniendo en cuenta también lo diastrático- el de las clases populares bogotanas de estas mismas épocas, habida cuenta de que las obras literarias en general son creación de las élites culturales y muy escasamente de esos grupos populares que se quiere analizar.2
Se hace del todo necesario, por tanto, acudir a otras fuentes documentales que complementen y completen los datos que se pueden extraer de la literatura: complementen, en primer lugar, porque sirvan para comprobar fehacientemente la realidad de determinado fenómeno en una diatopía y diacronía concretas, es decir, que demuestre que lo que aparece en la literatura es algo general en el habla y no una licencia poética o un rasgo propio del escritor en cuestión; y completen, además, porque aporten datos sobre fenómenos lingüísticos -o sobre el habla de grupos sociales- que por diversas cuestiones resultan invisibles para la literatura y cuyo estudio, por ende, no puede basarse en esta tipología textual.
Así pues, teniendo en cuenta las premisas señaladas, parece sencillo deducir el lugar donde el filólogo interesado en la evolución histórica de la lengua va a tener que buscar los nuevos materiales sobre los cuales basar sus estudios: no cabe duda de que será necesario acercarse a los archivos históricos, que -como depósito de documentación muy variada en cuanto a su tipología, cronología, diatopía y autoría- se van a transformar en la principal fuente del estudioso, o mejor, en la principal cantera de la que extraer materiales con los que ir construyendo la historia de la lengua, en este caso la historia -o mejor, las historias- del español.
2. La documentación de archivo en la historia de la lengua
Por supuesto, no es esta una idea original o novedosa: hace ya tiempo que los filólogos descubrieron la importancia de los archivos históricos y su documentación para los estudios de historia lingüística, es más, su papel básico como fuente de información de primer orden para estos trabajos; de este modo, no es de extrañar que en los últimos años se advierta un empleo claramente preponderante de los materiales que atesoran estos denominados repositorios de la memoria en la investigación diacrónica, muy por encima del que se hace de otras fuentes empleadas tradicinalmente en el análisis, como las ya mencionadas obras literarias o las gramáticas y los diccionarios compuestos a lo largo de los siglos.3
Aeste respecto, cabe señalar que son numerosas las ventajas que los materiales de archivo presentan a la hora de estudiar la evolución diacrónica de una lengua, del español en este caso concreto; entre ellas, es importante destacar tres que tienen una especial incidencia en estas investigaciones, muy especialmente desde la perspectiva de la dialectología histórica: por un lado, su carácter de texto único, es decir, de escrito que, por su finalidad puramente utilitaria, no es necesario dar a conocer a un gran público y, por tanto, no se reproduce en reiteradas ocasiones a lo largo del tiempo, lo que evita los problemas de fiabilidad que derivan para el lingüística del proceso de copia;4 por otro, y en relación con lo anterior, su precisa ubicación espacio-temporal, ya que en general estos materiales presentan la fecha de redacción y el lugar donde se escriben, lo que les confiere una especial relevancia para describir un estado de lengua en una diatopía y una diacronía concretas. Por último, su menor sujeción respecto a una norma de tipo estético -lo que no quiere decir, con todo, que estos textos no sigan ciertos moldes y rutinas, como se verá posteriormente-, circunstancia que permite que aparezcan en ellos fenómenos que aún no pertenecen al registro culto/literario pero que existen ya en la lengua, como bien recuerda Frago (1978, p. 186) al indicar «la conveniencia de que la investigación histórica atienda a la información que proporciona toda clase de textos, lo mismo literarios que no literarios, puesto que los segundos pueden facilitar noticias que no figuran en los primeros hasta fechas más tardías».
A todo lo anterior se ha de sumar, además, otro factor de gran importancia para la consecución de una descripción realista de los cambios que ha experimentado una lengua a lo largo del tiempo: si en la literatura se cuenta con varios cientos de nombres y, por tanto, con varios cientos de informantes a lo sumo para realizar tal descripción, en el caso de los archivos los posibles informantes se multiplican de forma exponencial, habida cuenta de que son muchísimas las manos que dejan testimonio escrito, y, lo que es más importante, de diferentes clases sociales; salta a la vista, por tanto, que este hecho permite construir una visión más completa y, por ello, más cercana a lo que se puede considerar la realidad del español en un momento pasado: si resulta obvio que actualmente, no sería aceptable desde el punto de vista metodológico, describir una variedad de esta lengua a través del estudio de dos o cuatro individuos de un único nivel sociocultural, las mismas objeciones se han de plantear, lógicamente, a una descripción del español del siglo xvii que tenga como corpus único los escritos de personajes como Cervantes, Lope de Vega, Quevedo o Gracián.
Es necesario concluir, a partir de todo lo anterior, que es necesario contar con mayor cantidad de informantes y mayor amplitud en cuanto a la adscripción sociolingüística de esos informantes para poder dar cuenta de la variación inherente a cualquier estado de lengua, y esto solo es posible, según se apuntó ya, con un corpus de trabajo que trascienda la literatura y que apele directamente al conjunto documental que guardan los numerosos archivos históricos existentes en todos los países del ámbito hispánico.
2.1 El empleo de la documentación epistolar
A pesar de que, en principio, cualquier texto por su propia naturaleza puede ofrecer información de tipo lingüístico, no todos los escritos que se guardan en los archivos tienen la misma trascendencia o el mismo interés para la historia de la lengua. De entre ellos, se puede decir que tal vez la documentación de tipo epistolar sea el corpus más útil a la hora de llevar a cabo la reconstrucción lingüística, muy especialmente si se trata de cartas privadas y familiares, pues en ocasiones solo en estos materiales se puede estudiar la presencia y la evolución de algunos fenómenos que, propios de la oralidad/coloquialidad, muy escasamente aparecen en otras tipologías textuales: resulta paradigmático a este respecto, por ejemplo, el caso del voseo y otras fórmulas de tratamiento afines, cuyo empleo no solo no se registra en general en documentación de otras tipologías -como obras literaturas o textos notariales-, sino que, incluso en los propios materiales epistolares, su uso se restringe en exclusividad a las cartas intercambiadas por individuos de la misma familia o que comparten un grado de intimidad muy alto, como certeramente demostró Fontanella de Weinberg (1989) en su estudio sobre la evolución de este fenómeno en Buenos Aires. Así pues, en casos como el indicado, la utilización de estos materiales es, más que aconsejable, del todo imprescindible, lo que da una idea de su importancia en los estudios acerca de la diacronía del español.
Es cierto que, como bien indica Frago (2002, p. 118), «hay no pocos textos epistolares ológrafos debidos a personas de escasa formación, que son expresivamente anodinos y de una gran rigidez formal», algo que, en principio, parece restarles trascendencia para la investigación; sin embargo, este mismo autor reconoce su interés, al señalar que «también se encuentran cartas adornadas de una notable viveza expresiva» (2002, p. 118),5 lo que lleva a Elizaincín y Groppi (1991, p. 281) a indicar que «documentos de este tipo que manifiestan en sí estrategias orales y donde a través de los ‘errores’ ortográficos se deja ver la fonética dialectal de una época y región no pueden [...] dejar de ser considerados» en estos estudios. Se trata, pues, de un escrito que en general ofrece un interés indudable, y esto explica el que se haya utilizado en múltiples ocasiones para reconstruir el español de zonas como, por ejemplo, el centro de México (Company, 1993; Lope Blanch, 1985), Bolivia (Ramírez Luengo, 2003, 2010) y Argentina (Fontanella de Weinberg, 1989; Fernández Lávaque, 2005; Menéndez, 1998), así como, en la Península Ibérica, en Andalucía (García Godoy, 2002) o el País Vasco (Gómez Seibane, 2004; Isasi Martínez, 2012; Ramírez Luengo, 2006, 2013), entre otras muchas.
En cuanto a sus ventajas para el estudio de la historia del español, se han señalado ya anteriormente algunas de ellas al hablar de la documentación de archivo en general, pero cabe volver a repetirlas, pues tienen en este tipo de texto su máxima expresión: características como ser documentos originales, presentar una datación exacta, carecer de una estructura textual muy marcada que imponga -o suprima- ciertos usos y ser escritos generados por individuos de muchas clases sociales -o lo que es lo mismo, que plasma las características propias de personas que pertenecen a niveles sociolingüísticos muy diferentes- convierten estos materiales en auténticas fuentes privilegiadas de información sobre los usos lingüísticos del pasado y explican, por tanto, su frecuente empleo en los estudios que buscan describir otras sincronías de la lengua.
Con todo, es necesario tener en cuenta que todas estas ventajas de carácter indudable no implican que los textos epistolares carezcan de todo problema para el investigador: precisamente las objeciones de Frago (2002, p. 118) al señalar la
«rigidez formal» de algunas de estas misivas ponen de manifiesto que, efectivamente, existe una estructura textual que determina el uso de ciertos clichés lingüísticos -a manera de ejemplo, ciertas fórmulas de cierre al estilo de besa su mano su seguro servidor o guarde Dios su vida muchos años, a veces con variantes más o menos complejas-, y que este hecho se debe tener en cuenta a la hora de llevar a cabo un análisis lingüístico. Así como también -desde otro punto de vista-, el que en ocasiones las cartas no sean autógrafas de la persona que las firma, sino obra de amanuenses profesionales, factor que por supuesto será necesario considerar a la hora de ofrecer una correcta interpretación de los materiales, esto es, a la hora de decir qué español se está describiendo al describir lo que aparece escrito en ese texto (2002, p. 118).
Se trata, en definitiva, de problemas a los que -según se indicó antes- también se enfrenta el estudioso al emplear la literatura como corpus de trabajo, si bien en este caso todos ellos aparecen de forma mucho más atenuada; se mantiene con la misma fuerza; sin embargo, otro de los problemas que afectaba a la literatura y que también va a afectar a estos textos: su escasez -o incluso inexistencia- en determinados momentos históricos como la Edad Media o en ciertas zonas del dominio hispánico. Vuelve a aparecer, por tanto, una de las dificultades planteadas más arriba cuando se hablaba de las limitaciones de los corpus literarios: ¿cómo estudiar el castellano medieval de la zona vasca o de Andalucía, o el de Honduras y Guatemala en el siglo xvi? ¿Qué corpus emplear, en definitiva, en los trabajos de dialectología histórica para analizar aquellas diatopías y sincronías para las que no solo no existe literatura, sino tampoco estos materiales complementarios que son los textos epistolares?
2.2 Los documentos notariales: ventajas e inconvenientes
Para hacer frente a las dificultades expuestas inmediatamente, el investigador una vez más puede buscar la solución en los archivos históricos, en los que se atesora lo que constituye sin duda la mayor cantidad de textos antiguos escritos en español: la documentación que se va denominar por el momento notarial, entendida esta denominación de la forma más laxa posible, esto es, como «todo aquel texto generado por un escribano o notario».
Por supuesto, si antes se planteaba como problema para el empleo de la literatura como corpus su alejamiento de la expresión cotidiana por su eminente finalidad estética, cuestiones semejantes se podrán alegar para la documentación notarial, habida cuenta de la distancia existente entre el tipo de lengua que presentan estos textos y aquella que se utiliza de forma habitual. Sin embargo -y al igual que se postulaba para el caso de la literatura-, este aserto es solo parcialmente cierto: en efecto, no cabe ninguna duda de que la lengua que aparece en testamentos, ventas y ordenanzas sufre, al igual que en la literatura, un importante proceso de elaboración formal que sitúa tales textos en el polo de la «extrema distancia comunicativa» (Oesterreicher, 2004, p. 734) y los aleja de lo que se puede denominar -de nuevo, con muchas reservas- el español cotidiano; ahora bien, mientras que en el caso de la literatura ese alejamiento permea todo el texto y se manifiesta en toda su extensión, en los documentos notariales no solo se concentra en unas partes muy determinadas, sino que, además, es posible identificarlo y aislarlo con cierta fiabilidad, dada la estructura fuertemente rutinizada y repetitiva que ofrecen estas tipologías textuales a lo largo del tiempo. El problema, pues, no estriba en este caso en el texto en sí, sino en la necesidad de desarrollar un método adecuado que permita emplearlo como base en los estudios históricos.
Es necesario señalar, con todo, que no existe unanimidad entre los estudiosos sobre el interés que encierra el empleo de estos documentos en las investigaciones de lingüística histórica: mientras que algunos miran con reticencia los datos que esta documentación ofrece y consideran que carece de importancia para el estudio de la historia del español por su -supuesto- carácter poco realista, otros muchos6 los aceptan y defienden por razones muy diversas, e incluso ponderan su cercanía a la realidad lingüística, al indicar que «han proporcionado el material más seguro para la investigación de la dialectología medieval», pues «la lengua en que suelen estar redactados está más cerca siempre de las formas vulgares que no los monumentos literarios» (Ynduráin, 1945, p. 10); son opiniones como esta, por tanto, las que justifican y explican que, en el momento actual, gran porcentaje de los estudios de historia del español utilicen como corpus de trabajo este tipo de documentación.
En todo caso, es necesario señalar que no se trata de una tendencia estrictamente actual; muy por el contrario, desde los mismos orígenes de la lingüística histórica -y sin interrupciones hasta ahora- se ha recurrido a estos textos para la investigación: sirvan como ejemplo, en primer lugar, los fundamentales Documentos lingüísticos de España, I. El Reino de Castilla, publicados por Menéndez Pidal (1919), así como, por citar algunos casos más cercanos, los volúmenes que componen la serie Textos para la historia del español, coordinada por el profesor Sánchez-Prieto (Díaz Moreno, 2011; Sánchez-Prieto, 1991, 1995; Sánchez-Prieto y Flores Ramírez, 2005) o, dentro de un ámbito geográfico muy concreto, la colección Documentos Lingüísticos del País Vasco (Gómez Seibane, Isasi Martínez y Sesmero Cutanda, 2007; Gómez Seibane y Ramírez Luengo, 2007).7
En el caso de América, la situación es semejante, aunque tal vez presente cierto retraso respecto a la Península porque también más tarde se ha comenzado a estudiar la historia del español de este lado del océano: así, si en 1969 indicaba en un trabajo Guillermo Guitarte (1969, p. 192) que «hay que señalar, no obstante, que está aún por profundizar una importante veta de investigación [...]. Me refiero al estudio de la lengua en los documentos guardados en los archivos de América», lo cierto es que a partir de este momento -y muy especialmente, a partir de los años 90 del pasado siglo- estos estudios se han multiplicado, gracias al espectacular interés que ha suscitado desde esa década la indagación en el pasado lingüístico de Hispanoamérica y el establecimiento de los procesos y fenómenos que han dado lugar a las variedades de español que hoy se hablan en el continente, pero también -causa y consecuencia de lo anterior- gracias a la aparición de antologías de documentos americanos tomados de los archivos mencionados por Guitarte, que han constituido la base fiable sobre la que trabajar y llevar a cabo tales estudios; no es el propósito de estas páginas hacer un recuento bibliográfico de todas estas antologías, pero baste citar, a manera de ejemplo, las de Bertolotti, Coll y Polakof (2012), Company (1994), Fontanella de Weinberg (1993), Obediente Sosa (2003) o Rivarola (2009) sobre áreas diversas del continente.
Volviendo a cuestiones de tipo metodológico, se decía más arriba que, en general, cualquier texto escrito resulta interesante para el estudio histórico de la lengua siempre que se aplique en el análisis un método adecuado a sus características; pues bien, esta idea es especialmente relevante en el caso de los documentos notariales, y de hecho se puede decir que, aplicando un buen método, esta documentación adquiere una importancia fundamental para estos estudios, hasta el punto de ofrecer datos que muy difícilmente se encuentran en las otras tipologías ya mencionadas, la literatura o las cartas familiares. Conviene, pues, desmontar algunos de los tópicos que existen respecto a su escasa utilidad, derivados en su totalidad de la idea de que, al tratar con testamentos, actas y documentos afines, el investigador se enfrenta a unos textos rutinizados y arcaizantes, cuya lengua tiene un grado de representatividad muy escaso.8
2.2.1. Desde un punto de vista fónico, resulta a todas luces evidente que el empleo de un sistema de escritura único y común a toda tipología textual determina que las características de la pronunciación de un hablante tengan las mismas posibilidades de aflorar en todo tipo de texto, o dicho de otro modo, que es tan posible que fenómenos como el seseo, el yeísmo o la aspiración de la /-s/ final aparezcan reflejados en un documento notarial como en un escrito de otro tipo, sea una carta familiar o sea un manuscrito literario; no sorprende, por tanto, que en un legajo bogotano sea posible registrar fenómenos de tanta trascendencia para la caracterización del españolempleado en esta zona en el siglo xvi como pueden ser, entre otros, la inestabilidad en el vocalismo átono, el seseo, la tendencia a la simplificación de los grupos cultos consonánticos o la presencia de metátesis en algunas voces concretas (Alvar y Alvar, 1997, pp. 238-240, 243-244, 246-248).
De este modo, salta a la vista que estos textos resultan tan válidos a la hora de estudiar la fonética y la fonología histórica como cualquier otra de las tipologías documentales que se han venido utilizando tradicionalmente. Incluso, es posible ir más allá y decir que, siempre y cuando el estudioso sea capaz de interpretar correctamente las grafías,9 los textos notariales aportan datos de importancia capital en la reconstrucción de la pronunciación del pasado, pues permiten rastrear cuestiones relacionadas con la distribución geográfica -aparece en documentos de la zona X pero no de la zona Y- y la diacronía de los fenómenos -se descubre en los textos desde y hasta una fecha concreta-, así como otros aspectos más específicos, tales como su distribución y su difusión léxica, todo lo cual naturalmente redunda en una descripción más detallada de la historia de rasgos fónicos tan importantes en la caracterización dialectal del español como el seseo, el yeísmo, la aspiración de la /-s/ implosiva o la confusión de /-r/ y /-l/ en posición implosiva, entre otros muchos.10
2.2.2. En el caso de la morfosintaxis, las críticas que se plantean a la documentación notarial son aún más frecuentes, y enfatizan la estructura fija y rutinizada de estos textos, su mantenimiento inalterable a lo largo del tiempo y, por tanto, su escasa relación con la realidad lingüística de un momento concreto. Ahora bien, aun aceptando que, efectivamente, existe una estructura fija y determinada que sirve como molde a la hora de redactar un documento,11 es necesario tener en cuenta que tal rutinización afecta primordialmente a determinadas partes del texto como las que la diplomática tradicionalmente denomina protocolo y escatocolo -con estructuras formularias del estilo de sepan quantos este testamento vieren o y yo, el sobredicho escribano, hago aquí este signo en testimonio de verdad, respectivamente-, así como a ciertas fórmulas, fácilmente detectables, que se presentan en el cuerpo del documento, tales como, entre otras, que si no lo hacía, protestaba y protesto; o si contra esto quisiéremos venir, que no nos valga (Ramírez Luengo, 2004, p. 36).12
Frente a estos segmentos textuales, sin embargo, el resto del documento presenta una redacción que se puede denominar no rutinizada, y son precisamente estos usos libres -entendidos como aquellos que aparecen en estructuras no fijas, y cuya utilización responde a las necesidades del contenido del texto y no de su forma- los que resultan absolutamente utilizables para el estudio histórico de la morfosintaxis; salta a la vista una vez más, por tanto, que la cuestión fundamental a la hora de enfrentarse a esta documentación no es sino la aplicación de un método adecuado que permita obtener los mejores resultados de unos textos que presentan ciertas características propias derivadas de su tradición y su finalidad, pero que no dejan de ser, obviamente, una muestra de la lengua empleada en el momento de su redacción.13
2.2.3. Más evidente todavía es el interés de esta documentación para los estudios que tienen por objetivo el análisis del nivel léxico: en efecto, decir, como a veces se ha dicho, que los textos notariales emplean solo un vocabulario restringido, caracterizado por presentar en exclusividad voces sancionadas por la norma, tecnicismos notariales y arcaísmos de diversa índole demuestra un prejuicio previo sin base real y un importante desconocimiento de lo que realmente esconden estos materiales, pues, dada su propia naturaleza, sus circunstancias y su finalidad, se puede sostener sin riesgo a equivocarse que esta documentación constituye una de las fuentes más útiles y ricas a la hora de estudiar la historia de la configuración léxica del español.
Lo anterior no es ninguna exageración: si se considera la finalidad última de todo texto notarial -ser testigo y memoria de los actos que acontecen y que organizan la vida y la sociedad de su tiempo-, es necesario concluir que ese carácter de registro de la realidad circundante determina que en sus páginas aparezcan, porejemplo, voces dialectales restringidas a una zona geográfica concreta,14 términos propiamente coloquiales -como insultos o blasfemias, que aparecen en ordenanzas o actas judiciales que reproducen textualmente las citas de los testigos (entre otros, Segura Urra, 2006; Usunáriz Garayoa, 2006) - o palabras pertenecientes a campos semánticos muy diferentes, tales como la terminología específica de diferentes profesiones, grupos sociales, productos de muy diverso tipo o tecnicismos militares, jurídicos o médicos, que por fuerza tienen que hacerse presentes en unos textos que aspiran a regular todas las actividades de la vida social de su época.15 En el caso concreto de América, súmese a todo lo anterior la aparición desde muy temprano de préstamos de las lenguas autóctonas -entre otros muchos, ají, cacique, chacra, choclo, jaguar, jícara, mandioca o petaca (Ramírez Luengo, 2007, pp. 76-78)- que el escribano frecuentemente se ve obligado a utilizar en sus textos debido a la necesidad de describir y regular toda la organización social de la colonia, en la que existen realidades que difieren de las de España y que, por supuesto, es necesario nombrar (Mejías, 1980; Reynoso Noverón, 2001-2002; Quirós García y Ramírez Luengo, 2015).
Al mismo tiempo, todavía es posible mencionar otras cuestiones que van más allá de la enorme abundancia léxica ya señalada y que aumentan, aún más si cabe, el interés de esta documentación para el estudio de la historia del vocabulario español: en efecto, a la hora de hacer un análisis diacrónico de este nivel lingüístico, es evidente que no basta con datar el momento en que una palabra hace su aparición en la lengua, sino que es necesario indicar también otras cuestiones como los fenómenos de extensión léxica (Quirós García y Ramírez Luengo, 2015, p. 189) o de variación semántica que experimenta a través del tiempo; pues bien, la amplitud geográfica y temporal que cubre esta documentación, así como la misma abundancia del caudal documental disponible, ayuda también a analizar estos aspectos: por ejemplo, un fenómeno tan habitual como la adaptación del léxico patrimonial a la realidad americana se refleja de forma habitual en los textos oficiales generados por la burocracia colonial (Franco Figueroa, 1991; Quirós García y Ramírez Luengo, 2015, pp. 194- 195), y esto permite seguir los tiempos y los procesos que determinan el cambio de significado de los vocablos.
2.2.4. Superados, pues, los obstáculos que se plantean para el empleo de estos materiales en el estudio de lo fónico, lo gramatical o lo léxico, ya solo queda respon- der al último de los inconvenientes que se suelen plantear, y que tiene que ver con el registro y/o el nivel de lengua que reflejan estos textos: a veces se ha postulado que, dado que el escribano es un profesional de la escritura, la documentación que genera pertenecen a un ámbito muy formal y a un registro de lengua muy culto, muy alejado, en definitiva, de lo que constituye el uso habitual del pueblo llano. Una vez más, sin embargo, la realidad demuestra que esto no es del todo así: dejando aparte el hecho de que, junto a textos cercanos a la inmediatez comunicativa, se hace del todo necesario el análisis de la documentación perteneciente a los sociolectos/registros más altos si se pretende dar una visión no distorsionada del español empleado en una diatopía y diacronía concreta, conviene recordar que en numerosas ocasiones la documentación notarial -o mejor, algunos tipos pertenecientes a esta, tales como las denuncias ante la inquisición o los testimonios que aparecen en los interrogatorios- ofrece valiosas muestras de oralidad transcrita y se convierten, así, en la mejor forma de acceder a la oralidad/coloquialidad de sincronías pasadas, según señala Oesterreicher (2004, pp. 752-753) y ponen de manifiesto en la práctica, entre otros, Eberenz y De la Torre (2003) o Gómez Seibane (2006).
Por otro lado, conviene recordar también en este punto que, en el caso de la documentación histórica, está sobradamente documentado el hecho de que en numerosas ocasiones la intervención del escribano se reduce únicamente a firmar lo que en realidad escribe un amanuense, en general de un nivel de competencia escrituraria más limitada que la que el primero posee; tal circunstancia permite, pues, que a menudo trasciendan al texto características lingüísticas propias de niveles sociolingüísticos o registros más populares, y a esto se debe sumar además, como bien recuerda Isasi Martínez (1993, pp. 14-5), «la deficiente formación de algunos escribanos, a través de cuya impericia la oralidad se hace más evidente».
En conclusión, se puede decir que, efectivamente, los textos notariales van a reflejar en general cierto nivel de lengua que se puede calificar como formal, pero eso no significa que otros niveles estén totalmente excluidos de este tipo de texto; será función del filólogo interesado en la historia de la lengua, precisamente, determinar qué textos se acercan o se alejan más de la lengua real -una vez más, cualquier cosa que eso sea- y, por tanto, cuáles pueden ser más útiles para llevar a cabo el estudio de determinado aspecto cuya evolución histórica pretende analizar.
3. La documentación de archivo en la historia del español colombiano
Así pues, y de acuerdo con todo lo dicho más arriba, se pude concluir que la documentación de archivo no solo resulta útil para elaborar una historia de la lengua española más completa y, por tanto, más ajustada a la realidad, sino que en ocasiones constituye la única fuente con que se puede contar para cumplir este propósito, y esto es especialmente evidente en la reconstrucción lingüística de periodos como la Edad Media o en los estudios de dialectología histórica que quieran describir la situación pretérita del español de una zona concreta. Pues bien, es precisamente en este último punto, en el de la dialectología histórica, donde hay que ubicar la historia del español de América en general y, por supuesto, de los diversos territorios que hoy constituyen Colombia en particular.
Por supuesto, a la luz de todo lo dicho hasta el momento resulta innecesario repetir una vez más las ventajas que ofrece la documentación de archivo para el estudio de la historia del español que llega a Nueva Granada en el siglo xvi y que da lugar, con el paso del tiempo, a las múltiples formas de hablar -costeña caribe, costeña pacífica, andina centro-oriental y andina centro-occidental, de acuerdo con Montes Giraldo (1996, p. 141)- que hoy componen la abstracción que constituye el español de Colombia; quizá sea interesante, sin embargo, señalar de manera más o menos profunda qué se ha hecho ya a ese respecto, qué se sabe ya de esa historia de casi quinientos años, y -más importante aún- qué es lo que queda por estudiar todavía como tareas pendientes para un futuro -ojalá- no muy lejano.
3.1. Lo hecho: breve repaso bibliográfico
Y si se ha de describir lo hecho por el momento acerca de la historia del español de Colombia, sin duda es posible sintetizar la situación actual en un aserto que describe certeramente el estado en el que se encuentran estos estudios: es notablemente escaso lo que a día de hoy se sabe acerca del pasado del que tradicionalmente se ha considerado el mejor español de América. A este respecto, cabe mencionar que, ya en la última década del siglo xx, Montes Giraldo se lamenta de «lo poco que sobre el tema se ha publicado» al iniciar un trabajo que se centra «en la historia externa, idiomática, que tiene más de política que de lingüística (sistemática) y que es sin duda alguna el aspecto para el que hay más trabajos utilizables» (Montes Giraldo, 1992, p. 501), y se hace preciso señalar que la situación descrita por el recordado dialectólogo no ha cambiado mucho casi veinticinco años después: de este modo, no yerra Ruiz Vásquez (2013, p. 103) cuando indica que «los estudios diacrónicos sobre el español de Colombia son, comparados con lo producido en otras zonas de Hispanoamérica, prácticamente inexistentes» y que «salvo pocas excepciones, la investigación lingüística en el país ha sido tradicionalmente de orientación sincrónica», a partir de lo cual concluye este investigador que «son exiguos tanto los estudios históricos sobre el español nacional, como los aportes que Colombia ha realizado a la diacronía del español americano».
Tal situación no deja de resultar sorprendente, especialmente si se consideran varios hechos que tienen relación con el desarrollo de los estudios lingüísticos en el país: por un lado, la constatación de que, desde el punto de vista sincrónico, Colombia es -probablemente junto con México- la nación hispanoamericana mejor conocida lingüísticamente, merced a los trabajos desarrollados por el Instituto Caro y Cuervo, y por figuras como, entre otros, Luis Flórez o el ya citado Montes Giraldo; por otro, por el hecho de que exista un trabajo modélico desde diferentes puntos de vista -tanto su metodología como su rigor en el análisis, o las conclusiones a las que se llega- que constituye un prometedor comienzo para la redacción de una historia del español colombiano y que, sin embargo, se queda en un intento aislado, de indudable valor, pero que no genera una corriente que vaya completando el camino que él mismo señala: se trata, por supuesto, del excelente El seseo en el Nuevo Reino de Granada (1550-1650), escrito por Olga Cock Hincapié (1969) y publicado en Bogotá por el Instituto Caro y Cuervo, y en el que se estudia de forma minuciosa16 los orígenes y la implantación de un fenómeno tan trascendente para la configuración del español colombiano, o americano en general, como es la confusión de las sibilantes y el triunfo de una norma de tipo seseante.
Es cierto que, más allá de este estudio, básico para todo aquel que se interese en la historia del español americano, hay cierto número de análisis que aportan ya algunos datos acerca de la diacronía del español colombiano: se puede señalar, entre ellos, los de Torres Quintero (1957) o Restrepo (1964) sobre la lengua de Jiménez de Quesada, el de Castillo Mathieu (1982b) sobre las fórmulas de tratamiento, el ya citado de Alvar y Alvar (1997) sobre la fonética del español bogotano del siglo xvi y varios trabajos dedicados a la configuración histórica del español de Nariño (Arboleda Toro, 2000, 2002), así como algunos otros sobre determinados aspectos del español bogotano decimonónico (Ramírez Luengo, 2011, 2012), o los numerosos estudios que se centran en el aporte léxico de la población de origen africano (Castillo Mathieu, 1982; Triana y Antorveza, 1997, 2001, 2001b, 2004, 2004b, 2005) y su influencia en el habla de determinadas regiones como el sur de la república (Granda, 1971, 1973), el Chocó (Granda, 1991) o la costa atlántica (Gutiérrez Maté, 2012).17
Se han de sumar a todo esto, además, las investigaciones que en los últimos años han llevado a cabo varios estudiosos de la Universidad de Valladolid, en los que se analizan aspectos relacionados con la morfosintaxis del español colonial neogranadino -muy especialmente, el verbo (Carrera de la Red, 2002, 2006) y los pronombres (Carrera de la Red, 2003; Gutiérrez Maté, 2006, 2007, 2012b)-, pero también con la situación del español que llega a estas tierras en el siglo xvi (Carrera de la Red, 2001, 2008),18 determinados aspectos fónicos y léxicos (Carrera de la Red, 2008, 2002-2004)19 o el discurso periodístico (Carrera de la Red, 2011, 2012), entre otros; casi todos ellos, cabe decir, realizados a partir de la documentación de archivo de la que se ha hablado anteriormente, y muy especialmente de los fondos que resguarda el sevillano Archivo General de Indias.
Así pues, se puede decir que existe ya una serie de trabajos, sin duda meritorios e interesantes, aunque decididamente parciales, que ofrecen ya algunas noticias para ir construyendo esa historia -aún desconocida- del español hablado en Colombia, pero que sobre todo dibujan una situación que está muy lejos todavía de ser satisfactoria, habida cuenta de que estudioso interesado en la diacronía de estas variedades no cuenta aún con una descripción general del español de ninguna región del país en un momento concreto de su historia, tal y como existe para Tucumán (Rojas, 1985) o Buenos Aires (Fontanella de Weinberg, 1987) en el caso argentino, o para Costa Rica (Quesada Pacheco, 2005), por recordar solo tres de estas descripciones especialmente citadas en la bibliografía; salta a la vista, por tanto, que es aún mucho lo que queda por estudiar antes de que se pueda dar por superada definitivamente la afirmación de Montes Giraldo (1992, p. 501) que se recordaba unos párrafos más arriba.
3.2. Lo que queda por hacer: tareas para el futuro
De este modo, se debe incidir una vez más en la actualidad de lo afirmado por Montes Giraldo (1992, p. 501) hace veinticinco años y concluir, así, que es mucho lo que queda todavía por hacer para poder (d)escribir con cierta fiabilidad la historia del español en Colombia; en este punto, es imprescindible retomar lo indicado al comienzo de estas páginas y hacer hincapié, una vez más, en la necesidad de que los filólogos no trabajen solos, sino mano a mano con historiadores y archiveros, pues es precisamente en los archivos históricos donde van a encontrar los materiales que permitan avanzar en la tarea que tienen por delante.
A este respecto, resulta del todo evidente que el gran problema al que se enfrentan quienes se dedican a los estudios diacrónicos es la inexistencia de corpus adecuados en que basar los estudios, y esta carencia -que ha determinado que durante muchos años fuera literalmente imposible sentarse a trabajar- no solo se da en el caso de Colombia, sino que afecta a toda Hispanoamérica en general, de manera que no sorprende el recordatorio de Company (2001, p. 208) de que
«la historia del español americano sigue presentando numerosos huecos, porque básicamente se carece de infraestructura documental sistemática de interés lingüístico», a lo que añade que
[…] solo cuando tengamos la documentación filológica adecuada podremos conocer la idiosincrasia dialectal del español que arribó a distintas zonas del continente americano, así como su posterior evolución, de modo que pueda integrarse este conocimiento a una mejor comprensión de la diacronía del español general.
Si se vuelve al caso concreto de Colombia, conviene recordar las palabras de Ruiz Vásquez (2013, pp. 103-104), quien llega a un diagnóstico semejante al de la profesora mexicana al indicar la existencia de «un vacío de colecciones documentales apropiadas para llevar a cabo un análisis lingüístico e histórico», lo que conforma
«un escenario desalentador, en el que un obstáculo lleva al otro e impide, cíclicamente, generar propuestas de investigación en este campo».
En esta línea, si bien es cierto que desde los años noventa se han ido publicando antologías de textos que cubren amplias zonas geográficas del continente y cumplen los necesarios criterios de fiabilidad filológica,20 no lo es menos que, por lo que respecta a Colombia, los materiales a disposición del investigador son claramente insuficientes: se reducen prácticamente a una cuarentena de documentos -en concreto, 36 textos-, procedentes de diversas áreas del país como Cartagena, Bogotá, Tunja, Santa Marta, Popayán, etc., y fechados entre 1533 y 1758 (Carrera de la Red, 2000), esto es, apenas 120 páginas de texto para cubrir un periodo de más de doscientos años y todas las zonas de un país dialectalmente tan rico como este. Compárese esta situación con la que se extrae de los Documentos lingüísticos de la Nueva España que compila Company (1994): una única zona dialectal de México, el altiplano central, representada por 320 documentos fechados entre 1525 y 1816, casi trescientos años, y un total de más de 700 páginas de texto. Las diferencias, señaladas en la Tabla 1, son tan evidentes que hacen casi inútil cualquier comentario al respecto.
Nueva Granada (Carrera de la Red, 2000) | Nueva España (Company, 1994) |
---|---|
3/4 zonas dialectales | 1 zona dialectal |
120 páginas de texto | 707 páginas de texto |
S. xvi: 19 docs. S. xvii: 13 docs. S. xviii: 4 docs. S. xix: 0 docs. | S. xvi: 78 docs. S. xvii: 98 docs. S. xviii: 101 docs. S. xix: 43 docs. |
Total: 36 docs. | Total: 320 docs. |
Es claro, por tanto, la primera actuación que hay que llevar a cabo con cierta premura: la solución de tal estado de cosas por medio de la búsqueda, edición y publicación de colecciones de textos de archivo -bien epistolarios, bien documentación notarial- que sean fiables desde el punto de vista de la transcripción/presentación y amplias en cuanto a la cantidad, y que, así mismo, cumplan determinados requisitos en cuanto a la cronología y al origen geográfico de los documentos que incorporan.
Por lo que se refiere a este último punto, es necesario crear colecciones homogéneas en cuanto al origen de los materiales, para configurar así, no unos documentos lingüísticos de Colombia, sino más bien unos documentos lingüísticos del Caribe colombiano, de Cundinamarca, de Antioquia, o del Cauca, por citar solo varias de las zonas dialectales del país. No hace falta que se recuerden aquí las diferencias de todo tipo -fónicas, pero también morfosintácticas y, muy especialmente, léxicas- que individualizan a las hablas de cada región, por lo que estudiar todas ellas de forma conjunta y hablar, así, de las características fonética del español colombiano en el siglo xvii o de las fórmulas de tratamiento en la Nueva Granada del siglo xviii no es sino una forma de falsear los datos, simplificar la realidad y, en definitiva, olvidar una idea básica que, una vez más, constituye la base de la dialectología histórica, pero también una realidad que se impone a cualquiera que conozca mínimamente el país: que en lo que hoy es Colombia no existe una, sino varias -y muy diversas- formas de hablar español, y cada una de ellas tiene, naturalmente, una historia particular.
En cuanto a la cronología, se hace del todo preciso terminar con la marginación que en los estudios de historia lingüística existe respecto a los siglos xviii y xix: si se repasan los datos de Nueva Granada en la tabla 1, se podrá ver que, conforme avanza la historia, el número de documentos se restringe, de manera que se reduce a cuatro en el siglo xviii y a cero en el siglo de la Independencia. Y esto -que hasta el momento es práctica habitual en los estudios diacrónicos del español, tanto de América como de España- constituye, en el caso americano, un error gravísimo, pues el siglo xviii, como bien ha demostrado Company (2007) en el caso de México, es el momento en el que se consuma la definitiva dialectalización del continente21 y, por lo que se refiere al siglo xix, los notables cambios político-sociales de todo tipo que se producen principalmente en su primera mitad van a afectar también la lengua de manera muy significativa;22 es urgente, por tanto, ampliar los límites temporales tradicionalmente considerados e incluir también estas dos centurias -y muy en especial la última- en la historia de la lengua y, por tanto, en las antologías de textos preparadas a este efecto: téngase en cuenta que por el momento no se cuenta con un solo documento colombiano decimonónico que se haya editado de forma filológica y que se pueda emplear, por tanto, como corpus con el que comenzar la descripción del español que se emplea en esta época en la región.
Por otro lado, conviene insistir una vez más en la cantidad, pues en estos asuntos lo cuantitativo resulta también fundamental: en efecto, no basta con publicar dos, cuatro o diez documentos de cada siglo o región; hacen falta muchos más textos de cada zona y de cada época, pues es necesario contar con un corpus lo suficientemente amplio y lo suficientemente representativo como para que permita analizar cuestiones muy diversas relacionadas con lo fónico o con los distintos fenómenos que se producen en la morfosintaxis -donde no solo importa si un elemento aparece o no, sino también en qué contextos y con qué frecuencia de uso-, así como para estudiar un nivel lingüístico como el léxico, que, como es más que sabido, se compone de muchos miles de unidades referidas a múltiples realidades distintas.
Afortunadamente, existen motivos para la esperanza: en estos momentos hay en marcha varios proyectos que están comprometidos con la creación de corpus de textos colombianos coloniales con los que se puedan desarrollar estudios de naturaleza lingüística; entre estos, cabe señalar sin duda el trabajo de los grupos del Instituto Caro y Cuervo y de la Universidad de Antioquia23 que muy recientemente se incorporaron a la red internacional CHARTA, la cual, dirigida por el Prof. Sánchez-Prieto, de la Universidad de Alcalá, pretende crear un macrocorpus de documentación panhispánica filológicamente fiable en el que, gracias a la labor de estos investigadores, el español de Colombia aparecerá representado. Pero es obvio que esto no es suficiente, y que el trabajo de un grupo de estudiosos no puede dar cuenta de toda la riqueza documental que atesoran los diversos archivos del país ni puede editar la enorme cantidad de documentación que se precisa para escribir una historia del español colombiano que refleje en profundidad los variados y complejos procesos sociohistóricos que han desembocado en la situación actual; se hacen necesarios, por tanto, nuevos grupos de investigación que se incorporen a tales tareas y que, centrados en la edición de textos de diferentes áreas geográficas, contribuyan a la creación de un corpus de extensión suficiente para poder analizar con detalle la evolución diacrónica de las distintas variedades que componen esa abstracción que se ha dado en llamar el español de Colombia.
Hasta aquí, las tareas en las que filólogos, historiadores y archiveros tienen que ir de la mano; a partir de aquí, las tareas propias del filólogo, que son muchas más: más allá de la necesidad de estudiar los orígenes regionales de los emigrados de primera época y sus características lingüísticas para -en la línea de lo iniciado por Frago (1999) para América en general y Carrera de la Red (2001, 2008) para el caso colombiano- describir con la precisión que permitan los documentos los y mencionados procesos de koineización que van a dar lugar a las distintas variedades del español neogranadino, será necesario escribir monografías que, al igual que hizo Cock Hincapié (1969) con el seseo, analicen la aparición y el desarrollo de los otros fenómenos fónicos que caracterizan hoy las diversas variedades de español habladas en el país -a manera de ejemplo, la imposición del yeísmo en Cali, o el desarrollo sociolingüístico de esta cuestión en Cartagena y el Caribe-, así como completar también los datos que el Foco de Valladolid ha ido publicando acerca de la morfosintaxis histórica o de la historia del léxico, aspecto este, como se indicó más arriba, especialmente abandonado y que debe ser estudiado en relación con las investigaciones similares que se desarrollen en otras regiones del continente o incluso en España.
Al mismo tiempo, será necesario también trascender el análisis puntual de determinados aspectos de los diversos niveles lingüísticos para articular todos esos datos parciales en una unidad y ofrecer visiones de conjunto del habla de una región en una sincronía pasada: al igual que Fontanella de Weinberg (1984) con su El español bonaerense en el siglo xviii, habrá que escribir El español bogotano en el siglo xviii o El español de Medellín en el siglo xix, por citar solo algunos ejemplos de lo mucho -prácticamente todo- que queda por investigar;24 por último, una vez que se cuente con estos trabajos no sería ocioso comparar las diversas situaciones descritas, para ver la mayor o menor difusión de determinados fenómenos en las distintas regiones en un momento dado y poder establecer las líneas de cambio, las influencias de unas zonas sobre otras y, en definitiva, la interrelación viva entre todas esas variedades de español que conviven hoy en Colombia.
Pero todo esto, naturalmente, es un desideratum que se tiene que entender como tarea futura que los filólogos habrán de desarrollar cuando cuenten con la documentación necesaria para llevarla a cabo; por el momento es necesario enfrentarse al paso previo, a la propia confección de los corpus de estudio, y para esta tarea no queda sino comenzar por sumergirse en los archivos históricos, pues es precisamente en estos archivos donde el investigador va a encontrar los materiales que atestigüen y den cuenta del español que se hablaba en el pasado, y que le permitan, de este modo, reconstruirlo con más o menos acierto.
4. Conclusiones: una idea final
A la luz, pues, de todo lo indicado hasta el momento, se hace del todo evidente la importancia que, pese a sus problemas generales -comunes con los que presenta cualquier texto escrito- y específicos -propios de esta tipología concreta-, posee la documentación de archivo para todos aquellos investigadores que se interesan por la historia del español, muy especialmente en el caso de las variedades lingüísticas empleadas a este lado del Atlántico, así como la fundamental necesidad de contar con la ayuda de especialistas de otros campos que contribuyan a desarrollar unos estudios que se antojan necesariamente multidisciplinarios: como bien indicaba, hace ya muchos años, Guitarte (1974, p. 170),
[…] la historia lingüística del español de América no es estudio fácil. En realidad requiere una formación doble, tanto en lingüística como en historia. Hay que conocer bien la historia de América, la cual a su vez -y más que nunca en la época colonial- supone el conocimiento de la historia de España.
A esto hay que sumar, además, la necesidad de conocer los archivos, que no es más que conocer las fuentes de las que cualquier historiador -y también el historiador de la lengua- extrae los datos que posteriormente ha de analizar e interpretar a la luz de su disciplina.
No es fácil, evidentemente, poseer todos estos conocimientos a la vez, pero lo cierto es que tampoco es del todo necesario, pues afortunadamente es posible contar con la ayuda y los consejos de aquellos que, desde materias afines, comparten intereses cercanos y conocen sobradamente algunas de las cuestiones mencionadas más arriba; no se trata, por tanto, de acaparar datos e informaciones de manera egoísta, sino de trabajar de forma conjunta y de colaborar abiertamente con todos aquellos que, desde otras perspectivas, buscan lo mismo que nosotros: articular una visión más completa y más coherente de nuestro pasado; una visión, en definitiva, más ajustada de nosotros mismos. Es trabajo largo y complejo, pero no cabe duda de que será provechoso; solo queda, pues, comenzar a trabajar.