1. Introducción
El estilo es una noción tan extendida como vaga y ambigua. Es de esas palabras que sorpresivamente son utilizadas en innumerables ámbitos y que, a primera instancia, tienen un significado compartido, por lo menos en un sentido suficiente como para no cuestionarlo cuando se usa en una conversación o se lee en algún artículo. Pero cuando se hace el centro del contenido de lo que se habla, se advierte hasta dónde la noción de estilo abarca una serie de reflexiones que se adentran en discursos que parecen invariables, pero que de ninguna manera lo son.
Para comenzar desde un acercamiento general, puede pensarse en un ejemplo común: al estar con un amigo, éste puede, sin más, decir de alguien que va por la calle: «me gusta su estilo», pero ¿de qué se está hablando en realidad? ¿Es la forma de vestir, actuar, moverse? ¿Es el conjunto de todo aquello? ¿Es un eufemismo para referirse a todo lo que se contempla en conjunto, en este caso la persona misma? Una lógica básica nos diría que si fuera sólo un elemento de lo observado sería mejor nombrarlo y no opacar lo dicho con una noción vaga como la de estilo, pero parece que en este punto hay que pensar, además de lo que se dice, en quién, cómo y por qué lo dice. Un examen a nuestro interlocutor lo haría caer en cuenta de que tal vez se refiera a una combinación específica de características o a la persona misma toda, o bien, tal vez la más común de las opciones, que utilizó aquella categoría sin tener claro lo que designaba.
Es fácil trasladar este mismo ejemplo al terreno de la crítica: ¿qué designa específicamente la categoría del estilo cuando la aplicamos a un autor o a una obra? ¿En qué aspecto comunicativo pervive esta noción? ¿En el autor, en la obra, en el receptor? ¿En la tríada completa? Si, por ejemplo, diéramos exactamente el mismo instrumental y la misma paleta de colores a dos pintores y les pidiéramos que pintaran un mismo cuadro con la más precisa explicación acerca de lo que debe contener ¿podríamos atribuir por completo al estilo las diferencias entre los resultados finales? De ser así ¿implica entonces el estilo la técnica y la intención del creador? ¿Radica por completo en la obra? O bien ¿se concentra en la mente que logró definir las diferencias y las similitudes? Como puede verse, hay más preguntas que respuestas y esto deja ver que el estilo, como concepto, puede caracterizarse por no ser definible en términos absolutos, sino que su conceptualización se precisa a partir del propósito con el que quiera usarse. Y aunque uno no puede andar por la vida explicando qué significa cada palabra que se use antes de decirla o escribirla, en este caso, resultará muy útil reflexionar a partir de algunas propuestas del estudio del estilo y cómo se ha intentado cristalizar en términos de lo literario.
No es motivo de este breve estudio realizar una revisión histórica sobre las cuitas de la noción de estilo ni de la estilística, la rama del conocimiento especializada en estudiarlo. Hay dos justificaciones para no hacerlo: la primera, ya se ha hecho; pueden revisarse, por ejemplo, los títulos Idea de la estilística de Roberto Fernández Retamar (1963) o Estilística, poética y semiótica literaria de Alicia Yllera (1973). Ambos ofrecen un repaso de enfoques, autores y obras que desarrollaron los estudios estilísticos, así como sus problemáticas. Además, estos autores son críticos con su revisión y reflexionan en torno a las ideas que exponen. La segunda razón estriba en que, más allá de ver cómo se ha trabajado a lo largo de los siglos y los años, interesa reflexionar cómo puede trabajarse hoy en día, por tanto nos serviremos sólo de las consideraciones que nos han parecido más útiles para dicha labor.1
2. El estilo en el ámbito literario
Cuando se traspasa aquella ambigua y misteriosa concepción del estilo al ámbito literario, se verá que no pierde opacidad, para algunos incluso se incrementa. En el caso de un arte plástica podríamos hablar de la manipulación de una materia física que se transforma en una obra mediante un instrumental y la aplicación de una técnica, además de toda la carga intelectual y emotiva que conlleve este proceso. Pero en el caso del ámbito literario, la materia y la herramienta implicada en el proceso de creación es una misma: el lenguaje. Esta coincidencia constituye una problemática cuando se refiere a cuestiones estilísticas, pues el idioma tiene un fin comunicativo utilitario, de uso común y cotidiano, el cual suele distinguirse, no sin implicar también una problemática, de otras funciones expresivas, afectivas o estéticas. Por ello estamos de acuerdo en lo que apunta Yllera:
Toda obra es un «mundo» ficticio construido dentro del lenguaje, un mundo que no permite su valoración según el principio de adecuación a la realidad, un mundo en el que el lenguaje hace las veces tanto de materia […] como de referencia: toda expresión del texto remite a una «ficción» creada en el lenguaje mismo y no a una realidad externa (1979, p. 10).
La cuestión del estilo es, tal vez, de la que más fácil pueden hacerse generalizaciones a partir de la intuición. Un lector puede tener una imagen general de la forma de escribir de sus autores favoritos, decir que son ágiles, dinámicos, de una enunciación discreta y eficaz; pero también se puede juzgar toda la obra de un autor a partir de una sola lectura al decir que es demasiado lento, pesado, que no llega a ninguna parte. La estilística puede echar luz sobre lo que hay detrás de estos juicios que parecen demasiado generales, pero que innegablemente surgen en la mente del lector a partir de elementos que están dentro del texto y de la percepción de su lectura. Por tanto, la estilística no es plenamente una herramienta inmanentista, ni centrada directamente en la figura del autor, sino que encuentra su mejor aplicación al tomar en cuenta la tríada de la comunicación completa: autor, texto y lector. Por ello encontró ecos de buena acogida entre los teóricos de la recepción, de línea psicologista o biográfica, pero también entre estructuralistas y formalistas.
Cualquiera que se acerque a la revisión de los estudios estilísticos notará que su comienzo está emparentado con llevar el análisis de la lengua más allá de la función representativa, como lo hizo Bally hacia principios del siglo XX, y centrarse en el análisis de las funciones apelativas y expresivas. Como él lo determinó, la finalidad de la estilística: «etudie la valeur affective des faits du langage organisé, et l'action rCéciproque des faits expressifs qui concourent à former le système des moyens d'expression d'une langue»2 (Bally, 1921, p. 1). Para Fernández Retamar la función representativa es la que se ciñe estrictamente a la lógica, con el estudio de ésta la gramática se da por bien servida, pero desatiende los otros dos niveles, por ello este autor define a la estilística como «el estudio de lo que haya de extralógico en el lenguaje» (Fernández Retamar 1963, p. 11-13), es decir, aquellas zonas a las que no llega la gramática, aquellos niveles que representan las bondades que tiene la lengua para permitir que el hombre se exprese de forma individual, pero además en los efectos que esta configuración puede provocar de forma afectiva.
Para llevar a cabo este fin, apareció la llamada estilística idealista, que incluye autores de la importancia de Spitzer y los Alonso (Amado y Dámaso). Para este enfoque resulta relevante centrarse en un acercamiento intuitivo (Erlebnis) hacia la obra para después crearse una hipótesis de los posibles efectos o estrategias que el autor ejecutó y dejó plasmados en el texto y, una vez hecho esto, buscar los indicios que puedan comprobar lo percibido al inicio.3 Aunque el propósito de estos análisis puede variar, es necesario reconocer que algunos se centran en el autor como la meta final. Por ejemplo, Spitzer: «identifica el rasgo de estilo individual con una manifestación personal del autor» (Yllera, 1979, p. 20). Al partir de la concepción de que el texto es la configuración de un modo de pensamiento, busca en éste el reflejo de una intuición creadora, pues cree, de cierta forma, que la psique del autor está contenida en el material discursivo.4 En esta línea, Amado Alonso asevera que en la frase existe una referencia intencional al objeto, pero también: «da a entender o sugiere otras cosas, y, ante todo, la viva y compleja realidad psíquica de donde sale» (1969, p. 80).5 Aunque esto pueda afirmarse por una simple inferencia lógica, es prácticamente imposible demostrarlo, mas no por ello deja de ser enriquecedor este acercamiento. Sin embargo, lo asumido o dado por sentado bajo este método cae en un subjetivismo que ya ha sido criticado por distintos autores. Ullman afirma sobre esta cuestión que «el crítico debe tener en cuenta constantemente que los intentos para acceder a la personalidad de un autor a través de su lenguaje, interesará a la estilística solamente si pueden arrojar luz sobre las cualidades estéticas del texto» (Ullman, 1978, p. 71). Para Spitzer, por ejemplo, a toda excitación psíquica apartada de los hábitos normales de la mente humana le corresponde un desvío del uso normal en el lenguaje, la reconstrucción de esas particularidades es la que se vuelve estudio de la estilística (Spitzer, 1931, p. 91). En resumidas cuentas, el análisis estilístico para esta perspectiva parece tener como finalidad rescatar, reconstruir o describir las formas del pensamiento de cierto autor, lo cual hace del texto una herramienta que brinda un conjunto de pistas para acercarnos a los modos cognitivos en que los autores existen o existieron.
Por otro lado, el estilo también ha sido trabajado desde las perspectivas más puramente inmanentistas. De esta forma el interés se recorre al segundo elemento de la tríada comunicativa: la obra. En estos casos suele dejarse de lado tanto al autor, como al lector y los contextos de ambos. Esto provoca centrarse en el texto entendiéndolo como el único elemento fijo que es perenne, inmortal y, por tanto, recipiente de todos los efectos y estructuras que lo configuran como obra de arte. Por ejemplo, Yllera indica que para Dámaso Alonso
la estilística es indagación sincrónica -ajena a la historia- porque es análisis de la obra, que es eterna. Es el tercer tipo de conocimiento poético (superior al conocimiento del lector -conocimiento insustituible, destinado al goce estético de la obra mediante su intuición- o al del crítico -conocimiento encaminado a la valoración de la obra-, ambos conocimientos acientíficos, artísticos), el único capaz de acercarse a un conocimiento científico6 (Yllera, 1979, p. 25).
Este tipo de acercamiento corre el riesgo de llegar a aseveraciones absolutas que no toman distancia del hecho literario de forma global. Por ello se contentan con un ánimo descriptivo, el cual no siempre conlleva a la interpretación, sino a una manera de entender la codificación de lo que el texto implica. Sin embargo, esto no los invalida, pues logran construir, en muchos casos, utilísimos esquemas estilísticos que dan cuenta del trazado fino de una obra. Esquemas generados a partir de las obras mismas y para su comprensión exclusiva, lo que estos autores denominan la «esencia misma de la obra», aquello que para los Alonso provoca el «goce estético».
Las perspectivas idealistas se centran en el autor o en la obra y los esfuerzos subsecuentes prefirieron poner énfasis en la obra, pues provienen de enfoques positivistas que quieren desligar de lo subjetivo a los estudios estilísticos. Esto conllevó a pensar el hecho literario como un fenómeno perceptible a través de las herramientas de la ciencia. Los estudios más sistematizados y basados en el ánimo objetivo de la ciencia, emparentados al lenguaje, son los realizados por la lingüística. Así, el análisis del estilo se construyó tomando como referente la estructura y los fines de aquella disciplina, por tanto extensibles a los estratos en los que se construye cualquier discurso, es decir, fonético, semántico, sintáctico y pragmático.
El objetivo de esta rama de los estudios estilísticos «radica en desentrañar la estructura de la obra, no buscando a su autor, ni siquiera la unicidad de la obra en sí, sino su modo de ser como ejemplo de un tipo de discurso literario» (Yllera, 1979, p. 47). Por lo cual, siguiendo el mismo tipo de enfoque que la lingüística, se puede aislar un solo fenómeno estilístico, analizar su forma y función, luego entonces deducir las formas en que es empleado por uno o varios autores. Sin embargo, algunos acercamientos pretenden sistematizar tanto la labor del investigador que incurren en excesos, los cuales pueden desvirtuar el propósito de los estudios estilísticos. Nos referimos a la llamada «estiloestadística», enfoque que se sirve de la tecnología computacional para sacar conclusiones a partir de recurrencias muy aisladas, como el uso de algunos tipos de palabras o de estructuras sintácticas; para este enfoque un dato numérico hace las veces de análisis. Usar este tipo de métodos cuantitativos resulta arriesgado en un ámbito plenamente cualitativo. Aunque no condenamos por completo este tipo de análisis, estamos de acuerdo con Ullman en que los «los datos numéricos no son más que un punto de partida para el crítico; deben ser sometidos a prueba en lo tocante a diferencias cualitativas y examinados con sumo cuidado a la luz del contexto y de toda la situación antes de extraer de ellos conclusión alguna» (Ullman, 1978, p. 71).
Es importante anotar que la estilística moderna, como la llama Yllera, tampoco tiene una concepción unívoca de estilo. Las vacilaciones se dan entre tres perspectivas: la primera consiste en una concepción individual (autoral o de la obra) y una social o genérica (ya sea que el estilo se vea como una forma determinada de escribir en alguna época o propia de un género). La segunda plantea si el estilo únicamente se centra en el plano de la expresión o si se extiende al contenido, es decir, al plano completo de la enunciación. La tercera se enfoca en si el estilo puede verse como un desvío, resultado de una elección, o bien como la coherencia que estructura a una obra, es decir, si el estilo se aprecia al compararlo con otro tipo de discurso o en sí mismo, respondiendo únicamente hacia dentro de la obra (Yllera, 1979, p. 150). Al final de cuentas estamos de acuerdo con lo que afirma Fernández Retamar:
sea cual fuere el punto de vista que finalmente se adopte, el campo de estudio de la estilística es el mismo: la totalidad de la lengua […], aunque buscando en ella fines distintos a los que persigue la lingüística general; buscando en ella, en vez del estudio de las estructuras lingüísticas por sí mismas, el estudio de aquéllas que permiten la expresión del hombre (1963, p. 37).
Asimismo, nos parece útil comprender que llegar a una sistematización de un método que puede aplicarse a cualquier texto es ser insensible a las características propias del lenguaje literario, por lo cual crear una metodología para cada acercamiento no es descabellado sino simplemente responder de forma reflexiva y acorde a la medida de nuestro objetivo. Por ello retomamos lo que afirma Fernández Retamar al decir que «la estilística no puede llegar a crear un instrumental, científico útil para explicar cualquier texto. Siendo el estilo lo individual, lo imprevisible, cada autor, cada obra plantean problemas únicos que sólo pueden ser conquistados a base de una intuición nueva cada vez, de un acercamiento original» (Fernández Retamar, 1963, p. 114). Por tanto, pueden trazarse pautas útiles para seguir un determinado tipo de análisis, pero no necesariamente podrán funcionar de forma ideal en todos los textos, en estos casos será necesario partir de ellas, pero adaptar o ajustar el método para aprovechar al máximo el análisis y poder llegar a conclusiones que sean coherentes con ese modelo que se ha aplicado.7
3. Un acercamiento al análisis del estilo desde el lector
Como se ha visto, uno de los principales problemas para el estudio estilístico es definir las diferencias entre un lenguaje literario y uno que no lo es, lo cual ha complicado los acercamientos teóricos y prácticos al fenómeno. Si el lenguaje es una herramienta compartida por cualquier hablante de ese idioma y se usa tanto para las tareas cotidianas más sencillas como para las grandes búsquedas poéticas, ¿en qué radica la diferencia?
Aunque esta pregunta tiene múltiples respuestas, se debe notar que se puede echar mano de cada uno de los estratos analíticos de la lingüística para contestarla y, en estricto sentido, ninguna aseveración podría caer fuera de los estudios estilísticos, pues la diferencia puede radicar en la entonación, un tipo de vocabulario, la estructura sintáctica característica o el propósito de cada uno de los textos, pero ¿podríamos llamar a ese conjunto de elementos «estilo» y definir claramente diferencias con respecto a otro «estilo literario»?
Además, esta respuesta estaría basada plenamente en el análisis intrínseco del texto, pero también podría relacionarse con la perspectiva autoral y objetar que lo literario depende de la intención comunicativa con la que el escritor, desde su contexto, configuró aquel discurso. A ello habría de sumarse que la lectura de lo literario o no literario dependerá del receptor y que la decodificación de aquel texto está supeditada a una serie de pautas que los lectores pueden compartir o no, esto lo hará más o menos literario según se lea desde perspectivas y contextos diferentes. Por lo cual, es claro observar que los acercamientos al hecho estilístico no son necesariamente restrictivos, sino complementarios y dependerá de la respuesta que se quiera obtener el enfoque y las herramientas que deben utilizarse.
Ullman, en el libro que ya hemos citado, Significado y estilo (1978), se pronuncia contra la noción de estilo como una característica intrínseca al hombre, de carácter inflexible o invariable. Particularmente se inconforma con verlo como una «huella dactilar», pues el estilo puede adaptarse a las circunstancias o al tipo de efecto buscado e incluso modificarse con el tiempo de forma involuntaria. Sin embargo, reconoce que el más extremo de estos pensamientos ha tenido un eco bastante extendido, la frase famosa de Buffon «el estilo es el hombre». Por ello se refiere a la opinión de Schopenhauer quien llamó al estilo «la fisonomía de la mente» y a la de Gide quien dijo que la «frase que nos es personal debe ser tan particularmente difícil de tensar como el arco de Ulises» Y también: «No será fácil trazar la trayectoria de mi mente; su curva solamente se revelará en mi estilo y escapará a más de uno» (Citado por Ullman, 1978, p. 67). Retomamos estas nociones porque apuntan a lo personal e individual que hay en la concepción de estilo, lo caro que resulta para los autores y en qué medida se ha creído que revela al hombre mismo. Sin embargo, en su estudio debe existir también la contemplación del elemento final en la triada de la comunicación. Ullman dice que el objetivo último de la estilística debe atender a lo postulado por Valery en su texto llamado «De l'enseignement de la poétique au Collège de France»:
En somme, l’étude dont nous parlions aurait pour objet de préciser et de développer la recherche des effets proprement littéraires du langage, l’examen des inventions expressives et suggestives qui ont été faites pour accroître le pouvoir et la pénétration de la parole, et celui des restrictions que l’on a parfois imposées en vue de bien distinguer la langue de la fiction de celle de l’usage, etc. (Valéry, 1938, p. 12).8
Es relevante hacer énfasis en que el primer elemento que menciona Valéry está plenamente ligado con el receptor, con el lector, pues pide buscar los efectos literarios del lenguaje, efectos que aunque están configurados por el autor en la obra, sólo se perciben en el momento de la recepción. Esto se encuentra directamente relacionado con la percepción que tiene del estilo Middleton: «Style consists in adding to a given thought all the circumstances calculated to produce the whole effect that the thought ought to produce»9 (Middleton, 1922, p.3). Y aunque esta definición se centra en la construcción del mensaje, contempla la búsqueda de un efecto y las circunstancias para lograrlo. Middleton entiende la obra literaria no como un triunfo del lenguaje, sino como una victoria sobre el lenguaje, apunta que el autor intenta que el lenguaje acarree más de lo que puede soportar, con lo cual lleva a cabo una especie de «violencia exquisita» sobre el discurso para encontrar la expresión precisa del contenido o el efecto que quiere entregar, ese acto es el que determina al estilo.
De esta actividad parten los esfuerzos de los teóricos de la recepción para encontrar la forma en que el estilo puede tomar en cuenta la tarea del lector. Para este punto se abordarán un par de artículos dedicados a ello. El primero publicado por Rifaterre en 1960, «Criterios para el análisis del estilo». Rifaterre define estilo literario como «toda forma escrita individual con intención literaria, es decir, el estilo de un autor, o mejor, de una obra literaria aislada. Dicho de otro modo, de un texto o de una parte aislable del texto» (Rifaterre, 1989, p. 90). Poco tiempo después Rifaterre aclararía esta definición y propondría ajustarla para referirse no a «toda forma escrita», sino a «toda forma permanente», así no se refiere solamente a la manera en que se preserva «físicamente» un texto mediante su escritura sino también, como él mismo acota, a «la presencia en el texto de los caracteres formales que hacen que su desciframiento, como en una partitura, sea controlado, constante, reconocible, pese a las variaciones e incluso errores en la manera como lectores diversos “interpretan” la partitura» (Rifaterre, 1989, p. 90). Además, declara necesario ver al texto literario como una obra de arte y no simplemente como una mera secuencia verbal y para explicarlo nuevamente utiliza un símil:
Me parece más sencillo entender por literatura toda escritura que tenga los caracteres de un monumento, es decir, que se imponga a la atención por su forma […]. El estilo es una puesta de relieve que impone ciertos elementos de la secuencia verbal a la atención del lector, de manera que éste no los puede omitir sin mutilar el texto, y no puede descifrarles sin encontrarlos significativos y característicos (Rifaterre,1989, p. 91).
Hasta este punto lo propuesto por Rifaterre es muy útil para encontrar la relevancia del receptor en la percepción del estilo. Referirse a la secuencia verbal con un relieve característico funciona bien para entender que el lector debe reconocer en ello el sentido o el efecto que la obra le provoca o que incluso no le provoca a él, pero que podría provocarle a otros lectores. Incluso en un punto Rifaterre menciona que «el sentido, sea cual fuere el nivel de la lengua, queda alterado necesariamente en el texto por lo que le precede y por lo que le sigue (efecto retroactivo)» (Rifaterre, 1989, p. 91). Con lo cual se hace énfasis en el nivel «presente» de la lectura como una actividad constante, a lo que se referirá Fish, como se verá más adelante.
Sin embargo, Rifaterre plantea una distinción entre «unidades de estilo» y un «fondo contextual», es decir, en una misma obra pretende diferenciar entre fragmentos que conllevan un efecto preciso, por lo tanto portadores del estilo, y otros que simplemente no pueden considerarse como parte de éste, que funcionan como contexto. Esta certeza lo hace declarar que el autor es consciente de lo que hace pues «está preocupado por la manera como quiere que su mensaje sea descodificado». Y más adelante afirma: «Lo que se transmite al lector no es sólo su significado, sino su propia actitud respecto al mensaje. El lector está obligado a comprender, naturalmente, pero también a compartir las perspectivas del autor sobre lo importante y no importante del mensaje» (Rifaterre, 1989, p. 93). Esta obligación declarada del lector, para identificar lo importante y no importante de la obra, complejiza las concepciones de Rifaterre, y aunque se muestra consciente de la subjetividad que puede haber en ello, continúa con la idea de que se deben crear estas distinciones para poder analizar el hecho literario, de tal forma que puedan identificarse «patrones estilísticos» con los que cuenta la obra, aunque puedan interpretarse de forma diferente por los receptores. Desde esta problemática encuentra útil reflexionar acerca de cómo pueden existir variaciones entre la estructura de codificación del autor y la que utilizará el lector para descodificarlo, además de que esta brecha puede incrementarse conforme avanza el tiempo: «se puede llegar incluso al punto en que no haya nada en común entre el código al que remite el mensaje y el código utilizado por los lectores» (Rifaterre, 1989, p. 94).
La propuesta de Rifaterre es entonces extender el objetivo de la estilística hacia la interacción que existe entre la permanencia y el cambio, es decir, combinar el enfoque diacrónico y sincrónico, tomando en cuenta la dicotomía entre el codificador y el decodificador: «Al estudiar estas combinaciones, tendremos la historia de la supervivencia de los efectos pese a la desaparición gradual del código de referencia para el que estaban previstos» (Rifaterre, 1989, p. 95). Sin embargo, llevar a cabo esta tarea vuelve a enfrentar a la estilística con un medio subjetivo por el cual se acerca a los «juicios» del lector, para ello Rifaterre explica que sin importar el juicio del lector hay un estímulo que lo causa en el texto, así el comportamiento subjetivo y variable del lector tiene una causa objetiva invariable en la obra. En eso estamos de acuerdo. Encontrar esas estructuras invariables que abren la variabilidad de percepciones es objeto de la estilística. Sin embargo, dudamos de la forma en que Rifaterre resuelve esta problemática, pues su propuesta incluye el uso de informantes, grupos de lectores a los cuales se les encuestará para obtener datos objetivos. A este conjunto de informantes Rifaterre le llama archilector. La problemática que esto conlleva vuelve a dejar el análisis del hecho literario en el de la estiloestadística, pues habría que pensar en las normas para conformar una muestra representativa y combinar, nuevamente, el estudio de un ámbito cualitativo, a partir de métodos cuantitativos. Rifaterre aclara que el
empleo del archilector no es más que la primera etapa, heurística, del análisis, no elimina naturalmente la interpretación y el juicio de valor de la etapa hermenéutica. Asegura simplemente que tal interpretación se hará sobre el conjunto de los hechos pertinentes, y no sobre un texto filtrado por la subjetividad del lector, o reducido a lo que en el texto concuerde con su gusto, su filosofía, o lo que él crea saber acerca del gusto, de la filosofía o de las intenciones del autor (1989, p. 100).
Queda sobre la mesa esta propuesta. Sin embargo, creemos que pueden verse a los distintos críticos o lectores como parte de ese sistema de receptores. Así, la historia de los efectos puede reconstruirse a partir de los estudios que pretenden desentrañar la estructura del texto y los efectos que provoca ésta en los lectores, sin necesidad de echar mano de las técnicas estadísticas para recabar datos. Estamos de acuerdo con Rifaterre cuando afirma que el objeto del análisis del estilo no es el texto solamente sino «la ilusión que el texto crea en el espíritu del lector», la cual está condicionada por la estructura del texto, su configuración y el bagaje cultural e ideológico del receptor.
Teniendo esto en cuenta es necesario revisar ahora la propuesta de Stanley Fish contenida en su artículo «La literatura en el lector: estilística 'afectiva'» (1989). Fish ve necesario entender un enunciado como una estrategia y no sólo como la estructura que contiene un sentido o un significado, por ello lo entiende como una «acción» en la cual prevalece un mensaje, lo que él llama una «estrategia de la acción» que no es sino una «estrategia de la incertidumbre» (Fish, 1989, p. 111). Incertidumbre en cuanto a que el lector está en su presente leyendo y construyendo una estructura cognitiva de comprensión e interpretación a partir de lo que ya leyó, pero también ante la expectativa de lo que leerá. De esta tarea cognitiva se desprende la necesidad de analizar desde una perspectiva diferente y en lugar de preguntarse «¿qué significa esta frase?» hay que preguntarse «¿qué hace esta frase?» lo cual provoca una
observación sobre lo afirmado en un enunciado -su negativa a formular una sentencia declarativa- se ha transformado en una experiencia de lectura (ser incapaz de encontrar un hecho). No se trata de un objeto, una cosa en sí, sino de un evento, de algo que sucede con la participación del lector. Y este evento, este suceso -todo él, y no sólo algo que pueda decirse sobre él o una información sacada de él- es lo que constituye, según mi opinión, el significado de la frase (Fish,1989, p. 112).
Fish propone hacer este mismo encuadre y extender el cambio en la pregunta a todos los niveles de la obra literaria: ¿Qué hace esta palabra, frase, enunciado, párrafo, capítulo, novela, pieza o poema? Y con ello llevar a cabo el análisis de las respuestas sucesivas del lector conforme se formulan en el tiempo: «La base del método es la consideración del flujo temporal de la experiencia lectora, y se supone que el lector reacciona en términos de ese flujo, y no del enunciado entero» (Fish, 1989, p. 114). Lo que puede hacerse entonces es hacer visible la relación que existe entre las palabras y la mente del lector, ver la «idea de significación como suceso» con un método que sea capaz de visibilizar lo que está por debajo del nivel de la respuesta consciente.
Para Fish la literatura es un «arte cinético», pero la fijación del texto en un soporte inmóvil no permite reconocer siempre estas bondades del lenguaje literario: «Cuando, dejamos un libro, olvidamos que, mientras lo leíamos, se movía (cambio de páginas, retroceso de renglones hacia el pasado) y olvidamos que también nosotros nos movíamos con él» (Fish, 1989, p. 121). Al contrario de Rifaterre, a Fish le parece suficiente que este ejercicio se lleve a cabo a partir de una sola lectura, para argumentar esto apela a la noción de «competencia lingüística», con la cual es posible caracterizar un sistema lingüístico que comparte todo hablante, por tanto, en este caso, se podría caracterizar un «modelo competencial» que correspondería más o menos con los mecanismos que elaboraría cualquier lector, entendiendo que podrían existir variantes significativas al individualizar y contextualizar experiencias lectoras independientes. Con esta idea llega Fish a la caracterización de un lector ideal o informado como él lo llama. Para este ejercicio habría que contender con dos elementos, el primero es hacer de la conciencia personal el lugar de las reacciones posibles que un texto puede suscitar y, el segundo, mantener al margen, en medida de lo posible, lo que puede haber de idiosincrático e histórico en la respuesta personal, de tal forma que se pueda llegar a una caracterización general, pero Fish entiende los riesgos de este arrojo teórico: «Supongo que lo que estoy diciendo es que prefiero habérmelas con una subjetividad reconocida y controlada que con una objetividad que, en último término, es sólo una ilusión» (Fish, 1989, p. 125).
Aunque el argumento nos parece plausible, se pueden notar debilidades, pues llegar a la idea de un lector general, ideal o informado también podría caer en ideas absolutas y en la cancelación de posibilidades contenidas en la obra que la parte cognitiva de quien lleve a cabo esta caracterización pudiera omitir simplemente por no tener el bagaje o el nivel de comprensión de otro lector. Por ello estamos de acuerdo en que el ejercicio propuesto por Fish es relevante y muy enriquecedor pero entendido como una lectura más, como parte importante de esa «historia de los efectos» y además una lectura que puede compartirse con otros lectores para abrir sus horizontes o confirmar sus sospechas de cómo está funcionando su mente sobre una obra particular. Nos parece muy útil tomar en cuenta su aseveración: «La mirada sobre el lenguaje y la comprensión no es estática; el contexto y los procedimientos estilísticos son movientes y cambiantes; el lector se mueve con ellos y los crea mediante sus reacciones, y también el crítico se mueve también y mueve su aparato de análisis ya sea aquí, ya sea allí» (Fish, 1989, p. 128).
A diferencia de Rifaterre, y estamos de acuerdo con ello, Fish no cree existente una distinción entre fragmentos que contengan el estilo y otros que no. Para Fish la obra se da en términos del entendimiento del lector, por lo cual no puede hacerse dicha distinción, aunque para efectos de su método resulte una complejidad, pues llevar a cabo el análisis de los efectos de una obra en su totalidad (palabra por palabra), sería posible, pero poco práctico. Sin embargo, como ha resultado siempre para la crítica, la elección de fragmentos representativos en los que se pueda ejemplificar el efecto que se busca mediante la descripción de la experiencia lectora, sería suficiente para entender que esa estrategia puede replicarse en otros momentos de la obra en mayor o menor medida. Estamos de acuerdo con Fish, también, en que las críticas que pueden hacerse a cualquier método podrían recaer en un extremo y terminar diciendo, que, si se siguen este tipo de prerrogativas, no tendría ningún sentido hacer crítica. Lo postula de la siguiente manera:
El significado de una enunciación, lo repito, es su experiencia -en su totalidad- y esa experiencia queda amenazada tan pronto como se habla acerca de ella. Se sigue de ahí entonces que no deberíamos tratar de analizar el lenguaje. La mente humana, sin embargo, parece incapaz de resistir al impulso de investigar sus propios procesos; pero lo menos (y probablemente lo más) que podemos hacer es proceder de manera que la distorsión sea lo menor posible (Fish, 1989, p. 130-131).
Así, podemos decir que finalmente nuestra propuesta implica considerar todos los elementos de la tríada de la comunicación como necesarios para poder llevar a cabo un análisis responsable, es decir, sin menospreciar alguno y tomando en cuenta al sistema completo. Entendemos que no se puede hacer énfasis en todos los elementos, pero cada uno puede echar luz acerca de cómo y por qué se han estructurado las estrategias estilísticas de las obras literarias. Las consideraciones hechas por Rifaterre y Fish funcionan bien para entender cómo la construcción del discurso estilístico se da gracias a la actividad lectora y cómo es parte fundamental para que tanto las nociones de la codificación autoral, así como las estructuras «fijas» de los textos, puedan verse como nociones flexibles y cambiantes desde el horizonte de cada lector. Proponer un método en términos de «pasos a seguir» es arriesgado y poco útil, pues estamos de acuerdo en que cada obra pide una forma diferente de análisis y las consideraciones vistas en este apartado nos parecen suficientes como para poder partir de ellas y analizar de acuerdo a las características de las obras que se quieran hacer el centro del discurso.
4. Conclusión
Como cualquier otro método para analizar obras expresivas, artísticas, en este caso literarias, la estilística muestra una lectura, la del investigador o el crítico, el cual busca recurrencias y diferencias en un discurso fijo, pero que permite una movilidad cognitiva inconmensurable, desde la cual se entiende que hay una mente autoral que codificó ese territorio, pero que ha dejado de ser suyo. Y aunque luego esto resulte esquemático o pareciera desvelar el misterio detrás de los métodos escriturales o expresivos de un autor, una obra, o una época entera, no es más que una cala a partir de una muestra, pero una cala muy enriquecedora en términos de que el lector del investigador-crítico puede entender de forma detallada los medios a partir de los cuales se llega a ese esquema o a esas conclusiones. Es una lectura que puede ser compartida entonces de forma global, pero una lectura más, que logra replicar el esquema de la comunicación en el que a su vez tendremos entonces:
No cambiamos el número (3) porque supone la misma persona que transforma su experiencia lectora en un discurso autoral en segundo grado, pues es producto del elemento (2), la obra literaria. La parte sustancial de este esquema es que el lector (4) ha leído la obra literaria (2) y la obra crítica (5), en este punto podrá juzgar si su horizonte de lectura, esos efectos que experimentó a partir de la descripción de las estrategias estilísticas, coinciden o no con los que él observó o experimentó. De ahí puede abrir su horizonte o reorientarse, pero sobre todo, enriquecer su lectura, su propia experiencia y si así lo desea, contribuir también a continuar la historia de los efectos que se va construyendo a partir de las estrategias estilísticas, al sentir la necesidad de convertir esa experiencia lectora en un nuevo discurso secundario (5), o bien, llevarlo al nivel terciario, en el cual analizaría las estrategias estilísticas utilizadas por el Autor crítico/investigador (3), pues es innegable que las tiene y que las usa también para crear efectos en su lector. Esto abre la posibilidad de observar al esquema como un ejercicio ilimitado, de forma que apunta a un enriquecimiento continuo, el cual, a final de cuentas, es uno de los principales objetivos de los estudios literarios.