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Revista Colombiana de Cardiología
Print version ISSN 0120-5633
Rev. Col. Cardiol. vol.13 no.1 Bogota Aug. 2006
Jorge Alberto Restrepo Cuartas, MD. Anestesiología, Reanimación, Inmersión a Pulmón Libre y Tiro al Arco.
Juan José Sarmiento Díaz, MD. Medicina Interna, Filosofía y Bioética («Y hasta más...»).
Por iniciativa de Pablo Guerra León, compañero de trabajo y amigo íntimo de Tulio Enrique Parra Mejía durante tantos años, varios de sus compañeros de semestre que vivimos en Medellín, nos reunimos a recordarlo.
Tuvimos la suerte y el honor de ser compañeros de vida, un largo rato, de Tulio. Varios de nosotros iniciamos estudios de medicina en la Universidad Nacional de Colombia en 1969, (sólo había, en la Bogotá de entonces tres facultades de Medicina: La Javeriana, El Rosario y La Nacional). La mayoría llegamos como «extranjeros» o no nativos de Bogotá, y siendo casi todos limitados de recursos económicos, vivimos en residencias universitarias como la Santander y la Camilo Torres o «Gorgona» dentro de la Ciudad Universitaria, o como la llamada «10 de mayo» en el Centro Urbano Antonio Nariño.
Tuvimos también la fortuna de compartir con él un apartamento durante más de tres años a partir de 1972, en la Unidad Residencial «Hans Drews Arango», en la Avenida Caracas con calle 4ª., cerca del Hospital de la Misericordia y no lejos del Hospital Universitario San Juan de Dios y del Instituto Materno- Infantil, de modo que al iniciar séptimo semestre de semiología, comenzamos a llevar una vida de estudios en los hospitales, ya sin tener que regresar a la Ciudad Universitaria.
Tulio se fue, muriendo joven y sin dejar «hijos carnales conocidos», como añadiría él, burlándose de sí mismo y de la vida, y aclarando también que: «Muriendo sí, pero ya no tan joven;…además, no hay que quejarse mucho, sabiendo que a otros, más de malas que uno, les va peor…»
En estas circunstancias no dejamos de recordar ese poema clásico y siempre vigente de Jorge Manrique (1440 – 1479) de «Coplas a la muerte de mi padre, el Maestre Don Rodrigo»:
«Recuerde el alma dormida,
Avive el seso y despierte
contemplando
cómo se pasa la vida,
cómo se viene la muerte, tan callando…
Cuán pronto se va el placer,
cómo, después de recordado da dolor;
cómo, a nuestro parecer,
todo tiempo pasado fue mejor…»
Vivimos esos años setenta apiñados, pero felices, en ese para nosotros idílico «apartamento 8-42», con Carlos Julio Rodríguez Velandia («Charlie Brown»: por los contrastes y porque los dos, como un personaje de Truffaut, eran hombres a los que amaban las mujeres); Luis Vicente Pineda (el «Mono», no por «simiesco», sino por rubio y por «pispito»), Jorge Arturo Pinzón («Cachetes»: por «boyacacuno cari-colorado»), José Gilberto Velandia, Jorge Alberto Restrepo Cuartas (el «Flaco», o «el Paisita», su confidente y compañero de habitación de toda esa época; para Tulio, él era "Mi compadre Jorge Alberto"), Luis Carlos Reyes («Olafo», no por «panzón» ni por cornudo o amargado, ¡Ni más faltaba!, sino por «barba-roja»), con Chucho Parra Mejía, su hermano, quien lamentablemente se enfermó gravemente mientras vivía con nosotros, y con el propio Tulio.
Éramos muy frecuentemente acompañados y visitados por amigos entrañables, especialmente por Mario Pérez, Augusto Peñaranda, Ernesto Potes y Juan José Sarmiento («Monseñor», por haber «dizque estudiado» en el Seminario y por su tío Obispo). Todos estos apodos fueron inventados por Tulio, con algún doble o triple sentido, siempre especialista desde joven en apuntes mordaces, irónicos y burlones, pero nunca destructivos.
Compartíamos todo, el desayuno, las clases, las prácticas con pacientes, la comida y el reposo y, como no teníamos televisor ni había computadores, hablábamos mucho todas las noches. Tulio sacaba tiempo, todos los días, para leer textos de medicina, pero nos contábamos todo. No todo lo hicimos bien y por supuesto no éramos perfectos, pero cumplimos con la Universidad y con lo que las familias esperaban de nosotros. Todos los días él nos daba ejemplo de estudio, saliendo de clase o de visitas a los pacientes, a la Biblioteca, y no dejaba de sorprendernos, pues aunque siempre fue matrícula de honor todos los semestres, siempre fue también uno de los nuestros, jamás fue un «nerd» petulante o un «mazo» fastidioso; nunca humilló con su sabiduría o sus conocimientos ni comparó sus altas calificaciones con las de nadie, y su pasión por la lectura la vivía casi como un vicio secreto. «Hiper-mega» responsable, como dicen ahora los muchachos, pero buen conversador y buen amigo.
Siempre fue misterioso con su vida afectiva y sexual; siempre fue «zanahorio», prudente y parco con el alcohol, nunca probó ninguna droga psicotrópica y siempre se le veía ávido por conocer y preocupado más por comprender el mundo que por vivir la vida. Además de medicina, leía sobre historia y ciencias y un poco de filosofía y de literatura.
Nunca quiso acumular triunfos ni bienes materiales, ni coleccionar aventuras amorosas. Nunca le lanzó una piedra a la Policía en las manifestaciones. Fue agnóstico en la religión, admirador del esfuerzo y el trabajo y enemigo de las desigualdades, pero defensor del diálogo y radicalmente pacifista en la política.
Siempre rechazó los extremismos y el recurso a la violencia, seguramente marcado por la muerte de su padre, quien siendo miembro de la Policía Nacional, fue víctima de la violencia liberal -conservadora- y fue asesinado en Norte de Santander, cuando Tulio y Chucho eran todavía unos niños.
Tuvimos una serie de profesores maravillosos («vacas sagradas» de la medicina colombiana), como Alfredo Rubiano Caballero, quien nos introdujo a la Morfología y a la Histología, pero también trató de aficionarnos a la música clásica, sintonizando la emisora «H.J.C.K. El mundo en Bogotá», o la «Radio Nacional de Colombia» durante las prácticas y los laboratorios, e invitando a los buenos estudiantes al «gallinero» del Teatro Colón los viernes en la noche a oír a la Orquesta Sinfónica de Colombia, conducida por el Maestro Olav Roots, quien nos «descrestaba», sobretodo cuando dirigía de memoria, sin partitura.
Fueron nuestros maestros y ejemplos para seguir de Tulio, personajes como Elsy Vera en Biología Molecular y Emilio Yunis en Genética, Harlem Poveda de Ruiz en Bioquímica, Ramsés Hakim en Fisiología, Manuel Elkin Patarroyo como nuestro monitor de Inmunología y profesor en Medicina Interna; en Semiología al Profesor Reverand y a Jaime Campos; en Medicina Interna a Aníbal Ríos y Hernando Forero Caballero, entre otros; en Endocrinología a Bernardo Reyes Leal, en Neumología a José María Pacheco y Fernando Latorre; a Fernando Chalem en Reumatología. En Patología, a los famosos Egon Lichtenberger, Guillermo Fergusson y Ovidio Méndez. A Jaime Potes Sánchez en Neurología, y en Cardiología a Hernando del Portillo Carrasco a Hernando Matiz Camacho (recién desempacado de «la USA»), a Cicerón Fandiño y a Augusto Leyva Samper, quien acababa de llegar de Francia, en donde vivió el famoso mayo del 68 y comenzó siendo nuestro profesor de Fisiología Cardiovascular, de Cardiología, de Cuidados Intensivos, de la vida…
En Cirugía General, tuvimos a personas de la talla de Álvaro Caro Mendoza, Jaime Escobar Triana, Rafael Casas Morales, Erix Bozón Martínez, Álvaro Murcia quien ya impulsaba la Cirugía Vascular, Federico Peñaloza, Francisco Buitrago, Carlos Ibla Camacho y Miguel Ernesto Otero Cadena. En Pediatría a Ernesto Plata Rueda («…ahora la plata rueda también por las librerías», se burlaba el Tulio cuando el «profe» publicó el primer libro colombiano de Pediatría). En Cirugía Pediátrica a Mizrahim Méndez y Jorge Bonilla. En Cirugía Cardiovascular, especialidad que Tulio decidió seguir después, a Emilio Echeverri de la Roche, Jaime de la Hoz de la Hoz, Camilo Cabrera y Herbert Escobar. En Ginecología a Fernando Sánchez Torres, Álvaro Velasco Chiriboga y Álvaro Espinosa y Espinosa. Tulio era feliz «chismoseando» de sus profesores.
Qué lástima no recordar todos los nombres de esa pléyade de profesores quienes nos enseñaron que había que pensar y estudiar antes de actuar, que había que esforzarse para responder a la confianza que los pacientes depositan en los médicos, que había que tratar a todos los pacientes por igual, al General y al Soldado, al Burgués y al Proletario, al Monaguillo y al Obispo…
Aunque Tulio tenía más espíritu de investigador puro y teórico o, al menos, de internista), vio en la Cirugía una oportunidad de comprometerse con la realidad y con la práctica y de ser útil a los demás. También la cirugía era un reto, pues Tulio decía que: «…es más fácil aprender a hacer las cosas siempre bien con la cabeza, que hacerlas siempre bien con las manos…» Varias veces hablamos de que tratar de hacer las cosas bien, no debería ser para tratar de conmover a un lejano Dios a que perdonara nuestros pecados (incluyendo hasta los que no habíamos cometido, como «el pecado original»), ni tampoco para hacer «el gran negocio» de ganarse un mejor lugar en un cielo incierto, sino que deberíamos hacer a los demás exactamente lo mismo que quisiéramos que nos hicieran a nosotros, o a nuestros seres queridos y así poner nuestro grano de arena para pasarla un poco mejor en este valle de lágrimas, mientras a cada uno también le llegaba su inevitable turno de morir.
Tulio, como decíamos atrás, era feliz hablando de sus profesores. ¿Y cómo no haber tenido la tentación de ser primero cirujano y después cardiovascular, habiendo visto y oído a tan insignes profesores?
Lástima que Tulio se nos hubiera ido tan pronto porque como se pregunta un personaje de Sartre: «…Dentro de doscientos años, ¿Quién se acordará de nosotros?...»
No alcanzó Tulio a la conmemoración de los 30 años de grado de Medicina General que tendremos en enero de 2007. Ahora lamentamos no haber hecho esfuerzos para haberlo frecuentado más, para haber seguido siendo sus amigos cercanos, a pesar de compromisos y distancias. Tulio fue un hombre reservado tal vez "de bajo perfil" (aunque era el Jefe de Cirugía Cardiovascular del Hospital Militar central, después de suceder a su "querido Profesor Clavijo"), pero bueno y honesto, amigo de la crítica inteligente, pero enemigo de la ofensa y del enfrentamiento, despreocupado por el prestigio y el dinero o la ostentación, tal vez un poco pesimista, tímido y temeroso de los compromisos afectivos, pero maestro de la tolerancia y la ironía, siempre listo a cuestionarse y a cuestionar a la vida, a los hechos y a los demás, con un breve y agudo comentario burlón que, al mejor estilo de Voltaire, pero sobre todo de Sócrates, arrancaba una sonrisa mientras ponía a pensar.
Hagamos esfuerzos por volver a dar oportunidad a esas amistades de la prolongada «adolescencia universitaria», cuando solemos ser absolutamente transparentes, cuando la solidaridad y la identificación superan la competitividad, las envidias, los celos y recelos, las reservas, los cálculos y las segundas intenciones, las apariencias, las rivalidades y las desconfianzas. Cuando exploramos con dudas el mundo de las ideas y buscamos modelos de identificación y vacilamos tratando de encontrar una posición en una profesión y en la sociedad y cuando, por estar buscando, tenemos poco que defender o que ocultar.
Démosle oportunidades a esos amigos de juventud que en algún sentido fueron, cada uno a su manera, sin proponérselo y sin pasar cuentas de cobro, como modelos a veces positivos y otras veces negativos, nuestros ejemplos y maestros, y que son realmente nuestra más inmediata semejanza.
Recordaremos a ese Tulio, «mamagallista» y «buena-gente», siempre que hagamos memoria de nuestro pasado y rememoremos nuestra vida universitaria.