Services on Demand
Journal
Article
Indicators
- Cited by SciELO
- Access statistics
Related links
- Cited by Google
- Similars in SciELO
- Similars in Google
Share
Revista Colombiana de Cardiología
Print version ISSN 0120-5633
Rev. Colom. Cardiol. vol.17 no.3 Bogota May/June 2010
Roberto Esguerra, MD., FACP.
Correspondencia: Dr. Roberto Esguerra. Fundación Santa Fe de Bogotá, Av. 9 No. 116-20 cons. 604, Bogotá, DC., Colombia. Correo electrónico: roberto.esguerragutierrez@gmail.com
Recibido: 08/05/2010. Aceptado: 19/05/2010.
Con frecuencia se habla de humanismo o anti humanismo en políticas de salud, término que no resulta correcto cuando nos referimos a entidades o a entes impersonales. En efecto, la definición que de humanismo trae el Diccionario de la Real Academia (DRA)1 es : «cultivo o conocimiento de las letras humanas», es decir, aquello que nutre el alma y el espíritu. Ese humanismo es el que quisiéramos como distintivo de los médicos, es el que deseamos se cultive en escuelas de medicina desde el primero hasta el último día y el que impregne corredores de hospitales y clínicas a toda hora. Ese es el humanismo que distinguió a los médicos por siglos y que ahora no hace parte de sus atributos sobresalientes.
El humanismo distingue a los seres humanos que lo cultivan y no puede ser una característica de entes abstractos como son el Estado o el Sistema de Salud, que a pesar de estar conformados por seres humanos, por sí mismos no pueden conocer y cultivar las letras humanas.
Por otra parte, humanitarismo es definido por nuestro diccionario como «compasión de las desgracias ajenas» y humanitario como: «que mira o se refiere al bien del género humano». Es decir, compasión y beneficencia conjugan el humanitarismo con lo humanitario y son a la vez esencia fundamental de la profesión médica.
También ha sido preocupación de la sociedad volver a «humanizar» los servicios de salud, ya que a medida que se han extendido los criterios económicos dentro de ellos y que se ha sofisticado la tecnología, la gente percibe que la medicina se ha «des humanizado». Humanizar, es decir hacer «humano, familiar y afable», tiene que ver con el humanitarismo ya que la acepción correspondiente de humano es: «que se compadece de las desgracias de sus semejantes».
Así las cosas, concluyo que lo que quisiéramos que distinguiera a los sistemas de salud es el humanitarismo, pues aspiramos a que estén impregnados de la compasión por el sufrimiento de los semejantes y de la beneficencia, que busca el bien del género humano. También responderíamos al clamor de la sociedad por una atención médica más humana, que se logrará con mayor dimensión en la medida en que nuestros médicos sean estandartes de humanismo.
Difícil hablar de estos temas en nuestra querida nación colombiana, sacudida por una devastadora pérdida de valores que ha progresado inexorablemente en los últimos años, hasta el extremo en que el valor máximo de una sociedad, la propia vida de las personas, ha perdido su significado sublime. No se le aprecia ni se le respeta, hasta el punto en que por unos pocos pesos se acaba con la vida de personas, para zanjar una simple disputa o con el fin de quitar a alguien de en medio, por el solo hecho de que piense diferente o porque se ha convertido en obstáculo para alcanzar algún objetivo económico o de poder.
El dinero fácil y el poder se han convertido en los nuevos valores que los jóvenes tienen como norte en sus vidas. Hacerse rico por cualquier medio pero lo más rápido posible, con el fin de no tener que trabajar más y alcanzar el poder que les permita perpetuar su situación, parece ser la fórmula ideal de realización personal. Para lograrlo fue indispensable penetrar la sociedad en todos sus niveles e invadir la política para controlar el estado, sin que se confinara allí, sino que también extendió sus tentáculos al sector privado. El narcotráfico, cáncer maldito, ha estado detrás de esta feroz arremetida de la corrupción desbocada e incontrolable.
Creo que desde este rincón de la salud, en la medida en que logremos que el humanismo distinga nuevamente a nuestros médicos y el humanitarismo caracterice al sistema, lograremos impulsar en buena parte el ejemplo que despierte a nuestra juventud para que se re encuentre con los valores morales y éticos superiores que la regresen a su cauce, de manera que su cultura no se forje en las novelas de las pantallas de televisión, que con frecuencia son un culto a esos valores que queremos que abandonen y que, por el contrario, regresen a la lectura, a la música, a las artes...
Tenemos que cambiar las señales que enviamos a la sociedad, que agobiada con estas circunstancias no puede entender cómo el estado elimina de su estructura los ministerios de justicia y de salud, dos áreas críticas en esta situación, que requieren la máxima atención de todos y los mayores esfuerzos de las distintas instancias sociales. Es indispensable que estas dos carteras se restablezcan lo más pronto posible, para demostrar así el compromiso del estado y de la sociedad con temas tan vitales para alcanzar un mejor futuro.
Regresando al sistema de salud, lo que hemos vivido en los últimos años ha sido la irrupción de los criterios económicos que se imponen y priman, desplazando, ignorando o desechando todas las demás consideraciones humanas que deberían tenerse en cuenta. De esta manera parece que hubiéramos olvidado que la única razón de ser de un servicio de salud son los ciudadanos y que su único objetivo debe ser su bienestar, mejorando su estado de salud y no limitándose únicamente a curar sus enfermedades.
La consecuencia natural de esta situación ha sido que los sistemas de salud en las última décadas han transitado por el camino del anti humanitarismo y de la des humanización. Por eso vale la pena revisar brevemente cómo los criterios económicos irrumpieron con tanta fuerza dentro de este sector.
Si nos remontamos a finales del siglo XVIII, veremos que para entonces los sistemas de salud no se habían estructurado como tales, se prestaban servicios muy elementales, principalmente por parte de órdenes religiosas y organizaciones de beneficencia, que se enfocaban en proporcionar el cuidado esencial de higiene y alimentación a las personas más pobres y más enfermas. Los pocos hospitales que ya existían como tales no podían proporcionar mucho más y por lo tanto los costos para los estados no eran mayores.
En esos años el escocés Adam Smith acababa de publicar su famoso «Ensayo sobre la naturaleza y las causas de la riqueza de las naciones» que lo convirtió en el padre de la economía moderna. Las teorías allí esbozadas, basadas en el libre mercado y el libre cambio, que la escuela francesa llamó el «Laissez faire» y se ha denominado en nuestra lengua como «dejar hacer y dejar pasar», fue la característica más sobresaliente del estado liberal de aquellos años hasta la primera mitad del siglo XIX.
Ese era el ambiente que imperaba en la segunda mitad del siglo XIX, cuando en Alemania nacen las teorías de la social democracia y en Europa Occidental el concepto de Estado de Beneficencia o Estado Benefactor. En esta concepción los servicios sociales, en particular los sanitarios, la educación y el empleo, desempeñan un papel fundamental en el núcleo de lo que debería ofrecer el Estado a sus ciudadanos. Para lograrlo era fundamental la intervención estatal, por un lado para corregir los efectos de los ciclos de la economía, como lo postuló Lord Keynes, y por el otro para poder proveer directamente esos servicios sociales. El llamado liberalismo social termina de conformarse con los efectos de la crisis de 1930 y el «new deal» con sus reformas sociales que implantó el presidente Franklin D. Roosevelt en los Estados Unidos.
Simultáneamente en esos años estaban ocurriendo importantes avances en la ciencia médica, se estructuran los servicios de salud y los grandes hospitales ganaban reputación. Habían hecho su aparición la anestesia, lo que abrió las puertas al desarrollo de la cirugía, especialmente luego de la introducción de la antisepsia por parte de Lister, el siglo XX comenzó con el descubrimiento de los rayos X y ya se había iniciado la enfermería como actividad profesional. Es decir, estaban creadas las condiciones esenciales del hospital que conocemos hoy. Poco antes habían ocurrido las reformas a la educación médica sugeridas por Flexner y los hospitales universitarios se erigían como estandartes del conocimiento científico.
A mediados del siglo XX ocurren grandes avances científicos, aparecen los conceptos de cuidado intensivo y las primeras unidades de terapia intensiva a la vez que se inician los trasplantes de órganos. Simultáneamente los costos de la atención médica comenzaron a crecer de manera acelerada y los estados empezaron a tener dificultades para financiar los sistemas, al tiempo que una nueva crisis económica mundial hacía su aparición, caracterizada principalmente por la inflación desbordada.
Esas circunstancias propiciaron el nacimiento del neoliberalismo o liberalismo neoclásico, liderado en el mundo por Margaret Tatcher y Ronald Reagan, que predica en su teoría una disminución en el tamaño del Estado y su nivel de intervención, a la vez que invita a disminuir la prestación de servicios sociales directamente por los gobiernos, incentivando la participación privada. Este movimiento impulsa muchas reformas de fondo en varias naciones, entre ellas la nuestra, que cambió su constitución en 1991, acogiendo muchos de los postulados neoliberales, que en el campo de la salud se plasmaron en la Ley 100 de 1993.
En estos años la preocupación por los costos de los sistemas de salud aparece prácticamente en todo el mundo, pero especialmente en los Estados Unidos, en donde se decide iniciar un gran esfuerzo para que estos no alcancen el nivel del 15% con relación al PIB, cifra que se consideraba como insostenible. Fue así como comenzaron a hacer parte del sector aseguradores, «terceros pagadores», sistemas de control como el «managed care», auditorías y diversas formas de restricción a la autonomía profesional del médico, todo ello con único fin: disminuir los costos.
Es de esta manera como hemos llegado a donde estamos hoy. La salud dejó de ser el objetivo social de los estados para convertirse en un negocio en el cual el interés económico ha primado sobre todas las demás consideraciones. Naturalmente esto se ha reflejado en profundos cambios en la atención de los pacientes en buena parte de los países del mundo occidental.
El análisis de las consecuencias devastadoras que ha tenido este cambio en el deterioro de la relación del médico con el paciente, de la progresiva pérdida de imagen del médico ante la sociedad y la consecuente disminución de la confianza de los ciudadanos, llevaría mucho tiempo por lo que ahora quiero detenerme a analizar un solo aspecto, que para mi gusto está en el centro de todos estos cambios, que es el de la autonomía profesional del médico. En efecto, muchas voces se han levantado para afirmar que el telón de fondo de la deshumanización en la atención médica es la pérdida o la limitación de la autonomía profesional.
El contrato social de una profesión involucra varios conceptos, que han sido ampliamente reconocidos2. El primero de ellos es el monopolio que confiere la sociedad del uso de un conocimiento especializado, que no es fácil de adquirir por el común de los ciudadanos. A cambio de ello la sociedad espera que los miembros de la profesión utilicen este conocimiento de manera altruista, que se incremente mediante la investigación y se preserve mediante la enseñanza. Por otra parte, la sociedad confiere la autonomía, entendida como la libertad intelectual para aplicar el conocimiento en la toma de las decisiones profesionales, a cambio de lo cual espera que los profesionales se auto-regulen con el fin de alcanzar los mayores estándares de calidad y de comportamiento ético.
El contrato social así descrito tiene toda la claridad y responde principios de equidad, justicia y conveniencia social, además de ajustarse completamente a la ética. Todas las profesiones se atienen a él sin que se requiera legislación especial alguna para definirlo o imponerlo.
El tema de la autonomía, que nos ocupa, es pues pilar central de la profesión médica y de cualquier otra profesión. Por lo tanto, cualquier situación que la limite tiende a desprofesionalizar, porque la gran diferencia entre un oficio técnico y una profesión precisamente radica allí. Un técnico no requiere autonomía, sólo instrucciones precisas porque al seguirlas producirá el resultado esperado. En cambio, el profesional requiere de la libertad para tomar sus decisiones profesionales, aplicando su criterio y su conocimiento y teniendo en cuenta las circunstancias particulares en las que debe actuar.
Como todos sabemos, las características especiales de la medicina, derivadas de la complejidad que encierra cada ser humano enfermo, hacen mucho más difícil y diverso el espectro de alternativas entre las que el profesional debe tomar sus decisiones. Es por eso que en nuestra profesión la autonomía adquiere una dimensión mayor pues sin ella el médico no podrá actuar de una manera profesional y responsable.
Pero nos encontramos ante los hechos de todos los días que, en el entorno económico antes descrito, interfieren con la práctica correcta de la profesión médica. Limitaciones impuestas con un criterio exclusivo de ahorrar recursos a las empresas o a los sistemas de salud. En nuestro país recientemente se ha llegado hasta el extremo de imponer multas a los médicos que se aparten de los llamados «estándares de atención en salud», en lo que constituye el más aberrante atropello a la profesión médica.
Como típico ejemplo de anti humanitarismo en los sistemas de salud hay que mencionar los decretos que al amparo de una Emergencia Social dictó hace unas semanas el gobierno nacional. Lo es porque atropella los derechos de los ciudadanos al ignorar sus derechos y al someterlos a unos trámites burocráticos in- imaginables cuando padecen enfermedades que no estén incluidas en el plan obligatorio de salud y que hasta en su mismo nombre el estado ha discriminado, al denominarlas «prestaciones excepcionales en salud»3.
Quiero hacer énfasis en el tendencioso y equivocado enfoque que se ha dado a la autonomía profesional del médico en estas leyes, que la definen así: «entiéndase por autonomía de las profesiones médica y odontológica la prerrogativa que la sociedad les confiere para auto regularse de acuerdo con lo establecido en este artículo, mediante estándares que una vez adoptados son de obligatorio cumplimiento»4. El solo enunciado se anula a sí mismo, cuando hablando de autonomía se refiere al obligatorio cumplimiento; además, desde el punto de vista jurídico atropella los derechos establecidos en la Constitución Colombiana.
Ya hemos definido la autonomía profesional como la libertad para tomar decisiones profesionales; autonomía, en general, es definida en el DRA como: «condición del individuo que de nadie depende en ciertos conceptos», definición que en nada riñe con la de autonomía profesional, si aceptamos que en aquella los «ciertos conceptos» son los que se refieren a las decisiones profesionales. La definición de autonomía naturalmente no es la expresada en el decreto, cuando además, en mi opinión, de manera equivocada se le equipara con la auto regulación, porque la auto-regulación es una obligación que el Estado impone a cambio de disfrutar de la autonomía y de ninguna manera es una concesión generosa para los médicos, que es como se ha pretendido presentar posteriormente.
Ahora bien, cómo conciliar la autonomía profesional del médico con la necesidad de regular los costos en un sistema de salud, atendiendo al hecho sabido de que éstos no son infinitos? Yo creo que es perfectamente posible hacerlo simplemente limitando con claridad el campo de cada uno, aceptando que el médico no es un agente económico dentro del sistema sino un agente científico y que como tal su responsabilidad se limita a tomar las decisiones científicas acertadas.
Es innegable que las decisiones profesionales de los médicos tienen un impacto económico, pero su fin primario no es el de ocasionar un costo o un gasto, sino el de curar a un enfermo. No resisto la tentación de traer en este momento a cuento unas sabias palabras de ese gran internista y pensador médico, sir William Osler, cuando afirmó: «La práctica de la medicina es un arte no un comercio; una vocación no un negocio; vocación en la que el corazón y la cabeza debe ser ejercitados por igual».5
Entonces viene la discusión sobre quién debe tener la responsabilidad de controlar los costos del sistema de salud; para mí la respuesta es clara y simple: el estado. La cuestión está entonces en cómo debe hacerlo, que es el punto de mayor polémica. Una, es la vía facilista de imponer restricciones a los médicos y prohibirles salirse de unos límites establecidos, situación en la cual quien afronta el conflicto es el médico, lo cual no es justo pues además de agredir directamente su autonomía profesional, lo enfrenta unas veces y casi siempre lo distancia del paciente y le impide cumplir con su obligación profesional de ofrecer las soluciones que considere más adecuadas.
Otra vía es la de incentivar largas filas de espera para determinados procedimientos costosos, como ocurre en muchos países europeos. Esta no deja de ser injusta e inequitativa, además de inhumana, pues se basa en el supuesto de que mientras esperan su turno, muchos pacientes desisten y se resignan a vivir con su limitación, su incapacidad o su dolor, otros que tienen la forma deciden hacerlo con sus propios recursos y muchos simplemente mueren. Todo lo cual logra el objetivo de ahorrar costos.
También es posible explorar otras vías en las que los estados busquen una mayor eficiencia en la aplicación de los recursos disponibles de manera que los costos de transacción disminuyan radicalmente y que todos los componentes de la cadena agreguen valor y no simplemente esperen lucrarse de un jugoso negocio. Muchos estudios realizados en diversas partes demuestran que en sistemas que tienen las características del nuestro casi 50% de los recursos se pierde en la cadena y no llega a convertirse en servicios a la población.
En cualquier escenario un Estado y un gobierno responsables educan a la población definiendo con claridad aquello a lo que tienen derecho y aquello a lo que no. Pero ante todo un estado responsable invierte con prioridad recursos y esfuerzos en promoción de la salud y en prevención de la enfermedad, para lograr que el costo de los servicios curativos se reduzca de manera importante. Se puede suponer que si uno alcanza este objetivo y además logra la eficiencia que reduzca drásticamente las pérdidas en la cadena, es posible aspirar a una solución en la que no hubiera que negar servicios o recurrir a prácticas inhumanas.
Regresaríamos así al escenario ideal en donde el médico cumple con su deber de tomar las decisiones profesionales haciendo uso de la libertad que le confiere su autonomía profesional y a su vez el estado asume la responsabilidad de velar por el bienestar de la sociedad tomando la responsabilidad que le corresponde, así como asumiendo los costos políticos de tomar decisiones de fondo, pero sin atropellar a quienes luchan para poder hacer bien su trabajo.
¿Qué papel juega la auto regulación en todo este tema? En mi opinión abarca dos campos diferentes; el primero de ellos es el de la ética profesional y el comportamiento ético de los médicos. Por tradición esta regulación ha sido de pares y ha sido realizada siempre por los mismos médicos. En nuestro país está ejercida por los tribunales de ética médica establecidos por la ley 23 de 1981.
El segundo tipo de auto regulación es aquel que se orienta a buscar los más altos estándares de calidad y los mejores resultados posibles para los enfermos. Para lograrlo existen varias formas como la certificación y re certificación profesional, la educación médica continuada y las guías de atención médica. Estas últimas son referentes, muchos de ellos basados en la evidencia científica, que deben servir a los médicos como referentes, para orientarse y para documentarse acerca de la mejor manera de tratar a su paciente. Pero ante todo, jamás deben ser adoptadas como máximos o como pasos obligatorios que al ser sobrepasados expongan a sanciones a los profesionales.
Es cierto que en algunas circunstancias se han adoptado estándares de atención, entendidos como mínimos que deben realizarse ante una situación determinada, con el fin de garantizar un resultado favorable y que de no hacerse van en contra de los intereses del paciente. Naturalmente por encima de esos estándares mínimos la autonomía permite moverse sin restricciones.
Se ha discutido mucho acerca de cuál debe ser el alcance de la autonomía, pues no se trata de la lucha por una libertad ilimitada e irresponsable. En primer lugar, su campo únicamente abarca la toma de decisiones profesionales, en segundo lugar, es claro que debe ser usada de manera responsable en el sentido de la responsabilidad profesional, que implica un sustento científico, un criterio lógico y una acción ética.
Para terminar, quiero compartir con ustedes mi absoluta convicción en que rescatando el humanismo y aplicando el humanitarismo lograremos que los sistemas de salud encuentren el camino de la atención médica más humana que reclama la sociedad y que tanto extrañamos los médicos, porque en nuestra esencia llevamos esta bella definición de Osler: «El médico necesita una cabeza clara y un corazón amable; su trabajo es arduo y complejo, y requiere el ejercicio de las más altas facultades de la mente, mientras apela constantemente a los más puros sentimientos y emociones».
______
1 Diccionario de la Lengua Española. Real Academia Española. Vigésima primera edición. Madrid;1992. regresar arriba
2 Starr P. The social Transformation of American Medicine. Basic Books. New York: Harper Collins. 1982.regresar arriba
3 República de Colombia. Ministerio de la Protección Social. Decreto 128. 21 de enero de 2010.regresar arriba
4 República de Colombia. Ministerio de la Protección Social. Decreto 131, artículo 23 Parágrafo 1. 21 de enero de 2010.regresar arriba
5 Osler W. Counsels and ideals & selected aphorisms. Birmingham: The classic Medicine Library; 1985.regresar arriba