Introducción
En los últimos años, la proliferación de estudios sobre viajes y viajeros fue ampliando, progresivamente, el abanico de actores de la llamada cultura del viaje. A los más frecuentados por los especialistas, como los dedicados a la diplomacia, el comercio, la navegación o las exploraciones científicas, se suman los movilizados por motivaciones religiosas, los destinados a las intrigantes tareas de espionaje, y los exiliados y migrantes, entre tantos otros. Todos ellos conectaron culturas, bienes materiales, ideas, experiencias y noticias en muy diversas escalas, y sus viajes fueron producto de múltiples factores en los que se entrelazan decisiones personales, misiones oficiales o movimientos forzados1.
Este artículo explora a un actor particular de la cultura del viaje: las princesas destinadas a enlaces dinásticos. Por cierto que en la ampliación antes indicada, las viajeras fueron constituyendo un campo específico en sintonía con el papel cada vez más relevante que asumieron los estudios de género2. Pero en este caso se agrega un distintivo especial que deriva de la dimensión política que tenía el casamiento regio durante el Antiguo Régimen. Como se sabe, se trataba de una materia de Estado y de una alianza que procuraba conectar los mundos que estaban bajo el dominio de las casas soberanas involucradas. El objetivo central que las mujeres de linaje cumplían en él era garantizar la sucesión dinástica. Los contratos matrimoniales estipulaban hasta los mínimos detalles de esos enlaces, como también de los viajes que la mayoría de las princesas emprendían a sus tierras de destino, siguiendo los protocolos de las respectivas Cortes. A partir de esos traslados comenzaba un proceso de adaptación a las costumbres y la cultura del país que las recibía para cumplir el mandato que la tradición les asignaba. Y entre esas princesas viajeras hubo, durante el siglo XIX, algunos casos excepcionales de princesas trasatlánticas3.
Las siguientes páginas se ocupan de analizar las trayectorias de Carlota Joaquina de Borbón, que protagonizó el primer desembarco en tierras americanas de una familia real europea, y de Leopoldina de Habsburgo, primera emperatriz de Brasil. Ambas trayectorias son particularmente fértiles para abordarlas desde la perspectiva del viaje y de los enfoques de historias conectadas4. En primer lugar, porque las dos princesas compartieron la extraordinaria experiencia de un destino americano en tierra carioca, que implicó un choque de culturas inédito para quienes habían sido educadas en la sociabilidad de las cortes europeas y bajo un horizonte que hacía inimaginables aquellos viajes transatlánticos. En segundo lugar, porque en el juego de escalas que sus derroteros fueron trazando es posible observar el entrelazamiento de redes familiares y políticas que expresan las complejas y cambiantes conexiones que se establecieron en el mundo euroamericano entre el último tercio del siglo XVIII y primeras décadas del XIX, en un momento de profundos cambios a escala global.
Las nutridas correspondencias que Carlota y Leopoldina mantuvieron con algunos de sus familiares y otros personajes cercanos están en la base heurística de este ensayo. A diferencia de otros documentos que ofrecen ricos testimonios del pasado pero que por sus propias características están limitados en el ejercicio mismo de la escritura, las cartas permiten observar los actos en sus motivos e iluminar zonas de silencio que otras fuentes o vestigios callan intencionadamente5. A través de ellas es posible analizar los modos como ambas princesas experimentaron los cambios de escalas espaciales y los destinos que les tocaron en suerte, ya sea por la fuerza de la tradición, de los ejércitos o de las disputas políticas e ideológicas. Y aunque las reflexiones que siguen no se detienen en la trama de acontecimientos que subtienden a las correspondencias aquí trabajadas, el objetivo es penetrar en las formas como los derroteros de la infanta española y la archiduquesa austríaca ilustran la reconfiguración de los vínculos entre los mundos que habitaron: entre Europa y América, entre el Mediterráneo y el Atlántico, entre el Antiguo Régimen y la explosión revolucionaria, entre el primer proceso de mundialización que encabezó el mundo ibérico y el primer proceso de descolonización que lo tuvo entre sus principales protagonistas.
1. De la Corte ilustrada a la Versalles Tropical
En 1785, a los diez años de edad, la infanta española, Carlota Joaquina de Borbón, fue enviada desde Madrid a Lisboa para contraer matrimonio con el príncipe João de Braganza como producto de los contratos matrimoniales negociados durante el reinado de Carlos III, su abuelo paterno. En 1807, cuando las tropas napoleónicas avanzaban sobre Portugal, emprendió el largo viaje hacia Brasil para permanecer allí hasta 1821, cuando en el contexto de la revolución liberal portuguesa la Corte de Braganza se vio obligada a emprender el camino de regreso a su sede en el Viejo Mundo. Su polémica figura ha sido objeto de diversos relatos que contribuyeron a crear imágenes estereotipadas difundidas por géneros muy variados. La historiografía, en los últimos años, ha revisado tales imágenes para ocuparse de su trayectoria desde nuevas perspectivas y enfoques que recuperan la dimensión política del personaje6.
El primer destino de la infanta a Lisboa se encuadra dentro de los viajes previstos entre las familias reales del Antiguo Régimen. La estrategia matrimonial que la unió al príncipe de Braganza fue un nuevo intento de acercar las dos coronas ibéricas, luego de los avatares que ese vínculo sufrió a partir de 1640, cuando la revuelta de Portugal puso fin a la unión perpetrada con España en 1580. Durante los fastos de la boda de la princesa, uno de los motivos decorativos fueron los escudos de armas unidos de Portugal y España. Una imagen que para muchos portugueses evocaba la de un iberismo bajo la égida del trono español, tal como había ocurrido durante las seis décadas en las que la monarquía católica se extendió a escala planetaria, desde la Península Ibérica, parte de Italia y de los Países Bajos, hasta las posesiones de ultramar de España y Portugal en América, costas de África y regiones de India y Japón7. La separación de Portugal de ese conglomerado plural y mestizo, que llegaba a cuatro continentes, estimuló debates ya iniciados a mediados del siglo XVI en torno a su condición, historia e identidad, que atravesaron simultáneamente a diversos miembros de esa inmensa monarquía8. Tales debates regresarían un siglo y medio después y encontrarían a Carlota Joaquina en un punto de intersección sembrado de estrechas relaciones, mutuas desconfianzas e intereses comunes y divergentes.
Las dificultades de adaptación que reveló la infanta luego de su arribo a Lisboa -que no fueron ajenas a su corta edad y al carácter firme y a veces temerario que supo demostrar desde pequeña- derivaron, en parte, del contraste que exhibía la vida de la Corte lusa respecto de la española. Aunque ambas monarquías venían ensayando procesos reformistas en clave ilustrada -y a pesar de que Carlota conoció el espíritu conservador impuesto por su abuelo Carlos III en el espacio de vida familiar- la rigidez de la más sombría y austera sociabilidad de palacio portuguesa se distanciaba de la vida cortesana, permeable a las modas que llevaban sus padres, el futuro Carlos IV y María Luisa de Parma. Su educación estuvo encuadrada en los moldes de la época, con una cierta matriz ilustrada y orientada a dotar a la infanta de un “saber” -que incluía el aprendizaje de lenguas y gramática, geografía e historia universal y religiosa- y de “un saber hacer” que implicaba la integración a la vida cortesana9. Pero lo que más incidió en esa adaptación fueron las intrincadas relaciones diplomáticas que las monarquías ibéricas mantuvieron poco después de su arribo a Portugal. La muerte de Carlos III y la explosión de la Revolución Francesa vinieron a trastocar todo el tablero internacional, resintiendo el intento de acercamiento luso-hispano que el contrato matrimonial había querido asegurar. Los realineamientos son muy conocidos: la España de Carlos IV terminó sellando su alianza con Francia y el gobierno de Portugal quedaría atrapado entre las presiones de Gran Bretaña y la monarquía vecina.
Durante esos años, en los que João de Braganza tuvo que asumir la regencia del reino por enfermedad mental de su madre, la reina María I, la correspondencia de Carlota con sus padres, sin perder nunca el tono de intimidad y afecto, expresa su resistencia a quedar relegada a un lugar secundario en la vida política que conectaba a ambas coronas. Así, por ejemplo, le recriminaba a Carlos IV el querer “agradar a un gobierno cubierto de sangre de nuestra familia”, y no dudaba en rogarle un acuerdo de paz en el contexto de la Guerra de las Naranjas, que en 1801 enfrentó a España y Portugal10.
En 1806, cuando se produjo la “conspiración de los Fidalgos”, en la que un sector de la nobleza del Reino quiso designar a Carlota regente de Portugal ante los signos de una profunda depresión que padecía su marido, la infanta recurrió a sus padres en busca de apoyo, tal como lo expresó en una carta a Carlos IV: “Voy a los pies de V. M. en la mayor consternación, para decir a V. M. que el Príncipe está cada vez peor de la cabeza, y por consecuencia esto va todo perdido”. Le sugería a su padre que “esto se remedia mandando a V. M. una intimación de que quiere que yo entre en el despacho, y que no acepta réplica por si la diere […] para amparar a sus nietos [que] ya no tienen un padre capaz de cuidar de ellos”11.
La princesa reclamaba, como esposa consorte, no quedar marginada de las discusiones de despacho en el Consejo, mostrando en este punto -y más allá de sus ambiciones personales- los nuevos roles que en las esferas de poder venían asumiendo las reinas, princesas y regentes en las monarquías de la época moderna, según ha demostrado la más reciente historiografía12. Se trataba de un espacio decisorio que el gabinete y la Corte bragantina no estaban dispuestos a darle a Carlota, quien desde 1793 venía cumpliendo su rol de garantizar la sucesión, dando a luz a sucesivos hijos, mientras sus relaciones maritales se deterioraban. Si bien la conspiración de 1806 fue descubierta y sus involucrados castigados, la princesa condensó el recelo de aquellos que la veían como una pieza estratégica de la Corona española para reeditar el viejo mundo de Felipe II, en el que los portugueses se sintieron sujetos a los castellanos.
Lo cierto es que, hasta allí, el universo de referencias que emana de las cartas y cursos de acción de la infanta se limitaba a la escala europea y, dentro de ella, al modo como el inédito acontecimiento revolucionario ocurrido en Francia afectaba las relaciones luso-hispanas. La lógica dinástica y los lazos de sangre que conectaban a ese mundo dominaban la perspectiva de la princesa y, por el momento, su correspondencia estaba básicamente dirigida a sus progenitores, que se hallaban cada vez más ligados a Bonaparte bajo la égida del ministro Manuel Godoy. Ese estrecho universo de conexiones se vio, sin embargo, repentinamente ampliado cuando los ejércitos franceses avanzaron sobre Portugal.
Desde julio de 1807, la neutralidad portuguesa -que no ocultaba su tradicional alineamiento con Gran Bretaña- se hizo cada vez más insostenible. Ante el ultimátum de Francia, la presión inglesa para que la familia real y la Corte portuguesa se trasladasen a su colonia en Brasil terminó de convencer al príncipe João de emprender el largo viaje transatlántico. En el fragor de los preparativos, Carlota se encontró tensionada entre las decisiones que por ella tomaba su marido y el círculo que lo rodeaba y la posibilidad de regresar a España. Sus cartas en aquellos días, dirigidas a sus padres, revelan su desesperación al no estar informada sobre cuál sería su destino ante los rumores en la Corte de que los infantes varones partirían a Brasil y ella a Madrid con el resto de sus hijas.
El 27 de septiembre le escribía a su madre: “líbreme a mí de morir y a mis inocentes hijas, y también líbreme de algún insulto […] porque mis hijos están por ser embarcados […] los pequeños van para América, para satisfacción de los ingleses”13. Mientras Carlota solicitaba compasión y protección de su familia, María Luisa de Parma le respondía que “la distancia y las relaciones políticas reducen la acción de nuestros deseos”, que “si el Príncipe se va y te abandona con tus hijas, no dejes al pueblo, ya que puedes evitarlo hasta que lleguen nuestros auxilios” y cerraba la misiva recomendándole “espíritu y energía para separarte de un esposo que abandona a su mujer e hijos”14. Los auxilios que María Luisa mencionaba no eran ajenos a lo que se pactó pocos días después entre Francia y España en el Tratado de Fontainebleau, en el que ambas potencias preveían la división y el reparto de Portugal15. Ante el riesgo de dejar en tierra portuguesa o española a la inquieta infanta, la decisión final del príncipe João fue el traslado de toda la familia real a Brasil.
La resistencia de Carlota a abandonar Europa, además de fundarse en argumentos muy razonables ante la incertidumbre del momento y la alternativa de partir hacia un mundo para ella desconocido y ajeno, se encuadraba en el difundido imaginario que connotaba a su nuevo destino como una tierra exótica dominada por la incivilidad de sus habitantes y de sus costumbres y como un espacio absolutamente periférico que no haría más que desprestigiar a la Corte portuguesa. Pero en esa actitud de la infanta española se cifraba también la distancia que, desde los inicios, separaba a ambas monarquías acerca del papel que respectivamente les asignaban a sus dominios ultramarinos. En primer lugar, porque -como han señalado diversos autores- mientras el imperio español basó su expansión en la tierra y sus monarcas gobernaron desde un centro geográfico y político en el interior de la Península Ibérica, el imperio portugués fue oceánico, se expandió a partir de una red de rutas marítimas y comerciales, y el nexo de unión no fue una ciudad sino el propio mar cuya capital política fue necesariamente un puerto16.
En segundo lugar, porque a pesar de compartir en sus orígenes el espíritu de cruzada, la expansión lusa adquirió una lógica más pragmática que la hispana, atada ésta a la imagen del poder, la honra y la gloria. En tercer lugar, por el rol central que siempre jugó Brasil dentro de la monarquía portuguesa. El ministro luso, Rodrigo de Souza Holstein, del partido filo-inglés y el personaje más influyente dentro del gabinete, ya le había presentado al príncipe el plan del traslado en 1803, en el que afirmaba que “no siendo Portugal por sí mismo […] la parte mejor y más esencial de la monarquía”, sólo le restaba al “Soberano y sus pueblos […] crear un poderoso imperio en Brasil, donde se vuelva a reconquistar lo que se pueda haber perdido en Europa”17. Si Portugal era, pues, un pequeño reino en el Viejo Mundo, sus dominios ultramarinos fueron los que le confirieron la dimensión territorial de una monarquía pluricontinental e imperial.
Estas variables, además de las geopolíticas de la coyuntura, explican que si bien el viaje transatlántico fue precipitado, no era improvisado. Planes para este traslado existían desde 1580 y fueron reactualizados de 1640 en adelante con el objeto de evitar los peligros que corría la nueva monarquía independiente de la Casa de Braganza con la monarquía vecina y los conflictos europeos18. Tales proyectos de viaje resultaban inimaginables para los Borbones españoles que, ante la opción de trasladarse a sus colonias americanas poco tiempo después, cuando la ocupación de las fuerzas napoleónicas en la península anunciaban la mediatización de esa monarquía, eligieron un destino mucho más cercano: la ciudad francesa de Bayona.
A pesar de que para la hija mayor de Carlos IV también resultaba un viaje inimaginable e indeseable, el 27 de noviembre de 1807 partió hacia Brasil, protegida por la escuadra británica, con una comitiva que, según diferentes cálculos, osciló entre 5.000 y 15.000 personas. Por la precipitación del viaje, ante las tropas francesas avanzando sobre Lisboa, las condiciones del traslado fueron absolutamente precarias. Desde uno de los navíos, el teniente inglés O’Neil dejó el siguiente testimonio:
“Mujeres de sangre real y de las más altas estirpes, criadas en el seno de la aristocracia y de la abundancia […] todas obligadas a enfrentar los fríos y las borrascas de noviembre a través de mares desconocidos, privadas de cualquier confort y hasta de las cosas más necesarias de la vida, sin una muda de ropa para cambiar un lecho para dormir -obligadas a amontonarse en la mayor promiscuidad, a bordo de navíos que no estaban en absoluto preparados para recibirlas-”19.
El impacto del arribo a tierras tropicales fue mutuo, para una población que, como la de Río de Janeiro, no estaba preparada para recibir semejante migración y en la que la población blanca convivía con una mayoría de negros africanos, indios y mestizos. Kirsten Schultz, en un agudo estudio de la Tropical Versailles, analiza las formas divergentes como los exiliados y los residentes representaron aquella experiencia. Aun cuando todos -vasallos europeos y vasallos americanos- se sentían portugueses y embarcados en la misma empresa de salvar la monarquía y el imperio, para los primeros la separación de la anterior sede imperial fue dramática y estuvo acompañada por una sensación de pérdida y nostalgia por haber abandonado Europa; para los segundos, en cambio, representaba el comienzo de una nueva era signada por la prosperidad y la felicidad20.
Carlota Joaquina compartía, claramente, la perspectiva trágica y nostálgica de los exiliados. Como ellos se mantuvo siempre atenta a las noticias que arribaban al puerto y a los impresos locales y extranjeros que circulaban y reproducían los avatares sufridos en la guerra europea. Como ellos, también encontró en el género epistolar un recurso para sobrevivir, aliviar el exilio y restablecer las conexiones con el Viejo Mundo. Pero a diferencia de ellos, la nutrida correspondencia de Carlota se inclinó decididamente por ser el vehículo privilegiado de los planes políticos que encarnó y, en gran parte por esto, la infanta consolidó más que nunca en tierra carioca su identidad española.
Los extraordinarios acontecimientos ocurridos en España a partir de las renuncias de los reyes Borbones en Bayona, de la guerra contra los franceses y del movimiento juntista, que desconoció a José Bonaparte como nuevo monarca, colocaron a Carlota en una inesperada intersección de redes políticas, tramas dinásticas e intereses divergentes entre las diversas potencias, al cambiar drásticamente las alianzas internacionales21. Francia pasó a ser la enemiga común de Inglaterra, Portugal y España y, en ese nuevo contexto, la residencia de la infanta en Río de Janeiro la habilitó a protagonizar planes y proyecciones a escalas inimaginables hasta poco tiempo atrás.
A pesar de los constantes lamentos de la princesa sobre su nuevo destino -en los que eran frecuentes las quejas por el agobiante clima y las enfermedades tropicales que solía padecer-, el tono dominante de sus cartas es el de una operadora política a gran escala que busca salir del ostracismo al que la condenaba su Corte y su marido, del que ya se hallaba separada de hecho habitando residencias diferentes. El privilegio de su linaje, en una coyuntura tan extraordinaria como aquella que la había dejado como la única y más directa descendiente de la familia real cautiva por Napoleón Bonaparte, la impulsó a reclamar sus derechos ante lo que consideró renuncias forzadas e ilegítimas a la Corona española22. Su residencia en Brasil le otorgaba la ventaja de estar alejada del escenario bélico europeo y, mientras la Corona española permaneció vacante, la princesa desplegó sus sueños de viajes con claras ambiciones políticas: soñó con trasladarse a Buenos Aires como regente de América, a Montevideo como virreina del Plata y a España como regente de toda la monarquía y sucesora a la Corona23.
Hizo todo ello a través de sus redes epistolares -escribiendo cartas, en su mayoría de su puño y letra- y contando con un variado y reducido grupo de colaboradores, quienes se caracterizaron por su espíritu aventurero y, en muchos casos, oportunista. Para divulgar y hacer circular sus propuestas se valió de distintos agentes. En algunos casos, los papeles fueron portados por enviados ocasionales, y en otros por partícipes más comprometidos en la empresa, varios de ellos dedicados al comercio, de los que se aprovechaban sus redes de vínculos en geografías alejadas del centro de operaciones. El mapa de la correspondencia de la infanta se extendió por toda Hispanoamérica, España, Lisboa, Nápoles e Inglaterra en pos de explorar la posibilidad de ser obedecida por las autoridades coloniales y las metropolitanas. Sería imposible dar cuenta en este artículo de la riqueza y la complejidad de la red epistolar trabajada para este período24. No obstante, a través de una breve consideración acerca de las reacciones que generaron estos contactos, se pueden observar las diferentes percepciones que expresaron los actores involucrados acerca de las implicancias que los planes carlotistas y sus sueños de viajes podían desatar respecto del futuro de las dos coronas ibéricas.
En el marco de la profunda incertidumbre de la coyuntura, entre las autoridades coloniales hispanas el rechazo fue generalizado. Manteniendo los estilos protocolares que imponía una figura de la familia real, los magistrados no dejaron de expresar sus temores ante el recelo que despertaba la presencia de la Corte portuguesa en América con su secular vocación expansionista, especialmente en el Atlántico Sur. Si bien en este caso se trataba de una frontera muy porosa, caracterizada desde el siglo XVI por intensos movimientos migratorios e intercambios comerciales, era también la frontera más conflictiva y disputada entre los imperios luso e hispano25. En sede americana parecían, pues, invertirse los temores de dominio de una corona sobre otra que, desde 1580, sobrevolaban en la Península Ibérica y colocaban a Portugal en una relación asimétrica de mayor debilidad frente a España. En el Nuevo Mundo, los lusos no parecían reproducir una imagen de debilidad, sino la de una seria amenaza para la Corona española. Los planes de Carlota, sin duda, reavivaron esa imagen.
Las autoridades metropolitanas también rechazaron de plano las propuestas de la infanta. El explícito reconocimiento que hizo Carlota de Fernando VII como legítimo rey no escondía la competencia que instalaba con las autoridades sustitutas de la península en torno a quién debía ser el legítimo depositario de la soberanía vacante. En esa disputa, la princesa invocaba su linaje real y las leyes fundamentales de la monarquía, para ocupar tanto la regencia provisoria a escala americana como la de toda la monarquía. Pero, sucesivamente, ni la Junta Central, ni el Consejo Reunido, ni el Consejo de Regencia, ni las Cortes de Cádiz aceptaron concretar el viaje a España soñado por la infanta. Aquí también se invertía el viejo fantasma de unidad de las dos coronas ibéricas al sospechar los españoles que los Braganza pretendían reconstituir a través de Carlota el mundo de Felipe II, pero bajo la hegemonía lusa ante la debilidad que vivía España. Los apoyos que Carlota obtuvo entre algunos sectores de los grupos absolutistas y moderados, como también de algunos diputados americanos en las Cortes y de los agentes diplomáticos portugueses en España y españoles en Lisboa, sólo alcanzaron para ver reconocidos sus derechos sucesorios a la Corona en la Constitución de Cádiz -que abolió la ley sálica-, pero no para trasladarse y ocupar la regencia de toda la monarquía26.
El temor a la unidad de las dos coronas fue compartido por los gabinetes y diplomáticos británicos a ambos lados del Atlántico, que se encargaron de boicotear todos los proyectos carlotistas al ver peligrar con ellos el equilibrio que procuraban imponer en el tablero internacional ante la eventual derrota del emperador de Francia. Desde su sede carioca, la infanta no dudó en ampliar sus contactos y escribir una misiva al príncipe regente de Inglaterra para atenuar esos temores:
“He creído conveniente (aunque a V. M. le parezca extemporáneo) hacer notar a V. M. mis intenciones en caso de que se verifique mi ascensión al trono de España, a saber: que yo quiero que se mantenga absolutamente independiente, en la misma forma y manera que se ha mantenido el reino de Nápoles por el Tratado de Utrecht evitando así la reunión de dos coronas en una misma cabeza y guardando un equilibrio perfecto, buscando que las dos naciones gocen de sus derechos, costumbres, leyes y lenguaje, ya que esto sería impracticable y hasta ilusorio bajo cualquier otro sistema”27.
Carlota, además de admitir el carácter “extemporáneo” de una comunicación que no revestía ninguna representación oficial al tratarse de una iniciativa personal y autónoma que no reconocía las reglas protocolares de la diplomacia, dejaba en evidencia la tensión entablada desde el siglo XVIII entre una lógica dinástica, el principio de equilibrio entre potencias y las credenciales nacionales que exhibían las monarquías28.
Finalmente, se sumaba también el temor de que España replicara la ruta portuguesa. La posibilidad de una americanización de la monarquía con Carlota a la cabeza era un riesgo que, en el contexto revolucionario e insurgente que desde 1810 experimentaba América, los españoles no estaban dispuestos a correr. De hecho, lo que para España era un riesgo es lo que estimuló a varios criollos dispersos en América a apoyar en distintos momentos la opción carlotista, como fue el caso del grupo ilustrado porteño y luego el de algunos diputados americanos en Cádiz29. Los planes de la princesa fueron, pues, mutando y recibiendo distintas lecturas que oscilaban entre considerarlos una prenda de pacificación en el Nuevo Mundo hasta un grave peligro para propios y ajenos.
Carlota no pudo concretar ninguno de los viajes que proyectó desde su sede en Río de Janeiro. La Corte de Braganza se movió, alternativamente, limitando los ímpetus de la princesa de actuar de manera independiente, pero apoyando sus planes cuando lo consideró oportuno en pos de ganar en -y desde- América el poder que Portugal nunca había podido tener en el concierto europeo. La idea de refundar un imperio americano y un nuevo ethos expansionista estuvo en la base de la diplomacia lusa, que supo utilizar a la infanta española para sus propios intereses y alentar la idea de unidad de las dos coronas dominada por Portugal.
A pesar de estas frustraciones, Carlota logró en los trópicos lo que no había tenido en el Viejo Mundo: un protagonismo político en el que se identificó más que nunca con los intereses de España -en detrimento e incluso, muchas veces, en oposición a los de Portugal- y amplificó sus conexiones con el mundo hispanoamericano, Atlántico y Mediterráneo. Privada del contacto con su familia, sobrevivió su exilio en aquel destino exótico creando nuevos vínculos y valiéndose de aquellos que le otorgaba su privilegiada posición dinástica. Sus cartas hasta 1814, cuando Fernando VII fue restaurado en el trono, dejaron de tener aquel tono intimista y familiar con el que se comunicaba con sus progenitores en la etapa lisboeta -en las que no había dejado de ostentar sus ambiciones políticas y su inconformismo a resignarse al destino de garantizar una descendencia real- para adoptar el tono propositivo de la nueva política inaugurada con el proceso revolucionario en el que se expresa también su bien ganada fama de intrigante.
2. De anfitriona en el Congreso de Viena a la Viena de los Trópicos
En el marco de la reconfiguración del tablero internacional que impuso la Restauración monárquica en Europa y el legitimismo que inspiró al Congreso de Viena y la Santa Alianza, la trayectoria de Carlota se conectará con la de Leopoldina de Habsburgo. Pero antes de que sus destinos se cruzaran, la infanta española reeditó el sueño del viaje a su tierra natal a través de sus hijas. Apenas tuvo conocimiento de que su hermano había regresado al trono, que cortó todos sus proyectos pergeñados en los años anteriores, Carlota restableció contacto con Fernando VII en mayo de 1814. A partir de allí se inició un intenso intercambio epistolar en el que la infanta se convirtió en la principal promotora de un nuevo enlace dinástico entre dos de sus hijas y sus dos hermanos Borbones -el rey y el infante Carlos María Isidro- y en la más férrea defensora de las posiciones antirrevolucionarias y de los intereses españoles en América30.
Con la revolución derrotada en Europa pero extendida en Hispanoamérica, los gabinetes de España y Portugal negociaron el doble matrimonio y regresaron a una alianza dinástica que prometía aunar fuerzas en el Nuevo Mundo para reprimir las insurgencias. No obstante, al igual que en el pasado reciente, esa alianza luso-hispana estaría condenada a sufrir los embates de intereses divergentes dentro del escenario internacional. Los contratos matrimoniales quedaron a cargo del más íntimo círculo carlotista, tanto en Río de Janeiro como en Madrid y, hasta último momento, Carlota se propuso acompañar a sus hijas, tal como expresan sus cartas en esos meses en las que se refleja su intensa ilusión de regresar a España. Pero la muerte de su suegra, la reina María I, sumada al temor de que su alejamiento de Brasil la perjudicara en sus ambiciones de influir en la Corte de Braganza, la hizo abandonar el plan. Luego de dos años de negociaciones, las princesas portuguesas iniciaron el cruce del Atlántico en julio de 1816 para celebrar las bodas con sus tíos. Los festejos, sin embargo, se vieron empañados porque, en esos mismos días, las tropas portuguesas avanzaron sobre la Banda Oriental del Plata para tomar posesión de Montevideo. Un avance que conmocionó a España y al concierto de potencias, al considerarse dicho territorio de dominio hispano31.
Fue precisamente en esa coyuntura cuando comenzaron en 1816 las tratativas para casar al príncipe Pedro de Braganza, el mayor de los hijos varones de Carlota, que culminaron con el traslado de la princesa austríaca a Brasil. Ante la expectativa de la mayoría de los portugueses que habían quedado en el Viejo Mundo, y especialmente de Inglaterra, sobre el pronto regreso de la familia real a Portugal, una vez vencido definitivamente Bonaparte, João de Braganza parecía estar cada vez más afincado en América. En el nuevo contexto diplomático, Portugal se sentía más libre que en el pasado. Su lejanía del escenario europeo y el pretexto de estar rodeada de la amenaza revolucionaria hispanoamericana le permitían compensar la debilidad que había experimentado siempre en el Viejo Mundo. Los lusos ganaban así mayor autonomía respecto de Gran Bretaña que -desde el siglo XVIII y especialmente después de custodiar el traslado de la Corte desde Lisboa a Brasil- venía ejerciendo una suerte de protectorado sobre Portugal, y podían buscar nuevos aliados para lanzarse a una empresa que, como la de la Banda Oriental, los consolidaba en su política americana. Tal consolidación se pudo advertir cuando en diciembre de 1815 el príncipe regente elevó a Brasil a la categoría de Reino Unido a Portugal y Algarves, con lo que dotó a su nueva sede de la calidad que requería ser la capital de esa monarquía bioceánica32.
En ese escenario, João de Braganza negoció el casamiento de su hijo con la archiduquesa Leopoldina de Habsburgo, hija del emperador de Austria, Francisco I, una pieza fundamental del nuevo concierto de potencias europeas. Desplazaba así el conflictivo enlace dinástico con España para buscar nuevos horizontes. El interés de Austria en el enlace no era ajeno a la expectativa de consolidar la monarquía en América, en sintonía con el espíritu absolutista que lideraba, y los vínculos comerciales con el Nuevo Mundo. Las tratativas estuvieron a cargo del embajador luso en Viena y del poderoso ministro austríaco, el príncipe de Metternich.
Leopoldina, a los 17 años, se había convertido en la anfitriona de la intensa vida política y social que tuvo a Viena por capital del mundo occidental desde finales de 1814. Los problemas de salud de su madrastra, la emperatriz María Ludovica, y la particular situación por la que atravesaba su hermana mayor, María Luisa de Habsburgo, la habían colocado en ese lugar protagónico que la princesa aceptaba con resignación, sin encontrar especial atracción por las grandes fiestas celebradas casi a diario en su palacio. María Luisa se hallaba recluida en el palacio de Schönbrunn, y a partir de 1816 en Parma por haber sido la esposa del ahora vencido Napoleón Bonaparte, quien desde su aislamiento se convirtió en la confidente de Leopoldina con la que mantendrá una intensa correspondencia33.
La figura de la archiduquesa ha sido también objeto de diversos estudios biográficos y de relatos no menos estereotipados que los que recibió Carlota Joaquina, aunque la imagen de la princesa austríaca estaría en las antípodas de ésta, destacándose siempre su personalidad abnegada y dispuesta a todos los sacrificios34. Leopoldina había recibido una cuidada educación y profesaba una profunda religiosidad, propia del clima que se respiraba dentro de su Corte. Pero además estaba familiarizada con la nueva sensibilidad del romanticismo alemán -su madrastra cultivó una relación de amistad con el poeta Von Goethe- y desarrollaba un gran interés por las ciencias naturales. Su padre, un amante de la botánica y la zoología, había incentivado la curiosidad de su hija por tales disciplinas, en especial por la mineralogía.
Este mosaico formativo colaboró a que la primera reacción de la princesa ante la decisión paterna de enviarla a Río de Janeiro fuera muy positiva. Las cartas que le envió a su hermana antes de iniciar el viaje dan cuenta de una mezcla de entusiasmo, moldeado en clave romántica con una alta dosis de resignación religiosa a que su destino era contribuir con la Santa Alianza para recomponer un orden que se pretendía transatlántico. Una resignación que, por un lado, se veía atenuada por la convicción de un pronto regreso a Europa, y por el otro, rodeada del manto de incertidumbre acerca de cuál sería el futuro de la monarquía lusa en su doble pertenencia a ambos mundos. Así se lo expresaba a María Luisa en noviembre de 1816:
“Soy feliz, soy feliz, hago la voluntad de mi amado padre y puedo al mismo tiempo contribuir para el futuro de mi amada patria, con las oportunidades que surgirán de nuevos contratos comerciales; además de esto, la opinión general no sólo de los portugueses sino de todos los viajantes, es que el príncipe tiene mucho sentimiento, buen corazón y amor por sus padres […]; de aquí a dos años podré estar de vuelta en Europa, pues el príncipe o el rey volverán para Lisboa y, aunque sea este último, tendremos el pretexto de hacerle una visita de cuando en cuando”35.
Luego de realizarse en Viena, con toda pompa, el casamiento por procuración como era habitual en los enlaces dinásticos, Leopoldina fue instrumento de la presión británica sobre la corte austríaca para torcer su rumbo transatlántico. La revolución de Pernambuco había retrasado la partida de la princesa e Inglaterra pretendía que su destino final fuera Lisboa, para reunirse allí con la familia real portuguesa. Pero Francisco I mantuvo su compromiso y en agosto de 1817 partió su hija hacia Brasil, en una nave portuguesa, mientras partía también el cuerpo de diplomáticos austríacos que iba a instalarse a Río de Janeiro y una misión científica destinada a explorar diversas regiones brasileñas. Su viaje fue, sin duda, mucho más confortable que el realizado una década atrás por la Corte de Braganza, según describía la propia princesa:
“Mi apartamento en el navío se compone de una sala, ornamentada de blanco y plata; una sala para comer, decorada de paño de color y diversos emblemas; una galería […], muchos sillones y un sofá […]; un magnífico piano; […] el dormitorio es todo pintado de oro […] la cama está suspendida y tiene […] tres colchones, muy bien preparados, una mesita con un magnífico lavatorio de plata y caja de espejo y un trousseau que contiene muchos artículos para distracción”36.
Luego de tres meses de travesía, la esperaba una Corte ya plenamente instalada y consolidada, con una ciudad engalanada para celebrar la gran boda. Los dos escudos unidos de Portugal y España que habían decorado la plaza del Rossio en Lisboa para oficiar el enlace de sus suegros fueron reemplazados por las armas del ahora Reino Unido de Brasil, Portugal y Algarves, y las águilas del imperio austríaco, entre otros motivos de ornamentación. A diez años de ser la sede imperial, Río de Janeiro se presentaba como “otra Europa” o “una nueva Europa posible”37. El casamiento de los príncipes y, pocos meses después, la aclamación de João como rey -quien supo resistir las presiones para que este acto tan cargado de simbolismo se realizara en Europa- representaron los acontecimientos más fastuosos de la permanencia de la Corte en Brasil y dos hechos inéditos en territorio americano, al ser la primera vez que se celebraba una boda real y la coronación de un rey de origen europeo38.
La descripción de Leopoldina sobre su llegada ostenta una suerte de curiosidad naturalista, que recuperaba las imágenes de los viajeros que la princesa conocía bien a través de sus lecturas y cultivada instrucción: “puedo describir la primera impresión que el paradisíaco Brasil causa a cualquier extranjero”39. Pero la ciudad no dejaba de ser un espacio en el que la nobleza vestida a la francesa coexistía con indígenas, esclavos y libertos oriundos de África. Ante ese verdadero “laboratorio racial” que, como indica Lilia Moritz Schwarcz, llamó tanto la atención de los viajeros, artistas y científicos que abundaron en la etapa joanina en Brasil, Leopoldina manifestó su curiosidad de viajera40. La princesa representaba ese choque cultural dentro del imaginario de época de una naturaleza exótica:
“Lo que es muy exquisito aquí son en primer lugar las diversas y lindas plantas y los pájaros con garras; los diversos colores de la piel de los salvajes; sus vestimentas y danzas también son singulares, por eso no deben ser vistas por solteros […]; es imposible de ver algo tan indecente, quedo sudando y casi muriendo de vergüenza”41.
Luego de estas primeras impresiones, el proceso de adaptación de Leopoldina a la vida de la Corte tropical pasó por las dificultades propias de un espacio que, aunque quisiera ser “otra Europa”, estaba lejos de poder ofrecerle las distracciones y, sobre todo, la sociabilidad cultural a la que estaba acostumbrada. Además de este contraste, la vida familiar de su marido distaba mucho de la que había tenido en Viena. Sus cartas revelan la imagen negativa que se formó rápidamente de su suegra, Carlota Joaquina, de cuya fama de intrigante ya estaba advertida. El encuentro vino a corroborar aquellos rumores, según le escribió a su hermana en diciembre de 1817: “se comporta de manera vergonzosa; en lo que me atañe, tengo todo el respeto posible por ella, pero lealtad y consideración son imposibles”42. A las desavenencias familiares de los Braganza se sumó la variable política que también había afectado significativamente el arribo de su suegra a tierra carioca. La vida de Leopoldina, como la de Carlota, se vio atravesada por las convulsiones que afectaron a la monarquía portuguesa a ambos lados del Atlántico y por las intrigas que, dentro de la propia Corte, abundaban.
¿Cómo experimentó la archiduquesa austríaca los vertiginosos cambios políticos que la tuvieron como protagonista? La correspondencia con su padre y su hermana, interlocutores preferidos en esos años, exhibe su inicial resignación a llevar adelante una vida bucólica en la naturaleza tropical, cumpliendo su mandato de buena esposa y madre de la descendencia dinástica -que se concretará a partir de 1819- y el gradual desencanto ante un marido que se distanciaba cada vez más de la imagen romántica que supo forjar al comienzo, y las rencillas familiares y políticas que la condenaban al aislamiento en la vida de palacio. Así lo expresaba unos meses antes del nacimiento de su primera hija, María de Gloria: “La conciencia del deber puede apaciguar un poco el corazón para no sucumbir […] podría decir que también estoy sola aquí, pues veo tantas actitudes contrarias que no consigo dormir, y no sé si tengo un amigo en mi esposo y si soy realmente amada”43.
Esa vida, que la limitaba a su función de esposa y madre, se vio repentinamente convulsionada por los acontecimientos europeos, ante el estallido de la revolución liberal en Porto en agosto de 1820, precedida por la ocurrida en España y luego expandida a otras regiones del continente. Los acontecimientos que siguieron son muy conocidos: la presión de las Cortes liberales reunidas en Lisboa para que la familia real regresara definitivamente a Portugal, la efervescencia que las novedades desataron en Brasil, los debates sobre el futuro de la monarquía y las dudas del rey acerca de si debía permanecer en Río de Janeiro y enviar a su hijo Pedro como regente a Portugal. Leopoldina pidió consejos a su padre, donde le advertía su preocupación “por el feo fantasma del espíritu de libertad [que] domina completamente el alma de mi esposo”, contrarios a los de su suegro, que “está totalmente imbuido de los antiguos y buenos principios” que ella profesaba; a saber, “aquellos que me fueron inculcados en la más tierna infancia y que yo misma amo, sólo obedecer a la patria, al soberano y a la religión”44.
Esta profesión de fe sobre los principios de la Santa Alianza no impidió que ese hábito de obediencia fuera contestado cuando todo indicaba que su marido viajaría a Portugal y la dejaría a ella en Brasil, con la anuencia de la diplomacia austríaca: “Con amargura veo que mis coterráneos austríacos se comportan muy mal y, en vez de hablar con celo en mi favor, en una situación en que se trata de mi felicidad doméstica y de mi sosiego del alma, insisten en que yo sea dejada aquí”45. La firme presión que Leopoldina ejerció sobre el rey para evitar la partida de su marido a Lisboa, o en su defecto para acompañarlo a su destino europeo, confluyó con las presiones de los liberales portugueses para que João regresara a jurar la Constitución en marcha que pondría fin al poder absoluto del monarca.
Pedro quedaba, pues, como príncipe regente en Brasil mientras el resto de la familia Braganza, con una comitiva de casi 4.000 personas, emprendía el regreso a su antigua sede en abril de 1821. Los destinos de las dos princesas transatlánticas, que se cruzaron en 1817, volvían a bifurcarse cuatro años después. Carlota Joaquina, que tanto se había resistido al cruce del océano en 1807, cumplía ahora el sueño del regreso, pero en un clima político completamente adverso a las convicciones absolutistas que siempre demostró tener y que se vieron aún más consolidadas al ser testigo en tierra americana de las revoluciones extendidas en los dominios hispanos. Una vez en Lisboa, Carlota se convirtió en la figura más notable y polémica de Portugal al rehusarse a jurar la constitución liberal sancionada por las Cortes. Este rechazo la condenó al encierro en Queluz y la colocó como figura prominente del partido absolutista46.
Leopoldina, en cambio, comenzará a mutar en esa coyuntura hacia un papel político que nunca ambicionó ni se había propuesto tener, que la condujo a atenuar los “antiguos y buenos principios” que profesaba desde pequeña y a aceptar el destino que le tocó cumplir al ser coronada como primera emperatriz de un Brasil independiente gobernado por su marido, el emperador Pedro I. En el proceso que condujo a dicha independencia, la princesa fue perdiendo la esperanza de un regreso a Europa y, luego de procurar la unidad de la monarquía portuguesa a ambos lados del Atlántico, asumió la importancia de mantener unido a Brasil bajo una forma monárquica imperial, aunque ésta deviniera en un imperio independiente y constitucional47. Pocos días después de la declaración de la independencia, Leopoldina le escribía a su padre:
“Según todas las noticias confiables de nuestra madre patria infiel, la única conclusión a la que se puede llegar es que su Majestad, el rey, está siendo mantenido por las Cortes en una prisión elegantemente disfrazada; nuestra partida a Europa es imposible porque excitaría el noble espíritu brasileño; y sería la mayor ingratitud y el más grosero error político si todos nuestros esfuerzos no tendiesen a garantizarnos una noble libertad, conscientes de la fuerza y grandeza de este bello y floreciente imperio. El [imperio] que nunca se someterá al juego de la Europa podrá, entretanto, con el tiempo, dictar leyes”48.
La posición intransigente de las Cortes liberales de retrotraer a Brasil a la condición de una colonia portuguesa reafirmó en Leopoldina su destino brasileño. La ruptura con Portugal era una ruptura con Europa y la americanización definitiva de un imperio de nuevo tipo. Así, el mundo de referencias con el que la archiduquesa, devenida en emperatriz, había realizado su viaje transatlántico se vio profundamente trastocado. El propósito de contribuir a la restauración del orden absolutista que la Santa Alianza pretendía a ambos lados del Atlántico era reemplazado por el de mantener una monarquía independiente, que buscaba neutralizar la expansión de las formas republicanas que estaban asumiendo los territorios hispanos independizados de su metrópoli.
En esta nueva etapa de su vida, cuando su marido se ausentó para pacificar los conflictos internos en diversas regiones que amenazaban romper la unidad del flamante imperio, Leopoldina se vio obligada a asumir la regencia del reino, a pesar de que, como ella misma confesaba, “nunca deseé ni amo gobernar”49. Cumplía así, abnegada pero convencida de su nuevo rol político, lo que Carlota siempre había soñado y ambicionado. Y, como su suegra, también vio el rápido deterioro de su matrimonio, aunque Leopoldina lo asumiera con la profunda desilusión que emanaba de su siempre renovada mirada romántica.
El aislamiento y las intrigas palaciegas que sufrió en esos convulsionados años tuvieron un breve alivio al llegar a Río de Janeiro María Graham, la viajera y escritora inglesa que arribaba desde su estancia en Chile para hacerse cargo de la educación de sus hijas. Con ella pudo disfrutar de largas conversaciones y recuperar una sociabilidad cultural que creía perdida. Pero esa compañía resultó efímera por las resistencias que tuvo dentro de las damas del palacio, ante las novedades que María Graham imponía en la educación de las princesas. El testimonio de la viajera inglesa sobre esa experiencia revela el endogámico mundo de referencias de esas damas que la consideraban una “segunda extranjera” y que “habían siempre lamentado la política que había casado al joven jefe de la Casa de Braganza con una extranjera, en vez de una tía o una prima, como había sido la costumbre invariable en las casas reales de España y Portugal”50.
La perspectiva optimista con la que la archiduquesa austríaca había arribado a las tierras exóticas de los trópicos, estimulando su curiosidad naturalista, se trocaba por una representación hostil del nuevo hogar, tanto en su dimensión natural como en la política y la social, según le confesó a María Graham tiempo después: “Pues aquí, en esta verdadera selva, que todavía está en el tiempo anterior a la destrucción de Babilonia (y puede ser llamada, con justicia, de una nueva Babilonia y de Torre de Babel!!!) estamos privados de los más simples recursos”51. La metáfora de la selva y de la Torre de Babel no podría ser más ilustrativa del último tramo de la vida de Leopoldina.
El 11 de diciembre de 1826, diez meses después del fallecimiento del rey João VI, moría la emperatriz de Brasil, a los 29 años de edad. En la carta que dictó para su hermana tres días antes de su muerte exhibía el costo final de aquel viaje transatlántico, al dejar allí a sus hijos “que huérfanos van a quedar en poder de sí mismos o de personas que fueron autores de mis desgracias, reduciéndome al estado en que me encuentro […] Mucho y mucho tendría para decirte, pero me faltan fuerzas para recordar tan horroroso atentado que será sin duda la causa de mi muerte”52.
Conclusiones
La imagen que la prematura muerte de Leopoldina dejó en la memoria histórica brasileña es la de una paladina de la independencia que supo cumplir el rol político que le asignó su linaje y las circunstancias que le tocó vivir. La imagen de Carlota Joaquina, en cambio, ha sido mucho más controvertida al convertirse en protagonista de las leyendas negra y dorada que de ella construyeron, respectivamente, los liberales y absolutistas lusos e hispanos. Carlota, luego de ver frustrados todos sus planes con epicentro en la política española -incluida la alianza dinástica que ella misma promovió al fallecer en 1818 su hija María Isabel, esposa de Fernando VII, sin dejar descendencia- volcó sus energías a jugar un papel preponderante en la política portuguesa. Las disputas que continuaron la tuvieron como activa participante y líder en las sombras del partido absolutista, donde volvió a confrontar contra su propio marido y luego contra su hijo, Pedro, al apoyar los golpes y conspiraciones contra el movimiento constitucionalista y al promover al trono de Portugal al infante Miguel, coronado finalmente como rey absoluto en 1828. Carlota murió en 1830, en su palacio de Queluz, en un contexto en el que los destinos de sus dos hijos varones entrarían definitivamente en conflicto, al erigirse en los candidatos reales de las fuerzas políticas en pugna.
A su vez, pocos meses antes de la muerte de Leopoldina, la alianza luso-austríaca actuó en pos de resolver los conflictos dinásticos y políticos surgidos con el fallecimiento del rey João VI. El canciller austríaco, Mettetrnich, estuvo detrás de la iniciativa de promover la abdicación del sucesor a la Corona de Portugal, el emperador de Brasil Pedro I, y de casar a su hija mayor de siete años, María de Gloria, con su tío Miguel de Braganza, quien luego de protagonizar las asonadas absolutistas se había exiliado en la Corte austríaca hasta regresar en 1828 para asumir la Corona portuguesa y abolir la constitución liberal. El destino de esta princesa nacida en Brasil, que recorrió diversas cortes europeas hasta poder asumir como María II, reina de Portugal, luego del regreso de su padre a Europa y de lograr la anulación del matrimonio con su tío Miguel, desalojado finalmente del trono, revela las peripecias de estas viajeras transatlánticas prisioneras del privilegio de su linaje.
Aunque Leopoldina no pudo conocer el derrotero de su hija, aquel enlace la inquietaba mucho por la ganada fama de su cuñado de hombre rústico y sin instrucción ni modales. El matrimonio pergeñado por su marido y la diplomacia austríaca la hizo reflexionar al final de su vida sobre el destino de las princesas viajeras, según le confesaba a su hermana: “pueden hacer un casamiento feliz y nosotras, pobres princesas, somos como dados que se juegan y cuya suerte o azar depende del resultado”53.
Los dados a los que hacía referencia la emperatriz de Brasil siguieron su juego en una historia cruzada por disputas dinásticas, políticas, ideológicas y diplomáticas, que no son objeto de análisis de este artículo. Pero lo que sí interesa subrayar es que esos dados, que en nuestro caso remiten a las princesas viajeras transatlánticas, habían comenzado a jugar un juego en el que sus reglas cambiaron sobre la marcha. Los diversos mundos que, siguiendo las normas y expectativas propias del Antiguo Régimen las casas soberanas buscaron conectar a través de Carlota Joaquina y de Leopoldina -España y Portugal, Europa y América, el Mediterráneo y el Atlántico-, estuvieron atravesados por la explosión revolucionaria y por el consiguiente descalabro que exhibió el tablero inicial del juego. La Revolución Francesa vino a trastocar el destino ibérico de Carlota Joaquina, mientras que la apuesta de la Santa Alianza de regresar al mundo prerrevolucionario, que había llevado a Leopoldina de la Viena europea a la Viena de los trópicos, no pudo frenar ni el movimiento liberal portugués ni la independencia de Brasil. Ambas princesas fueron dados en un juego de conexiones que se frustraron en sus designios programáticos iniciales. Pero también fueron testigos y protagonistas de un tránsito que modificó para siempre las escalas de los mundos que supieron habitar: el que comenzó a poner fin al primer proceso de mundialización para dar lugar al primer gran proceso de descolonización.