Introducción
En este trabajo indagaremos acerca de los modos en los cuales entendían la sexualidad y el género aquellos hombres heterosexuales que mantenían relaciones sexuales con maricas y jotas1 en Buenos Aires y en México en el pasado reciente.
Hasta hace muy poco, las jotas y las maricas ―figuras preponderantes de las culturas sexuales que analizamos― tenían una adscripción femenina que se plasmaba en una relación con un hombre heterosexual, que adquiría ribetes miméticos en las relaciones heterosexuales prototípicas. Esta relación no impugnaba ni la heterosexualidad ni la masculinidad del miembro de la pareja que no veía invertido su rol: en estas décadas, la moral sexual de las clases populares facilitaba que las prácticas insertivas con otros varones estuvieran plenamente disponibles y libres de estigmas para la mayor parte de los varones heterosexuales jóvenes de clases populares. Estos modos de relacionarse plantean importantes diferencias con los que hoy en día orientan nuestros modos de entender la sexualidad, el género y el deseo. Tampoco son asimilables ni a las homosexualidades ni a las heterosexualidades contemporáneas: ambas han cambiado de forma notable.
Tres supuestos articularán este escrito. En las décadas del cincuenta, sesenta y setenta, las relaciones entre maricas y varones heterosexuales jóvenes de clases populares eran frecuentes, no eran objeto de estigmatización en la comunidad de pares y no generaban una identidad diferencial para los participantes heterosexuales. En segundo lugar, entendemos que estos hombres no eran considerados heterosexuales “a pesar” de tener sexo con varones, sino precisamente por eso. El penetrar masiva y sistemáticamente ―ya sea a mujeres o a hombres― era un ritual performativo productor de virilidad medular en el modo en el cual se producía, reconocía y negociaba la masculinidad en los barrios populares de México y de Argentina de las décadas estudiadas. Finalmente, sostendremos que las características de estas prácticas y las representaciones que sobre estas construían sus actores guardarán estrecha similitud entre Argentina y México hasta la década del ochenta, para distanciarse a partir de esa fecha.
En este trabajo confrontaremos las representaciones de estas prácticas tanto de las maricas como de los varones heterosexuales que las penetraban. Para indagar sobre la perspectiva de las maricas, estudiaremos un corpus compuesto por materiales en primera persona producidos por ellas, conformado por autobiografías, boletines, documentos del activismo y un conjunto de historias de vida. Para el caso de México, además, compararemos dos etnografías. La de Carrier2, cuyo trabajo de campo se realizó entre 1969 y 1971, y la de Prieur3, cuyas observaciones se realizaron veinte años después, entre 1989 y 1991. Por otra parte, los sentidos de los chongos se estudiarán a partir de un corpus de expedientes judiciales de las Fuerzas Armadas argentinas sobre delitos contra el honor militar y en un conjunto de expedientes del Consejo Tutelar de Menores Infractores de la ciudad de México.
El artículo se organiza en cuatro partes. En la primera sección, se reconstruye el fenómeno desde la mirada de las maricas, con el objetivo de mostrar que el sexo con hombres heterosexuales era buscado activamente por aquellas. En la segunda sección, proponemos recomponer el mapa desde la mirada de mayates y chongos: el modo en el cual maricas y jotas llamaban a los varones heterosexuales que accedían a penetrarlas en México y en Argentina, respectivamente. Por último, esbozaremos una comparación entre los modos en los cuales estos patrones de relaciones declinaron en Argentina y México. Mientras que en el primer país estos modos de relaciones son excepcionales desde la década del ochenta, en México, vestigios de estos son aún legibles, aunque cada vez más solapados con las nuevas masculinidades juveniles que habilitan la experimentación y la heteroflexibilidad, y reinterpretados a través de la apropiación y resignificación de los paradigmas posidentitarios “de moda” en los circuitos intelectuales de las clases medias.
Consideraciones iniciales
Históricamente, las prácticas e identidades de los hombres heterosexuales que buscaban ser felados por jotas y maricas en baños públicos y salas de cine se constituyeron en un problema para activistas y académicos.
Ya desde los setenta, para la mayoría de los activistas gais argentinos y mexicanos, estos varones serían homosexuales reprimidos, a los que la homofobia internalizada no les permitiría una asunción de su verdadera identidad sexual4. Tales miradas entendían que estos hombres heterosexuales, que penetraban circunstancialmente a otros hombres, en realidad serían “gais reprimidos” o depositarios de cierta “homofobia internalizada”, y que ellos asumirían su homosexualidad en paralelo con el tránsito de las sociedades subdesarrolladas hacia sociedades más permisivas e igualitarias5.
A partir de los ochenta, algunos investigadores problematizarán estas posiciones. Desde un enfoque que privilegia las representaciones, antes que “lo que las personas hacen de hecho”6, Fry, en el caso brasilero, sostiene que “los machos que se cogen a una bicha, no son clasificados de modo diferente a los hombres verdaderos […] y no difieren de ninguna manera de los machos que se cogen a una mujer”7. Para Perlongher, esta aparente contradicción entre identidades y prácticas no se resuelve: el imperativo de la identificación se disuelve en el deseo del miché8. Por su parte, Figari vuelve a señalar lo inconducente de constreñir el deseo en identidades fijas ajenas a los sujetos y agrega una preocupacion ética: respetar la identidad autopercibida de los sujetos es un deber ético fundamental que debe guiar toda producción de conocimiento sobre lo social9.
Estos autores coinciden en señalar que los varones que penetran a jotas y maricas no son homosexuales. Este texto parte de estos postulados y los lleva un paso más allá: no solamente no puede decirse que mayates sean homosexuales, sino que además ―como demostraremos en este escrito― el mayatismo puede interpretarse como un dispositivo fundante de la heterosexualidad.
Las investigaciones que realizamos en Argentina y México, se asemejan a las que Roger Lancaster10 efectuó en Centroamérica. Lancaster señala que en Honduras se dice que uno no se convierte en hombre hasta que no se coge a un culero y a dos mujeres. En igual sintonía, en Nicaragua, un hombre puede ganar prestigio de macho recio cogiéndose cochones11, del mismo modo en que se lo gana cogiéndose mujeres. Como veremos en este artículo, el penetrar a maricas y jotas no es una práctica sexual marginal que ha sido normalizada, sino que, por el contrario, constituye uno de los modos principales por los cuales se construye la heterosexualidad viril entre las clases populares latinoamericanas en el pasado reciente.
Para desplegar estas argumentaciones, partiremos de algunos postulados clásicos de la teoría queer. A fines de la década del ochenta, la teoría femenista se ve sujeta a una reformulación constructivista que redefine el concepto mismo de género. A la luz de la teoría queer, no entenderemos a la identidad como un núcleo ontológico, sino como una serie de prácticas discursivas que, más que expresar, producen cuerpos e identidades de acuerdo a una matriz heteronormada12. La identidad no expresa un núcleo ontológico anterior ―susceptible de ser negado o asumido―, sino que produce la ilusion de la existencia de este. En este sentido, una identidad sexual no puede ser verdadera o falsa, ya que no existe una identidad inherente a ciertas prácticas que se pueda obturar o liberar. No hay una homosexualidad prediscursiva originaria e impermeable a la significacion que signe de falsedad la heterosexualidad de chongos y mayates. Asignarles una identidad homosexual inconsciente a personas que se perciben y son percibidas por otros como heterosexuales supondría la existencia de la homosexualidad como un núcleo ontológico anterior a la significacion, que determinaría estas prácticas y que, a menos que se lo obturase, se expresaría de forma inevitable.
Pero, además, no sólo es improcedente decir que los mayates sean homosexuales, sino que, como hemos ya descripto, el mayatismo puede interpretarse como un dispositivo fundante de la heterosexualidad. Chongos y mayates no son considerados heterosexuales, a pesar de penetrar hombres, sino que lo son precisamente por eso. A diferencia de otros autores para los cuales el penetrar a jotas y maricas constituye una práctica liminar dentro de los marcos de la normalidad sexual, para nosotros será un nudo central de las experiencias de la heterosexualidad que analizamos.
Para Wittig13, una lesbiana no es una mujer, ya que lo que define el término mujer no es algo del orden de lo orgánico o de lo fisiológico, sino su posición en el marco de una economía política heterosexual. La heterosexualidad, para la autora, es un régimen político, no una clase de relacion que se da entre dos tipos particulares de cuerpos. Si la heterosexualidad no es un tipo particular de relación, sino un régimen político, las relaciones entre machos y maricas deberían entenderse siempre como heterosexuales.
Si miramos las posiciones estructurales que maricas y mayates ocupan en el marco del contrato heterosexual, y si -como esperamos demostrar- penetrar analmente a una marica constituye un ritual performativo que produce masculinidad heterosexual y -por tanto- un modo de (re)citar y actualizar las jerarquías de género, no creemos estar siendo demasiado provocadores ni extremadamente constructivistas al afirmar que las relaciones entre varones a las que nos hemos referido aquí pueden ser consideradas como la versión más acabada de la heterosexualidad.
Antes de continuar, es necesario contextualizar la mencionada aceptación de estas prácticas, pues constituiría un error metodológico derivar su aceptación de su masividad. De igual modo, también constituiría un problema el deducir su carácter secundario de su desaprobación en algunos ámbitos. Al igual que la infidelidad o el consumo de prostitución, el sexo con jotas y mayates funda la masculinidad en ciertos ámbitos, aunque su ejercicio no es plenamente reivindicable en otros.
Las observaciones que presentaremos se focalizarán en los varones jóvenes de clases populares. Es necesario ubicar estas tres dimensiones ―genérica, etaria y de clase―, en cuya intersección se ubica el fenómeno que nos interesa.
En primer lugar, la dimensión de género. En las décadas estudiadas, entre los trabajadores asalariados sin calificación existían espacios amplios de sociabilidad masculina exclusiva que incluían, entre otros nodos, la fábrica, la cancha, el prostíbulo, el bar y la calle. Estos lugares habilitaban una extensa cultura masculina, en la cual construían espacios de reconocimiento e identificación ajenos a las miradas de las mujeres. Posiblemente, las prácticas sexuales que describimos en este trabajo, y que eran objeto de celebración y orgullo en muchas barras de adolescentes en los suburbios, hubiesen sido consideradas una infamia ―aunque no causa de anormalidad sexual― desde la perspectiva de sus compañeras, madres y esposas.
En segundo lugar, la dimensión etaria. Las relaciones que describimos son aceptadas y frecuentes en el mundo de la sociabilidad juvenil prematrimonial, pero empiezan a menguar cuando los varones jóvenes comienzan a mantener una relación heterosexual estable, y se espera que cesen con la adultez y el matrimonio. Las excepciones, sin embargo, tampoco son raras. Un trabajador adulto casado que alguna vez es felado por una mariquita en un baño del metro contará a sus amigos la situación con sorna y no con vergüenza.
En tercer lugar, la dimensión de clase. En las décadas estudiadas, este fenómeno no era mayoritario entre las clases medias intelectuales ni en las élites de las grandes ciudades, en las cuales los homosexuales seguían el modelo del “entendido”14, influenciado por las lecturas de los movimientos homófilos europeos, y se identificaban con cierta “sofisticación” intelectual que contraponían a las culturas sexuales de las clases populares15.
A su vez, estas relaciones no eran reconocidas por la moral oficial de las clases dominantes, la cual castigó las prácticas homoeróticas a lo largo del siglo XX. Desde los sentidos de las élites, encarnados en los discursos médicos y jurídicos, si bien se reconocía la presunta existencia de un instinto sexual masculino irrefrenable, se sostenía que los varones debían ser capaces de contenerlo16. Pero, por otro lado, durante el siglo XX, las élites fueron muy poco eficientes en su objetivo de moralizar las costumbres ligadas a la sexualidad y el género de las clases populares. En lo que podríamos delimitar analíticamente como el conjunto de los sentidos y prácticas sexuales ligados al sexo entre varones, el escenario mostró cierta continuidad a lo largo de todo el siglo, con importantes similitudes a nivel regional: los modos de interpretar el sexo y de habitar el cuerpo de maricas y jotas en Argentina y México serán análogos. Este proceso exhibirá una inflexión importante recién a fines del siglo pasado. Las masculinidades heterosexuales y homosexuales serán objeto de una serie de cambios que tendrán diferentes características en Argentina y en México, y que transformarán los modos que tenían los varones de relacionares en términos afectivos y sexuales.
Los relatos de las maricas ancianas
Como ya adelantamos, maricas y jotas se definían por cierta identificación con la feminidad, por lo que su expresión de género se plasmaba en una adscripción a los roles tradicionales de la mujer y de la esposa dentro de la relación con un hombre verdadero. En este marco, sólo aceptaban como pareja a hombres estrictamente heterosexuales.
En sus crónicas, Anabitarte refiere que una marica, poniendo al tanto al grupo de amigos sobre su última relación, comenta: “Rompí con él, claro, me contaron que le gustan los hombres”17. Por su parte, Juan ―una jota mexicana― relata: “trataba de averiguar que la persona no frecuentase homosexuales, si me daba cuenta de que había tenido otras relaciones (homosexuales) cortaba inmediatamente. […] Focalizaba en hombres casados, pensando que eran impolutos”18.
Ni jotas ni maricas aceptaban compañeros sexuales que no fuesen lo “suficientemente hombres” y se desvelaban afanosamente en encontrar parejas heterosexuales. Alberto19, por ejemplo, mencionó haber puesto a prueba a su marido en una oportunidad, para corroborar cuán hombre resultaba: “Él no era afeminado para nada, él era muy masculino, incluso una vez que estábamos haciendo el sexo, quise tocarle el orto y, ¡no!, me dio un cachetazo. Fue una cosa como para probarlo porque yo he sido como muy pasivo siempre”. Acariciar las nalgas de una pareja -o reaccionar con violencia cuando las propias son rozadas- también es en México un mecanismo para corroborar o para defender la masculinidad: independientemente de la elección de objeto sexual, es la intangibilidad del ano la que se convierte en garantía de heterosexualidad.
Las maricas tenían diferentes categorías con las que referirse a sus parejas, según cuán cerca estuviesen de una masculinidad ideal. En Argentina, chongo era la denominación genérica para referirse a cualquier hombre heterosexual, recio, masculino y joven. Chongos eran los varones que las maricas levantaban cuando tetereaban20 en las estaciones de tren, con rozamientos en salas de cine, en vagones colmados o insinuándoseles en los barrios. Para las jotas mexicanas, con similar sentido, mayate es cualquier “hombre macho, joven y heterosexual que tiene contactos sexuales ocasionales de carácter insertivo anal con hombres receptivos anales y afeminados de cualquier edad”21. Chongos y mayates no siempre estaban en búsqueda de sexo con maricas, sino que eran persuadidos por estas, en ocasiones, a cambio de una contraprestación, que podía consistir en algo de dinero, una copa o una noche de hotel. En un mundo en el cual el sexo casual con maricas estaba habilitado para los varones heterosexuales de clases populares, todos estos cuadraban en la categoría de chongos o mayates.
En sus relatos de infancia, las maricas dan testimonio de haber sido buscadas con vehemencia por sus compañeritos. En la adolescencia, algunas fueron “compartidas” por barritas de amigos, a los cuales efectuaban sexo oral en serie, uno tras otro, mientras el resto esperaba su turno22. También Óscar cuenta que los adolescentes visitaban regularmente la casa del puto del barrio para tener sexo: “iban porque no tenían chicas y […] después cuando ya tenían novia o ya tenían plata para pagar, desaparecían”23. En México, Carrier relata cómo los adolescentes heterosexuales no sólo no escondían sus relaciones con jotas de la escuela, sino que alardeaban de ellas. A su vez, no eran considerados homosexuales por sus compañeros. Esto impregna, según el autor, las culturas de tal modo que los varones saben desde muy corta edad de relaciones homosexuales y del estigma asociado con el miembro pasivo y de la reivindicación del activo.
Los fines de semana a la madrugada, después de ir a bailar o de encontrarse con sus novias, los adolescentes del barrio se reunían en la casa de un amigo de Óscar, en Lanús, una localidad de los suburbios del Gran Buenos Aires:
“los muchachos iban a bailar al club con las novias, y después salían del baile, ¿y adónde iban? ‘Ah, vamos todos a la casa de tal que están todas las chicas’. Las chicas éramos nosotros. Claro, salían de bailar, de enroscar con las novias, ¿y adónde se iban a descargar? Era ahí, con las mariquitas”24.
Las anécdotas de Óscar traslucen que, a principios de los sesenta, en los barrios periféricos de las ciudades argentinas, en las barras de jóvenes, el sexo con maricas era no sólo aceptado como un sucedáneo del sexo con mujeres, sino también ampliamente demandado. Pero la anécdota también destaca el carácter colectivo que adquiere para el grupo de pares el compartir a una marica. Muchas veces es, más que una actividad embarazosa individual que se realiza a hurtadillas, una actividad grupal, cuyo divertimento reside precisamente en este carácter colectivo y que refuerza la identidad grupal y el sentido de pertenencia. Sin embargo, a pesar de que la conquista es colectiva, el acto sexual permanece muchas veces en privado. Carrier relata cómo una jota seduce a dos hermanos y un primo de estos en un restaurante. Parten los cuatro bebiendo y bromeando en un auto, pero luego, estacionados en las afueras, la jota espera entre los matorrales mientras los tres jóvenes bajan de a uno a cogérsela mientras el resto espera su turno25. Tanto Prieur como Carrier relatan la dinámica de varias fiestas en las barriadas. Cómo a las mujeres jóvenes no se les permite quedarse hasta tarde, a cierta hora sólo quedan las jotas. Con el consumo de alcohol aumentan los chistes y alusiones sexuales, hasta que la jota se retira a alguna habitación, un baño, o a las afueras del local a recibir a los jóvenes de a uno. El compartir a una jota (o a una prostituta) entre el grupo de amigos deviene un ritual que constituye lazos comunitarios entre varones e instituye a las masculinidades populares en el marco de jerarquías generizadas.
Contrariamente a lo esperado por las historias que caracterizan la experiencia de las maricas como determinada por el aislamiento y la soledad extrema, Óscar dice que la mayor parte de los tiempos, las maricas estaban en pareja. El casorio muchas veces conformaba una instancia formal que se celebraba con una fiesta. Los testimonios dan cuenta de que los eventos de casamiento eran habituales, así como la prensa policial de la época, que registra varias “bodas de invertidos” frustradas por la policía26. Para muchas maricas, el maridaje implicaba dejar la vulnerabilidad de la calle. Para Malva, “muchos maricones trataron de tener su pareja, para tener una vida más tranquila y alejada del fantasma de Villa Devoto”27. A sus ojos, el maridaje
“le evitaba a la marica patear la calle en busca de la encamada, o concurrir a los tugurios que a menudo la ponía al borde de las redes policiales. A su vez al garrote [le daba] la oportunidad de tener a su mariquita para que se ocupara de los quehaceres del hogar […] el ‘garrote’ no era gustoso que su mariquita trabajara fuera de la casa, y por ello fue común que la mantuviera”28.
En esta cita, se evidencian los roles de género actuados en la relación. La marica se ocupaba de las tareas socialmente asignadas a la esposa dentro de los matrimonios heterosexuales de la época, relación a la cual el maridaje intentaba asemejarse. El chongo, por su parte, proveía bienestar económico y protección. Esta protección, sin embargo, tenía una pérdida de autonomía como costo: cuando se estaba casado se dejaba de ir a fiestas, o se iba acompañado, según cuán celoso fuese el marido29. Los chongos encarnaban reproducciones de la masculinidad hegemónica que, además de la “protección” y del sostenimiento económico, tenían su lado indeseable: al igual que en muchos matrimonios heterosexuales, los celos y, muchas veces, la violencia teñían estas relaciones. Óscar, que participaba activamente en el armado de las comparsas de carnaval, tenía suerte: su marido la dejaba ir y la llevaba en el camión a los ensayos, orgulloso. Otros, como Hugo, eran encerrados bajo llave cuando su marido salía30. Como en la anécdota en la que Alberto “se ligó” una cachetada por tocarle el culo a su marido, ejercer la violencia era el último modo de defender la propia masculinidad cuando esta era vulnerada.
Las diferentes posiciones de género ejercidas se plasmaban en las formas opuestas en las que chongos y maricas se presentaban. Estas, a pesar de vivir cotidianamente como varones, también hacían un uso lúdico de la feminidad, caracterizada por modales afeminados y un particular uso de la lengua: el habla de las locas, a la que ya hemos referido en la nota 1. Este performance de la femenidad era paródica y festiva, y ocurría en ámbitos privados como cumpleaños, fiestas y reuniones, en las que las maricas se montaban de mujeres (es decir, se vestían “como” mujeres) y se maquillaban. Chongos y mayates, por otro lado, se presentaban de forma masculina, sin fisuras ni desplazamientos (ver las imágenes 1 y 2). Tales presentaciones contrapuestas confirmaban el carácter heterosexual de la relacion ante los ojos de la comunidad y de los mismos implicados. Si bien dos imágenes no agotan la diversidad de performances de género representadas por maricas, mayates y chongos, nos dan una idea sobre la forma en que los roles señalados en este artículo se materializaban en usos específicos del cuerpo31.
Según Malva, que vivía en conventillos en Ciudad de Buenos Aires, estas uniones estaban muy mal vistas. Las crónicas de Anabitarte, sin embargo, sitúan en los sesenta, en las zonas marginales de Buenos Aires, a varios matrimonios de locas y chongos, que se relacionaban con la comunidad de un modo no tan traumático: Pepa, la kiosquera marica que vendía cosméticos a las vecinas, tuvo como marido a Peñaloza, un guardaespaldas del gobernador. Muerto este en un enfrentamiento, el estricto luto de la Pepa era respetado por los vecinos, al nivel que “Los proveedores, cuando hacían el albarán, ponían: ‘La Pepa, viuda de Peñaloza’”32. En esta línea, La Cautiva, una marica que entre la década de los 40 y los 70 tuvo un historial de delitos que la forzó a reiterados periodos de encierro, gozaba del reconocimiento de su matrimonio entre sus allegados. Cuando el informante ambiental de la penitenciaría acudió al domicilio de aquella, consignó que “desde muy joven se notó su tendencia a la vida amoral llegando a convivir con Antonio a quienes los vecinos lo llamaban el marido”33. Carrier comenta que en los suburbios de Guadalajara, en los sesenta, los hombres introducían a sus novias jotas en su círculo de amigos en el barrio, y estas eran respetadas como si fueran sus mujeres.
Los matrimonios entre maricas y chongos con frecuencia no eran para toda la vida, sino que representaban un impasse en la vida heterosexual de mayates y chongos. Las maricas vivían con congoja esta situación. Alberto, en su entrevista, cuenta que terminó dejando a un hombre del cual estaba enamorado, ante las promesas de su marido de dejarlo por una mujer en un futuro: “yo lo seguía amando, pero había mucho dolor, esa cosa de que más adelante me voy a casar con una mujer, yo con vos no puedo tener hijos”34. El sentido común de las maricas dictaba que el matrimonio con garrotes no podía durar, por lo que era preferible evitarlo antes que ser abandonada y sufrir. Esta creencia sobre la inconveniencia de tener marido se representa en la mayoría de los relatos de maricas y jotas.
Las observaciones etnográficas en México confirman estos sentires. Muchos de los hombres entienden las relaciones con jotas -sean estas esporádicas o extendidas en el tiempo- como un período de su vida sexual que finalizaría con el establecimiento de un matrimonio heterosexual. En todas las historias de vida registradas por Carrier, las relaciones con hombres heterosexuales se extinguen cuando estos consiguen pareja heterosexual estable. En algunos casos, la relación deviene una amistad célibe y el mayate vuelve a buscar a la jota años después, ante algún desengaño amoroso. En otros, los encuentros siguen dándose, aunque muy esporádicamente y a escondidas. En la mayoría de los casos, sin embargo, la relación no prospera.
Pero, así como muchos garrotes abandonaban a su pareja para casarse y restablecer la normalidad en sus vidas, algunos otros, en cambio, iniciaban la relación de maridaje estando ya casados y tenían familias paralelas en secreto. El marido de Óscar, por ejemplo, convivía con él sábado y domingo, y con su mujer e hijo, los otros días de la semana. En Guadalajara, Arturo, de 16 años, se muda a la casa de su amante, un hombre casado heterosexual de 26, con la excusa de rentar un cuarto. A los cinco meses, sin embargo, decide mudarse ante las recurrentes insinuaciones irónicas de la mujer35.
Muchas novias y esposas mexicanas están al tanto de estas situaciones, pero prefieren eludir el tema, el cual tampoco parece importarles mucho, ya que asumen que los hombres son así. Por otro lado, muchas mujeres prefieren que sus novios o maridos tengan aventuras con maricas, y no con vecinas o prostitutas, ya que saben que los encuentros con maricas son esporádicos y pasajeros, y que estas no corren el riesgo de quedar embarazadas y poner en riesgo la relación36.
Como vimos, las maricas de clases populares se pensaban a sí mismas con un fuerte anclaje en la feminidad e intentaban relacionarse con hombres heterosexuales que las equiparasen a las mujeres. Así como ser heterosexual y masculino era condición no negociable al elegir pareja, las maricas se reconocían en el polo pasivo de la relación, en un marco en el cual los roles sexuales estaban tan imbricados con los roles de género que “hacer de mujer” era equivalente a cumplir el rol receptivo en el acto sexual. Al mismo tiempo, la intangibilidad del ano era condición necesaria para que los chongos pudieran seguir diciéndose heterosexuales y continuar sus vidas sin sobresaltos identitarios.
La perspectiva de chongos y mayates
“yo considero que el que se la da a un puto es muy macho”37.
Como vimos en el apartado anterior, el modo de vinculación entre chongos y maricas no excluía los encuentros sexuales. Las maricas los buscaban en los bailes, los clubes y las estaciones de trenes. Los chongos no rehuían estos llamamientos, sino que los incluían en el mapa de sus desempeños sexuales. En este apartado reconstruiremos este vínculo desde la perspectiva del chongo.
Esta tarea presenta dificultades. La sexualidad masculina es aquello sobre lo que no se habla porque ocupa el lugar de lo universal y lo neutral. Por esto, existen pocos registros documentales de varones que se refieran a su propia sexualidad frente a la variedad de fuentes de sexualidades queer.
Las fuentes documentales que utilizamos en este apartado, un conjunto de juicios militares argentinos y de expedientes de tribunales de menores mexicanos, tienen una relevancia fundamental porque fuerzan a los varones heterosexuales a volver la mirada sobre sí y (el ejercicio de) su sexualidad. La homosexualidad no estaba penalizada en Argentina ni en México. Por ello, su persecución por parte de los aparatos del Estado era vedada y no generaba registro judicial. Sin embargo, había dos casos en los que la homosexualidad sí estaba regulada e implicaba el accionar del aparato burocrático judicial: en el caso de relaciones que involucraban a menores, o cuando estas se llevaban a cabo en el ámbito militar. Ambas implican un relativo sesgo etario. La mayoría de los expedientes militares versa sobre adolescentes u hombres jóvenes que se encontraban realizando el servicio militar obligatorio. Los expedientes de menores -valga la redundancia- versan sobre adolescentes menores de 21 años38. Este sesgo etario, sin embargo, se mitiga al corroborar que el resto de los materiales analizados evidencia que los actores de estas prácticas son varones jóvenes.
A partir de los testimonios judiciales, se puede reconstruir la naturalidad con la que los conscriptos se referían al sexo con maricas. En uno de los expedientes militares, se trata el caso de un conscripto de apellido Zuviría39, de quien se descubre que es marica. Luego de que el dato pasase de boca en boca por el cuartel, Zuviría empieza a ser buscado por varios conscriptos con el objeto de tener encuentros sexuales.
En uno de los hechos investigados en el expediente, el cabo Díaz le comenta al conscripto Castelli que se había cogido al conscripto Zuviría y lo invita a “hacer la prueba”. Castelli se acuesta en la cama de Zuviría, se lo coge, y cuando finaliza sale a darse una ducha, en donde se encuentra con el conscripto Castro, a quien le cuenta lo acontecido sin prurito alguno. Castelli declara
“DÍAZ quedó en cuclillas debajo de la cama, para ver o escuchar lo que pasaba, yo me acosté al lado de ZUVIRÍA […] le bajé el calzoncillo, él se abrió el culo con las dos manos y yo le metí el miembro hasta la mitad, luego de veinte minutos me fui a mi taquilla a buscar el toallón […] al llegar al mismo me encontré con el Conscripto CASTRO y le dije ‘¿Vos sabés una cosa?, ZUVIRÍA es puto’ y él me hizo un gesto de que no era novedad”40.
Por su parte, Díaz, el conscripto que le sugiere a Castelli cogerse a Zuviría, atestigua:
“CASTELLI fue a la cama de ZUVIRÍA porque yo le había comentado que este era homosexual, por lo que CASTELLI me manifestó que iba a probar suerte”41.
En paralelo, Castro, el conscripto con el que Castelli se encuentra en las duchas luego de penetrar a Zuviría, testifica:
“llegó CASTELLI al baño con el toallón en el hombro y yo le pregunté dónde se había metido y él me contestó ‘¿Sabés lo que hice? Me cogí a uno’. Yo me reí, entonces él fue a bañarse”42.
Ninguno de los tres conscriptos aparenta consternarse ni repudiar el sexo con maricas. La cotidianeidad con la que relatan a un superior las charlas entre ellos sobre las relaciones con maricas, en el contexto de un proceso de la Justicia Militar en el que están siendo juzgados, da cuenta de cuán inverosímil les parece una posible condena de estas prácticas. Como bien diagnostica un defensor:
“el imputado que normalmente actúa como activo no comprende claramente su responsabilidad en el evento al creer que al actuar de esa forma constituye un signo de virilidad y que por lo tanto no lo pueden alcanzar las penas que para ese delito prevé el Código de Justicia Militar”43.
Estos relatos fortalecen la hipótesis de que, ante las restricciones culturales a la sexualidad femenina, y bajo el mandato que erige la penetración activa como garantía de masculinidad, el sexo con maricas estaba habilitado y se presentaba con cierta extensión en la cárcel, en los cuarteles y entre los varones heterosexuales de clases populares en los suburbios de Buenos Aires y Ciudad de México durante el periodo analizado.
En el México rural de fines de los sesenta, los bares y tabernas frecuentados por trabajadores y campesinos también aúnan a maricas y prostitutas. Los hombres de clases populares, después de trabajar, van a la cantina a beber con los amigos y, si se da, buscar sexo. En la cantina, estos trabajadores coexisten con otras personas que también están allí para vender o demandar sexo: las prostitutas y los afeminados. En todos los bares de table dance44 en donde hay prostitutas, también hay varones afeminados que van a seducir hombres heterosexuales. Y, para estos últimos, prostitutas y afeminados son intercambiables. Carrier45 relata que, en una visita a una cantina para trabajadores, él y una amiga jota son observados por dos hombres -tío y sobrino, descubrirán luego- que tenían sendas chicas sobre sus piernas. Sin embargo, ambos hombres, luego de intercambiar miradas con las jotas, abandonan a las prostitutas y parten con ellos rumbo a un hotel. A fines de la década del ochenta, Prieur46 concurre con su amiga jota, Mema, a un bar de trabajadores en las afueras de Veracruz y observa una actividad similar: varios parroquianos prescinden de bailarinas, meseras y prostitutas y se turnan para concurrir al baño, donde los aguarda Mema.
Los lugares de ocio en las ciudades de México y Buenos Aires -y en especial los bares y cabarets- se configuraron como espacios masculinos a los cuales maricas y prostitutas estaban integradas. Las características del periodo en relación con el mundo del trabajo, la estructura demográfica y la composición familiar posibilitaron la configuración de una segregación por género en ambas ciudades. Si bien la continuidad del mundo de las maricas con el de las clases trabajadores viriles empieza a separarse en Argentina en la década del cincuenta47, en los suburbios de Ciudad de México y en el México rural seguían solapados aún en la década del ochenta. Los testimonios en los expedientes judiciales argentinos y mexicanos confirman los solapamientos entre circuitos de sociabilidad masculina, las zonas de prostitución y los circuitos de ligue homosexual que ya habíamos visto en los testimonios de las jotas. Los espacios de ocio de las clases trabajadoras propiciaban una proliferacion de bares y cabarets que se concentraban en zonas marginadas, generalmente, los centros de las ciudades, en los cuales, evacuada la actividad diurna de oficinistas y burócratas, se activan durante la noche los espacios del pecado.
En Buenos Aires, la zona de la estacion Retiro -la gran terminal de trenes que conecta la ciudad con los suburbios- y la Avenida Leandro N. Alem, en los bordes del puerto de Buenos Aires, propiciaban una alta circulacion de marineros, militares jóvenes de las dependencias de la Armada y adolescentes de los suburbios que arribaban al centro a través de la estación Retiro, en busca de esparcimiento y diversión, y que eran abordados por las maricas mientras transitaban la noche citadina alternándose entre bares y prostíbulos48.
En Ciudad de México, esta zona abarcaba el centro histórico y la Alameda Central, y se focalizaba sobre todo en la Avenida San Juan de Letrán (actual Eje Central Lázaro Cárdenas). Los expedientes relatan los tránsitos de las jotas. Muchas veces, la caza de varones heterosexuales se focalizaba en los cines del centro como el Coloso, Montecarlo, Máximo y Princesa, o en las inmediaciones de los bares y cabarets de la Avenida San Juan de Letrán, para continuar luego en parques como La Alameda o los Jardines de Santiago, donde era posible tener sexo en la clandestinidad49.
Las crónicas de Blanco muestran el modo en que las élites abandonan el centro urbano de Ciudad de México, que luego es copado por la marginalidad durante las décadas del cincuenta y sesenta. Tras el ajetreo diurno, “conforme empieza la noche se trenza y destrenza el movimiento de carteristas, ganchos y conectes de droga, policías, chichifos y prostitutas, travestis orondos partiendo plaza”50. Si solapamos el “mapa rojo del pecado”, en el cual Gabriela Pulido51 ubica los bares, cabarets y prostíbulos que concentraban la vida nocturna de Ciudad de México entre las décadas del 40 y del 50, y las locaciones en las que son detenidos los “pederastas pasivos” sobre los que versan los expedientes del Consejo Tutelar de Menores Delincuentes, veremos una superposicion casi total.
La proliferación de jotas en los ámbitos prostibularios queda en evidencia en los expedientes. Alfonso52 se escapa de Piedras Negras, su ciudad natal, y arriba a Ciudad de México a los 17 años. Comienza a rondar la noche citadina y, gracias a sus habilidades como peinadora y maquillista, consigue trabajo con la conocida bailarina sicalíptica, Lupita Peruyero -famosa por sus espectáculos obscenos-, con la que pronto termina conviviendo. Alfonso empieza a acompañar a Lupita en sus espectaculos en “lugares de vicio o carpas y teatros de ínfima calidad”, se emborrachan juntas y cometen “toda clase de excesos”. El expediente se inicia cuando Alfonso aprovecha un show de Lupita fuera de la ciudad para vestirse con sus ropas y pelucas y salir a recorrer la noche mexicana. Montado con peluca castaña, vestido verde floreado, saco de piel de zorro, zapatos de taco alto e infinidad de aretes, collares, joyas y bisutería, Alfonso recorrió los cabarets Club Verde, Waikiki y Leda, donde es finalmente detenido.
A esta altura, queremos sugerir que el sexo entre heterosexuales y maricas presentaba ciertos aires de familia con el sexo comercial entre varones y mujeres prostitutas durante el periodo estudiado. A la hora de la descarga, la identidad sexo-genérica del/la pareja sexual no tenía mucha relevancia, puesto que era el acto fisiológico de la eyaculación lo que hacía más hombres a los hombres.
La experiencia colectiva, pero no simultánea, la situacionalidad temporal de los tiempos de descanso/entretenimiento, la diversidad de espacios y el marco de anonimato que otorgaba la incipiente vida citadina marcaron el ejercicio de la sexualidad para aquellos varones de sectores populares que acudían al centro de las ciudades en busca de sexo comercial53. El sexo entre maricas y chongos presentaba algunas características muy familiares del sexo comercial que estos mismos chongos mantenían con prostitutas mujeres. En el caso de los conscriptos y suboficiales militares de Argentina, los intercambios sexuales solían implicar redes sostenidas en el tiempo que involucraban a una gran cantidad de varones. Una denuncia solía detonar el descubrimiento de una red de intercambios sexuales sostenidos en el tiempo: en 1970, la denuncia de un conscripto revela una red de varones (pero no sólo de estos) que participaban en encuentros sexuales en una casa en la localidad de Bahía Blanca de la provincia de Buenos Aires54. Los conscriptos se alientan a pasar al cuarto de la marica para pasársela porque “es limpito como una minita”55. Con frecuencia, quienes ocupaban el rol de pasivos en encuentros sexuales con varios activos actuaban como las mujeres prostitutas: las maricas reciben en el cuarto a los chongos, que hacen fila para la descarga sexual.
Los cruces eróticos entre varones se insertaron en “una temporalidad fluctuante”56 entre el tiempo de trabajo y, en nuestro caso, el tiempo de ocio. Los momentos para los encuentros solían ser durante los descansos, o en el camino de la residencia a la base militar, donde no era poco frecuente que fueran encontrados in fraganti en las teteras de la ciudad por algún policía57. Con frecuencia, los conscriptos y los soldados de menor rango no podían acceder a una residencia donde pasar la noche, lo que derivaba en un periplo nocturno por las calles cercanas a la base o por las casas de compañeros o maricas que los invitaban. En el espacio propiamente militar, los tiempos destinados al aseo en los vestuarios, las horas de esparcimiento en la cantina o el cine dentro de la base y las noches compartidas durante el descanso eran los momentos de relajamiento de la disciplina militar, a la vez que de aventuras sexuales. En una situación de embarque en altamar en 1969, un cabo succiona el ano a otro cabo “en tren de joda” delante de un grupo de, al menos, diez pares y subalternos58. La “joda” termina con un encuentro sexual entre los involucrados, mientras otros participan sumándose a la acción u observando. Al igual que los trabajadores de mediados de siglo, el ejercicio de la sexualidad estaba regulado por el entramado complementario entre el tiempo de trabajo y el tiempo de ocio.
En algunos aspectos, los aires de familia que mencionamos no son sólo libertades interpretativas de nuestra parte, puesto que las maricas y las prostitutas tenían una historia más larga de convivencia espacio-temporal. En la Buenos Aires de finales del siglo XIX y principios del XX, los primeros amorales convivían en el espacio de la mala vida, que incluía a prostitutas, delincuentes y aquellos que conformaban la sociabilidad callejera59. Convivencia similar describe Pulido60 en los cabarets del centro mexicano en la década del cuarenta, en los cuales se turnaban mujeres y hombres vestidos de mujer que alternaban el ejercicio de la prostitución con la delincuencia. En otras latitudes, según Malva, en Chile en el cuarenta y en Argentina en el cincuenta, las maricas y las prostitutas eran intercambiables en los burdeles. De hecho, las madamas recurrían a las maricas del barrio cuando las prostitutas no alcanzaban para atender a la concurrencia. Más tarde, en 1969, una marica que contactaba a los conscriptos de las bases de la Armada cercanas a su domicilio en Bahía Blanca (Argentina) es descubierta a raíz del testimonio de un conscripto:
“En dichas fiestas [que organizaba la marica] tomábamos vino, comíamos, escuchábamos discos, bailábamos entre nosotros; también había mujeres del ambiente, es decir prostitutas y mujeres a las que les gustaban las mujeres. LA MARICA llegó a vivir con una [prostituta] unos cuatro meses, sin llegar a tener relación sexual”61.
Además de retomar la experiencia colectiva del ejercicio de la sexualidad, la convivencia entre la marica y la mujer prostituta permitía a los chongos participantes de las fiestas “poseer” indistintamente a cualquiera de las dos. Incluso, les permitía a las maricas utilizar como señuelo a las mujeres para atraer a los jóvenes conscriptos, aunque -como ya vimos- durante las fiestas los emparejamientos no necesariamente jerarquizaban la elección por las mujeres.
Los patrones similares en la experiencia viril del sexo pago con mujeres y el sexo con maricas se entienden en el marco de una sexualidad masculina que era experimentada como incontenible. La identidad sexo-genérica del/la pareja sexual de los chongos no era una variable que modificara el estatuto de dicha experiencia.
Epílogo a modo de conclusión: México y Buenos Aires, desde los noventa hasta la actualidad
“México, tierra donde los hombres se dan… unos con otros”
“En Guadalajara las mujeres piropean a los hombres y los hombres piropean... pues también a los hombres”.
“Macho probado es macho calado”62
En los apartados anteriores vimos cómo, en las décadas del cincuenta, sesenta y setenta, las interpretaciones mayoritarias sobre las relaciones entre hombres definían a dos actores bien diferenciados: una marica, ligada a la feminidad y a la pasividad sexual, que era denostada, y un hombre heterosexual que podía construir, a través de estas prácticas, dignidad viril.
A partir de la década del ochenta empieza a darse una transformación en el terreno de las masculinidades en Latinoamérica. Las identidades jotas y maricas comienzan paulatinamente a perder terreno en relación con el avance de las identidades gais contemporáneas. Lo gay empezará a definirse con un fuerte anclaje en la masculinidad y en la construcción de relaciones igualitarias entre personas de expresión de género similares. La política gay emprenderá la tarea opuesta a la de maricas y mayates: reclamará, por un lado, que todos los participantes en una relación entre hombres se reivindiquen como homosexuales, y al mismo tiempo se emprendía la tarea de normalizar las expresiones femeninas de la homosexualidad. Todo hombre involucrado en una relación con otro hombre debía ahora aceptarse como homosexual, llevar una vida acorde y, en el caso ideal, ser masculino, versátil y emprender una relación a largo plazo con otro varón homosexual bajo el relato del amor romántico63. Estos modos de entender la homosexualidad lentamente comenzaron a difundirse desde los círculos de militantes e intelectuales y las clases medias urbanas hacia el sentido común mayoritario, siendo hoy en día los paradigmas hegemónicos desde los cuales se interpreta la homosexualidad masculina en los medios de comunicación masiva.
Las heterosexualidades populares sufren una transformación paralela: si los hombres gais se reivindican híper masculinos y dejan en claro que también pueden ser sexualmente activos, el terreno en el cual jugaban chongos y mayates se desdibuja: ahora, ni la masculinidad ni la intangibilidad del ano alcanzan para defender la normalidad sexual de estos hombres, y ya no será posible tener relaciones con otros hombres y seguir percibiéndose y siendo percibido por otros como heterosexual. Poco a poco, heterosexualidad y homosexualidad empiezan a escindirse, autonomizarse y ganar paulatinamente fronteras cada vez mas definidas y consistentes.
La cronología y la velocidad que adquirió este proceso en los diferentes países de la región en relación con variables como clase social y pertenencia urbana/rural, y el grado de persistencia -o no- de estas prácticas, son motivos de discusión. Tanto en Buenos Aires como en Ciudad de México, los círculos de entendidos de las élites citadinas comienzan a rechazar la femineidad y el escándalo de las homosexualidades populares en las décadas del cincuenta64. Pero mientras que en Ciudad de México, una cultura gay nutrida y consistente ya empieza a cristalizarse alrededor de los circuitos de sociabilidad de la zona rosa en las décadas del sesenta y setenta65, en Buenos Aires, los antros de ambiente y las nuevas (hiper)masculinidades gais recién se masifican en la década del ochenta.
Ahora, si bien las transformaciones en las masculinidades homosexuales y la emergencia de las modernas formas de identidad y de sociabilidad gais se desencadenan en México mucho antes que en Buenos Aires, las temporalidades de los cambios en las heterosexualidades masculinas parecen seguir un derrotero inverso. Mientras que en Buenos Aires, a excepción del estudio de Carlos Figari66 sobre las heterosexualidades flexibles, no existen demasiados registros académicos sobre el sexo heterosexual entre varones ni intersecciones en las trayectorias sexuales de heterosexuales y gais en los testimonios de estos últimos, en México existe bibliografía académica al respecto para las décadas del ochenta y noventa, y, aún hoy, una parte importante de los gais mexicanos relata haber tenido encuentros sexuales con hombres heterosexuales casados, y una parte importante de estos hombres comenta jocosamente el haberse cogido gais.
La relativa ausencia de investigaciones sobre el tema en Argentina contrasta poderosamente con la proliferación de estudios en México. A los estudios pioneros de Carrier en los años sesenta, los siguieron los de Lennox67 y Taylor68 en los setenta, los de Lumsden69, Liguori70 y Prieur71 en los noventa, y una proliferación de libros, artículos y monografías de todo tipo en este siglo72. Tanto cinco décadas de estudios académicos como el sentido común mexicano plasmado en infinidad de dichos, refranes y chascarrillos, como los que encabezan esta sección, aseveran que México se caracteriza por una concurrencia excepcional de las prácticas mayates en comparación con el resto de la región. Si bien la tarea de mesurar cuantitativamente el fenómeno quizá sea vana, algunos estudios la intentan. Carrier73 estimaba que el 30% de los hombres heterosexuales ha tenido o tiene relaciones con maricas. Núñez Noriega74 juzga estas cifras muy conservadoras. Prieur75 realiza con su entrevistado, “Mema”, un cálculo que es bastante ilustrativo. Cuentan que en la cuadra de la casa de su madre vivían 130 hombres, de los cuales 82 (el 63%) habían tenido al menos una experiencia con otro hombre (porque él los había seducido o porque conocía a alguien que lo había hecho). Obviamente, estos cálculos no son extrapolables, pero aportan un indicio de que estas prácticas tienen en México una mayor extensión que en otros países de la región.
En los setenta, Carrier da cuenta en la descripción de una cantidad inusitada de situaciones de sexo heterosexual entre hombres, que la magnitud y extensión del fenómeno superaban con creces a las de otros países de la región. Fenómeno que, para el autor, para mediados de la década del noventa, seguía aún más vivo que nunca:
“Es impresionante cuán poco ha cambiado el comportamiento homosexual del varón mexicano. Los métodos para encontrar pareja sexual en Guadalajara son más o menos los mismos en 1994 que los que había cuando visité por primera vez la ciudad en 1969 […] A causa de que muchos hombres heterosexuales (frustrados en su búsqueda de mujeres para parejas sexuales) todavía están dispuestos a tener sexo con otro hombre, en tanto este desempeñe el rol receptivo anal”76.
Prieur, en su etnografía de las jotas de Neza (como se conoce popularmente a la ciudad de Nezahualcoyotl), pondera, sin embargo, estas prácticas, en el marco de transformaciones a mediano plazo. Por un lado, describe la masividad de estas prácticas entre 1989 y 1991, a partir de una impresionante cantidad de ejemplos: en el metro, las jotas tienen encuentros sexuales con otros pasajeros, a los que masturban. Los plomeros, carpinteros y el personal de los servicios públicos que pasa a tomar los datos de los medidores, muchas veces intiman con las jotas. Los vecinos de la casa frecuentemente irrumpen a todas horas en busca de sexo, cuando están en la cárcel son siempre buscadas con fines sexuales, y, muchas veces, son víctimas de violaciones tumultuarias. Algunas veces logran evitar las detenciones teniendo sexo con la policía en algún baldío. En las fiestas populares del barrio, bailan con los varones jóvenes a la vista de las mujeres y se escapan a hurtadillas a tener sexo con ellos en los baños.
Pero, por otro lado, vislumbra la emergencia de transformaciones inminentes:
“Creo con certeza que la forma de homosexualidad que existe en Neza se encuentra amenazada, y que quizá será menos frecuente en el futuro. Las nuevas generaciones de hombres jóvenes están conscientes de que el contacto sexual con otros hombres puede considerarse signo de homosexualidad, incluso de la persona que penetra, o al menos están conscientes de que existen parejas homosexuales en que sus dos integrantes parecen hombres. […] De manera parecida, quizá las jotas también sean influidas por la conciencia de que hay otros modelos de relaciones. Hoy día desprecian a los tortillas77, pero algunos reconocen la ventaja que hay en encontrar una pareja que se parezca a uno mismo y que también se considera homosexual, sin importar su apariencia”78.
Nuestras observaciones efectuadas en Ciudad de México en 2019 permiten ubicar la direccionalidad de estas transformaciones a más largo plazo. Los estudios sobre las nuevas masculinidades dan cuenta de cómo en la actualidad una parte importante de los jóvenes construyen su masculinidad en oposición a la masculinidad de sus padres, asociada a la violencia, el sostén económico y la opacidad de las emociones, en relación con nuevas masculinidades sensibles que ponen en cuestión todas las dimensiones de la virilidad, tal como era entendida en las décadas pasadas79. Posiciones generizadas mucho más ambiguas y fluidas, la posibilidad de experimentar con la feminidad y de construir expresiones de género alternativas, la aparición de lo gender-fluid como estética y concepto derivaron en la emergencia de un nuevo tipo de varón que se reivindica orgullosamente “deconstruide”, que se permite evidenciar vulnerable y mostrar sus sentimientos, que se maquilla lúdicamente. En este marco, entre muchos grupos de adolescentes, la experimentación sexual con personas del mismo sexo no es motivo de vergüenza, pero tampoco implica el orgullo viril derivado de la potencia sexual. Es, al contrario, sinónimo de un nuevo tipo de orgullo asociado a la disrupción de las normas establecidas, al enfrentamiento con los valores de los mayores interpretados como anticuados y reaccionarios, y, sobre todo, prueba de estar a la vanguardia en materia de política sexual.
Mientras que en Argentina, homosexualidad y heterosexualidad tienden a estabilizarse como dos identidades estancas, el fenómeno del mayatismo en México persiste hasta el día de hoy, pero reinterpretado en paralelo con las transformaciones en los discursos hegemónicos sobre la jerarquía de los géneros, con la emergencia masiva de las mujeres en el espacio público y la inserción de las interpretaciones feministas y queers de los géneros y las identidades en las políticas estatales, las retóricas de las grandes empresas y los discursos de los medios masivos de comunicación.
Nuestra intuición es que, en los circuitos citadinos -pero extendiéndose rápidamente hacia las clases populares y las zonas rurales-, el mayatismo sigue reproduciéndose y magnificándose, y al mismo tiempo se escinde de la exigencia de determinadas posiciones sexuales o expresiones de género, se solapa con las “nuevas masculinidades juveniles” y se reinterpreta desde los cánones de la sexualidad de los paradigmas progresistas “de moda”.
Muchos de los varones jóvenes que hoy en día, accesoriamente a sus relaciones heterosexuales con chicas, continúan teniendo relaciones circunstanciales con varones gais, no sólo no representaban su deseo como “arcaico”, sino que, todo lo contrario, lo consideran “de avanzada”, “moderno” o “progresista”. Aun los jóvenes de clases populares lo interpretaban en consonancia con ciertas lecturas que hacen los estudios queer y la crítica feminista constructivista de las identificaciones sexuales.
Entre nuestros entrevistados, los hombres jóvenes de clases populares que tienen relaciones circunstanciales con hombres de forma anexa a su pareja heterosexual ya no se nombran como “normales”, como en décadas pasadas80, sino que ahora eligen denominarse “bisexuales”, “heteroflexibles”, o, mayoritariamente, optan por señalar lo prescindible e innecesario de etiquetas y clasificaciones. Así, en la mayoría de los casos, estos hombres sostienen el carácter coercitivo de las identidades y la innecesariedad de definirse. “No me gusta etiquetarme”, “No soy hetero, bi, ni homo: soy José”, “Con quien me acuesto es una parte mínima de mí, no dice nada de quién soy como persona”, fueron, respectivamente, respuestas de un policía de Tlahuac, una localidad suburbana de Ciudad de México, de un agricultor de un pequeño pueblo del estado de Morelos y del gerente de un supermercado de productos gourmet de la opulenta colonia Polanco81.
Subterráneamente, los marcos interpretativos del “deber ser” progresista citadino han rebalsado los muros de las universidades, se han difundido a través de los medios de comunicación más allá de los ámbitos de discusión intelectual y están siendo reapropiados y resignificados por estos jóvenes para reinterpretar sus prácticas. Estas ya no serán el ejemplo más vivo de la alienación y de la represión sexual, sino -todo lo contrario- la vanguardia de la sexualidad y de la resistencia al encorsetamiento del deseo por parte de identidades y categorías.
De alguna forma, las interpretaciones queer acerca del género y el giro posidentitario empezaron a permear la cultura masiva y brindaron elementos para que estos jóvenes, antes definidos despectivamente como “gais reprimidos” o como depositarios de “homofobia internalizada”, pasasen a leerse a sí mismos en posiciones que podrían ser interpretadas por el activismo queer como de avanzada en el terreno político del género y la sexualidad.