Introducción
La historia del cine en Colombia se ha concentrado en las películas y en las personas que participaron de forma directa en ellas. Afortunadamente en los últimos años este foco ha venido a ser complementado con el interés por la crítica1, los cineclubes2 y el público3. Para el caso de Medellín, el segundo lustro de la década de 1940 y el primero de la década de 1950 es un periodo poco explorado, pero relevante, puesto que son los años previos al inicio de las transmisiones televisivas (1954) que permitieron el consumo doméstico de imágenes en movimiento, a lo que se sumó el inicio de diversos esfuerzos por formar al público cinematográfico de la ciudad. Este era, además, muy numeroso y asiduo a las salas4. Para los trece años transcurridos entre 1949 y 1962 (tabla 1), los espectadores cinematográficos constituían un 86,03 % de los asistentes totales a espectáculos públicos en la ciudad. Para darse una idea del alcance del cine, basta con tomar la asistencia del año de 1953: 4 462 464 personas y confrontarla con la población total: 358 189 habitantes, que arrojó el censo de población de 19515, lo cual da como resultado que cada medellinense visitó en promedio una sala de cine 12,5 veces al año, cifra que implica una diferencia marcada con otros espectáculos como el fútbol, donde en promedio cada habitante asistía a un partido anual.
Año | N.º de espectáculos cinematográficos | N.º de espectadores | Valor pagado por el público |
---|---|---|---|
1949 | 28 577 | 4 687 212 | $2 632 547 |
1950 | 30 841 | 4 273 437 | $2 895 192 |
1951 | - | - | - |
1952 | - | - | - |
1953 | 30 423 | 4 462 464 | $3 443 193 |
1954 | 30 352 | 4 327 902 | $3 463 030 |
1955 | 29 815 | 4 614 072 | $3 621 829 |
1956 | 30 592 | 5 091 168 | $4 460 284 |
1957 | 29 232 | 4 655 949 | $4 895 340 |
1958 | 29 303 | 4 735 598 | $5 644 751 |
1959 | 30 718 | 5 394 366 | $7 151 139 |
1960 | 31 166 | 5 532 456 | $8 978 807 |
1961 | 29 129 | 5 386 239 | $9 591 557 |
1962 | 27 825 | 5 689 331 | $10 900 914 |
Fuente: elaboración de los autores a partir del Anuario Estadístico de Medellín para los años 1949-1950 y del Anuario Estadístico del Departamento de Antioquia para los años 1953-1962.
La tabla 1 permite inferir, por un lado, la popularidad del cine: un promedio de 32 teatros presentaron alrededor de 70 funciones diarias durante estos años. Por otro lado, las cifras muestran que el cine era el espectáculo público por excelencia, lo cual se explica por varias razones: el precio de las boletas, la accesibilidad dada, la cantidad de teatros y de funciones, y la variedad de la oferta que incluía películas de diverso género y formato.
Este artículo toma como punto de partida la apuesta por realizar una historia de la comunicación y la cultura desde las “mediaciones a través de las cuales los medios adquieren materialidad institucional y espesor cultural”6, o, en otras palabras, entender el cine como un elemento activo y activado en y por los procesos sociales. La gran importancia del cine durante estos años lo convirtió en objeto de disputa. La Iglesia católica fue una de las instituciones más interesadas en controlar los espectáculos cinematográficos a través de diversas estrategias, entre las cuales la censura ha sido la que más ha llamado la atención de los investigadores. El interés de las altas jerarquías católicas en el mundo se expresó en la creación del Comité Católico de Cine en 1927, la Oficina Católica Internacional de Cine al año siguiente y la promulgación de la encíclica Vigilanti cura de 1936; en todas estas acciones está presente la idea de que el cine es uno de los medios con mayor número de seguidores en el mundo moderno y, en ese sentido, un grave peligro cuando las películas son inmorales, pero también un instrumento de elevación espiritual e intelectual, y de sana distracción cuando está en concordancia con los postulados del Vaticano7.
Además de su participación en la censura oficial y moral, la acción de la Iglesia católica en Colombia incluyó una serie de actividades menos estudiadas, como el direccionamiento del ocio de los católicos, recomendaciones sobre qué películas ver o no ver, y la educación de la mirada de sus fieles. Al mismo tiempo, surgieron iniciativas privadas que buscaron formar simultáneamente nuevos espectadores -cinéfilos- y nuevos espacios de exhibición -cineclubes-, en un proceso que pretendió hacer del cine, más que un espectáculo, la expresión artística por excelencia de la modernidad. Este proceso puede ser sintetizado bajo la denominación cinefilia, la cual designa una cultura cinematográfica, entendida como
“[…] un saber adquirido por la experiencia de las películas y de una acción de cultivar […] el placer cine. Ella abarca al mismo tiempo la memoria y la capacidad de juzgar adquirida por el contacto de una técnica artística […] frecuentada durante nuestro esparcimiento como hombres libres”8.
El surgimiento de hombres y mujeres apasionados por el cine les planteó tanto a la Iglesia como a algunos sectores laicos una pregunta: ¿es posible aprender a ver?9.
Para acercarnos a las formas en que estos agentes sociales intentaron responder esta pregunta, se utilizaron diferentes fuentes primarias que permitieron dar cuenta de las diversas estrategias y prácticas que llevaron a cabo. Se hizo una revisión de las páginas cinematográficas del periódico liberal El Diario desde 1948 hasta 1958. Estas se agruparían a través de los años en diferentes suplementos semanales, primero como “Cine-Radio-Teatro”, el cual duraría hasta 1951, y luego daría paso a un suplemento titulado “Espectáculos”, que duraría hasta finales de 1957. Ambas fueron dirigidas por Hernán Restrepo Duque, y en ellas se contaba con detenimiento la vida del cine, el teatro y los diferentes artistas cinematográficos que hicieron eco en los principales teatros de la ciudad y el mundo10; este diario fue elegido ya que prestó un interés particular al cine durante estos años. Por estas páginas pasarían varios columnistas, como Julio Roldán, Camilo Correa y el mismo Restrepo Duque. Además, se consultaron los periódicos de corte conservador El Colombiano y El Obrero Católico, lo cual permitió complementar las diferentes discusiones respecto a la cultura cinematográfica de la ciudad.
Sumado a esto se revisaron dos revistas, Micro y Raza, que registraban la vida cultural que se vivía dentro de la ciudad y el país. La revista Micro, dirigida por Camilo Correa y editada en Medellín entre 1940 y 1949, da cuenta del cubrimiento de las actividades cinematográficas durante la década de los cuarenta y permite establecer distintos elementos de la cultura cinematográfica presente en la ciudad. La segunda, autodenominada “revista mensual ilustrada”, se editó entre 1946 y 1952, y su contenido incluía crónicas sobre las películas próximas a estrenarse, sobre las estrellas de Hollywood, sobre los teatros y sobre la percepción de los espectadores.
Estas fuentes se complementaron con la búsqueda y lectura de libros sobre cine publicados en la ciudad por esos años, censos y estadísticas sobre espectáculos públicos. También se revisó legislación sobre la censura y la clasificación cinematográfica, artículos de carácter médico, y se tuvo una conversación personal con un crítico local.
Por último, el presente escrito se organiza siguiendo esta tensión por la conformación de diversos tipos de espectador. En una primera parte, se muestra la constante búsqueda de un cine moral y la instrucción de un espectador que siguiera las directrices católicas y fuera al mismo tiempo conocedor de las técnicas cinematográficas. En una segunda parte, se plantea la confrontación de ese sentido de moralidad con la conformación de un espectador cinéfilo por parte de una institución como el Cine-Club de Medellín. Esta mirada comparada busca problematizar y mostrar la complejidad en la formación de los espectadores de obras cinematográficas en la ciudad de Medellín.
La búsqueda de un cine moral y la formación de un espectador católico
En 1945 aparecen en los Anales de la Academia de Medicina de Medellín dos informes sobre las “salas de espectáculos públicos”, los cuales, a pesar de su nombre, se ocupan solo de las salas de cine. Estos fueron encargados por la Academia de Medicina a sus autores, dos prestigiosos médicos locales. El informe de Alonso Restrepo hacía referencia al aire viciado que provocaba enfermedades respiratorias, a la ausencia de salidas de emergencia y a la presencia de ectoparásitos como las pulgas en los teatros de la ciudad, ante lo cual el médico planteaba la necesidad de que las autoridades municipales supervisaran el adecuado diseño de los teatros e impulsaran la renovación de las salas ya construidas, en tanto se trataba de un asunto de sanidad pública, dado que en estos edificios “[…] a diario se congregan, para ver de divertirse, masas cuantiosas de gentes de todo género de categorías”11. El texto de Restrepo se enmarca dentro de las preocupaciones higienistas habituales de los médicos de la ciudad de Medellín durante la primera mitad del siglo xx y cómo muchas de estas preocupaciones expresaban la ansiedad que provocaba en las élites, en este caso científicas, la mezcla de personas de diferentes clases sociales, característica propia de una ciudad en crecimiento y modernización.
El informe de Eduardo Vasco se concentraba en otros peligros y proporciona elementos claves para comprender cómo se representaban las audiencias, en tanto hacía del cine un problema de higiene general y, sobre todo, mental. Este médico les daba especial importancia a los efectos somáticos que provocaba en niños y jóvenes de ambos sexos, cuyo desarrollo sexual aceleraba, al tiempo que tornaba más permeable su personalidad a “las tendencias inferiores”12. Una versión más corta de este informe fue publicada tres años después en una revista dirigida al público general, lo que da cuenta del interés que generaba este problema13.
Por supuesto, la idea del cine como escuela del crimen no era novedosa, ni exclusiva de Colombia, tampoco lo era considerar que afectaba principalmente a los niños y jóvenes, quienes eran más permeables a las influencias externas14; es probable que la repetición de estas acusaciones esté relacionada con los procesos de modernización urbana que hacían cada vez más difícil el ejercicio de la autoridad gubernamental, religiosa y paternal sobre una población cada vez más numerosa y diversa. Lo relevante es que Vasco ofrece una solución ideal: impedir la asistencia de menores de 18 años a las salas, la cual descarta por “nuestros usos y costumbres”, es decir, por el arraigo que tenía ya el cine en los menores y sus familias, que ya es considerado consuetudinario a pesar de sus pocas décadas de antigüedad; a la par da dos soluciones realistas:
“La primera sería solicitar de los empresarios horas y días especiales para la exhibición de películas educativas escogidas y seleccionadas por una junta técnica, procurando darles la mayor atracción posible a aquellas exhibiciones por medio de dibujos animados, cintas históricas y de excursiones hechas únicamente con el fin de ilustrar. Una vez que se hayan organizado debidamente estas exhibiciones, entonces se procede a prohibir con absoluta rigidez la entrada a las salas generales y especialmente en las horas nocturnas a menores de 18 años, a menos que vayan acompañados por sus padres o representantes. La otra solución podría ser la siguiente: hasta los doce años, permitir a los niños la entrada únicamente a espectáculos especiales y seleccionados previamente, y de allí en adelante autorizar la entrada general a las salas comunes siempre que los empresarios se prestaran a llenar determinadas condiciones tales como evitar los cortos de películas que en alguna forma afecten la moral y las buenas costumbres, seleccionando para las vespertinas cintas interesantes de tendencias altruistas y de miras educativas”15.
De esta cita es posible extraer algunas conclusiones provisionales. La primera es que el cine era un espectáculo tan arraigado que hacía imposible tomar medidas impopulares como prohibir la asistencia de un segmento poblacional, por lo que había que tomar disposiciones menos radicales; la segunda es que, dado que la proscripción era imposible, había que gestionar las conductas de los espectadores; la tercera es que la preocupación por un cine moral no es exclusiva de la Iglesia, sino que también hacía presencia en los medios científicos. De esta forma, una práctica aparentemente sencilla: la asistencia a las salas de cine, se transformaba en un asunto que se relacionaba con el bienestar, la moralidad y la salud de la población. Estas relaciones hacían que múltiples sectores se interesaran por los espectadores cinematográficos.
La Iglesia católica fue uno de estos actores. El mismo año que se publicaron los informes mencionados, el sacerdote Jaime Serna, bajo el seudónimo de Dr. Humberto Bronx16, planteaba que el cine era el medio más poderoso y decisivo para formar la opinión de la sociedad, lo cual hacía obligatoria la lucha por depurar la pantalla de contenidos nocivos y por promover un cine conforme con las directrices emanadas por la Iglesia17. Mientras Vasco apelaba a que el cine aceleraba el desarrollo del “sistema gonadial” y “despertaba tempranamente los instintos”18, Bronx, más atento a la voluptuosidad, denunciaba la continua presencia en las películas de “bailes primitivos ejecutados por bailarinas prostitutas, casi en perfecta desnudez”19. Ya fuera la activación de las tendencias inferiores, según el médico, o la dificultad de permanecer puro en medio de tales tentaciones, según el sacerdote, lo cierto es que el cine era corruptor y buena parte de la responsabilidad recaía en los empresarios que por el lucro sacrificaban la moralidad.
Este tipo de comentarios tenían efectos prácticos en tanto la condena moral y la censura ejercida por las juntas oficiales se solapaban. Si bien la censura oficial no es objeto de este artículo, es útil mencionar que se caracterizó por su inestabilidad; en este sentido es posible identificar cuatro momentos. En 1940 el Concejo de Medellín promulgó el Acuerdo 47, que ordenaba la creación de juntas de censura para cada teatro, las cuales debían estar compuestas por tres miembros principales y tres suplentes, estos serían nombrados por la Alcaldía y cumplirían sus labores durante un año ad honorem. El Decreto 192 de 1950 ordenaría la creación de juntas de censura por cada empresa de exhibición o circuito (conjunto de teatros); además, ampliaba el número de miembros de las juntas a doce, quienes prestarían sus servicios de forma rotatoria20. El Decreto 527 del 17 de septiembre de 1951, expedido por el gobernador de Antioquia y aprobado por el presidente Laureano Gómez a través del Decreto 2217 del 23 de octubre de 1951, creaba la Junta Departamental de Censura, atendiendo a que las diversiones “[…] deben perseguir el mejoramiento moral y cultural del pueblo, a la vez que el perfeccionamiento del gusto artístico en noble armonía con las buenas costumbres, base esencial en el progreso de la sociedad humana”21; esta junta estaba conformada por cinco miembros en propiedad y sus respectivos suplentes, y sus tareas incluían la supervisión de las salas de cine, las funciones teatrales y radioteatrales, las actividades deportivas, entre otras. Finalmente, el 22 de junio de 1955 el Decreto 1727 estableció una Junta Nacional de Censura; esta buscaba unificar los criterios que regirían a todo el país respecto a la exhibición cinematográfica. La Junta estaría conformada por diez miembros principales e igual número de suplentes; de los 10 principales, 4 serían designados por el Ministro de Educación, 4 por el Cardenal Arzobispo Primado de Colombia y 2 por la Asociación Nacional de Artistas y Escritores22. A pesar de sus constantes variaciones, es posible identificar un patrón común: la centralización de la censura que pasaría de juntas para cada teatro a una junta nacional.
La censura oficial sería reprochada por algunos periodistas que impulsaban una crítica basada en criterios artísticos, como Correa23; o que señalaban la falta de coherencia de este tipo de censura, como Téllez, quien planteaba que la “tijera”, es decir, la supresión de fragmentos inmorales que eran cortados, alejaba a los espectadores y privaba a los empresarios de sus escasas utilidades, más si los censores, en este caso de la Junta Departamental, mudaban su opinión de un día para otro:
“Esto implica una inseguridad de concepto por parte de los censores que puede ser explicativa de otras equivocaciones. La moral no cambia en un día a menos que no esté suficientemente arraigada en el individuo. O [sic] el empieza a reconocer que el concepto sobre la moral no puede universalizarse y para temporizarse puede cambiarse atendiendo la insinuación de terceros en determinado sentido”24.
Más terrible que la prohibición de exhibir, le parecía a Téllez el remontaje a punta de “tijera” al que se veían sometidas algunas películas. Esta forma de censura provocaba que estas se proyectaran con fallas de continuidad -raccord-, que las acababan transformando en una sucesión de escenas ininteligibles25. Esto expone una tendencia recurrente en Medellín, aunque no era exclusiva de la ciudad. Los cortes sobre las partes inmorales afectaban el filme y, por ende, al público. Esto llegaba al punto de que una película “estrictamente para mayores de edad” se convertía en una película “apenas admisible para niños” gracias a la “tijera”26.
A la par de la censura en sentido estricto, existía también la clasificación moral, elaborada por la Acción Católica Colombiana y difundida por diversos periódicos. Generalmente, las clasificaciones se publicaban sin explicar los motivos que ubicaban a las películas en las diferentes categorías. Ver imagen 1
No obstante, a partir de un artículo es posible apreciar algunos de los criterios utilizados. Este artículo comentaba cinco películas: Buenos días, tristeza (Otto Preminger, 1958), La mosca de la cabeza blanca (Kurt Neumann, 1958), Camelia (Roberto Gavaldón, 1953), Trueno de águilas (Helmut Dantine, 1958) y Jacqueline (Roy Ward Baker, 1956). De estas se tomarán tres.
Buenos días, tristeza, basada en la novela homónima de Françoise Sagan, era, según el artículo, una película deplorable, dado que ni los personajes ni la narración alcanzaban el nivel descriptivo de la novela, pero sí subsistía en la adaptación la amoralidad de la obra transpuesta, que envilecía los instintos humanos y sacaba a la luz los más bajos instintos.
“El ambiente completamente amoral, donde el amor libre y las costumbres deshonestas son vistos con naturalidad. Situaciones insinuantes y diálogos de doble sentido. Suicidio sugerido. El remordimiento de la joven y el hecho de que la vida fácil y de libertinaje que llevan los protagonistas no les dé la felicidad, dan una tónica positiva al film, pero no aminoran los elementos antes expuestos”27.
Por dicha descripción le valdría la categoría de desaconsejable en la clasificación moral. La película de Neumann, que dentro de la tradición de la serie B narra los experimentos de un científico, sería clasificada en la categoría de adultos, debido a que el “tono de fantasía atenúa aquello que el film pueda contener de reprensible”; parece, entonces, que el recurso a la ciencia ficción matizaba la clasificación, puesto que la falta de realismo mermaba la capacidad de producir conductas indecorosas en la vida cotidiana. La última película sería Trueno de águilas, la cual recibiría la clasificación de adolescentes. En esta se relata de forma hábil la historia de un hombre de guerra que es nombrado instructor de una base aérea. No se identificó en ella ningún atentado a la moralidad y, por ende, recibió dicha clasificación. Se aprecia que esta categorización no hacía referencia a criterios cinematográficos, sino que se trataba de una tipificación que expurgaba los contenidos, sin importar su especificidad fílmica, para encontrar comportamientos contrarios a los mandamientos divinos y las buenas costumbres.
En 1958, la Arquidiócesis de Medellín publicó una serie de instrucciones dirigida a todos los “censores católicos”, cuyo primer objetivo buscaba “contribuir a la unificación y coordinación de la censura moral de espectáculos”28. Esto se relacionaba con las constantes críticas por la falta de unidad de criterio que había caracterizado el ejercicio de la censura, sobre todo en la década anterior. En estas instrucciones se hacía énfasis en el tipo de espectáculos que podían ver los menores de 16 años; en este sentido la Iglesia era más estricta que el médico Eduardo Vasco, quien planteó que las medidas restrictivas aplicables debían cobijar a los menores de 12 años, como se mencionó páginas antes. Bronx calificó a los padres que no se preocupaban por lo que veían sus hijos como pecadores por omisión29. Aún más alarmante era que los mismos padres acompañaran a sus hijos a ver películas corruptoras:
“[…] Y como los teatros no se preocupan por cumplir las disposiciones legales sobre admisión de menores a cintas calificadas como aptas únicamente para mayores, no es extraño hallar los salones de cine colmados de menores que en compañía de sus padres reciben las clases de inmoralidad y delincuencia dictadas desde la pantalla”30.
Por supuesto, la crítica se hacía extensiva a los empresarios inescrupulosos, que una vez más se hallaban en el centro de la polémica. Al parecer en 1958, aunque sea en el Teatro Junín, los controles eran ya muy estrictos y no se presentaba este problema31.
La revista Raza trató el tema, pero le dio una valoración diferente, al considerar que
“precisamente a los teatros que han organizado espectáculos exclusivos para niños, se les ha venido poniendo trabas para la atención de su público. Esta anomalía debe corregirse cuanto antes, no solo para remediar una inexplicable injusticia sino para disimular la falta de sindéresis que caracteriza a quienes tienen a su cuidado la revisión de espectáculos públicos”32.
En este panorama hay dos críticas que se hacen recurrentes en los medios impresos. Por un lado, la conversión de Medellín en una ciudad que aburre, dado el criterio “troglodítico” y “monjil” de los censores, que hacía de la ciudad el hazmerreír del país por su fariseísmo, al tiempo que la condenaba a entretenerse jugando al yoyo y al balero33, dos juegos de carácter tradicional, que sugerían el estancamiento de la ciudad, como mínimo en el ámbito del ocio colectivo. A esto se sumaba un fenómeno nacional: la repetición de las películas34. Una segunda crítica se refiere al considerable número de malos filmes que se proyectaban. Por ello, además de exigir una unificación de la censura, también se solicitaba que esta se encargara de velar porque el cine que se aprobara fuera de buena calidad artística y defendiera, además de la moral, “el interés económico del público”35. Aunque en ocasiones algunos periodistas consideraban que el público mismo tenía una gran responsabilidad en la baja calidad de las películas exhibidas dado su mal gusto36.
Conscientes de que la censura oficial y moral era solo una parte de su labor, la curia publicó boletines informativos, creó el Secretariado Arquidiocesano de Cine en 1949 e implementó el Cine Foro Católico en 1952, el cual estuvo bajo la dirección del presbítero Jaime Serna (Dr. Humberto Bronx). El Cine Foro funcionó siete años y
“quincenalmente se proyectaba en un teatro una película, precedida de un comentario. Al término de la proyección, una discusión dirigida sobre los aspectos artísticos, morales, técnicos y cinematográficos, con el fin de valorar por sí mismo las desviaciones sociales, morales o religiosas del argumento. Anualmente había una ‘Semana de Cine-Foros’ en teatro público”37.
Se trataba de un esfuerzo en el que la Iglesia católica estaba comprometida en otros lugares de América Latina, como Argentina38, y su objetivo fue educar a través del análisis de las películas a partir de la doctrina católica. Se desarrolló primero en teatros comerciales como el Junín, Ópera y Avenida, para luego continuar su labor en el teatro de los padres salesianos del Colegio El Sufragio39.
La Acción Católica Arquidiocesana también organizó la Semana de la Cultura Cinematográfica, que inició en 1953 y que para el año de 1969 contaba con 29 ediciones40. Una de estas fue la realizada entre el 14 y el 18 de octubre de 1957, la cual incluyó un cursillo de cine transmitido por Radio Libertad, seis cine-foros en los teatros El Sufragio, Ópera, Alameda, y una serie de conferencias sobre temas como la técnica cinematográfica, la Iglesia y el cine, la película como obra de arte, la moral y el cine, el cine y la juventud, la crítica cinematográfica y la Legión de la Decencia y las obligaciones de los católicos. Se trataba, pues, de un intento por combinar la preocupación moral con los aspectos artísticos y técnicos, como lo corrobora la apelación a que las películas exhibidas “son todas europeas de arte y técnica muy perfectas”41. La apelación al arte, a la perfección técnica y a la procedencia de las películas muestra un interés por justificar su exhibición más allá de los criterios estrictamente confesionales; además, hace evidente una desnaturalización, aunque sea incipiente y contradictoria, de la práctica de asistir a cine, la cual emerge como un asunto que involucra un saber específico y capacidad de juicio y valoración sustentada de lo que se ve.
Las actividades de la Acción Católica que mencionamos fueron precedidas por acontecimientos como la visita de expertos internacionales, entre ellos el secretario general de la Oficina Católica Internacional del Cine, André Ruszkouski, quien llegó el 26 de mayo de 1948, se reunió con los exhibidores y dictó conferencias, entre ellas “El mundo católico frente al cine moderno”42; su visita fue, además, aprovechada para exhibir “los capítulos mejores” de tres películas: La vida de San Vicente de Paúl, El peregrino del infierno y Guerra a la guerra, en el teatro-salón del Colegio de San Ignacio, el dinero recaudado sería destinado a las labores de la Acción Católica43. Era evidente el interés de la Arquidiócesis de controlar la moralidad de los espectadores, pero también de ofrecer alternativas al público. Como se ha mostrado, dado el gran arraigo que tenía el cine en la ciudad, era inútil prohibir, también había que construir un tipo de espectador específico: un espectador católico que fuera conocedor del espectáculo al cual asistía y cuya mirada fuera capaz de percibir los aspectos artísticos y técnicos del cine, en un contexto en el que ya se empezaban a formar otras alternativas que no consideraban la dimensión moral como prioritaria, aunque sí coincidían en el fomento del espíritu crítico, o si se quiere moderno, a la hora de ver una película.
El Cine-Club de Medellín: la moralidad y la formación del cinéfilo
La aparición del Cine-Club de Medellín representó la confluencia de muchos procesos que atendían a la comprensión del cine como arte y a la necesidad de generar un espacio fuera de los circuitos comerciales, donde se pudiera ver un cine objeto de censura, poco comercial o que no se hubiera estrenado en el país. Los procesos que dieron lugar a este espacio se pueden agrupar en tres grandes ejes: la cinefilia de sus fundadores, enmarcada en un proceso global de toma de conciencia de la especificidad cinematográfica; el ideal de algunos empresarios en fundar un cine nacional; y, finalmente, las características particulares que tendría Medellín, en especial el gran poder de la Iglesia católica.
Para el primer eje será fundamental el surgimiento en la posguerra y en diferentes lugares, aunque con centralidades claras como París y Nueva York, de una cinefilia moderna, por la cual se entiende el ejercicio de una pasión por ver cine reservada a los individuos que están dispuestos a realizar un esfuerzo por personalizar su juicio44; la fundación del Cine Club de Colombia en la ciudad de Bogotá en 1949 sería el mejor ejemplo de esto en nuestro país. Para el segundo, la figura de Camilo Correa, multifacético empresario y cinéfilo que abogaría por la creación de un cine nacional a través de sus columnas en el diario El Colombiano y sus artículos en la revista Micro, y de la creación de empresas como Películas Colombianas (Pelco), Promotora Cinematográfica Nacional (Procinal), Agencia de Espectáculos y Artistas (Acdeya), y la Escuela de Cine Colombiano. Para el tercero, la consolidación de un buen número de teatros agrupados en circuitos comerciales que veían su labor empresarial entorpecida por la censura.
Aparte de lo mencionado por Martínez Pardo45, poco se ha dicho sobre la fundación del Cine-Club de Medellín, la cual tuvo varios intentos entre 1949 y 1956. Hasta el momento se han encontrado tres esfuerzos serios de conformación en: 1949, 1951 y 1956. Una noticia de 195446 indica que pudo existir otro en esa fecha, a partir de algunos aficionados y de forma “independiente de toda clase de empresa cinematográfica”, en clara alusión a los intentos anteriores, liderados por Correa, pero no se pudo encontrar más información al respecto. Esto demuestra la intención que se dio por estos años de crear un espacio alternativo donde se pudiera exhibir cine, en el que pudiera apreciarse como un arte.
El primer intento de fundación ocurrió en el segundo semestre de 1949, cuando Correa lanzó la idea de formar un “club de cine-aficionados”, el cual
“estará formado por un grupo no muy numeroso de personas que, mediante el pago de una pequeña cuota mensual gozarán de algunas películas que no pueden entrar al país por causas especiales o que no merezcan la atención de las empresas por lo poco comercial, cuya exhibición se haría en forma privada. Correa también dentro del plan de Olimac [sic] la consecución de libros especializados, que son muy pocos los que llegan a las librerías de Medellín, dotarlo de una biblioteca para uso exclusivo de los socios, que podrían adentrarse de esa manera en los secretos de la técnica cinemática y en un futuro no muy lejano, cuando el cine nacional sea ya una realidad podrán servir como argumentistas, directores, camarógrafos y hasta como actores.
Dentro de pocas semanas, podremos dar a los lectores bases más firmes sobre lo que será definitivamente esta asociación de aficionados al cine que inclusive podría dictaminar, no solo sobre la calidad estética y técnica de una realización, sino también sobre sus condiciones morales prestando así una ayuda eficiente a la labor de las juntas de censura, encaminadas a no dejar que se atente contra la moral y las buenas costumbres en los salones cinematográficos”47.
El redactor anónimo, posiblemente Camilo Correa dado su estilo de escritura, era ya consciente de las dificultades que la exhibición de esas películas que no podían entrar al país por causas especiales iba a causar, por esto agregaba que estos aficionados al cine discutirían no solo sobre la calidad estética y técnica de las películas, sino también sobre sus calidades morales, lo que facilitaría el trabajo de las juntas de censura, afirmación que, cómo se verá, no convenció a la Iglesia católica. En esta primera noticia ya se expresaban las bases de lo que sería el futuro Cine-Club de Medellín: por un lado, la exhibición de películas poco comerciales; por el otro, el empeño de enseñar al público acerca de los “secretos de la técnica cinemática” con el fin de prepararlos para la llegada del cine nacional. Además, muestra otra peculiaridad de Camilo Correa -si es él el autor-, quien se refirió a los planes de Olimac en tercera persona, cuando este no era más que un anagrama de su nombre, con el que solía firmar muchos de sus artículos.
Dos semanas después, se anunciaría que las inscripciones ya se encontraban abiertas en la oficina de Correa. La iniciativa pretendía constituirse en un club de aficionados al séptimo arte “similar a los existentes en las principales capitales americanas y desde hace unas semanas en Bogotá”48. Casi un mes luego de la publicación de la primera noticia, se llevaría a cabo la primera reunión, en esta se definiría que dicha organización funcionaría de forma independiente a la de Bogotá con reglamentos y directivas propias. Estos serían elaborados por una comisión para ser votados en la primera asamblea, la cual se esperaba ocurriera los últimos días del mes de octubre junto a la primera proyección. Para poder asistir a la reunión, se debería pagar una cuota de admisión por un valor de 5,00 pesos y una mensualidad por $2,0049. Una noticia del 26 de octubre, además de la invitación a inscribirse, daba luces sobre sus propósitos y establecía una relación explícita con la cinefilia global:
“[…] El Cine-Club antioqueño, similar a los europeos y americanos, se ocupará en un principio de la exhibición de películas que, por la censura o por sus atractivos comerciales no puede ser presentado en los teatros. […] Pero el Cine-Club no es, ni será, un nido de intelectuales. A él pueden entrar todos los que sean y pueden tener la seguridad de que el odioso circulillo de los sabios en todo, de los posudos críticos de arte etc. no será quien lo dirija”50.
Hay dos elementos que llaman la atención, por un lado, la exhibición de películas que podían ser o habían sido objeto de censura, lo cual traería bastantes problemas en su segundo intento de fundación; por el otro, la búsqueda de un público amplio. Al parecer esa primera asamblea no se llevó a cabo en 1949 y todavía en marzo de 1950 se invitaba a las personas para que se vincularan al proyecto. Dicha tardanza se debía a que no se había podido completar el número de 100 socios necesarios para su inscripción legal51. Pese a eso ya se habían empezado gestiones con casas distribuidoras y centros culturales que les suministrarían material52.
No tenemos más información acerca de este primer intento, el cual al parecer fracasó. Nos concentraremos, por cuestiones de espacio y de fuentes disponibles, en la fundación efectiva del Cine-Club de Medellín en 1951. Para esta fue fundamental la creación por parte de Correa de la Escuela de Cine Colombiano, que en un principio iba dirigida a formar extras y operarios necesarios en la consolidación futura de un cine nacional53, pero luego ofrecería cursos para formar las próximas “luminarias del cine criollo”: curso general de técnica, curso general de interpretación, dibujos animados-especialización, fotografía-especialización54. Se esperaba que empezara a funcionar a comienzos de 195155 y ya a mitad de año se daba como un hecho56. Esta escuela tenía como antecedente los cursos por correspondencia ofrecidos por la Editora Nuevamérica, dirigida también por Correa a partir de 194457 y que se sumó a la revista de crítica radial y cinematográfica Micro, también bajo su administración.
Fueron los 50 alumnos de la Escuela de Cine quienes sentaron las bases para la constitución definitiva del Cine-Club. Además, es posible que los primeros esfuerzos hayan fracasado dado el costo de la afiliación. Los principios de esta nueva iniciativa serían los mismos que los planteados en 1949, lo que incluía la exhibición de películas sin atractivo comercial o con pocas probabilidades de pasar los filtros de la censura, pero ya no se cobraría una cuota de afiliación y la mensualidad se reduciría a $1,5058.
Este segundo intento se materializaría el 10 de junio de 1951 a las 10 a. m., en el Teatro María Victoria, con la primera exhibición para los 350 socios59. En esta se presentaría la película francesa La favorita del puerto (Marcel Carné, 1950), en la cual se narra la historia de un hombre maduro embelesado por una adolescente. “Una magnífica película, en fin, sin características excepcionales ciertamente pero muy apropiada para adentrar a los nuevos cineistas de selección en el arte puro”60. En esta reunión también se definirían algunas cuestiones administrativas, como el nombramiento de la primera junta directiva. En ella se nombraría a Jorge Montoya Toro como gerente, a Camilo Correa en la presidencia y a Darío Valenzuela en la vicepresidencia.
La segunda exhibición tendría lugar el 24 de junio de 1951, también en el Teatro María Victoria, con la película Electra (Dudley Nichols, 1949), cuya exhibición fue imposible en la ciudad por “caprichos de la censura”61.
“‘Electra’ es una obra cruel, casi podríamos decir que inhumana por la perversidad de sus personajes todos, excepción hecha tal vez del bueno de Ezra y de los primeros […] que al fin resultan injustamente castigados por la horrible tara de los Mannon. Una película de cine-club, en fin. Pero no de cine-club de Medellín. Que daba grima advertir como se reían los espectadores cuando más sarcástico y doloroso era el dialogo. Bueno, en Medellín estamos…”62.
Esa última queja demostraba que los socios no se encontraban preparados dado su reacción de risa “cuando más sarcástico y doloroso era el dialogo”, lo que hacía evidente la urgencia de la formación de las audiencias y la lejanía de una verdadera cinefilia colectiva, asunto que había advertido varias veces Correa en las páginas de Micro. A lo cual se sumaba el “feo vicio” del público de la ciudad de ponerse de pie antes de que la película se acabe63.
Una tercera función se celebró el 8 de julio de 1951, con la cinta San Francisco (W. S. van Dyke, 1936), promocionada como una de las mejores películas de todos los tiempos. Dicha función fue catalogada de un acierto por El Diario, que felicitaba al Cine-Club. En este texto también se lanza una crítica a la entidad, de la cual “nada se informa, nada se escribe como no sean las gacetillas que El Colombiano publica con el estilo inocultable de Camilo Correa”64.
La última función de la cual se encontró información fue la de El silencio es oro (René Clair, 1947), el 22 de julio de 1951. “Una película extraordinariamente humana por el cabal desempeño de sus personajes y perfectamente lograda desde el punto de vista artístico y cinematográfico en todo momento”65, que por razones que “solo Dios sabe” no había podido ser admirada en la ciudad66.
Lo expuesto contrasta con lo planteado por Martínez Pardo, quien afirmó que la primera exhibición fue el 9 de junio de 1951 con La favorita del puerto y Electra67. Dicha fecha, que aparece en el documento, fue seguramente la de la aprobación y no la de la exhibición misma. Además, como pudimos corroborar las dos películas no se exhibieron el mismo día, sino con una diferencia de quince días. Este autor tampoco daría cuenta de las otras dos exhibiciones que se llevaron a cabo.
El Cine-Club no estuvo exento de polémica y ya en la sección “Notas culturales” de El Colombiano se señalaba que esta entidad no tenía como objetivo la exhibición de películas inmorales, “como lo han informado personas no enteradas del funcionamiento de esta clase de organismos”68; al parecer estas personas pertenecían o tenían contacto cercano con la Iglesia católica, lo que llevó a la suspensión de las actividades. En una entrevista, Correa indicaba que la programación había despertado la preocupación de la curia, que habría procedido a descalificar las exhibiciones e impedido la exhibición y la discusión de las películas, lo cual provocó su suspensión69.
En la prensa también se expresarían diversas opiniones sobre las actividades del Cine-Club. El Obrero Católico sostendría que esta institución era un “centro de inmoralidad”, donde bajo un disfraz de cultura se ocultaba el pecado, se explotaba la ingenuidad y se disimulaban los vicios. A continuación, citamos en extenso un artículo aparecido en dicha publicación:
“Fuimos a las oficinas del ‘Cine-Club’ y, jóvenes como somos, nos mostramos interesadísimos en la cuestión obteniendo los datos más valiosos para nuestro propósito. Vale la pena anotar la conversación, tal como se llevó a efecto, para que se observe la ingenuidad de las respuestas y lo que ellas encierran. […] -Bueno -preguntamos, mostrándonos cada vez con un interés creciente- y ¿qué películas se dan? -Pues películas bien ‘buenas’, bien ‘interesantes’, es decir, sin censura, o de las que la censura no ha dejado pasar… ¡en fin! ¡De todo eso! -Se nos respondió a la carrerita, como para que nos enteráramos, pero no hiciéramos mucho hincapié en la cuestión. -¿Qué películas han dado, si nos pueden informar? Y nos van soltando la lista. ¡Que lista! -Hasta ahora se han dado ‘Electra’, ‘La favorita del puerto’ y ‘San Francisco. Ciudad pecadora’. -¡Carambas! -pensamos para nuestros adentros- ¡Estos si están dando toda la basura de afuera!... […] Y salimos con una decisión del edificio: dar a conocer esta miserable comedia, esta farsa sin nombre con la que se pretende engañar a la sociedad. Hay más de setecientos afiliados al tal Club, seguramente jóvenes, o tontos o corrompidos. El cupo es de ochocientos, y a todos estos se les va a dar, se les está dando, el más inmundo festín de inmoralidad y de concupiscencia. Seguramente las autoridades no saben el asunto, que si lo supieran, de otro modo obrarían, para poner coto a este intento subrepticio de corrupción en masa. Que sepamos, entre otros que no sabemos, dos señores están al frente de la empresita esa, y son Camilo Correa y Darío Valenzuela. ¿No habrá derecho a decir sus nombres? ¿Al fin y al cabo, ellos no son públicamente los orientadores y promotores del ‘Cine-Club’? Y siendo el ‘Cine-Club’ lo que es… ¡que la sociedad los juzgue como a bien tenga! Y con estos antecedentes, el ‘Cine-Club’ dizque es para despertar ‘el gusto artístico’”70.
En este comentario queda claro el gran interés que despertó en sectores cercanos a la Iglesia las actividades del Club, el cual llevaba a exagerar su influencia y número de afiliados, que debía ser mucho menor si tenemos en cuenta las dificultades que tuvo para constituirse y la ausencia de menciones a un alto número de afiliados por parte de Camilo Correa, personaje muy proclive a exagerar en las empresas que acometía. La respuesta por parte de El Diario no se hizo esperar, y en ella se hacía referencia a que el Cine Club de Colombia en Bogotá funcionaba sin contratiempos.
“[…] Por lo demás los mejores jueces en este enojoso lio son los mismo socios, entre los cuales, sin contar a los que han hecho el papel de espías, se encuentran personas de reconocida solvencia moral y religiosa. Ellos vieron las películas que se han presentado y pueden decir si no han sido películas hechas con plena conciencia del arte, en las que no se irrespeta en forma alguna la religión ni se osa de escenas lascivas para atraer la atención del público”71.
A lo que se agregaba que se exhibió una película edificante y de alto contenido moral como San Francisco, y una más que se podría haber clasificado como “para todos”. Los argumentos utilizados en esta respuesta dan cuenta de las discusiones que hemos planteado a lo largo de este texto, en particular la mención a la existencia de entidades similares en otras ciudades. En este sentido, la formación de un público moderno y conocedor hacía parte de la tarea de poner a la ciudad a tono con el mundo considerado civilizado, el cual requería de espectadores que tuvieran una capacidad de discernimiento autónoma y alejada de los prejuicios morales.
Sabemos, gracias a Alberto Aguirre, que hubo una fundación más duradera en 1956. Esta sería realizada por el mismo Aguirre, René Uribe Ferrer, Rafael Vega Bustamante, Eddy Torres, Jorge Velásquez, Alejandro González y Alfonso Pineda, con los mismos fines que había promovido Correa casi cinco años atrás72. Todos estos intentos de fundación del Cine-Club de Medellín demuestran la intención de crear un lugar en la ciudad fuera de los circuitos cinematográficos, que diera un valor preponderante al componente artístico sobre el valor comercial y moral. Como se menciona, su interés era el de formar un tipo de espectador cinéfilo que pudiera entender la calidad técnica y estética de la obra cinematográfica. No obstante, este proyecto de formar al público de Medellín estuvo en constante tensión con la idea de un espectador moral, como se aprecia en las diferentes fuentes, llegando incluso al cierre del mismo Cine-Club73.
Consideraciones finales
Entre 1945 y 1958 la asistencia a cine se convirtió en un problema que excedía la censura oficial. No se trataba solo de impedir las películas nocivas, el reto es más complejo en tanto implicaba un esfuerzo por transformar cómo se veían las películas. Se trataba de formar y guiar al público que empieza a ser entendido como un conjunto complejo y heterogéneo de personas cuyas actitudes y aptitudes se podían y se debían transformar.
En este contexto, la audiencia cinematográfica se convirtió en objeto de disputa para la Iglesia católica, institución de gran arraigo en la ciudad de Medellín, y para el emergente Cine-Club de Medellín, organizado en torno a Camilo Correa. Si bien la Iglesia confrontó y logró el cierre del primer cineclub en la ciudad, esta disputa no puede ser reducida al ataque de una institución reaccionaria a una modernizante, puesto que la Arquidiócesis utilizó su influencia no solo para prohibir y condenar, sino que también gestionó espacios e impulsó proyectos que buscaban fortalecer su proyecto de educación cinematográfica y consolidar la orientación moral que ejercía, al tiempo que impulsaba esfuerzos por instruir en la apreciación técnica y artística del medio. Desde esta perspectiva, la selección de cierto tipo de películas, la conformación de espacios de exhibición regulados y la formación de los espectadores a través de cine-foros y conferencias darían lugar a un espectador moral.
El Cine-Club de Medellín, por su parte, abogaba por exhibir y discutir un tipo diferente de cine, que privilegiara lo artístico y dejara parcialmente de lado consideraciones morales. No obstante, y aunando consideraciones pragmáticas -que hacían inviable una lucha frontal contra la Iglesia- y convicciones personales -no hay ninguna evidencia de que Correa u otros miembros fueran anticlericales-, el Cine-Club no pensaba sus labores como contrarias a la moral católica, sino como autónomas en cierta medida, en tanto implicaba una reconfiguración de los criterios de valoración cinematográfica. Como lo han planteado Baecque y Frémaux74, la cinefilia -que este tipo de institución impulsaba- es una forma de ver las películas y de discutir sobre ellas, que posee cierto carácter autorreferencial o cerrado sobre sí mismo y que, por ende, no acepta o limita la aceptación de criterios extracinematográficos. Se trató de un proceso con peculiaridades locales, pero que al tiempo expresaba procesos globales, que se manifestaron en el surgimiento del cine moderno y la emergencia o consolidación de las cinematecas, los cine-foros y los cineclubes, que impactaron la relación entre el cine y sus espectadores.