Introducción
Orlando García fue uno de los numerosos simpatizantes del Partido Liberal que, durante la guerra de los Mil Días, fueron apresados bajo la acusación de ser desafectos al Gobierno. Capturado en octubre de 1900, García permaneció preso hasta finales de enero de 1901, cuando se ordenó su excarcelación. Esta fue obra de la gestión de otro liberal, Manuel Caldas, quien poco antes había suscrito una petición al prefecto de la provincia en la que solicitaba la liberación de su colega, con el argumento de que este no tenía compromiso alguno en la contienda. En dicha solicitud, el peticionario se declaraba responsable del futuro comportamiento político de su copartidario y se comprometía a pagar una fianza de 500 pesos en caso de que este, una vez liberado, tomase “parte activa en la actual revolución”1. Caldas adelantaría una gestión parecida algunos meses más tarde a favor del preso José Antonio Vera, con similares resultados y bajo los mismos argumentos y condiciones2.
Las excarcelaciones en cuestión ocurrieron más de un año después del inicio de la guerra, la más larga y devastadora de las contiendas civiles del siglo xix colombiano. El conflicto, una rebelión armada del Partido Liberal en contra del gobierno de Manuel A. Sanclemente, había estallado en octubre de 1899. El alzamiento respondía al prolongado descontento del liberalismo con las políticas económicas y de orden público de la Regeneración, régimen conservador que imperaba desde mediados de la década de 1880 al amparo de la Constitución de 1886. Era una rebelión alimentada por casi dos décadas de exclusión política, manipulación electoral, censura y persecución oficial contra líderes y miembros del liberalismo, muchos de los cuales ya habían protagonizado un corto y desafortunado arrebato bélico en 1895. La guerra no terminaría hasta finales de 1902 con la derrota del bando rebelde, y dejaría tras de sí un estimado de 100.000 muertes, cuantiosas y profundas pérdidas económicas y la semilla para la posterior desmembración del territorio nacional3.
Lo ocurrido con Caldas, García y Vera ilustra una serie de aspectos característicos del tratamiento a rebeldes y otros disidentes tanto en esta guerra como en otros conflictos del periodo. Su historia ejemplifica prácticas habituales como el encarcelamiento de desafectos no combatientes o la imposición de sumas de dinero a adversarios políticos. Este es también el caso de la negociación de gracias individuales a través de peticiones que involucraban compromisos políticos, acuerdos económicos y expectativas de clemencia oficial4. Tal negociación, encarnada en la solicitud de excarcelación por fianza, constituye el tema central del presente artículo. ¿Qué naturaleza y funcionalidad tuvieron las fianzas en la guerra? ¿Qué revelan sobre la negociación y la administración de lenidad estatal durante el conflicto? El argumento central de este texto es que las fianzas para prisioneros políticos en los Mil Días fueron mucho más que un medio para la solicitud y obtención de clemencia. Eran, fundamentalmente, un recurso político-jurídico en cuyo uso convergieron lógicas de prevención, castigo y clemencia asociadas a la criminalización, el control y el sometimiento de la oposición política.
¿Por qué prestar atención a las fianzas en los Mil Días? Más allá de ejemplificar prácticas como las arriba señaladas, este recurso invita al historiador a preguntarse por aspectos poco explorados de las múltiples y complejas formas de administrar el perdón en las guerras civiles colombianas. Estas, ciertamente, no fueron la única manera de obtener algún tipo de clemencia estatal en medio de la guerra: también estaban las amnistías, los decretos de indulto, las capitulaciones, los sometimientos y otros pactos similares. Todos ellos han sido objeto de recientes y juiciosos análisis historiográficos5. Dentro de este repertorio, las escasamente estudiadas fianzas destacan por no ser resultado de actos colectivos de benevolencia estatal “desde arriba”. Remiten, más bien, a gracias individuales obtenidas “desde abajo”, que tienen que ser solicitadas y pactadas, y que están atravesadas por condicionamientos políticos y económicos ausentes en los otros recursos. Atender a las fianzas supone entonces adentrarse en el nivel más micro de la relación autoridades-opositor, así como en las formas más individuales de gestionar y administrar el perdón, usualmente pasadas por alto en el análisis de los demás recursos. Adicionalmente, permiten apreciar cómo funcionaba, en tiempos de guerra civil, aquella “cultura de la petición” tan característica de la vida política decimonónica6.
El análisis de las fianzas aquí presentado dialoga con la bibliografía sobre las respuestas legales a rebeldes y opositores, así como sobre el castigo y el perdón, en los siglos xviii y xix en Colombia. La idea de que en las fianzas convergen lógicas de punición y gracia recoge los planteamientos de Víctor Uribe-Urán y Rebecca Earle sobre la administración de justicia en Hispanoamérica a fines del periodo colonial7. Se trata, aquí, de llevar al siglo xix sus afirmaciones de que el poder estatal, en respuesta a distintas formas de criminalidad, se despliega a través de un juego permanente entre venganza y benevolencia. El análisis, igualmente, conversa con quienes han estudiado las características de dicho juego en el marco de los conflictos colombianos decimonónicos. Es el caso, por ejemplo, de María Teresa Uribe, Liliana M. López y Joshua Rosenthal y sus trabajos sobre la naturaleza y el funcionamiento de los indultos en las guerras de 1839, 1851 y 18548. De acuerdo con estos autores, tales gracias operaron simultáneamente como castigos y oportunidades para la obtención de clemencia. Sus textos, además, sugieren que durante el medio siglo existió cierta relación entre las negociaciones individuales de indultos y el pago de fianzas, pero no ofrecen mayores detalles al respecto. El presente artículo usa las ideas de estos tres autores para analizar las fianzas, pero adentrándose de lleno en la exploración de un recurso apenas mencionado en sus estudios.
De igual relevancia es el diálogo con los trabajos sobre construcción de paz de autores como Margarita Garrido, para la guerra de 1851, Luis Javier Ortiz, para la de 1876, y Brenda Escobar, para los Mil Días9. En sus estudios sobre los indultos, las amnistías y otras formas de perdón a rebeldes, Garrido y Ortiz sostienen que tras la administración de clemencia estatal en guerra civil yacía un acto de reafirmación de la autoridad y legitimidad del Estado. Este artículo evalúa dicho argumento en el caso de las fianzas y se pregunta por el funcionamiento de tal acto en el marco de un mecanismo de naturaleza relativamente distinta. En relación con los aportes de Escobar, enfocados en pactos e iniciativas de conciliación a gran escala, el análisis aquí desarrollado recuerda que los tratos entre autoridades y opositores también tuvieron lugar en el nivel más micro. Esta última escala es igualmente importante si se quiere contar con un panorama más completo de las complejidades y matices que caracterizaron las negociaciones entre Gobierno y rebeldes durante la guerra.
Esta indagación descansa sobre un corpus conformado por índices de fianzas, peticiones y actas de excarcelación, y una variedad de documentos y resoluciones administrativas vinculadas a tales solicitudes. Las fuentes provienen de los archivos históricos de Popayán y Medellín, y ofrecen un detallado panorama de las características y el funcionamiento del sistema de fianzas en los departamentos de Cauca y Antioquia. Aunque el Cauca no sufrió el conflicto con la misma intensidad que Santander o Cundinamarca, fue igualmente escenario de numerosas e importantes campañas rebeldes. Es el caso, entre otras, de la de Avelino Rosas en la frontera con Ecuador o la de Benjamín Herrera en la costa pacífica. Antioquia, bastión político y militar del conservatismo durante gran parte del siglo, experimentó la guerra en una escala mucho menor. Su actividad insurgente se llevó a cabo primordialmente en la periferia del departamento, donde solo hubo despliegues militares significativos en sus fronteras con el Cauca10. La mirada conjunta a ambas regiones permite, pues, identificar semejanzas y diferencias en los usos y lógicas del sistema de fianzas entre dos departamentos que vivieron los Mil Días de forma diferente.
1. Las fianzas de los Mil Días y su naturaleza
El sistema que benefició a Orlando García y a José A. Vera tuvo una naturaleza compleja, atravesada por reinvenciones jurídicas mediante las cuales el Gobierno pretendía hacer frente a las necesidades de la guerra. Las fianzas fueron, en este sentido, una respuesta gubernamental a la rebelión que combinaba, de manera estratégica, la prevención, el castigo, la clemencia y el control sobre la oposición política. Las características y el funcionamiento de este recurso durante la guerra guardaron estrecha relación con algunos de los principales rasgos del aparataje jurídico y constitucional de la Regeneración.
La Constitución de 1886 sentó las bases para un sistema en el que prevalecía el poder Ejecutivo y en el que el Gobierno tenía amplias atribuciones para proteger el orden público contra potenciales enemigos internos. La figura constitucional del estado de sitio, que rigió desde días antes de estallar la rebelión hasta mediados de 1903, permitía al presidente suspender garantías civiles y le confería facultades legislativas extraordinarias para responder a conmociones internas. El uso de estos poderes durante los Mil Días condicionó un régimen jurídico de excepción caracterizado por un sinnúmero de reinvenciones legales. Estas incluyeron una redefinición constante de los delitos políticos y de las penas asociadas a estos, así como un “secuestro” del juzgamiento y castigo de rebeldes y opositores por parte de autoridades militares y administrativas11. Todo ello dio lugar a un marco de inseguridad legal, constitucionalmente amparado, en el que las leyes no eran fijas, las autoridades alteraban constantemente los límites de sus competencias y la oposición política se confundía con la enemistad interna. En su texto sobre los autoritarismos latinoamericanos del siglo xix, Brian Loveman se refiere a este tipo de contextos como de dictadura constitucional. Esta experiencia podría igualmente denominarse, siguiendo a Peter Waldmann, como de estatalidad anómica, caracterizada por un funcionamiento del Estado que, si bien seguía una racionalidad legal, no estaba propiamente regido por normas claras y estables12.
Una de las prácticas administrativas más frecuentes contra opositores políticos en medio de estos estados de “dictadura constitucional” fueron las prisiones preventivas. Estas capturas, sin término fijo ni condena alguna, permitieron a las autoridades colombianas mantener fuera de circulación, sin necesidad de juicio o sentencia formal, a rebeldes y disidentes potencialmente peligrosos. Durante los Mil Días, su finalidad era neutralizar las amenazas reales o temidas que suponían los desafectos liberales, pues funcionaban al tiempo como mecanismo de castigo y prevención. Sus víctimas, en consecuencia, fueron opositores de muy diversa índole: soldados u oficiales, individuos acusados de apoyar materialmente a los rebeldes o conspirar contra el Gobierno, líderes partidistas locales y regionales, y hasta simples y llanos miembros del Partido Liberal13. Las fianzas para prisioneros políticos fueron, justamente, la contracara de esta práctica punitiva. Estas permitían que liberales víctimas de prisiones preventivas pudieran solicitar su libertad o cuando menos negociar la fijación de una pena distinta a la cárcel.
Las fianzas de los Mil Días fueron una readaptación para tiempos de guerra de la figura jurídica de la caución judicial que, tal como la entendía la doctrina penal colombiana de la época, consistía en “la seguridad que da una persona de que otra observará buena conducta o no ejecutará el mal que se teme, obligándose a la satisfacción de la cantidad o reparación que debe fijarse para el caso que lo ejecute”14. Las cauciones hicieron parte del ordenamiento jurídico colombiano desde la expedición en 1837 del primer Código Penal, implementadas bajo la pena de “fianza de buena conducta”. El código de 1890 mantuvo vigente esta formulación hasta más allá de finalizado el siglo xix. Sus prescripciones al respecto eran simples: el interesado en el beneficio tenía que presentar un “fiador abonado”, quien habría de satisfacer los daños y perjuicios en caso de que el reo o fiado “vuelva a ejecutar hechos semejantes a los que han motivado su condenación”15. Las cauciones, así entendidas, tenían una finalidad análoga a la de las prisiones preventivas. La doctrina las consideraba como un recurso para la “prevención saludable del crimen”, cuya eficacia yacía en impedir “la consumación del daño ya intentado”. De este modo, representaban “un freno poderoso para cortar los delitos antes de que nazcan de nuevo”16.
Las cauciones en la legislación colombiana tenían, al menos formalmente, un margen de aplicación limitado. De acuerdo con el código de 1890, las fianzas de buena conducta estaban reservadas solo para los delitos de tentativa de envenenamiento, provocación a riña, “amenazas de muerte o herida o mal a una persona, honra o propiedad”, así como a algunos casos de hurto17. Tales limitaciones, no obstante, fueron bastante flexibles durante el siglo. Las reglas sobre la caución no hacían mención alguna a crímenes o amenazas contra el Gobierno y el orden público, y aun así las fianzas para sindicados de estos delitos siempre parecieron ser una opción en las guerras18. Durante los Mil Días, de hecho, se usaron de forma frecuente y sostenida. El índice de fianzas presentadas en la Alcaldía de Medellín entre octubre de 1899 y agosto de 1902 muestra que allí se procesaron no menos de 584 solicitudes de este tipo durante el periodo; 400 de ellas se radicaron entre enero y agosto de 190019. En Popayán, una lista de mediados de 1900 registraba 107 solicitudes similares, 87 de las cuales fueron presentadas entre junio y agosto del mismo año20. Las peticiones de fianza en esta ciudad también se extenderían a lo largo de toda la guerra.
Las reinvenciones legales propias del régimen de excepcionalidad que imperó durante los Mil Días no solo ampliaron la aplicación de las cauciones, sino que también les introdujeron elementos adicionales. Las peticiones revisadas muestran que no bastaba con tener un fiador ni con hacer una promesa de buen comportamiento político. El proceso también involucraba la obligación del fiado de presentarse regularmente ante las autoridades, lo que permitía al Gobierno excarcelar a sus adversarios políticos sin perderlos de vista. Se trataba, formalmente, de la adición de una pena complementaria a la fianza: la “sujeción a la vigilancia de las autoridades”, considerada como “una necesidad inevitable […] como prevención contra los actos de reincidencia”. En correspondencia con lo indicado para esta pena, los presos políticos excarcelados debían comprometerse a informar a los funcionarios del Gobierno sobre su lugar de residencia “y modo de vivir”, y a presentarse ante estos toda vez que así se les requiriera. La “sujeción”, incluso, habilitaba a las autoridades a practicar registros domiciliarios para comprobar el cumplimiento de lo pactado21.
Estas ampliaciones y adiciones no deben verse como una anormalidad legal, sino como una forma más en la que el Gobierno respondió, en este contexto anómico y de incertidumbre jurídica, a una conmoción que demandaba excepcionalidades legales. Así reinventado, el sistema de fianzas durante la guerra descansó en un procedimiento relativamente estandarizado. El recurso podía ser interpuesto directamente por el preso, quien posteriormente debía señalar a su posible fiador, o bien por un tercero que, en calidad de fiador, pedía la libertad de un prisionero. Las solicitudes más simples contenían solo la petición formal de excarcelación y el nombramiento de un fiador. Otras, más elaboradas, incluían las razones por las que el peticionario consideraba que el interesado no debía permanecer preso, e incluso solían nombrar a dos o tres testigos para que dieran cuenta de la veracidad de aquellas. No todas las solicitudes apuntaban al mismo tipo de gracia. Unas pocas eran peticiones directas de libertad. Otras, mucho más comunes, buscaban únicamente conmutaciones de castigo, bien bajo la figura de detención domiciliaria o bajo la modalidad de confinamiento en la localidad22. Una vez radicada la petición y entrevistados los testigos -en caso tal-, las autoridades evaluaban los argumentos y testimonios, en un proceso que usualmente involucraba, además del alcalde o el prefecto, a una autoridad militar o a un auditor de guerra. Si la solicitud contaba con el visto bueno de sus revisores, se fijaba la cuantía de la fianza y se firmaba un compromiso con el fiador.
En tanto respuestas gubernamentales a la rebelión, las fianzas combinaban dosis estratégicas de clemencia y castigo. Eran, por un lado, un mecanismo que permitía a los presos recuperar parcialmente su libertad. Se trataba, por otro lado, de una oportunidad de excarcelación fuertemente condicionada y atada a penas auxiliares. La suya no era, pues, una gracia del alcance de una amnistía o un decreto de indulto, sino una de efectos mucho más modestos. Al revestir tales características, las fianzas debieron haber brindado a las autoridades una forma de administrar el continuo flujo de prisioneros políticos en las cárceles, comúnmente hacinadas y afectadas por toda suerte de limitaciones materiales23. Dichos recursos, así las cosas, no solo permitirían descongestionar las prisiones, sino también darían a las autoridades la posibilidad de monitorear a sus capturados sin necesidad de tenerlos en la cárcel.
Las sanciones pecuniarias asociadas a las fianzas en cuestión generan algunos interrogantes sobre sus posibles usos: ¿tuvieron alguna finalidad o trasfondo económico24? ¿Se les dio acaso un uso análogo al de los empréstitos forzosos o a las contribuciones de guerra? Estas últimas fueron penas muy comunes durante los Mil Días y sirvieron para gravar a liberales desarmados con cuantiosas sumas destinadas a solventar los costos de la contienda25. Las fuentes consultadas no revelan detalles sobre los usos posibles o reales de las fianzas que llegaban a cobrarse. Sin embargo, es posible sugerir que el cobro implícito en la fianza tenía su razón de ser en las garantías propias de la caución judicial, no en un interés explícito y directo de afectación y aprovechamiento económico. El dinero comprometido en la fianza, al menos en su forma original, no correspondía a una represalia económica en sí misma, sino más bien a un principio preventivo y de reparación frente a la eventual ejecución de un mal.
Las fianzas de los Mil Días tuvieron, en síntesis, una naturaleza híbrida, en la que convergían mecanismos jurídicos tradicionales con necesidades propias de la guerra. En su seno se combinaban los propósitos preventivos y punitivos de la caución, el otorgamiento de ciertas formas de gracia, y el uso de diversas estrategias para administrar, someter y controlar a la oposición política. La siguiente sección ofrecerá un análisis más detenido del despliegue de estas lógicas de prevención-castigo-clemencia al momento de fijar los montos de una fianza y designar fiadores.
2. Los costos de la fianza y la asignación de obligaciones
La fijación de montos de fianza y la asignación de fiadores son momentos esenciales en toda caución, por cuanto establecen tanto la obligación económica que garantiza el cumplimiento de lo estipulado como la persona objeto de esta. Durante la guerra, ambos procesos fueron funcionales a las necesidades preventivas y punitivas de las autoridades conservadoras y, por tanto, operaron como formas adicionales de castigo e intimidación susceptibles de extenderse más allá de las prisiones y los prisioneros políticos.
¿Qué criterios orientaban la fijación de estos valores? Una mirada superficial a los índices y actas de fianzas de las ciudades de Popayán y Medellín, capitales de los departamentos del Cauca y Antioquia, respectivamente, deja ver que en ninguna de las dos regiones existieron reglas claras al respecto. Los precios de las fianzas solían fijarse caso por caso sin importar las cualidades o antecedentes del peticionario. En el Cauca, por ejemplo, el capturado en combate Euclides Aguilar pagó una fianza de 100 pesos en mayo de 1900. En noviembre del mismo año, no obstante, el también prisionero de guerra caucano Secundino Rodríguez tuvo que comprometer el doble de dinero como garantía para su excarcelación. Esos mismos 200 pesos también se le exigirían, por la misma época, a su coterráneo Rogerio Montenegro, un civil sin vínculo alguno con el movimiento26. Una mirada más detenida a las fuentes revela, sin embargo, que la falta de reglas para la fijación de estas cuantías no implicaba la ausencia de patrones tras las asignaciones. Las fuentes de ambas capitales permiten identificar al menos dos: un encarecimiento de las fianzas conforme avanzaba la guerra y una asignación de montos que variaba en función de las necesidades específicas de sus contextos de aplicación.
El mencionado índice de fianzas de la Alcaldía de Medellín ilustra claramente el primer patrón. Este listado contiene información, mes a mes, de los fiados, fiadores y montos comprometidos en cada una de sus 584 peticiones. Como se aprecia en la tabla 1, mientras que para 1899 el promedio de las fianzas en la capital antioqueña era de 1.600 pesos, para 1902 ya había superado los 5.000.
Año | Número de fianzas | Monto promedio |
---|---|---|
1899 (octubre-diciembre) | 33 | $ 1.600 |
1900 (enero-diciembre) | 400 | $ 2.341 |
1901 (enero-diciembre) | 137 | $ 3.924 |
1902 (enero-agosto) | 14 | $ 5.071 |
Fuente: elaboración del autor con base en “Fianzas políticas. Índice”, ff. 447-455.
La falta de un índice similar para el caso de Popayán impide hacer una comparación juiciosa a propósito de este punto. Aun así, los datos de Medellín permiten señalar que, al menos en Antioquia, la prolongación del conflicto y el creciente afán de ponerle fin pudieron incidir en el incremento progresivo de estos valores. Cada año a partir de 1900 se registraron menos solicitudes, pero las fianzas que las acompañaron se hicieron cada vez más costosas. La urgencia de sofocar el movimiento liberal se hacía más apremiante a medida que la guerra se extendía y se volvía más onerosa para el Gobierno, y el precio de las fianzas pareció haber sido funcional a esta necesidad. En tales circunstancias, el incremento de los montos puede leerse como un recrudecimiento de las exigencias asociadas a estas cauciones. El aumento del precio de las fianzas encarecía las excarcelaciones, lo que restringía las posibilidades de los presos de obtener clemencia y hacía recaer sobre los terceros unas obligaciones cada vez más gravosas. A medida que el conflicto se dilataba, la posibilidad de la gracia en Antioquia no se hacía necesariamente más remota, pero sí más demandante en lo económico.
El segundo patrón, relacionado con el carácter “contextual” de la fijación de montos, queda evidenciado por una comparación entre los valores habituales de las fianzas en ambas capitales. Aunque el conflicto se vivió más intensamente en el Cauca que en Antioquia, las cauciones en Medellín fueron sustancialmente más altas que en Popayán. El grueso de las fianzas acordadas en Popayán entre marzo y noviembre de 1900 osciló entre los 100 y los 500 pesos. La mayoría de estas, de hecho, no superó los 200 pesos27. La tendencia en la capital caucana no pareció variar demasiado durante el resto de la guerra. En Medellín, en cambio, las sumas entre 100 y 500 pesos fueron extrañas (solo 54 registros del total de 584). Mucho más frecuentes fueron los montos entre 1.000 y 2.000 pesos (275 registros), así como aquellos entre 3.000 y 5.000 pesos (214 registros). Las sumas entre 6.000 y 10.000 pesos fueron mucho menos comunes, pero aun así existieron (40 registros), e incluso se menciona una fianza de 12.000 pesos28.
La explicación de estas diferencias estaría en el uso que en ambos departamentos se dio a estas fianzas. En Antioquia, los costos de las cauciones pudieron haber funcionado no solo como una forma más de castigar a los presos, sino también como una estrategia para desincentivar la rebelión y minar su respaldo entre los liberales locales. Además de dificultar las excarcelaciones y limitar económicamente el acceso a la clemencia, estos montos también podían prevenir, mediante la intimidación a potenciales rebeldes y auxiliadores, el fortalecimiento de la insurgencia en una región donde la guerra era más bien periférica. En el Cauca, en cambio, las prioridades parecían ser otras. Unas fianzas mucho más modestas debieron favorecer la administración del continuo flujo de prisioneros de guerra en la región, y facilitar de paso el control de rebeldes y disidentes por fuera de una limitada y desbordada infraestructura carcelaria. Baste señalar que, ya para noviembre de 1900, el auditor de guerra de Cali afirmaba que la prisión política payanesa estaba congestionada y que los presos provenientes de otras vecindades debían, en consecuencia, remitirse a establecimientos en sus lugares de origen29. La lógica de prevención-castigo-clemencia implícita en la fijación del costo de las fianzas tenía, pues, especificidad regional y se desplegó de forma diferente según los distintos usos que en cada contexto podían dárseles a estas cauciones.
El proceso de elección de fiadores ilumina otros aspectos de esta lógica, vinculados con la ampliación de los sujetos del castigo y las dinámicas relacionales asociadas a la solicitud de clemencia. Aunque se suponía que los presos tenían libertad para nombrar a sus terceros responsables, no era extraño que las autoridades exigiesen que estos fuesen liberales. Así les ocurrió, por ejemplo, al antioqueño Sinforiano Arcila y al caucano Euclides Caicedo, cuyos compromisos de fianza incluyeron esta condición como requisito indispensable para sus excarcelaciones30. Dicha exigencia permitía al Gobierno extender las responsabilidades asociadas a la caución a otros liberales además del fiado, lo que suponía una ampliación del radio general de la lógica punitiva propia de estas fianzas. La tabla 2 muestra cómo la gestión de las 548 cauciones presentadas en la Alcaldía de Medellín permitió involucrar, en esta dinámica de castigo y perdón, a por lo menos 323 personas en calidad de terceros.
Total fianzas | 584 |
Total fiadores | 323 |
Fiadores con mismo apellido que el fiado | En 99 fianzas (17 %) |
Fiadores de otra naturaleza | En 485 fianzas (83 %) |
Total fiadores que pagan por más de una persona | 112 (35 %) |
Por 2 personas | 50 |
Por 3 personas | 32 |
Por 4 personas | 12 |
Por 5 personas | 5 |
Por más de 5 personas (hasta 23) | 12 |
Fuente: elaboración del autor con base en “Fianzas políticas. Índice”, ff. 447-455.
Estos datos no solo dan una muestra de qué tantos terceros podían convertirse, por efectos mismos de la caución, en sujetos potenciales del castigo estatal: también nos muestran la contracara de esta ampliación. Al menos en Antioquia, la búsqueda de fiadores no solo extendía las responsabilidades en cuestión entre los liberales de la región, sino también ponía en funcionamiento una serie de relaciones de solidaridad entre copartidarios. El hecho de que las 584 solicitudes estuvieran económicamente respaldadas por solo 323 personas muestra que en la capital antioqueña había un número de liberales comprometidos a mediar en la excarcelación, no de uno, sino de varios correligionarios. En efecto, como lo muestra la tabla, más de una tercera parte del total de fiadores contribuyó a la liberación de dos o más presos políticos. Para una porción nada despreciable de liberales en Medellín, la práctica de servir como fiador parecía ser, pues, recurrente.
Dichas relaciones de solidaridad no estuvieron limitadas al parentesco y de hecho parecieron superar con creces este tipo de vínculo. De acuerdo con los datos, solo el 17 % de los fiadores compartía apellido con sus fiados, mientras que el 83 % restante estaba compuesto por particulares y remite a relaciones sociales de otra índole. La tabla muestra, además, que no se trataba necesariamente de compromisos ocasionales, sino de personas que arriesgaban su dinero cuatro, cinco y hasta una veintena de ocasiones para garantizar la excarcelación de algún liberal. Vale la pena mencionar, por ejemplo, los casos de Joaquín P. Berrío y Juan B. Peláez, fiadores de ocho personas cada uno, por quienes comprometieron sumas totales de 23.500 y 18.500 pesos, respectivamente. Otro reiterado fiador fue Baltasar Ochoa, responsable de 10 excarcelaciones que sumaron 36.000 pesos. Más significativo aún fue el compromiso de Juan Crisóstomo Uribe, familiar del general rebelde Rafael Uribe Uribe, quien firmó 23 fianzas por un total de 43.500 pesos31. En la capital antioqueña, el alto y creciente costo de las fianzas no pareció desestimular a los liberales locales para acudir en ayuda de sus copartidarios. Antes bien, las lógicas de intimidación y castigo ligadas al uso de estas cauciones en Medellín parecieron despertar en el liberalismo esfuerzos sostenidos de cooperación a favor de sus presos políticos.
El establecimiento de fianzas y fiadores evidencia cómo la lógica de prevención-castigo-clemencia propia de este sistema de cauciones permeaba los distintos momentos de su funcionamiento. Cada uno de estos procesos involucraba intencionalidades asociadas al otorgamiento de perdón estatal. Podía tratarse de una mejor administración de los prisioneros y las prisiones políticas, o de una forma de reforzar las sanciones contra los desafectos capturados. Podría ser, incluso, un esfuerzo para detener la prolongación del conflicto o prevenir su extensión regional. Ahora bien, por más que supusieran peticiones individuales de clemencia, estas cauciones nunca fueron asunto de una sola persona. Las fianzas se fijaban siempre con “alguien más” en mente y con el interés de involucrar en el castigo a disidentes tanto dentro como fuera de la cárcel. Tal práctica, si bien fue funcional a los intereses punitivos del Gobierno, no dejó de despertar respuestas entre los liberales, quienes parecieron oponer a las prisiones preventivas un recurso a la solidaridad entre copartidarios. La siguiente sección explora cómo estas lógicas e intencionalidades también articularon un interés de producir, a través de los lenguajes de la fianza, un tipo específico de opositor político.
3. Los lenguajes de las fianzas y sus efectos
Los usos políticos de las fianzas durante los Mil Días no se agotaban en las lógicas e intencionalidades que acompañaban el establecimiento de montos y fiadores. Las cauciones eran, ante todo, pactos de sometimiento y buen comportamiento, y estos compromisos también tuvieron importantes efectos e implicaciones políticas. El lenguaje de las peticiones de clemencia y de sus correspondientes pactos, en este sentido, apuntaba no solo a fijar condiciones para el otorgamiento de lenidad, sino también, y fundamentalmente, a transformar y reinventar al peticionario en tanto sujeto político.
El lenguaje de las peticiones en cuestión articuló argumentos de distinta índole. No pocos presos solicitaron su libertad apelando a su condición de pobreza y a la incapacidad, tanto suya como de sus allegados, de sostenerse económicamente mientras durase el presidio. “Las razones en que apoyo esta solicitud son mi insuficiente de recursos para sostenerme en la prisión”, escribía el caucano Horacio Ibáñez en su petición de mayo de 1900. Este fue igualmente el caso de Modesto Figueroa, también del Cauca, quien pidió salir de la cárcel para “dedicarme a mi trabajo de artesano y conseguir recursos para mandarle a mi familia y poder mantenerme”32. Otros justificarían su solicitud alegando complicaciones de salud. Teófilo Arturo, por ejemplo, pedía que se le excarcelase para trasladarse a un hospital por cuenta de una dolencia. Valentín Basto, de acuerdo con su petición, sufría de una “enfermedad interior” que la prisión payanesa había agravado por cuenta de su “mal estado higiénico”33. Al lado de estas razones, y a veces mezclados con ellas, estaban los argumentos de orden político, predominantes en las solicitudes de ambas capitales. Frente a estos últimos, el grueso de peticionarios coincidía en recalcar que sus prisiones eran injustas o exageradas, especialmente a la luz de sus compromisos reales con la rebelión y el Partido Liberal.
Los argumentos políticos eran de muy distinto tipo, pero siempre apuntaban en la misma dirección: el implicado, si bien era liberal, no era un rebelde y ni siquiera un disidente que representase amenaza alguna. Los peticionarios aceptaban la condición de opositores, pero rechazaban la denominación y el tratamiento como delincuentes reales o potenciales. La petición de Sinforiano Arcila, preso en Medellín tras una acusación de “tener conocimiento de unas armas”, insistía tanto en el carácter pacífico del implicado como en su insignificancia política. Arcila aseguraba que no había “dado paso, desde el día de la turbación del orden público, que directa o indirectamente se relacione con un pronunciamiento contra el gobierno”. “Soy hombre pacífico”, agregaba, “y sin la significación suficiente para que mis copartidarios pudieran confiarme el depósito de un armamento o el secreto de su existencia, cosas ambas que se ponen siempre a cargo de los jefes de la revolución o de los iniciados”. El peticionario no tenía cómo pertenecer a estos grupos, no solo por “[su] humilde posición social”, sino también por “[su] ignorancia en las graves materias que se relacionan con la guerra”. “Soy”, concluía, “el individuo que menos motivos tiene para ser tratado con el rigor con que se me está tratando”34.
Argumentos similares se encuentran en las solicitudes de los caucanos Miguel Sánchez, Ramón Salas, Florián Zambrano y Ángel C. Martínez. Sánchez sustentaba su petición en su conocida actitud pacífica y en su aceptación del empréstito impuesto por el Gobierno por su condición de liberal35. Salas y Zambrano argumentaban que no habían apoyado a los revolucionarios, “ni siquiera de una manera indirecta, y como no tenemos representación ni política ni social, nuestros servicios para ninguno de los dos partidos militantes tiene valor alguno”36. Martínez, finalmente, explicaba que si bien era parte del liberalismo, “no soy uno de sus jefes connotados e influyentes para que me hayan reducido a prisión”. Él, además, no había sido “directa o indirectamente hostil al gobierno en las actuales emergencias”, e incluso había puesto su ganado al servicio de tropas conservadoras. Era, adicionalmente, un liberal que por más de dieciséis años había vivido “relegado […] del bullicio de la vida pública, y consagrado con esmero a las faenas del campo”37. El lenguaje de estas solicitudes sugiere que, para los presos políticos, la petición de fianza era más que un recurso para solicitar clemencia. Se trataba, también, de un espacio para impugnar la criminalización de la que eran objeto, y para oponer a esta una visión de sí mismos como disidentes pacíficos, inofensivos, despojados de relevancia alguna y hasta amigos del Gobierno.
Esta reinvención del oponente que operaba a través del lenguaje de la petición no era la única que tenía lugar en este proceso. A la descriminalización discursiva del peticionario le seguía, por efectos de la caución misma, su conversión en un opositor inocuo y, sobre todo, sometido a la autoridad del Gobierno y al control de sus funcionarios. Tal era la consecuencia de los compromisos de “buen comportamiento político” que componían el corazón de la fianza. Las obligaciones más comunes al respecto tenían que ver con la comparecencia regular del fiado ante las autoridades. La frecuencia de estas apariciones era variable. En Medellín, Sinforiano Arcila y Martiniano Gutiérrez prometieron presentarse diariamente. Sus coterráneos Joaquín Pinillos y Juan Bautista Posada, en cambio, aseguraron que lo harían cada cinco días38. En Popayán, la regularidad de las comparecencias no solía fijarse de antemano, y las actas de fianza comúnmente concluían con un simple “me comprometo a […] presentarme a la autoridad en los días y horas que se me señalen”39. La vigilancia sobre los excarcelados parecía ser más estricta en Medellín que en la capital caucana, muy probablemente en correspondencia con las lógicas de prevención ya sugeridas a propósito del caso antioqueño.
Más allá de la aceptación de este sometimiento a la vigilancia de las autoridades, ¿qué implicaba mantener un buen comportamiento político? Significaba, primordialmente, conservar una actitud pacífica y respetuosa del Gobierno y el orden público, así como permanecer completamente al margen de la rebelión y abstenerse de apoyarla material, militar o políticamente. En Medellín, el compromiso de Jesús Rendón incluía guardar “una conducta pacífica, tanto de hecho como de palabra”, al igual que “no tomar armas contra el gobierno ni prestar auxilios de ninguna clase a los revolucionarios, ni ejecutar actos de hostilidad de ninguna clase”. Anselmo Arango, además de prometer lo anterior, aseguraba que se abstendría “en absoluto de tratar asuntos sobre política”. Sinforiano Arcila y Hermenigildo Carvajal afirmarían, adicionalmente, que en adelante se abstendrían de propagar información que no constase en los boletines del Gobierno y que en general no contribuirían a la circulación de noticias sobre la guerra. José J. Restrepo iría aún más lejos. Sus compromisos comprendían, además de los señalados, no “aconsejar” la rebelión, no auxiliar “en manera alguna voluntariamente a los revolucionarios”, y no censurar los actos de los representantes del Gobierno ni oponerse a sus mandatos40.
Las promesas de buen comportamiento provenientes del Cauca siguieron líneas parecidas. Además de enfatizar compromisos como los ya mencionados, Joaquín Cifuentes prometía “no aceptar ni consentir visitas de individuos enemigos del actual régimen, ni […] fomentar con mi presencia las que tengan lugar en otros sitios”. De manera análoga, Manuel Velasco se obligaba “a no permitir en la casa donde me halle reuniones políticas sospechosas y que de alguna manera tiendan a conspirar contra el actual régimen de gobierno”. Ismael Sanclemente, además de indicar que no propagaría “ninguna clase de noticias respecto a la revolución, que por mi parte doy por terminada”, aseguraba que en adelante solo se dedicaría a “los negocios confiados a mi cargo”. Lo mismo haría Manuel Cerón, quien en su petición se comprometía “a no ocuparme en otra cosa que en negocios particulares de comercio”. Miguel Sánchez, finalmente, ofrecía como complemento a sus promesas “no inmiscuirme en nada de lo que se relacione con la actual política”41. Los compromisos en uno y otro departamento no parecieron diferir demasiado y apuntaban, en conjunto, a un mismo fin: producir, por el resto del conflicto, un opositor con una agencia política mínima si no nula.
El lenguaje de las peticiones y de sus compromisos de buena conducta política revela que las lógicas de prevención-castigo-clemencia de las fianzas apuntaban a mucho más que reforzar y extender el poder punitivo del Gobierno. La administración de clemencia mediante caución forzaba no solo la aceptación de penas alternativas y el sometimiento del opositor al control de las autoridades, sino también su reinvención como sujeto político. Dicha reinvención operaba en varios momentos y sentidos. El lenguaje contencioso y descriminalizante de las peticiones permitía que el peticionario redefiniese sus responsabilidades como parte del Partido Liberal hacia el pasado y en el presente. Los efectos de los pactos de buen comportamiento, por su parte, obligaban al solicitante a reinventar sus compromisos políticos y partidistas hacia el futuro. Indudablemente, las fianzas sirvieron para la contestación de ciertas definiciones y tratamientos del disidente político. Empero, su principal función en términos discursivos pareció ser la de producir opositores y “formas de ser” liberal acordes con el propósito gobiernista de sofocar la amenaza rebelde. La última sección de este artículo mostrará que estos compromisos y reinvenciones no dejaron de estar atravesados por resistencias, y que el sometimiento político derivado de ellos no fue, en muchos casos, sino parcial.
4. La suerte de las fianzas, los fiadores y sus compromisos
Las intencionalidades políticas de las fianzas se extendieron más allá de los usos y efectos de los acuerdos económicos y políticos pactados en cada solicitud. Estas involucraron, además, lo que ocurría de manera posterior a la petición. Tras la aprobación o negación de una fianza, así como tras el seguimiento a sus respectivos acuerdos, también operaron estrategias gubernamentales de control, prevención, castigo y, sobre todo, sometimiento político.
Las autoridades de Popayán y Medellín fueron relativamente generosas al responder a estas peticiones. En gran parte de los casos, las solicitudes eran aceptadas y concedían una clemencia moderada, limitada a las gracias demandadas por los peticionarios y sin incluir beneficios distintos a la detención domiciliaria o al confinamiento. La lenidad, sin embargo, no estaba garantizada de antemano ni se administraba indistintamente a todos los solicitantes. Una solicitud podía ser fácilmente negada -o, meramente, no tramitada- ya por los antecedentes del peticionario, por discreción de las autoridades locales o por efecto de órdenes administrativas.
Las posibilidades de clemencia parecieron ser reducidas para aquellos presos con comprobada participación en las filas rebeldes o sobre quienes recaían fuertes sospechas de haber desempeñado un rol activo en la rebelión. Algunos ejemplos en el Cauca incluyen el de Patrocinio de la Bastida quien, a pesar de insistir en que era ajeno a la política y a la contienda, resultó identificado por las autoridades como preso tomado en combate. La misma suerte corrió Teófilo Arturo, a quien negaron su solicitud “porque fue apresado cuando se dirigía a incorporarse a los rebeldes de Tulcán [ciudad ecuatoriana en la frontera con Colombia]”. Este también fue el caso de los peticionarios Horacio Ibáñez, Eleuterio Rosero, Ramón Soler y Froilán Zambrano, a quienes se comprobó que habían tomado armas contra el Gobierno en diversos puntos del sur caucano42.
No todas las negativas se apoyaban en razones como estas. La petición de Apolinar Santander, respaldada por dos testigos, no consiguió convencer a las autoridades de Popayán, quienes concluyeron que no estaba suficientemente probado que el peticionario no hubiera tomado parte en la revolución. Para estas, además, se trataba de un liberal de “influencia marcada” y este tipo de presos no podía liberarse mientras no desapareciese el “enemigo armado” en el departamento. Octaviano Caicedo, capturado en la frontera con Ecuador, logró convencer al auditor de guerra payanés de ser un sujeto “de poca significación” y en un primer momento se decretó su libertad. Empero, poco después, otra autoridad militar denegaría su petición alegando que su procedencia “lo hace por lo menos sospechoso, desde el momento en que es liberal”. Como en el caso de Santander, Caicedo no podía ser liberado mientras la guerra continuase en la región43. Otros prisioneros caucanos simplemente no pudieron tramitar sus solicitudes por razones coyunturales. Las esperanzas de Teófilo Arturo de revertir la señalada negativa se truncaron cuando, a mediados de mayo de 1900, el secretario de Instrucción Pública ordenó suspender temporalmente las indagatorias sobre presos políticos en Popayán44. Efectos análogos debió tener una instrucción de julio del mismo año en la que se ordenaba a los jefes civiles y militares del departamento mantener presos “a aquellos a quienes se haya comprobado que tienen compromisos en la rebelión o que por su significación política u otra causa convenga mantenerlos en seguridad”45.
Las decisiones negativas podían revertirse en ciertos casos. Secundino Rodríguez radicó su petición el 3 de noviembre de 1900. Semanas después, el auditor de guerra de Cali (parte del Cauca hasta la reorganización administrativa que tuvo lugar en 1910) manifestó que, aunque el solicitante no había tenido participación directa en la rebelión, no podía excarcelársele. “Mientras la revolución arda ningún preso político debe ser puesto en libertad”, sostenía el funcionario, “pues hacer lo contrario sería cometer el grave error de sostener el fuego […] devastador de la revolución en vez de extirparlo”. Un funcionario payanés confirmaría más tarde la decisión, alegando que “siendo el peticionario enemigo del gobierno […] no puede ser puesto en libertad mientras las cuadrillas rebeldes continúen asolando el departamento”. No obstante, por resolución de las mismas autoridades, la solicitud sería finalmente aceptada a mediados de diciembre. A Rafael Ágredo, por su parte, se le rechazó su petición con el argumento de que “no [estaba] comprobado de manera terminante y clara que el peticionario no sea adverso a la actual revolución”. Sin embargo, un par de meses después se concluiría que si bien el solicitante “no ha prestado apoyo al gobierno, tampoco ha tomado armas en contra del mismo”, por lo que se había decidido atender a su petición46. Por más que fuesen temporales y sujetas a reconsideración, las denegaciones de fianza operaron como una práctica adicional de recriminalización de los solicitantes amparada en intereses de castigo y prevención.
Independientemente de los tropiezos y reveses que pudieron tener estas solicitudes, ¿qué ocurría con las fianzas y los fiadores una vez aprobada una excarcelación? Las autoridades de ambas regiones procuraban no perder de vista a sus fiados y solían pedir a sus alcaldes reportes del estado de las cauciones acordadas en sus ciudades, como el exigido al alcalde de Medellín en abril de 1900. El reporte debía incluir información detallada “de las [fianzas] que han sido violadas, las cuales deben hacerse efectivas inmediatamente, si aún no lo han sido”47. Informes similares a este ilustran dos hechos que no parecieron extraños durante la guerra: el incumplimiento de los compromisos de buen comportamiento político y la incorporación -o reincorporación- de fiados a la rebelión. Las reinvenciones y los pactos de sometimiento analizados en la sección anterior tuvieron, pues, un efecto limitado, y fueron en muchos casos objeto de desconocimiento y rechazo.
Los reportes de fiados fugitivos, reincidentes y comprometidos militarmente con los rebeldes fueron comunes en esta clase de informes. En Medellín, un documento de enero de 1900 notificaba que un grupo de fiados encabezado por Roberto Botero y Julio M. Herrera había protagonizado un tiroteo contra fuerzas gobiernistas, por lo que debía procederse al cobro de sus fianzas. Tanto Botero como Herrera habían obtenido su excarcelación en octubre de 1899. Otro ejemplo, de la misma ciudad, es el de Manuel A. Echavarría, a quien las autoridades locales le perdieron el rastro a mediados de julio de 1900, cuando desapareció del lugar donde se le había permitido residir. A finales de mes se confirmó que Echavarría, presuntamente junto con el también fiado Jorge L. Uribe, se había incorporado a los rebeldes del Atrato. Un caso adicional es el de Elías Isaza, en agosto de 1900. Tres meses después de salir de prisión, Isaza y otros diecisiete liberales antioqueños, entre ellos varios fiados, abrieron fuego contra una partida de funcionarios conservadores que se dirigía a constatar el cumplimiento de su detención domiciliaria48.
Las rupturas de estos pactos en el Cauca dejan ver historias similares a las antioqueñas. Paulino Solís obtuvo su excarcelación en mayo de 1900 tras demostrar que no tenía compromiso alguno con la rebelión. No obstante, menos de un mes después, el jefe civil y militar del departamento ordenaría su recaptura tras corroborar sus activas y continuadas relaciones con combatientes y otros “radicales” de Pasto. Algo similar ocurrió con Mario Restrepo, cuya fianza se ordenó hacerse efectiva dada su no “observancia de buena conducta política”. Según un informe de enero de 1901, Restrepo había sido capturado en Roldanillo por colaborar con los rebeldes de la zona, a pesar de haberse comprometido a lo contrario en su caución. Este también fue el caso de los ya conocidos Orlando García y José A. Vera, a cuyo fiador le fueron cobradas sus respectivas fianzas en noviembre de 1901. De acuerdo con una resolución de la jefatura civil y militar de Cali, ambos fiados se habían incorporado tras su excarcelación “a las filas de los revolucionarios de los montes”. Una serie de documentos tomados en combate revelaba que García estaba combatiendo bajo el grado de sargento mayor, mientras Vera lo hacía en calidad de capitán49.
¿Qué tan frecuentes fueron estas reincidencias y qué cabida tenían en el sistema de fianzas? Nuevamente, el índice de Medellín arroja luces al respecto. Como se aprecia en la tabla 3, las 584 fianzas de la ciudad fueron solicitadas por solo 510 peticionarios. Esto sugiere que un número nada despreciable de liberales entraron a la cárcel en por lo menos dos ocasiones, y, más importante aún, que la reincidencia no cerraba las puertas a la administración de clemencia a través de fianzas.
Total fianzas | 584 |
Total fiados | 510 |
Total fiados reincidentes (con más de una fianza) | 59 (11,5 % de los fiados) |
Total fianzas de reincidentes | 133 (23 % de las fianzas) |
Fiados que acordaron fianzas 2 veces | 48 |
Fiados que acordaron fianzas 3 veces | 7 |
Fiados que acordaron fianzas 4 veces | 4 |
Fuente: elaboración del autor con base en “Fianzas políticas. Índice”, ff. 447-455.
En total, se cuentan 133 anotaciones de reincidencias, correspondientes a 59 personas que solicitaron fianzas en más de una ocasión. Estas reclamaciones representaron alrededor del 23 % de todas las peticiones en la ciudad. La gran mayoría de estos casos (48) corresponde a personas que solicitaron cauciones en dos oportunidades, lo que implica que estuvieron presas al menos un par de veces. Esto fue lo ocurrido con los ya mencionados Julio M. Herrera (octubre de 1899 y mayo de 1900) y Jorge L. Uribe (febrero de 1900 y agosto de 1901). Las reincidencias mayores fueron más escasas, pero no por ello menos significativas. Siete fiados regresaron a la cárcel en al menos tres ocasiones, entre ellos el señalado Manuel A. Echavarría (mayo 1900, octubre de 1901 y enero de 1902) y cuatro personas más lo hicieron en al menos cuatro ocasiones.
La reincidencia podía traer consigo un incremento en el costo de las fianzas, aunque no siempre. A Francisco López se le aprobaron tres excarcelaciones, cada una más costosa que la anterior (200, 2.000 y 4.000 pesos, respectivamente). Lo mismo ocurrió con las tres fianzas de Juan de la C. Henao, acrecentadas por un total de 3.000 pesos. Hubo, empero, excepciones. Cada una de las tres fianzas de Pedro León Velásquez se fijó en 4.000 pesos, por ejemplo. Lisandro Pineda interpuso cuatro cauciones, tres de ellas por 1.000 pesos y la segunda por 2.000. Las cuatro fianzas de Enrique Restrepo variaron, indistintamente, entre los 2.000 y los 8.000 pesos50. El sistema de cauciones, por lo visto, no dejaba por fuera a los reincidentes. Antes bien, los integraba de nuevo en su lógica de prevención-castigo-clemencia, sin necesariamente limitar sus posibilidades de acceso a futuras excarcelaciones.
Los presos reincidentes, sin embargo, no fueron los únicos que circularon una y otra vez en el sistema de fianzas de la capital antioqueña. Al cotejar la lista de fiados con la de fiadores, se observa una circularidad adicional, esta vez entre uno y otro rol. En efecto, 85 (26 %) de los 323 fiadores interpusieron siquiera un recurso de caución en calidad de presos. Baltasar Ochoa, por ejemplo, fue fiador de diez personas y terminó en la cárcel al menos en una ocasión. Demetrio Jaramillo, quien tuvo a su cargo siete fiados, debió recurrir a fiadores en dos oportunidades. El mencionado Enrique Restrepo, fiador de tres personas, fue apresado por lo menos en cuatro oportunidades. Juan Crisóstomo Uribe, con sus 23 excarcelados a cuestas, fue hecho preso tres veces51. Tales rotaciones, en un lugar en donde la guerra parecía más bien remota, sugieren que las fianzas en Medellín mantenían al liberalismo local no solo bajo continua vigilancia, sino también bajo un reiterado sometimiento a los pactos y reinvenciones por ellas exigido.
La suerte de las peticiones, de sus compromisos políticos y de sus actores implicados muestra que estas cauciones representaban una instancia más de criminalización y castigo. El procedimiento de la fianza no solo servía para solicitar clemencia o forzar pactos y reinvenciones políticas. También permitía redefinir -o por lo menos reevaluar- la criminalidad de un oponente, así como repensar los límites de la administración de gracia. Esta última mirada al funcionamiento de las cauciones también permite concluir que, aunque los pactos de las fianzas fueron resistidos en la práctica, estas resistencias no afectaban necesariamente sus lógicas de prevención-castigo-clemencia. Al menos en relación con la experiencia antioqueña, cabe proponer que, más que contravenir o minar las intencionalidades de tales lógicas, las reincidencias y circularidades descritas contribuyeron a su funcionamiento y a la consecución de sus fines últimos. Estos tendrían que ver menos con el ofrecimiento de clemencia, la imposición de castigos alternativos o la prevención de mayores conflagraciones, y más con la puesta en marcha de un mecanismo de gestión y producción de la oposición política. Se trataba, desde este punto de vista, de un mecanismo que apuntaba a someter al mayor número posible de liberales a la vigilancia del Gobierno y a obligarlos a redefinir constantemente los términos tanto de su sujeción como de su agencia política. La clemencia siempre era una opción aquí, pero solo como contraparte de un ejercicio, por momentos parcial y resistido, de sometimiento.
Conclusión
Los encuentros entre liberales y conservadores durante los Mil Días no se limitaron a los campos de batalla. Las confrontaciones, los intercambios y las negociaciones entre unos y otros también tuvieron lugar sobre el plano del derecho, en los tribunales militares, las cárceles y los despachos administrativos, entre otros espacios. Las peticiones aquí analizadas, con sus figuras jurídicas y sus efectos sobre la administración de justicia, son un ejemplo de ello. El sistema de fianzas dio lugar a una serie de interacciones de naturaleza indudablemente legal, asociadas a intencionalidades y usos políticos relacionados con el control y sometimiento del liberalismo armado y no armado. Dichos intercambios representaron, a su manera, una forma o un espacio más de confrontación. ¿Qué estaba en disputa acá? La administración, los límites y sujetos del castigo y la clemencia estatal; las diferencias entre oposición política “criminal” e “inofensiva”; el poder estatal para producir formas específicas de disidencia política; y el alcance del control y sometimiento gubernamental sobre sus desafectos. Ejes centrales de este entramado de peticiones, imposiciones, reinvenciones y resistencias, las fianzas pusieron en juego mucho más que la simple posibilidad de acceder, mediante un recurso jurídico, a una forma específica de clemencia individual.
Las reflexiones aquí planteadas a propósito de estas cuestiones deben tomarse, primordialmente, como una invitación a profundizar en las lógicas y prácticas de clemencia estatal en las guerras civiles colombianas del siglo xix. Son, en este sentido, un llamado a pensar estos temas en escenarios y escalas alternativas a las de las grandes manifestaciones de perdón encarnadas en los decretos de indulto y las amnistías. Un análisis más comprehensivo y representativo de los usos de estos actos micro de lenidad, en diálogo con las intencionalidades e implicaciones propias de formas más amplias y colectivas de perdón, está aún por hacerse. Las apreciaciones sobre Cauca y Antioquia deben complementarse y confrontarse con datos de otros lugares, tanto en los mismos departamentos como en otras regiones del país. También está pendiente un análisis juicioso de los usos y finalidades económicas de las cauciones en tiempo de guerra. La deuda de la historiografía con las prácticas de conciliación y clemencia en estas guerras apenas comienza a saldarse, y en este sentido aún hay mucho camino -y muchas sendas- por recorrer.