Introducción
Entre 1903 y 1910 la sociedad mexicana experimentó una revolución en los usos cotidianos de las tecnologías sonoras. Durante estos años, México vivió un gran esplendor en los procesos de producción, circulación y consumo de fonogramas, con voces de artistas nacionales, grabados por técnicos o cazatalentos de empresas norteamericanas, como la National Phonograph, Columbia Record y Victor Talking Machine Company, y por quienes cruzaron la frontera sur de Estados Unidos en busca de las más famosas interpretaciones1. Las piezas recibieron la clasificación de “étnicas” y entre sus principales compradores figuraron los migrantes mexicanos residentes en territorio estadounidense, quienes encontraron en los sonidos provenientes de su patria un aliciente para mitigar la nostalgia y resistir los procesos de normalización de la cultura receptora.
Los discos y cilindros grabados por las compañías anglosajonas abarcaron un vasto abanico de géneros. Entre los más destacados encontramos marchas, arias de ópera, recitaciones de poetas, chistes de payasos, obras teatrales, mazurkas, zarzuelas, polkas, valses, danzones yucatecos, el himno nacional, pasos dobles, los aires nacionales rescatados por Miguel Ríos Toledano, corridos sobre bandoleros, descarrilamientos e inundaciones, escenificaciones de episodios históricos de la Guerra de Independencia y la Intervención Francesa, monólogos de títeres y canciones de moda. Incluso, la voz del presidente Porfirio Díaz formó parte de este amplio catálogo, pues, en 1909, la Edison Phonograph comercializó un mensaje enviado por el caudillo oaxaqueño a su viejo amigo Thomas Edison, quien le obsequió una máquina parlante con motivo de su cumpleaños setenta y nueve2.
Reunidas, estas grabaciones conformaron una historia audible de la nación, un concierto heterogéneo en el que dialogaban los ritmos locales con las obras nacionales, las piezas de la alta cultura europea y las interpretaciones de los cantantes callejeros, que llegó tanto a los oídos de las élites económicas y culturales, como a los tímpanos de obreros y campesinos. Estas experiencias de escucha, separadas por prácticas y espacios de distinción social, pero que compartieron una misma época y nación, conforman uno de los más singulares laboratorios para captar los procesos de “circularidad” e “influencia recíproca”3 entre la cultura local y nacional, la urbana y la campesina, la alta y la popular.
¿Por qué adquirir una máquina parlante entre 1903 y 1910? ¿Cuáles fueron los factores que convirtieron estos aparatos en codiciados bienes de consumo para diversos sectores sociales pertenecientes a las clases media y bajas?
A primera vista, una razón que destaca es el disfrute de las grabaciones en diferentes espacios de ocio. En una renovadora investigación sobre el consumo en la Ciudad de México entre 1909 y 1970, con encuestas de gastos privados y publicidad expuesta en la prensa como fuentes protagónicas, Lilia Estela Bayardo nos aporta una valiosa reflexión para entender cómo las políticas públicas y los derechos de los trabajadores transformaron la relación de estos individuos con los artefactos sonoros, al contar con un mayor margen de tiempo para las actividades de ocio:
“[…] la industrialización y la nueva legislación social permitió que se acortaran las jornadas laborales sin afectar las cantidades producidas y los ingresos familiares, de este modo, durante su tiempo libre el trabajador realizó consumos específicos, por ejemplo: ir al cine, a restaurants, cafés, cantinas, cabarets y salir de vacaciones. Además aparecieron y se difundieron otros objetos relacionados con la diversión y el tiempo de ocio, como en el caso del fonógrafo utilizados en las reuniones y las fiestas, cuya publicidad los relacionó con valores inmateriales como la “felicidad”4.
No obstante, debemos reconocer que los usos sociales de los aparatos sobrepasaron el marco de las fiestas y reuniones, ofreciéndoles a muchos obreros un mecanismo novedoso de superación escolar. Los registros de la época permiten saber que una aplicación atractiva para posibles compradores fue la existencia de novedosos métodos grabados para aprender lenguas extranjeras, sobre todo el inglés. Ya en 1903, el periódico El correo español publicó un artículo titulado “El fonógrafo, profesor de lenguas”, que se ocupó del tema. Su autor, José Echegaray, señaló al menos tres ventajas del método fonográfico. Una de ellas era que ayudaba a mejorar la pronunciación y a “acostumbrar el oído á entender un idioma extranjero”. De forma paralela, permitía llevar a cabo clases ininterrumpidas durante las 24 horas, reduciendo el tiempo necesario para llegar a dominar la lengua. Como indicaba el cronista, “un buen profesor es insustituible y es siempre necesario; pero no lo podemos tener á nuestra disposición más que una hora al día cuando más”. Por último, la máquina parlante aseguraba un proceso de aprendizaje sin presiones ni regaños, al funcionar como “un compañero y un profesor de carácter bondadoso que jamás se enojará por la desaplicación ó la torpeza del discípulo”5.
Lo cierto es que el aprendizaje del inglés resultaba vital para las clases populares y medias, pues su dominio, al menos con un nivel básico de expresión oral, no sólo aumentaba las posibilidades de conseguir trabajo, sino también de acceder a un mejor sueldo. Era común que en la prensa se publicaran anuncios en busca de cocineras, taquígrafos, trabajadores de hoteles y dependientes de tiendas que cumplieran con este requisito. Y es que, según las tarjetas y estrategias publicitarias de algunos establecimientos, entre ellos pequeños locales, contar con empleados que pudieran comunicarse en esta lengua, además de posibilitar una mejor atención a los clientes angloparlantes le ofrecía mayor prestigio al negocio. Incluso, dominar la lengua de Shakespeare podía beneficiar a aquellos que buscaran empleo en un medio transporte, como el tren de México a Saint Louis, empresa que divulgó en las páginas de La Voz de México las capacidades bilingües de sus camaristas y conductores6.
Cabe destacar que, si bien en un inicio las escuelas de idiomas debieron ver con recelo el nuevo medio de enseñanza, con los años algunos centros educativos incorporaron los métodos fonográficos a sus programas de estudios. Así lo hicieron, por ejemplo, las escuelas internacionales por correspondencia de Scranton, Pensilvania, cuya agencia se encontraba en el número 10 D de la calle Cinco de Mayo, en la Ciudad de México. El jueves 21 de diciembre de 1911 su representante en Veracruz, el señor J. H Foster, utilizó las páginas del diario local La Opinión para anunciar que su empresa tenía a disposición de los veracruzanos cursos de taquigrafía, contabilidad, topografía y los “diversos ramos de ingeniería eléctrica”. Las clases de francés e inglés se tomarían por medio del fonógrafo7.
Una tercera razón que pudo motivar la adquisición de un artefacto sonoro fue su valor como fuente de trabajo. Además de ser un medio de enseñanza idiomática y de disfrute musical, las máquinas ofrecieron a los obreros desempleados una forma ingeniosa de ganarse la vida, mejor pagada y menos tormentosa que la de los oficios que requerían un gran esfuerzo físico. Desde la década de 1890 cientos de fonografistas ambulantes recorrieron las calles de ciudades como Puebla, México y Morelia, ofreciendo la escucha de una pieza histórica, teatral o musical por valor de un centavo. Las exposiciones particulares solían exceder este precio. Para combatir posibles infecciones auditivas, los ayuntamientos tomaron medidas diversas. Mientras en la capital se debían limpiar las máquinas con una solución de ácido bórico al 4 %8, el gobierno poblano optó por ordenar la aplicación de alcohol9. Otros comerciantes de sonidos decidieron recorrer pueblos y caseríos, aprovechando ferias y fiestas religiosas, una estrategia que, en el caso español, inmortalizó la obra teatral El fonógrafo ambulante, ampliamente aplaudida y llevada a escena en la capital mexicana a inicios del siglo xx.10 Aquellos que no contaron con el capital suficiente para adquirir un aparato, debían iniciar subarrendando uno.
La renta los fonógrafos ambulantes transformó la vida cultural porfiriana. Además de crear una forma nueva e ingeniosa de empleo, con buenas ganancias, propició la circulación nacional de interpretaciones de artistas que anteriormente tenían un impacto local, a la vez que impulsó la recepción en el ámbito popular urbano y campesino de piezas de música culta.
La figura del fonografista ambulante y su impacto en la vida cotidiana capitalina no ha pasado inadvertida para los estudiosos del trabajo popular y el consumo en el México porfiriano. Por ejemplo, el historiador Roger Mario Barbosa Cruz hizo referencia a la presencia en las arterias capitalinas de estos individuos: “Los transeúntes se reunían frecuentemente a escuchar música alrededor de fonógrafos que eran llevados por hombres vestidos con trajes humildes”11. Desafortunadamente, el autor no profundizó en las identidades, los recorridos y los óbices enfrentados por ellos.
Por su parte, el historiador Steven B. Bunker, en un libro pionero sobre el consumo en la Ciudad de México, realizó aportes significativos. Por ejemplo, rescató las peticiones realizadas en 1902 al ayuntamiento capitalino de los fonografistas ambulantes Mariano González y Francisco Granada12, pero, al igual que Barbosa no revisó -tal vez porque no era su interés- las decenas de peticiones enviadas por estos emprendedores al Cabildo capitalino desde 1894, que se conservan en el Archivo Histórico de la Ciudad de México, acervo ampliamente consultado por ambos historiadores. Indiscutiblemente, la información contenida en estos documentos le hubiera ofrecido a este último valiosas pistas para reconstruir las dinámicas de estos comerciantes, entre los que también había mujeres13.
Además de abordar la impronta de los fonografistas ambulantes14, también Bunker prestó atención a una novedosa aplicación del invento edisoniano: su uso como medio publicitario. Los intentos para adaptar los aparatos al espectáculo cotidiano de la publicidad comercial incluyeron ideas tan diversas como novedosas. Una de ella fue la inserción de mecanismos parlantes en autómatas. Mientras Domingo Arámburu “inventó un perro mecánico diseñado para caminar por la ciudad, tocar música con un fonógrafo en su interior y repartir anuncios con el hocico”, el inventor español Napoleón Valero patentó en 1905 “un sistema publicitario que consistía en un muñeco con forma humana que contenía un fonógrafo”. Uno de los mecanismos más complejos fueron las plataformas móviles montadas en carrozas tiradas por caballos. Los anunciantes acudían a todos los recursos tecnológicos de la época para despertar las emociones del público, pues lo “más común” era que “combinasen un fonógrafo para el sonido, un proyector para cine o imágenes y en ocasiones hileras de focos de colores y campanas eléctricas para llamar la atención”15. Obviamente, los ejemplos expuestos por Bunker reflejan la plataforma publicitaria de grandes negocios y reconocidos almacenes, como El palacio de Hierro, que contó con “maniquíes que tenían un sistema fonográfico en su interior”16.
El trabajo de Bunker suscita otras preguntas: ¿qué pasó con los dueños de pequeños establecimientos enclavados en zonas populares, como dulcerías, panaderías, molinos de nixtamal y tendejones? ¿Pudieron los propietarios de estos negocios adquirir máquinas parlantes para seducir a sus clientes con las canciones de novedad y las piezas teatrales? Responder estas interrogantes, como lo haremos en las conclusiones de este artículo, nos conduce a descubrir nuevos espacios y prácticas que permitieron un consumo popular de las grabaciones fuera del tiempo de ocio, y el papel que desempeñaron estos pequeños comerciantes como compradores potenciales de los novedosos aparatos y sus soportes de grabación.
Por último, debe destacarse que los artefactos adquirieron también un valor decorativo dentro de las viviendas, tal como había ocurrido en Estados Unidos y Europa. Gracias a sus llamativas bocinas metálicas y cajas de madera fina se convirtieron en elegantes muebles para ambientar las salas de los hogares. Este uso en los espacios privados fue evolucionando, adaptándose a otros artefactos tecnológicos. Según nos señala Julieta Ortiz, “con el tiempo se combinaron en un mismo mueble el altoparlante de la radio y el fonógrafo para discos”17. Posteriormente, el “lugar prominente” de “estos aparatos” “en las salas familiares” sería ocupado por el televisor, en la “década de 1950”18.
No cabe duda que, en este contexto, las máquinas parlantes se convirtieron en codiciados bienes de consumo y, más allá de sus aplicaciones, su posesión, al menos entre los consumidores populares, debieron representar un cierto nivel de prosperidad que atrajo la atención y, en algunos casos, la envidia de familiares y vecinos. Pero ¿cuánto costaban estos aparatos? ¿Sólo los individuos pudientes podían pagarlos? ¿Qué tipo de prácticas, legales o no, permitieron a los sectores populares acceder a ellos?
Las preguntas que guían esta pesquisa proponen la entrada a un universo poco conocido de prácticas económicas, tácticas publicitarias, posibilidades salariales y hechos delictivos motivados por el profundo deseo de poseer una puerta personal al fascinante mundo de los sonidos grabados. Se trata de cuestiones que han sido poco exploradas por los historiadores de las máquinas parlantes en México, quienes, al menos durante la época que se aborda19, además de enfocarse en el estudio de las grabaciones, se han limitado a mencionar el costo de los artefactos, sin profundizar en los complejos procesos sociales y económicos que mediaban su posesión y recepción20. Si bien se circunscribe a las fronteras nacionales, este artículo contribuye con una plataforma de información y un período concreto que puede dialogar con el trabajo de quienes intenten tejer historias conectadas y comparadas con otras naciones latinoamericanas como, por ejemplo, Chile, Brasil, Argentina y Colombia, donde existen novedosos estudios que invitan a inaugurar diálogos21.
1. Las máquinas parlantes: precios, ofertas y modelos
El martes 12 de marzo 1901, la compañía mexicana de los hermanos Morales Cortázar hizo a sus clientes una oferta irresistible. Con la remisión de sólo 30 pesos al negocio, ubicado en la calle Profesa 2, apartado 968, los interesados podían recibir, libre de porte, los siguientes productos: “un magnífico y verdadero grafófono, con corneta, grabador y reproductor, 8 piezas surtidas de canto y música y 4 cilindros en blanco para que usted los impresione”22.
El anuncio constituye un valioso indicio para suponer que en México se produjo un fenómeno conocido en la historiografía española como “grabaciones caseras”23. Es decir, hubo clientes que utilizaron los cilindros vírgenes para grabar tanto su voz como la de sus amigos y sobre todo, la de sus seres queridos más ancianos, con el propósito de recordarlos tras su muerte.24 Ante la ausencia corpórea, las palabras captadas en los surcos de la cera dura, permitían reproducir y sentir la presencia del familiar, a través una experiencia auditiva.
Los clientes de Morales Cortázar pudieron experimentar su talento musical o sus cualidades actorales, imitando a los artistas mexicanos y extranjeros del momento. Asimismo, las máquinas parlantes les permitían a los usuarios escuchar su voz de modo diferente. El 23 de octubre de 1904, el periódico La Patria, sacó a la luz pública un artículo titulado “Los misterios de la voz. Oímos pero no oímos”, en el que se abordaba la incidencia de las nuevas tecnologías en el redescubrimiento sonoro que los usuarios podían hacer al escuchar su propia grabación:
“Está plenamente probado que nuestra propia voz no la oímos lo mismo que las personas que nos escuchan. Si se registra en el fonógrafo algunas frases de distintas personas, cuyo trato frecuentamos, repetidas sus voces por el fonógrafo solemos reconocerlas pero no sucede lo mismo con nuestra voz. En cambio, los amigos conocen perfectamente la voz del que experimenta. Este hecho prueba que durante nuestra vida tenemos de nuestra voz una impresión muy distinta de la de los demás. Esta diferencia consiste en que el timbre ha cambiado, porque los oyentes perciben el sonido tan solo por intermedio del aire mientras que nosotros recibimos una impresión doble: la que trasmite el aire y la comunicada al través de las partes sólidas y órganos situados entre los de la palabra y el auditivo. De aquí la variación en el timbre”25.
En 1907, cinco años después de que Morales Cortázar publicara su promoción, la mercería El Jonuco, con sede en el número 9 de la calle Refugio, pagó un anuncio en las páginas del Álbum de las damas, en el que se promocionaba la venta de un artefacto marca Zon-o-phone por el precio de 45 pesos. Según la publicidad, estas máquinas eran “las más perfectas” entre las que se construían en aquel momento, “tanto por sus condiciones acústicas como por su mecanismo sólido y sencillo”26. También se recordaba que aquella marca era la única que podía ofrecer “un fonógrafo de brazo giratorio” por ese precio. No debe extrañarnos que se hubiera seleccionado una revista dirigida al público femenino para la referida publicidad, pues las máquinas parlantes se vendían como parte del inmobiliario hogareño.
A su vez, la Compañía Fonográfica Mexicana, ubicada en el número 16 de la calle San Francisco, aprovechó las compras navideñas y los festejos para despedir el año 1909, ofreciendo una variada oferta de aparatos producidos por Columbia Records. Los más económicos costaban 38 pesos, y, para los clientes de mayor poder adquisitivo, el catálogo de la empresa tenía reservados sofisticados ejemplares de hasta 500 pesos27. Esas abismales diferencias ilustran cómo las máquinas, además de ser artículos útiles para el disfrute familiar, se habían convertido en objetos de distinción social, que adoptaron los más lujosos diseños con el objetivo de funcionar como preciados muebles decorativos.
Cabe destacar que, para los clientes más humildes, la oferta navideña de la Compañía fonográfica mexicana no era realmente tan favorable. Ese mismo año, su competidora Tampico News se valió de los servicios de El Imparcial para promocionar la venta de un fonógrafo Caruso, tres discos Columbia con seis piezas musicales y 500 agujas por el precio módico de 30 pesos, la misma suma solicitada por Morales Cortázar en 1902, por un paquete igual de atractivo. Los directivos de Tampico News Co. estuvieron conscientes del bajo costo de sus productos en comparación con los ofrecidos por otras empresas y no dudaron en señalar en el anuncio que “era imposible ofrecer más por tan corta suma” En fin, trataron de seducir al público revelando otras ventajas. Por ejemplo, aseguraban que el pedido iría “empacado y libre de gasto de flete en cualquier agencia de correo o express”28. Esta propuesta dejaba en claro la relevancia que había cobrado el correo en los procesos de comercialización de diversos productos, permitiéndoles a los vendedores hacerlos llegar a cualquier Estado sin necesidad de instalar una oficina en cada ciudad capital. En gran medida, esto era posible gracias al avance del ferrocarril, pues para 1910 se tenían construidos casi “20 mil kilómetros de vía férrea”29.
Por otro lado, el anuncio hacía énfasis en la calidad de la máquina en venta. En este sentido, señalaba que “el Caruso es un fonógrafo que funciona y emite como cualquiera de los más caros”, a la vez que se afirmaba que “sus cualidades valen más que su precio”30. Cuando el 23 de septiembre del mismo año, El Imparcial publicitó la oferta de Tampico News Co., los encargados de la empresa decidieron sumarle al anuncio una descripción detallada del fonógrafo que tenían a la venta. Este poseía una “bocina esmaltada de 40 cm de largo por 30 de diámetro, caja de madera de 23 centímetros por 13 de altura, reproductor de patente, aguja silenciosa”, por lo que se afirmaba que “en relación a su precio vale más que los de 100”31. La información era realmente muy provechosa para los clientes, sobre todo los de bajos recursos, a quienes se dirigía la empresa. Por una parte, el conocimiento de las medidas del aparato permitía calcular en qué lugar de la casa podía colocarse y si se contaba con algún mueble que pudiera soportarlo; por otra, la promesa de la aguja silenciosa se convertía en un verdadero alivio, ya que en la época eran comunes las quejas de vecinos por los molestos chirridos de los artefactos. En ambos anuncios, además de mantenerse el mismo diseño gráfico, se ofrecía la posibilidad de escoger los tres discos dobles que acompañaban al fonógrafo en venta, para lo cual se ofrecía un catálogo gratuito que incluía 1000 fonogramas.
En diciembre de 1910, en vísperas de la Navidad y el Año Nuevo, Tampico News cambió su estrategia publicitaria. En esta ocasión, utilizó las páginas de El Heraldo Mexicano para divulgar un anuncio en el que se leía el siguiente texto: “Cuando la familia es numerosa, el jefe de la casa no puede, aunque quiera, hacer un regalo de navidad ó de año nuevo á cada uno. El problema está resuelto, comprando un excelente fonógrafo “Caruso” que sirve de solaz y recreo a toda la familia”32.
Indudablemente, la idea de representar el artefacto como un regalo colectivo y a la vez práctico, dada la situación económica que atravesaban muchas familias, resultó más ingeniosa que los anuncios de otras empresas que se limitaron a mencionar de manera banal el ambiente navideño. A pesar de que había trascurrido más de un año desde las referidas promociones publicadas en El Imparcial, la empresa, que declaraba tener una sucursal en la avenida capitalina 16 de septiembre y Bolívar, mantuvo la misma oferta, sin variar tanto los productos ni el precio.
Quienes no llegaran a juntar los 30 pesos contaron con otras opciones para llevarse una máquina parlante a su hogar, en el año del centenario de la Independencia. Una de ellas, era acceder a un artefacto más económico. ¿Los había realmente? En agosto de 1910, la empresa Enrique Soto y Cía., cuya oficina se localizaban en la 5ta Tacuba 6s, utilizó los servicios del diario El País para ofrecer por el precio de 25 pesos un Sotophone número 1, “con diez piezas diferentes”. Sin lugar a dudas se trataba del “fonógrafo de brazo acústico más barato”33.
Si se carecía de solvencia, existía otra vía tan atractiva como peligrosa: la compra a crédito. El 4 de enero de 1910, con motivo de la “significativa fiesta de Reyes”, la famosa casa Mosler, que comercializó los discos de Julio Ayala sobre la Revolución maderista, sacó a la venta fonógrafos de las principales marcas: “Edison, Victor, Columbia”. Para adquirirlos sólo se necesitaban “abonos mensuales de 5 pesos”34.
2. Los salarios: el horizonte del deseo y la finitud de los bolsillos
Pero ¿cuánto ganaban las “clases trabajadoras” entre 1902 y 1910? ¿Podían sus miembros comprar una máquina parlante de las que comercializaron a lo largo de estos años empresas como Morales Cortázar, Tampico News Co., la Compañía fonográfica mexicana y Enrique Soto y Cía?
En 1902, por ejemplo, un velador de mercados (o vigilante) ganaba 20 pesos mensuales35. ¿Eso qué implicaba? Según un crítico artículo publicado en la primera plana de El Popular, el 17 de julio del mismo año, este sueldo correspondía a la clase trabajadora, la cual solía vivir en “habitaciones tan ruines como desprovistas de toda condición higiénica, luz, ventilación, agua potable, buenos desagües”. El autor de la nota, titulada “La clase media”, dividía la sociedad mexicana en cuatro clases. Primero ubicaba “los ricos de alto abolengo, con la aristocracia de los plutócratas”, seguidos por la “clase de los altos empleados y de los pequeños hacendados y propietarios”, quienes aspiraban “siempre a confundirse, sin los elementos necesarios”, con los más pudientes. En un tercer escalón posicionaba a la clase media conformada por “parte de la población que vive del sueldo oficial o particular o de sus emolumentos de profesionistas, artistas, escrit ores, pequeños comerciantes”. Estos individuos calificados como “pobres de levita y camisa limpia”, solían trabajar en “la Administración Pública, en el comercio, negociaciones industriales o en el profesorado”, trabajos en los que solían percibir “sueldos de 100 pesos mensuales, promedios de cincuenta e ínfimos de treinta”. Regularmente, apuntaba el agudo testigo de la época, estos individuos tenían “una familia con un promedio de cuatro personas y cuando menos una María de a dos pesos para los mandados”. Por último, en el peldaño social más bajo se encontraba la “clase trabajadora”, integrada “por artesanos y jornaleros en general” a la que pertenecía el velador de mercados con su sueldo de 20 pesos. Los jefes de familia de estos grupos solían pagar por una habitación “la cuarta parte” de su salario y debían hacer grandes sacrificios para poder pagar “el médico y la botica” y se alimentaban y vestían mal36.
Cabe destacar que los límites salariales entre una clase y otra podían ser flexibles. Gracias a una información publicada por el diario La Patria, sabemos que en 1903 un inspector de alumbrado en la ciudad de México ganaba 60 pesos, cifra que, tomando los datos del corresponsal de El Popular, lo ubicaba como parte de la clase media37. Sin embargo, aunque esta percepción duplicaba el costo del paquete de fonógrafos y discos vendidos por Morales Cortázar en 1902 y triplicaba el salario de un inspector de mercado, debemos reconocer que es posible que no representara un sueldo que permitiera un elevado nivel de consumo. Según el periódico Iberia, se trataba de una suma insuficiente, considerando la carestía de la vida en el México de inicios del siglo xx. En un artículo publicado el 27 de junio de 1902, uno de sus reporteros trató de desenmascarar a los inmigrantes españoles que solían escribir misivas a sus familiares y amigos especulando sobre su éxito económico en el territorio mexicano:
“Nosotros hemos visto en España cartas de individuos que á Méjico vinieron, en las que aseguraban tener oro y el moro, y al llegar aquí hemos visto que á esos mismos individuos ganando cincuenta ó sesenta pesos mensuales, sueldo que, dado el precio excesivo de los artículos de primera necesidad, en la conciencia de todo está que no alcanza para vivir”38.
Habría que destacar que realmente quienes percibían esta suma podían tener un nivel muy por encima de la mayor parte de la clase trabajadora. No es menos cierto también que el rendimiento del dinero dependía del número de hijos que se tuviera.
Con el paso del tiempo la situación salarial no cambió mucho y el costo de la vida continuó en ascenso. Por ejemplo, una nota publicada en El Imparcial permite saber que en 1905, un grupo de leñadores que trabajaban a destajo podía ganar hasta un peso con cincuenta centavos por cada día de trabajo39. Si descontamos los cuatro domingos de descanso, tenemos que en 26 días laborales los hacheros cobraron 39 pesos.
A finales de abril de 1907, encontramos que un “joven mexicano” con conocimientos de mecanografía podía ser contratado “para aprender oficio de oficina”, recibiendo al “comienzo” de su labor “10 pesos semanales”. A su vez, una “cocinera francesa” cobraba 20 pesos mensuales, mientras una homóloga sin otra condición podía obtener 15 pesos40. Una nota publicada en El Tiempo meses más tarde, informó que, a partir del primero de julio, las nodrizas de la Casa de Expósitos comenzarían a ganar un sueldo de 20 pesos. Anteriormente recibían 15 pesos41.
Ese mismo año la Secretaría de Guerra “publicó varias veces una convocatoria solicitando un armador de vía férrea y tres ayudantes para el Estado de Quintana Roo”.42 El primero cobraría 10 pesos diarios, mientras los ayudantes recibirían 3 pesos. Se trataba de cifras elevadas comparándolas con los estándares de la época, aunque realmente eran oficios temporales por trabajos específicos.
Por su parte, en 1909, los maestros albañiles que trabajaban para la Empresa del Ferrocarril Nacional en la construcción de “unas bodegas cerca de los talleres de Nonoalco”43 percibían un sueldo de un peso cincuenta centavos al día. Nueve meses más tarde se solicitó una recamarera en la 1ra de Bucareli 2, con la promesa de cobrar de 10 a 15 pesos al mes44, sueldo similar al que recibiría una cuidadora, a la cual se pretendía pagar 12 pesos al mes. Ese año, se solicitó una “señorita para trabajos en oficina” con la habilidad de sumar bien, labor por la cual obtendría 25 pesos mensuales45.
Los hombres fueron más afortunados, al menos en los anuncios publicados aquel 23 de noviembre de 1909, en El Imparcial. Mientras un escribiente podía percibir 50 pesos mensuales, el dependiente de una lechería, solicitado por la agencia de empleo ubicada en la 5ta de Tacuba 36, podía ganar 36 pesos de sueldo. Un velador de una fábrica, por ejemplo, al que no se le pedía ningún requisito, podía obtener 10 pesos más que el escribano46. Estas cifras ilustran que, en muchas ocasiones, el grado de estudios no implicaba una diferencia sustancial en las percepciones mensuales.
Tanto el velador de la fábrica como el dependiente de lechería percibieron una mensualidad superior al sueldo de algunos maestros locales. El 29 de marzo de 1909, La Gaceta de Guadalajara sacó a la luz pública el reclamo de “un maestro de aldea en el municipio de Matamoros” en Tamaulipas, quien planteaba que “con casi 30 de servicios profesionales”, sólo ganaba 25 pesos mensuales “sin otra recompensa”. No obstante, el propio educador reconocía que las autoridades le habían negado un aumento de 5 pesos, solicitado por él, debido a que no contaba con el “título respectivo”47.
Uno de los trabajos más desempeñados por las mujeres que intentaron llevar el pan al hogar, fue el de corte y costura. ¿Cuánto ganaban realizando estas labores en fábricas y talleres textiles? Un artículo titulado “Educación social y moralización de los obreros”, publicado el 10 de octubre de 1909, indicó la remuneración recibida por las trabajadoras de la fábrica La Concordia, en la cual se confeccionaba “ropa para hombres, desde la modesta para el artesano hasta la correcta para personas de la clase media”. El reportero reconocía la existencia de dos tipos de operarias, las “remuneradas” con un sueldo fijo de 1 peso al día y las trabajadoras “por destajo”, que cobraban doce reales por una jornada laboral. Con un tono idealista se calificó aquellas sumas como “un salario decente que satisface las necesidades de cualquier familia de su clase”, lo cual realmente no era cierto, ya que el costo de la canasta básica era elevado en relación con los sueldos48.
Cabe destacar, que las mujeres que desempeñaron oficios diferentes pudieron ganar más que las obreras de La Concordia. Según los anuncios publicados al año siguiente, una cocinera francesa podía percibir 40 pesos. Asimismo, una ama de llaves, solicitada por la Agencia de criados, con sede en la 2da Dolores 24, podía recibir 45 pesos mensuales, cinco pesos más que la remuneración de una “señorita dependiente de Zapatería”49.
Estas cifras ayudan a entender por qué en 1908 un colaborador de El Imparcial recomendó a las mexicanas ganarse la vida como criadas y no como de costureras, ya que había observado que “las muchachas pobres, las menesterosas”, preferían “entrar al taller de modas o la fábrica de cigarros, antes que al hogar donde serían domésticas”. Para redactar el artículo, precisamente titulado “Mejor criadas que costureras”, el periodista visitó “veinte talleres de moda” en un día, recorrido que le permitió observar tres cuestiones determinantes para sustentar su recomendación.
La primera era la dureza del trabajo, sobre lo que apuntó: “En algún taller, sentíamos impresión dolorosa. Nos daba pena ver a las pobres chicas con la cabeza inclinada, la mirada fija, las manos en febril agitación. De vez en cuando se oía una tos. Esa tos nos daba miedo”. Laborar “como máquinas” bajo la estricta observación de una maestra, “que en la esquina de la larga mesa de trabajo vigilaba infatigable y atenta”, sin permitirles hablar, contrastaba con la libertad de las criadas que podían “ir de comprar, canasta al brazo, o cuidar a los niños”.
Un segundo asunto referido fue el tema de los sueldos. Durante su recorrido por los talleres de moda el autor constató que las especialistas en corte y costura recibían por 10 horas de trabajo al día los siguientes salarios: adornadoras o maestras, $2.00; oficiales, $1.25; medias oficiales $ 0.50 y aprendices, 0.25.
Tras analizar estas cifras, reconoció el periodista que realmente el salario de las maestras era alto, pero se necesitaba de mucha experiencia para llegar a ese peldaño. Por tanto, quienes tenían esa remuneración como referencia para optar por el oficio cometían un “error craso”, ya que “por cada cien medias oficiales que ganan cincuenta centavos diarios, hay seis oficiales que ganan $1.25 y dos maestras que ganan $2.00”. Si se tomaba la penúltima escala salarial, es decir, la de las medias oficiales, concluía el corresponsal que el salario mensual era de trece pesos, ya que había que descontar los cuatro domingos, una suma inferior a la percibida por una criada, la cual, si era “buena” en su trabajo, “podía ganar un salario mínimo de 15 pesos mensuales”50.
Además de la intensidad del trabajo y las diferencias salariales, el periodista puso en evidencia una tercera cuestión. La trabajadora doméstica, a diferencia de la costurera, no tenía que sufragarse los gastos de “casa y comida”, por lo que el sueldo le quedaba de manera íntegra para cubrir otras necesidades. Una de ellas pudo ser la compra de sus fonogramas favoritos o una máquina parlante, aunque en realidad su trabajo también les permitía disfrutar de las melodías que emanaban del artefacto de sus patrones.
Los hombres también podían gozar de estos beneficios y tener un sueldo más elevado que el de las costureras y criadas, cuando las familias pudientes los contrataban como porteros. Según un anuncio publicado por El Imparcial en los días previos a los festejos de la Independencia, la Agencia de empleos, con sede en Santa Teresa 43, expuso a los interesados que había una vacante como portero, con una remuneración de 30 pesos, además de ofrecerse casa y comida. En la misma publicación se podían apreciar otras ofertas laborales en las que se indicaba que un mozo de estribo51 podía ganar $50, un contador cobraba “desde por 10 pesos” por cliente un dependiente de abarrotes $35 pesos y un repartidor de ropa podía aspirar a $5052.
3. De los salarios a la economía cotidiana
Si comparamos estos sueldos con el precio de las máquinas parlantes, podemos reconocer que la mayoría de las remuneraciones expuestas equivalían al precio de un artefacto o estaban cercanas a él. Al menos los salarios menos favorecidos, que fluctuaban entre 10 y 15 pesos mensuales, podían ser similares al costo de un artefacto usado.
Esta es la conclusión que podemos sacar mediante una matemática básica, sin embargo, la realidad cotidiana obliga a realizar un cálculo diferente, pues muestra una economía en la que incluso los trabajadores que tenían remuneraciones cercanas a las de la clase media y, en muchos casos los miembros de esta, tenían dificultades para llegar a fin de mes.
Al analizar las sumas percibidas por los obreros, artesanos y campesinos mexicanos durante la época estudiada, se deben tener en cuenta varios factores. Se puede comenzar indicando, como primer elemento, que hubo asalariados que debieron pagar, de su propio sueldo, uniformes y utensilios de trabajo. Por ejemplo, en 1907, motoristas y conductores, que respectivamente ganaban $1.20 y $0.80, cantidad que calificaban como “mezquina” por ocho horas laborales, se quejaban de que eran obligados a pagar uniformes “hechos de paño burdo, sin medidas previas y por el contratista de la empresa”53, a la vez que debían sufragar multas que les descontaban directamente del sueldo. Los atuendos tenían un costo elevado: $21.00, suma que equivalía casi a un mes de remuneración. Los empleados sólo podían obtenerlos después de pagarlos en cuotas semanales de 1 peso.
Si analizamos los rendimientos de los salarios percibidos por los sectores populares, encontramos que los trabajadores más explotados eran aquellos que solían recibir adelantos con vales y fichas, los cuales sólo se podían utilizar en las llamadas tienda raya, locales de abasto a crédito. Con un tono sarcástico, un colaborador de El demócrata explicó aquella indignante fórmula de explotación que calificó como el “benigno sistema de las fichas”:
“Al solicitar el obrero el forzoso anticipo, se le concede, muchas veces de mil amores; pero con la condición de que no lo reciba en “dinero”, sino en “fichas”, vales, tarjetas, planchuelas ú otros signos que naturalmente, no son de recibo en ninguna parte.
¿Qué puede hacer el obrero con estas monedas de nuevo cuño? Nada, seguramente podría hacer, si hubiese de gastarlas en los establecimientos comunes de comercio.
Pero quiere la casualidad que el dueño de la hacienda, de la mina, de la fábrica, tiene al alcance de los obreros, una tienda, provista de toda clase artículos; y en esa tienda sí se reciben las fichas emitidas por el patrón como anticipos a cuenta del salario
Naturalmente, el obrero que no tiene otro recurso se dirige a la tienda llamada “de raya”, y allí quedan la soldada del obrero; y las fichas vuelven a manos del patrón, quien además de su industria peculiar, tiene establecida una industria mercantil, con sus obreros por clientes”54.
Un segundo elemento y mecanismo de explotación, aún más injusto, consistía en el pago total del sueldo en fichas, cerrando cualquier opción de compra fuera de la tienda de raya, donde la oferta podía ser reducida y los precios exagerados. Planteaba el articulista que la defensa de este sistema se basaba en exponer que cuando los trabajadores cobraban podían gastarse toda la paga en emborracharse, por tanto, las fichas servían para “apartarlo de la taberna y de la pulquería”, obligándolos a “invertir sus ingresos en consumos útiles y morales”. Sin embargo, este argumento se revestía de cinismo, ya que uno de los productos más vendidos por las tiendas de los patrones, según las noticias recibidas por el periodista, eran precisamente las bebidas alcohólicas “en todas sus manifestaciones”55.
Este “tipo” de sistema de pago fue denunciado, el primero de abril de 1906, por el emblemático periódico Regeneración, con sede en Saint Louis, Missouri, al hacer pública la situación que vivían los peones contratados “en las obras del ferrocarril Panamericano”, quienes tras 14 horas de ardua faena sólo percibían “un salario nominal de $1.00”, el cual no se les entregaba “en efectivo”, “sino en mercancías de la tienda de raya”. Según el artículo, titulado “Obreros en la indecencia”, la tienda en la que estaban obligados a consumir los explotados peones tenía a la venta “artículos a precios fabulosos”, ya que, por ejemplo, “el almud de maíz cuesta $ 1.50 y éste es el alimento más barato, el que con menos sacrificio obtienen los trabajadores y casi el único que consumen”56. Es decir, un peón necesitaba trabajar 21 horas para poder adquirir 23 kilogramos de maíz57.
Más allá de los precios especulativos que podían aplicar este tipo de establecimientos, se debe reconocer que el aumento de los importes de la canasta básica figuró entre los principales problemas que la clase trabajadora enfrentó a lo largo de la primera década del siglo xx. El costo de los productos solía incrementarse de manera sistemática. Por ejemplo, un listado de los “precios de plaza” “corregidos diariamente”, nos revela que el 2 de febrero de 1907, el litro de alcohol de 96 grados subió de $23 a $25, al igual que el café caracolillo. A su vez, 11 ½ kilogramos de chile ancho de primera dejaron de costar 7.50 para cotizarse en $8.63, mientras la misma cantidad de harina cambió su importe de $0.92 a $2.00. Los aumentos más drásticos fueron los de la cebada y el garbanzo, cuyos precios se multiplicaron. Los 11 ½ kilogramos de cebada y el kilogramo de garbanzo que costaban respectivamente el día anterior $1.92 y $0.10, se ofrecieron a la mañana siguiente en $7.25 y $0.3558.
Lo cierto es que el costo de la comida no sólo fue un problema para la clase trabajadora, sino también para quienes pertenecían a la clase media y podían cobrar un sueldo de 80 pesos mensuales, es decir, 960 pesos al año. Un artículo publicado en El contemporáneo, con sede en San Luis Potosí, bajo el título “¿Para quienes trabajamos?”, expuso los gastos anuales que podían cubrir con ese sueldo un “jefe de familia o un matrimonio con dos hijos y una criada”. Al valorar los expendios en renta de la vivienda, médico y medicinas, ropa y calzado, lavado de ropa y aseo personal, dispendios de los menores y diversiones, el autor reconocía que la alimentación era el “gasto más fuerte”, pues equivalía a lo percibido de salario en cinco meses y cinco días.59 Al calcular la inversión en alimentos, correspondiente a la “suma de $413 anuales, esto es, $1.16 diarios”, el periodista consideraba una vida sin “tener muchos extras, sin tener jamás invitados, y comiendo menos que modestamente”, por lo que no dudó en sentenciar que “más de la tercera parte de nuestro sueldo anual” pasaba entonces “por el estómago”60.
En efecto, para alguien que percibía 80 pesos mensuales el alto costo de alimentación obligaba a hacer determinados cálculos administrativos que estabilizaran la economía familiar. Sin embargo, para muchos trabajadores este era un asunto de supervivencia, situación que ayuda a entender por qué tener trabajos con la comida asegurada, como el de las domésticas, podía ser una excelente opción para las mujeres humildes, como lo señalábamos antes. Lo cierto es que los menos favorecidos debieron escoger entre pagar la renta de un cuarto y la alimentación o satisfacer el deseo de poseer un fonógrafo. Algunos no tuvieron paciencia para resignarse y se abrieron paso a la modernidad sonora por la vía de la ilegalidad.
4. Robo de máquinas parlantes
El robo se convirtió en una de las alternativas que utilizaron determinados individuos pertenecientes a los sectores populares para acceder a los artefactos. En este apartado rastrearemos casos registrados en las páginas de la prensa periódica, teniendo como brújula las siguientes preguntas: ¿cuál era la identidad de los infractores?, ¿qué móviles guiaron su delito?, ¿quiénes fueron sus víctimas?, ¿a cuánto ascendía el valor de las máquinas sustraídas?
El 10 de junio de 1907, el diario El Popular dio cuenta a sus lectores del delito cometido por José Arenas y Octaviano Licea, quienes “se introdujeron a la casa del señor Juan Sandoval, y aprovechando el descuido de la servidumbre, se robaron un fonógrafo y algunos discos, cuyo valor pasa de cincuenta pesos”61. Dos cuestiones pueden anotarse con respecto a esta noticia. En primer lugar, el propietario del artefacto era probablemente una persona adinerada, en segundo término, teniendo en cuenta la información expuesta sobre los salarios de la época, cabe apuntar que el valor de lo robado equivalía, aproximadamente, a dos meses del sueldo de un obrero, una criada, una nodriza, una cocinera, un leñador o una costurera.
Los personajes acomodados que fueron víctimas de la pasión ajena por sus fonógrafos, pertenecieron a diversas ramas del poder. Uno de ellos fue el prefecto político de Azcapotzalco. Esta vez no se atrapó al malhechor, pero el suceso sirvió a la prensa para demostrar la desprotección de la zona e impulsó a los vecinos a dirigirse al Gobernador del Distrito para solicitarle que aumentara la presencia policial62.
No siempre las máquinas sustraídas se encontraban en las viviendas, también las salas de los cinematógrafos se convirtieron en escenas de delito. El 3 de junio de 1908, la prensa informó el hurto de un fonógrafo que funcionaba en un cinematógrafo de la calle Aztecas, a manos de un individuo llamado Antonio Flores. Lejos de haber sido un robo casual, la acción fue perpetrada mediante un cálculo frío y paciente: “durante varios días permaneció en aquel sitio desde que el aparato principiaba a funcionar hasta que acababa”63. El 2 de octubre del año anterior, el mismo periódico había reseñado un episodio parecido, llevado a cabo en un cinematógrafo, propiedad del señor Francisco Solís. El caso tuvo la particularidad de que el autor del robo, llamado Antonio Ortega, era empleado del negocio64.
Además de compartir escenarios similares, ambas infracciones tenían cuestiones en común. A juzgar por las notas periodísticas, sus móviles no se habían basado en un interés económico, es decir, los infractores no pretendían robar los artefactos para venderlos luego, sino que fueron impulsados por la pasión por la música: sobre todo, eran fervientes admiradores del tenor italiano Enrico Caruso, una de las grandes estrellas de las compañías fonográficas.
Antonio Flores, fue calificado como “un arista intuitivo” que “necesitaba la música para vivir; una melodía le satisfacía más que un buen plato de sopa, y un trozo de canto por Caruso era preferido por él a una decena de calabazates”65. Esa obsesión lo impulsó a robar la máquina parlante, tras varios días de observación: “sintió una verdadera necesidad de poseerlo a cualquier costa, y no vaciló en apoderarse de él anoche en un descuido de los empleados”.66 Por su parte, el señor Ortega, fue descrito como “un adorador del bell canto” y dentro de este género sentía preferencia por el “afamado tenor Caruso”67.
Ambas historias nos permiten observar cómo las tecnologías sonoras habían hecho posible que la música culta europea llegara a los oídos de los sectores populares, quienes la apreciaron y se convirtieron en apasionados seguidores, a tal punto de poder pagar con la cárcel aquel entusiasmo musical. La multiplicación de las posibilidades de reproducción y, por tanto, de momentos de escucha que admitían los artefactos, alentó la obsesión de los consumidores más sensibles. Antonio Flores ya no pudo conformarse con ir los jueves y los domingos a escuchar música al Zócalo, de la misma manera que a su tocayo le fue insuficiente disfrutar del fonógrafo de su patrón durante cada jornada laboral -tal vez porque nunca le permitió reproducir los fonogramas de su tenor favorito- y decidió robarlo, aún sabiendo que podía ser fácilmente identificado y apresado. De hecho, los dos ladrones corrieron la misma suerte, al ser atrapados y detenidos por la policía.
En la mayor parte de los casos que se conocen la actuación de los agentes del orden fue efectiva, pues capturaron a los malhechores y los condujeron a la comisaría. No obstante, cabe destacar que también encontramos episodios en los que los gendarmes se convirtieron en villanos. Así lo podemos apreciar en el proceso judicial iniciado por la denuncia de Ángel Montano ante el juez menor de Mixcoac, publicada el 3 de enero de 1910 en el Diario de jurisprudencia. Ante esta instancia, el agraviado confesó que “le habían robado de su casa un fonógrafo y un rebozo, que fue hallado en un terreno de Ladislao Zarco, a orillas de esa población, por el quejoso y por el comandante de la policía”. En el esclarecimiento de los hechos fue vital la declaración del testigo Policarpo Borjas, quien residía en la casa contigua a la vivienda de Montano. El declarante aseguró haber visto “a Pedro Hernández, uniformado de gendarme, que salía de la casa” de su vecino, “cargando un fonógrafo y un rebozo”. Ante los testimonios revelados en el juicio, al presunto culpable no le quedó otra opción que confesar el hurto, explicando que se había aprovechado de que la casa “estaba sola” para sustraer los referidos objetos, que escondió en una “nopalera”. Prosiguió su testimonio manifestando que “separó la bocina de la caja, y se guardó la pieza que los une”. Ésta fue hallada en la bolsa del pantalón de su uniforme de gendarme. Por último, el malhechor relató que tras “cometer el delito, fue a su casa a vestirse de paisano, y cuando se dirigía a la Prefectura a dar cuenta de lo que había hecho, lo aprehendieron”68.
Hasta aquí, los casos aludidos refieren actos delictivos frustrados de diversas formas. Sin embargo, qué pasaba cuando los responsables no eran aprehendidos o denunciados por testigos. ¿Escondían los artefactos en sus casas o en la vivienda de algún familiar o conocido? En ocasiones la desesperación económica de algunos ladrones los condujo a vender rápidamente lo robado y de esta manera dejar expuesto su delito. En septiembre de 1906, José Martínez trabajaba de ayudante del señor Fabrés, quien ocupaba un estudio en la Academia de San Carlos. Un día decidió hurtar diversos objetos que su patrón guardaba en dicho recinto, estimados, según la propia víctima, en dos mil pesos. Todavía el 11 de septiembre Martínez continuaba prófugo y la policía sólo había encontrado, entre otros objetos, “un fonógrafo y una máquina de escribir”, los cuales habían sido empeñados por el sospechoso en un bazar, por la “cantidad de 600 pesos”69.
Podemos concluir que el hurto funcionó como un medio para que los sectores populares pudieran apropiarse de una máquina parlante que, generalmente, no podían adquirir con su salario. Los móviles de los infractores revelan un amplio abanico de intereses, desde el beneficio económico hasta la pasión por la música. No obstante, pensar que la necesidad monetaria y la decisión de robar, es decir de cometer un acto de trasgresión de las normas jurídicas, son directamente proporcionales, nos conduce a dos caminos. El primero nos puede llevar a pensar que todos los que no podían comprar un artefacto tenían el derecho a sustraerlo de otro dueño -el cual necesariamente no siempre debía ser rico- y por tanto, sobreseeríamos la carga moral de los hurtos. El segundo sendero pudiera encaminarnos a adoptar una postura incriminadora, al considerar que todos los que vivían en una situación de pobreza estaban próximos a cometer un delito. Realmente, la vida cotidiana siempre termina obligándonos a renegociar las fronteras de cada conjetura. El 29 de octubre de 1906, El Imparcial dio cuenta de un caso presentado ante el licenciado José R. Castillo, juez séptimo de instrucción. En dicho proceso se acusaba a Antonio Adalid por el delito de “robo y falsificación de documentos, por cuyos medios se apoderó de dinero, muebles y otros objetos de una casa donde prestaba servicio en calidad de dependiente”70. La particularidad del acusado era su sueldo, ya que ganaba 125 pesos mensuales, una suma que muchos miembros de la clase media de la época no percibían.
5. Las rifas
El ahorro, la compra a plazos y el robo no fueron las únicas alternativas que tuvieron los menos favorecidos para convertirse en propietarios de una máquina parlante, también les quedaba la suerte. A continuación referiremos sorteos en los que se rifaban artefactos sonoros de diversos modelos y marcas, una práctica que alcanzó un gran auge a lo largo de la primera mitad del siglo xx.
Una de las casas pioneras en llevar a cabo este tipo de eventos fue Morales y Cortázar. El 8 de abril de 1902, el rotativo El Tiempo dio a conocer una interesante propuesta de esta reconocida empresa:
“Regalamos por cada diez pesos que se nos compren al riguroso contado, un billete para la rifa de un fonógrafo legítimo de Edison, marca “Triunfo”, último modelo, equipado con un Micro reproductor Bettini (propio para familia) y dotado con 36 seis discos fonogramas (impresionados en nuestro gabinete) o su equivalente en otra clase de fonogramas, o del mismo fonógrafo equipado con todos sus accesorios necesarios para explotarlo, incluyendo una dotación de cincuenta fonogramas de nuestra impresión. El sorteo se verificará al estar obsequiados todos los billetes y avisaremos por la prensa el día en que se haya de verificar, así como el número agraciado”71.
La lectura del anuncio permite puntualizar dos cuestiones. En primer lugar, estaba dirigido a compradores pudientes y fieles clientes de la empresa, ya que se necesitaba haber consumido un monto equivalente a la mitad del salario promedio de la mayor parte de los miembros de la clase trabajadora. Entre los potenciales consumidores que pudieron haber invertido esa cantidad figuraban los fonografistas que rentaban máquinas parlantes en las arterias capitalinas, quienes necesitaban actualizarse constantemente con las últimas grabaciones del momento para atraer al público. Tal vez pensando en ello, la empresa ofreció al premiado la posibilidad de solicitar el fonógrafo rifado en dos versiones: para el hogar o para la explotación al aire libre.
En segundo término, se daba a entender que el local del negocio, emplazado en la 3ra de San Francisco (Profesa) número 2, no sólo era utilizado como punto de almacenamiento y venta, sino también como estudio de grabación. Cabe destacar que el catálogo de la empresa, a la vez que comprendió un impresionante número de fonogramas nacionales, integró música foránea. Conocemos esta información gracias a un aviso publicado el lunes 10 de junio de 1901, mediante el cual se notificaba a los lectores, que quienes lo recortaran y remitieran a la dirección del local, con el apartado 968, podían obtener un “descuento del 20%” en los precios de los “fonogramas franceses, españoles (de Aramburu), italianos y Bettini (Nueva York)”72.
Este aviso recortable ponía de manifiesto la implementación de una creativa estrategia de venta que involucraba los usos tanto del correo, como de la prensa periódica. Esta conjugación de intereses y habilidad comercial pudo notarse mejor cuando, cuatro años más tarde, El Correo español sorteó entre sus suscriptores varios productos ofrecidos por Morales Cortázar, entre los que figuraba, “un soberbio gramófono Victor, modelo de lujo, con seis discos y dos mil agujas, con precio de $120”. La rifa realizada por el periódico servía para promocionar el negocio, que para noviembre de 1905 contaba con un “inmenso surtido de fonogramas en disco y cilindro impresionados por las mayores celebridades del mundo”, además de dedicarse a la importación y almacenamiento de “máquinas parlantes Victor, zonófonos y fonógrafos Edison”. A los interesados en acceder a la atractiva oferta se les informaba que encontrarían el almacén en “una casa pintada de blanco”, con el número 14 en el Puente de San Francisco73.
El Correo español no fue el único periódico que realizó este tipo de sorteo para sus lectores. Por ejemplo, el dos de enero de 1910, su homólogo, el semanario ilustrado de política y literatura, Fin de Siglo, publicó una lista de los “premios” que entregaría a los suscriptores que participaron en una rifa realizada en noviembre de 1909. Entre ellos, figuraban artículos diversos como un prendedor, una pistola, una “hermosa caja de papel y sobres”, apropiado “para una señorita”, un “lote de magníficas novelas” valuado en $25.000 y, por supuesto, un fonógrafo74.
Hubo, sin embargo, estrategias más complejas que implicaron acuerdos con diversos establecimientos y que involucraban más el tiempo libre de los interesados. El 11 de junio de 1909, el periódico veracruzano La opinión expuso las características de un mecanismo, que pudo ser visto por muchos trabajadores como una vía factible para hacerse de una máquina parlante:
“Hará unos cuantos días se vino a establecer en Veracruz una compañía que poniéndose de acuerdo con los comerciantes por menor dizque regala a los consumidores el cinco por ciento del valor de sus compras mediante una combinación de pequeñas estampillas o sellos, que debía ir adhiriéndose a una libreta. Esta utilidad la percibirá el beneficiado hasta cuando reúna 1000, 2000 o 17000 sellitos que llevará a la compañía, donde obsequiarán a cambio: un espejito, un fonógrafo, una máquina de coser o un jamón sin hueso de esos americanos muy sabrosos”75.
Otros empresarios, también radicados fuera de la capital, optaron por fórmulas más simples y convencionales. Por ejemplo, el 1 de enero de 1909, una empresa coahuilense auspició una rifa en los “Portales de la Plaza Principal, con la intervención de las autoridades”. En el sorteo público, dedicado a celebrar el nuevo año, se premiaron tres números, “sacando el primero un elegante ajuar de muebles de mimbre con 9 piezas, el segundo un fonógrafo “Victor” con 6 piezas” y el “tercero una estatua del Corazón de María con capelo”76.
Tras analizar la información expuesta, podemos señalar que la mayor parte de los concursos privilegió la entrega de fonógrafos producidos por empresas norteamericanas, destacándose los artefactos de la Victor Talking Machine Company. Sin embargo, estos aparatos no constituyeron la única opción. Por ejemplo, los miembros de la colonia francesa radicada en México, siempre comprometida con la defensa de los intereses de su madre patria, decidió sortear fonógrafos y soportes de grabación de la marca Pathé, empresa fundada en 1896 por los hermanos Charles, Émilie Théophile y Jacques Pathé. Indudablemente, los artículos estuvieron a tono con el nacionalismo que imbuía los sorteos, realizados en conmemoración del aniversario de la icónica Toma de la Bastilla, perpetrada el 14 de julio de 1789, acción que marcó un parteaguas en la historia francesa al dar inicio a la Revolución y que no sólo hizo desaparecer el Antiguo Régimen, sino que también se convirtió en faro ideológico de las independencias latinoamericanas. Durante las fiestas que celebraban el acontecimiento, en julio de 1908, se rifó un fonógrafo Pathé con 10 discos novedad de 190877 . Al siguiente año, se sorteó un artefacto similar, entonces acompañado por 12 discos78.
Quienes participaron en los sorteos vivieron momentos esperanzadores. Como lo mencionamos, una máquina parlante no sólo les permitiría disfrutar de sonidos y melodías inolvidables, sino que también podía convertirse en un medio de distinción social o incluso en una forma de ganarse la vida, ya que sus dueños podían rentarlas en la vía pública o en audiciones privadas. Lo cierto, es que aquella demanda de expectativas e ilusiones no pasó inadvertida para algunos comerciantes que vieron en ella una excelente oportunidad para obtener dividendos y decidieron solicitar un permiso al Ayuntamiento del Distrito Federal para organizar sorteos. Por ejemplo, en 1908 Daniel Lara solicitó una licencia para rifar “un Fonógrafo Edison”79, mientras Adolfo Romanos pidió un permiso para sortear un fonógrafo Víctor80. No se sabe, hasta el momento, cómo consiguieron los aparatos declarados en sus peticiones y cuáles fueron las ganancias obtenidas, pero la inversión podía haber sido mínima, en caso de que se hubiesen comprado a plazos.
Conclusiones
La dificultad de adquirir una máquina parlante, al menos comprada de contado, no impidió a los menos pudientes disfrutar del vasto mercado sonoro de la época, pues existieron diversas prácticas que les permitieron convertirse en consumidores. Dos de ellas resultan determinantes para desentrañar estos procesos de recepción.
La primera es el funcionamiento de redes fraternales, que posibilitaron la circulación de los discos y cilindros mediante préstamos e intercambios, así como la venta de artefactos de uso, evidentemente a precios más accesibles y plazos más distendidos que los ofrecidos por compañías y tiendas. Es posible que en estas redes se hubieran llevado acuerdos que implicaran el pago en especie. Estos circuitos también propiciaron la escucha colectiva de los artefactos durante actividades lúdicas, como fiestas religiosas, cumpleaños y reuniones entre amigos, vecinos y familiares.
Una segunda práctica fue la recepción de las grabaciones en establecimientos comerciales. Desde finales del siglo xix, los dueños de diversos negocios optaron por colocar artefactos sonoros en sus locales para atraer la atención de los clientes. Uno de estos pioneros fue el señor Gonzalo Estrada, propietario de una tienda en Taxco. A diferencia de otros comerciantes que prefirieron ubicar la máquina al interior del negocio, él decidió exponerla en el portal81.
En el caso de la capital, este uso de los aparatos reproductores se hizo extensivo. Decenas de dueños de pequeños establecimientos pidieron permiso al gobierno de la ciudad para que la música grabada pudiera cautivar nuevos usuarios y retener a los asiduos. Entre los que solicitaron autorización en 1910 figuraron Román Rivas, dueño de una lechería, ubicada en la “1ra de Niño Perdido, no. 10”82, J. Trinidad Castillo, quien poseía una carnicería de nombre La Equitativa83 y Othón Saavedra, quien pretendía alegrar el ambiente de su peluquería, sita en la primera de los Arcos de Belén, número 10.84. Gracias a esta práctica los establecimientos se convirtieron en pequeñas salas de conciertos populares en los que los clientes opinaron sobre sus artistas preferidos, las canciones de moda, las visiones teatrales sobre la historia nacional y los últimos discos con interpretaciones foráneas. En estos espacios el consumo sonoro, inmaterial, acompañaba y mediaba el proceso de adquisición de bienes materiales diversos.85
Como hemos ilustrado a lo largo de este trabajo, las diferentes prácticas y estrategias que les permitieron a los sectores populares disfrutar de las máquinas parlantes muestran una historia diferente a la que se refleja en las percepciones sobre los costos de vida. A pesar de los bajos salarios en relación con los gastos que representaban la renta y la canasta básica, los lujosos artefactos fueran disfrutados en la vida cotidiana por los menos pudientes mediante experiencias que nos recudan la siguiente aseveración de Steven B. Bunker: “el consumo se trata menos de la adquisición que de la posesión de un artículo: de lo que el consumidor hace con él”86.