A modo de contextualización
La globalización constituye, sin duda, el fenómeno sociológico sobre el que más se ha polemizado desde el pasado siglo hasta nuestros días. Sus múltiples perspectivas y niveles de análisis, determinados tanto por los disímiles sectores sobre los que irradia como por su constante evolución, le adjudican dosis de alta complejidad.
Tal situación queda perfectamente ilustrada a partir de las reflexiones de Beck (1998), para quien,
globalización es a buen seguro la palabra (a la vez eslogan y consigna) peor empleada, menos definida, probablemente la menos comprendida, la más nebulosa y políticamente la más eficaz de los últimos tiempos -y sin duda también de los próximos años-. Como muestran los casos arriba apuntados, es preciso distinguir las diferentes dimensiones de la globalización; a saber [...], las dimensiones de las técnicas de comunicación, las dimensiones ecológicas, las económicas, las de la organización del trabajo, las culturales, las de la sociedad civil, etc. (pp. 28-30)1.
Si bien su naturaleza difusa impone serias dificultades a la configuración de un concepto acabado2, todo intento de comprensión al respecto ha de tomar en cuenta que la globalización, vista desde la arista económica, supone en esencia la mundialización del sistema económico capitalista, de sus componentes, de sus relaciones básicas, de su lógica de funcionamiento y reproducción (Martínez, 2005)3.
Con independencia de que no se esté evaluando un término propiamente jurídico, merecen destacarse algunos caracteres esenciales 4 del fenómeno en el plano económico, político y comunicacional, en razón a su manifiesto impacto sobre el universo de las relaciones jurídicas (Borja , 2001; Vo g e l, 2005).
Así, desde el punto de vista económico, la globalización supone la génesis de mercados globales en cuyo escenario los agentes económicos -y en especial las empresas transnacionales- gozan de un especial protagonismo y dinámica de movimiento respecto a sus elementos básicos (capital, trabajo, bienes y servicios) a escala planetaria, garantizado esto por el ostensible desarrollo tecnológico en materia de transporte, información y comunicaciones. Además, genera una interdependencia de las economías nacionales respecto a otros Estados u organizaciones internacionales, con serios límites a la autonomía en su dirección y gestión.
En orden político, la mundialización provoca en la actualidad que los Estados nacionales pierdan relevancia política, con evidentes mermas de su soberanía, a consecuencia de dos factores fundamentales; por una parte, la influencia cada vez más creciente de las empresas transnacionales, y, por otra, el sometimiento a organizaciones supraestatales como es el caso de la Unión Europea y el Fondo Monetario Internacional, por solo citar dos ejemplos. Esto trae aparejado, como correlato, la emergencia de mecanismos de gobierno global.
Es necesario destacar también el impacto que a nivel mundial han provocado las nuevas tecnologías de la comunicación y de la información -la llamada “globalización de las comunicaciones”-, lo cual ha garantizado que se materialicen las más variadas formas de intercambio mundial, muchas veces de forma instantánea.
Todas estas transformaciones imponen cambios en la dinámica y manifestación de los fenómenos sociales, incluida la cuestión criminal, que en este contexto adquiere formas, matices y protagonistas diferentes5.
El desarrollo social y económico de la sociedad moderna, tal y como sostienen Savona y Defeo (como se citan en Blanco, 2012) también muestra un lado amargo en el que los actores sociales han aprendido a explotar los mercados globales, las economías de escala y los efectos de armonización entre las políticas nacionales preventivas y de control. De este modo, la complejidad de la organización criminal es, en suma, una imagen de la moderna complejidad económica y social.
La presente investigación procura analizar los impactos que la globalización genera sobre la política criminal y, consecuentemente, sobre el modo de configurar e interpretar el derecho penal. Si bien se asume como punto de partida la necesidad de armonizar las respuestas penales con las nuevas características del fenómeno criminal contemporáneo, conviene que las agencias de control penal no pierdan de vista los valores, los principios y las garantías básicas que definen la esencia de un derecho penal propio de un Estado de derecho, limitador del poder punitivo y respetuoso de los derechos fundamentales de los ciudadanos.
Desde esta perspectiva, se defienden algunas propuestas encaminadas a legitimar una modernización razonable del derecho penal frente a las nuevas exigencias de protección que emergen en el escenario global, pero siempre desde una visión que equilibre las demandas de seguridad y libertad, y sin que quepa asumir -con motivo de discursos de emergencia- opciones regresivas que conducen, como es sabido, a respuestas totalitarias.
Esta investigación se realizó a partir de la revisión de fuentes documentales y entrevistas a académicos y criminólogos iberoaméricanos. La información documental obedece a la revisión de la literatura teórica sobre el tema que se encuentra publicada en libros, tesis de estudios de posgrado y documentos de investigación que se informan en distintas revistas de ciencia, técnica e innovación.
Se asociaron los impactos y su correspondencia respecto a la política criminal y el derecho penal en la denominada “sociedad del riesgo”. Tal problemática constituye uno de los aspectos que mayor preocupación despierta en la agenda criminológica actual, con motivo de los peligros que estas tendencias suponen para el respeto de los derechos y las garantías fundamentales de los ciudadanos, tradicionalmente interpretados como límites al ius puniendi en el contexto de un Estado de derecho. El análisis teórico que aquí se desarrolla representa una investigación a nivel básico. A su vez, se utilizó un conjunto de operaciones lógicas del pensamiento, tales como el análisis, la síntesis, la generalización y la abstracción, a fin de presentar los presupuestos normativos y los enfoques de género que a partir del estudio se generan.
Con base en los resultados de investigación y del estudio de los nuevos escenarios que surgen como consecuencia de la caracterización de la política criminal y el derecho penal de nuestros días, se logró un soporte bibliográfico puesto al día desde la perspectiva jurídica, así como una herramienta de consulta y análisis para los especialistas del sector.
A. Líneas maestras de la política criminal y el derecho penal de la globalización
El impacto de la globalización planetaria sobre los distintos fenómenos sociales reviste tal calado que se alude hoy a un nuevo modelo macrosociológico: el de la sociedad de riesgo (Beck, 2002).
El cambio en el potencial de los peligros artificiales en la sociedad actual, básicamente generados por la actividad humana a partir del vertiginoso desarrollo científico-tecnológico, la complejidad organizativa de las relaciones de responsabilidad y la sensación de inseguridad subjetiva -que llega a manifestarse incluso ante situaciones en las que no existen peligros reales- constituyen los caracteres configurativos básicos de este modelo social.
Ciertamente, sobre la actual sociedad global se cierne la amenaza de graves peligros: crisis financieras mundiales, migración fuera de control, contaminación ambiental, niveles preocupantes de desempleo, altos índices de violencia, movilidad social en descenso, terrorismo, crimen organizado, guerras, etc.; todos estos fenómenos, al parecer imposibles de dominar, generan una parálisis en la capacidad de defensa del ser humano y de la sociedad, originándose situaciones de pánico social que traen consigo serias demandadas de control. Se configura así el binomio riesgo-inseguridad en cuya virtud los individuos reclaman al Estado, de manera creciente, la prevención frente al riesgo y la provisión de seguridad (Mendoza, 2001).
La noción básica que se halla en la base del modelo sociológico de la sociedad del riesgo es la aspiración de minimizar la inseguridad y conseguir un control global, aunque esto implique costes para las garantías y los principios sobre los que se monta el sistema penal clásico. La prevención es, bajo este paradigma, la clave para reaccionar ante los problemas de la nueva sociedad configurada a partir de los riesgos.
I. Política criminal del riesgo
La comentada problemática ha tenido una marcada influencia sobre la política criminal contemporánea -entendida como la forma en la que se debe reaccionar ante el fenómeno delictivo-6, cuyos contornos, en congruencia con la línea preventivita apuntada, describen un acentuado adelantamiento de la protección penal a partir de la tipificación de delitos de peligro y la configuración de bienes jurídicos universales de contenido vago. Esto conduce a un derecho penal preventivo --el cual Prittwitz denomina “derecho penal del control global” (como se cita en Mendoza, 2001)-, caracterizado por incrementar el catálogo de bienes jurídicos a partir de la tutela de nuevos intereses, incluso, en un estadio previo a su lesión.
Esta tendencia político-criminal interesada en controlar los riesgos entrega a la nueva sociedad un derecho penal flexibilizado, convertido en un instrumento de la política criminal que, a costa de satisfacer requerimientos de seguridad y eficacia, se aparta de su rol tradicional orientado a la protección de un “mínimo ético”7 . Esto con el fin de erigirse en instrumento de control de los grandes problemas sociales, con lo cual deja de reprimir puntuales lesiones a bienes jurídicos y de tutelar a víctimas potenciales, y pasa a asumir una proyección preventiva a gran escala de situaciones problemáticas y proteger vagas e indeterminadas funciones, lo que afianza la noción de lo que la doctrina ha calificado como una “huida hacia el derecho penal”8.
Sin embargo, resulta obvio que estas aspiraciones preventivas no pueden alcanzarse bajo el esquema de las clásicas herramientas dogmáticas diseñadas en el seno de un derecho penal nuclear, pensado para reaccionar ante manifestaciones delictivas propias de la sociedad del siglo xix y de la primera mitad del xx, pues tal modelo, muy por el contrario, impide su materialización9. Es por esto que las estructuras básicas del derecho penal tradicional -entiéndase, los clásicos presupuestos de imputación objetivos y subjetivos (Silva, 2001)- sufren hoy transformaciones y flexibilizaciones conducentes a su reinterpretación en el nuevo contexto, en detrimento de la efectiva vigencia de los principios y las garantías propios de un sistema penal democrático, de manera que, en consecuencia, también son objeto de una funcionalización a partir de los nuevos intereses político-criminales.
Se advierte así un giro copernicano respecto al tradicional vínculo que, desde la perspectiva de Von Liszt, se establecía entre la política criminal y el derecho penal, en el sentido de que este constituía la barrera infranqueable de aquella. En el actual contexto, por el contrario, resulta evidente cómo el derecho penal cede de manera progresiva su papel limitador a fin de complacer las demandas de criminalización formuladas por una política criminal que se desentiende de los principios de necesidad y ultima ratio para convertirse, en palabras de Hassemer (como se cita en Mendoza, 2001) en el “brazo alargado” de aquella.
II. Derecho penal del riesgo o derecho penal “moderno” (o la Hidra de Lerna)
Bajo los designios de la política criminal de la sociedad del riesgo, el derecho penal se ha convertido en el destinatario fundamental de las exigencias de seguridad demandadas por la opinión pública para el control de los nuevos peligros. En este sentido, se le atribuye un rol que no le pertenece y, con esto, se generan sensibles fisuras en el modelo garantista clásico10.
No existe duda alguna de que el tercer milenio exhibe un derecho penal que se parece cada vez menos a un instrumento de tutela de la libertad, a fin de erigirse paulatinamente en un dinámico sistema de gestión primaria de los problemas sociales11. Esta gran transformación -o irreconocible deformación (Flávio, 2003)- de la que ha sido objeto el derecho penal clásico en la era de la globalización planetaria, convertido en un hipertrofiado producto de comprobada ineficacia12, nos sitúa frente a lo que Morales (2015) denomina “nueva Edad Media”13, lo cual puede evidenciarse a partir de los caracteres que se presenten a continuación.
1. Preponderancia de la criminalización, conducente a una hipertrofia irracional
Si bien los orígenes del excesivo protagonismo del derecho penal no pueden relacionarse con la globalización14, sí resulta innegable que en este nuevo contexto socioeconómico y político, de signo neo- liberal, la expansión patológica del punitivismo ha alcanzado sectores que antes quedaban libres de la intervención penal15.
Más allá de la microcriminalidad propia de las clases marginales (crimes of the powerless), sobre la que el derecho penal desde hace algún tiempo centraba su atención a partir de las campañas de “ley y orden”, ahora también se aprecia un aumento del interés general por la criminalización de conductas lesivas protagonizadas por los poderosos, fundamentalmente las de naturaleza económica (crimes of the powerfull)16.
2. Frecuentes y parciales alteraciones de la parte especial de los códigos penales y edición de leyes penales especiales, cual expresión de la función simbólica que desempeña hoy el derecho penal
La sucesivas, incoherentes y asistemáticas reformas que se implementan respecto a las construcciones típicas de las distintas figuras que conforman el catálogo de la parte especial de los códigos penales, así como la frecuente aparición de leyes penales especiales, constituyen auténticas expresiones del simbolismo, la instrumentalización y el expansionismo que aquejan al derecho penal en la actualidad.
Ante los grandes problemas inherentes a la sociedad globalizada -como, por ejemplo, la seguridad ciudadana y el crimen organizado, por citar solo dos ejemplos-, se nota cómo los poderes públicos acuden continuamente al derecho penal, a través de las permanentes reformas, a fin de transmitir a la ciudadanía una opción política cuyo contenido se traduce en un mensaje de solidaridad con sus preocupaciones. De este modo, asumen una función política, de legitimación y dirección de las conciencias de los ciudadanos propia de la ética o la moral17.
No se alude aquí, obviamente, a las reformas que encuentran plena legitimación y justificación en el fin primordial de tutela de bienes jurídicos y control del delito (función instrumental o material), las que por esencia lleven implícitas innegables dosis de simbolismo positivo18; sino a aquellas que, guiadas por la obtención de efectos opuestos a la mencionada finalidad, entrañan,
una instrumentalización del derecho penal en su utilización como medio pedagógico para tranquilizar a la ciudadanía, para inspirar la suficiente confianza en el sentido de demostrar que los gobernantes políticos y los representantes del pueblo se preocupan por los problemas de la inseguridad ciudadana (Borja, 2001, p. 109).
Sin embargo, a fin de analizar en qué casos procede hablar de verdadera expansión punitiva, conviene tener presentes las importantes clarificaciones que trae a debate Terradillos (2004). Este autor distingue entre una función simbólica propiamente dicha, la cual entraña siempre la utilización del derecho penal “no tanto para proteger bienes jurídicos como para afirmar valores, confirmar expectativas, generar representaciones valorativas, etc.” (p. 235), y en la que se aprecia una supeditación de la función instrumental o material a la función asignada a los símbolos, y lo que él denomina una función enmascaradora, la cual supone un estado de indiferencia por parte del Estado ante delitos que no le interesa perseguir, al tiempo que a través del derecho penal se proyecta una “apariencia de resolución de conflictos que permanecen intocados” (2004, p. 235). De este modo, no se articulan medios para alcanzar los objetivos que supuestamente justifican la intervención penal y, por ende, hay que coincidir con Terradillos (2004) cuando sostiene que en tales casos, más que expansión, lo que se aprecia es una inhibición del sistema penal que termina convirtiéndose en cómplice del delincuente al que solo retóricamente dice perseguir.
Algunos de los “beneficios” que granjea esta deslegitimadora opción político-criminal son resaltados por Díez (2013), quien sostiene que la aludida instrumentalización del derecho penal coadyuva al mantenimiento de una imagen positiva y dinámica del legislador, así como de los poderes públicos en sentido general, al tiempo que enmascara la ausencia de otras medidas en materia de intervención social que resulten verdaderamente eficaces19.
Por otra parte, la aparición de específicas leyes penales que se encargan de regular, extra codicem, específicas manifestaciones de la delincuencia socioeconómica también constituye una manifestación de la analizada tendencia expansiva que asume de manera progresiva el derecho penal20. Así, bajo el argumento de la especialidad de la materia objeto de regulación -especialmente vinculada a la normativa extrapenal que le sirve de base-, en la mayoría de los casos estas leyes sectoriales regulan conjuntamente infracciones penales y administrativas, lo cual conduce a la flexibilización o desdibujamiento (cuando no olvido) de los principios y garantías materiales y procesales que rigen el sistema penal21. De esta manera, pasa por alto que si bien el sector de la delincuencia económica presenta peculiaridades técnicas, esto no justifica en ningún caso que el enfoque con el cual deba analizarse este tipo de delitos sea el empleado por el derecho administrativo, pues a pesar de que este sector del ordenamiento jurídico y el derecho penal confluyan sobre una misma realidad social, la autonomía del derecho penal supone una perspectiva de análisis propia y diferente22.
El abuso de la legislación penal especial, además de favorecer la elusión de las exigencias principiales más estrictas de los códigos, también comporta una importante pérdida de seguridad jurídica y suele ir acompañada de un significativo descenso de la calidad técnica de la ley penal23.
Tal problemática no escapa al ámbito cultural iberoamericano, en el que, a pesar del arraigo del principio de codificación, se advierte la proliferación de leyes penales especiales en un buen número de países, entre los que cabe mencionar a Argentina, Brasil, Chile, Ecuador y Venezuela24.
3. La protección funcional de bienes jurídicos, excesiva creación de delitos de peligro abstracto y crisis del principio de lesividad u ofensividad
Con el advenimiento de la globalización ha proliferado una marcada tendencia a dirigir la tutela penal hacia bienes jurídicos supraindividuales (universales, colectivos, difusos), los cuales ostentan una configuración vaga e imprecisa y en los que no se reconoce, al menos en la mayoría de los casos, un referente directo a un interés individual. Se evidencia así la crisis en que se halla sumido el principio de la protección de bienes jurídicos25, cada vez más distanciado de su originaria función de límite negativo de la criminalización para asumir un moderno rol justificativo de la intervención penal.
A tono con la emergencia de bienes jurídicos supraindividuales se advierte un reiterado empleo de la técnica legislativa consistente en la configuración de delitos de peligro abstracto, construidos muchas veces sobre la base de la mera desobediencia a la norma, con lo cual se menosprecia el contenido material del principio de lesividad. Se difuminan, por tanto, las fronteras que delimitan lo penalmente relevante del mero ilícito administrativo, sin que pueda soslayarse además que tales incriminaciones revisten enormes dificultades de cara al ejercicio del derecho de defensa y, en oposición, se favorece la actividad persecutoria del Estado26.
4. Flexibilización del mandato de taxatividad, ínsito al principio de legalidad penal
Con más frecuencia de la deseada se acude a la técnica legislativa de normas penales en blanco, en las que se aprecia una erosión del contenido de injusto en la medida en que los límites de la norma de conducta se desplazan hacia difusos sectores normativos de la administración pública. Con esto se concede a las instancias administrativas funciones directamente relacionadas con la determinación de lo penalmente relevante cuando esto, legal y constitucionalmente, constituye una función que compete en régimen de exclusividad al legislador.
5. Protagonismo de la función intimidatoria del derecho penal en desmedro de los principios de igualdad y proporcionalidad
Bajo el ideal del Estado preventivo o Estado de la seguridad, la principal aspiración del derecho penal moderno se dirige a prevenir futuras perturbaciones, más allá de la idea de seguridad o certeza; de modo que ya no importa tanto retribuir proporcionalmente el mal causado, sino más bien alcanzar la confianza de todos los ciudadanos en la inviolabilidad del orden jurídico penal (Hassemer, 2009).
Sobre los costes que implica la asunción de este modelo reflexiona Hassemer (2009, p. 39) -vinculando el principio general de proporcionalidad con el principio de culpabilidad- en el sentido de que,
este principio (el de culpabilidad) aparece especialmente amenazado en un sistema penal que persigue objetivos preventivos y que por tanto está particularmente interesado en alcanzar consecuencias beneficiosas mediante presión y golpes de efecto -no solo entre los afectados sino también ante la opinión pública conformada por los medios-.
6. Transformación funcionalista de categorías dogmáticas
En el seno del derecho penal moderno, enfocado hacia la prevención y el control de los nuevos riesgos, se plantean problemas a los que los clásicos contenidos de las viejas categorías dogmáticas parecen no ofrecer una respuesta adecuada27.
Como quiera que la configuración tradicional de aquellas se erige en obstáculo para la eficacia de la nueva política criminal, se generan propuestas de interpretación que provocan disfunciones respecto a las clásicas estructuras y reglas de atribución de la responsabilidad penal, en especial las vinculadas al entendimiento de la relación de causalidad, al contenido del dolo y la imprudencia, a la delimitación entre autoría y participación, así como a las fronteras entre la consumación y las formas de realización imperfecta del tipo (Hassemer, 1992).
El derecho penal de nuestros días muestra un panorama ensombrecido que implica un preocupante distanciamiento de las bases del Estado de derecho y, correlativamente, un acercamiento al totalitarismo (González, 2007; Morales, 2015).
B. Pautas básicas para una modernización razonable del derecho penal
No es posible dudar que vivimos en una sociedad diferente -ya se le denominó “sociedad del riesgo”, “sociedad del peligro”, “sociedad postindustrial”, etc.-, la cual se distancia notablemente del modelo de sociedad preindustrial centrada en la protección de bienes de carácter individual. Además, es distinta también de la sociedad industrial decimonónica que vio nacer los valores de solidaridad, confianza social e intereses colectivos. Son tiempos de globalización neoliberal, con todos sus “atributos”.
Los múltiples peligros e inseguridades de carácter colectivo, sobredimensionados en sus contornos gracias a la opinión pública, generan demandas de criminalización apoyadas en necesidades de defensa ante peligros que la mayoría de las veces solo están definidos por criterios estadísticos. A esto responden los poderes públicos creando tantas figuras delictivas como sea posible para proteger a la sociedad de los riesgos anunciados (Bajo, 2013), de tal suerte que se configura a este compás un derecho penal inflacionado, irrespetuoso con los derechos y garantías fundamentales y, por demás, carente de efectividad y eficacia (Mendoza, 2001).
Esta situación ha conllevado a que en la actualidad el modelo teórico del derecho penal atraviese una evidente situación de crisis. Las manifestaciones de ese modernizado instrumento punitivo, fundamentadas en un discurso proeficacia de contornos ilimitados, constituyen una amenaza cierta de destrucción para el conjunto de garantías que han sustentado el sistema clásico de imputación penal, con el que conectan los principios político-criminales (Silva, 2001)28.
Se trata de la cristalización del derecho penal del enemigo (Sanz, 2012), epidemia jurídica que arrasa con la idea del imperio de la ley29, con las exigencias básicas del Estado de derecho y con la legitimidad democrática (Maresca, 2005); además, se expande de forma incontenible como consecuencia del fenómeno de la internacionalización30. Los Estados nacionales, en una mezcla de impotencia y servilismo frente a las decisiones de organismos globales, permiten que sus ordenamientos jurídicos resulten inoculados por las más peligrosas manifestaciones del expansionismo irracional.
No obstante, pese a que la situación actual se nos presente con altísimas dosis de complejidad, es necesario coincidir con Zúñiga (2001) cuando, refiriéndose a las características de ese nuevo derecho penal, defiende que no pueden entenderse como inevitables y menos aún como valorativamente legítimas.
Se impone así la búsqueda de una solución. Desde la perspectiva que aquí se defiende, el presupuesto es admitir la necesaria modernización del derecho penal clásico, puesto que defender su utilidad en el contexto de la sociedad actual sería algo más que una utopía. Sin embargo, habrá que rehuir de aquella tendencia que, orientada hacia el discurso de la eficacia31, propugna el empleo del derecho penal como instrumento de pedagogía social, de transformación de las estructuras sociales, como gestor de grandes conflictos que en realidad solo encontrarían una solución adecuada en otras instancias de protección distintas al sistema penal.
Es cierto que el sistema penal tradicional está pensado para otras épocas y circunstancias, y que, por tanto, se muestra insuficiente en el propósito de controlar las formas de criminalidad impulsadas por la economía globalizada. Esto en razón a que sus manifestaciones responden a un modelo de sociedad de corte posindustrial que necesita de un derecho penal preparado y dispuesto a controlar conductas que agredan derechos colectivos, que vayan más allá de los derechos subjetivos para los que están pensados los actuales sistemas penales; esto es, un derecho penal que le sirva de cortapisas a una economía global que no respeta principios ni fronteras. No obstante, todo lo anterior tampoco puede interpretarse como más control penal o más represión.
Solo una modernización del derecho penal que se lleve a cabo con escrupuloso respeto por las garantías ínsitas al Estado de derecho y no a golpes de seguridad representará una verdadera evolución de este (Sanz, 2012). Esto implica que el proceso globalizador ha de ser sometido a un control democrático, en busca de nuevas reglas que eviten sus efectos perjudiciales, pero retomando en todo caso el discurso garantista y el debate sobre los valores.
Por tanto, la clave no parece hallarse en las propuestas extremas que optan por un expansionismo irracional, ni en una injustificada inhibición de la intervención punitiva frente a sectores necesitados y merecedores de tutela penal, sino en una posición intermedia que, desde una perspectiva más coherente, se muestra a favor de una expansión razonable del derecho penal -en la medida en que así lo exigen los cambios sociales- a aquellos ámbitos que verdaderamente requieran y merezcan protección por parte de esta rama del ordenamiento jurídico32, pero siempre con sujeción a los límites que al ejercicio del poder punitivo imponen los principios sobre los que se erige el derecho penal de un Estado de derecho33.
Ubicar el derecho penal en una posición en la que compatibilicen su acomodo a las exigencias de la contemporaneidad y el respeto al sistema de garantías básicas supone, ante todo, fomentar en primera opción el recurso a otras vías de regulación distintas a la penal, de tal suerte que se emplee esta última con el carácter excepcional que se le debe asignar (Mendoza, 2001). La asunción real (y no meramente formal) del carácter subsidiario y de ultima ratio del derecho penal en la solución de los conflictos sociales conduciría a un derecho penal más pequeño que, precisamente por esto, sería un instrumento más eficaz (Ferré, 2007).
Lo anterior exige el rescate y la potenciación de los roles legítimos de otras instancias de control, porque solo así quedarán aseguradas la seriedad y la eficacia de la conminación penal sin que en ningún caso pueda renunciarse a ello por más problemas estructurales y operativos que se atribuyan a otras ramas o sectores del ordenamiento jurídico34. Se trata, en última instancia, de llevar a cabo un adecuado proceso de selectividad sobre lo penalmente relevante que, además de realzar la vigencia cada vez más relegada del principio de intervención mínima, apueste por la recuperación del rol crítico de la teoría del bien jurídico en aras de enfrentar la apocalíptica tendencia expansiva (Pariona, 2007)35.
Así, la legitimidad de la intervención punitiva deberá evaluarse no por su repercusión en un determinado sector de la vida social, sino por el grado de respeto a los principios de atribución de responsabilidad individual en cada caso, esto es, analizando la legitimidad de la norma en concreto (Sanz, 2012). Esto implica -más allá de los desaciertos que puedan signar la técnica legislativa empleada en cada caso, siempre perfectible-, que el proceso de interpretación desarrollado por los sujetos procesales con capacidad decisoria no esté regido por exclusivos criterios literales o gramaticales, sino que dé cabida a los teleológicos (los cuales tomen en cuenta la referencia al bien jurídico) y los sistemáticos (a partir de la necesaria comparación entre figuras delictivas afines y de la normativa extrapenal) (Corcoy, 2012).
Cierto es que la postura aquí defendida entraña conocidas dificultades, pero también es verdad que uno de los fines más relevantes del Estado democrático consiste en lograr un equilibrio entre la garantía de una vigencia razonable de los derechos fundamentales y de las libertades públicas, y una eficaz tutela de los bienes jurídicos más esenciales a fin de mantener una digna convivencia social (Borja, 2012)36.
Se es consciente de que el reacomodo del derecho penal a las nuevas realidades dependerá, en buena medida, de la evolución de la economía y de la sensibilidad social de los agentes políticos y económicos que hoy dominan el mundo. Sin embargo, también, como ha destacado Muñoz (2004), del nivel de resistencia intelectual que podamos oponer los penalistas y criminólogos comprometidos con la prevención de la criminalidad en el marco de las coordenadas del Estado de derecho.
Esta posición teórica, que tiene en Günther Jakobs a uno de sus principales ideólogos, representa sin duda una amenaza para las concepciones democráticas que se hallan en la base del Estado de derecho en tanto sirve de coartada ideológico-penal a las comentadas iniciativas legislativas (Ramos, 2004).
Conclusión
Cabe afirmar, en términos conclusivos, que un derecho penal ajustado a nuestros tiempos -el que necesitamos para hacer frente a los fenómenos inherentes a la contemporaneidad globalizada- tendrá que ser un derecho penal que se adapte a los nuevos perfiles del fenómeno criminal: la cultura de la violencia, de la criminalidad económica organizada y del terrorismo internacional (Sanz, 2011). Sin embargo, conviene no perder de vista que los estándares de eficacia que esta rama del orden jurídico puede y debe cumplir solo resultan alcanzables, en el contexto de un modelo democrático, siempre que se preserven las comentadas conquistas garantistas. La clave está, como ha resumido magistralmente Sanz (2012), en hacer frente a los “nuevos” problemas sin olvidar los “viejos” límites, pues lo contario supone el desvanecimiento de un derecho penal democrático y, correlativamente, la emergencia de un derecho penal totalitario que parece tener un recobrado ímpetu y una renovada reformulación teórica (Carbonell, 2016; González, 2016).