La educación es el oxígeno para la democracia porque sin una ciudadanía informada las culturas formativas necesarias para una democracia radical se marchitan junto con las instituciones que la hacen posible. En América del Norte y en Latinoamérica las fuerzas del autoritarismo neoliberal están en marcha; desde Brasil hasta Estados Unidos, los déspotas han tomado el poder político y están transformando la educación en un proveedor para el ejército, el lugar de trabajo y, en muchos casos, para el Estado carcelario. En Estados Unidos, Donald Trump ha asumido la presidencia y ha iniciado una cultura del miedo, la humillación, la intolerancia y la supremacía blanca unida a un profundo desdén por la educación y el pensamiento crítico. Ahora la ignorancia es valorada, mientras la educación crítica se ve con desdén. Esta es una razón más para volver a conectar el aprendizaje con el cambio social y político y adoptar una noción de esperanza educada en la que sea posible imaginar lo inimaginable, un futuro que no quiere imitar el presente autoritario.
Los regímenes neoliberales a través de Europa y América del Norte han lanzado un ataque cada vez más grande contra la pedagogía crítica y las esferas públicas en las que esta tiene lugar. La financiación de la educación pública y superior ha disminuido y se ha convertido en una fábrica de rendición de cuentas que, ahora, en gran medida, sirve como complemento de una lógica instrumental que imita los valores del mercado. Sin embargo, esto no solo es cierto para los espacios en los que tiene lugar la escolarización formal; también es verdad para las esferas públicas y los aparatos culturales comprometidos activamente con la producción de conocimiento, valores, subjetividades e identidades. Esto se aplica a una gama de espacios creativos que incluyen galerías de arte, museos, salas de cine y varios elementos de los medios de comunicación dominantes (Giroux, 2011). Lo que los apóstoles del neoliberalismo han aprendido es que el arte y la ciencia de la educación pueden ser peligrosos y no solo pueden crear estudiantes, intelectuales y artistas críticamente comprometidos, sino que pueden expandir la capacidad de la imaginación para pensar de otra manera y, consecuentemente, actuar de otra manera, mantener un poder responsable, e imaginar lo inimaginable.
Reclamar la pedagogía como una forma de esperanza educada comienza con el reconocimiento crucial de que la educación no se trata únicamente de capacitación laboral y de fabricación de productos, sino también de asuntos de compromiso cívico, pensamiento crítico, alfabetización cívica y la capacidad de agencia, acción y cambio democráticos. También está conectada con asuntos del poder, inclusión y responsabilidad social1. Si los jóvenes, artistas y trabajadores culturales deben desarrollar un profundo respeto por los demás y un agudo sentido de responsabilidad social y compromiso cívico, la pedagogía debe ser vista como una fuerza cultural, política y moral. Esa fuerza colectiva proporciona el conocimiento, los valores y las relaciones sociales que hacen posibles tales prácticas democráticas para conectar la agencia humana con la idea de la responsabilidad social y la política de la posibilidad. En este caso, la pedagogía debe ser rigurosa, autorreflexiva y comprometida con la práctica de la libertad para hacer avanzar los parámetros del conocimiento, abordar problemas sociales cruciales y conectar problemas privados y asuntos públicos. Aquí están en juego las prácticas pedagógicas que crean soñadores militantes, personas que están dispuestas a luchar por un mundo más justo y democrático. En este caso, la pedagogía se vuelve central en la política y crítica para la práctica del arte -una acción dirigida a cambiar la forma de pensar de las personas- que despierta la pasión y activa formas de identificación que hablan de las condiciones en que se encuentran las personas.
La pedagogía crítica debe ser significativa para ser crítica y transformadora. Dicha pedagogía debe ser cosmopolita, imaginativa y exigir una interacción comprometida y reflexiva con el mundo en que vivimos, mediada por la responsabilidad de desafiar las estructuras de dominación y de aliviar el sufrimiento humano. Esta es una pedagogía que se preocupa por las necesidades de múltiples públicos. Como práctica ética y política, una pedagogía pública de la vigilia rechaza los modos de educación que se alejan de las preocupaciones políticas, sociales, históricas y de las injusticias. Esta es una pedagogía que incluye "elevar ideas complejas en el espacio público" (Said, 2000, p. 7), reconoce afectaciones humanas dentro y fuera de la academia, y usa la teoría como una forma de crítica para cambiar las cosas (Said, 2000, p. 7). Esta es una pedagogía en la que los educadores y los trabajadores culturales no le temen a la controversia ni a las conexiones entre los asuntos privados y los elementos más amplios de los problemas de la sociedad que de otro modo están ocultos.
La pedagogía crítica surge de la convicción de que artistas, educadores y otros trabajadores culturales tienen la responsabilidad de desestabilizar el poder, problematizar el consenso y desafiar el sentido común. Esta es una visión de la pedagogía que debe perturbar, inspirar y vitalizar a un amplio grupo de individuos y públicos. La pedagogía crítica tiene la responsabilidad de ver el trabajo intelectual como público, aumentar la conciencia política, establecer conexiones con los elementos del poder y la política a menudo ocultos a la vista del público y recordar "a la audiencia las cuestiones morales que pueden ocultarse en el clamor y el estruendo del debate público" (Said, 2001, p. 504).
La pedagogía no es un método, sino una práctica moral y política que reconoce la relación entre conocimiento y poder. Al mismo tiempo, se da cuenta de que en el centro de todas las prácticas pedagógicas hay una lucha por la agencia, el poder, la política y las culturas formativas que hacen posible una democracia radical. Esta visión de la pedagogía no moldea, sino que inspira, dirige, revitaliza y es capaz de imaginar un mundo mejor y la necesidad de reimaginar una democracia que nunca está terminada. La pedagogía crítica es una forma de esperanza educada, comprometida con producir jóvenes capaces y dispuestos a expandir y profundizar el sentido de sí mismos, a pensar críticamente el "mundo", a imaginar algo diferente a su propio bienestar, a servir al bien público, a arriesgarse y a luchar por una democracia sustancial2.
La pedagogía es siempre el resultado de las luchas, especialmente en términos de cómo las prácticas pedagógicas producen nociones particulares de ciudadanía y de una democracia inclusiva. La pedagogía ocupa un lugar preponderante en este caso, no como una técnica o un conjunto de métodos a priori, sino como una práctica política y moral. Como práctica política, la pedagogía ilumina la relación entre el poder, el conocimiento y la ideología, al tiempo que reconoce, consciente de sí misma, si no autocríticamente, el papel que desempeña como un intento deliberado de influir en cómo y qué conocimiento e identidades son producidas dentro de conjuntos particulares de relaciones sociales. Como práctica moral, la pedagogía reconoce que los trabajadores culturales, artistas, activistas, trabajadores de los medios y profesores no pueden abstraerse de lo que significa invertir en la vida pública, pues presupone una noción de futuro o ubicarse a sí mismo en un discurso público.
Las implicaciones morales de la pedagogía sugieren que nuestra responsabilidad como trabajadores culturales no puede separarse de las consecuencias de nuestro conocimiento, nuestras relaciones sociales y las ideologías e identidades que ofrecemos a los estudiantes. Negarse a separar la política de la pedagogía significa que la enseñanza no debe simplemente honrar las experiencias que las personas aportan a dichos lugares, sino que también debe conectar las experiencias con los problemas que surgen de la vida cotidiana. En este sentido, la pedagogía no es solo deconstrucción de textos, sino política en un sentido más amplio. Tal proyecto reconoce la naturaleza política de la pedagogía y llama a que artistas, intelectuales y otros asuman la responsabilidad de sus acciones. Como alguna vez sugirió Susan Sontag (2003), esto convoca a estas personas a vincular su enseñanza con aquellos principios morales que les permiten hacer algo a propósito del sufrimiento humano. Parte de esta tarea requiere que los trabajadores culturales anclen su propio trabajo, por diverso que sea, en un proyecto radical que compromete seriamente la promesa de una democracia no realizada en contra de sus formas radicalmente incompletas. Para un proyecto de este tipo es de crucial importancia rechazar la suposición de que la teoría puede entender los problemas sociales sin cuestionar su apariencia en la vida pública. Sin embargo, cualquier política cultural viable necesita una noción de injusticia socialmente comprometida si tomamos en serio lo que significa luchar por la idea de una buena sociedad. Zygmunt Bauman (2002) argumenta que "si no hay lugar para la idea de una sociedad equivocada, no hay muchas posibilidades de que nazca la idea de una buena sociedad" (p. 170).
Una sociedad debe alimentar constantemente las posibilidades de autocrítica, agencia colectiva y formas de ciudadanía en las que las personas desempeñan un papel fundamental en la discusión crítica, la administración y la configuración de las relaciones materiales de poder y las fuerzas ideológicas que impactan en sus vidas cotidianas. Aquí está en juego la tarea, como insiste Jacques Derrida (2000), de ver el proyecto de democracia como una promesa, una posibilidad enraizada en una lucha continua por la justicia económica, cultural y social. La democracia en este caso no es un régimen suturado o formalista; es el sitio de la lucha en sí. La lucha por crear una democracia inclusiva y justa puede tomar muchas formas. Esa lucha no ofrece garantías políticas, pero brinda una dimensión importante a la política como un proceso continuo de democratización que nunca termina. Este proyecto se basa en la comprensión de que una democracia abierta al intercambio, la pregunta y la autocrítica nunca alcanza los límites de la justicia.
Teóricos como Raymond Williams y Castoriadis reconocieron que la crisis de la democracia no es solo la crisis de la cultura, sino también la crisis de la pedagogía y la educación. Los trabajadores culturales harían bien en tener en cuenta las profundas transformaciones que tienen lugar en la esfera pública y en reclamar a la pedagogía como una categoría central de la política misma. Pierre Bourdieu (1998) tenía razón cuando afirmó que los trabajadores culturales con demasiada frecuencia "subestimaron las dimensiones simbólicas y pedagógicas de la lucha y no siempre han forjado armas apropiadas para luchar en este frente" (p. 11). El autor continúa diciendo, en una conversación posterior con Gunter Grass, que
los intelectuales de izquierda deben reconocer que las formas más importantes de dominación no son solo económicas sino también intelectuales y pedagógicas, y se encuentran del lado de la creencia y la persuasión. Es importante reconocer que los intelectuales tienen una enorme responsabilidad para desafiar esta forma de dominación. (Bourdieu, 2002, p. 2).
Estas son intervenciones pedagógicas importantes e implican justamente que la pedagogía crítica, en el sentido más amplio, no es solo comprensión, sino también asunción de las responsabilidades que tenemos como ciudadanos para exponer la miseria humana y eliminar las condiciones que la producen. Los asuntos de responsabilidad, acción social e intervención política no se desarrollan simplemente a partir de la crítica social, sino también de la autocrítica. La relación entre el conocimiento y el poder, por un lado, y la creatividad y la política, por el otro, siempre debe ser autorreflexiva sobre sus efectos y cómo se relaciona con el mundo en general. En resumen, este proyecto señala la necesidad de que los trabajadores culturales aborden la pedagogía crítica no solo como un modo de esperanza educada y un elemento crucial de un proyecto educativo insurreccional, sino también como una práctica dirigida hacia la posibilidad de la interpretación como intervención en el mundo.
Quiero terminar insistiendo en que la democracia comienza a fallar y que la vida cívica se empobrece cuando la pedagogía ya no es central en la política. La incapacidad de reconocer la naturaleza educativa de la construcción de la capacidad de agencia, la legitimidad del testimonio moral y la renovación de la política de responsabilidad social vacía la democracia de cualquier significado. La democracia debe ser una forma de pensar acerca de la educación que prospera al conectar la equidad con la excelencia, el aprendizaje con la ética y la agencia con los imperativos del bien público (Giroux, 2015). La pregunta sobre qué papel deben jugar la educación y la pedagogía en la democracia se vuelve aún más urgente en un momento en que las fuerzas oscuras del autoritarismo están en marcha en todo el mundo. Como valores públicos, la confianza, la solidaridad y los modos de educación están bajo asedio. Los discursos de odio, racismo, egoísmo extremo y avaricia ejercen una influencia venenosa en muchas sociedades occidentales, ahora más evidente en el discurso de extremistas de derecha que compiten por la presidencia estadounidense. La democracia se basa en el soporte vital, pero en lugar de ser una justificación para el cinismo, debería crear indignación moral y política, una nueva comprensión de la política y los proyectos pedagógicos necesarios para permitir que la democracia respire una vez más.
Como Ernst Bloch (citado por Benjamin, 1997) insistió alguna vez, en que "la razón, la justicia y el cambio no pueden florecer sin esperanza" porque la esperanza educada aprovecha nuestras experiencias más profundas y anhela una vida digna con los demás, una vida en la que es posible imaginar un futuro que no imita el presente. No me refiero a una noción romántica y vacía de esperanza, sino a una noción de esperanza informada que enfrenta los obstáculos y las realidades concretas de la dominación y continúa la tarea pedagógica y política en curso de "mantener el presente abierto y por lo tanto inacabado" (p. 10)