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Estudios de Filosofía

Print version ISSN 0121-3628

Estud.filos  no.33 Medellín Jan./June 2006

 

Fecha de recepción: diciembre 18 de 2005

Fecha de aceptación: febrero 20 de 2006

 

MONTAIGNE, LA ÉTICA, LA “MANERA” MODERNA* 

 

Por: Antonio Rodríguez Jaramillo

Universidad Tecnológica de Pereira

antor@utp.edu.co

 

Resumen. Montaigne compone una ética moderna definida por el ejercicio de su pensamiento autocrítico que acompañado de un método filosófico aborda la construcción de sí mismo como una “manera” filosófica. Las reflexiones intentan responder simultáneamente a dos cuestiones: ¿cómo le es posible proveerse de una ética que le permita una existencia ordenada y sensata, cuando la condición humana está signada por el desorden y la extravagancia?, ¿cómo le es posible fundar una ética moderna ­—antes que Descartes— con una posición escéptica?

Palabras clave. Montaigne, moral, ética, escepticismo, pensamiento moderno, juicio, êthos, arte de vivir.

 

Summary. Montaigne composes a modern Ethics defined by the exercise of his Auto–critical Thought which, united with a philosophical method, treats the construction of the self as a philosophical “way of doing things”. The reflections tries to answer, simultaneously, two issues: How can he provide himself of an ethics that enables him to lead an ordered and sensible existence, when the human condition is marked by disorder and extravagance? And: How is it possible for him to found a modern ethics —before Descartes— with a sceptical position?

Key words. Montaigne, moral, ethic, skepticism, modern thought, judgment, êthos, art of living

 

Que no se dé atención a las materias,

sino a la manera que yo les doy

Montaigne[1] 

 

Que no se diga que yo no he dicho nada nuevo: la disposición

de las materias es nueva […] Y acaso los mismos

 pensamientos no forman otro cuerpo del discurso por una

 disposición diferente, al igual que las mismas palabras forman

otros pensamientos por su diferente disposición

 Pascal[2] 

 

Desde una metafísica del tiempo o desde una ontología del presente

Cuando los lectores de los Ensayos tienen conciencia de su posición histórica, reconocen que sus preguntas no pueden ser de una naturaleza y unas formas iguales a las de Montaigne; interrogar los Ensayos es una manera de dialogar con su autor y con sus contemporáneos. Esta actitud excluye de entrada la pretensión de imponerles sentidos anacrónicos a sus conceptos y de juzgarlos con el conjunto referencial de una metafísica del tiempo extraña a su región histórica. Desde este horizonte interpretativo, consideramos que en Montaigne, antes que en Descartes, se encuentra una filosofía, con rigor, que sabe que procede del uso de la razón, aunque su manera sea heterodoxa, su centro de gravitación sea la experiencia humana y su finalidad se fije en la construcción subjetiva de su propia felicidad.

Hegel no duda que Montaigne ha liberado su pensamiento de la autoridad teológica ni del despliegue de la gran energía subjetiva de su espíritu. Sin embargo, desde una metafísica de la historia, inscribe a Montaigne, como a Charron, Maquiavelo, Pascal y otros, en lo que denomina “filosofía popular”; clasificación que se define como esfuerzos subjetivos, emocionales, volubles, tergiversados, confusos, donde los pensamientos son como las erupciones de un volcán que se forman en su interior pero son salvajes e irregulares y, por tanto, son poco aptos para entregarse a la paz serena de la ciencia. Ellos “[…] no hacen girar sus investigaciones en torno al gran problema que interesa a la filosofía, ni razonan a base del pensamiento: por eso no pueden ser incluidos propiamente en la historia de la filosofía, sino que pertenecen más bien al panorama de la cultura general y se mueven dentro del marco del sano sentido común”.[3]  Cuando la filosofía se define como “[…] la ciencia objetiva de la verdad, la ciencia de su necesidad, de su conocer reducido a conceptos, y no por un simple opinar o devanar de opiniones”,[4]  Montaigne pertenece al mundo moderno pero no es un filósofo y los Ensayos —como dice Hegel— son: “[…] en parte entretenidos y en parte instructivos”,[5]  pero no una obra filosófica. Montaigne al responder irónicamente a la escolástica, responde por anticipado a un hipotético lector como Hegel cuando se define como: “Nueva figura: un filósofo impremeditado y fortuito”;[6]  y su obra la considera: “Ensayos”, “rapsodia”, “atavío ridículo de tan diversas piezas”, “extravagancia”, “marquetería mal ensamblada”, “revoltijo”, “inepcias”.[7]  El autor de la Fenomenología del espíritu inaugura una tendencia interpretativa que hace de Descartes el “Anfänger” de la filosofía moderna: “Con Cartesio entramos, en rigor […] en una filosofía propia e independiente, que sabe que procede sustantivamente de la razón […] Esta filosofía erigida sobre bases propias y peculiares abandona totalmente el terreno de la teología filosofante […] Con Descartes comienza en efecto, verdaderamente la cultura de los tiempos modernos, el pensamiento de la moderna filosofía […]”.[8]  Al curso y al tono de estas interpretaciones se debe que sólo en la última década del siglo XX, los Ensayos se hayan incluido en el índice de las obras filosóficas; por tanto, no resulta extraño que Montaigne aún ocupe un lugar marginal en la historia de la filosofía; el lugar que Hegel le asignó.

Cuando se sustituye la metafísica de la historia por una ontología de nuestro presente en la historia, las valoraciones se modifican; y entonces se descubre en la asistematicidad de los escritos que los discursos sobre las experiencias humanas, aun caldeados por la subjetividad de las exigencias existenciales, tienen tanto que decir como acaece con los sistemas ortodoxos o metafísicos. Cuando nuestro presente asume que lo que determina el estatuto filosófico de los discursos ya no es la historia del Espíritu Absoluto, o la fundamentación de la razón universal, o las búsquedas absolutas, sino la manera como el pensamiento piensa al pensamiento, Montaigne vuelve a ser un filósofo. Cuando se asume que el filosofar ya no se determina por la interrogación del ser, sino por la manera de las preguntas, Montaigne vuelve a ser un filósofo.

Perteneciendo a una época de incertidumbres y desordenes, signado por los delirios de los pensamientos, la insensatez de los comportamientos, las melancolías y las muertes, el autor de los Ensayos se esfuerza por protegerse de las amenazas de su siglo como condición sine qua non para alcanzar su felicidad, entendida como su propio contento. Cuando la confusión general de las vanidades, las pasiones y las quimeras humanas le niegan las seguridades que su pensamiento y su existencia reclaman, le es necesario investigar los comportamientos humanos y simultáneamente proveerse de una ética amarrada a sus estudios morales. En el desarrollo de sus preocupaciones compone una moral y una ética modernas, una filosofía moderna. Puesto que los términos moral, ética, pensamiento moderno, se han tornado tan confusos y tan profusos, que no hay sentido e interés en los discursos que no encuentren en ellos acomodo, es pertinente hacer dos precisiones. Primera, por moral entendemos lo relacionado con el dominio de los hábitos de los individuos, las maneras de ser de los hombres, los comportamientos humanos, las costumbres y las leyes de los pueblos, es decir, todo aquello que los latinos incluían bajo la palabra mores. Por ética entendemos el conjunto de preocupaciones y trabajos que un sujeto efectúa sobre sí mismo para dotarse deliberadamente de un modo de vivir conforme a sus propias aspiraciones. Segunda, calificar de moderno un pensamiento es una empresa no libre de riesgos, es necesario considerar en qué sentido se es moderno; pues: “¿Qué son los Tiempos modernos y el pensamiento moderno? […] El término “moderno”, ¿tiene en general algún sentido? Siempre se es moderno, en toda época, desde el momento en que uno piensa más o menos como sus contemporáneos y de forma un poco distinta que sus maestros […] Nos moderni, decía ya Roger Bacon […]”.[9]  Cuando nos referimos a una moral y a una ética modernas, consideramos que se definen por el ejercicio del pensamiento, que acompañado de un método, aborda los modos de vivir de los hombres y las construcciones de sí mismo como actos que nacen y terminan en el dominio de —lo que San Agustín llama— “el hombre según el hombre”. El discurrir de la razón se limita a la condición humana plena de contingencias y sin certezas, no se remite a las dimensiones religiosas ni a las formas substanciales para encontrar un fundamento positivo, ni a un determinado y universal summum bonum propio del “Hombre”.[10]  Una filosofía moral y una filosofía ética modernas son el ejercicio de un pensamiento que procede, y que sabe que procede, sobre sí mismo construyendo el mundo de los modos de ser de los hombres como imagen, un pensamiento que piensa el êthos, las mœurs, en el juego de las representaciones. Heidegger escribe, en su conocido texto La época de la imagen del mundo: “La imagen del mundo no pasa de ser medieval a ser moderna, sino que es el propio hecho de que el mundo pueda convertirse en imagen lo que caracteriza la esencia de la Edad Moderna”; “El fenómeno fundamental de la Edad Moderna es la conquista del mundo como imagen. La palabra imagen significa ahora la configuración de la producción representadora…”.[11] 

La felicidad de sí mismo

En el dominio filosófico, desde la Antigüedad hasta el siglo XVIII —al menos—, es común fijar la finalidad de la ética en la construcción de la felicidad, entendida como el contento de sí mismo, puesto que: “No hay quien no quiera, oh hermano Galión, vivir felizmente (Uiuere, Gallio frater, omnes beate uolunt), pero para ver qué es lo que hace la vida feliz, todos andan ciegos; por eso no es nada fácil conseguir una vida bienaventurada hasta el punto de que tanto más se separa de ella quien con más vehemencia la busca, si se equivoca de camino [...]”.[12]  En esta expresión y a su manera, Séneca hace ecos a las diversas doctrinas griegas y romanas que le anteceden. En los pensamientos de Cicerón, Plutarco, los estoicos romanos y San Agustín —leídos por Montaigne—, la empresa capital de la filosofía radica en su sentido práctico, su apuesta se define por la recomposición de las maneras de vivir como condición sine qua non para alcanzar el contento del alma. Los filósofos antiguos y medievales asumen la filosofía como la búsqueda de la sabiduría, como la búsqueda de la Verdad de cuyo desvelamiento dependía la humana felicidad. La eudaimonía se concibe como el efecto de una construcción permanente de uno mismo, construcción de una correspondencia interior entre lo que uno es, lo que uno mismo cree que debe ser y las acciones que efectúa. Acorde con una visión del mundo y una antropología, se define en qué consiste la felicidad, cómo debe ser el sujeto, qué debe hacer y cuáles medios ha de emplear para acceder a ella. El blanco de la filosofía como sabiduría de la vida es el carácter, êthos. Hacer del propio êthos el centro de gravedad de uno mismo, se inscribe en el dominio de la preocupación de sí mismo —para los griegos epimeleia heautou, para los latinos cura sui. Esta preocupación es una forma de fijar la atención en el modo de ser de uno mismo, es una actitud positiva con relación a uno mismo y negativa en relación con los otros; es un desplazamiento de la mirada, un alejamiento de lo exterior y un acercamiento a la propia interioridad, un abandono de la estulticia y una apropiación de uno mismo. El êthos es asumido como susceptible de ser construido o trasformado reflexivamente a través de una serie de prácticas de sí mismo.

En los humanismos del siglo XVI, a partir del diálogo de los pensadores modernos con los filósofos grecorromanos, se actualizan las antiguas preocupaciones por las propias maneras de vivir. La felicidad, percibida como beatitud del alma, es pensada por la filosofía del Renacimiento como la tranquilidad y la libertad de uno mismo; un alma al no estar estremecida por violentas pasiones, ni agitada por agudas preocupaciones, ni constreñida por las cuestiones externas o por los vicios, se puede considerar en el gozo de la beatitud y de la libertad. Pero, en este contexto las concepciones del mundo, del bien, de la ciencia y del hombre no son las mismas de otrora. Para Montaigne, en coherencia con el Zeitgeist del siglo XVI, el mundo es permanente movimiento y agitación, todas las cosas son “apariencias puras”, nada subsiste ni permanece. La signatura de la condición humana es la inanidad y la ridiculez; el hombre sólo es un movimiento imperfecto e inconstante, ésa es su explicación, su universalidad y las causas de su condición. Cuando el hombre se mira a sí mismo, la razón en el ejercicio de la autoconciencia crítica y la sensibilidad en sus desasosiegos, lo perciben vano, necio, sin conocimiento, menesteroso: “[...] el escrutador sin conocimiento, el magistrado sin jurisdicción, y después de todo el bufón de la farsa”.[13] 

En la vida ni existen, ni son necesarias grandes causas para moverse o agitarse, no es necesario ocuparse de lo universal para encontrar la génesis del dolor y de la alegría, la imaginación y las pasiones humanas son suficientes para producir toda la locura posible.[14]  A los hombres ligeros vientos, y no grandes tormentas, les son suficientes para arrastrarlos y llevar sus almas a perder el gobierno de sí mismas: “[…] pues poca cosa nos tiene”.[15]  Los tonos de la voz, los rápidos recuerdos, las libres asociaciones, los afligen sin que pese o penetre ninguna verdadera y sólida esencia. Para el hombre no existe perfección alguna ni plenitud completa; el desorden, la inconstancia, el desconocimiento de sí mismo, la insatisfacción con lo propio, son las marcas de su condición: “Yo que me jacto de abrazar con tanto cuidado los bienes de la vida, y tan particularmente, no encuentro en ella, cuando miro así finamente, más o menos que viento. Pero qué, no somos más que viento. Y aún el viento, más sabiamente que nosotros, le gusta susurrar, agitarse, y se contenta en sus propias funciones, sin desear la estabilidad, la solidez, cualidades no propias”.[16]  La inconstancia y la insatisfacción están en la génesis de las permanentes agitaciones humanas y de los delirios. Es insensato aplicar el pensamiento para dar cuenta de lo universal que se conduce sin la necesidad del concurso humano, ya es demasiado para cada hombre conocerse y ordenarse a sí mismo.[17]  La condición humana está impregnada de vanidad y presunción, de ahí nacen las preocupaciones de conocer y de dominar el mundo, de abarcar más allá del alcance de los brazos. Esta mirada de la condición humana no hunde a Montaigne en la espesa niebla de la melancolía ni de la apatía, sino que lo arroja a asumir la existencia como acción nunca terminada, como un movimiento irregular.[18]  Su pensamiento, fijo en el mundo de “el hombre según el hombre”, al no remitir al Ser ni a un orden eterno, cede su lugar al accidente; la contingencia deviene como fundamento y materia de la existencia humana. Todo fin trascendental dado a la vida, ahora resulta extraño y arbitrario, todo sentido que trascienda el vivir es una quimera de la razón y una presunción del alma; ir más allá es abandonar lo real para caer en el infinito campo de los delirios.[19] 

Montaigne, al volver su mirada sobre su pensamiento, renuncia a las pretensiones de encontrar una verdad absoluta, clara y distinta, o a construir un sistema de pensamiento determinado por la seguridad de los presupuestos. Koyré escribe: “[…] él ensaya replegarse sobre sí mismo y de encontrar en él mismo el fundamento de la certidumbre, los principios firmes del juicio […] no es por su falta si […] no encuentra nada. Nada más que la incertidumbre y el vacío. Nada más que finitud y moralidad […] Los Ensayos no son un tratado del desespero. Ellos son un tratado de la renuncia”.[20]  Es con esa “finitud” y con esa “moralidad”, subvaloradas por Koyré, que Montaigne construye su pensamiento y su ética positiva. Sobre la base de lo contingente y de las inseguridades, es decir, con las incertidumbres que el juicio encuentra en sí cuando se juzga a sí mismo, él elabora una filosofía de la condición humana, donde la vida práctica, aunque sin certezas se provee de los referentes necesarios para la acción. A diferencia de las lecturas que ponen el inicio del pensamiento moderno en las ciencias y en las seguridades que se da a sí misma la razón, consideramos que la revolución en el campo de las investigaciones se produce primero en los dominios de la moral y de la ética y con las inseguridades que la razón encuentra en sí misma. El escepticismo, incluyendo su epojé, no es la parálisis del pensamiento filosófico, él es el motor de una manera del pensamiento que se ejerce en una apuesta sin fin mediante el ensayo.

Erradicadas las formas substanciales del mundo y de los discursos, el pensamiento ético de Montaigne se determina por la manera: “Que no se dé atención a las materias, sino a la manera que yo les doy”.[21]  La gravedad de todas las elaboraciones humanas, populares o filosóficas, se ejerce sobre las maneras y no sobre las substancias ni las materias. El pensamiento del autor de los Ensayos es una filosofía de la manera; aquí subyacen los fundamentos de su modernidad. El nuevo topos del sujeto se mira como una manera construida; el filósofo de los Ensayos moviéndose en una línea límite anuncia una modernidad[22]  que no es la de Habermas, la conciencia de la discontinuidad del tiempo,[23]  y sí la de Baudelaire[24]  y de Foucault:[25]  modernidad como un modo de ser que, sin seguridades posibles, consiste en un reinventarse permanentemente el propio modo de ser, êthos.

Si la naturaleza de la vida se define por sus movimientos permanentes e irregulares y la condición humana por su contingencia e inanidad, la felicidad de cada hombre depende sólo de las maneras de sus acciones y de su vida. Con una formación humanista, iniciada desde sus primeros años, el filósofo del Périgord hace de sus propias maneras de vivir, mœurs o êthos, el blanco de sus preocupaciones. Por tanto, investigar a los hombres es una urgencia existencial: “[...] en el estudio que yo hago, del cual el tema es el hombre [...]”; “Los historiadores son mi bola recta [...] el hombre en general (l´homme en general), de quien yo busco el conocimiento, aparece más vivo y más entero que en ningún otro lugar [...]”.[26]  El interés de Montaigne por estudiar a “l´homme en gros” está en función de la recomposición de sí mismo: “Nada hay por lo que yo quiera romperme la cabeza, ni siquiera por la ciencia, cualquiera que sea su precio [...] si estudio, yo sólo busco la ciencia que trata del conocimiento de mí mismo y que me instruya para bien morir y para bien vivir [...]”.[27]  Sus estudios morales están en función de su êthos; mas no se trata en ningún caso de apropiar una doctrina ni un conjunto de prescripciones con validez incondicionada para cualesquier hombres y en cualesquier circunstancias. A diferencia de la tradición filosófica, excluye todo paradigma comportamental; cada hombre ha de construir sus referentes desde su condición particular, desde su propia subjetividad.

En el pensamiento de Montaigne, la construcción de sí mismo —la ética—[28]  está convocada para alcanzar su propio contento: “Componer nuestras maneras de vivir (moeurs) es nuestro oficio, no componer libros, y ganar, no batallas ni provincias, mas sí el orden y tranquilidad de nuestra conducta. Nuestra grande y gloriosa obra maestra es vivir de acuerdo con nuestro propósito. Todas las otras cosas, reinar, atesorar, construir, no son más que apéndices y adminículos a lo más”.[29]  La “grande y gloriosa obra maestra”[30]  consiste en una construcción ordenada, permanentemente y en correspondencia con los propios propósitos. Para el humanista Montaigne, lector de Séneca, Plutarco y conocedor de Epicteto, el vivir deliberadamente de acuerdo con los propósitos subjetivos, es la finalidad última y propia de cada hombre: “Pues el fin, creo yo, es siempre uno, el de vivir más a nuestras anchas y a nuestro gusto”.[31]  Esta finalidad demanda componer los comportamientos —proveerse de un orden.[32]  El sujeto se convierte en agente ético al asumir su êthos, su manera de vivir, como una materia a moldear por sí mismo para alcanzar su propio contento; el agente ético empieza cuando toma conciencia y posesión de sí mismo, de su subjetividad.

 

La formación del êthos

Formar el êthos, êthopoiein, es la recomposición de las propias maneras de vivir y nunca la recuperación de una forma substancial velada por la tiranía de las pasiones o por la mácula del pecado. Esta poiesis de las “moeurs” no es silvestre, reclama una construcción personal e intransferible, una serie de conocimientos, técnicas y practicas de sí mismo, un arte de vivir.[33]  Montaigne expresa:

Mi arte y mi industria han sido empleados para hacerme valer por mí mismo; mis estudios, para enseñarme a hacer, no a escribir. Yo he puesto todos mis esfuerzos en formar mi vida; he aquí mi maestría y mi obra. Soy menos hacedor de libros que de ninguna otra tarea.[34]  Mi oficio y mi arte es vivir.[35] 

En estas expresiones, y usando los términos: arte, industria, maestría, obra, oficio, Montaigne identifica su acción de vivir con su oficio, con su ocupación. El ocio y la libertad, que se da con su retiro de los cargos públicos, le evitan la fastidiosa tarea —tan común en nuestras sociedades— de efectuar múltiples actividades como medios para luego poder aplicarse a sí mismo; todos sus intereses, esfuerzos y conocimientos se aplican a construir su vida como lo más propio, como su obra capital.

El arte de vivir de Montaigne es inédito, aunque presente similitudes con el antiguo y con el desarrollado a partir del siglo XIX por Baudelaire, Nietzsche y en el siglo XX por Foucault. La filosofía antigua es la posibilidad de las semejanzas; pero la manera histórica del pensamiento es la posibilidad de las diferencias. Escribe Nietzsche:

En lo que concierne a la praxis, yo considero a las diferentes escuelas morales como laboratorios experimentales en los que se han practicado a fondo y se han pensado hasta el final un número considerable de recetas del arte de vivir: los resultados de todas las escuelas y de todas sus experiencias nos llegan con legítima propiedad. No tendremos escrúpulos en adoptar una receta estoica, bajo el pretexto que hemos antes sacado provecho de recetas epicúreas.[36] 

Para el autor de los Ensayos, dada la inanidad de la condición humana y la ausencia de toda certeza, el arte de vivir no se erige sobre lo bueno, lo malo y lo indiferente, como categorías universales que determinen a priori las formas de vivir. No está amarrado a la noción cristiana del bien y del mal, ni a la noción antigua del bien determinado por un orden del mundo, physis o natura. Su noción filosófica de lo bueno se agota en el dominio de la condición humana o, para decirlo con más precisión, en el dominio de sí mismo, en su propia condición constituida por “la madre naturaleza” y por sus costumbres. El arte de vivir es un proceso permanente de desconstrucción–construcción a través del permanente ensayarse, probarse. El arte de vivir atiende a la necesidad de hacer una plástica subjetiva, intransferible y nunca acabada.[37] 

Para Montaigne, el arte de vivir es el arte del uso del juicio y de la voluntad aplicado a las maneras de vivir. La tranquilidad del alma es un efecto que se alcanza cuando el juicio examina y traza adecuadamente el camino a seguir y la voluntad tiene la aplicación necesaria para perseguir lo deseable o para alejarse de lo indeseable, de acuerdo con las valoraciones del juicio.[38]  Pero, si el arte de vivir es una práctica personal e intransferible, correspondiente al êthos del sujeto practicante, ¿cuál es el estatuto del juicio y de su ejercicio en el arte de vivir?

El escepticismo, asumido como una posición del pensamiento, incluye el uso del juicio en el arte de vivir; el juicio está circunscrito en los límites de la contingencia humana. Montaigne es uno de los herederos de la separación fe–razón; cuando el hombre no puede comprender al Creador, ni a su creación, la razón y el juicio ruedan sin certezas:

[...] la razón va siempre torcida, y coja, y derrengada, y con la mentira como con la verdad [...] Yo siempre llamo razón a esta apariencia de discurrir que cada uno forja en sí: esta razón, de cuya condición puede haber cien contrarias alrededor de un mismo tema, es un instrumento de plomo y de cera, alargable, plegable y acomodable a todos los sesgos y a todas las medidas; sólo se necesita la suficiencia de saberlo contornear.[39] 

La razón ya no puede establecer la verdad ni es verdad, es incapaz de diferenciar las apariencias de la verdad, incapaz de determinar las apariencias como apariencias y las verdades como verdades.[40]  En el siglo XVI, la autoconciencia crítica del hombre ve los delirios y las extravagancias en las producciones de la razón; las representaciones de la locura, del teatro del mundo y de la melancolía, son metáforas y realidad. Sin embargo, al origen del juicio —como al resto de las facultades del alma— se le sigue otorgando un fundamento ontológico aunque se desdibuje con el uso de ellas y con las costumbres. El juicio es una facultad natural común a todos los hombres; las diferencias entre un hombre y otro no son significativas: “Se dice comúnmente que la más justa partición que la naturaleza nos ha hecho de sus gracias, es esto del juicio: puesto que no hay ninguno que no se contente con lo que ella le ha distribuido. ¿No tiene esto razón? Quien viera más allá, vería más allá de su vista”.[41]  Montaigne al examinar la proposición: “¿[...] quién pensó alguna vez carecer de juicio?”, encuentra que el mal juicio se anula con su reconocimiento, pues es una enfermedad que jamás existe si ella misma se ve: “[...] la primera mirada del paciente la atraviesa y la disipa, como un rayo de sol a una neblina; acusarse sería excusarse en este tema; y condenarse, sería absolverse”.[42]  Lógicamente ningún hombre careciendo de buen juicio puede reconocer su falta de juicio; su reconocimiento es evidencia de buen juicio. No hay zapatero ni mujerzuela que no reconozcan tener el suficiente juicio por sus propios recursos, mientras en el saber, las riquezas, la fuerza, la belleza, etc., se pueden reconocer profundas diferencias y carencias.[43]  Si el juicio es similar en todos los hombres, ¿dónde radica la fuente de las equivocaciones? Por naturaleza, los hombres en general nacen con buen juicio; mas las costumbres[44]  y la estulticia desfiguran su capacidad. Es con el uso que el juicio se vuelve un instrumento extravagante y necio.

 El autor de los Ensayos cree tener un buen juicio, sin embargo, los insensatos, los apasionados y los melancólicos consideran lo mismo. Con base en sus presupuestos ontológicos y antropológicos, Montaigne no necesita buscar si nació con buen juicio, mas sí le es necesario examinar, probar, ensayar si hace un buen uso de él. En el uso no existe ontología ni presupuesto alguno, aquí reina la manera; el uso del juicio es contingente y atado a la individualidad de cada hombre. Si Kant lleva la razón ante el tribunal de la razón misma para establecer sus límites, Montaigne lleva su juicio ante el tribunal de su juicio mismo para valorar su uso. Si el juicio ha de juzgar el uso del juicio y el escepticismo ha dejado sin criterio de verdad al pensamiento, ¿cómo el juicio juzga al juicio? Cristiano de fe y católico por tradición, Montaigne, como San Agustín, considera que la presunción es la madre y la hija de todas las extravagancias del juicio y de la voluntad; luego, el referente para juzgar al juicio, el juicio lo construye a partir de la pasión del amor propio, que siempre muestra una imagen falseada, puesto que presenta la realidad del sujeto mejor de lo que es. Al haber hecho de sí mismo el centro de sus preocupaciones, el exmagistrado de Bordeaux se profesa una particular afección, que podría alterar la realidad de sus elaboraciones y disposiciones. Sin embargo, el efecto ha sido al contrario; por tanto, al acusarse se excusa y al condenarse se absuelve:

[...] las opiniones buenas y sanas; ¿Mas quién no cree otro tanto de las suyas? Una de las mejores pruebas que yo tengo, es la poca estima que yo hago de mí: puesto que si ellas no hubiesen estado bien aseguradas, se hubiesen fácilmente dejado engañar por la afección singular que yo me tengo, como aquella que lleva casi todo a mí [...] Y mis opiniones las encuentro infinitamente atrevidas y constantes a condenar mi insuficiencia. Realmente, también es un objeto en el que ejercito mi juicio más que en ningún otro. El mundo mira siempre al frente; yo repliego mi vista en el interior, yo la planto, yo la ocupo allá. Cada cual mira al frente; yo miro dentro de mí...[45] 

Montaigne encuentra el criterio de verdad en la torsión de la amenaza misma, tal como lo hace San Agustín para derrotar el escepticismo; si me engaño es verdad que existo porque me engaño.[46]  Varios pensadores y escritores del siglo XVII, frente a la necesidad de encontrar un punto firme en medio de las amenazas arrastradas por la falta de certezas y de criterios, siguen los modos del autor de Contra Académicos y del autor de los Ensayos. En la novela de Cervantes, Don Quijote encuentra su realidad en los libros de caballeros; un libro narrado en el mismo libro cuenta su historia y cuando él mismo lee su propia historia en su propio libro, encuentra la evidencia de su realidad, por tanto, en adelante ha de ser fiel al relato para no desmentir su verdad y su destino. En el teatro de Shakespeare, Hamlet a través de la representación de una obra de teatro —que representa la misma obra— encuentra en las reacciones del fratricida rey y de la infiel madre —que al mismo tiempo son los personajes representados y los personajes espectadores— la evidencia de que el Espectro no lo engaña al narrarle lo acontecido. Descartes, en el Discurso del Método, encuentra una primera evidencia de su existencia a través de la duda; en las Meditaciones, el pensamiento encuentra la evidencia de su existencia en que mientras “pienso, existo”.

Montaigne en todo el corpus de su obra considera el juicio como un instrumento. En 1572, apenas iniciada la escritura de los Ensayos, aparece la definición del juicio que se conserva sin alteraciones en todo el texto: “El juicio es un utensilio para todos los temas y que se mezcla con todo”.[47]  El pensador francés al definir el juicio como un instrumento, asume las consecuencias; el valor del juicio, y de sus producciones, se determina exclusivamente por el uso discrecional que cada individuo hace de él. Con una ontología que fundamenta el origen y con una antropología que fundamenta su uso, Montaigne —como Charron y otros pensadores de los siglos XVI y XVII— considera el juicio como una parte del entendimiento.[48]  El juicio tiene su propio juego en su propio reino, pero es incapaz de transformar las otras partes que constituyen al hombre: “[...] [el juicio] deja mis apetitos ir a su tren [...] sin alterarse ni corromperse. Si no puede reformar las otras partes según él, al menos no se deja deformar por ellas; él hace su juego aparte”; “Cambian mis afecciones; no mi juicio [...] y soy tan celoso de la libertad de mi juicio, que difícilmente la puedo dejar por pasión alguna”.[49]  La misma debilidad del juicio se vuelve una fortaleza a través de su buen uso; si no puede cambiar las otras partes del hombre, su atento cuidado lo puede preservar de ser alterado por las pasiones de las otras piezas.

La función propia del juicio es examinar y sopesar todas las cosas considerando las razones en favor y en contra, buscando lo verosímil, de aquí se infiere que su mejor estado es su libertad, es decir, su indiferencia frente a lo que examina.[50]  Expresa Montaigne:

A pesar que yo he sido formado tanto como se ha podido para la libertad y para la indiferencia [...].[51] 

Yo sé bien sostener una opinión, mas no elegirla.

Puesto que en las cosas humanas, cualquiera que sea la banda hacia la que nos inclinemos, se presentan fuertes apariencias que nos la afirman […] cualquiera que sea el lado hacia el que me vuelva, yo me suministro siempre bastantes causas y verosimilitudes para mantenerme en él. Así yo sostengo en mi pensamiento la duda y la libertad de elegir, hasta que la ocasión me apremie [...].

La incertidumbre de mi juicio está tan igualmente balanceada en la mayor parte de ocurrencias [...].[52] 

La indiferencia del juicio se entiende como su libertad frente a las pasiones y las perturbaciones, la función propia y única del juicio es juzgar. Cuando el juicio encuentra lo verosímil, lo acoge no como una determinación verdadera a la que se amarre dogmáticamente, sino que lo asume como algo plausible y conservando siempre la posibilidad de modificarse frente a nuevas razones contrarias. Dada la privación humana de acceder a la verdad absoluta, el hombre sólo ha de prestar una frágil adhesión a lo plausible desde la mirada de “el hombre según el hombre”. La libertad del juicio como indiferencia en su acción de juzgar es una posición del pensamiento escéptico.

En la recomposición de las propias maneras de vivir, el juicio se acompaña de la voluntad,[53] como señalamos anteriormente. La voluntad es la acción de extenderse a lo que el entendimiento señala, es decir, la fuerza que amarra el alma a las cosas y que las hace objeto de persecución o de huida. El entendimiento delibera y resuelve el camino a seguir; mientras la voluntad ha nacido para seguir el entendimiento como su guía, su antorcha.[54]  Si la libertad del juicio es indispensable en la construcción de la felicidad, la libertad de la voluntad no lo es menos. Un hombre para alcanzar su tranquilidad debe preservar la libertad de su voluntad cuidándola de las amenazas de las pasiones. Los dos preceptos capitales para conservar libre la voluntad son: no amarrarse a nada externo a sí mismo y desear levemente pocas cosas. Todo lo externo a sí mismo deviene extraño al alma, todo lo externo depende más del azar y de las circunstancias de otros hombres que del gobierno que uno mismo pueda instaurar para su manejo. Esta libertad de la voluntad, de aire estoico, demanda a los hombres ocuparse de lo que depende de uno mismo y conservar la indiferencia frente a lo contrario. Cuando la voluntad se amarra a uno mismo se encuentra unida a lo menos inseguro, toda atadura con alguien diferente a uno mismo es una enajenación, una esclavitud. De manera similar, si se desean muchas cosas externas a uno mismo, la voluntad queda comprometida en su persecución y si ello se hace con la fuerza de las pasiones, la voluntad pierde su libertad; es necesario ir moderadamente y con la brida en la mano.

La pérdida de la libertad de la voluntad conlleva a la pérdida de la libertad del juicio, que se torna sesgado por su inclinación y su fuerza. Cuando la voluntad persigue algo con ciega vehemencia, lleva al entendimiento a atribuirle a los objetos, a las circunstancias, cualidades falsas.[55]  Mientras la voluntad siga la luz del entendimiento —siempre y cuando se haga un buen uso de él— las posibilidades de extraviarse en la vida se menguan. Un alma que desea poco y ligeramente, se pertenece a sí misma, mora y reina en ella coronándose con su propia libertad. Para Montaigne, la libertad es una práctica circular; al igual que los deseos, la libertad debe tener el principio y el fin en uno mismo, si se extiende más allá de nuestra posesión se expone a los golpes de la adversidad: “La carrera de nuestros deseos debe estar circunscrita y restringida al corto límite de nuestros bienes más próximos y contiguos; y, además, debe su curso ser manejado no en línea recta con meta en otro lugar, sino en redondo de tal manera que las dos puntas se tengan y se terminen en nosotros tras un breve contorno”.[56]  El autor de los Ensayos elige ser libre y para preservar su libertad lucha agónicamente contra todas las pasiones que lo pueden enajenar de sí mismo, contra todo aquello que le puede impedir pertenecerse sólo a sí mismo. Él hace de su libertad el efecto de una relación política del alma consigo misma: “Yo no he tenido necesidad más que de la capacidad de contentarme, que por tanto es un ordenamiento del alma, entendiendo bien, igualmente difícil en todo tipo de condición [...]”.[57]  Montaigne le hace eco al Enquiridión: “De lo que existe, unas cosas dependen de nosotros, otras no”;[58]  uno mismo es lo menos ajeno para uno mismo:

En comparación con el común de los hombres, pocas cosas me conmueven, o, por mejor decir, me tienen; pues es conforme a la razón que ellas nos conmuevan, con tal que no nos posean [...] Yo me caso, y me apasiono [...] con pocas cosas [...] Tanto como yo puedo, yo me empleo todo en mí [...] Mas a las afecciones que me distraen de mí mismo y me amarran a otra cosa, a aquellas ciertamente yo me opongo con toda mi fuerza. Mi opinión es que se necesita prestar a otro y no darse más que a sí mismo. Si mi voluntad se encontrara fácil a hipotecarse y a aplicarse, yo no lo resistiría [...].[59] 

En la construcción de la propia felicidad, el uso del juicio y el ejercicio de la voluntad se acompañan de un método: el ensayo. Para Montaigne la filosofía sigue siendo la búsqueda de la sabiduría de la que depende la humana felicidad; pero la sabiduría ya no es la búsqueda de la Verdad, sino de las opiniones, fantasies, de uno mismo y de otros: “Si filosofar es dudar, como dicen, con mayor razón necear y fantasear (niaiser et fantastiquer), como yo hago, debe ser dudar”.[60]  Filosofar es un ejercicio que sin seguridades efectúa el espíritu y cuya finalidad es mostrar el camino a la voluntad. Filosofar es buscar y crear opiniones siempre sin certezas y siempre con la disposición de sustituirlas cuando el juicio desvela sus imposturas; filosofar es probar, es ensayar: “Si mi alma pudiera fijarse, yo no me ensayaría, yo me resolvería: ella está siempre en aprendizaje y en prueba”.[61] Ensayar o filosofar es el trabajo que hace el espíritu sobre sí mismo, tomando la condición humana como su propio speculum en el juego nunca acabado de las opiniones, es decir, que filosofar o ensayar es una ascesis y una experiencia de sí mismo que tiene como fin último efectuar modificaciones en las disposiciones, en el carácter del sujeto practicante: “Mi filosofía está en acción […]”.[62]  Los ensayos como prácticas de sí mismo sin certezas metafísicas, son la manera moderna[63]  de las antiguas ascesis de sí mismo, siempre vinculadas directa o indirectamente con una metafísica.

“Montaigne es el primer autor que llama su libro Ensayos”,[64] el título rebasa una categoría literaria para alcanzar el estatuto de método filosófico y práctica de sí mismo. El término ensayo, essai, procedente de la palabra latina exagium, en el siglo XVI cuenta entre sus acepciones sopesar, examinar, probar, ejercitar, correr un riesgo, intentar, aprendizaje, tentativa, experiencia, acepciones presentes en la obra de Montaigne. El ensayo es un método filosófico con valor en el dominio práctico, el ensayo es una práctica de sí mismo conducente a la transformación del carácter: “[...] él reserva voluntariamente ‘ensayo’ (y ‘ensayar’) para designar su método intelectual, su estilo de vida, su experiencia de sí”.[65] 

El pensamiento de Montaigne, al refutar toda pretensión humana de alcanzar un conocimiento universal, o una verdad absoluta, o una esencia, excluye toda posibilidad de definir sustancialmente al hombre y de establecer un modelo —un “deber ser”— para alcanzar la felicidad. Desde esta mirada se comprende que las nociones de sabiduría, filosofía, felicidad, son asumidas desde “el hombre según el hombre”; la felicidad es la humana felicidad, pensada y accesible humanamente:

Tanto más dios eres cuanto más hombre te reconoces. Es una absoluta perfección, y como divina, saber gozar lealmente de su ser […] Las más bellas vidas son, a mi parecer, aquellas que se conforman al modelo común y humano, con orden, mas sin milagro y sin extravagancia.[66] 

De las opiniones de la filosofía, yo abrazo más voluntariamente aquellas que son más sólidas, es decir, las más humanas y nuestras; mis razonamientos son, conformes a mis maneras de vivir, bajos y humildes.[67] 

Montaigne, no sin ironía, dice que su filosofar se corresponde con su êthos —con un êthos humano— bajo y humilde. Sólo se puede hablar de un êthos bajo y humilde después de hacer una comparación con uno elevado y presuntuoso; el êthos pretencioso corresponde a la soberbia filosófica, a aquella filosofía que en sus fantasías ha imaginado modos de ser sobre–humanos: “Ellos desean ponerse fuera de ellos y escapar al hombre. Esto es locura [...] Y de las ciencias, aquellas que parecen más terrestres y bajas son las más altamente elevadas. Y yo no encuentro nada tan bajo y tan mortal en la vida de Alejandro que sus fantasías alrededor de su inmortalización”.[68]  Lo más sólido de la filosofía es lo más humano, lo más nuestro, aquello que nos toca y se refiere a nosotros. Montaigne construye el êthos, moeurs, como una “manera filosófica”.

 


* Este texto se ha construido con algunas de las elaboraciones surgidas de la investigación para mi tesis doctoral “Michel de Montaigne. Escepticismo y libertad: una moral y una ética modernas”, Instituto de Filosofía, Universidad de Antioquia, febrero de 2006.

[1] Montaigne, II, X, A, p. 408. Todas nuestras citas de los Ensayos provienen de: Montaigne. Les Essais. (Édition par Pierre Villey, conforme au texte de l’exemplaire de Bordeaux avec les additions de l’édition posthume. Sous la direction et avec une préface de V.L. Saulnier). 3eme édition corrigée. Paris, Presses Universitaires de France, 1999. En adelante, las citas de esta obra las designo con “Montaigne”. La primera cifra identifica el volumen; la segunda, el ensayo; y la tercera, la página. Las letras mayúsculas que preceden a los números de las páginas, indican las ediciones de los Ensayos preparadas por Montaigne: la letra “A” designa la edición de 1580; la letra “B”, la edición de 1588; la letra “C”, la edición póstuma de 1595. La combinación de varias letras designa un pasaje conformado o intervenido en las ediciones que las letras presentes indican. Las traducciones de los Ensayos son nuestras; de igual manera lo son las citas de las obras citadas en ediciones en lengua no castellana, salvo que se indique lo contrario.

[2] Pascal, Blaise. Pensées. Texte établi par Léon Brunschvicg. Paris, GF Flammarion, 1976, 22–696, pp. 54–55.

[3] Hegel, G.W. Lecciones sobre la historia de la filosofía. Vol. 3, Trad. Wenceslao Roces. México, Fondo de Cultura Económica, 1955, p. 191.

[4] Ibid., Vol. 1, Introduction, p. 18.

[5] Ibid., Vol. 3, p. 191.

[6] Montaigne, II, XII, C, p. 546.

[7] Ibid., II, XVII, C, p. 662; I, XIII, A, p. 48; II, XXXVII, A, p. 758; II, VIII, C, p. 385; III, IX, C, p. 964; III, XIII, B, p. 1079; II, XXXVII, C, p. 783; II, VIII, A, p. 385.

[8] Hegel, Op. cit., Vol. 3, p. 252.

[9] Koyré, Alexandre. “La pensée moderne”, en: Études d’histoire de la pensée scientifique. Paris, Gallimard, 1973, p. 16.

[10] Pascal, uno de los más agudos lectores de Montaigne, dice que él: “[...] hace profesión de la religión católica [...] Mas como ha deseado buscar aquella moral dictada por la razón sin la luz de la fe, ha puesto sus principios en esa suposición; y así, considerando al hombre desposeído de toda revelación, discurre [...] Pone todas las cosas en una duda universal, y tan general que esta duda se lleva a sí misma, es decir, que duda si él duda, y dudando igualmente de esta última proposición, su incertidumbre rueda sobre ella misma en un círculo perpetuo sin reposo [...]”. Ver: Pascal, Blaise. Entretien avec M. de Saci sur Epictète et Montaigne avec une introduction historique et philosophique par Jean Guitton. Paris, Aubier Éditions Provençales, 1946, pp. 99–101.

[11] Heidegger, Martin. “La época de la imagen del mundo”, en: Caminos del bosque. Trad. Helena Cortés y Arturo Leyte. Madrid, Alianza Universidad, 1997, p. 89, 92.

[12] Séneca, Lucio Anneo. “De la vida Bienaventurada”, en: Tratados morales. De la vida bienaventurada, De la tranquilidad del ánimo, De la brevedad de la vida. Edición bilingüe, introducción, versión española y notas por José M. Gallegos Rocafull. México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1944, Vol. 1, I, 1, p. 6.

[13] Montaigne, III, IX, B, pp. 1000–1001.

[14] “No es necesaria causa alguna para agitar nuestra alma: una fantasía sin cuerpo y sin tema la gobierna y la agita. Cuando me lanzo a hacer castillos en el aire, mi imaginación me forja los beneplácitos y placeres de los cuales mi alma está realmente cosquilleada y alegre. ¡Cuántas veces turbamos nuestro espíritu de cólera o de tristeza por tales sombras, y nos insertamos en las pasiones fantásticas que nos alteran el alma y el cuerpo! ¡Qué muecas confusas, de asombro, risotadas, producen los delirios en nuestros rostros! ¡Qué estremecimientos y agitaciones de los miembros y de la voz! […]”, Ibid., III, IV, B, C, B, p. 839.

[15] Ibid., III, IV, B, p. 836.

[16] Ibid., III, XIII, C, pp. 1106–1107.

[17] “Nosotros embarazamos nuestros pensamientos de lo general y de las causas y conductas universales, que se conducen muy bien sin nosotros, y dejamos atrás nuestro hecho y Michel, que nos toca todavía más de cerca que el hombre”, Ibid., III, IX, C, p. 952.

[18] “La vida es un movimiento material y corporal, acción imperfecta por su propia esencia, y desarreglada […]; yo me empleo a servirla según ella”; “Yo deseo que se actúe y que se alarguen los oficios de la vida tanto como se pueda, y que la muerte me encuentre plantando mis coles, pero indiferente a ella, y más a mi propio jardín imperfecto”. Cf. Ibid., II, IX, C, p. 988; I, XX, A, C, p. 89.

[19] “Yo no lo emprendo [el viajar] ni para volver ni para terminarlo; yo emprendo solamente el moverme, mientras el movimiento me place. Y me paseo para pasearme [...] Mi proyecto de viaje es divisible por todo: no está fundado en grandes esperanzas; cada jornada hace su fin; y el viaje de mi vida se conduce igual”; “Yo vivo del día a la jornada; y, hablando con respeto, no vivo más que para mí: mis propósitos se terminan allí”. Cf. Ibid., III, IX, B, C, B, pp. 977–78; III, III, B, p. 829.

[20] Koyré, Alexandre. “Entretiens sur Descartes”, en: Introduction à la lecture de Platon suivi de Entretiens sur Descartes. France, Gallimard, 2004, p. 179.

[21] Montaigne, II, X, A, p. 408.

[22] No sin razón, Foucault expresa: “Yo creo que es necesario comprender bien la importancia histórica que puede tener esta figura prescriptiva del retorno a sí, y sobre todo su singularidad en la cultura occidental […] creo que es necesario también señalar que el tema del retorno a sí mismo ha sido, sin duda, a partir del siglo XVI, un tema recurrente en la cultura “moderna” [...] Yo pienso que es necesario releer a Montaigne en esta perspectiva, como una tentativa de reconstruir una estética y una ética de sí mismo. Pienso que se podría también retomar, un poco en esta perspectiva, la historia del pensamiento del siglo XIX [...] se puede releer toda una zona del pensamiento del siglo XIX como la tentativa difícil, una serie de tentativas difíciles para reconstituir una ética y una estética de sí […] por ejemplo, a Stirner, Shopenhauer, Nietzsche, el dandismo, Baudelaire, la anarquía, el pensamiento anarquista [...]”. Cf. Foucault, Michel. “Cours du 17 février 1982”, en: L’Herméneutique du sujet. Cours au Collège de France. 1981–1982. Édition établie sous la direction de François Ewald et Alessandro Fontana, par Frédéric Gros. Paris, Gallimard–Seuil, 2001, pp. 240–241.

[23] Dado el Zeitgeist del siglo XVI, la imagen del tiempo, de la historia, no le permitirían a Montaigne acceder a plantearse un sujeto amarrado a una “conciencia de la discontinuidad del tiempo”.

[24] “Así va, corre, busca. ¿Qué busca? De seguro que este hombre, tal como lo he dibujado, este solitario dotado de una imaginación activa, moviéndose siempre de un extremo a otro del gran desierto de los hombres, tiene una meta más elevada que la del simple paseante (Flâneur), un designio más general, diferente del placer fugitivo de la circunstancia. Busca ese algo que se nos permitirá llamar modernidad, pues no encuentro palabra más adecuada para expresar la idea en cuestión. Se trata, para él, de extraer de la moda lo que pueda contener de poético dentro de lo histórico, de sacar lo eterno de lo transitorio... La modernidad es lo transitorio, lo fugitivo, lo contingente [...]”. Cf. Baudelaire, Charles. “Le peintre de la vie moderne”, en: Baudelaire, Œuvres complètes. Textes établis, présentés et annotés par Claude Pichois. Paris, Gallimard, 1976, pp. 694–695. La traducción es de Álvaro Rodríguez: El pintor de la vida moderna. Santafé de Bogotá, El Áncora Editores, 1995, pp. 43–44.

[25] “[…] me pregunto si no se puede considerar la modernidad más como una actitud que como un período de la historia. Por actitud, yo quiero decir un modo de relación respecto a la actualidad; una elección voluntaria hecha por algunos; en fin, una manera de pensar y de sentir, una manera también de actuar y de conducirse que, a la vez, marca una pertenencia y se presenta como una tarea. Un poco, podría ser, como lo que los griegos llamaban un êthos [...]”, Foucault, “Qu’est–ce que les Lumières?”, en: Dits et écrits II, 1976–1988. Edition établie sous la direction de Daniel Defert et François Ewald avec la collaboration de Jacques Legrange. Paris, Gallimard, 2001, Vol. 2, 339, p. 1387. En el mismo texto, Foucault, usa el ejemplo del dandy, que toma de Baudelaire, como ilustración de la modernidad como actitud: “[…] el ascetismo del dandy que hace con su cuerpo, de su conducta, de sus sentimientos y pasiones, de su existencia misma, una obra de arte”. Ver: Ibid., Vol. 2, 339, p. 1390.

[26] Montaigne, II, XVII, A, p. 634; II, X, A, C, A, p. 416. Las palabras de Montaigne que transcribimos en francés, conservan su escritura original, aparecen en francés antiguo.

[27] Ibid., II, X, A, p. 409. Con igual sentido se refiere a los libros: “Yo no quiero para mí más que los libros placenteros y fáciles, que me divierten, o aquellos que me consuelan y aconsejan para regular mi vida y mi muerte”. Ver: Ibid., I, XXXIX, A, p. 246.

[28] Escribe Montaigne: “Puesto que las leyes éticas, que apuntan al deber particular de cada uno en sí mismo, son tan difíciles de construir, como nosotros vemos que ellas son [...]”, Ver: Ibid., III, XIII, C, p. 1070. Si las leyes éticas apuntan al deber particular de cada uno en sí mismo, se puede inferir que ética es la construcción de sí mismo, aunque la palabra “ética” sea tímidamente usada por Montaigne —aparece una sola vez en los Ensayos. Existe cierta tradición francesa, desde Montaigne, que asume la palabra ética con el sentido referido, por ejemplo, Foucault: “Pero hay algo más todavía, la manera en que uno debe “conducirse”, —es decir la manera en que se debe constituir uno mismo como sujeto moral obrando con referencia a los elementos prescriptivos que constituyen el código [...] hay diferentes maneras de “conducirse” moralmente, diferentes maneras para el individuo que busca actuar no simplemente como agente, sino como sujeto moral de esta acción [...] Ellas conciernen a lo que se podría llamar la determinación de la substancia ética, es decir la manera en que el individuo debe constituir tal o tal parte de sí mismo como materia principal de su conducta moral”. Ver: Foucault, Michel. Histoire de la sexualité II. L’usage des plaisirs. Paris, Gallimard, 1984, Vol. 2, p. 37.

[29] Montaigne, III, XIII, C, p. 1108. Siguiendo a Montaigne, escribe Charron: “[...] es necesario recordar que la principal y más legítima carga que nosotros tenemos, es para cada uno su conducta [...] nosotros debemos permanecer en tranquilidad y libertad”. Ver: Charron, Pierre. De la sagesse. Texte revu par Barbara de Negroni. Paris, Fayard, 1986, II, 2, 12, p. 414.

[30] Montaigne usa la expresión “obra maestra” con el mismo sentido que le otorgaban los gremios de artesanos; la obra maestra es el testimonio, la prueba que confiere a un artesano el estatuto de maestro en su oficio.

[31] Montaigne, I, XXXIX, A, p. 238.

[32] El verbo componer, composer, proveniente del latín componere, designa constituir, hacer una obra reuniendo varias piezas. Re–componer una determinada disposición de un individuo es una poiesis del êthos, de las “moeurs”.

[33] En el siglo XVI la palabra francesa art, derivada del término latino ars y equivalente al término griego téchne, designa un conocimiento, un adiestramiento, para hacer un oficio especializado. El arte es una forma especial de conocimiento que descarga su peso en una producción controlada, dirigida por un saber hacer y tendiente a producir un beneficio. Ver: Benjamin, Walter. Discursos interrumpidos I. Prólogo, traducción y notas de Jesús Aguirre. Madrid, Taurus, 1982, p. 15. Desde la Antigüedad el arte, téchne, apunta a minimizar los efectos del azar, tyché; la conciencia de la fragilidad humana, siempre expuesta a los golpes del azar, devela al pensamiento filosófico la necesidad de disponer de unos conocimientos y unas habilidades productivas que mengüen los impactos de lo inesperado y lo adverso al bienestar del hombre. Ver: Nussbaum, Martha. La fragilidad del bien. Fortuna y ética en la tragedia y la filosofía griega. Trad. Antonio Ballesteros. Madrid, Visor, 1995, p. 143. El concepto téchne, en la Antigüedad tiene varias acepciones: equivale a ciencia, conocimiento, saber, oficio, arte, y se aplica a los diversos dominios donde los hombres efectúan una producción concreta, por ejemplo, hacer un barco, esculpir una escultura, sanar a un enfermo. El mismo concepto también se aplica para designar la producción del pensamiento, por ejemplo, hacer un poema, predecir o explicar un eclipse. El ejercicio filosófico lleva la noción de téchne al campo de la existencia humana, al dominio ético, donde la vida se convierte en una materia que hay que moldear. Por ejemplo, Arriano escribe que Epicteto: “Al consultarle uno cómo convencería a su hermano de que no siguiera estando enfadado con él, le respondió: “La filosofía no promete al hombre conseguirle lo exterior; si no estará aceptando algo extraño a su propia materia. Al igual que la materia del arquitecto es la madera y la del escultor el bronce, así la propia vida de cada uno es la materia del arte de la vida”. Ver: Epicteto. Disertaciones por Arriano. Trad. Paloma Ortiz García. Madrid, Planeta DeAgostini, 1999, I, XV, 1–3. La noción de arte de vivir, téchne tou biou. designa “Un arte dirigido a la propia vida, con objeto de estructurarla, darle forma y conducirla. La propia vida como objeto de configuración, dirigida por un cuidado de sí, que organiza la relación con uno mismo y con los otros y que establece el estilo de la existencia”. Ver: Schmid, Wilhem. En busca de un nuevo arte de vivir. La pregunta por el fundamento y la nueva fundamentación de la ética en Foucault. Trad. Germán Cano. Valencia, Pre–textos, 2002, p. 230.

[34] Montaigne, II, XXXVII, A, p. 784.

[35] Ibid., II, VI, C, p. 379.

[36] Nietzsche, Friedrich. “Fragments posthumes, automne 1881, 15 [59]”, en: Nietzsche, Œuvres philosophiques complètes. Paris, Gallimard, 1982, t. Vol., p. 530.

[37] “El arte de vivir tiene que ver con personas y situaciones concretas, de ahí que se aleje de toda exigencia de la totalidad. No es ninguna almohada, sino, antes bien, una dimensión susceptible de dotar de constante desasosiego a la vida —un acicate para aprender a vivir de otro modo. Mas no es posible aprender a vivir de otro modo sin llevar a cabo el fastidioso trabajo de la transformación, sin dar los rodeos de la elaboración, sin la paciente elaboración de otras prácticas, sin, en suma, asumir el esfuerzo renovado del ensayo”. Schmid, Op. cit., p. 321.

[38] En la Antigüedad y en la Edad Media, el juicio tiene una función capital en la vida práctica, mas no se ha de desconocer que su papel se circunscribía a los medios, puesto que los fines estaban establecidos o por el lógos, o por la palabra de Dios. En la segunda mitad del siglo XVI y en el siglo XVII, el juicio se aplica a valorar y establecer los fines y los medios.

[39] Montaigne, II, XII, A, p. 565. En el mismo ensayo, él escribe: “[…] yo llamo razón a nuestras divagaciones y a nuestros sueños […]”. Ver: Ibid., II, XII, A, p. 523.

[40] “Ella no es otra cosa que la reunión de las racionalizaciones, de las producciones discursivas a posteriori, por las que el hombre ennoblece ilusoriamente sus pasiones. Ella es la capacidad irracional de absolutizar lo relativo, de necesitar lo contingente, de legitimar el hecho, y en fin de universalizar lo particular: es fundamentalmente ilusión”. Ver: Brahami, Frédéric. Le scepticisme de Montaigne. Paris, Presses Universitaires de France, 1997, p. 33.

[41] Ibid., II, XVII, A, C, p. 657. Descartes, uno de los más fervientes lectores de Montaigne, retoma la misma cuestión: “El buen sentido es la cosa mejor repartida del mundo: porque cada uno piensa estar tan bien provisto de él que aun aquellos que son los más difíciles de contentar en cualquier otra cosa, no acostumbran desear más del que tienen. En lo cual no es verosímil que todos se equivoquen, sino antes bien, ello testimonia que el poder de juzgar bien y de distinguir lo verdadero de lo falso, que es lo que se llama propiamente el buen sentido o razón, es naturalmente igual en todos los hombres [...]”. Ver: Descartes, René. Discurso del método. Trad. Jorge Aurelio Díaz. Santafé de Bogotá, Norma, 1992, Primera parte, A.T, VI, 1, 1– 8. Todas las citas de Descartes remiten a la edición: Œuvres de Descartes publiées par Charles Adam et Paul Tannery. Nouvelle présentation en co–édition avec le Centre National de la Recherche Scientifique, París, Vrin, 1974–1983. Usamos las iniciales A.T, con la indicación del volumen (en números romanos), de la página y de la línea (en números árabes).

[42] Montaigne, II, XVII, C, A, p. 656.

[43] “[...] mas las simples producciones del entendimiento, cada uno piensa que es capaz de hallarlas iguales en sí mismo y raramente se percata de su peso y dificultad, si no es, acaso, que estén en una extrema e incomparable distancia”. Ver: Ibid., II, XVII, A, C, p. 656.

[44] “Es propio de la costumbre dar forma a nuestra vida, tal como a ella le place; puede todo en aquella: es el brebaje de Circe, que diversifica nuestra naturaleza como bien le parece”. Ver: Ibid., III, XIII, B, p. 1080.

[45] Ibid., II, XVII, A, p. 657. Para el autor del Discurso del Método: “[...] la diversidad de nuestras opiniones no proviene de que los unos sean más razonables que los otros, sino únicamente de que conducimos nuestros pensamientos por diversas vías, y no consideramos las mismas cosas. Porque no es suficiente tener buen espíritu, sino que lo principal es aplicarlo correctamente”. Ver: Descartes, Discurso del método, Op. cit., A.T, VI, 2, 8–13.

[46] Ver: Agustín de Hipona, San. Del libre albedrío. (Versión, introducción y notas del P. Evaristo Seijas), en: Obras de San Agustín, Edición bilingüe III, Obras filosóficas. Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 1963, II, 3, 7.

[47] Montaigne, I, L, A, p. 301.

[48] El entendimiento como luz natural, es el conocimiento, la inteligencia y la resolución producidos por efecto del trabajo de la razón y del juicio; ver: Charron, Op. cit., I, 14, p. 132.

[49] Ibid., III, XIII, B, p. 1074; II, XVII, C, B, p. 659.

[50] Charron, siguiendo a Montaigne, considera que la libertad del juicio “[...] consiste en considerar, examinar todas las cosas, y no obligarse ni amarrarse a ninguna, mas permanecer en sí libre, universal, abierto y presto a todo. He aquí el más alto punto, el derecho más propio y verdadero privilegio del sabio [...] Hay aquí tres cosas que se mantienen, causan y conciernen, que son los jueces de todas las cosas: no casarse ni obligarse a ninguna, permanecer universal y abierto a todo. Por juzgar no entendemos resolver, afirmar, determinar; esto sería contrario con el segundo que es no obligarse a nada; mas es examinar, sopesar, balancear las razones y contra–razones de todas partes, el peso y el mérito de ellas, y así buscar la verdad”. Ver: Charron, Op. cit, II, 2, 1, 1, pp. 385–386.

[51] Montaigne, III, XIII, B, p. 1083.

[52] Ibid., II, XVII, B, A, C, A, C, p. 654.

[53] Expresa Charron: “La otra disposición de la sabiduría [...] (que nos ha puesto fuera de esta cautividad y confusión externa e interna, popular y apasionada) es una plena, entera, generosa, y señorial libertad de espíritu, que es doble: del juicio y de la voluntad”. Ver: Charron, Op. cit., II, 2, 1, p. 385.

[54] Ibid., I, 14, pp. 142–143. En el siglo XVII, Descartes conserva una mirada similar: “la voluntad: [...] consiste solamente en que podemos hacer una cosa o no hacerla (es decir, afirmar o negar, perseguir o huir), o más bien solamente en que para afirmar o negar, perseguir o huir de las cosas que el entendimiento nos propone, actuamos de tal modo que no sentimos que ninguna fuerza exterior nos constriñe”. Ver: Descartes, Meditationes, Meditation IV, A.T, IX–1, 46. En el Discurso del método escribe: “Porque, como nuestra voluntad no se inclina naturalmente sino a desear las cosas que nuestro entendimiento le representa de alguna manera como posibles...”. Ver: Descartes, Discurso del método, Op. cit., A.T, VI, 25, 31–26, 2; “[…] ya que, al no inclinarse nuestra voluntad a seguir o a huir de algo sino de acuerdo a que nuestro entendimiento se lo represente como bueno o malo […]”, Ibid., A.T, VI, 28, 6–9.

[55] Para Descartes: “Solamente de que, al ser la voluntad mucho más amplia y más extensa que el entendimiento, no la contengo en los mismos límites, sino que la extiendo también a las cosas que no entiendo, y, siendo indiferentes a éstas, se extravía muy fácilmente, y elige el mal por el bien o lo falso por lo verdadero. Esto hace que yo me engañe y peque”. Ver: Descartes, Meditationes, Op. cit., Meditation IV, A.T, IX–1, 46.

[56] Montaigne, III, X, B, p. 1011.

[57] Ibid., II, XVII, A, C, p. 643.

[58] Epicteto. Enquiridión. Trad. José M. García de la Mora. Barcelona, Anthropos, 1991, p. 3.

[59] Montaigne, III, X, B, p. 1003.

[60] Ibid., II, III, A, p. 350.

[61] Ibid., III, III, B, p. 805.

[62] Ibid., III, V, B, C, p. 842.

[63] Montaigne inaugura esa tendencia moderna de la actividad filosófica denominada por Foucault ensayo del pensamiento: “Pero ¿qué es entonces la filosofía hoy —yo quiero decir la actividad filosófica— si ella no es el trabajo crítico del pensamiento sobre él mismo? ¿Y si ella no consiste, en lugar de legitimar lo que ya se sabe, en emprender el saber cómo y hasta dónde sería posible pensar distinto? [...] El ‘ensayo’ —que es necesario entender como prueba modificadora de sí mismo en el juego de la verdad y no como apropiación simplificadora del otro con fines de comunicación— es el cuerpo viviente de la filosofía, si por lo menos ella es todavía lo que fue, es decir una ‘ascesis’, un ejercicio de sí, en el pensamiento”. Ver: Foucault. Histoire de la sexualité II. L’usage des plaisirs, Op. cit., Vol. 2, 1984, p. 16.

[64] Friedrich, Hugo. Montaigne. Traduit de l’Allemand par Robert Rovini. Paris, Gallimard, 1968, p. 353. “Se ve [...] que Montaigne deseaba que su título fuera comprendido por referencia a la idea de método significado por ensayo. No era para él una etiqueta literaria, como un poeta pondría sobre su libro [...] Es necesario completar este título: ‘Los Ensayos de mi vida, Los Ensayos de mi juicio, Los Ensayos de mis facultades naturales...’. Conviene incluir en él todas las significaciones dadas en el campo semántico de la palabra en el período considerado: intento de ensayo, aprendizaje, prueba, ejercitación, experiencia, juego, sondear, gustar, tantear”, Ibid., pp. 355–356.

[65] Ibid., p. 354.

[66] Montaigne, III, XIII, B, C, B, pp. 1115–1116.

[67] Ibid., III, XIII, B, C, p. 1113.

[68] Ibid., III, XIII, B, p. 1115. No se puede desconocer que esta posición sobre la filosofía, presente y desplegada principalmente en el tercer volumen de los Ensayos y en los allongeails de la edición de 1588, es una construcción que se hace a partir de los efectos generados por la Apología de Raimundo Sabunde y por el ejercicio de la autopintura. En los ensayos previos a la Apología, Montaigne coquetea con las elaboraciones de la “alta” y “orgullosa” filosofía estoica despreciando las maneras bajas y humildes: “Es necesario descargarse de estos humores vulgares y funestos”. Ver: Ibid., I, XX, A, p. 89. Después de su profundización en el escepticismo, Montaigne consciente del estatuto de una razón, considera que las elaboraciones filosóficas al faltarles el fundamento o criterio de verdad, devienen como quimeras que proponen modos de ser ideales, sobrehumanos, alejados de lo real.

 

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