A cualquier espectador que entre a la galería y se tope en la oscuridad con los racimos de banano meciéndose del techo, invadiendo el aire de la sala con la fragancia de su descomposición, Musa paradisiaca no podrá sino recordarle aquel evento “mítico” en la historia de Colombia y conocido solo a través del nombre que perpetúa a sus perpetradores: “la matanza de las bananeras” (ver Imagen 1, p. 59; segundo piso de la instalación de Musa paradisiaca [2016] en FLORA ars+natura). La matanza es una de las mayores masacres indocumentadas en la historia de Colombia: el asesinato masivo de los trabajadores de la United Fruit Company y de sus familias bajo la orden del General Cortés Vargas la noche de diciembre 5 de 1928 en la estación de tren de Ciénaga, en el Magdalena colombiano. Este evento está marcado decididamente por la historia de su olvido, por la ausencia en los archivos oficiales de documentos probatorios que puedan dar testimonio de su ocurrencia. Ha sobrevivido tercamente, sin embargo, de generación en generación, y de manera más contundente a partir de la inscripción ambigua pero categórica que García Márquez decide darle en Cien años de soledad.1
De acuerdo con el relato de la novela, tras despertar en un tren rodeado de cadáveres “arrumados en el orden y en el sentido en que se transportaban los racimos de banano”, José Arcadio Segundo Buendía regresa a Macondo:
«-Debían ser como tres mil - murmuró.
-¿Qué?
-Los muertos- aclaró José Arcadio -debían ser todos los que estaban en la estación.»
La mujer lo midió con una mirada de lástima. «Aquí no ha habido muertos -dijo-. Desde los tiempos de tu tío, el coronel, no ha pasado nada en Macondo» (García Márquez, 1978, p. 256).
“La versión oficial”, continúa la novela,
mil veces repetida y machacada en todo el país por cuanto medio de divulgación encontró el gobierno a su alcance, terminó por imponerse: no hubo muertos, los trabajadores satisfechos habrían vuelto a sus familias, y la compañía bananera suspendía actividades mientras pasaba la lluvia (García Márquez, 1978, p. 258).
La lluvia, por lo demás, no cesa por “cuatro años, once meses y dos días” (García Márquez 1978, p. 261), garantizando que toda huella de lo que habría sucedido aquella noche en Macondo fuese completamente arrastrada por el agua.
Así inscribe Cien años de soledad la marca del olvido que ha sido en tantos casos, y que continúa siendo, la historia de la violencia en Colombia. Y así como la historia de la borradura de este evento queda perpetuada por la novela, así también ha sobrevivido en la memoria colectiva: como un evento tan irrastreable como indecidible. Quedan trazados en el relato literario el imaginario de una masacre descomunal,2 junto con el esfuerzo oficial por negar los hechos. Queda trazada también, como marca indeleble de su escritura, la resistencia que la novela ejerce frente a esta borradura oficial. Entre el “no hubo muertos” y “debían ser como tres mil”, la masacre queda consignada en la novela en el intersticio inaccesible que habita entre ambos. El relato de García Márquez conserva así la diferencia entre el mito y la historia oficial, lo inscribe como abismo y lo retrata en toda su ambigüedad desde los oídos atónitos de José Arcadio Segundo. Más aun, José Arcadio, como único sobreviviente de la masacre, es presentado en la novela como signo de esta ambigüedad, su testimonio, inaudito, permanece consignado al olvido y su cuerpo, invisible ante la mirada de los soldados que vienen a buscarlo, desaparece en los anaqueles de la historia como uno más de esos pergaminos de Melquíades que anuncian al final de la novela el fin de Macondo y la desaparición de su memoria (ver García Márquez, 1978, pp. 346-7).3
Es también desde este abismo entre el mito y la historia, desde el lugar que ocupa el archivo irrecuperable que subyace entre ambos, que José Alejandro Restrepo nos interpela en Musa paradisiaca. La obra pareciese continuar el relato de una memoria impugnada que la novela de García Márquez inicia con el trazo de su escritura. O al menos, habría que decir que la instalación no es comprensible sin el señalamiento del olvido de la masacre que la novela denuncia. Es imposible no preguntarse así si Musa no comienza justamente allí donde la novela termina, y si aquellos pergaminos incinerados, de cuya existencia no nos queda sino el relato literario, no son justamente un punto crucial en la historia de la borradura de la masacre que Musa ahora entra a interpelar con el murmullo de su insistente presencia.
Musa, no obstante, no pareciese tratar únicamente del relato de una historia que no ha sido aún contada -y que la obra reclama a gritos, como veremos, desde los múltiples registros en los que se mueve su instalación. Se trata también de la búsqueda incansable por una respuesta que esté a la altura del reto planteado por tantos años de olvido de la masacre y de sus múltiples repeticiones hasta el presente.4 La obra es, pues, la búsqueda por un modo de representar que pueda dar cuenta a la vez de la borradura de los hechos y de su resistencia, no obstante, a ser olvidados. Un modo de representar que, en la contundencia con la que inaugura nuevas gramáticas sensibles, introduce otros lenguajes, otras estéticas, otras espacialidades y temporalidades, que abren nuevos marcos conceptuales para hacer audible -sensible e inteligible a la vez, inteligible en su presentación sensible- este paradójico encuentro entre olvido y resistencia.
En otros lugares he insistido en resaltar los modos como el arte contemporáneo en Colombia lleva a cabo esta tarea de manera magistral. En cada caso, desde la singularidad de su llamado, a través de una inscripción que obliga, cada vez de manera única, a redistribuir los espacios pre-asignados de lo político, de la historia, y la memoria.5 Quisiera continuar esta indagación esta vez de la mano de Musa. No a modo de ejemplo, sino más bien a manera de desafío para la interpretación. Me pregunto cómo Musa da materialidad a la pregunta por el encuentro imposible entre mito, memoria e historia, en un contexto donde es el olvido y no el recuerdo lo que ata los posibles vínculos entre todos estos registros. Me pregunto también entonces, siguiendo la sugerencia de este número especial de Estudios de Filosofía, cómo y en qué sentidos la instalación de esta obra es también acción política, es decir, cómo, desde su terca repetición (desde su primera exposición en 1996 hasta su más reciente réplica en 2016), Musa se copia, se archiva, y se recuerda a sí misma, desplazando cada vez su sentido original y recogiendo con ello la insistencia en lo irresuelto de aquello que denuncia, y en la urgencia y la dificultad de hacerlo sensible.
1 Del archivo a lo inarchivable
Todo en la instalación nos habla de los modos como Restrepo ha buscado aquí producir esas gramáticas que, desde el corazón mismo del olvido, y como anacronías traumáticas, inscriben los hechos en su obstinada reticencia a ser excluidos de la historia. Nos da la bienvenida así a la instalación, en el primer piso de lo galería, lo que Restrepo, en el catálogo de la exposición, presenta como el “archivo documental (1994-2016)” (ver Imagen 2, p. 60; primer piso de la instalación de Musa paradisiaca [2016] en FLORA ars+natura). Artículos de periódico recogidos desde 1994, que leídos unos tras otros, se presentan en primera instancia como un intento, quizás, por reconstruir una historia que busca constantemente borrarse y reescribirse a sí misma, distorsionarse para ocultar sus últimas causas. Recortes y recortes de periódico que se rehúsan a amarillarse con el tiempo, como una muestra fortuita de la naturaleza latente de aquello que recuentan: la historia de las masacres de las bananeras (en plural), desde Ciénaga (indocumentada) hasta el Urabá. Y con esta última, la historia de la compleja relación entre la presencia de multinacionales en las zonas bananeras en Colombia y la violencia del conflicto que las rodea, atribuida en algunas ocasiones al narcotráfico, en otras directamente al paramilitarismo, en otras a la guerra con las guerrillas que se disputan la zona.
“En Colombia,” leemos en uno de los recortes, “el banano es paz” (4 de diciembre, 1994).6 Tal es, se nos dice, la posición del gobierno colombiano en 1994 frente a las sanciones que los Estados Unidos amenazan con imponer debido a las violaciones de los términos del comercio de banano en los acuerdos recientes entre Colombia y la Unión Europea. Esto, por lo demás, en un contexto en el que, como lo vemos repetidamente a lo largo de más de 20 años del archivo periodístico reunido por el artista, son las multinacionales las que controlan más del 80% de la producción, explotación y comercialización del banano en el país. Así, a la versión ‘oficial’, y a las negativas de los Estados Unidos por apoyar el tratado de libre comercio entre Colombia y Europa -que busca permitirles a los productores locales participar directamente en el mercado sin mediación de las multinacionales-, se suman los múltiples artículos que recorren paralelamente la historia de las masacres en el Urabá antioqueño, y que rastrean las conexiones, hoy en día comprobadas, pero ausentes en el discurso oficial en la época de las primeras instalaciones de Musa, entre la presencia de la United Fruit Company en Colombia (ahora Chiquita Brand) y la violencia paramilitar en la región:7 “Urabá ahogada en sangre: el acto de barbarie fue atribuido al Frente V de las Farc” (El tiempo, 30 de Agosto de 1995), “Maniobras de Estados Unidos en el Darién” (9 de Mayo de 1996), “Banana para-republic: aun en las mismas plantaciones, los paramilitares implantaron la sanguinaria pacificación por la que pagaron los empresarios” (Semana, Marzo 19, 2007). “Tres cuartos de siglo después de la masacre de las bananeras, la empresa que la instigó, ahora convertida en la bananera Chiquita Brand, es investigada por traficar armas para los paramilitares y por financiar el paramilitarismo en Urabá” (13 de junio de 2004).
Las contradicciones entre las múltiples versiones de la violencia en el presente, y el esfuerzo de opacidad en el relato oficial, que se hace evidente gracias al paciente trabajo archivístico de Restrepo, subrayan y evocan, a la vez, las múltiples versiones de la masacre “original”, que aparece repetida y referenciada a lo largo y ancho de este ‘mnemosyne’. ¿Cómo no pensar en Aby Warburg frente a este anaquel de historias inconclusas? Pues aquí también, como en el caso de Warburg, lo que está puesto en juego no es solo una versión de la historia, sino la historia de estas múltiples versiones en las que lo que sobrevive es el gesto repetido de su ambigua y contradictoria rememoración: “Fueron nueve los puntos que manejaron los incipientes líderes sindicales como reivindicaciones, y nueve muertos de entre los manifestantes que se congregaron a reclamar sus derechos el 6 de octubre de 1928” (20 de septiembre, 1994). “Setenta años después de la masacre de las bananeras, en la que murieron unos 1.500 obreros de la United Fruit Company, las operaciones de la multinacional en Colombia vuelven a estar sometidas a escrutinio” (El espectador, 24 de agosto de 1998). “En diciembre de 1928 el ejército disparó contra 3.000 obreros de la United Fruit Company que llevaban casi un mes en huelga en el Magdalena” (El Tiempo, 18 de marzo de 2007).
El archivo, pues, que nos da la bienvenida, hace eco con el gesto mismo de su presencia de aquella doble operación a la que refiere la etimología del término: Arché, nos recuerda Derrida en Fiebre de archivo, es la palabra en griego para ‘principio’, entendido a su vez como comienzo y como ley. La idea del archivo refiere así tanto a la inscripción -la marca, la impresión- de un comienzo, como al lugar, en esta inscripción, en el que nos es dada la ley -la norma, el orden- que hace posible la operación del archivo como recuerdo.8 Esta vez, sin embargo, y como primera indicación de una serie de desplazamientos que se llevarán a cabo a lo largo de la instalación, la ‘ley’ que gobierna y que da orden a la obra es aquí, simultáneamente, aquella que desplaza y hace imposible señalar el ‘comienzo’ de una historia de violencia a la que Musa busca confrontarse, justamente, en tanto violencia: la violencia de una historia como historia de sus múltiples borraduras hasta el presente.
Este ‘comienzo’, no obstante, no está sin más ausente. Habita por el contrario en los intersticios de un modo de supervivencia dado justamente por la marca de su olvido. La masacre de las bananeras ‘sobrevive’, como veíamos, en el abismo marcado por la imposibilidad de su recuerdo.9 Y la instalación de Restrepo comienza con la inscripción de esta marca como el gozne sobre el que toda la obra pareciera girar: no es al archivo, pues, sino a la voz de lo inarchivable, a lo que Musa nos invita a atender, desde el lugar siempre inacabado de su articulación. A ese lugar que, en su resistencia a ser producido como pasado -a ser cerrado, clausurado, como recuerdo resuelto y elaborado-, nos convoca desde lo inaudito de sus silencios. Inaudito entendido aquí bajo la doble resonancia que la palabra conserva en español: como aquello que nos confronta con su carácter indigerible, imprecedente, desde un lugar que, porque aún no hemos encontrado sentidos que lo hagan inteligible, permanece aún a la espera de ser escuchado. ¿Qué tipo de gramáticas son aquellas capaces de afinar el oído a esta ausencia (a la espera) de voz? ¿Qué tipo de temporalidades aquellas capaces de dar lugar a un modo de recuerdo que, en tanto el archivo no puede producir, no puede tampoco borrar? Tales son algunas de las preguntas con las que Restrepo nos interpela desde el comienzo mismo de la instalación, y para las que la obra, más que respuestas, ofrece lugares específicos de enunciación.
2. Memoria como duelo
Aún recuerdo la primera vez que vi instalada Musa en el Museo del Banco de la República en Bogotá. Recuerdo antes que nada la claridad con la que la instalación, en su peculiar modo de presentarse, buscaba romper con toda continuidad entre el adentro y el afuera de la obra. El cuarto oscuro, el aire denso, los racimos de banano colgando del techo de la galería: todo en la instalación parecía buscar penetrar y apoderarse de todos los sentidos -el tiempo detenido entre cada uno de estos racimos que, en proceso de descomposición, demarcan el espacio en el que es posible moverse solo si permitimos que su imponente presencia sea aquello que oriente el recorrido por la sala. Una sensación de inicial desorientación obliga a tomarse el tiempo que la vista se tarda en adaptarse a la luz tenue y titilante proveniente de las imágenes proyectadas por las cámaras de video instaladas al final de algunos de los racimos, que se repite y replica sobre los espejos colocados estratégicamente en el piso como señal de que nada en este espacio nos es accesible de manera directa, de que para entrar en la obra nos es necesario entrar también en un tiempo y un espacio diferidos, dislocados, atrapados en una repetición incesante que apenas si se deja percibir en el parpadeante murmullo, apenas audible, proveniente de los videos.
Casi cien años de olvido condensados en estos racimos de banano que cuelgan pacientes, meciéndose al ritmo de nuestros pasos, esta vez, en el caso de la instalación en FLORA ars+natura, en el segundo piso de la galería (ver Imagen 3 p. 61; segundo piso de la instalación de Musa paradisiaca [2016] en FLORA ars+natura). Cuerpos en proceso de descomposición que acompañamos como haciendo duelo a aquellos muertos, incontados -cómo no pensar en ello al atravesar los racimos que, cada vez más putrefactos, colgarán del techo de la galería-, desde Ciénaga hasta el Urabá, desde el mito de una historia no contada, hasta la borradura de una violencia que excede los modos convencionales de representación. Cuerpos robados a la historia que la obra de Restrepo reúne en un gesto tan oblicuo como literal. ¿Cómo recordar aquello que en estricto sentido aún no ha sido producido como pasado? ¿Cómo traer a la memoria un evento cuya única traza es aquella dejada tras de sí por la borradura de su recuerdo?
El segundo piso de la instalación parece así invitar a complicar la pregunta por la memoria en una dirección similar a aquella marcada ya, en el primer piso de la galería, por la experiencia inabarcable del archivo. Si la noción misma de archivo solo adquiere sentido, como lo señala Derrida, precisamente en el contexto de la posibilidad de la eliminación radical de la historia (“No hay ‘deseo de archivo’”, escribe Derrida, “sin la posibilidad de un tipo de olvido que no está relacionado únicamente con una memoria reprimida […]; no hay ‘fiebre de archivo’ sin la amenaza de un impulso de muerte como impulso de destrucción radical” [Derrida, 1995, p. 19]), esto da lugar, a su vez, y en un registro paralelo a la apertura de lo “inarchivable”, a la pregunta por la posibilidad de una memoria de lo inolvidable. Solo en el contexto de la posibilidad de un evento que puede llegar a eliminarse sin dejar marca alguna, sin dejar rastro alguno de su ocurrencia ni huella alguna de su desaparición -lo que Derrida equipara a su vez con el “mal radical” (Derrida, 1995, p. 20)- tiene sentido preguntarse por un impulso que, en lugar de conservar un evento como recuerdo, conserve más bien la traza misma de su desaparición, esto es, una resistencia a ser olvidado aunque lo único que sobreviva sea la latencia marcada por esta imposibilidad.
Lo inolvidable, escribe Walter Benjamin en “La tarea del traductor”, es aquello cuyo “carácter exige no pasar al olvido (…) aún cuando toda la humanidad lo hubiese olvidado” (Benjamin, 1999, p. 78). Se presenta así con la fuerza de una exigencia incalculable, que, si bien no encuentra respuesta definitiva en la esfera de los asuntos humanos, indica no obstante la posibilidad de “una esfera capaz de responder a dicha exigencia” (Benjamin, 1999, p. 78). Lo inolvidable, así, habita y recorre -y exige, desde su reclamo latente en el presente- el registro de una temporalidad muy distinta a la narrativa lineal que marca tanto las filosofías de la historia convencionales como los modos como el recuerdo opera en una concepción usual de la memoria.10 Reclama, pues, un modo de recuerdo distinto, y la posibilidad de pensar una noción de memoria capaz de recoger, sin clausurarla -capaz de denunciar y hacer audible- una conexión que de lo contrario permanece “muda”, silenciada, y con ello, tanto más operativa, entre olvido e historia. Una noción de memoria, por consiguiente, que sea capaz de integrar y elaborar aquello que la historia misma ha enmudecido en el transcurso de su idiosincrática elaboración del pasado. Una memoria, en fin, que sea capaz de dar cuenta tanto de sus borraduras como de la supervivencia de aquello que se resiste a la operación totalizadora de la historia.
Para ello, sin embargo, no se requiere únicamente la posibilidad de proyectar desde el presente una nueva mirada sobre el pasado, capaz de atender a aquello que ha quedado excluido. Porque lo que ha quedado excluido no habita el pasado del mismo modo que aquello que ha sido ya elaborado, producido como recuerdo, conservado en la memoria del presente. Es necesario, por ello, insistirá Benjamin, imaginar y producir otra posibilidad de relación con el pasado, otro modo de “conocimiento histórico”11 que sea capaz de dar forma a la latencia propia de la estructura de lo inolvidable; esto es, de hacer audibles los modos como el pasado se reclama aún desde el presente, en su pulsión por una memoria de aquello que no ha sido aún en estricto sentido reconocido e integrado como experiencia. Se requiere, así, una transformación creativa de los marcos conceptuales con los que se ha de producir la relación entre pasado, experiencia y temporalidad. Y una interrupción del continuum espacio-temporal que usualmente presuponemos, en lugar de cuestionar, a la hora de pensar la relación entre memoria y recuerdo.
Tal es la interrupción en la que, como lo mencionaba anteriormente, nos sitúa Musa paradisiaca en el segundo piso de la instalación. Todo allí parece impedir la posibilidad de una linealidad en la experiencia, desde los modos como la obra nos obliga a recorrer el espacio, hasta la manera como los videos, en bucle, repiten y conjuran, a la vez, imágenes que de ninguna manera sostienen una narración y temporalidad lineales. La instalación así, con sus imágenes superpuestas, en el encuentro anacrónico entre el relato mítico de la fruta prohibida (vemos a Adán y Eva con el árbol del banano; ver Imagen 4, p. 62; detalle de uno de los videos proyectados sobre el piso de la galería, segundo piso de la instalación de Musa paradisiaca [2016] en FLORA ars+natura), el grabado del siglo XVIII que da título a Musa desde su primera instalación (ver Imagen 5, p. 63; Dr. Charles Saffray [1869], Musa paradisiaca, Viaje a la Nueva Granada. Grabado original), y las imágenes televisadas de las masacres en el Urabá, cuenta una historia que Musa no busca recuperar sino declarar olvidada: la relación no relatada, aún no trazada, y por tanto aún no producida como pasado, entre el banano como “fruta prohibida”, la colonización del territorio como colonización de sus imágenes (y de las ‘historias’ que estas imágenes guardan en lo que callan), y los cuerpos sin vida de las masacres en las zonas bananeras del país.
Y a todas ellas accedemos solo oblicuamente, a partir del reflejo sobre los espejos que, ubicados en el piso, evocan la imagen literaria que García Márquez tan acertadamente utiliza para referirse a Macondo al final de Cien años de soledad:
Sin embargo, antes de llegar al verso final ya había comprendido que no saldría jamás de ese cuarto, pues estaba previsto que la ciudad de los espejos (o de los espejismos) sería arrasada por el viento y desterrada de la memoria de los hombres en el instante en que Aureliano Babilonia acabara de descifrar los pergaminos, y que todo lo escrito en ellos era irrepetible desde siempre y para siempre, porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra (García Márquez, 1978, p. 495. Las cursivas son mías).
No es pues a la construcción y a la recuperación de la historia a lo que parece apuntar Restrepo con esta instalación. Esta posibilidad, como constatan los racimos putrefactos, nos ha sido vedada. Pero, así como la memoria desterrada de Macondo sobrevive en la escritura que acompaña la historia de su olvido, así también el reflejo de estas imágenes, que se replica y repite circularmente interrumpiendo toda posibilidad de traducción sin más al presente, nos invita a guardar compañía al proceso irreversible de su descomposición.
No es, pues, a una memoria como recuerdo, ni como archivo, que la obra da forma en este segundo piso de su instalación. Se trata más bien de una memoria capaz de acompañar la experiencia misma de la pérdida, de hacerla visible, de ofrecer un duelo y, con ello, de reclamar el espacio que estos cuerpos demandan aún en el presente. En sus gramáticas fragmentadas, la obra apuesta por una temporalidad escindida, cíclica, latente, que como los videos que se proyectan sobre el suelo de la galería, recorre en bucle la historia desde la colonia hasta el presente -hasta el presente de la colonia y la latencia de sus lenguajes enclaustrados. Con ello, Musa paradisiaca inaugura una gramática que, en su capacidad de escuchar las borraduras de la historia, suspende la operación de olvido que busca denunciar, la inscribe como inolvidable, y la recupera en su naturaleza latente, en ese tiempo atrapado entre un pasado no resuelto, y un presente acechado por las figuras fantasmales de todas aquellas historias aún por contar.
3. Entre mito e historia…
“El nudo de nuestra soledad”, declaraba García Márquez en su famoso discurso de aceptación del Nobel en 1982, no está dado por ese exceso de imaginación que pareciera resonar tras la idea del “realismo mágico” utilizada para describir la producción artística y literaria Latinoamericana. Por el contrario, insiste el Nobel a modo de denuncia, “hemos tenido que pedirle muy poco a la imaginación, porque el desafío mayor para nosotros ha sido la insuficiencia de los recursos convencionales para hacer creíble nuestra vida”. Lo que la literatura latinoamericana destila a través de sus casi míticas representaciones, no es pues una fantasía desaforada, ni la capacidad de inventar mundos más allá de cualquier sentido cotidiano de la realidad, sino la búsqueda de recursos alternativos para “hacer creíble” aquella “realidad descomunal”, “una realidad que no es la del papel”, aclara el Nobel, sino aquella que “vive con nosotros y determina cada instante de nuestras incontables muertes cotidianas” (García Márquez, 2018).
Lo que está en juego en el relato de la realidad Latinoamericana, en la inscripción de sus violencias en la historia del presente, no es pues la mera posibilidad de traducción de la “desmesura” en un lenguaje mesurado, en imágenes y palabras capaces de contener lo que, de lo contrario, queda por fuera de la posibilidad de su comunicación. No se trata únicamente de hacer dicha realidad audible, representable, sino creíble. De lograr que aquello que pareciese ser el resultado de un exceso de imaginación, sea escuchado, por el contrario, como el relato de una realidad que, en sus excesos, narra una historia que, por ello mismo, no se deja contar de modo convencional. ¿Cómo lograr hacer reales aquellas vidas que parecen imaginadas? ¿Cómo integrarlas en el espacio cerrado de la historia, más allá de la memoria de aquello que habita los intersticios del olvido? La pregunta, sugiere la cita de García Márquez, implica un ejercicio crítico fundamental: la búsqueda de recursos conceptuales, de marcos de sentido y mecanismos de representación, que más allá de los dispositivos ya existentes, sean capaces de abrirse al espacio y al tiempo de una realidad inaudita.
Soledad y olvido son pues solo dos nombres posibles para la situación de desmemoria e incredulidad que ocupa la historia de Latinoamérica. “La interpretación de nuestra realidad con esquemas ajenos”, insiste García Márquez, “sólo contribuye a hacernos cada vez más desconocidos, cada vez menos libres, cada vez más solitarios” (García Márquez, 2018). Como toda “horrible originalidad” que proviene del exceso de sentido producido por ciertos modos de violencia, aquello que alcanza a llegar a la palabra es solo un fragmento inconexo de una historia que, por tanto, no puede ser escuchada sino como ininteligible, que no accede aún al sentido, como si viniese de otro lugar, distinto e incompatible con la realidad12. El riesgo, por supuesto, es el de quedar por fuera de la historia, acercándonos con ello a aquella “idiotez sin pasado” que resulta de ese estado de eterna “vigilia” que Cien años de soledad convierte en la enfermedad que afecta por un tiempo a los habitantes de Macondo: “poco a poco desaparecen los nombres y la noción de las cosas, y por último la identidad de las personas y la conciencia del propio ser” (García Márquez, 1978, p. 60). No hay historia ni memoria allí donde la experiencia no accede a la palabra; y no hay palabra para relatar la realidad allí donde toda condición de escucha sigue estando atravesada por condiciones “convencionales” (por “esquemas ajenos”) de inteligibilidad.
Allí donde no hay, sin embargo, la posibilidad de separar el pasado del presente, allí donde no solo los sueños se confunden con la realidad, sino que la realidad es aquello que se sueña e imagina en nombre de y en compañía de otros, allí el reclamo de los vivos tanto como el de los muertos habita el presente en un estado de “alucinada lucidez”. “No solo veían las imágenes de sus propios sueños”, continúa la novela, “sino que los unos veían las imágenes soñadas por los otros. Era como si la casa se hubiera llenado de visitantes” (García Márquez, 1978, p. 61). El mito se inserta así para abrir un espacio entre la historia relatada y el pasado no contado, y los muertos adquieren “voz” en un presente que, de lo contrario, depura a la realidad de las capas angustiadas de tiempos no resueltos. Es a la audibilidad de estas capas, a la materialización de los fragmentos de historia que las atraviesan, y a la inauguración de estéticas no convencionales, capaces de “dar lugar” a los tiempos y los espacios que hacen posible su supervivencia, que, como he mencionado hasta ahora, la instalación de Restrepo parece querer invitarnos.
“El mito”, escribe Restrepo en el catálogo que acompañaba la exposición de Musa en 1997, “es una máquina de tiempo para abolir el tiempo histórico” (Restrepo, 1997, p. 11). Quizás es por ello que el tercer piso de Musa nos conduce precisamente allí, a ese lugar en el que el mito irrumpe en la historia para abrir el relato de los múltiples gestos que la obra recoge en el presente.
Si la expulsión del Paraíso es el comienzo del tiempo histórico, ¿qué tiempo queda inaugurado por la reinstalación del mito en el presente? ¿Y qué historia es esa que más que contada parece ser únicamente el relato de un sueño alucinado? El grabado de la expulsión del paraíso (anónimo del s. XIX), enmarcado en una hilera de hongos alucinógenos (ver Imagen 6, p. 64; detalle, tercer piso de la instalación de Musa paradisiaca [2016] en FLORA ars+natura), se enfrenta cara a cara con las imágenes que, ahora quietas (las hemos visto en el segundo piso “recorridas” y proyectadas, a pedazos, por el ojo de la cámara), nos interpelan desde la otra pared de la sala: imágenes de Adán y Eva bajo el árbol del banano, tomando en sus manos la “fruta prohibida”, acompañadas del grabado de Charles Saffray del s. XIX con la “mulata” sentada bajo los racimos colgantes del banano, y rodeadas a su vez de traducciones fotográficas de dicha imagen en la representación erótica, sexualizada (como lo habría de ser también la imagen original para una mirada colonizadora) de la mujer desnuda con el banano en sus manos. Estamos ahora ante la constatación, si se quiere, y por si quedaba alguna duda, del encuentro inevitable entre lo mítico, lo histórico y la cara amnésica, alucinógena y alucinada, de una memoria que la obra misma recrea en sus múltiples representaciones, en sus re- instalaciones, en la historia de estas repeticiones y en la invitación que Restrepo nos hace a seguir cíclicamente el camino que va desde el pasado colonial (que se confunde con el mito, el mito de la colonia, una historia colonizada por sus mitos) hasta la reproducción de sus estructuras en el presente. ¿Es acaso la historia en Colombia ese sueño alucinado? ¿Y es acaso dicho estado alucinado aquel lugar que, desde su propia y singular “lucidez”, desde la ruptura que el mito produce en el tiempo histórico, es capaz de hacer audible lo que de otro modo queda excluido, expulsado, del relato oficial?
La dimensión en el tiempo que el mito requiere para modelarse, dice Restrepo, “abre nuevas posibilidades para la escucha” (Restrepo, 1997, p. 11). Esto es así, porque el mito, como la música, permite “establecer consonancias”: su “materia y su impulso también son tiempo” (Restrepo, 1997, p. 11). Tiempo mítico y tiempo histórico se conjugan aquí por tanto para hacer resonar lo que de otro modo queda silenciado como la otra cara, oculta, borrada, del relato oficial. El comienzo del tiempo y el principio que rige la historia (nuevamente: las dos caras del arché, del archivo que ha abierto el recorrido de la instalación) quedan aquí interpelados, modelados, repetidos y regenerados, a la vez, por la temporalidad mítica que no solo interrumpe sino que hace historia, que la produce desde la suspensión que efectúa en el presente, para indicar el abismo, el tiempo irresuelto, el espacio no recorrido, entre aquello eliminado por la historia, y la traza latente que tercamente se resiste, desde el murmullo insistente de su denuncia, a desaparecer.
***
Archivo, memoria e historia: cada uno de los pisos de la instalación nos confronta con una interrupción de los modos tradicionales como entendemos estos conceptos, de las maneras en las que estos operan como cómplices de una historia de olvido que la instalación parece buscar subvertir. Así, en lugar del archivo como memoria completa, total, y cerrada, Musa comienza con la terquedad de lo inarchivable, con la latencia de aquel exceso que no se deja atrapar en el relato oficial, aunque su reclamo no sea otro que el de una verdad que solo nos habla de la imposibilidad de su recuperación y reconstrucción en el presente. En lugar de cuerpos por enterrar y nombres por recordar, la instalación duplica el gesto de su desaparición con la inscripción material de la experiencia de su pérdida, atada a la proyección repetida de un presente en bucle que se rehúsa a relatarse a sí mismo en un tiempo lineal. Finalmente, lo que se tiene no es la recuperación de la historia, sino la ejemplificación de sus amnesias, del gesto mismo de la expulsión de/a la historia (de la ambigüedad que se pone en juego con esta alternativa), y de los tiempos míticos que a la vez sostienen y revierten dicho destierro.
Así, Musa paradisiaca es la elaboración y puesta en escena de una serie de gramáticas sensibles (visuales, auditivas, inauguradoras de tiempos y espacios discontinuos), capaces no solo de hacer audibles los silencios que habitan los quiebres de sentido dejados tras de sí por el impulso unilateral del tiempo histórico, sino de inscribir dichos silencios en la historia del presente, haciendo visibles con ello no solo las catástrofes de sentido, sino las borraduras que de dicha catástrofe infringe la historia en su tendencia enmudecedora. Musa inscribe así en el relato histórico el tiempo y la voz de aquello que ha sido borrado, y con ello da cuenta, a su vez, de la insuficiencia de quedarse solo en dicha inscripción; y de la necesidad, pues, en el paso a ser más que solo inscripción, acción política, de la urgencia de ir más allá de lo indecidible de los hechos a la denuncia decidida de su historia.