Introducción
Quienes participan de los sistemas políticos liberales y los reproducen con convicción comparten un credo cuyo primer principio es regularmente el siguiente: las formas liberales de organización del poder político se distinguen por favorecer la libertad de los individuos y por hacerlo más allá de lo que pudiera hacerlo cualquier otra alternativa política. Quizás en la historia reciente del capitalismo se haya perdido el pathos épico que constituyera el aura de las revoluciones burguesas en el siglo XIX. No obstante, esto no ha impedido que el horizonte de civilización que ellas delinearon se haya instalado como modo naturalizado de la vida en común y sus formas jurídico-políticas como formas necesarias para el cuidado y la promoción de la libertad individual. A lo largo de los siglos que sucedieron a dichas revoluciones, los fundamentos emancipatorios de la vida política liberal fueron dejando de ser motivo de indagación, pasaron a constituir postulados obvios que enfrentan, a lo sumo, dificultades meramente técnicas para ejercer su rol rector sobre la actividad social; en buena cuenta, para que, en sus términos, sea factible una vida en libertad.
En las siguientes líneas queremos exponer una perspectiva crítica de las bondades de dicha vida política; en particular, de la ciudadanía liberal. Esta perspectiva está instalada en la tensión que se da entre el reconocimiento del carácter progresista de la ciudadanía universal moderna frente a las formas sustantivas de organización política, por un lado, y la identificación de los elementos limitadores, falsificadores y, por último, negadores de los intereses de la libertad humana que ella protagoniza, por el otro. Nuestro autor es Marx, y es su perspectiva la que ahora esbozaremos. A la sazón, la figura eminente que una y otra vez vuelve para disponernos a desocultar las estructuras de la dominación social que la lógica del capital y sus formas políticas saben invisibilizar con destreza y, por supuesto, normalmente, sin siquiera proponérselo.
La crítica marxiana de la ciudadanía política encuentra diferentes motivos a lo largo de su obra y tiene lugar en diversos pasajes de esta. Aunque cuenta con algunos lugares regularmente acudidos para estudiar la cuestión, no hay algo así como un texto que condense los diversos aspectos de esta crítica. Hay documentos de corte teórico que pueden abordarla -Critica de la filosofía del Estado de Hegel (2002 [1843]), Sobre la cuestión judía (1978a [1843])-, otros de análisis de coyunturas políticas -El 18 brumario de Luis Bonaparte (2003a [1852]), La guerra civil en Francia (1973 [1871])-, otros de carácter programático -Manifiesto comunista (2005 [1848]), Crítica del programa de Gotha (1974 [1875])- y se encuentra también importante material al respecto en la obra económico-política de Marx -Elementos fundamentales para la crítica de la economía política (Grundrisse) (1977 [1857-1858]), Fragmento de la versión primitiva de la contribución a la crítica de la economía política (Urtext) (2003b [1858]), El capital (1978b [1867])-, amén de otros textos teóricos que, ocupándose de asuntos disímiles, pueden ofrecer elementos para el análisis, como es el caso en textos situados en el terreno de la filosofía de la historia -La ideología alemana (1970 [1845-1846]), Miseria de la filosofía (2004 [1847]).
En esta ocasión, nos interesa analizar un aspecto específico de la crítica de Marx a la ciudadanía liberal: la igualdad en la esfera pública moderna. Libertad e igualdad suelen aparecer en el discurso liberal, en cualquiera de sus variedades y con sus respectivos matices, como dos aspectos esenciales de la dimensión ciudadana. En la lectura que proponemos de las fuentes marxianas, la trama de mutua necesidad entre libertad e igualdad resultaría clave para la reproducción de las estructuras sociales modernas. Lejos de promover la libertad para una comunidad de iguales, tales estructuras establecen una igualación ciudadana que habrá de ser la mediación por la cual la libertad encomiada sea la de algunos ciudadanos por sobre otros. Más aún, hace valer el predominio de determinada lógica societal, la lógica del capital, por sobre los intereses individuales. Así pues, desde el punto de vista de la crítica de Marx, las reivindicaciones igualitarias de la ciudadanía moderna harían posible presentar como interés general lo que es, en realidad, interés de algunos ciudadanos mejor dispuestos de acuerdo con las exigencias de dicha lógica.1 De este modo, aunque todos se hallen sometidos a la misma ley, su respeto universal privilegiaría un interés particular invisibilizado; i.e., el interés de la acumulación capitalista.
Para abordar la cuestión que planteamos, propondremos una lectura de tipo marxiano de la relación entre lo público y lo privado, esto es, formulada desde la dualidad circulación-producción que domina la crítica de la economía política de Marx y su comprensión de la dialéctica propia de las estructuras sociales del capitalismo. Este abordaje nos permitirá iluminar un vocabulario tradicionalmente liberal como el de “lo público” y “lo privado” (también usado por Marx, normalmente en vena crítica y con vocación por desocultar sus presupuestos) a través de un aparato conceptual distinto, el de la economía política marxiana, que -creemos- permitirá una comprensión más cabal de la interdependencia de ambos polos.
De este modo, en la primera sección, comenzaremos por el texto clásico de la crítica marxiana a la ciudadanía liberal, Sobre la cuestión judía (Marx, 1978a [1843]), donde el propósito será precisar el carácter mistificador de la esfera pública, caracterizada como “esfera celestial”, cuyo igualitarismo desconoce su raíz mundana arraigada en el egoísmo propio de la vida mercantil. A continuación, en la segunda sección, queremos contrastar este vocabulario filosófico-político de aquella temprana obra de Marx con material proveniente de El capital y de sus más célebres borradores, los Grundrisse, junto a pasajes del Urtext. A partir de tales fuentes, podremos acometer el propósito de releer la polaridad público-privado desde el vocabulario de la economía política marxiana para identificar estructuralmente las determinaciones igualitarias y no igualitarias de dicha polaridad. Desde aquí, en la tercera sección, volveremos sobre la crítica de marxiana (Marx, 1967 [1845]) a la ciudadanía liberal, mostrándola como una forma de dominación no sustantiva donde “el privilegio es reemplazado por el derecho” (p. 183) para confrontar abiertamente la pretensión de igualdad universal asociada a la ciudadanía liberal; una crítica que, a fin de cuentas, disputa nada menos que el carácter emancipatorio de la igualdad universal enarbolado por la ciudadanía moderna y las diversas variedades del liberalismo.
1. La emancipación política y el “hombre egoísta”
Frente a las ya antiguas disputas althusserianas en torno de la discriminación del pensamiento estrictamente marxista en el corpus marxiano (por ejemplo Balibar, 1994; Geymonat, 2016; Patrón, 1980; Wetter, 1963) y a los innumerables esfuerzos por periodizar la obra de Karl Marx (Attali, 2007; Balibar, 2006), hay una movilización profunda que es difícil no reconocer a casi todo lo largo de la misma y que le aporta coherencia a un nivel fundamental: el compromiso de Marx con los intereses emancipatorios de quienes generan la riqueza social y, a través de ellos, con la posibilidad de que nuestra especie se encuentre en condiciones de ser protagonista voluntaria y consciente de su propio derrotero histórico. Este compromiso es patente desde los textos sobre el robo de la leña publicados en la Gaceta Renana de 1842 (Marx, 2007) hasta la discusión sobre las fuentes de la riqueza en la “Crítica del programa de Gotha” de 1875. Se trata de una apuesta que toma diversas formas conceptuales en el curso de los años y que, a la luz del tiempo que nos separa de la obra marxiana, se sigue mostrando como una apuesta, a la vez radical, a la vez plagada de tensiones entre las expectativas que porta consigo y las condiciones para su realización.
Así, el abordaje de Marx a la cuestión de la “emancipación política”, en medio de los debates al interior de la izquierda neohegeliana,2 hace patente tal radicalidad en un entorno social que no pareciera favorecer su viabilidad. En buena cuenta, en Sobre la cuestión judía de 1843, y luego en La sagrada familia de 1845, Marx confronta la pretensión emancipatoria de la separación entre lo público y lo privado en el escenario de una Alemania fragmentada en numerosos reinos y plagada de formas de dominación política sustantiva; una Alemania que estaba lejos de haber instalado una institucionalidad jurídico-política moderna. Se presenta, pues, un discurso crítico que disputa una realidad, a saber, la de la ciudadanía moderna, que aún no es una realidad efectiva en Alemania, sino que, por el contrario, está aún por verse consumada.3
Más aún, en clave hegeliana, o más ampliamente en clave del progresismo propio de las líneas clásicas de la filosofía política moderna, Marx (1978a) saluda esa institucionalidad que está por consumarse como un progreso: “Ciertamente la emancipación política es un gran progreso; aunque no sea la última forma de la emancipación humana, lo es en el actual orden del mundo” (pp. 187-188). Pero la ciudadanía liberal que queda descrita en la caracterización marxiana de la emancipación política no era “el actual orden del mundo” sino una consumación aún en proceso. Frente a ella, el filósofo arroja su visión abismal; en este caso, la figura de la emancipación humana. En lo que sigue no nos interesa abordar este horizonte emancipatorio que luego Marx habría de llamar “comunismo”, sino la crítica de la dualidad propia de la emancipación política: la separación entre los intereses privados que disputan su viabilidad en el mercado y los intereses generales de la ciudadanía. Aquí Marx (1978a) ha identificado un juego mistificador, una suerte de prestidigitación que solo puede hacerle un favor momentáneo y parcial a los intereses emancipatorios de los distintos agentes sociales que producen conjuntamente la vida en común en las sociedades modernas. Veamos la formulación de la crítica marxiana.
Desde la Revolución Francesa de fines del siglo XVIII y a todo lo largo de las revoluciones burguesas del siglo XIX, diversas reivindicaciones liberales, republicanas y socialistas se fueron abriendo paso en Europa para disputar su hegemonía a las formas de dominación sustantiva del Antiguo Régimen. Un lugar clásico de estas disputas se centró en torno de la religión y su poder para regir las instituciones políticas y, en general, la vida social (Chadwick, 2000; Hunter, 2017). Diversas reivindicaciones liberales se enfocaban sobre la necesaria neutralidad del Estado en términos religiosos y la restricción de la religión a una práctica privada que, en tanto tal, resultaría contingente para el plano político de la vida social. A su turno, la izquierda hegeliana portaba una pretensión más radical: la abolición de la religión (Stewart, 2011). Su sustento procedía de variados recursos de la dialéctica hegeliana, reinterpretados para confrontar las formas de dominación política sustantiva que significaban alienación para la actividad social de los individuos. En su texto La cuestión judía de 1843, Bruno Bauer (2009), a la sazón destacado representante de esta izquierda filosófica, aborda la exclusión que sufrían los judíos en distintos ámbitos de la actividad social y política de la Alemania de su tiempo. Su planteamiento emancipatorio sostenía la necesidad de que el judío abandone su judaísmo, de forma que pudiera reencontrarse con la comunidad universal en la figura de un Estado que, a su turno, se hallara liberado de criterios sustantivos como el de la religión a la hora de establecer los parámetros institucionales de la vida social y política (Bauer, 2009, pp. 21-23). De acuerdo con Bauer, este proceder supone un tipo de actividad y relacionamiento crítico, tanto por parte del creyente religioso (todos los creyentes, no solo los judíos) como por parte del Estado. Una vez consumado este paso, la racionalidad habría de tener el lugar que le corresponde en la organización de la trama de las relaciones humanas por medio de la emancipación política y las formas de la ciudadanía.
A su turno, el punto de vista que Marx (1978a) asume en esta disputa emancipatoria hunde sus raíces en la apuesta de Feuerbach por la inmediatez y la simplicidad a la hora de pensar los asuntos humanos.4 En su propia disputa con Hegel, Feuerbach (1989b) confronta el horizonte especulativo de la dialéctica idealista, proponiendo la necesidad y urgencia de volver sobre “lo concreto in concreto” (p. 123) en la forma de una nueva filosofía positiva que reposicione a “el hombre” como “el nombre de todos los nombres” (1989a, pp. 71-72) o el sujeto de todos los predicados. El punto crítico feuerbachiano que seduce a Marx consiste en denunciar las mediaciones especulativas como desencuentro de los seres humanos frente a su naturalidad e inmediatez, y en favor de un decurso de alienación.5 En la filosofía de Hegel, se encontrarían formas de esta alienación en el ámbito del Estado o la Religión.6 Precisamente, el foco crítico de Feuerbach (1995) está puesto sobre la religión, sobre ese lugar en el que la incapacidad de “el hombre” para asumir su finitud y su miseria ha significado la generación de un plano escindido que existe a la manera de una realidad imaginaria donde puede al fin encontrar consuelo y redención a través de la más resuelta negación de sí mismo.
Por supuesto, inserto en las disputas neohegelianas, Marx (1978c) también hace de la religión el foco de su crítica; de ahí su clásica sentencia sobre la religión como “opio del pueblo” (p. 210), donde la religión no sería solo “expresión” sino “protesta” frente a la miseria real (p. 210).7 Pero la marcada disposición de Marx a pensar la alienación desde las relaciones sociales le lleva a usar los recursos de la postura feuerbachiana para situar la crítica más allá de la alienación de la conciencia y las demandas antropológicas de Feuerbach. Más en vena de la filosofía social en ciernes de Hegel, el interés de Marx será reconducir la crítica hacia las relaciones prácticas entre los individuos, comenzando por la crítica de la ciudadanía y, luego, por la crítica de las relaciones sociales desde el punto de vista de la historia social que habría de formularse como el objeto de su ontología social (Lukács, 2007) y su filosofía de la historia en los años siguientes a 1843.8 De vuelta sobre nuestro actual interés expositivo en torno de “la cuestión judía”, Marx sitúa “la cuestión general” de su tiempo como la puesta en cuestión del Estado político (1978a, p. 182). Una forma de alienación distinta a la que es propia de la alienación religiosa, pero, al fin y al cabo, una que responde a un dinamismo análogo: una determinada realidad sensible y finita es invertida y puesta en la forma de una figura alienada que representaría falazmente dicha realidad. Ya no será la figura de Dios como aquella cuya omnipotencia es tan grande como grande es la miseria humana (Feuerbach, 1995, pp. 64-82), sino la de una “esfera celestial” que, habiendo surgido de las raíces de la Sociedad Civil y de los intereses particulares que en ella tienen su imperio, se presentaría más bien, en forma mistificada, como un plano de realidad independiente de tales intereses.
Frente a la apenas emergente ciudadanía política moderna reivindicada por Bauer para resolver la “cuestión judía”, Marx habrá de identificar en ella un objetivo para la crítica y habrá de proyectar más allá de ella un horizonte emancipatorio que la trascienda; es decir, una nueva apuesta de inversión de la inversión para que los individuos puedan recuperarse de la mediación alienante que ellos mismos habrían generado por medio de su actividad. Para Marx (1978a), pues, el horizonte de la ciudadanía falsificaría la representación de los intereses humanos. La recuperación de estos intereses supondría, en cambio, la apuesta por la “emancipación humana” que Marx reivindica en sus textos de los Anuarios Franco-Alemanes de 1843 -donde a Sobre la cuestión judía se suma la Introducción a la crítica de la filosofía del derecho de Hegel. Pues bien, si es el caso que la ciudadanía moderna falsificaría los intereses de los individuos, ¿cuáles serían estos intereses y qué es, por tanto, lo que habría de ser recuperado?
En este punto, la temprana crítica de Marx a la ciudadanía que aquí repasamos revela un doble motivo: no se trata solo de afirmar que la representación de las particularidades de la sociedad civil resulta un ejercicio falaz y mistificador en la “esfera celestial” de la ciudadanía. Se trata, fundamentalmente, de establecer que la forma misma bajo la que se presenta el interés particular en la sociedad civil porta su propio desgarramiento. Más aun, que este desgarramiento es el fundamento de aquel otro desgarramiento que disocia lo público y lo privado en forma mistificada. De acuerdo con Marx (1978a), dicho interés particular cuyo contenido está de suyo viciado y porta en su seno la alienación de los individuos -llevada a cabo por “su propia mano”, por su propia actividad, debe acotarse- viene dado por el “hombre egoísta” (pp. 195-197). Así, no solo es el caso que los intereses de la sociedad civil se encuentren mistificados en el ámbito de la ciudadanía, sino que dichos intereses en sí mismos portan el desgarramiento del hombre consigo mismo en medio de la lógica puramente instrumentalizadora y alienante del mercado. En este momento de su producción intelectual, la tópica del “hombre egoísta” es tomada por Marx fundamentalmente de la tematización que Hegel (1988) lleva a cabo sobre ella en la sección referida a la sociedad civil en sus Principios de la filosofía del derecho (pp. 260-317). En este escenario, los intereses particulares, entregados a la lógica del mercado, viven en el modo del antagonismo recíproco y habrán de conocer la forma de la “mala infinitud” (p. 263). Esto es, una infinitud que hace de la individualidad un para sí desvinculado de la suerte de lo común, y a partir de lo cual lo común no puede tener otra forma que la de la contingencia. Para Hegel, la “mala infinitud” no agota los contenidos ni las posibilidades de la sociedad civil pero sí perfila el límite constitutivo de la lógica del mercado para dotar de cohesión a la sociedad en su conjunto. Por su parte, Marx (1978a) identifica en el “hombre egoísta” la clave de la recíproca alienación de los agentes en el mercado. Esta determinación organizadora de las relaciones sociales en el mercado sería algo más que el contingente extrañamiento entre los individuos -finalmente reconciliados en el Estado según la dialéctica hegeliana del Espíritu Objetivo (Hegel, 2000, pp. 522-579)- o solo un riesgo para la cohesión social. Sería, en pleno, la determinación de un modo de vida cifrado en términos de la recíproca instrumentalización de los individuos, donde será el caso que algunos individuos habrán de estar en mejores condiciones para participar de esta pauta de vida que otros. Pues bien, ya para este joven Marx (1978a) -aún carente de estudios propios en economía política- resultará clara la identificación según la cual es la emergente clase social burguesa, poseedora de los recursos de la propiedad industrial para situarse en el mercado y jugar sus reglas, el sujeto social en condiciones de ser partícipe victorioso en esta trama que emerge; i.e. la trama del mercado y sus soportes institucionales en el ámbito de lo público (p. 186).
Con estos elementos a mano, puede formularse la temprana crítica marxiana a la igualdad como dimensión fundamental de la esfera ciudadana en las sociedades modernas -o con pretensión de serlo. En la dualidad institucional que estas sociedades establecen entre lo público y lo privado, el mundo de las diferencias y las desigualdades queda reservado para la esfera privada. De este modo, la religión, por ejemplo, puede perfectamente persistir en una sociedad moderna como “asunto de cada quien” que no tiene por qué interesar a nadie más.9 Para el caso del enfoque específico que propone Marx (1978a), el “hombre egoísta” vendría a ser caracterizado desde el ámbito privado, un ámbito sobre el cual el ámbito público no tendría nada que decir. Al proceder de esta forma, la mentada dualidad de lo público y lo privado haría valer una determinada unilateralidad, la de las condiciones para el florecimiento del “hombre egoísta”, como sinónimo de generalidad de los intereses particulares. De este modo -sostiene Marx- el desgarramiento que acontece en el ámbito de lo público frente a los intereses de la sociedad civil supone que una ley pretendidamente no establecida por ningún individuo ha de regir para todos por igual. Pero precisamente porque vale para todos por igual se hace valer a favor de quienes, en tanto agentes privados, disponen de una vida mejor dispuesta para calzar con los parámetros de dicha ley. Marx sostiene que así como el Estado evangeliza cuando trata al judío desde la pauta de un cierto credo religioso como el cristianismo, cualquier individuo particular -incluyendo al judío- politiza cuando exige un tratamiento político (1978a, p. 193). En este caso, cuando exige el tratamiento bajo una ley que habrá de ser común para todos pero que porta en su seno la mistificación de un interés determinado de la sociedad civil; i.e. el interés del “hombre egoísta”, o bien los intereses de la vida burguesa.10 Este interés y las condiciones de esta vida vendrían a ser la raíz social desde la que se erige la ciudadanía moderna y su prédica de libertad e igualdad universales; una libertad y una igualdad acordes a la trama social del mercado y las necesidades burguesas. De esto modo, el hombre burgués se ha trocado en el ciudadano, pero sin dejar huella aparente de ello.
En términos de la contraposición entre la ciudadanía moderna y los órdenes sustantivos de la dominación política en las sociedades estamentales, Marx sentencia en La sagrada familia: “El privilegio es sustituído [sic], aquí, por el derecho” (Marx & Engels, 1967, p. 183). De este modo, la inmediatez de la dominación sustantiva cedería paso a una dominación marcada por la mediación dada por la mistificación del interés egoísta -distintivo de los individuos en tanto agentes en el mercado- en la forma de un interés general que el derecho moderno cristaliza a través de sus leyes e instituciones. Atendamos, a continuación, a la contraparte económico-política de esta mistificación y, en particular, al lugar clave que en ella desempeña la igualdad universal tan cara a la ciudadanía política moderna.
2. Público y privado/ circulación y producción: trama de polaridades
Para seguirle la pista a la relación entre el interés egoísta y la igualdad ciudadana, procedemos a un cambio de escena: nos desplazamos del ámbito de la filosofía política al de la economía política. En las décadas siguientes a los tempranos textos marxianos que acabamos de referir, nuestro autor desarrolla sus vastos estudios en el campo de la economía política. Para efectos de nuestro análisis, nos interesa tomar algunos elementos de dichos estudios vinculados con la relación entre la esfera de la producción y la esfera de la circulación. La trama que la lógica del mercado y la lógica del capital establecen entre ambas esferas tiene amplias repercusiones sobre la noción de justicia que rige a las sociedades modernas; en particular, a propósito de la igualdad universal entre los individuos de acuerdo con los cánones de la ciudadanía liberal. Aquel “hombre egoísta” de la crítica filosófico-política marxiana pasa ahora a ser comprendido en la forma de un sujeto económico situado en el mercado que, o bien forma parte del intercambio mercantil simple, o bien del intercambio capitalista. Para cualquiera de estas posibilidades, debe pasar por las formas igualitarias de la sociedad capitalista.
En el caso de la crítica de la religión y de la manera en que esta podía persistir en el marco de la emancipación política, la crítica filosófico-política de Marx -y su distancia frente al hegelianismo de izquierda de Bauer- sostenía que el proceso de “privatización” del fenómeno religioso no resolvía la necesidad de la religión ni permitía superarla (1978a, p. 185). Tan solo le daba un lugar “no político”. A su turno, este lugar “no político” requería la garantía política para que cada quien pudiera seguir en el modo de la enajenación religiosa en el ámbito privado. La “esfera celestial” de la ciudadanía precisamente se haría cargo de esta perfecta compatibilidad entre enajenación religiosa y emancipación política, allí donde la perfecta igualación ciudadana hace posible el pleno despliegue del arbitrio religioso en la esfera privada.
En la escena económico-política a la que nos desplazamos, el razonamiento marxiano procede análogamente. La enajenación propia de la vida mercantil-capitalista supone la emancipación política gracias a la cual, librados de los cánones de la vida sustantiva y las formas tradicionales de la dominación política, los agentes en el mercado se encuentran en condiciones de libertad e igualdad para poder participar en él sin restricciones y ser parte de las formas de dominación modernas asociadas a la lógica de la acumulación capitalista. En este escenario, el de la economía política, la tesis crítica de Marx (1978b) es que la explotación que en ella tiene lugar toma la forma social de un ámbito productivo donde reina el libre albedrío de cada agente económico (ámbito privado). Ahora bien, las dinámicas propias de este ámbito productivo no son autosuficientes. Por el contrario, requieren de un plano escindido frente a la particularidad que caracteriza el arbitrio que en él domina. Este plano escindido, el ámbito de la circulación, viabilizaría dicha explotación por medio de formas de dominación política no sustantiva que encuentran en la igualación ciudadana (ámbito público) la clave de justicia en la que se asientan las estructuras mercantil-capitalistas de nuestro tiempo.
Así, bien sea a propósito de la crítica de la religión o de la crítica económico-política, la emancipación política significa -para Marx- la superación de los órdenes sustantivos para la organización de la vida en común. Su lugar pasaría a estar ocupado por un principio de ciudadanía que haría valer la igualdad universal de los individuos. De este modo, las cuestiones vinculadas con las decisiones de cada agente individual se relegarían al ámbito privado. A su turno, se abriría un plano abstracto de igualación universal en el ámbito público, cuya pretensión de trato neutral invisibilizaría los compromisos positivos que este plano asume y a partir de los cuales ciertas formas de vida, como las propias de la enajenación religiosa o las que serían propias de la acumulación capitalista, se harían valer y encontrarían condiciones aptas para su reproducción.
En términos de Marx (1978b), la abstracción igualitaria tiene lugar en la esfera de la circulación en relación con la forma social del valor de cambio. En las sociedades donde la forma mercancía es la forma dominante de los productos del trabajo social, nos topamos con una división del trabajo marcada por una trama de productores privados que llevan a cabo su actividad productiva de manera recíprocamente independiente (Marx, 1978b pp. 95-104). De acuerdo con las consideraciones generales de la economía política clásica a las que Marx se adhiere en este punto, para que dichos productores puedan disponer del conjunto de bienes y servicios requeridos para la satisfacción de sus necesidades -esto es, para que sus valores de uso (que ellos no necesitan) puedan trocarse por otros valores de uso (que sí necesitan)- se requiere de un determinado valor de cambio que permita homologar lo que por su naturaleza física es diferente (Marx, 2003b, pp. 230-233). En efecto, cada mercancía solo puede ser intercambiada en la medida en que porte un valor de uso distinto de aquel que disponen sus contrapartes. Pues bien, a esta diferencia cualitativa debe corresponderle una determinación cuantitativa que, por medio del recurso a una abstracción que iguale las mercancías entre sí, haga factible que el intercambio proceda. En términos de Marx (1978b), esto significa que el trabajo socialmente necesario puesto en la corporeidad de una mercancía pueda intercambiarse por la misma cantidad de trabajo socialmente necesario contenido en el cuerpo de otra mercancía (pp. 48-49). Al respecto, nos interesa destacar el carácter social del proceso de abstracción por el cual le corresponde una clave de homogenización a la particularidad natural (física, química, etc.) de toda mercancía. Este proceso viene dado por la necesidad estructural de una sociedad de productores privados independientes que tienen que ponerse en “el punto de vista de lo general” para que el intercambio pueda llevarse a cabo. Así, “La forma de la generalidad del trabajo se confirma por la realidad de éste como miembro de una totalidad de trabajos, como medio de existencia particular del trabajo social” (Marx, 2003b, p. 234). Ahora bien, el elemento mediador que es, a su vez, la clave para igualar a las mercancías entre sí y al trabajo en ellas contenido, haciendo abstracción de las particularidades propias de sus respectivos valores de uso, es el valor de cambio. De acuerdo con la teoría objetiva del valor asumida por la economía política marxiana, el valor de cambio se funda en el valor como objetividad social que se define de acuerdo con el quantum de trabajo humano objetivado en la corporeidad de la mercancía. Al inicio del tomo primero de El capital, Marx (1978b) propone una suerte de deducción dialéctica por la cual se da cuenta, a nivel categorial, de la manera en que el valor de cambio se va independizando del valor de uso hasta llegar a la forma social del dinero (pp. 43-80). El dinero vendría a ser la cristalización general del valor de cambio, un objeto cuyo único valor de uso consiste en ser valor de cambio.
El lugar social que le corresponde al dinero en las sociedades mercantiles le sitúa en una posición de valor de cambio omnipotente que resulta clave para la reproducción del sistema de producción en su conjunto, entendido como una trama de intereses privados que requieren de una mediación efectiva, capaz de traducir en una medida común sus diferencias, de modo que puedan trabar una adecuada relación entre sí. Así pues, “el dinero se ha convertido en el único nexus rerum [nexo de las cosas] entre ellos” (Marx, 2003b, p. 187) y en un factor progresista para la sociedad mercantil dado que hace posible lidiar con la máxima diversidad de esfuerzos y con la mayor complejidad asociada a su recíproco eslabonamiento. De ahí que, en las sociedades modernas, la dependencia de los agentes particulares en el mercado respecto del dinero no hace sino crecer (Marx, 1977, p. 72); en buena cuenta, establece para ellos una necesidad externa sin cuya satisfacción los productores de la riqueza quedan fuera de la trama de intercambios que hace posible su inscripción en el mercado.11
Asimismo, la universalidad del dinero como representante general de la riqueza (Marx, 1977, p. 155) y determinación clave de la sociedad mercantil hace de todo deseo humano, a fin de cuentas, deseo de dinero.12 Esto significa, no solo que el dinero toma “la forma de equivalente general” (1978b, p. 85), sino que resulta una condición de mutua indiferencia de los particulares entre sí y a propósito de los productos de su trabajo. Persiste la determinación según la cual las mercancías solo pueden ser intercambiadas por la utilidad presente en el valor de uso que portan, pero cada uno de esos valores de uso son sometidos a la mediación que resulta de la abstracción puesta en el dinero. De este modo, el portador de dinero es el potencial portador de cualquier valor de uso y de cualquier mercancía. En el dinero se sanciona el fin de las diferencias sustantivas y de toda discriminación cifrada en lo particular (Marx, 1977, p. 179). Así pues, desde el punto de vista de la dinámica mercantil, el dinero aporta el progreso decisivo que resuelve la diferencia natural y el aislamiento entre los individuos.
La contracara política de la abstracción dineraria y la condición de posibilidad de que el dinero pueda desplegar su ley es el progreso sinérgico con dicha abstracción que la Modernidad ha conocido del lado de igualdad ciudadana, la “esfera celestial” capaz de constituirse independiente frente a las necesidades e intereses particulares, y de ofrecer, en cambio, la neutralidad propia de dicha elevación sobre la particularidad. Debe aquilatarse ampliamente el alcance de esta neutralidad. No se trata de una mera pretensión sino de una necesidad práctica de la sociedad mercantil. En efecto, no cabe sociedad mercantil sin alguna forma de institucionalidad ciudadana que garantice que la abstracción de lo particular responda a una pauta de igualación que proceda de modo neutral frente a cada uno de los particulares que participe de su trama. A decir de Marx (1977) en los Grundrisse, de este modo el trabajador y el rey quedan perfectamente igualados: “Un trabajador que compra mercancías por valor de tres chelines se presenta para el vendedor en la misma función de igualdad -en la forma de tres chelines- que el rey que hace lo mismo. Toda diferencia entre ellos ha desaparecido” (p. 185). Sin este poder igualador que responde a la necesidad del intercambio pero que, a su vez, resulta un poder político en la forma de la igualdad ciudadana entre todos aquellos individuos que portan valores de cambio, el poder del dinero simplemente se desvanecería.13
Por supuesto, tal cual se indicó respecto de la religión, la emancipación política que esto supone va de la mano con un compromiso positivo a propósito de lo que se entiende por “privado” y “público”, por el alcance de la libertad individual, por el sentido de la igualdad universal; en buena cuenta, por un conjunto de relaciones y estructuras sociales que encuentran en dicha emancipación su condición de posibilidad. Para el caso que nos ocupa, no puede haber vida en el mercado sin un plano escindido de la producción, i.e. el plano de la circulación, que se comporte abstraído de la suerte de lo particular y que encuentre en la ciudadanía universal su refrendo jurídico-político. Que esta neutralidad responda a la afirmación silente y encubierta de una cierta forma de vida en común que -para comenzar- se halla comprometida con la validación de la cultura del mercado y sus presupuestos históricos no quita que, en efecto, se trate de una neutralidad consistente al interior de dicha forma de sociedad. El flujo libre de la vida mercantil moderna encuentra, pues, en la ciudadanía universal su conditio sine qua non.14
Desde el enfoque que presentamos, la dependencia y la negación de la libertad que esto supone para la vida de los individuos se aprecia más cabalmente, si nos detenemos en el papel que tiene la igualación ciudadana y sus derechos universales, ya no solo a propósito de la lógica del intercambio mercantil, sino de la lógica del capital. Para Marx (1978b), el capital es valor que “se valoriza a sí mismo” (p. 169). En la deducción dialéctica que opera el razonamiento marxiano en El capital, la forma social del dinero deviene capital cuando participa de relaciones sociales que hacen posible su auto acrecentamiento. Bajo la lógica del capital, el dinero pasa a disfrutar de un poder aun mayor al que hemos expuesto. Al mismo tiempo, cede su protagonismo al capital y se inserta en una trama más compleja donde su capacidad para organizar la vida social no hace sino crecer. En este proceso, resulta fundamental que el dinero pase a ser capaz de adquirir una mercancía peculiar, la mercancía fuerza de trabajo, y que sea capaz de adquirirla bajo una forma social, la forma del salario, la cual vuelve a ser una abstracción que deja en la sombra lo que ocurre con dicha mercancía en cuanto a su valor de uso (1978b, pp. 181-193).
De acuerdo con lo expuesto, el dinero opera como la mediación por excelencia que hace posible que los productores privados independientes estén en capacidad de intercambiar sus mercancías. Este rol del dinero no cambia cuando se trata de la compra-venta de fuerza de trabajo. Como es sabido, según el análisis de Marx (1978b), aquí radica la potencia del dinero para hacer posible la explotación capitalista; pero, al mismo tiempo, su insuficiencia para explicar cómo sería posible que el dinero introduzca una diferencia cuantitativa que le permita crecer y convertirse en capital. En efecto, si los objetos y los medios de trabajo son comprados por su valor, todo lo que tendríamos en este movimiento mercantil es el desplazamiento del valor entre unas manos y otras. En el planteamiento marxiano, la única posibilidad de que el dinero inicialmente invertido en la producción crezca una vez que las mercancías resultantes sean vendidas en el mercado es que alguna mercancía sea capaz de generar más valor que el valor que inicialmente costó al ser adquirida. De acuerdo con Marx, esta mercancía sería la fuerza de trabajo: fue comprada en el mercado al valor que corresponde a su reproducción (valor que permite obtener las mercancías que hagan posible reponer su desgaste) y llevada a la esfera de la producción para ponerla en uso y a que genere mercancías que contengan un valor superior al que costó adquirirla inicialmente. El asunto, pues, se decide a nivel del sujeto de trabajo (Marx, 1978b, pp. 202-215).
La forma social del salario oculta esta trama y este paso que nos lleva de la circulación a la producción para devolvernos a la circulación; o bien, de lo público a lo privado, y de nuevo a lo público cuando las mercancías finalmente producidas salen al mercado a ser vendidas. De acuerdo con lo inmediatamente visible, a cada trabajador que vende su fuerza de trabajo se le paga por su trabajo. De acuerdo con el examen marxiano, en cambio, aquí habría un error categorial resultado de la mistificación propia del fetichismo mercantil. Al dinero puesto en el salario se le atribuye el poder de representar al trabajo generador de valor. En realidad, lo que paga el salario es que la mercancía en cuestión, la fuerza de trabajo, sea debidamente restituida por su actividad en la esfera de la producción. Ahí concluye la transacción. El proceso posterior por el cual la fuerza de trabajo adquirida es dispuesta para producir nuevo valor ya está librado al arbitrio de su comprador, el capitalista, en el ámbito privado, y no responde a ningún criterio abstracto de igualdad. Aquí el poder del dinero -y su rasero igualitario- conoce su límite: no define lo que ocurre en la esfera privada de la producción.
Para que la dinámica del capitalismo tenga sentido, i.e. para que la inversión de valor obtenga beneficios, es necesario -como sabemos- que el resultado de esta sea la generación de mayor valor del invertido. He aquí el misterio del plusvalor generado por el modo de producción capitalista, misterio que ha sido abordado bajo los más diversos enfoques con anterioridad a la obra de Marx (1980). En el caso de Marx (1978b), su solución consistirá en reconocer que las leyes igualitarias de la circulación siguen plenamente en vigencia a la hora de analizar lo que ocurre con la acumulación capitalista, pero en tanto mediación que hace posible que el aumento de valor en cuestión se dé efectivamente.
El capital no puede brotar de la circulación ni tampoco puede no brotar de ella. Tiene que brotar y no brotar al mismo tiempo en ella (…). La conversión de dinero en capital se tiene que desarrollar sobre la base de leyes inmanentes al intercambio de mercancías, de tal modo que el punto de partida sea el intercambio de equivalentes. Nuestro poseedor de dinero, existente aún solo como oruga de capitalista, tiene que comprar las mercancías por su valor, venderlas por su valor y, sin embargo, sacar al final del proceso más valor del que metió en él. Su despliegue en forma de mariposa tiene que ocurrir en la esfera de la circulación y no ocurrir en la esfera de la circulación (Marx, pp. 180-181).
El quid del asunto pasa a estar en la relación de articulación que se da entre la circulación y la producción. En la segunda ocurre el aumento del valor mediante el empleo de la fuerza de trabajo de modo que esta genere más valor del que costó su adquisición. En buena cuenta, en ello consiste la explotación capitalista para Marx. En la primera, en la circulación, se encuentra la mediación sin la cual el capital simplemente no podría crecer, el momento de la igualación social entre los valores de uso por medio del dinero. Se trata de la igualación de todos los valores de uso. Tanto de los valores (bienes y servicios) que requiere la producción y que resultan de ella, cuanto de los seres humanos puestos en la forma de mercancía fuerza de trabajo. El arbitrio de lo privado dispone libremente de sus mercancías, y por ello puede legítimamente hacer que la fuerza de trabajo le genere beneficios; a su turno, la igualdad de lo público hace posible que, a través de la forma del salario, ello ocurra respetando la ley del valor; esto es, en términos perfectamente justos, léase, igualitarios.
Así, para Marx, la compra-venta de la fuerza de trabajo nada dice sobre lo que habrá de ocurrir con ella en la esfera de la producción. Aquella transacción porta una visibilidad pública perfectamente trazable para cualquier agente mercantil. No ocurre lo mismo cuando nos situamos en el terreno de la producción, donde cada quien dispone de sus bienes, incluyendo la fuerza de trabajo adquirida de manera libre y según la ley del valor. La producción se presenta como una esfera privada que, como señala Marx (1978b) “cierra sus puertas” a la “esfera ruidosa” de la circulación; la mercancía, fuerza de trabajo que aquí se adquirió, pasa a la “sede oculta” de la producción (p. 191) y su actividad se pone al servicio de la acumulación de capital. Frente al propietario de los medios de producción, el propietario de la fuerza de trabajo traba una relación igualitaria en el mercado. No obstante, una vez que la ha vendido, dicha fuerza ya no le pertenece y el propietario de los medios de producción puede hacer con ella lo que disponga -como señala Marx en El capital- dentro de cierto marco jurídico y moral relativamente establecido (1978b, pp. 185-186).15 Es el momento en que las relaciones igualitarias propias de la circulación de mercancías llegan a su término.
Estos elementos generales sientan las bases de una estructura social y un modelo de civilización comprometido con la acumulación del capital. Los roles de los actores de esta escena se fijan a la manera de patrones abstractos de conducta que Marx llamó “personificaciones” (1978b, p. 168). Por un lado, el proletario, el desposeído de la propiedad de los medios de producción, no tendrá otra alternativa que vender su único bien, su fuerza de trabajo. Por el otro, el capitalista se dispondrá a adquirirla para valorizar su capital y acrecentarlo. Ambas personificaciones requieren de la mediación del dinero, en el plano de la circulación, para que la dinámica proceda. Además, en este plano, se procede sin coacción y en términos perfectamente igualitarios. Cada protagonista procede libremente y cada uno sabe que podrá lidiar con el otro en términos de la igualación universal que procede del dinero. Un orden, pues, de libertad privada e igualdad pública se decanta en la sociedad capitalista. Uno que, por cierto, supera las formas de dominación sustantiva propias de las sociedades tradicionales que le precedieron y constituye un cierto tipo de emancipación. Pues bien, volviendo sobre las tempranas formulaciones marxianas que hemos repasado, esta “emancipación política” que resulta en la sociedad mercantil-capitalista no sería aún la “emancipación humana”.
3. Una dominación no sustantiva
De acuerdo con Marx, en la sociedad moderna la ley del valor rige los intercambios mercantiles en la esfera de la circulación y, de ese modo, hace posible la acumulación capitalista en términos perfectamente justos. El sentido de justicia que aquí aparece no es otro que el de la igualdad abstracta entre los ciudadanos, poseedores de mercancías que pueden intercambiar libre e igualitariamente.16 En el último tercio del siglo XX, la obra de John Rawls se ha preocupado por fundamentar el lugar de la igualdad como parte de los principios de justicia de la sociedad liberal. Frente al primado de la libertad individual y las marcadas desigualdades que su ejercicio ha producido, Rawls (1995) demanda repensar la justicia liberal de forma que se garantice una igual “repartición de derechos y deberes básicos” (p. 17). Así, propone evaluar la legitimidad de las desigualdades económicas y sociales de acuerdo con su capacidad para generar “beneficios compensadores para todos y, en particular, para los miembros menos aventajados de la sociedad” (1995, p. 27). Frente a la flagrancia de la desigualdad social y económica generada en la sociedad liberal contemporánea, Rawls se perfila como un liberal progresista dispuesto a sostener que la igualdad sea un principio de justicia y, consecuentemente, de organización social fundamental.
A su turno, Marx enfrentó diversas pretensiones igualitaristas, más bien procedentes del socialismo y el anarquismo. En su Miseria de la filosofía, basado en el progreso de sus estudios económico-políticos, Marx confronta a Proudhon. Ya provisto del reconocimiento del papel organizador de la ley del valor sobre la sociedad de su tiempo, Marx criticó el “cepillo de igualación” (Marx, 2004, p. 125) propuesto por Proudhon para resolver los conflictos de la sociedad capitalista de su tiempo. Puesto en términos de los Grundrisse, Proudhon pretendía “acometer la empresa superflua de querer realizar la expresión ideal de la misma [de la sociedad burguesa]. Ya que esta expresión no es en la práctica más que el reflejo de esa realidad” (Marx, 1977, p. 188). Así, la sociedad burguesa sería de suyo una sociedad estructuralmente organizada desde la condición igualitaria que rige los intercambios de los productores privados independientes; esto es, desde la condición que decide las relaciones en la esfera pública de la circulación y su sentido de justicia.
Pues bien, esta forma de justicia no es -para Marx- sino la negación de la personalidad de los productores de la riqueza social (Daly, 2000).17 La forma mercancía que, en términos sociales, decide la suerte de quien no tiene otra opción para subsistir que la de vender su fuerza de trabajo, caracteriza a dichos productores como sujetos libres e iguales en el mercado. Se encuentran como iguales con otros vendedores de su fuerza de trabajo y con la demanda de quienes puedan adquirirla. Así situados, pueden intercambiar su capacidad de trabajo como mercancía y comprar las mercancías que les sea posible adquirir gracias a dicho intercambio. Dada esta circunstancia, el proletario subsiste a costa de la negación de su personalidad, allí donde todo lo que de él interesa es su capacidad generadora de valor que es instrumentalizada por las formas sociales del capital para su lógica de acumulación de valores. El proletario deviene, pues, dependiente de una estructura que se le impone como un poder ajeno a pesar de ser él quien ha generado el valor que la ha hecho posible. Su libertad e igualdad son reales, tanto como la enajenación que le toca en suerte. Quienes comparten esta condición se hayan todos ellos libres de ataduras sustantivas, a la vez que libres para ser parte de la acumulación de la riqueza en una forma subordinada y ajena a su voluntad.
Frente a la dominación sustantiva de las sociedades tradicionales, la sociedad capitalista ofrece una escena diferente; una escena donde el dominio personal cede paso al dominio de estructuras fundadas en procesos de abstracción propios de las formas sociales de la mercancía y el capital. Así, la emancipación política moderna instala el dominio de formas impersonales de dominación a través de las cuales los intereses del “hombre egoísta” pueden florecer ampliamente y donde la suerte de los individuos quedará librada a su relación con aquellas formas abstractas, dinero y capital; i.e. si dispone o no de ellos para ser material y socialmente viable como ciudadano libre e igual. Mientras las formas sustantivas de dominación se determinaban como relaciones personales, las formas modernas de dominación asociadas a la emancipación política se presentan ahora como relaciones impersonales, marcadas por la recíproca indiferencia de los particulares entre sí (Marx, 1977, pp. 91-92). La condición ciudadana “se eleva” sobre los lazos personales que pudieran existir entre los individuos y se presenta como una apariencia de representación del interés común que -señala Marx (1977)- “engaña a la democracia” (p. 91). Este engaño procedería de la trasmutación de las personas concretas en individuos abstractos que estarían regidos por la misma legalidad y que, en virtud de esta condición, dispondrían de la representación ideológica según la cual el régimen de dominación asociado a la ciudadanía moderna sería expresión de la voluntad general de la comunidad y no de algún interés particular. Dicha voluntad vendría a constituir una suerte de nosotros abstracto, desvinculado de las condiciones particulares de cada quien, sin que en él quede rastro de las particularidades con las que su legalidad se reproduce conjuntamente; para el caso, el interés particular de la propiedad privada capitalista. Según lo previamente anotado, no nos topamos aquí con una mera irrealidad sino con las formas sociales requeridas por la circulación mercantil y la acumulación de capital.
De este modo, el capitalista solo puede adquirir trabajo ajeno y apropiarse de los excedentes por él generados siempre que este trabajo sea enajenado de manera libre y en términos igualitarios por el poseedor de la fuerza de trabajo. Dicha apropiación, pues, no podrá descansar en la injusticia que radica en el sometimiento de las personas a alguna adscripción que las coaccione, sino que solo podrá ser justa allí donde responda a la legalidad impersonal del ámbito de lo público en las sociedades modernas. La condición ciudadana de cada productor privado independiente deberá ser siempre respetada por igual con indiferencia de su condición personal, a la vez que el ejercicio de la libertad en cada espacio privado recibirá un respeto semejante, incluyendo la libertad necesaria para la apropiación del trabajo ajeno y la acumulación de capital.
En un intento por formular la continuidad entre las formas de dominación sustantivas y modernas, Marx (1977) señala en los Grundrisse:
Estas relaciones exteriores no constituyen una eliminación de las ‘relaciones de dependencia’, pues ellas no son más que la disolución de las mismas en una forma general; son más bien la elaboración del fundamento general de las relaciones de dependencia personales (…). Estas relaciones de dependencia materiales por oposición a las relaciones de dependencia personales, se presentan de forma tal (…) que los individuos aparecen ahora dominados por abstracciones, mientras antes dependían los unos de los otros (p. 92).
El ejercicio del poder político, pues, sufre una metamorfosis de envergadura histórica con el advenimiento de la sociedad burguesa y ahora se ampara en el punto de vista de lo general; la ciudadanía moderna cristaliza este punto de vista que aparece como el punto de vista de nadie, carente de compromisos positivos determinados por algún interés particular. Ahora bien, este desgarramiento propio de la esfera pública moderna arraiga -en línea con la sentencia de la cuarta tesis sobre Feuerbach- en la propia sociedad burguesa (1970, pp. 666-667). De este modo, así como el dinero se elevaba sobre la particularidad de los valores de uso para hacer posible el intercambio general y la acumulación capitalista, la ciudadanía política moderna se eleva sobre las particulares circunstancias de los productores privados independientes en forma tal que su dominación se presenta como no-dominación, como forma neutral de la vida en común.
Conclusión
La “emancipación política” y el “hombre egoísta” sobre el que aquella se sostiene y con el que forja una estructura de dominación significan -para Marx- un progreso desde el punto de vista de la superación de las formas personales de la dominación social. Al mismo tiempo, dicha emancipación es el lugar en el que operan nuevas formas de dominación que giran en torno de la lógica mercantil y la lógica del capital. Ambas portan un sentido de justicia muy determinado donde la igualdad universal tiene un lugar clave. Desde el enfoque de la crítica de la economía política de Marx, la emancipación política vendría a ser la mediación abstracta que hace posible la realización de los concretos intereses de la acumulación capitalista, canonizando en términos políticos la igualdad requerida por la circulación de mercancías. Dicha mediación opera como una dimensión pública donde reina la impersonalidad y la neutralidad asociadas al concepto de igualdad universal y la abstracción que ella demanda. Los fines privados de la instrumentalización que el capital requiere llevar a cabo sobre la fuerza de trabajo para auto acrecentarse solo pueden tener éxito a través de tal mediación. De esta manera, el plano de la circulación hace posible que el plano de la producción cumpla su propósito, al tiempo que aquel solo tiene lugar bajo un modo específico de producción, el de los productores privados independientes, configurándose una forma de recíproca dependencia de distintos planos de la actividad social. Así pues, bajo la mediación igualitaria de la esfera pública moderna tiene lugar un nuevo capítulo en la historia de la apropiación privada del trabajo ajeno y de las diversas formas de dominación y enajenación que le corresponden, las formas propias de la sociedad capitalista.